Junio, 1950

Ayer, a última hora de la mañana, cuando recibí la noticia de la muerte de Matsuda, me preparé una comida ligera y después salí a hacer un poco de ejercicio.

Era un día caluroso. Bajé la colina y, al llegar al río, subí al Puente de las Vacilaciones para mirar a mi alrededor. El cielo estaba azul claro y, río abajo, justo a la altura de la nueva urbanización, vi a dos niños al borde del agua, jugando con cañas de pescar.

Aunque tenía la intención de visitar regularmente a Matsuda, sobre todo después de haber reiniciado mi amistad con él con motivo de la boda de Noriko, hasta el mes pasado no pude volver al barrio de Arakawa. Fui sin pensarlo y sin que se me pasara por la cabeza que Matsuda tuviera los días contados. Quizá Matsuda haya muerto un poco más feliz después de haber compartido sus pensamientos conmigo aquella tarde.

Al llegar a su casa, la señorita Suzuki me reconoció enseguida y me invitó a entrar. Mi primera impresión fue que Matsuda había recibido pocas visitas desde que yo estuviera allí dieciocho meses atrás.

– Está mucho más fuerte que la última vez que usted vino -me dijo muy contenta.

Me hizo pasar al recibidor, y unos minutos más tarde entró Matsuda, sin ninguna ayuda, vestido con un kimono muy ancho. Se le notaba feliz de volver a verme y, durante un rato, hablamos de nimiedades y de algunos conocidos. Fue después de que la señorita Suzuki apareciera para traernos el té cuando me acordé de darle las gracias por la amable carta que me había escrito la última vez que yo había estado enfermo.

– Por lo que veo, te has recuperado -apuntó-. Por tu aspecto, nadie diría que has estado enfermo.

– Ya me encuentro mucho mejor -dije-. Pero aún tengo que cuidarme y, sobre todo, no separarme de este bastón. Por lo demás, me siento tan bien como siempre.

– Qué desengaño… ¡Y yo que pensaba que nos pondríamos a hablar de todos nuestros achaques! En cambio, ya te veo, estás igual que la última vez. No puedo más que envidiarte.

– Qué tontería, Matsuda. ¡Con el buen aspecto que tienes!

– No creas que vas a convencerme -contestó riéndose-, aunque es verdad que he recuperado unos cuantos kilos este año. Pero dime, ¿Noriko-san está contenta? He oído que por fin se había celebrado la boda. La última vez que viniste, te preocupaba mucho su futuro.

– Sí, al final todo ha salido bien. Para el otoño espera un niño. Después de tanta preocupación, las cosas han salido como yo esperaba.

– Vas a tener un nieto en otoño. Es una gran alegría.

– Debo decirte -añadí- que mi hija mayor espera un segundo hijo el mes que viene. Está deseando que llegue. O sea, que la buena noticia es doble.

– Por supuesto, ¡dos nietos! -Se quedó asintiendo con la cabeza mientras sonreía-. Tú sabes, Ono, que siempre he estado demasiado ocupado intentando arreglar el mundo para pensar en el matrimonio. ¿Te acuerdas de las discusiones que teníamos tú y yo justamente antes de que te casaras con Michiko-san?

Los dos soltamos una carcajada.

– ¡Dos nietos! -volvió a exclamar-. Vaya alegría.

– Es cierto, he tenido mucha suerte con mis hijas.

– Y dime, ¿sigues pintando?

– Alguna que otra acuarela. Para pasar el tiempo. Plantas y flores. Sólo por darme el gusto.

– En cualquier caso, me alegro de que pintes. La última vez me dio la impresión de que lo habías dejado. Te vi muy desanimado.

– Lo estaba. He pasado años sin tocar un lienzo.

– Sí, parecías muy desanimado. -Me miró sonriendo y continuó-: ¡Cuando pienso en tus grandes proyectos! Le devolví la sonrisa antes de contestar:

– Tú no aspirabas a menos, Matsuda. Después de todo, fuiste el autor del manifiesto de nuestra campaña durante la crisis de China. Y no dirás que el texto pecaba de humilde.

Los dos volvimos a soltar una carcajada y Matsuda dijo:

– Recordarás que solía llamarte ingenuo. Hasta te acusaba de ser un artista con pocas ambiciones. Hay que ver cómo te enfadabas conmigo. Ahora ya ves, por lo visto ninguno de los dos éramos lo suficientemente ambiciosos.

– Sí, tienes razón. Pero ¿quién sabe? Quizá con una visión más clara de las cosas, podríamos haber aportado mucho. Energía y valor no nos faltaban, si no, nunca podríamos haber sacado adelante aquella campaña que hicimos en favor del Nuevo Japón, ¿te acuerdas?

– Sí, en aquella época teníamos mucha gente en contra. Lo normal es que nos hubiésemos desanimado, pero no, nuestra voluntad fue más fuerte.

– Yo, en todo caso, nunca tuve una visión muy clara de las cosas. Como tú dices, no era un artista ambicioso. ¿Sabes?, incluso hoy, el mundo sigue siendo para mí esta ciudad y poca cosa más.

– Piensa que más allá de mi jardín ya no hay mundo para mí. O sea, que quizá seas tú ahora el más ambicioso.

Volvimos a soltar una carcajada y Matsuda tomó un sorbo de su taza de té.

– En fin, no tenemos por qué reprocharnos nada -dijo-. Creíamos en lo que hacíamos y nos esforzamos en todo al máximo, sólo que al final resultó que no éramos hombres tan especiales ni tan perspicaces como habíamos creído. Nuestra desgracia fue haber sido hombres normales en una época que no lo era.

Desde que Matsuda había hecho alusión a su jardín, mi atención se había desviado en esa dirección. Era una agradable tarde de primavera y, como la señorita Suzuki había dejado una mampara medio abierta, alcanzaba a ver el brillo del sol reflejado en los pulidos tablones de la terraza. La brisa que entraba en la sala tenía un ligero olor a humo. Me puse de pie y me acerqué a las mamparas.

– El olor a quemado me sigue molestando -apunté-. Hasta hace poco aún lo asociábamos al fuego y a las bombas. -Seguí contemplando el jardín y al cabo de un rato añadí-: El mes que viene hará cinco años que Michiko murió.

Matsuda guardó silencio durante unos instantes, hasta que le oí decir a mis espaldas:

– Ahora, cuando huele a quemado es porque algún vecino está arreglando el jardín.

Del interior de la casa nos llegaron las campanadas de un reloj.

– Es hora de darles de comer a las carpas -dijo Matsuda-. ¿Sabes?, me he tenido que pelear varias veces con la señorita Suzuki para que me vuelva a dejar alimentar a las carpas. Antes lo hacía todos los días, pero hace unos meses tropecé en una de las piedras planas del jardín y desde entonces he tenido discusiones con ella un montón de veces.

Matsuda se puso de pie, nos calzamos unas sandalias de esparto que había en la terraza y bajamos al jardín. Con mucho cuidado seguimos por el sendero de piedras lisas que sobresalían entre el suave manto de musgo, en dirección al estanque, que brillaba con el sol.

Ya en el estanque, mientras observábamos el agua verdosa, nos sorprendió un ruido. Al levantar la mirada, vimos a un niño de unos cinco años agarrado a la rama de un árbol con las dos manos, que nos observaba por encima de la cerca del jardín. Matsuda, sonriendo, le gritó:

– ¡Hola, Botchan!

El chico siguió mirándonos durante unos instantes y después desapareció. Matsuda sonrió y empezó a echar comida al agua.

– Es el hijo de un vecino -dijo-. Todos los días, a esta misma hora, se sube a ese árbol para ver cómo doy de comer a los peces, pero es muy tímido y cuando intento hablarle sale corriendo. -Soltó una breve carcajada-. A veces me pregunto por qué se toma ese trabajo todos los días. No creo que sea fascinante ver a un viejo, con su bastón, dando de comer a unas carpas al lado de un estanque.

Volví a mirar en dirección a la cerca, donde antes había visto la carita del muchacho, y dije:

– Hoy se habrá llevado una sorpresa. En vez de un viejo con bastón al lado de un estanque, ha visto dos.

Matsuda se rió y siguió echando comida al agua. Las escamas de dos o tres carpas que habían subido a la superficie, brillaban con la luz del sol.

– Militares, políticos, hombres de negocios, a todos se les ha culpado de lo que ocurrió en este país. Nosotros, en cambio, sólo tuvimos un papel marginal. Ya a nadie le importa lo que hicimos personas como tú y yo. Para la gente sólo somos dos viejos con bastón. -Me sonrió y siguió alimentando a los peces-. Ahora somos los únicos que nos preocupamos. Vemos los errores cometidos en nuestra vida, pero, en realidad, somos los únicos que nos preocupamos todavía por esas cosas.

A pesar de haber pronunciado estas palabras, algo en el talante de Matsuda sugería aquella tarde que podía ser cualquier cosa menos un hombre desencantado y no había, sin duda, razón alguna para que muriera desencantado. Podía, desde luego, haber rememorado su vida y descubierto ciertos baches, pero también tenía muchos motivos para sentirse orgulloso. Como él decía, siempre es una satisfacción saber que lo que hicimos gente como él y como yo, lo hicimos de buena fe. Reconozco que, a veces, tomábamos decisiones demasiado audaces y, a menudo, actuábamos sin pensar en las consecuencias, obsesionados por una idea; pero más vale eso que no atreverse a expresarla por falta de voluntad o coraje. Cuando nuestras convicciones llegan a ser muy profundas, hay un momento en que es imposible disimular sin inspirar desprecio. Estoy seguro de que Matsuda, cuando reflexionara sobre lo que había sido su vida, corroboraría mis palabras.

Hay un momento en particular que acude muchas veces a mi memoria. Fue en mayo de 1938, justo después de que me concedieran el premio de la Fundación Shigeta. Antes ya había recibido otros premios y distinciones; sin embargo, a los ojos de la gente, ninguno tenía parangón con aquél. Además recuerdo que esa misma semana habíamos terminado la campaña sobre el Nuevo Japón, que había resultado un gran éxito. Aquella noche, por lo tanto, fuimos a celebrarlo al Migi-Hidari. Copa tras copa escuché los discursos que en mi honor pronunciaban mis discípulos y algunos de mis colegas, sentados a mi alrededor. Toda la gente que yo conocía pasó aquella noche por el Migi-Hidari para felicitarme. Recuerdo que hasta un jefe de policía, a quien no había visto en mi vida, entró a presentarme sus respetos. No obstante, a pesar de lo feliz que me sentía, no tenía la sensación de plenitud y de triunfo que debería haberme proporcionado el premio. En realidad, no tuve esa sensación hasta unos días después, mientras paseaba por las lomas de la provincia de Wakaba.

Desde que dieciséis años antes abandonara decidido la casa de Mori-san -a pesar de mis muchas dudas en cuanto a lo que pudiera depararme el futuro- no había vuelto a Wakaba. Aunque había roto todo contacto con mi antiguo maestro, durante aquellos años me mantuve informado de cualquier noticia referente a él. Sabía por lo tanto que su reputación en la ciudad era cada día peor. Sus tentativas de introducir las corrientes europeas en la tradición de Utamaro le valieron el calificativo de antipatriota. En ocasiones exponía, no sin dificultades, pero lo hacía en salas cada vez menos prestigiosas. Me enteré, por distintas fuentes, de que había empezado a ilustrar revistas populares para poder equilibrar su presupuesto. Al mismo tiempo, estaba casi seguro de que Mori-san habría seguido mi trayectoria como artista y era muy probable que supiera que me habían concedido el premio de la Fundación Shigeta. Aquel día, por lo tanto, llegué a la estación del pueblo y bajé del tren, muy consciente de los cambios que el tiempo nos había deparado a cada uno de nosotros.

Era una soleada tarde de primavera. Me dirigí a la casa de campo de Mori-san recorriendo los accidentados senderos que cruzaban el bosque. Caminaba despacio, con el placer de volver a hacer un camino que conocía muy bien, pensando constantemente en la sensación que me produciría verme de nuevo cara a cara con Mori-san. ¿Me recibiría como a un invitado de honor o se mostraría frío y distante como durante los últimos días de mi estancia en su casa? También era posible que me tratara como me había tratado siempre cuando era su discípulo preferido, es decir, que fingiese desconocer que la situación había cambiado. Esta última actitud era para mí la más probable y recuerdo que no dejaba de pensar en cómo debía comportarme. Decidí olvidarme de antiguas costumbres, no le llamaría Sensei, me dirigiría a él como quien se dirige a un colega. Y si se negaba a reconocer mi nueva posición, con una sonrisa amistosa le diría algo así: «Como ve, Mori-san, no he tenido que ponerme a ilustrar revistas como usted se temía.»

Al final llegué a la altura del sendero desde donde se divisa la hondonada de árboles entre los cuales se levanta la casa. Como solía hacer en otros tiempos, me detuve a admirar el paisaje. Corría una brisa fresca y los árboles de la hondonada se balanceaban suavemente. De pronto me hice la pregunta de si habrían restaurado la casa, pero, a aquella distancia, me era imposible averiguarlo.

Pasado un rato me senté entre los hierbajos que crecían al borde del sendero y seguí mirando la casa de Mori-san. Saqué las naranjas que llevaba en la bolsa, compradas en un puesto cerca de la estación, y, una a una, empecé a comérmelas. En esos momentos, mientras las saboreaba mirando la casa, empezó a invadirme ese sentimiento profundo de triunfo y satisfacción, sentimiento difícil de expresar, muy diferente del entusiasmo que uno siente con los pequeños logros y, como he dicho, muy diferente también de lo que sentí en el Migi-Hidari después de recibir el premio. En esos momentos, experimentaba esa profunda felicidad que proporcionaba saber que el trabajo realizado, los momentos de duda y, en fin, todos los esfuerzos que uno ha hecho en la vida han valido la pena; que el resultado es realmente valioso y único. Aquel día no me acerqué a la casa. Me quedé allí sentado, profundamente satisfecho, alrededor de una hora, comiéndome las naranjas.

No creo que haya mucha gente que sepa lo que es ese sentimiento. Por lejos que llegue gente competente e inofensiva como el Tortuga o Shintaro, nunca conocerá la felicidad que experimenté yo aquel día. Gente como ellos ignora lo que es luchar contra la mediocridad arriesgándolo todo.

El caso de Matsuda, en cambio, es diferente. Aunque discutíamos muy a menudo, enfocábamos la vida desde el mismo ángulo, y estoy seguro de que también él habría rememorado momentos parecidos al que he descrito. Estoy seguro de que la última vez que hablamos, cuando me dijo con una gran sonrisa: «Nosotros al menos creíamos en lo que hacíamos, y poníamos todo nuestro empeño en ello», se planteaba lo mismo que yo. Naturalmente, puede ocurrir que, con el paso de los años, ya no valoremos nuestros actos del mismo modo, pero, aun así, siempre es un consuelo saber que en la vida hemos tenido uno o dos momentos de satisfacción como el que sentí aquel día en lo alto del sendero.

Ayer por la mañana, después de quedarme un rato en el Puente de las Vacilaciones pensando en Matsuda, seguí mi paseo hasta el barrio que en otros tiempos acogiera nuestra vida nocturna. Es una zona que casi resulta irreconocible por la cantidad de edificios nuevos que han construido. La callejuela que antes cruzaba el barrio, siempre abarrotada de gente bajo las banderolas de los distintos establecimientos, es ahora una carretera bastante ancha por donde sólo pasan camiones, y en el sitio donde estaba el bar de la señora Kawakami han levantado un bloque de oficinas de cuatro pisos con la fachada de cristal. Todos los edificios de la zona son más o menos de ese tipo y, durante el día, oficinistas, repartidores y mensajeros entran y salen constantemente. Para encontrar algún bar hay que ir hasta Furukawa. De antes apenas queda algún pedazo de cerca o algún árbol que sólo constituyen una nota discordante, ajena al resto del lugar.

Donde estaba el Migi-Hidari hay ahora un patio adonde dan unas cuantas oficinas situadas a espaldas de la carretera. Una parte del patio sirve de aparcamiento para ciertos empleados de categoría, pero el resto no es más que un gran espacio asfaltado con unos cuantos arbolitos dispersos. En la parte de delante, frente a la carretera, hay un banco como los que se ven en los parques. ¿Con qué objetivo lo han puesto? No lo sé, porque la verdad es que con todas esas personas atareadas que siempre pasan por aquí, nunca he visto ninguna que se siente a descansar. El caso es que me gusta pensar que el banco está situado más o menos en el mismo sitio que la mesa que teníamos en el Migi-Hidari, y por eso de vez en cuando suelo ocuparlo. Quizá no sea un banco público. De todas formas está cerca de la acera y nadie me ha dicho nunca nada. Ayer por la mañana volví a sentarme y, al suave resplandor del sol, me quedé un rato observando lo que ocurría a mi alrededor.

Debía de faltar poco para la hora de la comida, porque la acera de enfrente se empezaba a llenar de empleados vestidos con camisas de un blanco reluciente. Salían del edificio de cristal emplazado en el mismo lugar donde estuvo el bar de la señora Kawakami. Observé a aquellos jóvenes, sorprendido por su entusiasmo y buen humor. En un momento dado, dos muchachos que salían se detuvieron a hablar con otro que entraba. Se quedaron en. los escalones de entrada, los tres riéndose entre los destellos del cristal. Uno de ellos, el que veía con más claridad, era el que más se reía, con esa cara de inocencia propia de los niños. Luego se separaron con paso resuelto y cada uno siguió su camino.

Mientras sentado en el. banco observaba a aquellos empleados, también a mí me dio por reírme. Es natural que a veces, cuando recuerdo las luces de los bares brillantemente iluminados y toda aquella gente que se apiñaba bajo las lámparas, riéndose, quizá un poco más escandalosamente que estos jóvenes que vi ayer, pero con la misma inocencia, sienta cierta nostalgia del pasado y añore nuestro antiguo barrio tal como era. Sin embargo, ver cómo se ha reconstruido nuestra ciudad y lo deprisa que se ha recuperado, me llena de satisfacción. Parece que, a pesar de los errores cometidos, nuestro país puede todavía enmendar su destino. A estos jóvenes, por lo tanto, no nos queda más que desearles lo mejor.

Загрузка...