Capítulo 9

Mac se quedó por fin dormido cuando empezaba a amanecer y Sam se levantó y salió al balcón para contemplar cómo el sol se elevaba sobre las montañas del horizonte. Ni siquiera aquella belleza sublime, las sombras amarillas y rojas que tenían un cielo cada vez más azul, pudieron captar su interés. A cada momento, miraba al hombre que dormía.

Mac había querido hablar, pero ella no se lo había permitido. No le quedaba más remedio. Habían compartido una semana, siete días increíbles y que nunca podría olvidar. ¿Podría haber más? No le había dejado hablar, así que no lo sabía. Y no podría saberlo hasta que solucionase sus problemas personales.

Pero, gracias a él, se sentía preparada para hacerlo. Él la había enseñado a encontrar a la mujer que era de verdad. Una mujer que no sabía que existía.

Se había pasado la vida buscando algo que nunca estaba a su alcance, y lo había hecho primero complaciendo a sus padres y después con Tom. Jamás había antepuesto sus propias necesidades, y sin darse cuenta había llegado a ser una mujer vacía e insatisfecha. Cuando su madre le pidió que prometiera que se ocuparía de su padre, pensó que por fin se había ganado su aprobación, pero se equivocaba. Lo que ocurría era que ella siempre les había pedido más de lo que eran capaces de dar.

Pero ahora no era ya una niña necesitada desesperadamente de afecto. Cuando su padre llegó al borde del desastre, intentar evitarlo, sacrificarse por él fue algo que todo el mundo aceptó como natural en ella. Ni siquiera ella misma se lo cuestionó. Hasta que Mac le mostró todo a lo que iba a renunciar.

Tanto era lo que le debía a Ryan Mackenzie que jamás podría pagárselo. Y no sólo por darle la semana de pasión que buscaba, o el amor que necesitaba, sino por obligarla a enfrentarse a sí misma.

Y habiéndolo hecho, llegó a una conclusión: no podía casarse con Tom.

Si le daba la espalda a la mujer que había descubierto, se estaría traicionando a sí misma. Peor aún, traicionaría a Mac y al tiempo que habían pasado juntos. Y Sam nunca haría algo así. Respetaba demasiado a Mac para tirar todo lo que le había dado, y su regalo más importante había sido el respeto por sí misma. Había aprendido que no podía venderse por nada; ni siquiera por su padre.

¿Y qué pasará con él?, le preguntó una voz interior. ¿Cómo vas a darle la espalda? No eres responsable de las acciones de tu padre, Sam. Esas eran las palabras que Mac le había dicho, y tenía razón. No puedes renunciar al resto de tu vida porque él esté teniendo problemas con la suya. En eso también tenía razón. Y tenía que haber otro modo de solucionarlo. Aconséjalo, quédate a su lado y ayúdalo si puedes. Juntos los dos, podrían encontrar la salida, y ambos saldrían más fuertes tras la experiencia.

El estómago se le hizo un nudo al contemplar la perspectiva que le aguardaba. Un prometido humillado, un padre que se siente traicionado, y a engrosar las listas del desempleo. Porque no le cabía la menor duda de que Tom, en calidad de jefe, la pondría de patitas en la calle al romper su compromiso. ¿Y después?

Tom se buscaría otro trofeo que lucir del brazo y otra analista que la reemplazara. En cuanto a su padre, hablaría con sus médicos para saber si estaba en condiciones de volver a trabajar. Podían mudarse también. De ese modo escaparían de la ira de Tom y de la pérdida de estatus y dignidad. Y su padre terminaría por perdonarla. Tenía que ser así.

Y en cuanto a Mac… jamás querría a alguien como le quería a él, y si él no quería seguir unido a ella para siempre, tendría que seguir adelante sola, porque no iba a conformarse con menos.

Volvió a entrar a la habitación, preparó el equipaje y se detuvo junto a la cama una vez más. Aunque pensaba volver, no sabía qué podía esperarla entonces. Detestaba marcharse así, pero no le quedaba más remedio. Tenía demasiadas cosas que resolver en su vida, y si se quedaba, la tentación de acurrucarse de nuevo en sus brazos, declararle su amor y no volver a enfrentarse al mundo exterior sería demasiado fuerte.

Y por otro lado, hasta que no se hubiese liberado de su compromiso, no tenía derecho a preguntarle nada.

Se agachó y le besó en la boca por última vez.

– Te quiero -susurró.

Él cambió de postura, pero no se despertó. ¿Lo entendería cuando se despertase, o la odiaría por escabullirse así? Una lágrima le rodó por la mejilla, pero se obligó a recoger la bolsa y salir. Al menos sabría dónde encontrarlo cuando estuviese preparada.


Dejarla marchar era lo más duro que Mac había hecho en toda su vida. Pero no tenía derecho a retenerla cuando ella deseaba tanto marcharse. Se incorporó en la cama y gimió. Había presentido el momento en el que salía de la habitación y después había oído cerrarse la puerta del bar y el sonido del motor de su coche al alejarse. Estaba confuso y en conflicto consigo mismo.

– Yo también te quiero -dijo en voz baja como respuesta al susurro que él no debería haber oído.

Pero Samantha se merecía hacer las cosas a su manera, al igual que él había decidido cómo revelarle la verdad sobre sí mismo.

Se levantó, descolgó el auricular y marcó un número de teléfono.


Un vestíbulo al aire libre recibió a Sam al entrar en The Resort. Todo estaba lleno de plantas, y la decoración era a base de sillas con aspecto de ser muy cómodas y mesas de cristal cuya base eran réplicas de tambores indios. Dejó el equipaje en el suelo y un botones se hizo cargo de él.

– ¿Puedo ayudarla en algo?

Un conserje joven, que no debía tener más de veinte años, la recibió con una sonrisa.

– Me llamo Samantha Reed. Formo parte de la conferencia financiera que empieza mañana por la mañana -miró el reloj e hizo una mueca-. Supongo que mi habitación no estará preparada hasta dentro de un buen rato, pero he pensado que quizá pudiese al menos dejar el equipaje.

Tanta prisa se había dado para salir del bar antes de que se despertase Mac que no iba a tener donde alojarse hasta después de unas horas. Y además, tenía un hambre tremenda.

– También querría saber dónde está el restaurante.

El joven levantó la mirada del ordenador y volvió a sonreír.

– Lo tenemos todo dispuesto para usted, señorita Reed. Su habitación ya está preparada.

Sam parpadeó sorprendida.

– Han debido tener poco trabajo esta mañana para tener ya la habitación lista.

– Eh… sí. Es que varias personas se han marchado antes de lo previsto.

Y siguió tecleando información en el ordenador.

Mientras esperaba, miró a su alrededor. El ambiente del hotel resultaba muy agradable, decorado como estaba en beis, tostado y blanco. Exactamente el mismo esquema de colores de su casa ideal. La casa ideal que había compartido con Mac. Tenía ganas de llorar.

– Señorita Reed -la llamó el conserje, arrancándola de sus recuerdos-, si es tan amable de firmar aquí… -Sam firmó y el joven le entregó una tarjeta a modo de llave.

– Habitación 315 A. Tome el ascensor del fondo y el botones le llevará el equipaje en un momento. El restaurante está una planta más abajo y ya está abierto. Si necesita algo más, no dude en llamar.

– Gracias de nuevo… -se inclinó sobre el mostrador para leer su nombre en la chapa que llevaba sobre el pecho-… Joe. Una cosa más. ¿Se ha registrado ya el señor Tom Webber?

El conserje tecleó el nombre en el ordenador.

– Sí. Anoche. Dejó esto para usted.

– Gracias.

Era una invitación para un cóctel que la empresa organizaba aquella misma noche en el hotel, y una nota manuscrita en la que decía que pasaría por su habitación para recogerla quince minutos antes. Así podrían hacer su entrada juntos, del brazo. Una interpretación perfecta, parte de sus obligaciones como futura esposa. ¿Sería mejor hablar con él antes o después del cóctel? Sólo con pensarlo, se ponía enferma.

Miró de nuevo el reloj. Era demasiado pronto para despertar a su prometido, por mucho que desease acabar cuanto antes con aquella situación. Lo mejor sería hablar con su padre, que siempre se levantaba temprano. Se merecía ser el primero en conocer su decisión.

Su habitación estaba al final de un corredor elegantemente decorado. Unos apliques de madera tallados a mano lo iluminaban. Si no interpretaba mal las señales, aquel piso era el de la piscina, pero su habitación estaba en la dirección contraria.

Sin previo aviso, las puertas de las habitaciones empezaron a separarse hasta que ya no quedaron. Cuando llegó a la 315 A, descubrió que también había una 315 B. Seguramente estarían comunicadas, y sintió un nudo en el estómago.

Ojalá Tom no se hubiera hecho ilusiones respecto a la intimidad que iba a compartir con su prometida. Hasta el momento se había contentado con darle la mano en los actos públicos, y esperaba que eso no hubiera cambiado.

Insertó la tarjeta y abrió la puerta de su habitación. De su suite, mejor dicho. Aquello era una residencia de verdadero lujo. No faltaba absolutamente nada. La estancia era muy amplia, con una cocina en un rincón y una zona de estar en otro. Sofás, mesas, teléfono, vídeo y una enorme pantalla de televisión.

Tenía que tratarse de un error.

La curiosidad pudo más que ella y decidió recorrer aquellos dominios antes de dar cuenta de la confusión. Una puerta entreabierta daba al cuarto de baño. Echó un vistazo. Mármol en tonos tostados, y no la cerámica al uso en cualquier hotel, cubría el piso, las paredes, las encimeras y el borde del jacuzzi, además del interior de la cabina de ducha con todos los accesorios imaginables.

Vaya… Mac y ella disfrutarían al máximo de un lugar como aquél. Recordar su primer encuentro en la vieja bañera de su apartamento le provocó un calor sofocante. Cómo lo echaba de menos…

Tanto lujo era impresionante, pero se habría sentido más feliz en casa de Mac, simplemente por la compañía. Sin él, todo aquel lujo no significaba nada.

Había dos puertas más. Una daría seguramente al dormitorio y la otra, al de su prometido. Aquella idea la hizo estremecerse. No se oía ningún ruido. Si Tom estaba allí, seguía durmiendo.

Descolgó el teléfono y llamó a recepción para explicarle la situación a Joe.

– Le aseguro que no hay ningún error, señorita Reed.

– He estado en muchas conferencias, Joe, y le aseguro que mi empresa no alquila habitaciones como ésta para sus empleados.

– Déjeme comprobarlo -oyó su tecleo en el ordenador-. Tiene usted razón.

– Lo sabía.

– Es que ha habido un cambio.

– ¿Por cortesía de quién? -preguntó, aunque ya sabía la respuesta, y no iba a quedarse allí.

– Un momento, por favor. Déjeme comprobarlo.

Tal y como estaban las cosas en aquel momento, tendría que pagarse sus propios gastos, y desde luego no podía permitirse una habitación como aquélla. Era más, tendría que controlar estrechamente su economía hasta que encontrase un nuevo trabajo.

– ¿Señorita Reed? El cambio es por cuenta de la casa -le informó Joe.

– ¿Está seguro? Pero por qué…

– Lo siento, pero he de dejarla. Ha surgido una cuestión muy urgente. Si desea hacer más preguntas, pásese por recepción más tarde.

Y colgó.

Al menos ahora sabía que Tom no estaba en la habitación de al lado. Ella también colgó. Con fuerza.

Si aquella habitación no era gracias a Tom, entonces ¿a quién? ¿Y por qué?

Una llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos.

– Botones -dijo una voz.

Genial. Ahora iban a llevarle el equipaje y salir de allí iba a resultarle todavía más difícil. Aceptó el equipaje, le dio una propina al botones y volvió a llamar a recepción. Joe insistió en que todo estaba en orden, rechazó sus argumentos y la informó de que no había habitaciones individuales disponibles.

– ¿Qué otra cosa podría salir mal? -exclamó tras colgar de nuevo.

Intentó ponerse en contacto con su padre, y tuvo que contentarse con dejarle un mensaje en el contestador pidiéndole que la llamara, y a pesar de lo temprano de la hora, llamó a la operadora y pidió que la pusieran con la habitación de Tom Webber. Un buzón con la voz de Tom, otra de las maravillas de aquel hotel, la informó de que había salido con unos clientes pero que se vería con todo el mundo aquella misma noche en la recepción.

Sam se dejó caer en el sofá con un suspiro. La confesión iba a tener que posponerse y tendría que bajar a recepción para intentar de nuevo el cambio de habitación.

Menudo día… Para colmo, sabía que podía haberlo pasado con Mac si no hubiera sido tan testaruda y tan… Sonó el teléfono.

¿Diga?

– Hola, Sammy Jo.

El corazón empezó a latirle a toda prisa.

– ¿Mac? ¿Eres tú?

Qué pregunta más tonta.

– No sé que haya nadie más que te llame Sammy Jo, aparte de Zee, y está fuera dándole cera a mi coche.

– ¿Que está dándole cera a tu coche? ¡Pero si tiene ochenta años, Mac! ¿Quieres que le dé un ataque?

– Era una broma, Samantha.

– Ah -se rió, aunque tuvo que limpiarse una lágrima traidora-. Nadie me llama Sammy Jo excepto tú.

– Cierto. Y no lo olvides.

No estaba enfadado. Lo habría percibido en su tono de voz.

– Mac…

– ¿Qué ocurre, cariño?

– Yo… me alegro de que hayas llamado -hizo una pausa-. Y siento haberme marchado así esta mañana. Pero es que tengo cosas muy importantes que hacer aquí y no sabía cómo decirte adiós, y ahora me arrepiento porque podríamos haber estado un poco más de tiempo juntos, y no sé si estás enfadado. Tienes todo el derecho a estarlo, claro, pero yo…

– Ya estás balbuceando -la interrumpió.

Sam sonrió y se le imaginó a él también sonriendo. La tensión que había tenido en el pecho desde que le dejara aquella mañana se alivió.

– Lo sé.

– Porque estás nerviosa.

– Sí.

– Yo puedo solucionarlo, ya sabes.

Su tono de voz le provocó un escalofrío.

– ¿Cómo? -le preguntó, apretando el auricular.

– Confía en mí, cariño.

– Confío en ti.

Aquella admisión tan sencilla le llegó muy adentro, y Mac se recostó contra la almohada. Ojalá no estuviera solo y pudiera hacer algo más que contentarse, con oír su voz por teléfono.

Pero tenía que trabajar en el bar y no podía pedirle ayuda a Zee. Sabía que había pensado ir a visitar la tumba de su mujer, así que hasta que Bear volviese, estaba solo.

«Piensa, Mac».

– Bueno, preciosa… relájate y cuéntame dónde estás.

Ella suspiró.

– En mi habitación.

Él se echó a reír.

– Lo sé. Te he llamado yo, ¿recuerdas? Descríbela.

– Bueno, ha habido un error, y ahora mismo estoy en una suite. Es increíble. Los colores son de ensueño. ¿Te acuerdas del sueño que te conté?

Como si pudiera olvidarlo… Un hogar, niños… Estaba feliz en su hotel, ocupando la habitación en la que vivía su hermana antes de que se casara y se fuese a vivir a otro lugar.

– Tendrías que ver el baño.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Es precioso, y tiene un jacuzzi.

Su tono de voz había bajado y recordó la primera vez que la vio, sucia del desierto pero irresistible.

– Y una ducha de masajes -añadió.

Mac gimió, y se la imaginó en su propia bañera, desnuda, relajada y rodeada de espuma…

– ¿Estás ahí?

– Sí -carraspeó-. ¿Has desayunado ya?

Tenía que cambiar de conversación si no quería perderse.

– Todavía no, y me muero de hambre -pronunció aquella última palabra con una entonación especial-. ¿Y tú? ¿Tienes hambre?

«No sabes hasta qué punto», pensó. Pero no de comida. Miró el reloj. Un par de horas más y aquella charada terminaría.

– ¿Qué planes tienes? -le preguntó.

– Tengo que asistir a un cóctel, que es obligatorio, y después tengo que ocuparme de… un asunto personal.

Y en ese momento, él podría estar ya en el hotel y manteniendo el control de la situación. Hasta entonces tendría que seguir ocultándole la verdad, y lo había preparado todo con Joe, su empleado más nuevo pero más entusiasta, prometiéndole una gratificación si se las arreglaba para tratar a Sam como a una princesa. Una princesa que no tenía ni idea de quién la había puesto en el trono.

Ese sería trabajo suyo.

– ¿Y tú?

– Lo de siempre.

– Me gusta. Ojalá pudiera estar contigo.

«Y lo estarás, cariño. Lo estarás».

– Tengo que prepararlo todo antes de que Bear llegue.

– Al final no he podido conocerlo.

Su tono le hizo un agujero en el corazón.

– En algún otro momento.

– Sí -aunque le fastidiaba dejarla con la sensación de que las cosas entre ellos eran inciertas, no tenía otra opción. El teléfono no era el medio adecuado para aquellas revelaciones.

– Tengo que irme, cariño.

– De acuerdo. Hasta luego, Mac.

Esperó a que ella hubiese colgado para hacer lo mismo, entró en el baño y se dio una buena ducha de agua fría.

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