10

Allie fue hacia la luz del sol poniente, que aún entraba por la ventana, y miró con el ceño fruncido el papel amarillento oculto en el doble fondo. ¿Sería algo que había pertenecido a David? Dispuesta a descubrirlo, sacó el papel con cuidado y lo desdobló. Podía ver que había algo escrito, pero estaba muy desvaído. Acercó el papel a la luz e intentó descifrar las palabras. Parecían ser de una lengua extranjera que era incapaz de reconocer. Aunque ella no era una experta, no creía que se tratase de francés, español o latín.

Contempló la nota de nuevo. ¿Podría ser que estuviera escrita en gaélico? David conocía esa lengua. Muchas veces, en momentos de pasión, le había susurrado en la oscuridad palabras románticas y hechiceras que ella no entendía. Era gaélico, le había dicho él. Frases que había aprendido en sus numerosos viajes a Dublín, cruzando el mar de Irlanda desde su Liverpool natal.

Sintió una consternación que no tenía nada que ver con el haber roto la caja. Si esa nota tenía algo que ver con David, era posible que aún no pudiera dejar atrás su pasado. La tentación de volver a doblar la nota y meterla de nuevo en la caja, o mejor aún, de destruirla, de tirarla al fuego, casi la abrumó.

«Nadie lo sabrá»

Esas palabras resonaron en su mente con irresistible persuasión. «Nadie lo sabrá.» ¿Qué importaba si la nota tenía que ver con David? Estaba muerto. No le debía nada.

«Destrúyela. Nadie lo sabrá.»

Pero algo la retenía. Nadie lo sabría, excepto ella misma. Y por mucho que deseara que no fuera así, su conciencia, por no hablar de su curiosidad, no la dejaría tranquila si al menos no intentaba descifrar el contenido de la nota. Y tal vez no tuviera nada que ver con David. Quizá perteneciera a lord Shelbourne, a quien, después de todo, pertenecían el anillo y la caja. Y si esa nota era propiedad del conde, entonces no podía destruirla. Debía devolvérsela.

Pero que David hablara gaélico, junto con todo lo demás que sabía sobre él… No, no podía negar la posibilidad real e inquietante de que la nota estuviera de alguna manera relacionada con su difunto marido.

Exhaló un inquieto suspiro. Descubrir el contenido significaba tener que enfrentarse a la posibilidad de que esa nota pudiera aportar información sobre la gente a la que David había timado. Y si conseguía descifrar las palabras, si era realmente una lista de las víctimas de su marido, entonces tendría que…

¡No! La palabra resonó en su cerebro, y se apretó las sienes con los dedos. Que Dios la ayudara, pero no podía pasar más tiempo reparando sus daños; pero, por otra parte, ¿cómo podía dejar de hacerlo? Sin embargo, la sola idea de soportar más estrecheces económicas y humillaciones personales como las que había aguantado durante los últimos tres años, y sobre todo cuando el final parecía estar tan cerca, la dejaba sin aliento.

«No pienses en ello ahora. Puede que ni siquiera sea ésa la cuestión. Y si lo es… entonces ya decidirás.»

No podía destruir la nota. No hasta que supiera. Tampoco podía volver a ponerla en la caja. No podía arriesgarse a que lord Shelbourne la encontrara, y a que información potencialmente peligrosa cayera en sus manos o en las de otra persona. Con un pesado suspiro, dobló la nota cuidadosamente y la ocultó en un pequeño bolsillo en el forro de su bolso de rejilla, sin dejar de maldecirse por haberla encontrado. Había tenido tan cerca la libertad… pero, como mínimo, se libraría de la caja. Se sentó en el borde de la cama y se dispuso a juntar las pirias.

Geoffrey se apoyó contra la repisa de la chimenea del salón, contemplando al criado servir un aperitivo a sus invitados. Le resultaba casi imposible mantener una apariencia tranquila. Alberta le había entregado la caja hacía un cuarto de hora, en cuanto entró en la sala. Él le había echado una rápida mirada, y luego se había reído. «No es una pieza especialmente hermosa, ¿verdad?» Después de darle las gracias, se la había metido en el bolsillo como si no tuviera importancia, pero pasado el rato, sentía como si le fuera a quemar los pantalones.

Finalmente, incapaz de soportar el suspense por más tiempo, se excusó.

– Si me disculpáis un momento, tengo que decirle algo a Willis. -Salió de la habitación manteniendo un paso mesurado y lento. Entró en su estudio y cerró la puerta con llave.

Fue hasta el escritorio y sacó lentamente la caja del bolsillo, conteniendo el impulso de lanzarse sobre ella como un perro sobre un hueso. Con el corazón acelerado, separó las piezas de la caja y miró el fondo.

El fondo vacío.

El pánico se apoderó de él, y pasó unos dedos temblorosos y frenéticos por toda la superficie de metal oxidado. ¿Habría otra abertura? Pero después de varios minutos de desesperada búsqueda, se obligó a admitir la terrible verdad. El papel no estaba.

Una retahíla de obscenidades salió de sus labios, y tiró la caja contra la pared con toda su furia. Mesándose los cabellos, fue de un lado al otro de la sala, mientras expelía el aire de los pulmones en dolorosos jadeos.

¿Dónde demonios estaba la carta? Ella debía de tenerla. La debía de haber encontrado. O al menos tenía que saber su paradero.

Debía averiguarlo. Debía. Debía. Ahora. Se detuvo y cerró los ojos con fuerza. Maldita fuera, la cabeza estaba a punto de estallarle.

«Tengo que recobrar la calma. Debo averiguar lo que sabe. Y luego deshacerme de ella.»

Que Redfern encontrara la nota no le hubiera inquietado, porque el tipo no sabía leer más allá de cuatro palabras, y un viejo documento estaría muy por encima de sus capacidades, un detalle del que Geoffrey se había asegurado antes de contratar sus servicios. Todos sus esfuerzos hubieran sido en vano s¡ Redfern, una vez que encontrara la nota, pudiera haber tenido la oportunidad de extorsionarle como había hecho David Brown. Y la avaricia de Redfern le hubiera impedido mostrar la nota a alguien para que se la leyera, porque entonces se arriesgaba a tener que compartir su recompensa. Pero la señora Brown… Estaba seguro de que no era ni analfabeta ni estúpida. Y sin duda debía de ser tan ambiciosa como lo había sido su marido.

Respiró profundamente varias veces hasta recuperar la compostura, luego se acercó al espejo y se arregló el cabello. Se alineó perfectamente las solapas de la chaqueta e hizo un mínimo ajuste al fular. Una vez seguro de que su aspecto era de nuevo impecable, salió del estudio y se reunió con sus invitados.

Alberta Brown se creía muy lista.

«Un error, querida. Un error fatal.»

Allie sintió inmediatamente algo raro en el comportamiento del conde cuando éste regresó al salón. Desde su asiento frente a la puerta, lo observó detenerse en el umbral, con la mirada clavada en ella. Un escalofrío de aprensión le recorrió la espalda al ver su expresión glacial.

– ¿Todo bien? -preguntó lord Robert, observando a su anfitrión con una expresión de desconcierto. Estaba claro que él también notaba que algo iba mal.

– Claro. -El conde hizo un gesto con la mano quitando importancia al asunto-. Un pequeño error de cálculo en la cocina, al parecer, pero Willis me ha asegurado que todo está en orden. ¿Pasamos al comedor?

Allie aceptó el brazo que le ofrecía, esperando que no se notara el rechazo que le inspiraba. Tal vez sólo se estuviera imaginando la inquietud del conde.

Pero cuando llegaron al rodaballo delicadamente cocido a fuego lento del segundo plato, Allie ya estaba segura de que no eran imaginaciones suyas. La manera en que el conde no dejaba de mirarla, como si estuviera intentando leerle el pensamiento… Sí, definitivamente había algún problema. ¿Se encontraría enfermo? Desechó esa idea en cuanto se le ocurrió. No, parecía como si una furia contenida hirviera bajo la superficie de sus impecables maneras.

¿Podría ser que supiera algo de la nota? ¿Que supiera que no estaba en la caja y que ella la tenía en su poder? También descartó esa teoria de inmediato. ¿Cómo podría saber algo de la nota cuando ni siquiera conocía la existencia del anillo o de la caja hasta que ella llegó a Inglaterra?

No se le ocurría ninguna respuesta, pero el comportamiento del conde la inquietaba de una manera que no sabía definir. Además, su instinto le advertía contra aquel hombre. Seguramente lo mejor era no decir nada.

Alzó la cabeza y sonrió al conde.

– Su… tu casa es muy hermosa, Geoffrey.

La expresión del conde se relajó. Entonces se dibujó una lenta sonrisa sobre su rostro, mientras su mirada bajaba lentamente hasta posarse en la boca de Allie.

– Muchas gracias.

Allie señaló el bodegón con marco dorado que colgaba en la pared tras él.

– Y evidentemente te gusta la pintura. Ese cuadro es precioso.

La mandíbula de Robert se detuvo a medio masticar y miró por encima de la mesa. La señora Brown estaba mirando a… no, estaba sonriendo a Shelbourne con un interés cálido que sorprendió e irritó a Robert. Maldita fuera, había estado en otro mundo y evidentemente se había perdido algo. Y la manera en que Shelbourne la miraba… no, se la comía con los ojos… ¿Cuándo diantre había comenzado toda esa cálida intimidad?

Fingiendo estar inmerso en el rodaballo y los guisantes, siguió con disimulo su conversación, pero enseguida se dio cuenta de que no hacía falta disimular, porque ambos parecían haberse olvidado de su presencia.

– ¿Te gusta la pintura, Alberta?

– Me gusta mucho contemplarla, pero me temo que poseo muy poco conocimiento de esa materia.

– Entonces, después de cenar, te enseñaré la colección. Aunque es bastante modesta comparada con la de Shelbourne Manor, hay algunas… Piezas exquisitas.

La inflexión en el tono de Shelbourne al decir «piezas exquisitas», por no mencionar la atrevida mirada con que recorría los pechos de la señora Brown, hizo que todos los músculos del cuerpo de Robert se tensaran. Maldito libertino. ¿Cómo osaba mirarla así?

«¿Exactamente como tú la miras, quieres decir?», se burló su voz interior.

¡No! Robert contuvo el impulso de pasarse los dedos entre los cabellos en un gesto de exasperación. No podía negar que la había mirado con deseo, pero había una mirada calculadora en los ojos de Shelbourne… un brillo depredador que despertó algo más que celos en Robert. Hizo que se sintiera inquieto de verdad.

– Lord Robert me ha mostrado los jardines Vauxhall esta tarde -dijo la señora Brown a su anfitrión-. Un lugar encantador.

Shelbourne alzó una ceja.

– Por la tarde lo es, pero mucho más por la noche. -Se inclinó hacia ella y su voz bajó a un tono íntimo-. Todos esos paseos oscuros y apartados son muy adecuados para disfrutar de unas noches muy… estimulantes.

Robert apretó los dientes y luchó contra el avasallador impulso de abofetear a ese canalla. Pero más irritante que el comportamiento de Shelbourne, que no le sorprendía, era el de la señora Brown. En vez de parecer escandalizada, un delicado rubor le coloreaba las mejillas y lo que parecía ser una sonrisa reprimida le tironeaba los labios… Labios a los que la mirada de Shelbourne parecía pegado.

Se imponía un giro en la conversación.

– ¿Cómo van las cosas por tus tierras de Cornwall, Shelbourne? -preguntó Robert.

Shelbourne ni siquiera lo miró.

– Espléndidamente. Dime, Alberta…

– ¿Has hecho algunas mejoras? Según me dijo Austin, ha habido verdaderas innovaciones tanto en los sistemas de irrigación como en las técnicas de cultivo.

Shelbourne finalmente se volvió hacia él, con una medio sonrisa perezosa y divertida.

– Mis sistemas de irrigación están en excelentes condiciones, Jamison, gracias por preguntar. Y en cuanto a mis técnicas… No he oído ninguna queja.

– ¿De verdad? Quizá no hayas escuchado con suficiente atención.

– Se cruzaron una larga mirada, sopesándose. Luego, con un despreocupado encogimiento de hombros, que crispó los nervios de Robert, la mirada de Shelbourne regresó a la señora Brown. Se lanzó a una larga descripción de sus tierras de Cornwall. Dedicó su atención casi exclusivamente a la señora Brown, a quien, al parecer, no le molestaba en absoluto. Si tenía que juzgar por sus rubores, parecía estar disfrutando del discurso de Shelbourne. Robert decidió que la cena acabaría antes si él no prolongaba la conversación, por lo que permaneció en silencio.

En el momento que finalizó la interminable cena, Robert se puso en pie, con la intención de partir, pero Shelbourne le recordó con suavidad que le había prometido a la señora Brown enseñarle la galería de arte.

– Me encantaría verla -dijo la señora Brown.

Privado de una alternativa que no le hiciera quedar como un grosero y no queriendo permitir que Shelbourne se quedara a solas con ella, Robert los acompañó. Su mal humor aumentaba cada vez que Shelbourne tocaba a la señora Brown, lo cual parecía ocurrir constantemente. La rozaba con los dedos para llamar su atención sobre algo. Le colocaba la mano en la parte baja de la espalda para guiarla hacia el siguiente cuadro. Le tomaba la mano para colgarla de su brazo. Los celos se comían a Robert, y era peor y mucho más doloroso cada vez que ella ofrecía a Shelbourne una de sus escasas sonrisas.

Seis. Seis malditas veces había sonreído a Shelbourne desde que habían entrado en la galería. Y ocho veces durante la cena. No era que Robert las estuviera contando, ¡pero a él no le había dedicado ni una mirada! El evidente placer que la señora Brown encontraba en la compañía de Shelbourne lo preocupaba y realmente lo confundía.

¿Dónde estaba la devoción hacia su marido? ¿Las atenciones de Shelbourne la habían animado a abandonar el luto? Mientras que Robert se hubiera sentido feliz viéndola abandonar los signos externos de dolor, le costaba aceptar que Shelbourne fuera el hombre que la hiciera desear hacerlo.

«Yo. Quiero ser yo.»

Por mucho que le desagradara, se vio obligado a admitir que Shelbourne poseía las cualidades que la mayoría de las mujeres admiraba. Era rico, apuesto y con un título, y su belleza tenía un cierto toque de peligro. Pero a Robert no le parecía que la señora Brown entrara en la categoría de «la mayoría de las mujeres».

Aun así, quizá todo lo que necesitara era que un hombre la cortejara. Que la encandilara. Que le mostrara, sin sombra de duda, que la encontraba deseable.

«Yo. Quiero ser yo.»

Le falló el paso al pensarlo, y justo a tiempo, porque había estado a punto de estrellarse contra la espalda de Shelbourne; él y la señora Brown se habían detenido ante lo que, afortunadamente, era el último cuadro.

– Es muy hermosa -murmuró la señora Brown.

– Sí -coincidió Shelbourne-. Pero palidece comparada contigo.

La mirada de Robert recorrió el cuadro. Un Gainsborough. Uno muy bello. Y la joven en el campo de flores era indiscutiblemente hermosa. Pero sí que palidecía comparada con la señora Brown.

Y maldita fuera, él quería ser quien le dijera cosas así. Quería que su mirada se dirigiera a él.

«A mí. Quiero que ella me quiera a mí.»

Y había llegado el momento de que hiciera algo al respecto.

– Dado tu interés en la pintura -estaba diciendo Shelbourne-, tienes que ver los Mármoles de Elgin mientras estés en la ciudad. ¿Por qué no te recojo mañana y…?

– Imposible -Intervino Robert, sin siquiera disimular la irritación de su voz-. Partimos para Bradford Hall al amanecer. Lo cierto es que ya es hora de que nos despidamos.

Shelbourne los acompañó por el corredor hacia el vestíbulo sin que su mirada se apartara del rostro de la señora Brown.

– Estoy desolado, Alberta. ¿Cuánto tiempo permanecerás en Kent?

– Seis semanas.

– ¿Y después?

– Después me embarcaré de regreso a casa -repuso suavemente.

Robert sintió que se le encogía el corazón al oír esas palabras.

– Quizá pase por Kent dentro de unas semanas. En tal caso, no olvidaré hacer una visita a Bradford Hall. Será un placer volver a ver a Bradford y a la duquesa. -Shelbourne se inclinó y sus labios casi rozaron la oreja de la señora Brown-. Y un gran placer volver a verte a ti.

Por fortuna, alcanzaron el vestíbulo en ese instante, porque Robert se sentía como una tetera a punto de lanzar un chorro de vapor.

– Gracias por la cena -dijo la señora Brown, atándose las cintas del sombrero en un lacito bajo la barbilla-. He disfrutado mucho de la comida y de los cuadros.

– Igual que yo he disfrutado de tu compañía, Alberta. -Shelbourne se llevó la mano de la joven a los labios y se la besó, durante mucho más rato del necesario y con una mirada ardiente que Robert reconoció demasiado bien.

Apretó los puños. Las normas sociales que le habían inculcado desde pequeño era lo único que le impedía lanzarse como una piedra sobre aquel hombre.

– Una cena muy agradable. Muchas gracias -mintió, inclinando la cabeza en dirección a Shelbourne. Luego, antes de que Shelbourne tuviera tiempo de mirar de nuevo a la señora Brown, se interpuso entre ellos y se apresuró a acompañarla al carruaje que los esperaba. -Disculpeme -murmuró, después de ayudarla a subir-. He olvidado el bastón.

Regresó a la casa y Willis le abrió la puerta. Shelbourne aún se hallaba en el vestíbulo.

– Permíteme un minuto, Shelbourne.

Shelbourne enarcó las cejas al oír el tono seco de Robert.

– Claro. ¿En el estudio?

– El vestíbulo es suficiente.

Después de una casi imperceptible señal de Shelbourne, Willis los dejó solos. Luego Shelbourne miró a Robert con los ojos entrecerrados.

– ¿Qué demonios puede ser tan importante, Jamison, para dejar sola a esa deslumbrante criatura?

– Es de ella de quien quiero hablarte. Déjala en paz.

– Con toda seguridad eso es algo que la dama debe decidir por sí misma. Y te diré, Jamison, que no me ha dado la impresión de que fuera lo que ella quería.

– No conoce tu reputación como yo. -Shelbourne parecía divertido.

– Oh, pero no te preocupes, explícasela. Mi terrible reputación suele ser la mitad de mi atractivo. Y tengo una especial debilidad por las viudas experimentadas.

Robert le dedicó su mirada más fría y decidida.

– Lleva tus atenciones a otra parte, Shelbourne.

– Ella no te pertenece, Jamison. -Una mirada astuta e inquisidora le pasó por los ojos-. ¿O sí?

Robert necesitó de toda su fuerza de voluntad para no borrar con el puño aquella expresión satisfecha del rostro de Shelbourne.

– Todo lo que debes saber es que nunca será tuya. ¿Me he explicado con claridad?

– No creo que me guste tu tono, Jamison.

– No creo que me importe un comino, Shelbourne. -Dio un paso hacia el conde. Shelbourne era alto, pero Robert lo superaba por un par de centímetros, lo cual aprovechó al máximo-. Ya he dicho lo que he venido a decir. Y será muy inteligente por tu parte no darme motivo para repetirlo.

Sin esperar a Willis, Robert abrió la puerta y avanzó a grandes zancadas por el camino hasta el carruaje.

Desde la estrecha ventana del vestíbulo, Geoffrey vio partir el carruaje. Humm. Estaba claro que Jamison sentía algo por la señora Brown. Una pena. La mujer no iba a permanecer mucho tiempo en este mundo. Y si Jamison se cruzaba en su camino, sus días también estarían contados.

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