EN el mundo de Natalia, todos sabían que era princesa aunque intentara disfrazarse. Y lo había intentado. Sobre todo, para que no la compararan con otras princesas más recientes y famosas. Además, le gustaba sorprender a la gente. Era una afición un poco rara, pero le divertía.
En los Estados Unidos, sin embargo, era una don nadie.
Pero no debía importarle porque, según Amelia Grundy, que había sido su niñera y ahora era su amiga, y sus dos hermanas, una princesa no pierde nunca la compostura en público.
Ya la había perdido suficientes veces en un solo día, así que decidió controlarse. Además, era mucho más fácil y divertido dedicarse al guapísimo vaquero que tenía sentado al lado.
No era políticamente correcto, pero la princesa Natalia Faye Wolfe Brunner de Grunberg no era conocida precisamente por seguir las normas impuestas. Nunca lo había hecho. No por fastidiar sino porque le costaba tener que sacrificarse. No lo hacía ni por nadie ni por nada y le iba bien así. Su familia la adoraba aunque fuera vestida de cuero y con sombras de ojos llamativas. De vez en cuando, no obstante, se vestía en plan princesa cursi para darles gusto y listo.
Pero aquel día… aggg. Acababa de llegar de Europa, después de un vuelo que había durado prácticamente un día, y le había chocado mucho la falta de educación de los estadounidenses en los aeropuertos. Rezó para que solo fuera en los aeropuertos porque, de lo contrario, aquella visita iba a resultar muy desagradable.
¿No le había advertido Amelia que en aquel país no había más que centros comerciales horteras, estrellas de Hollywood y vaqueros del salvaje Oeste?
La verdad era que a Natalia le encantaban estos últimos y hasta sus dos hermanas le decían que veía demasiadas películas de Clint Eastwood.
Tal vez fuera cierto, pero le encantaban. Obviamente, sabía que los nombre estadounidenses no iban a caballo ni llevaban pistolas en la cadera, pero estaban muy guapos vestidos así.
Para guapos, el vaquero que tenía a su lado. Con sombrero Stetson, por supuesto. ¡Y le había agarrado la mano! Qué detalle tan bonito, ¿verdad? No se le había ocurrido nunca que aquellos tipos tan duros pudieran tener un lado tan amable. Lo miró de reojo y pensó que era una pena que Hollywood no lo hubiera descubierto.
– No lleva pistola, ¿verdad? -le preguntó.
Tim se levantó el sombrero.
– ¿Está borracha?
– No, claro que no -contestó. Otra cosa que las princesas no hacían en público: pasárselo bien-. Era solo curiosidad. ¿Lleva pistola o no?
Se volvió a tapar la cara con el sombrero. Una pena porque tenía unos rasgos impresionantes. Era como el hombre de Marlboro, pero sin cigarrillo. Bronceado, curtido, atractivo y con un cuerpazo de morirse.
– Me la he dejado en casa -contestó-. Con el caballo que habla -añadió bostezando e intentando estirarse un poco.
Todo sin soltar en ningún momento la mano de Natalia. Nunca le había gustado demasiado que la tocaran, pero aquello era diferente. Aquel hombre de camiseta azul marino y vaqueros desgastados era para derretirse.
Ella también tenía vaqueros, pero prefería el cuero porque llamaba más la atención. Le encantaba llamar la atención. Hasta el punto que su madre la había tenido que llevar al médico para ver si le sabían decir por qué. Lo único que había conseguido su pobre madre habían sido unas facturas exageradísimas. Nada más. Si le hubiera preguntado a ella, se lo habría dicho tranquilamente: necesitaba llamar la atención tanto como respirar.
Por eso estaba allí, sola, en su primer viaje sin ayudantes. Iba a una boda de una amiga de la realeza en representación de su familia. Quería dejarles bien por una vez, pero no había contado con los nervios.
Y allí estaba, entre el vaquero adormilado y una mujer de 150 kilos que no paraba de roncar.
«Por Dios, que me peguen un tiro si algún día me quedo así dormida en público», pensó mientras se daba cuenta de que tenía unas ganas horribles de ir al baño.
– Perdón -susurró.
La mujer abrió un ojo a regañadientes.
– Estaba dormida -dijo.
– Ya lo he visto, pero tengo que ir al servicio.
– ¿Al servicio?
¿Dónde habían dejado la clase aquellos estadounidenses? Natalia señaló la puerta de los baños.
– Ah, al retrete -dijo la gorda suficientemente alto como para que la oyeran en China-. Tiene que hacer pis. Bueno, hombre, haberlo dicho. ¿Qué pasa? ¿Las princesas no pueden decir la palabra pis?
– ¿Me deja salir, por favor?
– Claro, claro -contestó la mujer levantándose-. Que Dios me libre de no hacer esperar a Su Majestad.
Una vez en el «retrete», Natalia se miró en el espejo y vio que estaba pálida y cansada. Se mojó la cara, pero lo único que consiguió fue mojarse el pelo y parecer la novia de Frankenstein. Estupendo.
Cuando se sentó de nuevo en su asiento, el vaquero se levantó el sombrero y abrió un ojo. Un ojo verde. Un increíble ojo verde. La miró y se volvió a cerrar.
A diferencia de la demás gente que conocía, el vaquero no había dicho nada de su maquillaje, sus joyas o su ropa.
– ¿Hemos llegado ya?
– No.
– Hmm.
El vaquero se arrellanó en su asiento y al hacerlo le dio con el brazo. Natalia se quedó anonadada porque ni le pidió perdón, como habría hecho cualquier persona por el mero hecho de haberla rozado.
¡Ni la miró!
Natalia no dijo nada. La verdad es que los hombres estadounidenses eran unos maleducados, pero tremendamente guapos.
– ¿Me está mirando mientras duermo? -dijo el vaquero con voz ronca.
Natalia se apresuró a apartar la mirada.
– Claro que no.
– Claro que sí.
Ya, no. Aunque le fuera la vida en ello, estaba decidida a no volver a mirarlo. De hecho, ni siquiera iba a mirar por la ventana, no se fuera a creer que lo estaba mirando a él. Giró la cabeza hacia el otro lado y se encontró con la mujer gorda roncando de nuevo.
Suspiró y se quedó mirando al frente con una pose todo lo real y tranquila que pudo. Consiguió aparentar calma incluso cuando el avión entró en una nube de turbulencias.
¿Hubiera sido demasiado pedir que la agarrara otra vez de la mano, por favor?
El avión aterrizó a su hora y al salir la tripulación se burló de ella, especialmente Fran.
– Despídanse de Su Majestad -bromeó haciendo reír a Tim.
«Muy gracioso», pensó Natalia mirándolo a los ojos.
Se apresuró a salir de allí. Tenía que encontrar la próxima puerta de embarque en aquel tremendo aeropuerto. ¿Dónde estaba exactamente? Ah, sí, en Dallas, Texas, donde las mujeres llevaban el pelo exageradamente ahuecado y los hombres lucían hebillas más grandes que…
Bueno, mejor no hacer comparaciones.
No estaba dispuesta a encontrarse de nuevo con la historia del overbooking, así que se dirigió a toda prisa a la terminal B, pero iba tan contenta de que todo el mundo la mirara que se equivocó y apareció en la C.
No estaba dispuesta a perder el vuelo, así que se puso a correr con aquellas botas, que eran muy bonitas, pero, desde luego, no estaban diseñadas para correr el maratón.
No había llegado aún y ya estaba toda sudada y con la respiración entrecortada.
«Me tengo que poner en forma», pensó haciendo una parada para no ahogarse.
– Eh, quítese de en medio -le gritó el conductor de un cochecito de golf.
¡Un cochecito de golf!
– Menos mal -dijo intentando subirse-. Lléveme a la puerta… -se interrumpió para consultar la tarjeta de embarque…
– No la llevo a ningún sitio -dijo el hombre.
– ¿Cómo? Usted no sabe quién soy yo, ¿verdad?
– Me importa un bledo. A mí, como si es usted Santa Claus -contestó el hombre-. Esto es solo para pasajeros mayores -concluyó alejándose y dejándola allí con cara de boba.
No había alternativa. A correr otra vez. Consiguió llegar a la puerta de embarque dos minutos antes de que saliera el vuelo.
Se apoyó sobre el mostrador incapaz de hablar. La azafata la miró sin misericordia mientras golpeaba el mostrador varias veces con el bolígrafo.
– ¿Puedo… embarcar? -consiguió decir con una gran sonrisa. Por si acaso.
– Lo siento, pero el vuelo ha sido cancelado a causa de las condiciones climatológicas.
– ¿Qué?
– Hay una terrible tormenta en Nuevo México.
– Pero si es precisamente allí donde tengo que ir.
– Sí, usted y doscientas personas más.
Muy bien, había llegado el momento de sacar el móvil y llamar a casa. Sí, seguro que su padre y Amelia la sacarían de aquel horror. Aquel pensamiento la llenó de satisfacción. Amelia era su Mary Poppins privada y sus hermanas y ella ya habían asumido hacía tiempo que cuando su niñera estaba cerca ocurrían cosas extrañas que no tenían explicación.
Amelia siempre percibía cuándo la necesitaban sus niñas y seguro que aquella vez no habría sido diferente.
Le diría «ya te lo dije» mil veces porque Amelia, que olía los problemas a distancia, no había querido que Natalia viajara sola, pero daba igual. Cualquier cosa con tal de arreglar aquella situación.
– No hay vuelo hasta mañana -le informó la azafata.
– ¿Mañana?
– Mañana.
Natalia sintió deseos de golpearse la cabeza contra el mostrador y ponerse a llorar, pero, por supuesto, no lo iba a hacer.
– ¿Y mi equipaje?
– Lo encontrará en su destino final.
– ¿Está usted de broma?
La mujer ni sonrió.
– No está de broma.
– Bromear no forma parte de mi trabajo -le aseguró la azafata.
Natalia negó con la cabeza.
– Esto no puede estar sucediendo.
– Le sugiero que consulte el horario de autobuses.
– ¿Autobuses?
– Autobuses.
Autobuses.
Sí, efectivamente, había un horario de autobuses fuera y allí fue donde se encontró Natalia tres cuartos de hora después. Bajo el ardiente sol, con un calor sofocante y esperando al autobús.
«En los autobuses no dan de comer», pensó mientras se quitaba la cazadora de cuero. «Ni hay azafatas ni bolsitas de cacahuetes».
Menos mal que le habían dicho que sí que había «retrete».
Gracias a Dios.
Lo malo era que se estaba muriendo de hambre.
Como estaba un poco rellenita, no pasaba nada porque se saltara una comida.
«Como estoy rellenita, tengo buenos pechos», se recordó.
Claro que tener buenos pechos daba igual porque se había pasado la vida con carabina.
«Ahora, no», se dijo.
Sonrió. Estaba sola, lo que siempre había querido. Tenía que conseguir que su familia se sintiera orgullosa de ella. Costara lo que costara.
La vida le parecía maravillosa y sabía que era una privilegiada, pero quería ver qué había más allá de las fiestas de beneficencia.
No solo verlo sino probarlo.
Difícil con dos hermanas, guardaespaldas, niñera, un pueblo entero y un padre protector. Menos mal que había conseguido volar sola. Aquello iba a ser una aventura. Bueno, ir a la boda de la hija de la mejor amiga de su madre no era precisamente una gran aventura, pero ya era algo. Aunque su hermana mayor, Andrea, también iba a ir, Natalia había conseguido ir por su cuenta. A su padre no le había encantado la idea, pero había acabado cediendo. No sin antes repetirle hasta la saciedad que tuviera cuidado y que llamara a menudo.
Natalia se moría de ganas por ver a su hermana mayor, que era un chicazo, vestida de forma femenina en la boda. En ese momento, restalló un trueno y la hizo dar un respingo. Ojalá cualquiera de sus hermanas estuviera allí. Sería divertido que la pequeña Lili, que tenía veintitrés años, hubiera podido ir con ella, pero tenía sus responsabilidades y habían quedado en encontrarse en Taos.
Inmediatamente, un relámpago iluminó el cielo. Oh, oh, aquello no era buena señal. Natalia abrazó el teléfono y se preguntó si no sería hora de llamar a casa. Solo porque estarían preocupados, claro.
Un trueno y un relámpago más fueron suficientes para que marcara el número a toda velocidad.
– Cuéntamelo todo -dijo la voz de Amelia.
– ¿Y si no hay nada que contar? -contestó Natalia.
– Natalia, cariño, tú siempre tienes algo que contar. Suéltalo ya. Sé que estás bien, eso seguro.
– Sí, estoy bien -dijo mirando al cielo-. Muy bien, la verdad -añadió para que no hubiera dudas-. Estoy perfectamente -tartamudeó ante otro trueno.
– Hmm.
Hubo un silencio. Obviamente, Amelia estaba esperando a que lo soltara todo, pero Natalia consiguió morderse la lengua.
– Ya sabes que, si nos necesitas, estamos aquí.
– ¿Quieres decir si la fastidio?
– Las princesas no hablan así, señorita -le reprendió Amelia-. Si necesitas algo, lo que sea, ya sabes que solo tienes que llamarme.
Claro que lo sabía y la reconfortaba mucho.
Sintió un nudo en la garganta al darse cuenta de lo mucho que la quería. Precisamente porque ella también quería mucho a los suyos tenía que hacer bien su papel para que se sintieran orgullosos. Y si, de paso, podía tener aventuras, mejor.
– Natalia, ya sé que querías pasar una semana sola, pero es mucho tiempo para alguien como tú. No pasa nada por que lo reconozcas.
– ¿Lo dices porque no tengo experiencia en el mundo real?
– Si necesitas algo…
– No necesito nada -contestó Natalia-. Amelia, tú me entiendes, ¿verdad?
Necesitaba oírselo decir.
– Sí, cariño -contestó Amelia en tono cariñoso-. Te entiendo. Sé que quieres demostrarte a ti misma y a todos los demás que puedes hacerlo. Sé que lo vas a hacer fenomenal. Lo único que te pido es que no pierdas la cabeza.
– Sin problema. Nos vemos pronto.
– Hasta luego, cariño.
Natalia abrazó el teléfono contra el pecho después de haber colgado.
– ¿Tiene hora?
Natalia dio un respingo ante la voz de un joven de unos veinte años que parecía estar muerto de hambre. Era alto, iba mal vestido y la miraba con ojos picaruelos.
Oh, oh. Sintió que se le aceleraba el corazón. ¿Por qué no le habría dicho a Amelia dónde estaba?
Porque podía hacerse cargo de la situación, exacto. Además, aunque pareciera una locura, estaba segura de que Amelia sabía perfectamente dónde estaba. No hacía falta que se lo dijera.
– ¿La hora? Sí, claro… -contestó mirando el reloj -. Son las tres y… ¡Eh!
El muchacho había aprovechado para agarrar la bolsa de viaje, la cazadora de cuero y el bolso e intentaba irse corriendo.
– De eso nada, guapo -le dijo -. Esto es… mío.
– ¡Suelta! -gritó el muchacho.
Natalia sintió que el miedo se tornaba ira.
– No pienso permitir que te lleves mis cosas, sinvergüenza -insistió Natalia.
– Pienso robarte todo.
– ¡Eso es lo que tú te crees!
El chico la miró tan sorprendido que a Natalia le entraron ganas de reírse.
– Se supone que tendrías que tener miedo -le dijo-. Grita, llora, lo que sea, pero no te defiendas. ¿No has dado clases de defensa personal? ¡Siempre dicen que no hay que defenderse!
– No pienso acobardarme. Pienso defenderme, ¿sabes? ¡Suelta!
Tras un buen forcejeo, Natalia perdió el equilibrio y el chico se fue con todas sus pertenencias. No sin antes sonreírle en la cara en señal de triunfo.
Natalia quedó tendida en el suelo, sin nada.
Ni siquiera orgullo.