Capítulo 3

Sam limpió la mesa y se guardó en el bolsillo la propina que habían dejado junto al vaso. Había ocupado el puesto de Theresa y se había acomodado sin dificultad al nuevo ritmo. No se le daba del todo mal hacer de camarera. Las cosas iban allí, en general, más despacio que a lo que ella estaba habituada, de modo que no le costó demasiado trabajo y pudo disfrutar de charlar con los clientes; incluso le pareció que a ellos también les gustaba hablar con ella.

– Eh, preciosa, una más en la mesa del rincón.

Sam elevó al cielo la mirada. ¿De dónde sacaría Zee tanta energía, cuando la suya se estaba apagando a marchas forzadas? Pasó detrás de la barra por una ronda más del licor secreto de Zee.

– ¿Qué tal vas?

El corazón le dio un brinco al oír aquella voz. Menos mal que los pies no le hicieron lo mismo.

– Bien -contestó, volviéndose a mirar a Mac.

– Tenías los pies destrozados después del paseo -contestó, mirando las zapatillas de lona que llevaba puestas.

Le sorprendía que se preocupase por ella. Necesitaba una camarera si no quería tener que cerrar el local antes de la hora, y sin embargo había mandando a Theresa a su casa y ahora estaba preocupado por sus pies… los pies de una mujer a la que acababa de conocer.

Era todo suavidad detrás de un exterior duro, y eso le gustaba. Puede que incluso demasiado.

– Dile a los chicos que ésta es la última ronda.

Estuvo a punto de besarlo de alegría, pero con el bar lleno de gente y su último encuentro bien fresco en la cabeza, descartó la idea. Mientras recogía varias de las mesas que habían ido quedando vacías, tuvo la sensación de que alguien la observaba, y la sensación de cosquilleo en la nuca creció hasta que con tan sólo pensar en Mac, los sentidos se le sobrecargaron.

Por fin cerró la puerta tras el último cliente de la noche. Sin volverse, oyó el sonido de los taburetes que se colocaban sobre la barra. Mac debía estar preparándolo todo para limpiar. No podía volverse a mirarlo, no con las emociones a flor de piel tras la forma en que le había atacado en la trastienda.

– Y aún menos habiendo accedido a pasarme una semana metida en su cama -murmuró en voz alta.

El bar había estado tan lleno que excepto en las ocasiones en las que había necesitado pedirle instrucciones y en las que sus miradas se habían cruzado, no había ocurrido nada personal entre ellos en el resto de la noche. Aunque, si se quedaba, tendría que mirarlo a los ojos más tarde o más temprano.

¿A quién pretendía engañar? Si se quedaba, haría mucho más que mirarlo a los ojos. Y eso era precisamente lo que buscaba, ¿no?

Era más, ya tenía la prueba fehaciente de que podía proporcionarle todo eso y más. Pero, aunque se había tomado su tiempo para reaccionar, la conciencia estaba empezando a hacérselo pasar mal.

No quería a Tom, y lo de casarse con él había sido poco menos que un chantaje, pero ella se tomaba los compromisos en serio y echarse en brazos de un hombre estando comprometida con otro la molestaba más de lo que quería admitir, aunque no lo bastante para hacerla cambiar de opinión. Y esa decisión tenía más que ver con Mac que con su necesidad de aventuras. Quería pasar esa semana con aquel hombre en particular, no con cualquier otro.

Tom nunca lo sabría, y si por casualidad llegaba a saberlo, sólo podría sentirse herido en su orgullo. Ambos representarían un papel delimitado en la vida del otro. Ella sería un trofeo que lucir del brazo y él le proporcionaría el dinero suficiente para sacar del atolladero a su padre. Ella era la única que no ganaba nada con aquel trato.

– Excepto el hecho de que ha sido lo que me ha conducido hasta ti -murmuró en voz baja, y miró a Mac, que estaba de espaldas a ella. A pesar de ser un hombre fuerte y confiado en sí mismo, seguramente no le haría ninguna gracia saber que técnicamente pertenecía a otro hombre.

Se rozó el dedo anular con la otra mano. No le gustaba pensar en sí misma en términos de pertenencia, pero sabía que ésa era precisamente la visión que muchos hombres tenían del mundo. Pero como a Mac no iba a volver a verlo una vez transcurriera aquella semana, no debía permitir que nada se interpusiera en aquella oportunidad.

– Sammy Jo, tráeme una ronda más antes de que Hardy me lleve a casa.

Sam suspiró. Jamás debería haberle dicho a Zee que podía llamarla por aquel ridículo nombre.

– ¿Sammy Jo?

– Samantha Josephine -explicó Zee-. Si se quiere conocer a una mujer, hay que hacerle las preguntas precisas.

– Sammy Jo -repitió Mac, apoyado en el palo de una fregona, observándola, y Sam tuvo la sensación de que estaba recordando mucho más de lo que había en aquel momento ante sus ojos-. Sammy Jo -repitió en un tono mucho más seductor-. Eso sí que me gusta.

Y en sus labios, a ella también le gustaba.

– Lo siento, Zee, pero por hoy ya no puedo más.

No podía con un vaso más, aunque fuera de agua, sin que le explotase la vejiga. Aunque Zee le caía bien y disfrutaba con su compañía, ya bastaba por una noche.

Con una sonrisa miró a Zee y le sobrevino un hipido.

Mac se echó a reír y Zee sonrió.

– Ya te dije que no podría aguantar mi ritmo. Buenas noches a todos. Mañana nos vemos.

Y salió del bar con su conductor pisándole los talones.

Mac cerró de nuevo la puerta y echó el cerrojo. A partir de aquel momento, siempre asociaría el sonido de una cerradura con aquel lugar y aquella noche.

– Solos por fin -suspiró, y con una sonrisa se ajustó la gorra de béisbol-. Ven aquí… Sammy Jo.

Sus ojos brillaban con un deseo irrefrenable y ella sintió que el corazón le estallaba en el pecho. Caminó hacia él, hipnotizada por el calor que emanaba de sus ojos y cómo conseguía hacerla arder sólo con mirarla.

Sin más preámbulo, Mac tomó su cara entre las manos y la besó. Esperaba algo exigente, intenso, parecido a como se habían besado antes, pero la ternura con que la besó, acariciando sus labios dulcemente con la lengua hasta que sintió deseos de gritar… para eso no estaba preparada. Cuando se separó, Sam no podía controlar la respiración, así que no lo intentó.

– ¿Y esto, por qué ha sido? -le preguntó.

– Porque me parecías insegura y quería que recordases por qué.

No necesitó preguntar a qué se refería. Pero antes de que pudiese decir nada, él la rodeó por la cintura y la hizo sentarse en uno de los pocos taburetes que todavía quedaban colocados, levantó uno de sus pies, le quitó la zapatilla y le dio un suave masaje a través del calcetín.

Ella apoyó la espalda en la barra y suspiró.

– ¡Qué maravilla!

– Se me ocurre un montón de cosas que seguro que te gustarían más, pero algo me dice que esto es lo que más necesitas.

– Sabes mucho de alguien a quien acabas de conocer.

– Eres fácil de descifrar.

Sam se obligó a abrir los ojos.

– No sé si me gusta cómo suena eso.

Porque él no era ni mucho menos fácil de descifrar, lo cual le otorgaba ventaja a él. Pero no quería pensar más, sino concentrarse en las sensaciones que partían de sus pies, ya que Mac le había quitado la otra zapatilla y se ocupaba ya de sus dos pies y de las pantorrillas.

– Me has sorprendido esta noche -comentó él.

– ¿Te refieres a que no estás acostumbrado a que te ataquen las mujeres?

Él se echó a reír.

– Me refería a que me hayas ayudado en el bar. Necesitaba desesperadamente que alguien me echase una mano y tú lo has hecho. Te lo agradezco.

Había ido ascendiendo con las manos y llegaba ya a sus muslos. Sam sintió cierta tensión, pero con el masaje fue perdiéndola poco a poco.

– Puedo pagarte el salario de Theresa -dijo.

– Ya se lo has pagado a ella -le recordó.

– Porque su familia necesita el dinero y a Bear no le importará. Pero tú no tienes por qué trabajar gratis. No es mucho, pero…

Sam era incapaz de concentrarse en otra cosa que no fuera en sus manos, la piel de sus muslos y la dirección que estaban tomando. Pero aun a través del deseo, la imagen del hombre que era Mac se consolidaba ante sus ojos. Una persona especial, sensible… suyo durante el tiempo que durase la estancia, si ella quería que fuera suyo. Y lo quería.

A cambio, Mac necesitaba saber qué quería de él, y eso no incluía dinero.

– No quiero tu dinero, Mac.

Él murmuró algo entre dientes, pero había alcanzado el borde de su falda y no podía confiar en haber oído bien.

– ¿Por qué no? Te lo has ganado.

– No acepto que me paguen por las cosas que disfruto haciendo, y he disfrutado ayudándote.

– Estoy seguro de que has recogido un buen pellizco en propinas -comentó.

– No se me ha dado nada mal para ser mi primera noche -sonrió.

– Eres toda una mujer, Sammy Jo -bromeó, justo en el momento en que sus dedos le rozaban las bragas. Ante aquel primer contacto íntimo, Sam gimió suavemente.

– ¿Es ésta tu forma de mostrar gratitud? -le preguntó, intentando mantener la calma, pero no lo consiguió porque él estaba moviendo sus dedos con increíble precisión.

– No, cariño. Lo estoy haciendo porque a ti te gusta y yo disfruto con ello.

Sam experimentó una tremenda desilusión cuando Mac retiró la mano, pero ver que le temblaba al apoyarla sobre su muslo fue un pequeño consuelo. No estaba sola en aquel torbellino de deseo.

– Pero te quiero bien despierta y participando, y no agotada después de haber trabajado tanto en el bar.

Y la besó en los labios antes de volver a ponerle las zapatillas.

– Sube tú. Yo iré cuando haya terminado de recoger.

Sam parpadeó varias veces. Le costaba trabajo comprender por qué estaba tan excitada que temía explotar. Podía intentar seducirlo, pero no quería que la primera vez fuese en el bar.

A pesar de su inexperiencia, había conseguido llegar hasta allí, y no le importó que él tomase las riendas. Además, al empezar a subir las escaleras se dio cuenta de que Mac tenía razón: estaba agotada. A él le iba a tomar un buen rato terminar de recoger, así que tendría tiempo suficiente para descansar.


Mac subió a todo correr el último peldaño de la escalera. ¿Cuándo había sido la última vez que había invitado a una mujer a compartir su cama? Bueno, aquélla no era exactamente su cama, pero como si lo fuera. Porque no sólo le gustaba lo que había visto, sino lo que sabía hasta aquel momento de ella. No era ni egoísta ni codiciosa, sino considerada y generosa, y no sólo con él sino con Zee y el resto de clientes habituales, que le habían comentado lo mucho que les gustaba aquella nueva camarera. Había encajado a la perfección, aunque se apostaría hasta su último dólar a que era la primera vez que servía mesas en toda su vida.

Entre los dos generaban una combustión tan instantánea y espontánea que era difícil creer que se conocían hacía un par de horas. Al abrir la puerta, entró en una habitación iluminada por velas. Unas velas blancas y grandes palpitaban en la oscuridad.

Miró directamente a la cama para descubrir qué otras sorpresas lo esperaban. Samantha se había tumbado sobre la colcha totalmente vestida, se había abrazado a una almohada… y se había quedado profundamente dormida.

La luz de las velas iluminaba su rostro, su delicado perfil, los pómulos marcados, los labios carnosos. Labios que quería volver a probar, pero eso era algo que no iba a ocurrir en aquel momento, a juzgar por el ritmo pausado de su respiración, lo cual no era malo del todo, teniendo en cuenta que se había prometido a sí mismo tomarse las cosas con calma y analizar más detenidamente los sutiles signos que dejaba entrever. No los evidentes, como aquellas velas.

Se tumbó junto a ella en la cama y apartó un mechón de pelo de su mejilla. Ella suspiró suavemente y se acurrucó contra él. Era interesante comprobar cómo se acercaba instintivamente a él aun estando totalmente indefensa. El corazón le dio un vuelco.

Dormida parecía aun más perdida de lo que le había parecido al entrar en el bar. A juzgar por las molestias que se había tomado en preparar aquella seducción, le daba la impresión de que consideraba aquel encuentro sexual como la solución a algún problema. Sería demasiado fácil sucumbir a la tentación y aceptar lo que le ofrecía. Si lo hacía, no volvería a verla.

Mac no sabía cómo había llegado a sentir esa certidumbre, pero así era, y perder a Samantha antes de haber podido llegar a conocerla no era una opción. No era que él fuese un caballero de brillante armadura en busca de damas en apuros a las que rescatar, pero quería proteger a aquella mujer. Quería ocuparse de ella, y prefería no cuestionarse por qué. Tenía una semana para averiguarlo.


Cuando se despertó a la mañana siguiente, Mac se dio cuenta de que apenas había dormido. ¿Cómo iba a poder dormir teniendo el cuerpo de Samantha pegado al suyo y su mano puesta en una erección matinal que no tenía nada que ver con la hora del día y sí con la mujer tumbada a su lado?

Con buenas intenciones o sin ellas, se había ido la noche anterior a la cama deseándola, y se había despertado deseándola aún más, pero como ella seguía durmiendo profundamente, decidió levantarse. No pudo evitar mirarla una vez más. Se había movido hasta su lado de la cama y se había abrazado a una almohada. A su almohada. Y que el cielo se abriera sobre su cabeza si no daba la impresión de que aquella cama era el lugar en el que debía estar.

Mac movió la cabeza. Una ducha fría acabaría con el problema, al menos por el momento. Y también le despejaría la cabeza para enfrentarse a aquella semana con Samantha.


Sam esperó a que la puerta del cuarto de baño se cerrara para abrir los ojos. Un maravilloso olor le llenó a la nariz al mismo tiempo que el sonido del agua al correr llegó a sus oídos. El olor de Mac. La ducha de Mac. El mismo Mac que había evitado aquella mañana tras despertase teniendo en la mano su… su… ni siquiera podía pensar en la palabra, y mucho menos pronunciarla.

Se obligó a incorporarse y miró a su alrededor. El sol se filtraba por las persianas y las velas que encendiera la noche anterior o se habían consumido o las habían apagado. Miró el despertador de la mesilla. Había dormido más allá de las siete de la mañana, que era su hora habitual para levantarse. Mucho más. Tendría que acostumbrarse, al menos durante aquella semana. Mientras estuviera con Mac.

Miró otra vez a su alrededor e hizo una mueca. Se había quedado dormida antes de que él subiera y, como resultado, tenía ante las narices un intento fallido de seducción, y teniendo en cuenta que había notado su erección, esperaba que tomase él la iniciativa, pero no había sido así.

Apartó la ropa de la cama y se levantó. Si podía vestirse y salir del apartamento antes de que él terminase de ducharse, podría disponer de algo de tiempo para pensar. La cabeza siempre le funcionaba mejor al aire libre, y con el aire fresco y los espacios abiertos de Arizona encontraría la mejor forma de enfrentarse a un hombre como Mac.

Sacó de la maleta un vestido de flores color crema y melocotón y lo dejó sobre la cama. El ruido del agua al caer se seguía oyendo, al igual que una música que provenía también del baño.

Así que le gustaba ducharse con música, se dijo, sonriendo. Ya sabía una cosa más sobre él. Además, compartían los mismos gustos musicales y, moviendo las caderas al ritmo del country, se sacó la camisa por la cabeza.

El ruido de una puerta al abrirse la sorprendió y sin pensar se dio la vuelta para encontrarse frente a Mac, desnudo de cintura para arriba y cubriéndose tan sólo con una toalla.

– Tienes ritmo -le dijo con una sonrisa.

– La ducha sigue corriendo -fue lo único que se le ocurrió decir mientras se ponía roja como la grana.

– Es que me había olvidado de la maquinilla de afeitar -explicó, y al tiempo que él abría las puertas del armario, ella se lanzó por su ropa. Aquel hombre estaba destinado a verla siempre en sus peores momentos, pensó apresurándose a ponerse el vestido, y una vez vestida, se volvió de nuevo hacia él.

Mac la miraba con una expresión indefinible, en cuyo fondo brillaba algo inconfundible: deseo.

– ¿Tienes ya todo lo que necesitas? -le preguntó, tragando saliva y sonriendo. Tuvo mucho cuidado en no bajar la mirada hacia sus caderas.

– Ni mucho menos -murmuró.

Ella se humedeció los labios. No sabía cómo contestar a una cosa así.

– Como ya te has levantado, he pensado que puedo invitarte a desayunar. No hay nada que merezca la pena en el frigorífico.

Ella parpadeó varias veces, sorprendida por la intimidad de la situación. Estaban compartiendo la rutina de una mañana cualquiera y manteniendo una conversación estando los dos a medio vestir… ¡y eran extraños!

Por otro lado, y a pesar de que era cierto que se habían conocido el día anterior, no tenía la sensación de que Mac fuese un extraño. Se sentía demasiado cómoda en su presencia, demasiado segura en sus brazos.

No estaba segura de ser capaz de comer absolutamente nada, pero alejarse del bar y de aquella habitación le pareció una idea excelente.


No llevaba sujetador. A no ser que se lo hubiera puesto en el par de minutos que la había dejado sola. Mac apretó el volante entre las manos. La sorpresa de aquella mañana seguía estando muy fresca en su mente. Había salido del baño para encontrarse a Samantha medio desnuda, iluminada por la luz del sol y con el pelo suelto y cayéndole a la espalda. Todas sus buenas intenciones habían estado a punto de abandonarlo en aquel mismo instante, de modo que salir a desayunar fuera le había parecido la mejor forma de poner a remojo la tensión sexual que crecía entre ellos. Pero se equivocaba.

Iba sentada a su lado, llevando puesto el vestido con el que se había apresurado a cubrirse, y él no podía dejar de pensar en sus pechos, tal y como los había visto antes de que pudiera taparse. Incluso en aquel momento, conduciendo entre campos, no podía pensar en otra cosa.

Pero tenía que darle espacio. Quería disfrutar de aquella semana, pero no iba a poder seguir conteniéndose si ella le tentaba a cada segundo. Incluso sus más leves movimientos lo excitaban.

– ¡Mac, para!

Pisó a fondo el freno y casi se atravesaron en la carretera. Menos mal que transitaban por una carretera secundaria que apenas se usaba.

– Vaya… no creía que fueses a tomártelo tan al pie de la letra.

– Cuando alguien grita yendo en coche, uno se imagina que o se ha mareado o… bueno, no importa. ¿Cuál es la emergencia?

– ¿Qué pueblo es ése de allí? -preguntó, señalando hacia la derecha. Unos tejados pintados en una amplia variedad de rosa, verde y tostado se elevaban contra el cielo azul.

– Es un pueblecito que se llama Cave Cove. Un sitio para turistas con muñecas indias, camisetas, turquesas y otras tonterías de ésas que a los del este os gusta llevaros de recuerdo.

Él no solía comprar allí, pero su madre y su hermana siempre se llevaban algo cada vez que iban a verlo.

Puso la primera con intención de continuar hacia su destino cuando ella apoyó la mano en su brazo.

– ¿Podríamos pasar primero por allí?

– Si quieres un centro comercial, hay uno en Scottsdale.

Un lugar que él odiaba, pero que soportaría por ella.

– ¿Uno de esos centros comerciales enormes, con aire acondicionado, tiendas caras y vendedores agobiantes? No, gracias. De esos ya tengo suficientes en casa.

Seguro. A juzgar por lo que había visto de su equipaje hasta el momento, toda su ropa llevaba etiqueta de diseñadores y era parecida a la que se vendía en The Resort.

Al mirarla la encontró con una mueca de disgusto en la cara. Samantha se vestía bien y con ropa que la sentaba a las mil maravillas, pero no era una adicta a las compras, ni mucho menos.

– ¿Estás segura de que quieres que paremos aquí?

– Me encantaría echar un vistazo. ¿Podemos?

Lo miró y batió las pestañas intentando hacer un movimiento que aún no había perfeccionado.

Él se echó a reír.

– De acuerdo. Daremos una vuelta por las tiendas y luego echaremos un vistazo a los alrededores.

– ¿Crees que seguirán teniendo muñequitas de ésas? Porque querría llevarme una de recuerdo.

– Sí, sí que las tienen.

Lo sabía gracias a la colección de su hermana. Si alguna vez iba con Samantha a Sedona, su madre y su hermana se llevarían a las mil maravillas con ella.

¡Eeeh…! Una cosa era pensar en una relación para toda la vida en abstracto, y otra muy distinta pensar en que Samantha fuese aceptada o no por su familia. Aunque sabía que lo sería. Igual que sabía que Samantha las aceptaría a ellas.

– Este sitio es realmente precioso -comentó, mientras se ponía las gafas de sol en lo alto de la cabeza.

Era un gesto inconsciente y desenfadado, pero para él tan tentador como el más erótico.

– Sí que lo es -aquella zona formaba parte de su ser casi como su misma sangre.

– Emana una paz muy especial. No hay rascacielos, ni humo, ni tráfico, ni bocinas…

– Completamente distinto a Nueva York, ¿eh?

– Sí. Aunque no vivo allí. Sólo trabajo. Voy todos los días desde New Jersey.

– ¿Por qué?

Sam miró por la ventana. Las montañas eran el telón de fondo para una gran variedad de cactus y otras plantas, y al ver el sol como una bola de fuego en el cielo azul, movió despacio la cabeza.

– Pues no lo sé. Nací y me crié allí, así que simplemente sigo estando allí. Además, para los consejeros financieros es el mejor lugar de trabajo. ¿Y tú?

– Yo nací aquí.

– Entonces, tu familia también vivirá en Arizona, ¿no?

Él asintió.

– Mi madre, mi hermana, mi cuñado y un sobrino de seis meses.

No le gustaba pensar en él como en un hombre con familia, con gente que lo quería y que se preocupaba por él. Eso le hacía demasiado real, demasiado inolvidable.

– ¿Y tú? ¿Tienes familia?

– Sólo estamos mi padre y yo.

Mac asintió.

– ¿Qué ocurrió?

– Mi madre murió hace un par de años… y…

– ¿Y? -insistió cuando ella se quedó en silencio.

– Mi padre no lo ha superado. Es agente de bolsa y trabaja para una de las firmas más importantes dé la ciudad.

Y claro, Sam, en busca de la aprobación de sus padres, había decidido estudiar economía para emular a su padre y que se sintiera orgulloso de ella. Nunca había llegado a estar segura de haber alcanzado su objetivo, así que había sido un alivio que terminase por gustarle el trabajo que había elegido.

Suspiró.

– Primero descuidó a sus clientes y después intentó compensarlos. Yo no lo he sabido hasta hace muy poco, pero durante el año pasado estuvo haciendo inversiones de alto riesgo y perdió un montón de dinero. Varios de sus clientes le dieron el trabajo a otras firmas, y lógicamente el jefe de mi padre no está nada satisfecho. Tanto su vida personal como la profesional están hechas un desastre. Cuanto peor iban las cosas, más tiempo se pasaba limitándose a observar de brazos cruzados el mercado… -de pronto, se echó a reír, y le miró ladeando la cabeza-. Es fácil hablar contigo, ¿sabes?

– Entonces, continúa -contestó, apoyando una mano en su brazo.

– ¿Estás seguro de querer escuchar?

Mac la miró a los ojos.

– Lo estoy.

– Está prácticamente en bancarrota. Debería haberlo visto venir, pero no lo vi -y teniendo en cuenta la solución que iba a tener que adoptar, ojalá lo hubiera visto-. Estaba tan ocupada con mi propia vida y mi propio trabajo que no me di cuenta de lo que estaba pasando, y para cuando lo hice, no sólo estaba seriamente endeudado, sino que había perdido la mayoría de sus clientes más importantes.

Mac tomó su mano y la apretó.

– No puedes controlar su vida por él.

– No, pero es que no estoy segura de que él sea capaz de hacerlo. En un principio pensé que se iba a tratar solamente de un lapso de tiempo marcado por el dolor, pero ahora simplemente creo que se está haciendo mayor y menos meticuloso, más despistado incluso. Si yo le hubiera prestado más atención…

– Tú no eres responsable de las acciones de tu padre.

Ella arqueó las cejas. Si supiera…

– Le prometí a mi madre que cuidaría de él -le explicó.

El problema era que su madre se la había imaginado teniendo que enseñarle a manejar la lavadora, y no renunciando a su propia libertad para asegurarse de que su padre no perdiera su casa o su puesto en la comunidad.

– Además, siempre he hecho lo que se esperaba de mí -añadió en voz baja. Siempre había buscado la aprobación de sus padres… y su afecto, y había encontrado ambos cuando su madre murió. Quería a su padre e iba a ayudarlo, pero el único modo de hacerlo iba a costarle casi la vida.

– Lo entiendo bien -dijo Mac-. Yo le hice a mi padre la misma clase de promesa.

Demasiado real. Demasiado inolvidable. Sam inspiró profundamente. Aquella mañana habría sido el momento perfecto para escapar, antes de llegar a conocerlo, antes de que llegara a gustarle.

Pero como ya era demasiado tarde para eso, decidió que también quería contar con su comprensión.

– Así que eres consciente de hasta qué punto una promesa puede cambiarte la vida…

Se detuvo antes de que pudiese revelar demasiado. Sería muy peligroso.

Aquella semana no era real. Era una pequeña porción de tiempo que les pertenecía a Mac y a ella; una porción de tiempo en la que no tenía cabida su vida real. Porque por mucho que llegase a gustarle, por mucho que pudiese llegar a sentir por él, tendría que marcharse. Por doloroso que fuera.

Como si supiera que la conversación había terminado y aceptando su silencio, volvieron a tomar la carretera, pero no soltó su mano.

– Siento lo de tu madre -le dijo con la mirada al frente-. Y sé que te va a ser duro encontrar una solución a los problemas de tu padre. Has de estar a su lado, aconsejarlo y ayudarlo si puedes. Pero no olvides que no puedes renunciar a tu vida porque él tenga problemas con la suya.

Si él supiera… se volvió hacia la ventana. Era incapaz de mirarlo. Aunque sabía que se marchaba a la semana siguiente, no tenía ni idea de lo definitivo que iba a ser aquel adiós.

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