Capítulo 1

La tormenta se acercaba.

– Ya era hora -murmuró Jane, mirando a las nubes negras que se veían en la distancia mientras cortaba otro ramo de rosas. Los jardines estaban secos y todo el mundo había estado nervioso durante varios días, esperando que el calor opresivo terminara. La larga espera de noticias sobre el contrato no había mejorado las cosas. Lo que todos necesitaban en esos momentos era una gran tormenta que aliviara el ambiente.

Los truenos retumbaron cerca, pero Jane no tenía ninguna prisa. Hacía mucho calor, y en la quietud de antes de la tormenta la fragancia de las rosas que cubrían la pared de piedra era más intensa. Jane amaba esos momentos de soledad en el descuidado jardín, con la casa solariega como única compañía. Allí, lejos de preocuparse por Kit y por lo que pasaría si no conseguían el contrato para restaurar la casa, podía sumergirse en la belleza del jardín, fantaseando sobre lo que hubiera pasado si la señorita Partridge no se hubiera ido de la casa. Si su padre no se hubiera muerto. O si Kit fuera diferente.

O si se hubiera ido con Lyall hacía unos años.

Jane retiró inmediatamente el pensamiento. No quería dejarse arrastrar por los pensamientos sobre Lyall, y si alguien le preguntara, contestaría que nunca había ocurrido. Pero en momentos como esos, en los que es taba sola o cansada, los recuerdos se deshacían peligrosamente dentro de ella, y todavía sentía sus caricias en su piel.

Lyall… ¿Nunca iba a deshacerse de él? Jane se enojó consigo misma y rodeó un grupo de rosas para cortar alguna. Esa especie era la preferida de la señorita Partridge. Jane enterró la nariz en las rosas de color rosa fuerte para hacer que desapareciera cualquier recuerdo no deseado entre su olor exquisito.

– Hola, Jane.

Jane, con la cara todavía entre las rosas, se quedó helada. La voz era muy parecida a la de Lyall, como si su recuerdo hacia él hubiera atraído su presencia. Pero no podía ser, era ridículo; la atmósfera cargada la hacía imaginar cosas así. No escuchaba esa voz profunda y tranquila desde hacía diez años, y llevaba intentando olvidarlo hacía nueve, desde que pensó que no volvería a verlo.

– ¿Jane?

Jane alzó la cabeza despacio. No era Lyall, se aseguró, antes de volver la cabeza y cerrar los ojos precipitadamente ante la sensación de vértigo. Era como si se borrara el tiempo de un golpe y los últimos diez años desaparecieran.

Lyall Harding, el hombre que una vez irrumpió en su vida, dando la vuelta a todo. El hombre que le había enseñado a reír y a amar, el hombre cuya sonrisa había hechizado sus sueños desde que un septiembre gris de hacía diez años, desapareciera de su vida. ¿Cómo es que podía estar parado en medio del camino con el mismo aspecto?

Jane cerró y abrió los ojos varias veces, sin embargo, él seguía allí, todavía con el mismo aspecto. Con el mismo brillo alegre en sus ojos azul oscuro, la misma boca expresiva, el mismo aire de energía contenida.

– ¿Me recuerdas? -preguntó Lyall, esbozando una sonrisa irresistible.

¿Que si lo recordaba? ¿Cómo podría olvidar su primer, su único amor? ¿Cuántas veces había deseado poder hacerlo? Jane se sintió perpleja, desorientada; entre el pánico, la furia y la desesperación. Emocionada a pesar de todos esos años de haber estado diciéndose que no le importaba, que no lo recordaba, y que no quería volver a verlo aunque regresara.

– Hola, Lyall -acertó a decir, odiándose por que su voz pareciera la de la misma adolescente de hacía diez años.

– Entonces, ¿te acuerdas de mí? -la burla que siempre la había turbado seguía en sus ojos-. Estaba empezando a pensar que ibas a ignorarme por completo.

– No te esperaba -contestó ella. Llevaba en las manos unas tijeras de podar y en la otra un ramo de rosas, y sus ojos grises estaban abiertos por la sorpresa.

– Te reconocí inmediatamente -dijo el hombre-. Te he visto de pie, con la cabeza inclinada para oler las rosas y los ojos cerrados. Es justo como te recordaba -añadió con un tono extraño-. No has cambiado nada.

Jane respiró hondo y se recordó a sí misma que ya no era una adolescente. Ella ahora era prudente y práctica.

– Sí, he cambiado -dijo, aliviada al escucharse el tono tranquilo-. He cambiado mucho. Ya no tengo diecinueve años.

– No lo parece -aseguró él-. Tu pelo sigue teniendo el mismo color suave de la miel oscura, tus ojos tienen todavía el gris más claro… y sigues enfadándote cuando te pillan por sorpresa.

Jane lo miró con resentimiento. La presencia de Lyall era tan impresionante que casi nadie se daba cuenta que no era tan guapo como parecía al principio.

Su cara era muy delgada y su nariz demasiado grande, pero tenía un encanto especial que gustaba a las personas y era lo que recordaban de él. Ella lo sabía bien. Había estado intentando olvidarlo diez años.

– No parece que tú hayas cambiado tampoco -declaró secamente-. Tienes el mismo aspecto.

– Antes me daba resultado -le recordó.

Y así había sido. La muchacha se ruborizó al recordar cómo había sucumbido a su encanto. Jane había odiado siempre su pelo liso, pero a Lyall le gustaba, o eso decía, recordó con amargura. Solía extenderlo sobre sus dedos para admirar su brillo.

Los ojos azules la miraban con ironía. Jane estaba al lado de uno de los setos rodeada de flores, sosteniendo el cesto delante de ella, en un ademán inconsciente de defensa, mientras el sol de la tarde se veía entre oscuras nubes, y formaba a su alrededor un halo dorado. Jane intentaba parecer tranquila y despreocupada bajo los ojos de Lyall, pero intuía que su expresión era la misma que había tenido en el pasado.

– ¿No vas a salir de ahí?

Jane no quería salir. No quería estar cerca de él y recordar cómo eran sus caricias. Le hubiera gustado quedarse entre las rosas, protegida por sus espinas, pero Lyall se daría cuenta, claro.

Intentó ser valiente. Tenía veintinueve años, no era una adolescente fácilmente impresionable, y Lyall era únicamente una relación vieja que no significaba nada para ella en esos momentos.

Jane alzó la barbilla involuntariamente y pasó entre un macizo de rosas y uno de peonías, y saltó sobre un grupo de geranios salvajes tan ancho que perdió el equilibrio y hubiera caído si Lyall no la hubiera agarrado firmemente.

Con el mero roce de su mano sobre su brazo desnudo, Jane recordó las mismas manos tomándola en sus brazos, apretándola contra él, deslizándose suavemente sobre su espalda. Recordó el roce de su cuerpo, de sus labios, el calor de su sonrisa…

Tomó aliento y se apartó de la mano de Lyall. No se atrevió a mirarlo, estaba segura de que sus recuerdos estarían escritos en su rostro, así que se inclinó sobre el cesto y tocó las rosas con manos temblorosas.

Lyall no significaba nada para ella ya. ¡Tenía que recordarlo!

Intentando controlarse, Jane alzó la vista. Los ojos de Lyall seguían tan azules y tan oscuros como siempre, sin embargo, tenían una expresión diferente. La burla había desaparecido y en su lugar había algo más duro, algo casi animal que hizo que su corazón diera un vuelco.

Lyall había cambiado. Lo podía notar en esos momentos en los que estaba tan cerca. Había en él una madurez sólida, una fuerza que no recordaba, y alrededor de sus ojos habían aparecido líneas nuevas. Tampoco recordaba la dureza de su boca. Era como si el riesgo y la independencia que una vez formaran parte de su personalidad se hubieran convertido en algo que le infería poder y autoridad.

Jane se quedó mirándolo sorprendida, y esa dureza extraña en la boca se disolvió en una mueca que la hizo retroceder, furiosa consigo misma. Se suponía que tenía que mirarlo como a un extraño, y no como si hubiera estado esperándolo diez años.

– No creí que iba a volver a verte -dijo agarrando firmemente el cesto.

– La vida es una caja de sorpresas, ¿verdad? -declaró, con un brillo en los ojos que Jane tuvo que luchar para no responder. Había sucumbido a ese brillo y esa sonrisa demasiadas veces en el pasado, ¡y no la había conducido a ningún sitio!

– No siempre agradables -apuntó ella.

– ¡No pareces muy contenta de verme, Jane! -exclamó Lyall, sin parecer preocupado lo más mínimo.

– ¿Crees que debería estar contenta? -preguntó con una mirada de desafío.

– ¿Por qué no? Nos lo pasamos muy bien juntos, ¿no?

– Yo recuerdo lo malo -contestó con sorna.

– Yo no recuerdo nada malo.

– Debes de tener una memoria muy selectiva -dijo Jane, empezando a caminar-. ¿O es que no recuerdas cómo hemos estado separados todos estos años?

– No, no lo he olvidado, pero eso es diferente. Yo me refería a cuando estuvimos juntos, no cuando hemos estado separados. ¿No lo recuerdas?

Lo recordaba todo: el anhelo invadiendo sus venas, la alegría de estar con él…

– He intentado no recordarlo.

– ¿Por qué no?

Era una respuesta típica de Lyall. Los labios de Jane se apretaron con fuerza, recordando lo fácilmente que la envolvía con sus argumentos hasta probar que estaba equivocada. En esos momentos, quería obligarla a afirmar que su felicidad junto a él había sido tan intensa que no podía soportar el recuerdo. ¡Pues no iba a reconocerlo! Jane se paró y lo miró.

– ¿Para qué has venido, Lyall?

– Para dar una vuelta -contestó sin inquietarse por la pregunta brusca. A continuación miró al jardín y a la casa solariega, Penbury Manor. La casa databa del siglo quince, y había ido creciendo espontáneamente, añadiéndose habitaciones que lejos de estorbar habían aumentado su encanto. En esos momentos, a la luz dorada del atardecer, su silueta de paredes de piedra se destacaba contra un cielo azul oscuro de tormenta.

– Este lugar tampoco ha cambiado mucho, ¿verdad?

– Pero está a punto de cambiar -declaró Jane con tristeza, aunque alegre de cambiar de tema y hablar de algo neutral.

– ¿Sí?

– La señorita Partridge va a venderlo, y una empresa horrible de alta tecnología lo va a destrozar al convertirla en oficinas. En el jardín van a construir un laboratorio de investigación.

– ¡En el jardín de rosas no! -dijo Lyall, burlándose.

– ¡No tiene gracia! He tardado años en llegar a tener el jardín así. Con un poco de atención, llegaría a estar de nuevo precioso, pero esa empresa no está interesada en la belleza. Las rosas estorban a sus propósitos claros y ordenados, ¡así que las quemarán!

– Sigues igual, preocupándote más por las plantas que por las personas, ¿verdad?

– ¡Eso no es verdad!

– ¿No? Recuerdo que solías cuidarte más de las rosas que de mí.

– ¡Al menos siempre supe qué lugar ocupaba entre las plantas!

– ¿Qué quieres decir con eso?

Jane se arrepintió inmediatamente de haberlo dicho. En ese momento, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer y ella no tenía ninguna intención de ponerse a discutir con Lyall. Era un extraño ya, y así quería mantener esa relación.

– ¿Importa ahora? -dijo, orgullosa de su autocontrol-. Está empezando a llover, y si quieres empezar a discutir sobre el pasado, es cosa tuya, pero yo creo que no merece la pena mojarse, así que es mejor que lo dejemos.

El cielo se abrió antes de que pudiera continuar, y la muchacha gritó un frío adiós de despedida y salió corriendo hacia la casa sin mirar atrás. No estaba lejos, pero cuando llegó a la puerta principal, donde colgaba el rótulo de Makepeace and Son, se encontraba sin aliento y empapada.

Jane tiró el cesto en el suelo y cerró la puerta contra la lluvia y contra Lyall, pero a los pocos segundos la puerta se volvió a abrir y el hombre se puso a su lado, tocándose el pelo mojado con la mano.

– ¡No recuerdo haberte invitado!

Lyall no parecía molesto por la hostilidad demostrada.

– No creo que me vayas a echar ahora, con esta lluvia, ¿no? -replicó señalando al tejado, donde las gotas de lluvia golpeaban con furia tropical, y los truenos se oían amenazadoramente.

– ¿Por qué no te metes en tu coche? -exclamó Jane acusadoramente.

– Porque lo he dejado en el pueblo y he venido hasta aquí andando. ¿Te molesta?

La camiseta blanca que llevaba estaba húmeda y pegada a sus poderosos hombros, y al ver que sus ojos azules miraban su pecho, Janet se dio cuenta de que su camisa de algodón sin mangas también estaría empapada e igualmente pegada a sus formas. Sus mejillas se ruborizaron violentamente y trató de despegar la tela para que sus curvas no destacaran de manera tan provocadora.

– De todas maneras no deberías estar aquí -protestó, tranquila a pesar de la mirada inquisitiva de Lyall. ¿Por qué se ponía tan nerviosa? Ella era para todo el mundo un modelo de frialdad y persona práctica, pero si Lyall la miraba se ponía a temblar como una niña-. Ésta es una propiedad privada, por si lo has olvidado.

– Tú estás aquí.

– Tengo permiso para estar aquí.

– ¿De esa compañía horrible?

– Del ayuntamiento. Puedo venir para recoger flores para la señorita Partridge hasta que la compañía tome posesión de la casa. Pero no creo que quieran gente como tú merodeando.

– En ese caso, es mejor que me lleves al pueblo, así te asegurarás de que salgo de aquí. Si son tan generosos como para dejarte que vengas a robar flores, es lo menos que puedes hacer.


– Es lo menos que puedo hacer -dijo, inclinándose para abrir la puerta del coche-. Voy hacia Starbridge de todas maneras. Entra.

Jane vaciló, y los ojos de Lyall brillaron comprendiendo sus dudas.

– ¿No dices que estás preparada contra mí?

Y lo estaba. Había descubierto hacía mucho tiempo que Lyall Harding era sinónimo de problemas. Era valiente, arriesgado, y en el pueblo no gustaba mucho a la gente. Las chicas seguro que se habrían alegrado de saber que había vuelto después de la misteriosa ausencia de ocho años, pero los padres no habrían tardado en advertirles contra su persona. El propio padre de Jane se había mostrado horrorizado al saber que su hija había sido una de las primeras en encontrar a Lyall a su vuelta.

– No quieres nada más con él -había dicho-. Lyall Harding nunca se ha adaptado a este pueblo y nunca se adaptará.

Jane lo creía. Lyall Harding era diferente a cualquier hombre que ella había conocido en el tranquilo pueblo de Penbury, donde vivía. Tenía algo excitante y atrayente en su persona, un vigor y un matiz impredecible que hacía que todo el mundo a su alrededor pareciera aburrido y gris en comparación.

Pero ahora ella no quería nada con Lyall Harding. Jane era una chica prudente, todo el mundo lo decía, y las mujeres prudentes sabían mejor que nadie lo estúpidas que podían llegar a comportarse frente a hombres con ojos azules y sonrisas irresistibles.

En años posteriores, Janet se preguntó muchas veces lo diferente que habría sido su vida si el autobús hubiera aparecido a tiempo aquel día. Pero era tarde, y como él iba a Starbridge…

Así que Jane alzó la barbilla en respuesta al desafío de la sonrisa de Lyall y subió al coche.

Conducía demasiado deprisa, pero tenía las manos firmemente en el volante. Jane se acurrucó en su asiento, nerviosa y consciente de un sentimiento profundo de excitación. La furgoneta de la firma lo único que conseguía era ruido, como su vida, descubrió con una repentina tristeza. Tenía diecinueve años, ¿no era demasiado joven como para ir siempre por el carril lento de la vida? Lyall seguro que siempre iba a máxima velocidad.

– He oído que eres una buena chica -dijo mirándola de soslayo, mientras el coche corría entre el paisaje verde-. ¿Es verdad?

– Depende de lo que entiendas por buena -dijo Jane.

– Todo el mundo habla de lo encantadora que es Jane Makepeace -explicó, como si hubiera sentido su repentina disconformidad-. Jane cuida de su hermano, Jane es amable con las mujeres mayores, Jane nunca da preocupaciones a su padre… ¡No puedes ser tan sensata!

– ¿Qué pasa con ser sensata?

– Nada -dijo Lyall-. Nada si eres una persona de mediana edad, pero tú no eres mayor, ¿verdad? -dijo mirando su pelo sedoso y sus largas pestañas-. Eras una niña cuando te dejé, o me habría dado cuenta, así que no puedes tener más de dieciocho años ahora.

– Diecinueve.

– ¿Tan mayor? -Jane odió la burla que notó en su voz.

Ella sabía que tendría unos veinticinco o veintiséis años, pero ya tenía la seguridad de un hombre adulto-. Eres demasiado joven como para ser sensata y aburrida. Tienes que aprender a divertirte.

– ¡Sé cómo divertirme! -protestó Jane.

– ¿Sí? -replicó con escepticismo.

– ¡Sí!

– De acuerdo, vayamos al mar y veamos si el sol brilla.

– ¿Ahora?

– ¿Por qué no?

– No… no puedo -acertó a decir-. Tengo que hacer la compra.

– La haremos cuando volvamos.

– ¡Pero no puedo estar un día fuera! Todo el mundo se preguntará dónde estoy.

– Telefonea y di que acabas de encontrar un viejo amigo y que volverás tarde -sugirió Lyall-. ¿O es que sólo te diviertes cuando lo piensas una semana antes y además tu padre está de acuerdo?

Por supuesto, tenía que haberlo ignorado. Tenía que haber dicho que no le importaba lo que él pensara, y haber insistido en que la dejara en el supermercado. En lugar de ello, permitió que la llevara al mar. Las nubes desaparecieron y el sol salió.

Y así empezó todo.

¿Lo recordaba Lyall? Jane se quedó mirando al volante como si fuera un ancla contra la marea que traía sus recuerdos. Fuera, la lluvia golpeaba contra el cristal delantero, pero en la furgoneta el aire era denso y la tensión se palpaba en la atmósfera.

– ¿Por qué has vuelto? -preguntó Jane bruscamente. Lyall se giró para mirar su cara.

– ¿Por qué no iba a hacerlo?

– Has sido feliz sin aparecer en diez años -declaró Jane, odiando el tono acusatorio en su voz.

– No había ninguna razón para que volviera antes -dijo, y sus ojos se posaron un segundo en la boca de Jane-. ¿O la había? -él puede que hubiera dicho que sólo recordaba los buenos momentos, pero la amargura de su despedida flotaba indudablemente entre ellos como una condena. Jane miró la lluvia.

– ¿Y qué razón tienes ahora?

– Negocios… -dejó caer vagamente.

– ¿En Penbury? Creía que éramos muy provincianos para ti.

– Quizá tenga la esperanza de que otras personas hayan cambiado más de lo que tú lo has hecho -dijo, y ella se ruborizó. Siempre había sabido cómo dejarla en mal lugar.

– Eso no explica por qué has estado merodeando en Penbury Manor -replicó de manera cortante.

La expresión de Lyall no cambió, sin embargo, Jane tuvo la certeza de que estaba de repente divertido por algo.

– No estaba merodeando. Tampoco tengo por qué explicarte nada, pero te diré que he pensado últimamente en la casa solariega, y quise volver a verla.

Instintivamente ambos miraron a la vieja mansión. Incluso bajo la lluvia, sus altas chimeneas y sus ventanas poseían una belleza intemporal y serena.

– ¿Recuerdas que una vez te dije que la compraría para ti algún día?

Claro que lo recordaba. Estaban en esos momentos en el bosque, mirando hacia la casa, y los rayos del sol producían sombras en la cara de Lyall mientras desabrochaba los botones de la camisa de ella. Aquella había sido la primera vez que habían hecho el amor, aquel día ella había creído que la promesa de él era diferente de las promesas que había hecho a todas las otras chicas de Penbury a las que había besado. Sus manos habían sido tan cariñosas y firmes contra su cuerpo, su boca tan excitante…

– Es una suerte que no hubiera contenido la respiración, ¿verdad?

– Menos mal -admitió tranquilamente Lyall, furioso.

Jane pensó con rapidez. El pasado era evidente que no significaba nada para él, así que ¿por qué tenía ella que enfadarse?

– ¿Dónde has dejado tu coche? -quiso saber Jane.

– En el King's Arms. ¿Quiere eso decir que me llevas hasta mi coche?

– No parece que tenga otra alternativa. Bastante mal tiempo vas a tener ya volviendo hacia donde vayas.

– No voy a ir a ningún sitio. Me quedaré en el pub.

– ¿Te quedas? -dijo Jane, con el corazón en vilo-. ¿Cuánto tiempo?

– Eso depende -dijo Lyall. A continuación miró enfadado a Jane. Ella tenía el rostro vuelto hacia la lluvia, con el pelo castaño detrás de las orejas. Su cara era más delgada y de expresión más cautelosa que cuando tenía diecinueve años, pero su piel era igual de clara y suave.

– Sé que tú diriges Makepeace and Son ahora -continuó después de una pausa.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Jane con suspicacia.

– Estuve ayer noche en el pub -dijo, como si eso lo explicara todo-. Por lo que escuché, sigues siendo la chica amable y buena que ayuda a las mujeres mayores y hace los adornos de flores para la iglesia.

– ¡Tú no tienes por qué ir preguntando nada sobre mí! -protestó furiosa.

– No te enfades, Jane, tú sabes cómo son en este pueblo. Ni siquiera tuve que preguntar, todos los que se acordaban de mí estaban impacientes por contarme lo buena que eras desde que estabas sin mí.

– ¡Tú solías despreciar los cotilleos del pueblo!

– Pero me he dado cuenta que puede ser útil escucharlos -declaró Lyall, sentándose cómodamente en su asiento-. Por ejemplo, me enteré de un montón de cosas sobre ti que nunca me habrías contado.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo que no estuviste fuera mucho tiempo. Volviste sin terminar siquiera tu primer año en la escuela de agricultura.

– Tuve que volver. Mi padre no podía estar solo.

– Y como tú eres una chica tan buena viniste enseguida.

– ¿Quieres decir que si tu padre tuviera un ataque de corazón dejarías que se recuperara solo?

– Mi padre es capaz de cuidarse por sí mismo -contestó enojado.

– ¡Pues mi padre no! Necesitó que me ocupara de la empresa mientras él estaba enfermo.

– ¿Por qué tuviste que hacerlo tú, y no tu hermano?

– Kit era demasiado joven.

– Entonces puede que sí, pero ahora no es demasiado joven, ¿no te parece? He oído que se ha ido a Sudamérica y te ha dejado que te ocupes de todo tú sola.

Jane se concentró en la carretera para no dejar que Lyall se metiera dentro de su corazón.

– Kit estaba en la universidad cuando mi padre se murió. Fue una estupidez que no terminara la carrera. Yo había estado ayudando a mi padre en el despacho desde que sufrió el primer ataque, y había aprendido a llevar todo. Kit no estaba preparado para establecerse cuando terminó su licenciatura. Quería viajar, y no me importó hacerme cargo de todo.

– Siempre has tenido excusas para defender a Kit. Es con la única persona con la que no eres objetiva.

Tampoco había sido muy objetiva con Lyall, pero no se lo podía decir.

– Nunca te gustó Kit -lo acusó suavemente.

– Eso no es verdad. Lo que nunca me gustó es que te convirtieras en una mártir de él. Siempre estabas preocupada por volver para hacerle la comida, planchar sus camisas o limpiar sus zapatos.

– ¡Era sólo un niño!

– Tenía trece años, con esa edad cualquiera es más independiente.

Jane suspiró profundamente. Era una discusión antigua. A Lyall nunca le había gustado lo apegada que estaba a su padre, y nunca había entendido que tuviera que cuidar de su hermano pequeño desde que su madre había muerto, cuando Jane tenía once años.

Lyall mismo se dio cuenta de lo inútil que era seguir discutiendo sobre el pasado.

– Así que Kit está en Sudamérica, y la buena de Jane permanece pegada a Penbury, cuidando la fortaleza.

– Si te gusta explicarlo así -dijo Jane, con cara seria.

Él la miró de nuevo.

– Tú eras siempre feliz en el jardín. No puedo imaginarte poniendo la electricidad de la casa o instalando nuevas cañerías.

– No lo estoy haciendo yo. Hemos contratado a especialistas para que hagan toda la restauración del edificio. Yo sólo me dedico a hacer la parte burocrática e intentó encontrar suficiente trabajo para que ellos lo hagan.

– De todas maneras no es lo que te gustaría hacer, ¿a que no?

Jane recordó su ilusión de terminar el curso de jardinería algún día, y trabajar como diseñadora de jardines. Era una cosa bastante alejada del trabajo de contabilidad que tenía que hacer para Makepeace and Son.

– No exactamente -admitió.

– ¿De qué sirve pasarte la vida haciendo algo que no te gusta? -preguntó Lyall, como muchas veces en aquellos años había preguntado-. Tu padre está muerto. Tú hiciste lo que pudiste por él. No hay nada que te impida vender la firma y dedicarte a la jardinería.

– No es tan fácil -los limpiaparabrisas se movían rápidamente y en los campos, las ovejas se agrupaban a lo largo de los límites buscando algo que las protegiera de la lluvia torrencial. Era una tarde oscura de diciembre, y Jane casi se olvida de encender las luces del coche-. No puedo dejar a Dorothy y a los demás sin trabajo sólo porque yo esté harta.

– Sigues poniendo excusas. ¿Por qué no admites que tienes miedo de salir de tu guarida?

– ¡Porque no es verdad! -protestó Jane con los ojos grises brillantes por la furia.

– ¿No? ¿Por qué no contratas a un encargado si no quieres vender la compañía?

– ¿Crees que no lo he pensado? -dijo con amargura-. Es muy fácil para ti decirme que haga lo que quiera, pero no todos somos tan egoístas como tú. Además, en estos momentos no podría pagar a nadie para que hiciera mi trabajo, y tal como van las cosas, si no nos sale pronto algo estaremos en la ruina y ni siquiera tendremos nada que vender.

– ¿Tan mal está? -preguntó, como si no le importara lo más mínimo.

Después de todo no era su empresa.

– Hay posibilidades. Yo quiero hacer la restauración y seguir trabajando en Penbury Manor.

– ¿Pero y la horrible compañía que va a construir sobre el jardín de rosas?

Jane frunció el ceño. Puede que para él fuera gracioso, pero no para ella.

– No he tenido otro remedio -contestó defendiéndose-. Tenemos algunos pequeños trabajos ahora, pero cuando se acaben no tenemos nada más. Odio la idea de arruinar Penbury Manor, pero significa trabajo seguro por un tiempo.

Lyall la miraba con una expresión singular.

– Entonces, ¿por el momento sigues atada a Penbury? Por lo menos no puedes decir que no hayas tenido oportunidad de escapar, ¿no?

De repente, diez años parecieron borrarse.

– Vayámonos de aquí -Lyall había dicho muchos años antes-. Podemos ir a Londres, a América, a cualquier parte. Hay un mundo ancho y grande fuera de Penbury, Jane. Lo descubriremos juntos -las palabras sonaban entre ellos como si las hubiera vuelto a decir. Jane miró desesperadamente a la carretera mojada que había delante.

– Quizá así no haya cometido ningún error.

– ¿Es así como lo ves?

– Sí -contestó con firmeza sin mirarlo, intentando olvidar todas las noches solitarias que había pasado imaginando los lugares que podía haber visitado, y las cosas que podía haber hecho si se hubiera ido con Lyall cuando él se lo había pedido.

– Lo que importa es que seas feliz -comentó Lyall con ligereza.

– Exactamente -dijo, aliviada de que él no insistiera.

– ¿Lo eres?

– ¿El qué?

– Feliz.

– Sí, gracias -repitió con los dientes apretados. ¡Lyall se creía que había estado triste todos aquellos años!-. Soy muy feliz, tremendamente feliz de hecho.

– ¿Aparte del hecho de que tu empresa esté al borde de la ruina? -quiso saber Lyall, con un tono de burla en la voz.

– Estaba pensando en lo personal, más que en lo profesional -contestó Jane con una mirada fría.

– Entonces, ¿por qué no te has casado? En el pub se dice que estás saliendo con un abogado de Starbridge llamado Eric o algo así.

– Alan -corrigió Jane.

Lyall la miró.

– ¿Por eso eres tan tremendamente feliz?

– Es una de las razones -aclaró, sin ser enteramente sincera. De todas maneras, no dolería a Lyall saber que había muchos hombres que la habían hecho mucho más feliz de lo que él la hizo nunca.

– ¿Por qué no te casas entonces con él, si sois tan felices juntos?

– Eso no es asunto tuyo -dijo, intentando parecer tranquila.

– ¿Todavía demasiado miedosa como para comprometerte? -preguntó, y Jane se puso rígida.

– ¡Tiene gracia que eso me lo digas tú a mí!

– Yo elegí no comprometerme -apuntó Lyall-. Y no hago creer que alguna vez lo haré. Tú, por el contrario, sueles hablar mucho sobre compromiso, pero cuando llega el momento no quieres dar el paso, ¿no es así?

La cara de Jane se oscureció al recordar que no se había ido con él cuando él se lo había pedido. ¿Había de verdad olvidado a Judith y la terrible discusión que tuvieron antes de que se fuera?

– Tengo mis razones -le recordó.

– Sí. El problema es que son equivocadas.

Fue un alivio llegar por fin a Penbury. Era un pueblecito tradicional del condado de Cotswold, con un pub, una tienda estrecha con un despacho de correos en una de las esquinas, y una iglesia del siglo XIV con un enorme tejo en la entrada. Alrededor de esos tres focos se levantaban las casitas de piedra gris, mientras que las casas nuevas se localizaban en las afueras.

Lyall no pareció darse cuenta de la vista. Seguía mirando la cara de Jane.

– Ven y tomemos algo -sugirió, señalando al pub.

– No puedo, prometí ir a visitar a la señorita Partridge.

– ¿Entonces más tarde? -la frialdad había desaparecido, y los ojos azules brillaban como antes, y su sonrisa era tan seductora como siempre había sido.

Jane se cerró dentro de su caparazón. Lyall siempre había pensado que todo lo que tenía que hacer para conseguir las cosas era sonreír. Había funcionado siempre, pero en esos momentos no iba a funcionar.

– No creo.

– ¿Por qué no?

– Nos hemos dicho todo lo que teníamos que decir después de diez años. Creo que lo más sensato sería dejarlo todo como está -entonces, Jane cometió la estupidez de mirarlo, Lyall estaba sonriendo.

– Jane -dijo, de una manera en que sólo él era capaz de decir, con un tono entre risueño y cariñoso, como una caricia-. ¡Sigues siendo la chica sensata, no has cambiado nada! -se acercó y la acarició la mejilla-, pero gracias por traerme.

Lyall se marchó, la puerta del pub osciló y se cerró detrás de él, y Jane se quedó mirando a la lluvia perpleja, con el corazón invadido por los recuerdos y las mejillas ardiendo por el roce de sus dedos.

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