Capítulo 1

La fiesta anual de lord y lady Malloran promete ser este año más emocionante que nunca, ya que se han contratado los entretenidos servicios de la misteriosa y solicitada echadora de cartas madame Larchmont. Dado que las provocativas predicciones de madame son extrañamente precisas, su presencia en cualquier fiesta garantiza el éxito de la misma. También estará presente el vizconde Sutton, un buen partido, que acaba de regresar a Londres tras una prolongada estancia en su propiedad de Cornualles y quien, según se rumorea, busca esposa. ¿No resultaría delicioso que madame Larchmont le dijese con quién vaticinan las cartas que va a casarse?


De la página de sociedad del London Times.


Alexandra Larchmont clavó en lady Miranda una mirada intensa que aportaba mayor credibilidad a sus predicciones. Dado que lady Miranda era prima segunda de la anfitriona de Alex, lady Malloran, quería asegurarse de que la joven quedase contenta con la tirada de sus cartas.

– Aunque adivino por sus cartas y su aura que sufrió dolor en el pasado, su presente está lleno de grandes promesas, fiestas, joyas y fabulosos vestidos.

Los ojos de lady Miranda brillaron de alegría.

– Excelente. ¿Y mi futuro? -susurró, inclinándose hacia Alex.

La muchacha estaba a punto de bajar la mirada para consultar las cartas cuando la apiñada multitud de invitados a la fiesta se separó un poco y su atención se vio atraída por la visión de un hombre alto y moreno.

El pánico recorrió sus terminaciones nerviosas, y sus músculos se tensaron, porque pese a los cuatro años transcurridos desde la última vez que lo vio, lo reconoció al instante. En las mejores circunstancias no sería un hombre fácil de olvidar, y las circunstancias de su último encuentro jamás podrían describirse como «mejores». Aunque ignoraba su nombre, su imagen estaba grabada a fuego en su memoria.

Deseó con todas sus fuerzas que hubiese permanecido allí y no a cuatro metros de distancia. Si él la reconocía, quedaría destruido todo aquello por lo que tanto había trabajado.

Su instinto le pedía a gritos que huyese, pero permaneció donde estaba. Como si estuviese atrapada en una horrible pesadilla que avanzase despacio, su mirada vagó por la silueta de él. Iba vestido de forma impecable, con traje negro de etiqueta, y su cabello oscuro brillaba al resplandor de las docenas de velas de vacilante llama de la araña que colgaba del techo. Llevaba en la mano una copa de champán, y la joven se estremeció; se pasó las palmas húmedas por los brazos mientras recordaba con todo detalle la fuerza de aquellas manos grandes que la agarraron y le impidieron escapar. Por necesidad, había aprendido de muy joven a dominar sus miedos, pero aquel hombre la había alarmado y acobardado como nadie lo había hecho jamás, ni antes ni después de su único encuentro.

Las cartas la habían avisado una y otra vez sobre él -el extraño moreno con los ojos de un intenso color verde que haría estragos en su existencia- años antes de que lo viese aquella primera vez. Las cartas también habían predicho que algún día volvería a verlo. Por desgracia, las cartas no la habían preparado para que algún día fuese aquel preciso momento.

Alzó la vista y observó con una tremenda sensación de alarma cómo la mirada de él recorría despacio la multitud. En cuestión de segundos esa mirada caería sobre ella.

– ¿Se encuentra bien, madame Larchmont? Se ha puesto pálida como la cera.

La voz de lady Miranda obligó a Alex a apartar su mirada del hombre. La joven la observaba con los ojos entornados.

Antes de responder, Alex buscó en su interior esa expresión inescrutable que tan buenos resultados le había dado siempre.

– Estoy un poco acalorada, cosa que por desgracia interrumpe mi energía psíquica -dijo con voz bien modulada, en un tono sereno perfeccionado tiempo atrás que no dejaba entrever su agitación interior-. Un poco de aire me sentará bien y me permitirá volver a comunicarme con los espíritus. Si me disculpa…

Su mirada regresó al hombre por un instante. Una joven de gran belleza, a la que reconoció como lady Margaret, hija de lord Ralstrom, se acercó a él, sonriendo con una inconfundible expresión de embeleso. Sin duda una mujer así mantendría su interés el tiempo suficiente para que ella pudiese escapar.

Envolvió las cartas rápidamente en una pieza de seda de color bronce, deslizó la baraja dentro del profundo bolsillo de su vestido y se levantó a toda prisa. Sintió un escalofrío de aprensión y el peso de una mirada sobre ella. Al alzar la vista, se quedó sin aliento.

Unos ojos de un intenso color verde la evaluaban con una penetrante intensidad que le produjo frío y calor a un tiempo. Y que la inmovilizó al igual que sus manos lo hicieran cuatro años atrás. El corazón le dio un vuelco, y por la mente de la muchacha cruzó el pensamiento de que sin duda habría docenas de mujeres que harían lo imposible con tal de recibir la atención de aquel hombre. Sin embargo, Alex no era una de ellas.

¿La reconocía? Alex no podía saberlo, pues su expresión no delataba nada. Pero no pensaba perder tiempo en averiguarlo.

– Los espíritus me llaman; tengo que irme -dijo a lady Miranda antes de dar un rápido giro y desaparecer entre la multitud con una habilidad que era fruto de años de práctica.

Por desgracia, no sabía adonde iba. Todo su ser estaba consumido por una sola idea: escapar. La misma idea que el extraño había inculcado en ella la última vez que se encontraron.

Se detuvo tras abrirse paso hasta un extremo de la habitación, consternada y frustrada. Maldición, llevada por el pánico, había huido en la dirección equivocada. La mesa para echar las cartas se hallaba instalada cerca de las puertas acristaladas que conducían al exterior, y por lo tanto en ese momento estaba al otro lado de la gran sala llena de gente. Además, había docenas de invitados entre ella y el corredor que llevaba a la puerta de la calle, una situación que resultaba aún más fastidiosa porque sucumbir al pánico no era propio de ella. Sin embargo, no podía negar la agitación que la dominaba.

Observó a la multitud con una rápida ojeada. El corazón le dio un vuelco cuando su mirada se posó en el hombre de ojos verdes. Fruncía el entrecejo como si él también observase a la multitud. ¿En busca de ella?

Empujada por una desesperación que no podía controlar, se deslizó por el corredor más próximo. Con el corazón desbocado, hizo un esfuerzo por no correr, por no mostrar ningún signo de alarma externo en caso de que se encontrase con alguien. Una puerta abierta a la izquierda ofrecía la esperanza de un refugio, pero al acercarse oyó voces masculinas procedentes del interior y siguió adelante. Pasó ante otros umbrales pero no se detuvo, decidida a poner toda la distancia posible entre el hombre y ella. Él no registraría la casa para encontrarla, suponiendo que la buscase.

Su mente pensaba a toda velocidad. Solo tenía que hallar una habitación… a ser posible en la parte posterior de la casa. Saldría al jardín por la ventana y luego desaparecería por las callejuelas. Desde luego, lady Malloran se enojaría, y sin duda Alex perdería los honorarios de toda la noche, una perspectiva preocupante ya que necesitaba ese dinero. Tendría que dar alguna excusa, alegando una pérdida de contacto con los espíritus, una profunda fatiga psíquica o algo parecido para que su reputación no se viese perjudicada. Por supuesto, sus esfuerzos bien podrían ser en vano, y todo a causa del extraño. Las ramificaciones de lo que podía significar para su futuro enfrentarse con el pasado…

Desterró de su mente la perturbadora idea. El futuro del que tenía que preocuparse en ese momento solo abarcaba los siguientes minutos. Una vez que escapase de allí, ya se preocuparía del mañana.

El corredor daba una serie de vueltas, y de pronto la joven se encontró en la penumbra. Los sonidos procedentes de la fiesta -las risas, las charlas, el tintineo del cristal- disminuyeron hasta convertirse en un murmullo apagado e indiscernible. Tras volver otra esquina, vio una puerta cerrada. Excelente. Por lo que sabía de las casas de Mayfair, lo más probable era que la habitación fuese una biblioteca o un estudio, y estaba claro que no se utilizaba para la fiesta. Avanzó deprisa, apoyó la oreja en la puerta de madera y a continuación se arrodilló para atisbar por el ojo de la cerradura. Convencida de que la habitación estaba vacía, accionó el pomo de latón, abrió la puerta lo justo para deslizarse a través de ella y luego la cerró.

Se apoyó de espaldas contra la pulida superficie de roble, inspiró con fuerza para tranquilizarse y llevó a cabo una rápida inspección de la habitación, que, como ella suponía, era un estudio. En vista de las paredes forradas de madera oscura y del sofá y las butacas de cuero marrón, de claro aire masculino, no cabía duda de que era dominio de lord Malloran. Fijó la mirada en la ventana del otro lado de la habitación, a través de la cual brillaba el plateado claro de luna. Era la única iluminación de la habitación, y ella se permitió disfrutar de un instante de alivio. La huida la llamaba, a menos de siete metros de distancia.

Sin embargo, cuando estaba a punto de apartarse de la puerta, un ruido la paralizó. El alivio se desvaneció, y la tensión volvió a dominarla. Alex apoyó la oreja en la rendija situada entre la puerta y el marco.

– Ahí está el estudio -dijo una voz baja y profunda-. En él podremos hablar sin que nadie nos interrumpa.

¿Podía empeorar su suerte aquella noche? Impulsada a la acción, Alex cruzó la habitación corriendo. Sin tiempo para escapar por la ventana, se ocultó tras las pesadas cortinas de terciopelo, bendiciendo la oscuridad de la habitación y maldiciendo a la vez su estupidez por vacilar un solo segundo para tomar aliento. Apoyó la espalda en los fríos cristales. Su salida.

Ahora no le servía de nada.

El suave roce de la puerta al abrirse fue seguido unos segundos más tarde por un chasquido al cerrarse. Luego se oyó un chasquido más fuerte que indicó que ahora la puerta estaba cerrada con llave. Se quedó muy quieta y se recordó que a lo largo de los años había salido bien parada de situaciones peores que aquella. Más veces de las que quería rememorar. Solo tienes que mantenerte tranquila, en silencio y paciente, se dijo.

– La fecha y el lugar están decididos.

La joven reconoció de inmediato la bronca voz masculina como la misma que había oído unos segundos atrás a través de la rendija de la puerta.

– ¿Cuándo? -dijo otra voz, un áspero susurro apenas audible.

– En la fiesta de Wexhall, el día veinte.

– ¿Está todo preparado?

– Sí. Creerán que se trata de un trágico accidente. Nadie sospechará.

– Asegúrate de eso -dijo el áspero susurro.

¿Era la auténtica voz de la persona o un intento de disfrazarla? Alex supuso que debía de ser esto último. Nunca sabías cuándo podían oírte por descuido en una casa repleta de invitados y sirvientes. O echadoras de cartas escondidas detrás de las cortinas.

– Nada de errores. No cabe duda de que su muerte dará lugar a investigaciones -añadió.

– No tiene que preocuparse. Ha contratado al mejor.

– Se te pagará como a tal, siempre que todo vaya según lo planeado.

– Así será. Y, hablando de pago… He de cobrar un pico más ahora que todo está preparado, tal como acordamos.

– Me ocuparé de que lo entreguen mañana. No tiene que haber más contacto entre nosotros después de esto.

– Entendido. Ahora tengo que volver a servir bebidas a los señoritos elegantes antes de que me echen en falta.

– Con el dinero que te pago, pronto serás tú el que organice fiestas elegantes.

Un sonido de repugnancia llenó el aire.

– Bah, no desperdiciaré la pasta en fiestas. En cuanto esto termine, nunca volverá a verme en Londres.

– Sin duda, eso es lo mejor -respondió un suave susurro.

– Voy a comprarme una casa, junto al mar. Contrataré a un criado. Por una vez en mi vida, será a mí a quien sirvan.

Se oyeron unas pisadas amortiguadas, y Alex, sin atreverse apenas a respirar, visualizó a los dos hombres cruzando la habitación. Al cabo de unos segundos sonó el chasquido de la puerta que se abría. Aunque su fuerte instinto de conservación le pedía a gritos que no se moviera, atisbo por el borde de la cortina y por un instante vio la espalda de un hombre alto y moreno que iba vestido con la librea de los Malloran, inconfundible con sus adornos dorados. Era evidente que se trataba del hombre menos instruido, el que hablaba con voz más bronca. ¿Con quién había hablado? Ella estiró el cuello, pero la puerta se cerró, ocultándola en un silencio sepulcral.

Se quedó detrás de la cortina, respirando despacio para tratar de dominar el pavor enfermizo que la atravesaba. Alguien iba a ser asesinado… el día 20. Pero ¿quién?

No es asunto tuyo, la advirtió la voz interior que la había ayudado a sobrevivir en los barrios más pobres de Londres. Tienes ya suficientes problemas de los que preocuparte.

Sí, los tenía. Y sabía muy bien lo que le ocurría a la gente que metía la nariz en los asuntos ajenos. Tendían a perder la nariz. O algo peor.

Cerró los ojos con fuerza y se maldijo por preguntarse si aquella noche podía empeorar, porque era evidente que sí. Todo en su interior le pedía a gritos que olvidase lo que había oído. Que lo ignorase. Que huyese. Sin perder un instante. Mientras tuviese la posibilidad de hacerlo. Antes de que el criado de los Malloran o la persona que sin duda lo había contratado para matar descubriesen su ausencia de la fiesta y se preguntasen por qué había desaparecido la diversión. Antes de que la buscasen y la encontrasen. Escondida en aquella habitación. Donde acababan de comentar su plan criminal.

Pero sabía que, por mucho que lo intentara, nunca podría olvidar lo que había oído. Le remordería la conciencia, esa molesta voz interior que la atormentaba cuando ella menos lo deseaba.

Sin embargo, ¿qué hacer con esa información? Estaba claro que el objetivo era alguien importante. «No cabe duda de que su muerte dará lugar a investigaciones.» Había que decírselo a alguien. Alguien que pudiese detener ese crimen antes de que fuese cometido. Alguien que no era ella.

Pero ¿quién? ¿Un magistrado? La muchacha tragó saliva. Se había pasado la vida evitando a los magistrados y a gente de esa clase, y, teniendo en cuenta su pasado, desde luego prefería dejar las cosas como estaban. Además, ¿quién iba a creerla a ella, una mujer que se ganaba la vida a duras penas echando las cartas? En el instante en que cometiesen el asesinato de aquella persona importante, la creerían culpable, o algo parecido. Lo que fuese. Le darían caza como si fuese un zorro. La arrojarían a una celda. Se le revolvió el estómago. Nunca más.

Sin embargo, se vería metida a la fuerza en su propia prisión privada si no intentaba al menos avisar a la persona que estaba en peligro, fuera quien fuese. Con una mirada ansiosa a la ventana que la atraía con la dulce tentación de la libertad, salió de detrás de la cortina y caminó deprisa hasta el elegante escritorio de madera. Sacó enseguida una hoja de papel vitela, humedeció la pluma en el tintero y escribió una breve nota. A continuación dobló el papel dos veces y escribió «Lord Malloran, urgente y confidencial» en el exterior. Lo dejó sobre el escritorio, sujetándolo con un pisapapeles de cristal en forma de huevo que apoyó sobre una esquina. Luego respiró hondo y dijo a su conciencia que dejase de refunfuñar.

Había hecho lo posible para salvar a la futura víctima. Ahora tenía que salvarse a sí misma.

Se acercó a la ventana y miró a través del cristal hacia el pequeño jardín, que por fortuna estaba vacío, sin duda debido al frío impropio de la estación. Por fin algo le salía bien. Al observar la distancia de cinco metros hasta el suelo, hizo una mueca. La última vez que dio un salto así, resbaló y se torció el tobillo. Consideró por un momento la posibilidad de volver sobre sus pasos y salir por la puerta de la calle, pero un tobillo dolorido resultaba mucho más atractivo que tropezar con el hombre de ojos verdes o con el dúo criminal que vagaba por la fiesta. No, la ventana ofrecía la única oportunidad de salir de aquel lío.

Tras una última mirada para asegurarse de que el jardín seguía libre de invitados, Alex abrió la ventana y, con un movimiento ágil, pasó las piernas por encima del marco. Apoyó las manos en el antepecho, imprimió a su cuerpo una hábil contorsión y luego, con cuidado, bajó con los dedos doblados sobre el alféizar, de cara a la áspera fachada de piedra. Inspiró con fuerza, apretó la punta de sus botas de suave piel contra el muro de piedra, se dio impulso y se soltó.

Su estómago ascendió de golpe. Durante un breve instante, le pareció que volaba. Luego aterrizó con suavidad, doblando las rodillas y tocando con las palmas la tierra fría y húmeda. Al ponerse en pie, estuvo a punto de echarse a reír de pura alegría por su hazaña mientras se sacudía las manos. Era libre. Solo tenía que desaparecer entre las sombras. Se volvió, decidida a dirigirse hacia las callejuelas.

Y se encontró mirando una corbata blanca como la nieve.

Una corbata blanca como la nieve que estaba a solo unos centímetros de su nariz. Inspiró de golpe, sobresaltada, y percibió el aroma de ropa recién almidonada mezclado con un olorcillo de sándalo. Dio enseguida un paso atrás pero se detuvo cuando sus hombros chocaron contra la piedra áspera de la casa. Unas manos fuertes la sujetaron de los brazos.

– Quieta -dijo una profunda voz masculina.

¿Cuándo se había vuelto su suerte tan horriblemente mala? Aquella noche iba de mal en peor.

Los dedos se doblaron contra su piel, descubierta por las mangas cortas y afaroladas de su vestido, y la joven observó que el hombre no llevaba guantes. Sintió que le recorría un hormigueo que sin duda no era más que fastidio. Decidida a liberarse deprisa de aquel irritante obstáculo en sus planes de huida, Alex levantó la barbilla.

Y miró a los ojos familiares del extraño.

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