12

La habitación de Silena es fría y tranquila, situada en el piso superior de una residencia desde la que se dominan los terrenos de la universidad. Lleva puesto un suave vestido verde de textura basta, sin joyas, sin pintura en la cara. Su actitud es tranquila y segura de sí misma. Había olvidado la delicadeza de sus rasgos, el frío y malicioso brillo de sus ojos oscuros.

—¿El programa maestro? —me pregunta, sonriendo—. ¡Lo destruí!

Me acobarda la profundidad de mi amor por ella. Al encontrarme ante Silena, siento cómo las rodillas se me convierten en agua. Ante mis ojos se baña en una resplandeciente aura de sensualidad. Hago esfuerzos por controlarme.

—No has destruido nada —le digo—. El tono de tu voz traiciona la mentira.

—¿Crees que aún tengo el programa?

—Sé que lo tienes.

—Está bien, sí —admite, con frialdad—. Lo tengo.

Mis dedos tiemblan. Se me reseca la garganta. Una estupidez de adolescente trata de ahogarme.

—¿Por qué lo robaste? —pregunto.

—Por amor al mal.

—Veo la mentira en tu sonrisa. ¿Cuál fue la verdadera razón?

—¿Acaso importa?

—El distrito está paralizado, Silena. Miles de personas sufren. Dependemos de la benevolencia de los asaltantes de los distritos contiguos. Muchas personas ya han muerto de calor, del mal olor de los desperdicios, del fallo del equipo de los hospitales. ¿Por qué te llevaste el programa?

—Quizá tenía razones políticas.

—¿Cuáles eran?

—Demostrar a la gente de Ganfield qué tan completa era su dependencia de esas máquinas. Han permitido que se conviertan en parte de su propia naturaleza.

—Eso ya lo sabíamos —replico—. Si sólo tenías intención de dramatizar nuestra dependencia, no hacías más que poner de manifiesto lo evidente. ¿De qué servía paralizarnos? ¿Qué has ganado con eso?

—¿Diversión?

—Algo más que eso, Silena. Tú no eres una persona tan vacía.

—Muy bien, algo más que eso. Paralizando Ganfield, ayudo a que cambien las cosas. Ése es el propósito de todo acto político: demostrar la necesidad de un cambio, de modo que ese cambio pueda producirse.

—La simple demostración de la necesidad no es suficiente.

—Es algo por donde empezar.

—¿Crees que el robar nuestro programa fue un modo racional de impulsar un cambio, Silena?

—¿Eres feliz? —me replica ella—. ¿Es ésta la clase de mundo que tú deseas?

—Es el mundo en el que tenemos que vivir, nos guste o no. Y necesitamos ese programa para seguir enfrentándonos a él. Sin el programa, nos vemos arrojados al caos.

—Estupendo. Deja que venga el caos. Deja que todo se desmorone, para que así podamos reconstruirlo.

—Eso es muy fácil de decir, Silena. ¿Pero qué me dices de las víctimas inocentes de tu celo revolucionario?

—En cualquier revolución —dice, encogiéndose de hombros— siempre hay víctimas inocentes.

Se levanta con un movimiento sinuoso y se aproxima a mí. La cercanía de su cuerpo es mareante y capaz de enloquecer a cualquiera. Con exagerada voluptuosidad, me dice:

—Quédate aquí. Olvídate de Ganfield. Vivirás bien aquí. Esta gente está construyendo algo que vale la pena.

—Entrégame el programa —le digo.

—A estas alturas ya tienen que haberlo sustituido.

—La sustitución es imposible. El programa es vital para Ganfield, Silena. Entrégamelo.

Ella lanza una risa helada.

—Te lo ruego, Silena.

—¡Qué pesado eres!

—Te amo.

—Tú no amas nada, excepto el statu quo. La forma en que eran las cosas, tal y como estaban, te produce una gran alegría. Tienes el alma de un burócrata.

—Si siempre has sentido ese desprecio por mí, ¿por qué te convertiste en mi esposa del mes?

—Por espíritu deportivo, quizá —contesta, riendo.

Sus palabras son como cuchillos. De repente, ante mi propio asombro, me encuentro blandiendo la pistola de calor.

—¡Dame el programa o te mato! —le grito.

—Adelante —dice; parece estar divirtiéndose—. Dispara. ¿Podrás conseguir el programa de una Silena muerta?

—Dámelo.

—¡Qué estúpido pareces con ese arma en la mano!

—No tengo que matarte —le digo—. Puedo limitarme a herirte. Esta pistola es capaz de infligir heridas de luz que cicatrizan la piel. ¿Quieres que te deje marcada, Silena?

—Como quieras. Estoy a tu merced.

Apunto la pistola hacia su muslo. El rostro de Silena permanece inexpresivo. Mi brazo se pone rígido y después empieza a temblar. Me esfuerzo por superponerme a los rebeldes músculos, pero sólo consigo mantener el arma apuntada durante un instante, antes de que vuelva el temblor. En los ojos de Silena aparece un brillo exultante. Una oleada de excitación enrojece su rostro.

—Dispara —me dice, desafiante—. ¿Por qué no me disparas?

Me conoce demasiado bien. Nos encontramos los dos helados durante un momento, al margen del tiempo —un minuto, una hora, un segundo—, y finalmente, mi brazo desciende hacia el costado. Aparto la pistola; nunca habría podido dispararla. Me asalta la poderosa sensación de haber pasado por una especie de clímax muy sutil: a partir de este momento, todo irá hacia abajo para mí, y ambos lo sabemos. El sudor empapa mi cuerpo. Me siento derrotado, roto.

Los rasgos de Silena revelan un sarcasmo intenso. Ella ha alcanzado algún exaltado nivel de conciencia en este último tiempo, en el que todo acto se ha convirtido en algo gratuito; en que el amor, el odio, la revolución, la traición y la lealtad no se pueden distinguir los unos de los otros. Me sonríe, con la sonrisa de alguien que ha obtenido la puntuación necesaria para ganar un juego cuyas reglas nunca me fueron explicadas.

—¡Eres sólo un pequeño burócrata! —me dice, con tranquilidad—. Toma.

De un armario saca un pequeño paquete, que me arroja con desdén. Contiene un tambor de película computarizada.

—¿Es el programa? —pregunto—. Tiene que tratarse de alguna broma… En realidad, no estabas dispuesta a dármelo, Silena.

—Tienes en tus manos el programa maestro de Ganfield.

—¿De veras?

—De veras. Es todo tuyo —me dice ella—. El programa auténtico. Vamos. Vete. Sal de aquí. Salva a tu nauseabundo Ganfield.

—Silena…

—Vete.

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