Dos días después de la memorable fiesta de lord Wexhall, Alexandra se encontraba sentada frente a Colin en su elegante carruaje, intentando animarse. Colin había estado actuando de manera muy extraña desde la mañana anterior, cuando Alexandra se despertó por fin con un dolor ardiente en el hombro y con el rostro pálido y ensombrecido de Colin observándola. Rápidamente se había acordado de lo sucedido, pero Colin le aseguró que Robbie se encontraba bien y le explicó todo lo que había pasado. Cuando terminó, Alexandra miró a su alrededor y, dándose cuenta de que estaba en la habitación de invitados de la mansión Wexhall, le preguntó:
– ¿Cómo he vuelto hasta aquí?
– Yo te traje. Nathan quería tenerte cerca para vigilarte y dada tu… situación, pensé que era mejor que no pasases la noche en mi casa.
– Claro -musitó ella-.
Intentó no sentirse herida pero fracasó estrepitosamente. Era ridículo. Su aventura había terminado y, una vez resueltos los asesinatos, no había nada más que hablar entre ellos. Y sin embargo, su ausencia le hacía daño. Nathan, lady Victoria, lord Wexhall, incluso Robbie y Emma la habían visitado -más de una vez- pero Colin no. Cuando Nathan le estaba cambiando el vendaje, Alexandra le había preguntado por él procurando no mostrar interés, y el médico le había contestado vagamente:
– Está ocupado.
Claro, en ese momento en que ya no tenía ninguna amenaza ni ninguna amante que lo distrajese, con toda seguridad se había puesto manos a la obra para buscar esposa. Y de ese modo había de ser, le recordó su conciencia. Debía ser así. Pero eso no hacía su agudo dolor más llevadero.
Logan Jennsen le había llevado personalmente un magnífico ramo de rosas rojas ese mismo día por la mañana. No se había quedado mucho rato, pero, antes de marcharse, le había dicho:
– Es obvio que hay algo entre Sutton y tú. Pero quiero que sepas que mi amistad es incondicional. Y que yo también soy una opción.
Sus palabras la habían emocionado, pero Logan estaba equivocado. No había opción. Porque Colin no lo era. Logan sí, estaba claro. Y era un buen hombre…
Pero después, a las cuatro de la tarde, le habían entregado el ramo de flores más grande que había visto nunca junto con una nota escrita en una caligrafía gruesa y masculina: «Hay algo que me gustaría mostrarte esta noche, si te apetece una pequeña excursión. Si es así, te veré a las ocho. Colin».
Alexandra sabía que tenía que decir que no, pero simplemente no pudo. No cuando deseaba tan fervientemente pasar una noche más con él. Colin había llegado puntualmente a las ocho y aunque le dolía el hombro, el dolor era soportable, y no solo estaba muerta de ganas de salir de la casa, sino que sentía también una tremenda curiosidad por saber qué quería mostrarle. Sin embargo, después de hacerle algunos formales comentarios sobre su salud y sobre el tiempo, Colin se había sumido en el silencio más absoluto y miraba a través del cristal del coche con una expresión inescrutable.
Unos minutos más tarde, el carruaje se detuvo, y cuando Alex miró por la ventanilla, se le cortó la respiración.
– ¿Vauxhall? -murmuró.
Colin se apartó de la ventana y se volvió a mirarla. Tenía los ojos muy serios pero no había forma de adivinar en ellos sus pensamientos.
– Quería mostrarte lo hermosos que están los jardines por la noche en esta época del año, con sus faroles y los capullos en flor. Como hacía una noche tan estupenda, pensé que te gustaría dar un paseo.
– Me encantaría dar un paseo.
Algo parecido al alivio iluminó los ojos de Colin. Ayudó a Alexandra a levantarse, con gran decoro, sin permitir que sus manos se tocasen más que una milésima de segundo, algo que por ridículo e irracional que fuese hizo que Alexandra se sintiese decepcionada. Después, con un gesto cortés, le ofreció el brazo. Alexandra lo tomó con la mano y entraron en el hermoso jardín.
En las copas de los altos árboles centelleaban cientos de farolillos, que iluminaban la oscuridad solo rota por el reflejo de la luna y daban al paisaje un aspecto de bosque encantado. Había grupos de gente paseando por las avenidas del parque, parejas, familias, todos riendo y charlando, muchos de ellos dirigiéndose ya hacia casetas de comida famosas por su jamón finamente cortado y sus espléndidos vinos.
Caminaron en silencio por la gran avenida, a cuyos lados se levantaban los impresionantes árboles iluminados. La mente de Alex se trasladó a todas aquellas noches que había pasado allí, estudiando a pudientes caballeros, decidiendo cuál de ellos resultaría la víctima más fácil. Estaba tan perdida en sus pensamientos que no se dio cuenta de que se habían dirigido hacia un camino mucho menos transitado, hasta que Colin dijo suavemente:
– Esta ha sido siempre mi zona favorita de los jardines.
Alexandra volvió de golpe a la realidad y, al mirar a su alrededor, sintió un escalofrío. Era el lugar exacto donde lo había visto por primera vez.
– También la mía -dijo sin pensar.
Colin se detuvo y se dio la vuelta para mirarla.
– Si este rincón fuese siempre cálido y seguro, iluminado por los dorados rayos de sol y plagado de verdes prados donde crecen flores de colores, sería tu lugar perfecto.
Una cálida sensación de sorpresa y placer la embargó.
– Te acuerdas de lo que dije.
Colin le tomó la mano delicadamente y un cosquilleo cálido recorrió el brazo de Alexandra.
– Mi dulce Alexandra, recuerdo las primeras palabras que me dijiste. Y también las últimas. Y todas las que has dicho entremedio.
– ¿Cuáles fueron mis primeras palabras? -le preguntó ella.
– ¿No te acuerdas? -le replicó Colin mirándola a los ojos.
Eres tú, pensó.
– No tengo tan buena memoria como tú -le dijo Alex.
– Entonces probablemente no recordarás las primeras palabras que te dije.
Le tengo mucho cariño a este reloj, recordó para sí.
– ¿Tú sí?
– Sí -dijo Colin y le soltó las manos.
Alexandra inmediatamente echó de menos su calor. Pero en lugar de seguir paseando, Colin sacó su reloj del bolsillo del chaleco. Incluso allí, en aquel camino tenuemente iluminado, el elegante oro brillaba en la palma de su mano.
– Le tengo mucho cariño a este reloj -dijo suavemente.
Alexandra levantó de golpe la vista hacia los ojos de Colin. Y súbitamente comprendió. Le empezaron a temblar las rodillas y literalmente sintió que su rostro perdía todo el color.
– Lo sabes -dijo, con la voz temblorosa y convertida en un suspiro-. Lo sabes. Lo has sabido siempre.
– Sí, desde el momento en que te vi en la fiesta de lady Malloran. -La miró a los ojos profundamente-. Y está claro que tú también lo has sabido.
Alexandra sintió que la invadía una terrible vergüenza y que sus mejillas enrojecían. Asintió en silencio y luego se le escapó una risa desoladora.
– No puedo creer que te acordases de mí, que me reconocieses.
– Nunca te olvidé -dijo Colin con una mirada y un tono serios-. Tus ojos, tu cara, tus palabras, la forma en que me miraste. Me pasé horas aquella noche buscándote. Y todas las noches que estuve en Londres. Incluso cuando vine esta última vez, pasé las dos primeras noches en la ciudad, aquí, en Vauxhall, recorriendo estos caminos, buscándote a ti, a una mujer de la que ni siquiera conocía el nombre.
– ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? -dijo Alexandra mirándolo completamente sorprendida.
Colin le pasó el dedo por la mejilla.
– ¿Volviste aquí alguna vez a buscarme?
– Más veces de las que pueda llegar a contar -dijo ella dándose cuenta de que no tenía ningún sentido ocultar la verdad.
– Entonces sabes por qué te busqué. Por las mismas razones por las que tú me buscaste a mí. Quería volver a verte, quería saber qué había sido de ti, pero sobre todo quería darte esto. -Y tomándole la mano, le puso el reloj en la palma abierta.
Alexandra dio un respingo ante el tacto del reloj de oro, y después miró a Colin y negó con la cabeza.
– No puedo aceptar esto.
– Sí, puedes. -Él le cerró el puño alrededor del oro, todavía cálido por el tacto de Colin-. Quiero que lo tengas. En el mismo momento en que te lo cogí, me arrepentí.
– Yo te lo cogí a ti -dijo Alex ahogando una risa de sorpresa.
– Y debería haber dejado que te lo quedases. Lo necesitabas mucho más que yo. Por favor, acéptalo ahora, como prueba de mi más alta estima y admiración.
– ¿Estima? ¿Admiración? ¿Por una ladrona? -dijo Alexandra en tono irónico.
– Estima y admiración por las batallas que has tenido que lidiar y que has ganado, puesto que ya no eres una ladrona. Eres… extraordinaria.
– No lo soy en absoluto.
– El hecho de que estemos aquí, cuatro años más tarde, y que hayas llegado tan lejos de donde estabas entonces prueba que lo eres -dijo Colin tomándole la barbilla-. No minimices tus logros, Alexandra, ni la fortaleza y entereza que son necesarias para alcanzarlos. Has hecho tanto por ti y por los niños a los que ayudas que me descubro ante ti. Y estoy orgulloso de haberte conocido.
Las palabras de Colin la dejaron dulcemente aturdida. Pero lo que le ofrecía…
– Colin, este reloj… es demasiado. No puedo…
– Alexandra, acepta este regalo. -Le sostuvo la mirada-. Por favor.
– No… no sé qué decir.
– ¿Gracias? -dijo él con una media sonrisa.
– Gracias. Lo guardaré como un tesoro.
– Me complace. Y ahora, ¿puedes satisfacer mi curiosidad?
– Sí, puedo.
– Aquella noche, me miraste como si ya me conocieses. Y dijiste «eres tú». ¿Qué querías decir?
Alexandra apretó el reloj dentro del puño cerrado.
– Durante años -dijo-, cuando me echaba las cartas, aparecía de manera predominante un hombre apuesto, de cabello oscuro y ojos verdes. Cuando te vi aquella noche, de algún modo, supe que tú eras ese hombre.
– ¿Y qué quieres decir con que aparecía de manera predominante?
– Pues que iba a desempeñar un papel importante en mi futuro. -Alexandra le sonrió débilmente-. Parece ser que, una vez más, las cartas tenían razón.
– Eso espero, desde luego.
– Como la lectura de las cartas tuvo lugar en el pasado -dijo Alex negando con la cabeza-, nuestro futuro ya ha ocurrido. Ya han demostrado que tenían razón.
– Ah. -Colin inspiró profundamente y luego frunció el ceño-. Hay algo que debo decirte.
– ¿Qué es?
– Ya he decidido quién será mi esposa.
Al oír sus palabras pronunciadas quedamente, la noche y la íntima emoción que estaban compartiendo perdieron todo su color, y todo se tiñó de un color gris sombrío. Alexandra sabía que aquel día llegaría, y pensaba que estaría lista para ello, pero nada la había preparado para ese duro golpe. La desolación y la pena, mucho más profundas de las que había experimentado nunca en las calles de Londres, le apretaron el corazón.
– Ya veo.
– No, no creo -dijo él buscándola con la mirada y negando con la cabeza. Le tomó las manos entre las suyas-. Sabía que me importabas, pero no me di cuenta de cuánto hasta que no pusiste fin a nuestra aventura. Y esta mañana, cuando me he despertado después de pasar una noche infernal y solitaria sin ti, deseándote cada minuto que estaba allí tumbado a solas, me he dado cuenta de que voy a quererte cada noche, que incluso si pudiera pasar cada minuto de mi vida junto a ti, aun así no sería suficiente. Pero quiero intentarlo.
Todo en Alexandra, su respiración, su corazón, su sangre, se quedó paralizado.
– ¿Qué estás diciendo?
– Que me he pasado los últimos cuatro años pensando en ti, preguntándome qué habría sido de ti. Y no deseo seguir haciéndolo. Lo quiero saber de primera mano, cada día. Estoy locamente y ridículamente enamorado de ti.
Y ante el increíble asombro de Alexandra, hincó una rodilla en el suelo y le dijo:
– Alexandra, ¿quieres casarte conmigo?
Colin la miró con el corazón desbocado, como si hubiera corrido a través de todo Inglaterra, con la gravilla del suelo de Vauxhall clavándosele en la rodilla y esperó. Maldita sea, Alexandra lo estaba mirando como si le hubiese brotado un tercer ojo. ¿Eso era buena señal? No parecía especialmente prometedor, pero no lo sabía. Nunca antes había hecho una propuesta matrimonial.
Finalmente y aclarándose la garganta, Alex le preguntó:
– ¿Has bebido?
Desde luego, no era la respuesta que esperaba.
– Ni una gota.
Alexandra se guardó el reloj en el bolsillo y tiró de sus manos delicadamente.
– Por favor, ponte de pie.
Cuando se levantó, Alexandra le apretó las manos y Colin se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos.
– Estoy conmovida y sorprendida por tu ofrecimiento, pero no puedes ni remotamente pensar en casarte en una mujer como yo.
– ¿Una mujer como tú?
– ¿Por qué estás siendo deliberadamente obtuso? -dijo Alexandra exasperada-. Sabes lo que fui.
– Sí, y sé lo que eres ahora, amable, cariñosa, compasiva, cálida, ingeniosa e inteligente. Todo lo que siempre he soñado.
– Podrías tener a cualquier mujer que quisieras -dijo Alex moviendo la cabeza negativamente.
– Eso había pensado siempre. Pero parece ser que la que yo quiero, no me quiere.
– Esto no tiene nada que ver con lo que yo quiero. Se trata de lo que no puedo tener.
– Sin embargo, yo me ofrezco a ti, con mi título y todas mis posesiones.
– No quiero tu título ni tus posesiones -dijo ella horrorizada y palideciendo.
– Es una frase que me apuesto a que ninguna otra mujer en Inglaterra me diría a no ser que alguien le estuviese apuntando con un arma en la cabeza. El hecho de que tú lo digas y además, tal como sé, lo pienses, solo hace que te ame aún más.
– Pero… ¿qué pasa con tu responsabilidad para con tu título?
– Mi responsabilidad es casarme y traer al mundo un heredero, una obligación que me tomo muy en serio y a la que pretendo honrar. Contigo.
– Colin, tú estás hecho para otra, para una mujer de noble cuna que proceda de la misma clase social que tú.
– En otro tiempo de mi vida habría estado de acuerdo contigo; sin embargo, ahora ya no. Puede que tú consideres que eres inferior a esas mujeres, pero yo no. Tu riqueza es de otro tipo, de un tipo que el dinero no puede comprar. Carácter, integridad, lealtad, valentía. Estaba hecho para ti, Alexandra. Tú eres mi destino.
– Colin -dijo ella tras permanecer callada unos segundos-. He vivido de forma egoísta durante mucho tiempo, apropiándome de cosas que no me pertenecían. -Para sobrevivir.
– Aunque eso sea cierto, lo que hice no deja de ser egoísta. No puedo volver a ser así, a pensar solo en mí. Tu vida está en Cornualles, la mía está aquí. Tengo responsabilidades, con Emma, con Robbie, con los otros niños. Me comprometí con ellos, conmigo misma. No puedo abandonar sin más todo eso.
Colin levantó las manos de Alex y se las puso en el pecho.
– He pensado en todo eso y creo que hay una solución. He pensado que podríamos pasar medio año en Cornualles y medio año aquí. Podríamos utilizar Willow Pond como un lugar para formar a los chicos a los que quieras ayudar, sacarlos de Londres y enseñarles algunas cosas prácticas, cómo trabajar en los establos, cocinar, ese tipo de cosas; prepararlos para llevar una vida productiva. Y durante los meses que estemos en Cornualles, donde podrás disfrutar del mar, Emma podría hacerse cargo de Willow Pond.
– ¿Harías eso? -preguntó Emma absolutamente boquiabierta.
– Haría lo que fuese por ti. -Colin apoyó su frente contra la de Alex-. Durante años me he sentido inútil e innecesario. Tú y tu causa hacen que sienta que me necesitan. Tengo los recursos para ayudarte. Quiero ayudarte. Déjame hacerlo.
Alexandra se echó hacia atrás con los ojos llenos de esperanza, confusión, emoción.
– Pero ¿qué pasa con tu familia? ¿Con tu padre? Se quedará destrozado cuando sepa que no has escogido a la hija de algún aristócrata como esposa.
– Nathan y Victoria me han dado ya su bendición, y Victoria me ha prometido que te ayudará con los temas sociales. En lo que respecta a mi padre, estoy seguro de que llegará a quererte, pero incluso si eso no ocurre, no cambia nada. Me casaré contigo o no me casaré. Ya no tengo pesadillas y ya no siento ese peligro que se cernía sobre mí y que fue lo que me hizo venir a Londres en busca de una esposa. Y quiero sentirme así. Te quiero a ti. Solo a ti. -Y buscándole la mirada, le comentó-: ¿Te acuerdas de cuando hablamos de nuestra «persona perfecta»?
– Sí.
– Tú eres mi persona perfecta. ¿Existe alguna esperanza de que yo pueda ser la tuya?
– Siempre lo has sido -susurró Alexandra con labios temblorosos.
Colin soltó las manos de Alexandra y le cogió el rostro, ese rostro intrigante que lo había cautivado desde la primera vez que la vio.
– ¿Me amas, Alexandra?
– Estoy locamente, ridículamente enamorada de ti -dijo ella con los ojos llenos de lágrimas.
– Gracias a Dios -dijo Colin cerrando brevemente los ojos. Los volvió a abrir y en su boca asomó una sonrisa-. Así que estás «locoridimente» enamorada de mí.
– Lo estoy -dijo Alex riendo.
– ¿Y te casarás conmigo?
– Sí -dijo con un hilo de voz, y luego rió de nuevo-. ¡Sí!
Por fin Colin había oído las únicas palabras que llevaba esperando la última media hora. La abrazó y la besó con un beso largo, lento y profundo, lleno de todo el salvaje amor y pasión que lo poseía. Cuando levantó la cabeza, miró dentro de aquellos ojos color marrón chocolate que brillaban de amor y felicidad.
– Dime -le susurró contra los labios-, ¿qué predice madame Larchmont para nuestro futuro?
– Amor, felicidad, hijos, mazapanes y muchos dulces.
– Fabuloso. Me encantan los dulces. ¿Alguna referencia a la sala de billar?
– A decir verdad -dijo Alex con una risa que llenaba su rostro de calidez- sí, dulces en la sala de billar.
– Eso son, sin duda, muy buenas noticias.
– De hecho, yo las definiría como «maravibles», de maravillosas e increíbles.
Riendo, Colin la abrazó contra él y la levantó en el aire.
– Mi dulce Alexandra, yo no lo habría definido mejor.