Él es el que conoce el misterio y el testimonio.
El Corán
Era Miércoles de Ceniza y con la puntualidad de lo eterno un viento árido y sofocante, como enviado directamente desde el desierto para rememorar el sacrificio del Mesías, penetró en el barrio y revolvió las suciedades y las angustias. La arena de las canteras y los odios más antiguos se mezclaron con los rencores, los miedos y los desperdicios de los latones desbordados, las últimas hojas secas del invierno volaron rundidas con los olores muertos de la tenería y los pájaros primaverales desaparecieron, como si hubieran presentido un terremoto. La tarde se marchitó con la nube de polvo y el acto de respirar se hizo un ejercicio consciente y doloroso.
De pie, en el portal de su casa, Mario Conde observó los efectos del apocalíptico vendaval: las calles vacías, las puertas cerradas, los árboles vencidos, el barrio como asolado por una guerra eficaz y cruel, y se le ocurrió pensar que tras las puertas selladas podían estar corriendo huracanes de pasiones tan devastadores como el viento callejero. Entonces sintió cómo empezaba a crecer dentro de él una ola previsible de sed y de melancolía, también avivada por la brisa caliente. Se desabotonó la camisa y avanzó hacia la acera. Sabía que el vacío de expectativas para la noche que se acercaba y la aridez de su garganta podían ser obra de un poder superior, capaz de moldear su destino entre la sed infinita y la soledad invencible. De cara al viento, recibiendo el polvo que le roía la piel, aceptó que algo de maldito debía de haber en aquella brisa de Armagedón que se desataba cada primavera para recordarles a los mortales el ascenso de un hijo de hombre hacia el más dramático de los holocaustos, allá en Jerusalén.
Respiró hasta notar cómo sus pulmones se hundían, cargados de tierra y hollín, y cuando estimó haber pagado una cuota de sufrimiento a su desvelado masoquismo, regresó al abrigo del portal y terminó de quitarse la camisa. La sensación de sequedad en la garganta era entonces mucho mayor, mientras la certeza de la soledad se había desbocado y resultaba más difícil de localizar en algún rincón de su cuerpo. Fluía indetenible, como si le corriera por la sangre. «Eres un cabrón recordador», siempre le decía su amigo, el Flaco Carlos, pero era inevitable que la Cuaresma y la soledad lo hicieran recordar. Aquel viento ponía a flotar las arenas negras y los desperdicios de su memoria, las hojas secas de sus afectos muertos, los olores amargos de sus culpas con una persistencia más perversa que la sed de cuarenta días en el desierto. Me cago en la ventolera, se dijo entonces, pensando que no debía darle más vueltas a sus melancolías porque conocía el antídoto: una botella de ron y una mujer -mientras más puta mejor- eran la cura instantánea y perfecta para aquella depresión entre mística y envolvente.
Lo del ron podía ser remediable, incluso dentro de los límites de la ley, pensó. Lo difícil era combinarlo con esa mujer posible que había conocido tres días antes y que le estaba provocando aquella resaca de esperanzas y frustraciones. Todo comenzó el domingo, después de almorzar en casa del Flaco, que ya no era flaco, y de comprobar que Josefina estaba en tratos con el Diablo. Solamente aquel carnicero de apodo infernal podía propiciar el pecado de gula al que los lanzó la madre de su amigo; increíble pero cierto: cocido madrileño, casi como debe ser, explicó la mujer cuando los hizo pasar al comedor donde ya estaban servidos los platos de caldo y, circunspecta y desbordada de promesas, la fuente de carnes, viandas y garbanzos.
– Mi madre era asturiana, pero siempre hacía el cocido a la madrileña. Cuestión de gustos, ¿no? Pero el problema es que además de las patas de puerco saladas, el pedazo de pollo, el tocino, el chorizo, la morcilla, las papas, las verduras y los garbanzos, lleva también judías verdes y un hueso grande de rodilla de vaca, que fue lo único que me faltó conseguir. Aunque así sabe bien, ¿no? -preguntó, retórica y complacida, ante el asombro sincero de su hijo y del Conde, que se lanzaron sobre la comida, asintiendo desde la primera cucharada: sí, sabía bien, a pesar de las ausencias sutiles que Josefina lamentaba.
– De puta madre, rediez -dijo uno.
– Oye, deja para los demás -advirtió el otro.
– Coño, ese chorizo era el mío -protestó el primero.
– Me voy a reventar -admitió el otro.
Después de aquel almuerzo inimaginable se les cerraban los ojos y les pesaban los brazos, en una clamorosa petición orgánica de una cama, pero el Flaco insistió en sentarse frente al televisor para hacer el postre con el doble juego de pelota. El equipo de La Habana, por fin, estaba jugando una temporada como se debía, y el olor de la victoria lo arrastraba tras cada partido de su equipo, incluso cuando sólo lo trasmitían por radio. Seguía el destino del campeonato con una fidelidad que sólo podía dispensar alguien como él, terriblemente optimista, aun después de haber ganado por última vez en el año ya remoto de 1976, cuando hasta los peloteros parecían más románticos, sinceros y felices.
– Yo me voy pal carajo -dijo entonces el Conde, al final de un bostezo que lo removió-. Y no te hagas ilusiones para morir de desengaños, salvaje: al final esta gente la caga y pierden los juegos buenos, acuérdate del año pasado.
– Yo siempre lo he dicho, bestia, me encanta verte así: entusiasmado y con esa alegría… -Y lo señaló con el índice-. Eres una cabrona tiñosa. Pero este año sí ganamos.
– Bueno, allá tú, no me digas después que no te lo advertí… Es que además tengo que escribir un informe para cerrar un caso y todos los días lo dejo para mañana. Acuérdate que soy un proletario…
– No jodas, tú, que hoy es domingo. Mira, chico, mira, hoy pichean Valle y el Duque, esto es pan comido… -dijo y lo interrogó con la mirada-. No, mentira, tú vas a hacer otra cosa.
– Ojalá -suspiró el Conde, que odiaba la placidez de las tardes de domingo. Siempre le pareció que la mejor metáfora de su amigo escritor Miki Cara de Jeva era afirmar que alguien es más maricón que un domingo por la tarde, lánguido y calmado-. Ojalá -repitió y se colocó detrás del sillón de ruedas en que vivía su amigo desde hacía casi diez años y lo condujo hasta el cuarto.
– ¿Por qué no compras un pomo y vienes por la noche? -le propuso entonces el Flaco Carlos.
– Salvaje, estoy sin un medio.
– Coge dinero de la mesita de noche.
– Oye, que mañana tengo trabajo temprano -intentó protestar el Conde, pero vio la ruta marcada por el dedo conminatorio de su amigo señalando el sitio del dinero. El bostezo se le ligó con la sonrisa y supo entonces que no había defensa posible: mejor me rindo, ¿no?-. Bueno, no sé, deja ver si vengo por la noche. Si consigo el ron -luchó todavía, procurando salvar algo de su dignidad acorralada-. Voy abajo.
– No compres mofuco, tú -le advirtió Carlos y el Conde, ya en el corredor, le gritó:
– ¡Orientales campeón! -Y corrió para no oír los insultos que se merecía.
Salió al vapor del mediodía con la balanza en la mano y los ojos como vendados. Soy justo, pensó, sopesando el deber y las necesidades perentorias de su cuerpo: el informe o la cama, aunque sabía que el veredicto ya estaba decretado en favor de una siesta tan madrileña como el cocido, se decía cuando doblaba la esquina en busca de la Calzada del 10 de Octubre, pero antes de verla la presintió.
Aquel experimento casi nunca fallaba, cuando subía a una guagua, cuando entraba a una tienda, al llegar a una oficina, incluso en la penumbra de un cine, el Conde lo practicaba y le complacía verificar su efectividad: un sentido recóndito de animal adiestrado siempre guiaba sus ojos hacia la figura de la mujer más hermosa del lugar, como si la búsqueda de la belleza formara parte de sus exigencias vitales. Y ahora aquel magnetismo estético capaz de alertar su libido no podía haber fallado. Bajo el resplandor del sol la mujer relumbró como una visión de otro mundo: el pelo es rojo, encendido, rizado y suave; las piernas son dos columnas corintias, rematadas en los atributos de las caderas y apenas cubiertas por unblue-jean cortado y deshilachado; la cara enrojecida por el calor, medio oculta por las gafas oscuras de cristales redondos, bajo las que exhibía una boca pulposa de gozadora vital y convencida. Boca para cualquier antojo, fantasía o necesidad imaginable. ¡Pero qué buena está, coño!, se dijo. Es como si naciera de la reverberación del sol, caliente y hecha a la medida de unos deseos ancestrales. Hacía tiempo que el Conde no sufría erecciones callejeras, los años lo habían vuelto lento y demasiado cerebral, pero de pronto sintió que en su estómago, justo debajo de las capas proteicas del cocido madrileño, algo se desordenaba y las ondas provocadas por el movimiento se remitían hasta la solidez imprevista que empezó a formársele entre las piernas. Ella estaba recostada contra el guardafangos trasero de un carro y, al fijarse otra vez en sus muslos de corredora sin fondo, el Conde descubrió la razón de su baño de sol en la calle desierta: una goma desinflada y un gato hidráulico recostado al conten de la acera explicaron la desesperación que él vio en su rostro cuando ella se quitó los espejuelos y con una elegancia alarmante se limpió el sudor de la cara. No puedo pensarlo, se exigió el Conde, adelantándose a su pereza y a su timidez, y al llegar junto a la mujer le soltó, con toda su valentía:
– ¿Te ayudo?
Aquella sonrisa podía pagar cualquier sacrificio, incluida la inmolación pública de una siesta. La boca se extendió y el Conde llegó a pensar que no hacía falta el brillo del sol.
– ¿De verdad? -dudó ella un instante, pero sólo un instante-. Salí para ir a echar gasolina, y mira esto -se lamentó, mostrando con sus manos manchadas de grasa la goma herida de muerte.
– ¿Están recios los clanes? -preguntó él, ya por decir algo, y torpemente trató de parecer hábil en el acto de colocar el gato en su sitio. Ella se acuclilló junto a él, en un gesto que deseaba expresar su solidaridad moral, y el Conde vio entonces la gota de sudor que se lanzaba por la pendiente mortal del cuello y se despeñaba entre dos senos pequeños y, sin duda alguna, bien plantados y libres bajo la blusa humedecida por sus transpiraciones. Huele a mujer fatal y saludable, le advirtió al Conde la persistente protuberancia que trataba de disimular entre sus piernas. ¿Quién te viera en esto, Mario Conde?
Una vez más, el Conde pudo comprobar la causa de sus eternos setenta puntos en trabajos manuales y educación laboral. Necesitó media hora para sustituir la rueda ponchada pero en ese tiempo aprendió que los tornillos se aprietan de izquierda a derecha y no al revés, que ella se llama Karina y tiene veintiocho años, es ingeniera y está separada y vive con su madre y con un hermano medio tarambana, músico de un grupo de rock: Los Mutantes. ¿Los Mutantes? Que a la llave de clanes tienes que darle con el pie y que a la mañana siguiente, muy temprano, ella salía en su carro hacia Matanzas con una comisión técnica para trabajar hasta el viernes en la fábrica de fertilizantes, y que sí, muchacho, había vivido toda la vida ahí, en esa casa de enfrente, aunque el Conde llevara veinte años pasando casi todos los días por allí, por esa misma calle, y que una vez leyó algo de Salinger y le parece fabuloso (y él hasta pensó en rectificarla: no, es escuálido y conmovedor). Y también aprendió que cambiar una goma ponchada puede ser una de las tareas más difíciles del mundo.
El agradecimiento de Karina era alegre, total y hasta tangible cuando le propuso que si la acompañaba a echar gasolina lo llevaría hasta su casa, mira cómo te has sudado, tienes grasa hasta en la cara, qué pena, le había dicho, y el Conde sintió que su corazoncito se le agitaba con las palabras de aquella mujer inesperada, que sabía reírse y hablaba muy lentamente, con una dulzura magnética.
Al final de la tarde, después de hacer la cola para la gasolina, de saber que había sido la mamá de Karina la que había atado la hoja de guano bendito en el espejo retrovisor del carro, de hablar algo de automóviles ponchados, del calor y de los vientos de Cuaresma, y de tomar café en la casa del Conde, acordaron que ella lo llamaría en cuanto regresara de Matanzas: le devolveríaFranny y Zooey, es lo mejor que escribió Salinger, le había comentado el Conde, sin lograr contener su entusiasmo, cuando le entregó aquel libro que nunca había prestado desde que pudo robárselo de la biblioteca de la universidad. Bueno, así se veían y conversaban otro rato más. ¿Está bien?
El Conde no había dejado de mirarla un segundo y, aunque reconoció con honestidad que la muchacha no era tan hermosa como había pensado (quizás, en verdad, tenía la boca demasiado grande, la caída de sus ojos parecía triste y estaba algo escasa en el departamento del nalgatorio, reconoció críticamente), quedó impresionado con su alegría decidida y con su capacidad inesperada de levantar, en plena calle, después de almuerzo y bajo un sol asesino, el extremo sin alas ni piernas de su virilidad.
Entonces Karina aceptó una segunda taza de café y llegó la revelación que terminaría de enloquecer al Conde.
– Mi padre fue el que me envició con el café -dijo ella y lo miró-. Tomaba café todo el día, cualquier cantidad.
– ¿Y qué más aprendiste de él?
Ella sonrió y movió la cabeza, como espantando ideas y recuerdos.
– Me enseñó de todo lo que sabía, hasta a tocar el saxofón.
– ¿El saxofón? -casi grita, incrédulo-. ¿Tú tocas el saxofón?
– Bueno, no soy músico ni mucho menos. Pero sé soplarlo, como dicen los jazzistas. A él le encantaba el jazz y tocó con mucha gente, con Frank Emilio, con Cachao, con Felipe Dulzaides, la gente de la vieja guardia…
El Conde apenas la oía hablar de su padre y de los tríos, quintetos y septetos en que había participado ocasionalmente, de descargas en la Gruta, en Las Vegas y en el Copa Room, y ni siquiera necesitaba cerrar los ojos para imaginar a Karina con la boquilla del saxofón entre los labios y el cuello del instrumento bailando entre sus piernas. ¿Será verdad esta mujer?, dudó.
– ¿Y a ti te gusta el jazz?
– Mira…, es una cosa que no puedo vivir sin él -dijo y abrió los brazos, para marcar la inmensidad de aquel gusto. Ella sonrió, aceptando la exageración.
– Bueno, me voy. Tengo que preparar las cosas para mañana.
– ¿Entonces tú me llamas? -y la voz del Conde bordeó la súplica.
– Seguro, en cuanto regrese.
El Conde encendió un cigarro, para llenarse de humo y de valor, al borde de la estocada decisiva.
– ¿Qué quiere decir separada? -soltó de corrido, con cara de alumno poco aventajado.
– Búscalo en un diccionario -le propuso ella, sonrió y volvió a mover la cabeza. Recogió las llaves del auto y avanzó hacia la puerta. El Conde la acompañó hasta la acera-. Muchas gracias por todo, Mario -dijo ella y, después de pensarlo un momento, preguntó-: Oye, pero tú no me has dicho qué cosa tú eres, ¿verdad?
El Conde lanzó el cigarro a la calle y sonrió al sentir que regresaba a terreno seguro.
– Soy policía -dijo y cruzó los brazos, como si el gesto fuera un complemento necesario a su revelación.
Karina lo miró y se mordió levemente los labios antes de decir, descreída:
– ¿De la policía montada del Canadá o de Scotland Yard? Sí, yo lo sabía, tienes cara de mentiroso -dijo, se apoyó en los brazos cruzados del Conde y lo besó en la mejilla-. Adiós, policía.
El teniente investigador Mario Conde no dejó de sonreír incluso después que el Fiat polaco se perdiera en la curva de la Calzada. Regresó a su casa dando brincos de alegría y de presentida felicidad.
Pero todavía era apenas Miércoles de Ceniza, por más que contara y volviera a contar las horas que le faltaban para su nuevo encuentro con ella. Tres días de espera, por lo pronto, ya le habían bastado para imaginarlo todo: matrimonio y niños incluidos, pasando, como etapa previa, por actos amatorios en camas, playas, hierbazales tropicales y prados británicos, hoteles de diversos estrellatos, noches con y sin luna, amaneceres y Fiats polacos, y después, todavía desnuda, la veía colocarse el saxo entre las piernas y chupar la boquilla, para atacar una melodía pastosa, dorada y tibia. No podía hacer otra cosa que imaginar y esperar, y masturbarse cuando la imagen de Karina, saxofón en ristre, resultaba insoportablemente erógena.
Decidido a transarse otra vez por la compañía del Flaco Carlos y de la botella de ron, el Conde volvió a ponerse la camisa y cerró la puerta de su casa. Salió al polvo y el viento de la calle, y se dijo que, a pesar de la Cuaresma que lo enervaba y deprimía, en aquel instante pertenecía a la rara estirpe del policía en vísperas de ser feliz.
– ¿Y no me piensas decir qué coño te pasa, tú?
El Conde apenas sonrió y miró a su amigo: ¿qué le digo?, pensó. Las casi trescientas libras de aquel cuerpo vencido sobre el sillón de ruedas le dolían una por una en el corazón. Le resultaba demasiado cruel hablar de felicidades potenciales a aquel hombre cuyos placeres se habían reducido para siempre a una conversación pasada por alcohol, una comida pantagruélica y un fanatismo enfermizo por el béisbol. Desde que recibiera el tiro en Angola y quedara definitivamente inválido, el Flaco Carlos, que ya no era flaco, se había convertido en un lamento profundo, en un dolor infinito que el Conde asumía con un estoicismo culpable. ¿Qué mentira le digo?, ¿también a él tendré que mentirle?, pensó y volvió a sonreír, amargamente, mientras se veía caminar muy despacio frente a la casa de Karina y hasta detenerse para tratar de vislumbrar, a través de las ventanas asomadas al portal, la imposible presencia de la mujer en la penumbra de una sala cuajada de helechos y malangas de hojas con corazones rojos y anaranjados. ¿Cómo era posible que nunca la hubiera visto, si era una de esas mujeres que se olfatean de lejos? Terminó su trago de ron y al fin le dijo:
– Iba a decirte una mentira.
– ¿Ya te hace falta eso?
– Yo creo que yo no soy lo que tú piensas, Flaco. Yo no soy igual que tú.
– Mira, mi socio, si lo que tú quieres es hablar mierda, me lo dices -y levantó la mano para marcar la pausa que pedía mientras se tomaba otro trago de ron-. Yo me pongo a tono rápido. Pero antes acuérdate de una cosa: tú no eres lo mejor del mundo, pero eres mi mejor amigo en el mundo. Aunque me mates a mentiras.
– Salvaje, conocí a una mujer ahí y creo… -dijo, y miró a los ojos del Flaco.
– ¡Cojones! -exclamó el Flaco Carlos y también sonrió-. Era eso. Así que era eso. Pero tú no tienes cura, ¿verdad?
– No jodas, Flaco, quisiera que tú la vieras. No sé, a lo mejor hasta la has visto, vive aquí al doblar, en la otra cuadra, se llama Karina, es ingeniera, pelirroja, está buenísima. La tengo metida aquí -y se oprimió el entrecejo con un dedo.
– Coñó, pero vas a mil… Aguanta, aguanta. ¿Es jeva tuya?
– Ojalá -suspiró el Conde y exhibió su cara de hombre desconsolado. Se sirvió más ron y le contó su encuentro con Karina, sin omitir un solo dato (toda la verdad, incluido que andaba mal por la retaguardia, sabiendo el valor que para los juicios estéticos del Flaco tenía un buen culo), ni una sola esperanza (incluido el adolescentario espionaje callejero practicado esa noche). Al final siempre le contaba todo a su amigo, por feliz o terrible que fuera la historia.
El Conde vio que el Flaco se estiraba sin alcanzar la botella y se la entregó. El nivel del líquido ya se perdía tras la etiqueta y calculó que aquélla era una conversación de dos litros, pero encontrar ron en La Víbora, a esa hora, podía ser una tarea vana y desesperanzadora. El Conde lo lamentó: hablando de Karina, en el cuarto del Flaco, entre nostalgias tangibles y viejos afiches decolorados por el tiempo, empezaba a sentirse tan sosegado como en los tiempos en que para ellos el mundo giraba sólo alrededor de un buen culo, unas tetas duras y, sobre todo, de aquel orificio imantado y alucinante del que siempre hablaban en términos de gordura, profundidad, población capilar y facilidades de acceso (No, no, compadre, mira cómo camina, si es señorita yo soy un helicóptero, solía decir el Flaco), sin importar mucho a quién pertenecían aquellos claros objetos del deseo.
– Tú no cambias, bestia, ni sabes quién coño es esa mujer, pero ya estás metido como un perro sato. Mira lo que te pasó con Támara…
– No, viejo, no compares.
– No jodas, tú, tú eres… ¿Y de verdad que vive ahí al doblar? Oye, ¿no será un cuento?
– No, viejo, que no. Oye, Flaco, yo tengo que ligar a esa mujer. O la ligo o me mato o me vuelvo loco o me meto a maricón.
– Mejor maricón que muerto -lo interrumpió el otro y sonrió.
– De verdad, salvaje. Tengo la vida hecha un yogur. Me hace falta una mujer como ésa: ni siquiera sé bien quién es, pero me hace falta.
El Flaco lo observó como diciendo: No tienes remedio, tú.
– No sé, pero me da la ligera impresión de que estás hablando mierda otra vez… Cómo te gusta darle vueltas a la manigueta… Tú eres policía porque te sale de los güevos. ¿No te conviene? Renuncia, chico, y al carajo con todo… Ahora, después no vengas a decirme que en el fondo te gustaba joderles la vida a los hijos de puta y a los cabrones. Esa muela sí que no te la voy a aguantar. Y lo que te pasó con Támara ya estaba escrito con sangre, mi socio: nunca en la vida esa jeva fue para tipos como nosotros, así que acaba de olvidarte de ella de una vez y apunta en tu autobiografía que por lo menos te quitaste la picazón y pudiste darle un cuerazo. Y a cagar el mundo, salvaje. Dame más ron, anda.
El Conde miró la botella y lamentó su agonía. Necesitaba oír de boca del Flaco las cosas que él mismo pensaba, y aquella noche, mientras fuera el viento de Cuaresma alborotaba suciedades y muy dentro de él aleteaba una esperanza en forma de mujer, estar en el cuarto de su más entrañable amigo, hablando de lo humano y lo divino, resultaba limpio y alentador. ¿Y qué va a pasar si se me muere el Flaco?, pensó, cortando la cadena que conducía a la paz espiritual. Optó por el suicidio alcohólico: le sirvió más ron a su amigo, vertió otro trago en su vaso y entonces notó que habían olvidado hablar de pelota y oír música. Mejor la música, decidió.
Se puso de pie y abrió la gaveta de los casetes. Como siempre, se alarmó con la mezcla de gustos musicales del Flaco: cualquier cosa posible entre Los Beatles y Los Mustangs, pasando por Joan Manuel Serrat y Gloria Estefan.
– ¿Qué te gustaría oír?
– ¿Los Beatles?
– ¿Chicago?
– ¿Fórmula V?
– ¿Los Pasos?
– ¿Credence?
– Anjá, Credence… Pero no me digas que Tom Foggerty canta como un negro, ya te dije que canta como Dios, ¿verdad? -Y los dos asintieron, sí, sí, admitiendo su más raigal conformidad: el muy cabrón cantaba como Dios.
La botella expiró antes que la versión larga deProud Mary. El Flaco dejó su vaso en el suelo y movió su sillón de ruedas hasta el borde de la cama donde estaba sentado su amigo policía. Colocó una de sus manos esponjosas sobre el hombro del Conde y lo miró a los ojos:
– Ojalá te salgan bien las cosas, mi hermano. La gente buena merece tener un poco más de suerte en la vida.
El Conde pensó que tenía razón: el Flaco mismo era la mejor persona que conocía y la suerte le había vuelto la cara. Pero aquello le parecía inaceptablemente patético y, buscando una sonrisa, le respondió:
– Ya estás hablando mierda, asere. Los buenos se acabaron hace rato.
Y se puso de pie, con intenciones de abrazar a su amigo, pero no se atrevió. Nunca se atrevió a hacer cientos y cientos de cosas.
Nadie se imagina cómo son las noches de un policía. Nadie sabe qué fantasmas lo visitan, qué ardores lo agreden, en qué infierno se cocina a fuego lento -o envuelto en llamas agresivas. Cerrar los ojos puede ser un cruel desafío, capaz de despertar a esas penosas figuras del pasado que jamás abandonan su memoria y regresan, una y otra noche, con la persistencia incansable del péndulo. Las decisiones, los errores, los actos de prepotencia y hasta las debilidades de la bondad regresan como culpas impagables a una conciencia marcada por cada pequeña infamia cometida en el mundo de los infames. A veces me visita José de la Caridad, aquel negro camionero que me rogó, me suplicó, que no lo mandara a la cárcel porque era inocente y yo lo interrogué cuatro días seguidos, tenía que ser él, no podía ser otro que él, mientras él se derrumbaba y lloraba y repetía su inocencia, hasta que lo metí entre rejas a esperar un juicio que lo declararía inocente. A veces regresa Estrellita Rivero, la niña a la que traté de aguantar un segundo antes de que diera el paso fatal y recibiera entre las cejas aquel disparo que el sargento Mateo trató de dirigir a las piernas del hombre que huía. O vienen desde la muerte y el pasado Rafael y Támara, bailando un vals, como hace veinte años, él de traje, ella de largo y de blanco, como la novia que pronto sería. Nada es dulce en las noches de un policía, ni siquiera el recuerdo de esa última mujer o la esperanza de la próxima, porque cada recuerdo y cada esperanza -que un día también será recuerdo- arrastra la mancha grabada por el horror cotidiano de la vida del policía: a ella la encontré mientras investigaba la muerte de su marido, las estafas, las mentiras, los chantajes, los abusos y los miedos de aquel hombre que parecía perfecto desde la altura de su poder; a ella la recordaré, tal vez, por el asesinato de uno, la violación de otra, el dolor de alguien. Son aguas turbias las noches de un policía: con olores pútridos y colores muertos. ¡Dormir!… ¡Tal vez soñar! Y he aprendido una sola forma de vencerlas: la inconsciencia, que es un poco la muerte cada día y es la muerte misma cada amanecer, cuando la supuesta alegría del brillo del sol es una tortura en los ojos. Horror al pasado, miedo al futuro: así corren hacia el día las noches del policía. Atrapar, interrogar, encarcelar, juzgar, condenar, acusar, reprimir, perseguir, presionar, aplastar son los verbos en que están conjugados los recuerdos, la vida toda del policía. Sueño que podría soñar otros sueños felices, construir algo, tener algo, entregar algo, recibir algo, crear algo: escribir. Pero es un desvarío inútil para quien vive de lo destruido. Por eso la soledad del policía es la más temible de las soledades: es la compañía de sus fantasmas, de sus dolores, de sus culpas… Si al menos una mujer con saxofón hiciera su canción de cuna para dormir al policía. Pero, ¡silencio!… Ha llegado la noche. Fuera el viento maldito está quemando la tierra.
Las dos duralginas le pesaban en el estómago como una culpa. El Conde las había tragado con una taza gigantesca de café solitario, después de comprobar que los restos de la última leche comprada era un suero feroz en el fondo del litro. Por suerte, en elcloset había descubierto que aún le quedaban dos camisas limpias, y se dio el lujo de seleccionar: votó por la de rayas blancas y carmelitas, de mangas largas, que se recogió hasta la altura del codo. El blue-jean, que había ido a parar debajo de la cama, apenas tenía quince días de combate después de la última lavada y podía resistir otros quince, veinte días más. Se acomodó la pistola contra el fajín del pantalón y notó que había bajado de peso, aunque decidió no preocuparse: hambre no era, pero cáncer tampoco, qué carajos. Además, salvo el ardor en el estómago todo estaba bien: apenas tenía ojeras, su calvicie incipiente no parecía ser de las más corrosivas, su hígado seguía demostrando valentía y el dolor de cabeza se esfumaba y ya era jueves, y mañana viernes, contó con los dedos. Salió al viento y al sol y casi se pone a maltratar una vieja canción de amor.
Pasarán más de mil años, muchos más,
yo no sé si tenga amor, la eternidad,
pero allá tal como aquí…
Entró en la Central a las ocho y cuarto, saludó a varios compañeros, leyó con envidia en la tablilla del vestíbulo la nueva resolución de 1989 sobre la jubilación y, fumando el quinto cigarro del día, esperó el elevador para reportar ante el oficial de guardia. Alentaba la hermosa esperanza de que no le entregaran todavía un nuevo caso: quería dedicar toda su inteligencia a una sola idea e, incluso, en los últimos días había sentido otra vez deseos de escribir. Releyó un par de libros siempre capaces de remover su molicie y en una vieja libreta escolar, de papel amarillo rayado en verde, había escrito algunas de sus obsesiones, como un pitcher olvidado al que envían a calentar el brazo para tirar un juego decisivo. Su reencuentro con Támara, unos meses atrás, le había despertado nostalgias perdidas, sensaciones olvidadas, odios que creía desaparecidos y que regresaron a su vida convocados por un reencuentro inesperado con aquel trozo esencial de su pasado, con el cual valdría la pena ponerse alguna vez de acuerdo, y entonces condenarlo o absorberlo, de una vez y para siempre. Ahora pensaba que en todo aquello quizás había algún material para armar una historia bien conmovedora sobre los tiempos en que todos eran muy jóvenes, muy pobres y muy felices: el Flaco, cuando todavía era flaco, Andrés empecinado en ser pelotero, Dulci-ta, que no se había ido, el Conejo, claro, sería historiador, Támara, que no se había casado con Rafael y era tan, tan linda, y hasta él mismo, entonces soñaba más que nunca ser escritor y solamente escritor, mientras desde su cama observaba una foto del viejo Hemingway, colgada en la pared, y trataba de descubrir en aquellos ojos el misterio de la mirada con que el escritor desanda el mundo, viendo lo que otros no ven. Ahora pensaba que si alguna vez escribía toda aquella crónica de amor y de odio, de felicidad y de frustración, la titularíaPasado perfecto.
El elevador se detuvo en el tercer piso y el Conde dobló hacia la derecha. Los pisos de la Central resplandecían, recién barridos con aserrín humedecido con luzbrillante, y el sol que penetraba por los altos ventanales de aluminio y cristal pintaba con su claridad recién despertada el largo corredor. Decididamente, aquello estaba tan limpio y bien iluminado que no parecía una central de policía. Empujó la doble puerta de cristales y entró en el salón de la guardia, que vivía a esa hora de la mañana sus momentos más huracanados del día: oficiales que entregaban informes, investigadores protestando contra alguna medida del tribunal, auxiliares que pedían auxilio y hasta el teniente Mario Conde, con un bolero insistente a flor de labios -«De mi vida, doy lo bueno / soy tan pobre qué otra cosa puedo dar…»-, y un cigarro entre los dedos, que al acercarse al buró del oficial de guardia, esa mañana ocupado por el teniente Fabricio, apenas pudo oír:
– Dice el mayor que vayas a verlo. Ni me preguntes que no sé ni cuero y esto hoy está del carajo, y tú sabes que tus casos te los da el jefe, para algo eres su niño lindo.
El Conde miró un instante al teniente Fabricio, parecía realmente aturdido entre papeles, timbres de teléfonos y voces, y se dio cuenta de que las manos le habían empezado a sudar: era la segunda vez que Fabricio lo trataba de aquel modo y el Conde se dijo que no, no estaba dispuesto a soportarle esas zoqueterías. Hacía unos meses, en la investigación de una serie de robos en varios hoteles de La Habana, el mayor Rangel había ordenado que el Conde, después de cerrar un caso, relevara a Fabricio en la investigación. El Conde trató de negarse pero no hubo escapatoria: el Viejo lo había decidido, Esto no se puede demorar más, y él optó por disculparse con el teniente Fabricio, explicándole que no era su decisión. Varios días después, cuando el Conde halló a los culpables de los robos, trató de comentarle a su compañero el destino del caso y Fabricio le dijo: «Me alegro, Conde, seguro que el mayor te va a dar un beso y todo». Y él buscó todas las razones posibles para disculpar la actitud del teniente. Y al final lo había disculpado. Pero ahora una conciencia remota de su origen le recordó que él había nacido en un barrio demasiado caliente y pendenciero, donde no se permitía arriar ni por un momento las banderas de la hombría, so pena de quedarse sin bandera, sin hombría, incluso sin asta: no, no estaba dispuesto a asimilar, a su edad, aquel tipo de respuesta. Levantó un dedo, preparándose para iniciar un discurso, pero se contuvo. Esperó un instante a que el buró quedara vacío y entonces apoyó las manos en el borde y bajó la cabeza hasta la altura de los ojos de Fabricio para decir:
– Si tienes picazón, me avisas. Yo puedo rascarte cuando tú quieras, donde tú quieras y como tú quieras, ¿me oíste? -Y dio media vuelta, sintiendo cómo los puñales salidos de los ojos del otro le cosían la espalda. Pero qué coño le pasa a éste…
Ya me jodío la mañana, se dijo. Ahora no tenía paciencia ni ánimos para esperar el elevador y atacó las escaleras hasta el séptimo piso. Sintió cómo las duralginas volvían a gravitarle en el estómago y pensó que aquella historia iba a terminar mal. Al carajo, se dijo, como él quiera, y entró en la antesala del despacho del mayor Rangel.
Maruchi lo miró y movió la cabeza en gesto de saludo sin dejar de teclear en su máquina.
– ¿Qué hubo, pepilla? -la saludó y se acercó a su mesa.
– Te mandó a buscar tempranito, pero parece que ya tú habías salido -dijo la muchacha, mientras indicaba con la cabeza la puerta de la oficina-. No sé, creo que hay algún lío gordo.
El Conde suspiró y encendió un cigarro. Temblaba cuando el mayor hablaba de líos gordos, que venían de arriba, Conde, hay que apurarse. Pero esta vez no aceptaría sustituir a nadie, aunque le costara el trabajo. Se acomodó la pistola, siempre intentaba escapársele de la cintura delblue-jean, y más ahora que estaba adelgazando sin razón aparente, y puso una mano sobre el papel que copiaba la secretaria del Viejo.
– ¿Cómo yo te caigo, Maruchi?
La muchacha lo miró y sonrió.
– ¿Te me vas a declarar y quieres ir sobre seguro?
Ahora fue el Conde quien sonrió ante su torpeza:
– No, es que ya ni yo mismo me soporto -y tocó con los nudillos el cristal de la puerta.
– Dale, dale, acaba de entrar.
El mayor Rangel fumaba su tabaco y por el olor el Conde supo que no era un buen día para el Viejo: olía a breva barata y reseca, de las de sesenta centavos, y eso podía alterar definitivamente el humor del jefe de la Central. A pesar del mal tabaco capaz de agriarle el rostro, el Conde admiró la estampa marcial de su jefe: llevaba con distinción el uniforme, que hacía resaltar su piel tostada de jugador de squash y nadador consuetudinario. No se deja caer, el cabrón.
– Me dijeron… -trató de explicar, pero el mayor le indicó un asiento y luego movió una mano, pidiéndole silencio.
– Siéntate, siéntate, que se te acabó el vacilón. Busca a Manolo, que tienes un caso. Llevas como una semana sin nada especial, ¿no?
El Conde miró un instante hacia la ventana de la oficina del Viejo. Desde allí el horizonte era una mancha azul y no se advertía el revuelo de hojas y papeles desatado por el viento, y comprendió que no tenía escapatoria. El mayor intentaba ahora revivir la brasa de su tabaco y la angustia de aquel ejercicio de fumador mal correspondido se reflejaba en cada mueca de su rostro. Aquella mañana el Viejo tampoco era feliz.
Parece que viene el fin del mundo, o que nos cayó una maldición, o que la gente se volvió loca en este país. Oye, Conde: o yo me estoy poniendo viejo o las cosas están cambiando y nadie me había avisado. Yo creo que hasta voy a dejar el vicio, no se puede con esto, mira, mira bien, ¿tú crees que esta mierda se pueda llamar tabaco? Mira esto: pero si la capa tiene más arrugas que el culo de mi abuela, es como si me estuviera fumando un tarugo de hojas de plátano, de verdad que sí. Hoy mismo saco turno para un sicólogo, me le acuesto en el sofá y le digo que me ayude a dejar de fumar. Y con la falta que me hacía hoy un buen tabaco: no te digo un Rey del Mundo o un Gran Corona o un Davidoff… Me conformo con un Montecristo… Maruchi, traenos café, anda… A ver si me quito de la boca el sabor de esta bazofia. Bueno, si esto es café, que venga Dios y lo certifique… Oye, al grano. Me hace falta que te metas de cabeza en este caso y que te portes bien, Conde; no quiero oírte rezongar, ni lamentarte, ni que te tomes un trago, ni un carajo; quiero que lo resuelvas ya. Trabaja con Manolo y con quien te dé la gana, tienes carta blanca, pero muévete. Fíjate, esto es entre tú y yo, pero levanta bien la oreja: algo gordo está pasando, no sé bien dónde ni qué es, pero lo huelo en el ambiente y no quiero que nos coja en el aire, pensando en las musarañas. Tiene que ser algo gordo y feo porque el movimiento no es de los que yo conozco. Viene de muy arriba y es una investigación de arranca-pescuezo. Métete esto en la cabeza, ¿está bien?… Y no me preguntes, que no sé nada, ¿me entiendes?… Bueno, mira, a lo que te interesa: aquí están los papeles de este caso. Pero no te pongas a leer ahora, viejo. Te digo: una profesora de preuniversitario, veinticuatro años, militante de la Juventud, soltera; la mataron, la asfixiaron con una toalla, pero antes le dieron golpes de todos los colores, le fracturaron una costilla y dos falanges de un dedo y la violaron al menos dos hombres. No se llevaron nada de valor, aparentemente: ni ropa, ni equipos eléctricos… Y en el agua del inodoro de la casa aparecieron fibras de un cigarro de marihuana. ¿Te gusta el caso? Es metralla, y yo, yo, Antonio Rangel Valdés, quiero saber qué pasó con esa muchacha, porque no soy policía hace treinta años por gusto: ahí tiene que haber mucha porquería escondida para que la hayan matado como la mataron, con tortura, marihuana y violación colectiva incluida… ¿Pero qué clase de tabaco es éste? Es como si viniera el fin del mundo, por mi madre que sí. Y acuérdate de lo que te dije: pórtate bien, que el horno no está para panetelas…
El Conde se consideraba un buen catador de olores. Era el único de sus atributos que le parecía respetable y su olfato le dijo que el Viejo tenía razón: aquello olía a mierda. Lo supo desde que abrió la puerta del apartamento y observó un escenario donde sólo faltaban una víctima y sus victimarios. En el suelo, marcada con tiza, aparecía en su posición final la silueta de la joven profesora asesinada: un brazo había quedado muy cerca del cuerpo y el otro como intentando llegar a la cabeza, las piernas unidas y fiexiona-das, en un esfuerzo inútil por proteger el vientre ya vencido. Era un contorno lacerado, entre un sofá y una mesa de centro volteada hacia un lado.
Entró en el apartamento y cerró la puerta tras él. Observó entonces el resto de la sala: en un multimueble que ocupaba toda la pared opuesta al balcón había un televisor en colores, seguramente japonés, y una grabadora de doble casetera con una cinta terminada por la cara A, oprimió el stop, sacó el cásete y leyó:Prívate dancer, Tina Turner. Sobre el televisor, en el paño más largo del mueble, había una hilera de libros que le interesó más: varios de química, las obras de Lenin en tres tomos de un rojo desvaído, una Historia de Grecia y algunas novelas que el Conde jamás se atrevería a volver a leer: Doña Bárbara, Papá Goriot, Mare Nostrum, Las inquietudes de Shanti Andía, Cecilia Valdés y, en el extremo, el único libro que sintió deseos de robarse: Poesía, Pablo Neruda, que tan bien jugaba con su ánimo de ese momento. Abrió el libro y leyó al azar unos versos:
Quítame el pan, si quieres
quítame el aire, pero
no me quites tu risa…
y lo devolvió a su sitio, porque en su casa tenía esa misma edición. No parece buena lectora, concluyó, cuando debió sacudirse el polvo que le quedó en las manos.
Caminó hacia el balcón, abrió las puertas de persianas y entró la claridad y el viento, que hizo trinar un sonajero de cobre que el Conde no había advertido. A un lado de la silueta marcada en el suelo descubrió entonces otra silueta, una mancha más pequeña y casi desvanecida, que oscurecía la claridad de los mosaicos. ¿Por qué te mataron?, se preguntó, imaginando a la muchacha tendida sobre su propia sangre, violada, golpeada, torturada y asfixiada.
Entró en la única habitación del apartamento y encontró la cama tendida. En una pared, bien montado, había un póster de Barbra Streisand, casi hermosa, por los añosde The Way We Were. En el otro lado, un enorme espejo cuya utilidad el Conde quiso comprobar: se dejó caer en la cama y se vio de cuerpo entero. Qué maravilla, ¿no? Entonces abrió el closet y el olor inicial se intensificó: el ropero no era común ni corriente: blusas, sayas, pantalones, pullovers, zapatos, blúmers y abrigos que el Conde fue palpando en su calidad made in algún lugar lejano.
Regresó a la sala y se asomó al balcón. Desde aquel cuarto piso de Santos Suárez tenía una vista privilegiada de una ciudad que a pesar de la altura parecía más decrépita, más sucia, más inasequible y hostil. Descubrió sobre las azoteas varios palomares y algunos perros que se calcinaban con el sol y la brisa; encontró construcciones miserables, adheridas como escamas a lo que fue un cuarto de estudio y que ahora servía de vivienda a toda una familia; observó tanques de agua descubiertos al polvo y a la lluvia, escombros olvidados en rincones peligrosos, y respiró al ver, casi frente a él, un pequeño jardín plantado sobre barriles de manteca serruchados por la mitad. Entonces comprobó que hacia su derecha, apenas dos kilómetros detrás de unas arboledas que le cortaban la visión, estaban la casa del Flaco y, al doblar, la de Karina, y recordó otra vez que ya era jueves.
Regresó a la sala y se sentó lo más lejos que pudo de la figura de tiza. Abrió el informe que le entregara el Viejo y, mientras leía, se dijo que a veces vale la pena ser policía. ¿Quién era, de verdad, Lissette Núñez Delgado?
En diciembre de ese año 1989, Lissette Núñez Delgado cumpliría los veinticinco años. Había nacido en La Habana en 1964, cuando el Conde tenía nueve años, usaba zapatos ortopédicos y estaba en el esplendor de su infancia de mataperros callejero y no había imaginado ni una sola vez -como no lo haría en los próximos quince años- que sería policía y que en alguna ocasión debería investigar la muerte de aquella niña nacida en un moderno apartamento del barrio de Santos Suárez. Hacía dos cursos que la muchacha se había graduado de licenciada en química en el Pedagógico Superior de La Habana y, contra lo que cabía esperar en aquel tiempo de escuelas en el campo y plazas en el interior del país, fue ubicada directamente en el Preuniversitario de La Víbora, el mismo donde el Conde estudió entre 1972 y 1975 y donde se hizo amigo del Flaco Carlos. Ser profesora del Pre de La Víbora podía resultar un dato prejuiciante: casi todo lo que se relacionara con aquel lugar solía despertar la nostálgica simpatía del Conde o su condena inapelable. No quiero prejuiciarme, pero es que no hay término medio. El padre de Lissette había muerto hacía tres años y la madre, que se divorció de él en 1970, vivía en el Casino Deportivo, en la casa de su segundo esposo, un alto funcionario del Ministerio de Educación cuyo cargo le explicó inmediatamente por qué la jovejn no realizó su servicio social fuera de La Habana. La madre, periodista deJuventud Rebelde, era una columnista más o menos famosa en ciertas esferas gracias a aquellos comentarios bien calculados en tiempo y espacio que iban tranquilamente de las modas y la cocina hasta los intentos de convencer a los lectores, con ejemplos de la vida cotidiana, de la intransigencia ética y política de la autora, que se ofrecía a sí misma como un ejemplo ideológico. Su imagen se complementaba con asiduas apariciones en la televisión para disertar sobre peinados, maquillajes y decoración hogareña, «porque la belleza y la felicidad son posibles», como solía decir. Casualmente aquella mujer, Caridad Delgado, siempre le había caído al Conde como una patada en la barriga: le parecía hueca e insípida, como una fruta vana. El padre difunto, por su parte, había sido administrador perpetuo: desde fábricas de vidrio a empresas de bisuterías, pasando por combinados cárnicos, la heladería Coppelia y una terminal de ómnibus que le costó un infarto masivo del miocardio. Lissette era militante de la Juventud desde los dieciséis años y su hoja de servicios ideológicos aparecía impoluta: ni una amonestación, ni una sanción menor. ¿Cómo es posible en diez años de vida no tener un solo olvido injustificable, no cometer un solo error, ni siquiera cagarse en la madre de nadie? Había sido dirigente de los Pioneros, de la FEEM y de la FEU y aunque el informe no lo especificaba, debía de haber participado en todas las actividades programadas por estas organizaciones. Ganaba 198 pesos pues aún estaba en el supuesto periodo de Servicio Social, pagaba veinte de alquiler, le descontaban dieciocho mensuales por el refrigerador que le habían otorgado en una asamblea y debía de gastar unos treinta entre almuerzo, merienda y transporte hacia el Pre. ¿Alcanzaban 130 pesos para conformar aquel ropero? En la casa habían aparecido huellas frescas de cinco personas, sin contar a la muchacha, pero ninguna estaba registrada. Sólo el vecino del tercer piso había dicho algo ligeramente útil: escuchó música y sintió las pisadas rítmicas de un baile la noche de la muerte, el 19 de marzo de 1989. Fin del texto.
La foto de Lissette que acompañaba al informe no parecía muy reciente: se había oscurecido por los bordes y la cara de la joven detenida allí para siempre no lucía demasiado atractiva, aunque tenía unos ojos profundos, muy oscuros, y unas cejas gruesas, capaz de conformar una de esas miradas que se suelen llamar enigmáticas. Si te hubiera conocido… De pie, recostado otra vez contra la baranda del balcón, el Conde vio el ascenso decidido del sol hacia su cénit; vio a la mujer que luchaba contra el viento para tender en la azotea la ropa lavada; vio al niño que con su uniforme de escuela subía hacia un techo por una escalera de madera y abría la puerta de un palomar del que brotaron varias buchonas que se perdieron en la distancia, batiendo sus alas en libertad contra las rachas vehementes del vendaval; y vio, en un tercer piso, del otro lado de la calle, una escena que lo mantuvo alerta durante unos minutos, sufriendo el sobrecogimiento de los que develan sin derecho ciertas intimidades prohibidas: junto a una ventana, a través de la cual penetraban los vientos de la Cuaresma, un hombre de unos cuarenta años y una mujer quizás algo más joven discutían ya en la frontera misma de la conflagración bélica. Aunque las voces se perdían con la brisa, el Conde comprendió que las amenazas de puños y uñas crecían con la aproximación milimétrica de aquellos cuerpos enardecidos, colocados ya en posición uno. El Conde se sintió atrapado por el crescendo de aquella tragedia que le llegaba silente: vio el pelo de ella, como una bandera desplegada por el viento, y la cara de él enrojecía con cada ráfaga del vendaval. Es el viento maldito, se dijo, cuando la mujer se acercó a la ventana y, sin dejar de gritar, cerró los batientes y obligó al espectador furtivo a imaginar el final. Cuando el Conde pensaba que seguramente el hombre tenía la razón, ella parecía una fiera, vio un auto enloquecido que doblaba en la esquina y frenaba con chillido de caucho calcinado frente al edificio de Lissette Núñez Delgado. Finalmente vio cómo se abría la portezuela y ponía pie en tierra el tipo flaco y mal hecho que sería otra vez su compañero de trabajo: el sargento Manuel Palacios sonrió complacido cuando alzó la cabeza y descubrió que el Conde, entre tantas cosas que había visto, podía incluir ahora aquella demostración de automovilismo de Fórmula 1 en un Lada 1600.
Mentira, se dijo. La nostalgia no podía seguir siendo igual que antes. Ahora, a la altura de 1989, funcionaba como una sensación empalagosa y perfumada, cándida y apacible, que lo abrazaba con la pasión reposada de los amores bien añejados. El Conde se preparó y la esperó agresiva, dispuesta a pedir cuentas, a reclamar intereses crecidos con los años, pero un acecho tan prolongado había servido para limar todos los bordes ásperos del recuerdo y dejar apenas aquella sosegada sensación de pertenencia a un lugar y un tiempo cubiertos ya por el velo rosado de una memoria selectiva, que prefería evocar sabia y noblemente los momentos ajenos al rencor, al odio y a la tristeza. Sí, puedo resistirla, pensó al contemplar las columnatas cuadradas que sostenían el altísimo portal del viejo Instituto de Segunda Enseñanza de La Víbora, convertido después en el preuniversitario que sería la guarida, por tres años, de los sueños y esperanzas de aquella generación escondida que quiso ser tantas cosas que nunca lograrían ser. La sombra de las vetustas majaguas de flores rojas y amarillas ascendía por la breve escalinata, desdibujando el sol del mediodía y protegiendo, incluso, el busto de Carlos Manuel de Céspedes, que tampoco era el mismo: la efigie clásica de los viejos tiempos, de cabeza, cuello y hombros rundidos en bronce, ribeteada de verde por tantas lluvias, había sido sustituida por una imagen ultramoderna que parecía enterrada en un alto bloque de concreto mal fraguado. Mentira, dijo otra vez, porque deseaba intensamente que todo pudiera ser mentira y la vida fuese un ensayo con retoques posibles antes de su ejecución final: por aquel portal y aquella escalera, el Flaco Carlos, cuando era muy flaco y tenía dos piernas saludables, había caminado y corrido y saltado con la alegría de los justos, mientras su amigo el Conde se dedicaba a mirar a todas las muchachas que no serían sus novias a pesar de sus mejores deseos de que así fuera, Andrés sufría (como sólo él era capaz de sufrir) sus penas de amor, y el Conejo, con su parsimonia invencible, se proponía cambiar el mundo rehaciendo la historia, a partir de un punto preciso que podía ser la victoria de los árabes en Poitiers, la de Moctezuma sobre Cortés o, simplemente, la permanencia de los ingleses en La Habana desde su conquista de la ciudad en 1762… Entre aquellas columnas, por aquellas aulas, tras esa escalinata y sobre esa plaza ilógicamente bautizada como Roja -porque era negra, sencillamente negra, como todo lo que podía tocar el hollín y la grasa del paradero de ómnibus tan cercano-, había terminado la niñez, y aunque apenas habían aprendido algunas operaciones matemáticas y leyes físicas empecinadamente invariables, se hicieron adultos mientras empezaron a conocer el sentido de la traición y también el de la maldad, vieron crecer arribistas y frustrarse a ciertos corazones cándidos, se enamoraron apasionadamente y se emborracharon de dolor y de alegría, y aprendieron, sobre todo, que existe una necesidad invencible que a falta de mejor nombre se conoce como amistad. No, no es mentira. Aunque sólo fuera como homenaje a la amistad, aquella nostalgia inesperadamente pausada valía la angustia de ser vivida, se convenció, cuando ya atravesaba las columnatas y escuchaba cómo Manolo le explicaba al bedel de la puerta que deseaban ver al director.
El bedel miró al Conde y el Conde miró al bedel y, por un instante, el policía se sintió atrapado en falta. Era un viejo de más de sesenta años, pulcro y bien peinado, de ojos clarísimos, que se quedó mirando al teniente con cara de a-éste-yo-lo-conozco. Tal vez si Manolo no se hubiera presentado como policía, el bedel habría preguntado si él mismo no era el cabroncito aquel que se le escapaba todos los días a las doce y cuarto descolgándose por el patio de educación física.
De las aulas bajaba un murmullo leve y el patio interior estaba desierto. El Conde sintió definitivamente que aquel lugar, adonde regresaba después de quince años de ausencia, ya no era el mismo que él había dejado. Si acaso le pertenecía en el recuerdo, en el olor inconfundible del polvillo de la tiza y el aroma alcohólico de los stencils, pero no en la realidad, empecinada en confundirlo con un desorden de dimensiones: lo que suponía pequeño resultaba ser demasiado grande, como si hubiera crecido en aquellos años, y lo que creía inmenso podía ser insignificante o ilocalizable, pues tal vez sólo existió en su más afectiva memoria. Entraron en la secretaría y luego al vestíbulo de la Dirección, y entonces fue imposible que no recordara el día en que realizó aquel mismo recorrido para escuchar cómo era acusado de escribir cuentos idealistas que defendían la religión. El coño de su madre, casi dijo, cuando salió una joven del despacho del director y les preguntó qué se les ofrecía.
– Queremos hablar con el director. Venimos por el caso de la profesora Lissette Núñez Delgado.
Muchas veces se ha dicho que enseñar es un arte y hay mucha literatura y mucha frase bonita sobre la educación. Pero la verdad es que una cosa es la filosofía del magisterio y otra tener que ejercerlo todos los días, durante años y años. Bueno, discúlpenme, pero ni café puedo brindarles. Ni té. Pero siéntense, por favor. Lo que no se dice es que para enseñar también hay que estar un poco loco. ¿Saben lo que es dirigir un preuniversitario? Mejor que ni lo sepan, porque es eso, una locura. Yo no sé qué está pasando, pero cada vez a los muchachos les interesa menos aprender de verdad. ¿Saben qué tiempo yo llevo en esto? Veintiséis años, compañeros, veintiséis: empecé de maestro, y ya llevo quince de director y cada vez creo que es peor. Hay algo que no está funcionando bien, la verdad, y estos muchachos de ahora son distintos. Es como si de pronto el mundo fuera demasiado rápido. Sí, es algo así. Dicen que es uno de los síntomas de la sociedad posmoderna. ¿Así que posmodernos nosotros, con este calor y las guaguas tan llenas? El caso es que todos los días salgo de aquí con dolor de cabeza. Está bien que se preocupen por el pelo, los zapatos y la ropa, que todos quieran estar, disculpen la palabra, templando como desaforados a los quince años, porque es lo lógico, ¿no?, pero también que se preocupen un poco por la escuela. Y todos los años les damos baja a unos cuantos porque les da por meterse a friquis y, según ellos, los friquis ni estudian ni trabajan ni piden nada: sólo que los dejen tranquilos, oiga eso, que los dejen tranquilos hacer la paz y el amor. Historia vieja de los años sesenta, ¿no?… Pero lo que más me preocupa es que ahora mismo usted agarra a uno de doce grado, que le faltan tres meses para graduarse, y le pregunta qué va a estudiar, y no sabe, y si dice que sabe, no sabe por qué. Están siempre como flotando y… Bueno, discúlpenme la perorata, que ustedes no son funcionarios del Ministerio de Educación, por suerte, ¿no?… Ayer por la mañana, sí, ayer, vinieron a decirnos lo de la compañerita Lissette. Yo no podía creerlo, la verdad. Siempre es difícil meterse en la cabeza que una persona joven, que uno ve todos los días, saludable, alegre, no sé, esté muerta. Es difícil, ¿verdad? Sí, ella empezó aquí con nosotros el curso pasado, con décimo grado, y la verdad es que ni yo ni su jefe de cátedra tenemos, digo, teníamos, ninguna queja de ella: cumplía con todo y lo hacía bien, creo que es de las pocas gentes jóvenes que nos han llegado que de verdad tenían vocación de maestra. Le gustaba su trabajo y siempre estaba inventando cosas para motivar a los alumnos, lo mismo iba a un campismo con ellos que hacía repasos por las noches, Q se metía en la educación física con su grupo, porque jugaba muy bien al volleyball, la verdad, y creo que los muchachos la querían. Yo siempre he sido de la opinión que entre profesores y alumnos debe haber una distancia y que esa distancia la crea el respeto, no el miedo ni la edad: el respeto por el conocimiento y por la responsabilidad, pero también creo que cada maestro tiene su librito y si ella se sentía bien estando siempre con los alumnos y los resultados docentes eran buenos, ¿pues qué le iba a decir? El año pasado sus tres aulas completas aprobaron química, con casi noventa puntos de promedio, y eso no lo consigue todo el mundo, así que me dije: si ése es el resultado, pues vale la pena, ¿no? Bueno, suena a Maquiavelo, pero no es maquiavélico. De todas maneras un día le comenté algo del exceso de familiaridad, pero ella me dijo que así se sentía mejor y no se volvió a hablar de eso. Es una pena lo que ha pasado, y ayer tuvimos problemas con la asistencia por la tarde, porque fueron muchísimos alumnos al velorio y al cementerio, pero decidimos justificarles la ausencia… ¿En lo personal? No sé, ahí no la conocía tanto. Tuvo un novio que venía a recogerla en una moto, pero eso fue el año pasado, aunque en el velorio la profesora Dagmar me dijo que hace como tres días lo había visto esperándola allá fuera. Miren, Dagmar sí puede hablarles de ella, era su jefe de cátedra y creo que su mejor amiga aquí en el Pre, pero ella no vino hoy, le afectó de verdad lo de Lissette… Bueno, eso sí, se vestía muy bien, pero tengo entendido que el padrastro y la madre viajan al extranjero con frecuencia y es lógico que le traigan sus cositas de fuera, ¿no? Acuérdense de que ella también era muy joven, de esta misma generación… Qué lástima, con lo bonita que era…
El timbre decretó el fin del ensalmo: el murmullo leve de antes se trasformó en gritería de estadio desbordado y por los pasillos corrieron los muchachos en busca de la cafetería, de las novias y los novios y de los baños, donde inevitablemente se fumarían sus cigarros furtivos. Mientras Manolo apuntaba algunos datos del expediente laboral de la joven asesinada y la dirección de la profesora Dagmar, el Conde salió al patio con la intención de fumarse un cigarro y respirar el ambiente de sus recuerdos. Encontró los pasillos repletos de uniformes de color blanco y mostaza y sonrió, como un maldito. Iba a matar un fantasma amable, fumándose un cigarro allí mismo, en el sitio más prohibido, en pleno patio, justo sobre la rosa de los vientos que marcaba el corazón del instituto. Pero se contuvo en el último instante. ¿Abajo o en el primer piso? Dudó un momento dónde materializar su decisión. Arriba me gustaba más, se convenció, y subió las escaleras hacia el baño de los varones de la planta alta. El humo que se escapaba por la puerta era como una señal sioux: «aquí-se fuma-pipa de la paz», pudo leer en el aire. Entró y provocó el revuelo inevitable entre los fumadores clandestinos, desaparecieron los cigarros y todo el mundo quiso orinar a la vez. Rápidamente el Conde alzó los brazos y dijo:
– Hey, hey, que yo no soy profesor. Y vengo a fumar -y trató de parecer despreocupado cuando encendió al fin el cigarro ante las miradas desconfiadas de los muchachos. Para retribuir a los damnificados con su llegada ofreció la cajetilla de cigarros paseándola en círculo, aunque sólo tres de los jóvenes aceptaron la invitación. El Conde los iba mirando, como queriendo encontrarse a sí mismo y a sus amigos en aquellos estudiantes y le pareció otra vez que algo había cambiado: o ellos eran muy pequeños o éstos eran muy grandes, ellos lampiños y tan inocentes y estos con barba de hombres, músculos de adultos y mirada demasiado segura. Quizás fuera cierto y sólo les preocupara templar, ahora que estaban en el mejor momento. ¿Y a ellos, hacía quince años, les importaban mucho las otras cosas? Tal vez no, pues en aquel mismo bañó, sobre el primer lavabo, hubo ungraffiti célebre que de algún modo explicaba aquella necesidad irreprimible a los dieciséis años: YO QUIERO MORIR SINGANDO: HASTA POR EL CULO, PERO SINGANDO, decía en su filosofía erótica elemental aquel letrero ya cubierto por la pintura y otras generaciones de graffiti más intelectuales como el que ahora leyó el Conde: ¿LA PINGA TIENE IDEOLOGÍA? Sólo cuando guardó la cajetilla de cigarros se decidió a preguntar:
– ¿Alguno de ustedes fue alumno de la profesora Li-ssette?
Los fumadores que habían permanecido en el baño recuperaron la desconfianza apenas aplacada por el ofrecimiento de cigarros. Miraban al Conde como el Conde sabía que lo iban a mirar, y algunos se observaron entre sí, como diciendo, Cuidado, cuidado que éste tiene que ser policía.
– Sí, yo soy policía. Me mandaron a investigar la muerte de la profesora.
– Yo -dijo entonces un muchacho flaco y pálido, uno de los pocos que conservó el cigarro cuando el Conde violó la intimidad colectiva del baño. Fumó de la colilla mínima antes de dar un paso hacia el policía.
– ¿Este año?
– No, el año pasado.
– ¿Y qué tal era? Como profesora, digo.
– ¿Si digo que era mala qué pasa? -probó el estudiante y el Conde pensó que se había encontrado con un álter ego del Flaco Carlos: demasiado suspicaz y socarrón para su edad.
– No pasa nada. Ya dije que no soy del Ministerio de Educación. Quiero aclarar lo que pasó con ella. Y cualquier cosa me puede ayudar.
El flaco estiró el brazo para pedirle el cigarro a un compañero.
– No, era buena gente, la verdad. Se llevaba bien con nosotros. Ayudaba a los que estaban embarcados.
– Dicen que era amiga de los alumnos.
– Sí, no era como los maestros más tembas que están en otra onda.
– ¿Y cuál era la onda de ella?
El flaco miró hacia sus compañeros de fumadero, como esperando una ayuda que no llegó.
– No sé, iba a fiestas y eso. Usted me entiende, ¿no?
El Conde asintió, como si entendiera.
– ¿Cómo tú te llamas?
El flaquito sonrió y movió la cabeza. Parecía decir: yo lo sabía…
– José Luis Ferrer.
– Gracias, José Luis -dijo el Conde y le extendió la mano. Entonces miró hacia el grupo-. Lo que me hace falta es, que si alguien sabe algo que pueda servir, le digan al director que me llame. Si de verdad la profesora era buena gente, creo que se lo merece. Nos vemos -y salió otra vez al pasillo, después de aplastar su cigarro en el lavabo y reflexionar un instante sobre la duda ideológica grabada en la pared.
En el patio lo esperaban Manolo y el director. -Yo también estudié aquí -dijo entonces, sin mirar a su anfitrión.
– No me diga. ¿Y hace tiempo que no venía por aquí?
El Conde asintió con la cabeza y demoró la respuesta.
– Unos cuantos años, sí… Estuve dos cursos en aquella aula de allí -y señaló hacia un ángulo de la segunda planta, en la misma ala donde estaba el baño recién visitado-. Y yo no sé bien si éramos muy distintos a estos muchachos de ahora, pero no soportábamos al director.
– Los directores también cambian -dijo y acomodó sus manos en los bolsillos de la guayabera. Parecía que fuera a iniciar otro discurso, para demostrar sus preocupaciones y su hábil dominio del espacio escénico. El Conde lo miró un instante, para ver si aquel cambio era posible. A lo mejor, pero no serla fácil convencerlo.
– Ojalá. Al de nosotros lo botaron por cometer fraude.
– Sí, aquí todo el mundo se sabe esa historia.
– Pero lo que no se dijo es que había varios profesores metidos en eso. Botaron al director y a dos jefes de cátedra, que parece que fueron los más embarcados en ese rollo. Quizás alguno de aquellos profesores todavía esté por aquí.
– ¿Lo dice para alarmarme?
– Lo digo porque es verdad. Y porque aquel director botó de aquí a la mejor profesora que teníamos, una de español que hacía cosas parecidas a las de Lissette. Prefería estar con nosotros y nos enseñó a leer a mucha gente…¿Usted ha leídoRayuela.? A ella le parecía el mejor libro del mundo y lo decía de una forma que yo también lo pensé muchos años. Pero no sé si de verdad estos muchachos son muy distintos a nosotros. ¿Siguen fumando en los baños y escapándose por el patio de educación física?
El director quiso sonreír y avanzó un poco hacia el centro del patio.
– ¿Usted se escapaba?
– Pregúntele a Julián el cancerbero, el conserje de la puerta. A lo mejor todavía se acuerda de mí.
Manolo se acercó, sigiloso, y se colocó junto a su jefe, pero muy lejos de la conversación. El Conde sabía que estaría observando a las muchachas, respirando el aroma de tantas virginidades amenazadas o inmoladas muy recientemente, y entonces lo imitó, pero sólo durante unos segundos, porque enseguida se sintió viejo, terriblemente alejado de aquellas muchachas en flor, de sayas amarillas cortadas sobre los muslos y de una frescura que sabía irrecuperable para siempre.
– Bueno, ustedes me disculpan, pero es que yo…
– No se preocupe, director -dijo el Conde sonriéndole por primera vez-. Ya nos vamos. Pero quería hacerle una pregunta… difícil, como usted dice. ¿Usted ha oído algún comentario de que entre los muchachos se esté fumando marihuana?
La sonrisa del director, que esperaba otro tipo de dificultad en la pregunta, se convirtió en una mala caricatura de cejas unidas. El Conde asintió: sí, eso mismo, oyó bien.
– Oiga, ¿por qué me pregunta eso?
– Nada, por saber si eran de verdad distintos a nosotros.
El hombre pensó un instante antes de responder. Parecía confundido, pero el Conde sabía que estaba buscando la mejor respuesta.
– No lo creo, la verdad. Al menos yo no lo creo, aunque todo puede suceder, en una fiesta, en su barrio, no sé si los friquis la fuman… Pero yo no lo creo. Son despreocupados y un poco superficiales, pero no quise decir que fueran malos, ¿no?
– Ni yo tampoco -dijo el Conde y extendió su mano al director.
Avanzaron hacia la salida donde varios estudiantes trataban de convencer a Julián el cancerbero para que los dejara salir a algo que se planteaba como una urgencia inaplazable. No, no me hagan cuentos, si no es con un papel de la dirección de aquí no sale nadie, seguramente decía Julián, repitiendo su consigna de los últimos treinta años. Bueno, no son tan distintos, es la misma historia de siempre, pensó ahora el Conde, que, al pasar junto al bedel, volvió a mirarle a los ojos, y mientras el hombre abría la puerta para darles salida, le dijo:
– Julián, yo soy el Conde, el mismo que se escapaba por allá atrás para irme a oír los episodios de Guaytabó -y salió, satisfecho del pasado, a la ventolera del presente que desgajaba las últimas flores primaverales de las majaguas. Sólo entonces notó que habían talado los dos árboles más cercanos a la escalinata, bajo los que había enamorado a un par de muchachas. Qué triste, ¿no?
– Discúlpeme, pero no puedo hasta eso de las siete -dijo, y el Conde pensó que últimamente todo el mundo se disculpaba y que la voz de la mujer seguía siendo dulce y convencida, como cuando afirmaba públicamente que a una cara angulosa le sienta mejor un largo de cabellos que sobrepase la mandíbula-. Es que estoy terminando un artículo que debo entregar mañana. ¿Puede ser a esa hora?
– Cómo no, cómo no. Vamos a ir. Hasta luego -se despidió, mientras comprobaba en el reloj que apenas eran las tres y media de la tarde. Colgó el teléfono y regresó al carro, cuando ya Manolo encendía el motor.
– Dime, ¿qué hubo? -preguntó el sargento sacando la cabeza por la ventanilla.
– Hasta las siete.
– Cago en su madre -dijo el otro y golpeó el timón con las dos manos. Ya le había contado al Conde que esa noche saldría con Adriana, su novia de turno, una mulata con el culo más duro que había tocado en su vida, y unas tetas que te hincaban y una cara que, vaya, para qué contar. Mira cómo me tiene, había dicho, abriendo los brazos, acusando a la más reciente adquisición sexual de su irremediable depauperación física.
– Vamos, déjame en la casa y me recoges a las seis y media -le propuso el teniente Mario Conde, pensando que no estaba dispuesto a ir en guagua hasta el Casino Deportivo sólo porque Manolo necesitara desesperadamente tocar el culo de Adriana.
El auto se puso en marcha y descendió por la colina negra de la Plaza Roja hacia la tiznada Calzada del 10 de Octubre.
– Llama a la jeva y dile que la ves a las nueve. Lo de Caridad debe ser rápido -propuso el Conde para tratar de aliviar la frustración de su compañero.
– Qué remedio, ¿no? ¿Y por qué no vemos ahora a la tal Dagmar?
El Conde miró la libreta donde Manolo había apuntado la dirección de la profesora.
– Prefiero no hacer más nada hasta que hablemos con la madre. Mejor llama tú a Dagmar y ponte de acuerdo para mañana. Y me hace falta que te ocupes de otra cosa: llégate a la Central y ve a ver a la gente de Drogas. Trata de hablar con el capitán Cicerón. Me hace falta que me digan todo lo que hay sobre marihuana por esta zona y que analicen la que apareció en el inodoro de Lissette. En esta historia hay varias cosas muy raras y esos restos de marihuana en el inodoro es lo que más me preocupa, porque hay que ser muyamateur para dejar una huella así.
Manolo esperó el cambio de luces en el semáforo de la Avenida de Acosta y entonces dijo:
– Y no hay robo tampoco.
– Sí, con un par de cosas que faltaran se podía pensar que ése era el móvil.
– Oye, Conde, ¿i de verdad tú crees que vamos a terminar temprano?
El teniente sonrió.
– Eres peor que una ladilla con insomnio.
– Conde, lo que pasa es que tú no has visto a Adriana.
– Coño, Manolo, si no es Adriana es su hermana, tú siempre tienes el mismo lío.
– No, viejo, no, esto es especial. Fíjate que hasta estoy pensando en casarme. Ah, ¿no me crees?, por mi madre te lo juro…
El Conde sonrió porque fue incapaz de calcular cuántas veces Manolo había hecho aquella misma promesa. Lo asombroso es que con tanto juramento en vano su madre siguiera viva. Miró hacia la Calzada, repleta de gentes que trataban desesperadamente de atrapar una guagua para regresar a sus casas a continuar una vida que casi nunca solía ser normal. Después de tantos años trabajando en la policía se había acostumbrado a ver a las personas como casos posibles en cuyas existencias y miserias tendría que escarbar alguna vez, como un ave carroñera, y destapar toneladas de odio, miedo, envidia e insatisfacciones en ebullición. Ninguna de las gentes que iba conociendo en cada caso que investigaba era feliz, y aquella ausencia de felicidad que también alcanzaba su propia vida le resultaba ya una condena demasiado larga y agotadora, y la idea de dejar aquel trabajo empezaba a convertirse en una decisión. Después de todo, pensó, esto es simpático: yo poniendo en orden la vida de las gentes, ¿y la mía cómo la enderezo?
– ¿De verdad te gusta ser policía, Manolo? -le preguntó, casi sin proponérselo.
– Creo que sí, Conde. Además, no sé hacer otra cosa.
– Pues si te gusta estás loco. Yo también estoy loco.
– Me gusta la locura -admitió Manolo, que atravesó la línea del tren sin alterar la velocidad-. Igual que al director del Pre.
– ¿Qué te pareció el hombre?
– No sé, Conde, creo que no me gustó, pero no me hagas mucho caso. Es una impresión.
– De impresión a impresión: yo tengo la misma.
– Oye, Conde, le digo a Adriana que a las ocho y media, ¿verdad?
– Ya te dije que sí, Manolo. Oye, tú que te las das de haber tenido tantas mujeres, ¿alguna vez tuviste una que tocara el saxofón?
Manolo aminoró apenas la marcha para mirar a su jefe, y sonrió:
– ¿Con la boca?
– Vaya a que le den por el saco -soltó el Conde y también sonrió. No hay respeto, se dijo, mientras encendía un cigarro, un par de cuadras antes de llegar a su casa. Ahora se sentía mejor: tenía casi tres horas libres y se iba a sentar a escribir. A escribir cualquier cosa. A escribir.
Exigí Los Beatles. Será tu grabadora y todo lo que tú quieras, pero yo tengo ganas de oír a los cabrones Beatles,Strawberry Fields es la mejor canción de la historia del mundo, defendí mis gustos, así, con vehemencia, ¿y para qué coño me llamaste? Dulcita, dijo él. Era tan flaco que a veces parecía que no iba a poder hablar y la nuez se le movió, como si tragara algo. Sí, ¿y qué más? Dulcita que se va. Se va, me dijo, y de pronto no supe para dónde carajos se iba a ir: para su casa, para la escuela, para la luna o para la Loma del Burro, cuando me di cuenta de que el único burro allí era yo; se va es irse, pirarse, partir raudo y veloz, ir echando, con un solo destino: Miami. Se va es no volver. ¿Pero cómo es eso, compadre? Ayer por la noche me llamó por teléfono y me lo dijo. Desde que me pelee con ella casi no la veo, a veces me llama, o yo la llamo, seguimos siendo buenos socios a pesar de la mierda que le hice con Marián, y me lo dijo: Me voy.
La luz de la tarde entraba por la ventana y pintaba de amarillo el cuarto.Strawberry Fields era ahora una canción triste y nos miramos sin hablar. ¿Hablar de qué? Dulcita era la mejor de todos nosotros, la defensora de los humildes y los menesterosos, le decíamos para joderla, la única que oía a los demás y a la que todos queríamos porque sabía querer, era igual que nosotros, y de pronto se va. Tal vez nunca la volveríamos a ver para decir, Pero, coño, qué buena está Dulcita, ni le podríamos escribir, ni le podríamos hablar, casi ni la podríamos recordar, porque se va y el que se va está condenado a perderlo todo, hasta el espacio que ocupa en la memoria de los amigos. ¿Pero por qué se va? No sé, me dijo, no se lo pregunté: eso no importa, tú, lo que importa es que se va, me dijo y se puso de pie y se paró contra la ventana y la claridad no me dejaba verle la cara cuando me dijo, Qué mierda, ¿no?, se va, y supe que en aquel momento él podía llorar y estaba muy bien que llorara, porque ya hasta los recuerdos estarían incompletos, y entonces me dijo: Esta noche voy a verla. Yo también, le dije. Pero nunca la vimos: la madre de Dulcita nos dijo, Ella está enferma, está durmiendo, pero sabíamos que ni dormía ni estaba enferma. Es que se va, pensé, y viví mucho tiempo sin entender por qué: Dulcita, la perfecta, la mejor, aquella mujer que tantas veces demostró ser un hombre, un hombre a todo. Caminamos de regreso, callados como dolientes, y después de atravesar la Calzada recuerdo que el Flaco me dijo: Mira qué bonita está la luna.
El Conde siempre había pensado que le gustaba aquel barrio: el Casino Deportivo había sido totalmente construido en los años cincuenta para una burguesía incapaz de llegar a fincas y piscinas, pero dispuesta a pagar el lujo de tener una habitación para cada hijo, un portal agradable y un garaje para el carro que no iba a faltar. La diáspora de la mayor parte de los moradores originarios y el paso de los años no habían conseguido, todavía, variar demasiado la fisonomía de aquel reparto. Porque es un reparto, no un barrio, se rectificó el Conde cuando el auto avanzó por la calle Séptima, en busca de la intercepción con la Avenida de Acosta, y notó que allí oscurecía sosegadamente, sin cambios bruscos, y no había ventolera, como si las contingencias e impurezas de la ciudad estuviesen prohibidas en aquel coto pasteurizado casi completamente ocupado por los nuevos dirigentes de los nuevos tiempos. Las casas seguían pintadas, los jardines cuidados y loscar-porsh ocupados ahora por Ladas, Moskovichs y Fiats polacos de reciente adquisición, con sus cristales oscuros y excluyentes. La gente apenas caminaba por la calle, y los que lo hacían andaban con la calma dada por la seguridad: en este reparto no hay ladrones, y todas las muchachas son lindas, casi pulcras, como las casas y los jardines, nadie tiene perros satos y las alcantarillas no se desbordan de mierda y otros efluvios coléricos. Allí el Conde había asistido a algunas de las mejores fiestas de su época del Pre: siempre había un combo, los Gnomos, los Kent, los Signos, y siempre se bailaba rock, nunca ruedas de casino ni nada de música latina, y las fiestas no terminaban a botellazo limpio, como en su barrio, pendenciero y mal pintado. Sí, era un buen lugar para vivir, dijo, cuando vio la casa de dos plantas -linda también, y pintada y con jardincito podado- donde vivía Caridad Delgado.
La madre de Lissette tenía el pelo rubio, casi blanco, aunque muy cerca del cráneo se descubría su persistente color: un castaño oscuro que tal vez ella consideraba demasiado vulgar. El Conde sintió deseos de tocárselo: había leído que, al morir, el pelo de Marylin Monroe, después de tantos años de decoloraciones implacables para forjar aquel rubio perfecto e inmortal, parecía un manojo de paja reseca por el sol. El de Caridad Delgado, sin embargo, lograba lucir vivo, resistente. La cara no; a pesar de los consejos que regalaba a las demás mujeres y que ella misma debía de practicar con un fanatismo pertinaz, sus cincuenta años eran algo inocultable: la piel de los carrillos había comenzado a plegarse desde el borde mismo de los ojos y ya a la altura del cuello la cascada de pliegues formaba una bolsa blanda, irreverente. Pero debió de haber sido una mujer hermosa, aunque era mucho más pequeña de lo que aparentaba en la televisión. Para demostrarle al mundo y a sí misma que todavía quedaban glorias, y que «la belleza y la felicidad son posibles», llevaba un pullover sin ajustadores a través del cual se marcaban, amenazantes aún, unos pezones rollizos, como chupetes para niños.
Manolo y el Conde entraron en la sala de la casa y, como siempre, el teniente comenzó su inventario de utilidades.
– Siéntense un momento, por favor, voy a traerles café, ya debe de estar colando.
Un equipo de música con dos bailes relucientes y una torre giratoria para guardar los casetes y los compactos; televisor en colores y vídeo marca Sony; lámparas ventilador en cada techo; dos dibujos firmados por Servando Cabrera en los que se veía la lucha de dos torsos y grupas: en uno la penetración victoriosa discurría frente a frente y con honestidad, mientras que en el otro se lograbaper angostan viam; los muebles de mimbre, de una rusticidad estudiada, no eran de la estirpe común que desde el lejano Viet Nam había llegado a las tiendas. El conjunto era agradable: heléchos que pendían del techo, cerámicas de diversos estilos y un pequeño barcito de ruedas en el que el Conde descubrió, acongojado y envidioso, una botella de Johnny Walker (Black Label) cargada hasta los hombros y una garrafa de un litro de Flor de Caña (añejo), que parecía desbordarse en su inmensidad. Así cualquiera es bello y tal vez hasta feliz, se dijo, cuando vio regresar a Caridad con una bandeja sobre la que temblaban tres tazas.
– No debería tomar café, estoy alteradísima, pero el vicio me consume.
Le entregó las tazas a los hombres y ocupó una de las butacas de mimbre. Probó su café, con la tranquilidad que incluye levantar el dedo índice en el que brillaba una sortija de platino con un coral negro engarzado. Dio varios sorbos y suspiró:
– Es que tuve que escribir hoy mi artículo del domingo. La secciones fijas son así, lo esclavizan a uno; quieras o no tienes que escribir.
– Claro -dijo el Conde.
– Bueno, ustedes dirán -se preparó después de abandonar la taza.
Manolo se inclinó para devolver también su taza a la bandeja y se quedó anclado en el borde de la butaca, como si pensara levantarse en cualquier momento.
– ¿Desde cuándo Lissette vivía sola? -empezó, y aunque desde su posición el Conde no podía verle la cara, sabía que sus pupilas, fijas en las de Caridad, empezaban a unirse, como arrastradas por un imán oculto tras el tabique de la nariz. Era el caso de bizquera intermitente más singular que el Conde hubiese visto.
– Desde que se graduó en el Pre. Ella siempre fue muy independiente, bueno, estudió becada muchos años, y el apartamento estaba vacío desde que su padre se casó y se mudó para Miramar. Entonces, cuando empezó la universidad, ella quiso irse para Santos Suárez.
– ¿Y no le preocupaba que estuviera sola?
– Ya le dije…
– Sargento.
– Que era muy independiente, sargento, se sabía hacer sus cosas, y, por favor, ¿es necesario sacar ahora esas cuentas?
– No, perdóneme. ¿Ella tenía novio ahora?
Caridad Delgado pensó un instante y aprovechó para mejorar su posición. Se colocó de frente a Manolo.
– Creo que sí, pero no puedo decirle nada seguro sobre eso. Ella hacía su vida… No sé, me habló hace poco de un hombre mayor.
– ¿Un hombre mayor?
– Creo que me dijo eso.
– Pero tuvo un novio que andaba en una moto, ¿verdad?
– Sí, Pupy. Aunque hace rato se pelearon. Lissette me dijo que había tenido una discusión con él pero no me explicó. Nunca me explicaba nada. Ella siempre fue así.
– ¿Qué más sabe de Pupy?
– No sé, creo que le gustan las motos más que las mujeres. Ustedes me entienden, ¿verdad? No se bajaba de la moto en todo el santo día.
– ¿Dónde vive?, ¿qué hace?
– Vive en el edificio que está al lado del cine Los Ángeles. El edificio del Banco de los Colonos, pero no sé en qué piso -dijo y pensó antes de seguir-. Y creo que no hacía nada, vivía de arreglar motos y eso.
– ¿Cómo eran las relaciones de ustedes dos?
Caridad miró al Conde y había una súplica en sus ojos. El teniente encendió un cigarro y se dispuso a oírla. Lo siento, vieja.
– Bueno, sargento, no muy cercanas, por decirlo de alguna forma. -Hizo una pausa y se observó las manos, manchadas por unas pecas cobrizas. Sabía que caminaba por un suelo fangoso y debía calcular cada paso-. Yo siempre he tenido muchas responsabilidades en mi trabajo y mi esposo igual, y el padre de Lissette tampoco paraba en la casa cuando vivíamos juntos y ella estudió becada… No sé, nunca estuvimos muy unidas, aunque yo siempre me ocupaba de ella, le compraba cosas, le traía regalos cuando viajaba, trataba de complacerla. La relación con los hijos es una profesión muy difícil.
– Algo así como las secciones fijas -opinó el Conde-. ¿Lissette le contaba sus problemas?
– ¿Qué problemas? -preguntó como si hubiese escuchado una herejía y logró sonreír, adelgazando apenas los labios. Alzó una mano a la altura del pecho y mostró los dedos, lista para ejecutar una convincente enumeración-. Ella lo tenía todo: una casa, una carrera, estaba integrada, siempre fue buena estudiante, tenía ropa, era joven…
Los dedos de la mano fueron insuficientes para el con-teo de bienes y utilidades y dos lágrimas corrieron entonces por la cara marchita de Caridad. Al terminar, su voz perdió brillo y ritmo. No sabe llorar, se dijo el Conde, y sintió lástima por aquella mujer que hacía mucho tiempo había perdido a su única hija. El teniente miró a Manolo y con los ojos le pidió que le dejara la conversación. Apagó su cigarro en un amplio cenicero de vidrio coloreado y se volvió a recostar.
– Caridad, usted debe comprender. Nosotros debemos saber qué pasó y esta conversación es inevitable.
– Yo sé, yo sé -dijo, recomponiéndose las arrugas de los ojos con el dorso de la mano.
– Algo muy raro sucedió con Lissette. No lo hicieron para robarle, porque como usted sabe no parece faltar nada en la casa, ni fue una violación común, porque además la maltrataron. Y lo que es más alarmante: esa noche hubo música y baile en su casa y fumaron marihuana en el apartamento.
Caridad abrió los ojos y luego dejó caer los párpados muy lentamente. Un instinto profundo la hizo llevarse una mano al pecho, como tratando de proteger los senos que palpitaban bajo la tela del pullover. Parecía vencida y diez años más vieja.
– ¿Lissette consumía drogas? -preguntó entonces el Conde dispuesto a aprovechar su superioridad.
– No, no, ¿cómo van a pensar eso? -se rebeló la mujer, recuperando algo de su devastada seguridad-. No puede ser. Que tuviera varios novios o que fuera a fiestas o que un día se tomara unos tragos, eso sí, pero drogas no. ¿Qué le han dicho de ella? ¿No saben que era militante desde los dieciséis años, que siempre fue una estudiante ejemplar? Hasta fue delegada al Festival de Moscú y era vanguardia desde la primaria… ¿No sabían eso?
– Sí lo sabíamos, Caridad, pero también sabemos que la noche que la mataron se fumó marihuana en su casa y se bebió bastante alcohol. Quizás hasta se consumieron otras drogas, pastillas… Por eso nos interesa tanto saber quiénes pudieron ser sus invitados a esa fiesta.
– Por Dios -invocó ella entonces, anunciando el alud final: un sollozo áspero salió de su pecho, agrietó su cara, y hasta su pelo, rubio, vivo y resistente, pareció transformarse en una peluca mal llevada. El poeta tenía razón, pensó el Conde, demasiado adicto a las verdades poéticas: de pronto aquella mujer de pelo platinado se había quedado sola como un astronauta frente a la noche espacial.
– ¿Te gusta este reparto, Manolo?
El sargento lo pensó un instante.
– Es lindo, ¿no? Creo que a cualquiera le gustaría vivir aquí, pero no sé…
– ¿No sabes qué?
– Nada, Conde, ¿te imaginas a un desarrapado como yo, sin carro ni perro de raza ni beneficios, en un barrio así? Mira, mira, todo el mundo tiene carro y casa linda; yo creo que por eso se llama Casino Deportivo: aquí todo el mundo está en competencia. Ya me sé esas conversaciones: Vecina viceministra, ¿cuántas veces fuiste al extranjero este año? ¿Este año? Seis… ¿Y tú, mi querida directora de empresa? Ah, yo fui nada más que ocho, pero no traje muchas cosas: las cuatro gomas del carro, el arreo de cuero de mipoodle toy, ah, y el micro-wave, que es una maravilla para la carne asada… ¿Y quién es más importante, tu marido que es dirigente o el mío que está trabajando con extranjeros?…
– A mí tampoco me gusta tanto este reparto -admitió el Conde y escupió por la ventanilla del carro.
Candito el Rojo había nacido en un solar de la calle Milagros, en Santos Suárez, y aunque ya había cumplido treinta y ocho años todavía vivía allí. En los últimos tiempos, las cosas habían mejorado en aquel solar; la muerte del vecino más cercano había dejado libre un cuarto que se sumó, sin mayores complicaciones legales -«Por los cojones de mi padre», le había dicho Candito-, a la única habitación de la morada original de la familia y, gracias a la altura del puntal de aquella casona de principios de siglo, devaluada y convertida en cuartería en los años cincuenta, su padre había construido una barbacoa y aquello empezó a parecer una casa: dos habitaciones en la parte más cercana al cielo, y el sueño solariego al fin realizado de poseer un bañito propio, una cocina y una sala comedor en los bajos. Los padres de Candito el Rojo ya habían muerto, su hermano mayor cumplía el sexto de sus ocho años de condena por robo con fuerza y la mujer del Rojo se había divorciado de él y se había llevado a los dos muchachos. Ahora Candito disfrutaba su amplitud hogareña con una mulatica dócil de veintipico de años que lo ayudaba en su trabajo: fabricar artesanalmente chancletas de mujer, de las que tenía una demanda permanente.
El Conde y Candito el Rojo se habían conocido cuando el Conde entró en el Pre de La Víbora y Candito iniciaba por tercera vez el onceno grado que nunca aprobaría. Inesperadamente, un día en que a los dos les cerraron la puerta de entrada por haber llegado diez minutos tarde, el Conde le regaló un cigarro a aquel jabao de pasas cobrizas y comenzaron una amistad que ya duraba diecisiete años y de la que el Conde había sacado siempre el mejor provecho: desde la protección de Candito cuando una noche evitó que le robaran la comida en la escuela al campo, hasta los esporádicos encuentros que últimamente tenían si el Conde necesitaba algún consejo o información.
Cuando lo vio llegar, Candito el Rojo se sorprendió. Hacía varios meses que no lo visitaba y, aunque el Conde era su amigo, la visita del policía nunca era una presencia inocente para Candito. Al menos mientras el Conde no demostrara lo contrario.
– El Conde, carajo -dijo después de mirar hacia el pasillo del solar y descubrir que estaba vacío-, ¿qué se te perdió por aquí?
El teniente le tendió la mano y sonrió.
– Mi socio, ¿qué tú haces para no ponerte viejo?
Candito le cedió el paso y le indicó uno de los sillones de hierro.
– Por dentro me conservo con alcohol y por fuera con esta jeta que Dios me dio: más dura que un palo -y gritó hacia el interior de la casa-. Cuqui, pon la cafetera ahí, que llegó el Condesito.
Candito levantó las manos, como pidiéndole tiempo a un árbitro, y avanzó hacia un pequeño aparador de madera y extrajo su medicina personal de preservación interior: le mostró al Conde una botella de añejo, casi completa, que le removió al policía la sed que le provocara el bar inexpugnable de Caridad Delgado. Tomó dos vasos y, sobre la mesa, sirvió el ron. Haciendo a un lado la cortina de tela que separaba la sala de la cocina, Cuqui asomó la cara y sonrió.
– ¿Cómo estás, Conde?
– Aquí, esperando el café. Aunque ya no estoy tan apurado -dijo, mientras aceptaba el vaso que le ofrecía Candito. La muchacha sonrió y, sin agregar palabra, escondió la cabeza tras la cortina.
– Oye, esa niña es mucho pa ti.
– Pa eso uno se mete en candela y se busca unos pesos, ¿no? -aceptó Candito y se tocó el bolsillo.
– Hasta que un día te busques un lío.
– Oye, que esto es legal, mi socio. Pero si hay líos tú me vas a ayudar, ¿verdad?
El Conde sonrió y pensó que sí. Iba a ayudarlo. Desde que trabajaba como oficial investigador, Candito el Rojo lo había ayudado a resolver varios problemas y los dos sabían que la influencia del Conde en caso de necesidad era la moneda de cambio con la que operaban. Además de una vieja deuda y los años de amistad, se dijo el Conde y bebió goloso un trago largo del añejo.
– Está tranquilo el solar, ¿no?
– Compadre, le dieron casa a la gente del primer cuarto y esto está ahora más tranquilo que un sanatorio. Oye, oye, qué silencio.
– Menos mal.
– ¿Y qué te pasa ahora? -preguntó Candito recostándose en su sillón.
El Conde tomó un trago bien largo de añejo y encendió un cigarro, porque siempre le sucedía lo mismo: no encontraba cómo plantearle a Candito que le sirviera de informante. El sabía que, a pesar de la amistad y la discreción y el ropaje de un favor a un viejo amigo, sus encargos iban contra la ética callejera y estricta de un tipo como Candito el Rojo, nacido y criado en aquel solar fogoso donde los valores de la hombría excluían desde el primer capítulo la posibilidad de aquel género de colaboración con un policía: con cualquier policía. Entonces decidió empezar moviéndose por las ramas.
– ¿Tú conoces a un pepillo que se llama Pupy, que vive en el edificio del Banco de los Colonos y tiene una moto?
Candito miró hacia la cortina de la cocina.
– Creo que no. Tú sabes que aquí hay dos mundos, Conde, el de los niños de papá y el de la gente de la calle, como yo. Y los niños de papá son los que tienen Ladas y motos.
– Pero eso es a tres cuadras de aquí.
– A lo mejor lo he visto, pero no me suena. Y no midas eso por cuadras: esa gente vive en la gloria y yo la tengo que pulir todos los días pa inventar un baro. No jodas, tú conoces la calle, mi socio. ¿Pero qué pasa con el tipo?
– No, hasta ahora nada. Es que tiene que ver con una candela que me interesa resolver. Una candela fea, porque hay un muerto por el medio -dijo y terminó el ron. Can-dito le volvió a servir y entonces el Conde se decidió a tocar fondo-: Rojo, me hace falta saber si en el Pre hay drogas, sobre todo marihuana, y quién la está llevando.
– ¿En el Pre de nosotros?
El Conde asintió mientras encendía el cigarro.
– ¿Y se echaron a uno?
– Una profesora.
– Candela de verdad… ¿Y cómo es el pase?
– Lo que te dije… La noche que la mataron se fumaron por lo menos un pito en su casa.
– Pero eso no tiene que ver con el Pre. A lo mejor salió de otra parte.
– Coño, Rojo, el policía soy yo, ¿no?
– Pérate, socio, pérate. La cosa es así: a lo mejor el Pre no tiene que ver con eso.
– El lío es que ella vive cerca de aquí, como a ocho cuadras, y Pupy fue novio de ella, pero parece que seguía cayéndole atrás. Y yo te digo: si la hierba se mueve en el barrio, puede llegar hasta la gente del Pre.
Candito sonrió y con un ademán le pidió un cigarro al Conde: ahora sus manos estaban coronadas por unas uñas largas y afiladas, necesarias para su trabajo de zapatero.
– Conde, Conde, tú sabes que en todos los barrios se mueve y que no solo es hierba lo que hay en el ambiente…
– Perfecto, compadre, perfecto. Averigúame con la gente del barrio si alguien del Pre la está comprando: una profesora, un alumno, un conserje, no sé. Y averigua también si Pupy le mete al pito.
Candito encendió el cigarro y aspiró dos veces. Entonces clavó sus ojos en los del Conde y, mientras se acariciaba el bigote, sonrió.
– Así que marihuana en el Pre…
– Oye, Candito, eso te quería preguntar: ¿había en la época de nosotros?
– ¿En el Pre? No, no. Había dos o tres arrebataos que a veces se sonaban un taladro en las fiestas con los Gnomos o con los Kent, o se empastillaban y arriba le metían ron,
¿te acuerdas cómo se ponían esas fiestas? Ahí a veces había, pero era un cigarro para cien. Ernestico el Rubio era el que a veces la conseguía en su barrio.
– ¿No jodas que Ernestico? -se asombró el Conde al recordar la voz pastosa y el semblante apacible de Ernestico: unos decían que era comemierda, y otros apostaban a que era comemierda y medio-. Bueno, pero eso es historia. Ahora es cuando vale. ¿Me vas a tirar un cabo?
Candito miró un instante sus uñas afiladas. No va a decir que no, pensó el Conde.
– Está bien, está bien, deja ver si te puedo ayudar… Pero ya tú sabes:no names, como dicen los yumas.
El Conde, entonces, sonrió, con una discreta dulzura, para avanzar un paso más.
– No me pongas esa, compadre, si le están vendiendo a alguien del Pre, va a haber tremenda cagazón, y más con un muerto por el medio.
Candito pensó un instante. El Conde temía aún una negativa que casi llegaba a entender.
– Un día me vas a quemar, asere, y de una candela así no me va a salvar nadie. Cuando tú te enteres vas a tener que espantarme las hormigas de la boca -dijo, y el Conde respiró. Bebió otro trago de ron y buscó el mejor modo de sellar el pacto.
– Otra cosa, compadre, tengo una jevita ahí que quiero tumbar… ¿Están buenas las chancletas que estás metiendo ahora?
– Mamey, Condesito, y pa' ti, pa' ti, con cincuenta cañas te limpias el pecho. Y si no tienes plata, pues te las regalo. ¿Qué número usa el pollo?
El Conde sonrió y movió la cabeza, negando.
– Estoy jodío, compadre, no sé de qué tamaño tiene la pata -dijo y levantó los hombros, y pensó que a la próxima mujer que conociera, antes de mirarle las nalgas o las tetas, le preguntaría el número que calzaba. Nunca se sabe cuándo ese dato puede hacer falta.
El recuerdo más remoto que Mario Conde tenía del amor se lo debía, como casi todo el mundo, a su profesora de kindergarten, una muchacha pálida y de dedos largos, que lo rociaba con su aliento cuando le tomaba las manos para colocarle los dedos sobre el teclado del piano, mientras, en un sitio impreciso entre las rodillas y el abdomen del niño, crecía una suave desesperación. Desde entonces el Conde empezó a soñar con su profesora, dormido y despierto, y una tarde le confesó al abuelo Rufino que quería ser grande para casarse con aquella mujer -a lo que el viejo le respondió: Yo también quiero-. Muchos años después, cuando estaba en vísperas de su matrimonio, el Conde supo que aquella joven de la que jamás volvió a tener noticias después de las vacaciones de verano estaba otra vez en el barrio. Había venido desde New Jersey por diez días para visitar a sus familiares y decidió ir a verla pues, aunque muy raras veces se acordaba de ella, en realidad nunca había podido olvidarla del todo. Y se felicitó por su decisión, pues ni siquiera los años, las canas y la gordura habían logrado disipar la belleza serena de aquella maestra a la que debía su primera erección por contacto y la conciencia remota de la necesidad de amar.
Algo de aquella mujer, más presentida que sentida cuando sólo tenía cinco años y su abuelo Rufino el Conde lo paseaba por todas las vallas de gallos de La Habana, había resurgido en la imagen de Karina. No era un detalle preciso, porque además de las manos lánguidas y el color limpio de la piel de su maestra, nada había sobrevivido en la memoria del policía: era más bien una atmósfera ecuánime, como un velo azul, que obraba el milagro de una sensualidad reposada y a la vez incontenible. No tenía remedio: se había enamorado de Karina igual que de aquella maestra y ahora era capaz de oír, mientras espiaba la casa donde vivía la joven, la melodía cálida del saxofón que ella tocaba, sentada sobre el muro de la ventana, mientras las rachas nocturnas del incansable viento de Cuaresma le alborotaban el pelo. El, sentado en el suelo, le acariciaba los pies y dibujaba con sus dedos cada falange, cada rincón terso o suave de sus plantas, para apropiarse con sus manos de todos los pasos que aquella mujer había dado por el mundo hasta llegar a su corazón, definitivamente. ¿Usará un cuatro y medio o un cinco?
– La mató el Pupy ese, me la juego. Estaba celoso y por eso la mató, pero se la templó primero.
– No digas eso, tú, eso ya no lo hace nadie. Mira, mira, salvaje, eso es cosa de un loco, un sicópata de esos que da golpes, viola y estrangula. Si ya yo vi esa película el sábado pasado por la noche.
– Caballeros, caballeros, pero ustedes se han puesto a pensar qué hubiera pasado si la muchacha en vez de ser profesora hubiera sido, es un decir, ¿no?, cantante de ópera, muy famosa, claro, y en vez de matarla en su apartamento la matan en medio de una función deMadame Butterfly, en un teatro lleno de gentes, en el momento…
– ¿Por qué los tres no van a lavarse el culo? -preguntó por fin el Conde, con toda su seriedad, ante los rostros sonrientes de sus tres amigos y de Josefina, que movía la cabeza y lo miraba, como diciéndole, te están vacilando, Condesito-. La verdad que tienen hoy el comemierda de turno. Yo hago el café y ustedes friegan -concluyó y se levantó en busca de la cafetera.
El Flaco Carlos, el Conejo y Andrés lo observaron desde la mesa sobre la que permanecían, como restos de un desastre nuclear, los platos, las fuentes, las cazuelas, los vasos y las botellas de ron desangradas por la voracidad digestiva y alcohólica de aquellos cuatro jinetes del Apocalipsis. Josefina había tenido la idea de invitar esa noche a Andrés, convertido en su médico de cabecera desde que unos dolores nuevos la sorprendieron hacía tres meses y, como siempre, contempló la posibilidad más causal que casual de que llegara el Conde, siempre muerto de hambre, y entonces apareció también el Conejo, él le traía unos libros al Flaco, dijo, y se sumó tranquilamente a la actividad priorizada, como calificó a aquella comida bien condimentada con la nostalgia de cuatro ex compañeros de Pre situados ya en la recta veloz que conduce a los cuarenta. Pero Josefina no se amilanó -es invencible, pensó el Conde, cuando la vio que, después de tener casi un minuto las manos sobre la cabeza, sonrió, porque la bombilla de las ideas culinarias se le había encendido: ella podía matar el hambre de aquellos depredadores.
– Ajiaco a la marinera -anunció entonces, y colocó sobre el fogón su olla de banquetes casi mediada de agua y agregó la cabeza de una cherna de ojos vidriosos, dos mazorcas de maíz tierno, casi blanco, media libra de malanga amarilla, otra media de malanga blanca y la misma cantidad de ñame y calabaza, dos plátanos verdes y otros tantos que se derretían de maduros, una libra de yuca y otra de boniato, le exprimió un limón, ahogó una libra de masas blancas de aquel pescado que el Conde no probaba hacía tanto tiempo que ya lo creía en vías de extinción, y como quien no quiere las cosas añadió otra libra de camarones-. También puede ser langosta o cangrejo -acotó tranquilamente Josefina, como una bruja deMacbeth ante la olla de la vida, y por fin lanzó sobre toda aquella solidez un tercio de taza de aceite, una cebolla, dos dientes de ajo, un ají grande, una taza de puré de tomate, tres, no, mejor cuatro cucharaditas de sal-. Leí el otro día que no es tan dañina como decían, menos mal -y media de pimienta, para rematar aquel engendro de todos los sabores, olores, colores y texturas, con un cuarto de cucharadita de orégano y otro tanto de comino, arrojadas sobre el sopón con un gesto casi displicente. Josefina sonreía cuando empezó a revolver la mezcla-. Da para diez personas, pero con cuatro como ustedes… Esto lo hacía mi abuelo, que era marinero y gallego, y según él este ajiaco es el padre de los ajiacos y le saca ventaja a la olla podrida, al pot-pourri francés, al minestrone italiano, a la cazuela chilena, al sancocho dominicano y, por supuesto, al borsch eslavo, que casi no cuenta en esta competencia de sopones latinos. El misterio que tiene está en la combinación del pescado con las viandas, pero fíjense que falta una, la que siempre se le echa al pescado: la papa. ¿Y saben por qué?
Los cuatro amigos, hipnotizados por aquel acto de magia, con las bocas abiertas y miradas de incredulidad, negaron con la cabeza.
– Porque la papa tiene un corazón difícil y estas otras son más nobles.
– José, ¿y de dónde coño tú sacas todo esto? -preguntó el Conde, al borde del infarto emotivo.
– No seas tan policía y saca los platos, anda.
El Conde, Andrés y el Conejo votaron por concederle la categoría del mejor ajiaco del mundo, pero Carlos, que había tragado tres cucharadas cuando los otros apenas comenzaban a soplar la humareda que brotaba de sus platos, señaló críticamente que otras veces su madre lo había hecho mejor.
Tomaron el café, fregaron la loza y Josefina decidió irse a ver la película de Pedro Infante que pasaban en «Historia del Cine», porque prefería aquella historia de charros de lujo a la discusión que se armó entre los comensales con el primer trago de la tercera botella de ron de la noche.
– Mira, salvaje -dijo el Flaco después de tragarse otra línea de alcohol-, ¿tú de verdad crees que la marihuana tiene que ver con el Pre?
El Conde encendió su cigarro e imitó el ejemplo etílico de su amigo.
– No sé, Flaco, la verdad, pero es un presentimiento. Desde que entré en el Pre sentí que aquello era otro lugar, otro mundo, y que no lo podía ver como si fuera el Pre de nosotros. Es una cosa extrañísima llegar a un lugar que te sabías de memoria y darte cuenta que ya no es como te lo imaginabas. Pero yo creo que nosotros éramos más inocentes y estos de ahora son más bichos, o más cínicos. A nosotros nos encantaba el lío de tener el pelo largo y oír música como benditos, pero nos dijeron tantas veces que teníamos una responsabilidad histórica que llegamos a creerlo y todo el mundo sabía que debía cumplirla, ¿no? No había hippies ni estos friquis de ahora. Este -y señaló al Conejo- se pasaba el día con la cantaleta de que iba a ser historiador y se leyó más libros que toda la cátedra de historia junta. A éste -y ahora le tocó a Andrés- se le metió en la cabeza ser médico y es médico, y se pasaba el día jugando pelota porque quería llegar a la Nacional. Tú mismo, tú mismo, ¿no te pasabas la vida atrás de cualquier culo y luego sacabas 96 de promedio?
– Oye, oye, Conde -el Flaco movió las manos, como uncoach que trata de detener a un corredor peligrosamente impulsado hacia un out suicida-, es verdad lo que tú dices, pero es verdad también que no había hippies porque los fumigaron… No quedó ni uno.
– No éramos tan distintos, Conde -entró entonces Andrés y negó con la cabeza cuando el Flaco fue a entregarle la botella-. Las cosas eran distintas, eso sí, no sé si más románticas o menos pragmáticas, o a nosotros nos llevaban más recio, pero yo creo que al final la vida nos pasa por arriba a todos. A ellos y a nosotros.
– Óyelo cómo habla: cosas pragmáticas -y se rió el Conejo.
– No jodas, Andrés, así tampoco, qué por arriba ni por arriba. Tú has hecho lo que te dio la gana y si no fuiste pelotero es por mala suerte -dijo el Flaco, que todavía recordaba el día que Andrés se hizo aquel esguince que lo sacó de su mejor campeonato. Fue una verdadera derrota tribal: con la lesión de Andrés terminaron todas las ilusiones de tener un socio en eldugout de los Industriales, sentado entre Capi-ró y Marquetti.
– No te creas eso. A ti mismo, ¿qué coño es lo que te ha pasado? A mí tú no me engañas, Carlos: estás jodido, te jodieron. Y yo que camino también estoy jodido: no fui pelotero, soy un médico del montón en un hospital del montón, me casé con una mujer que también es del montón y trabaja en una oficina de mierda donde se llenan papeles de mierda para que se limpien con ellos en otras oficinas de mierda. Y tengo dos hijos que quieren ser médicos igual que yo, porque mi madre les ha metido en la cabeza que un médico es «alguien». No me hagas cuentos, Flaco, ni me hables de realizaciones en la vida ni un carajo; nunca he podido hacer lo que me ha dado la gana, porque siempre había algo que era lo correcto hacer, algo que alguien decía que yo debía hacer y yo lo hice: estudiar, casarme, ser buen hijo y ahora buen padre… ¿Y las locuras, y los errores, y las cagazones que uno debe formar en la vida? Oye, y esto no es descarga de borrachera. Mírame cómo estoy… No, no me hagas cuentos que hasta ustedes mismos me dijeron que si estaba loco cuando me enamoré de Cristina, porque ella tenía diez años más que yo y porque había tenido diez maridos o no sé cuántos y porque hacía locuras y tenía que ser una puta y que cómo le iba a hacer eso a Adela, que era del Pre y era decente y era buena gente… ¿Ya no se acuerdan de eso? Pues yo sí, y cada vez que me acuerdo me parece que fui el gran comemierda por no haberme montado en una guagua y haber salido a buscar a Cristina donde estuviera metida. Al menos me hubiera equivocado en grande una vez en mi vida.
– Demasiada lucidez -dijo entonces el Conde-. Este está peor que yo.
El Conde, el Flaco y el Conejo miraban a Andrés como si el que hablara no fuera él: Andrés el perfecto, el inteligente, el equilibrado, el triunfador, el sosegado, el seguro Andrés que siempre habían creído conocer y que, definitivamente, parecía ahora que nunca lo hubieran conocido.
– Estás en nota -dijo entonces el Flaco, como tratando de salvar la imagen de su Andrés y hasta la suya propia.
– Algo anda mal en el reino de Dinamarca -sentenció el Conejo y bajó otro trago de ron. El vaso, al chocar contra la mesa, denunció el silencio que había caído sobre el comedor.
– Sí, es mejor decir que estoy borracho -sonrió Andrés y pidió más ron para su vaso-. Así todos nos quedamos tranquilos pensando que esta vida no es una mierda como dicen las canciones de los borrachos.
– ¿Qué canciones? -soltó el Flaco, tratando de buscar meandros más propicios a la conversación. Sólo el Conde sonrió, amargamente.
– Y hoy cuando salí del Pre me acordé de Dulcita. ¿Te acuerdas, Flaco, cuando te dijo que se iba?
Carlos pidió más ron y miró al Conde.
– No me acuerdo -susurró-. Echa más ron, no seas sicatero.
– ¿Y ustedes se han puesto a pensar qué hubiera pasado si Andrés no se jode la pata en aquel juego y si se casa con Cristina, y si tú, Conde, no te hubieras metido a policía y hubieras sido escritor, y si tú, Carlos, hubieras terminado la universidad y fueras ingeniero civil y no hubieras ido a Angola, y a lo mejor hasta te hubieras casado con Dulcita? ¿Ustedes se han puesto a pensar que nada puede volver a hacerse otra vez y lo que se hizo ya es irremediable? ¿No se han puesto a pensar que a veces es mejor no pensar? ¿No se han puesto a pensar tampoco que esta hora es del carajo para poder comprar otro litro de ron y que a estas alturas ya Cristina debe de tener las tetas caídas? Nada, es mejor no pensar ni cojones… Dame acá lo que queda en la botella, anda. Y me cago en la madre del que vuelva a pensar.
– No, no se preocupe, no muerden. No, no tengo clases hasta por la tarde -dijo Dagmar y trató de sonreírle, indecisa entre el bochorno de aquel recibimiento de ladridos y colmillos desenvainados y el orgullo de propietaria de perros tan trabajadores. El Conde la encontró en el portal, desafiando el viento, esperándolo como una novia que otea en el horizonte el barco en que volverá su amado. Los dos perros satos, feos y urgidos de mostrar su eficiencia, fueron espaciando sus ladridos alardosos mientras movían las colas y se esfumaba su pretendida fiereza. Lo invitó a pasar y le señaló un sofá donde el Conde comprendió que se hundía, sin remedios, como en un pantano sin fondo. Se sintió inferior y diminuto bajo el puntal, ahora más remoto, de aquella casona de La Víbora, ventilada y umbrosa-. Sí, es verdad, desde que Lissette entró a trabajar en el Pre me cayó bien y creo que éramos amigas. Por lo menos yo me sentía su amiga y me afectó mucho…
El Conde la dejó respirar y se alegró, en ese instante, de haber enviado a Manolo a entrevistarse con el médico forense. Si a esas alturas hubiera podido superar su fobia perruna, el sargento habría atacado de nuevo en un momento así. Mientras esperaba, el Conde volvió a recordar que era viernes. Al fin viernes, había dicho al abrir los ojos esa mañana y descubrir que, milagrosamente, todo estaba en orden y sin dolores dentro de su cabeza. Salvo las ideas.
Cuando parecía que el descenso blando al fin terminaba y las nalgas del policía anclaban sobre un muelle superviviente del peso de mil sentadas, el Conde le sonrió. Ella lo imitó, como disculpándose por su discurso de recibimiento, y cuando sonreía casi lograba ser una mujer hermosa. Dagmar tenía unos treinta años pero conservaba la levedad de una adolescente que todavía no ha ajustado sus proporciones: la boca grande y los dientes como en pleno crecimiento, las cejas pobladas hacia el puente de la nariz y cierta incongruencia de brazos y piernas demasiado largas para el tórax escuálido y mal tetado.
– ¿Qué sabe usted de la vida íntima de Lissette? ¿Con quién salía, quién era su novio ahora?
– Bueno, teniente, de eso creo que no sé mucho. Yo estoy casada y tengo un niño y en cuanto termino las clases salgo para acá corriendo, usted sabe. Pero ella era una muchacha, cómo decirle, nada, una muchacha moderna, no una mujer complicada como yo. Yo conocí a un novio que ella tuvo, Pupy, pero ellos se habían peleado, aunque él seguía dándole vueltas y a cada rato la recogía en el Pre en la moto que él tiene. Es un muchacho muy bien parecido, la verdad. Y, no sé qué más… Ahora que lo pienso, ella casi no hablaba de eso.
– ¿Ella salía con un hombre mayor, más o menos de unos cuarenta años o así?
Dagmar dejó de sonreír. Se acarició la frente con sus dedos largos, como si quisiera aliviar un dolor repentino o controlar un tránsito imprevisto de ideas.
– ¿Quién le dijo eso?
– Caridad Delgado, la madre de Lissette. Ella se lo comentó, pero no le dijo quién era.
Dagmar volvió a sonreír y miró hacia el fondo lejanísimo de la casa. Además de su estructura, al Conde le resultó incongruente el exceso de responsabilidad que destilaba la jefa de cátedra.
– No, teniente, no sé nada de ese hombre. Ella nunca me habló de eso. A lo mejor no era nada importante, digo yo.
– Tal vez, Dagmar… Me dicen que ella tenía muy buenas relaciones con sus alumnos.
– Eso sí es verdad -admitió la profesora sin pensarlo un instante. Ahora pareció satisfecha con el giro de la conversación-. Se llevaba muy bien con todos y creo que la querían mucho. Es que era tan joven.
– ¿Y ella le comentó alguna vez por qué no hizo el Servicio Social en el interior?
– No, no… Bueno, algo me dijo de que el padrastro, no sé si usted sabe…
– Me lo imaginaba. ¿Cuándo fue la última vez que usted vio a Pupy por el Pre?
– El lunes. El día antes…
– ¿Hay algo más que usted crea importante que me pueda decir de Lissette?
Ella volvió a sonreír y cruzó las piernas.
– No sé, imagínese… Lissette era como un terremoto, lo revolvía todo. Siempre estaba haciendo algo, siempre estaba dispuesta. Y era ambiciosa: todos los días demostraba que podía ser mucho más que una simple maestra de química, como yo. Pero no era de esas gentes que suben sobre la cabeza de los demás, no. Es que tenía energía. No me imagino que nadie hubiera querido hacerle algo a una muchacha así. Fue horrible, una cosa tan salvaje.
Un loco, un sicópata que da golpes, viola y estrangula. ¿Tendría razón el Flaco? ¿O todo sería más fácil si fuera cantante de ópera?
– Hay algo muy importante en esta historia, Dagmar, y quiero que me responda con sinceridad y sin temor. Lo que usted me diga es totalmente confidencial… La noche que la mataron, en la casa de Lissette hubo algo así como una fiesta. Había música, ron, y se fumó marihuana -enumeró el Conde, dejando que los dedos de su mano marcaran cada elemento, y vio cómo los ojos de la profesora admitían el asombro que le provocaba la última información-. ¿Tiene alguna idea de si Lissette la fumaba? ¿Ha oído algo en el Pre sobre la marihuana?
– Teniente -dijo ella después de darse un largo minuto para pensar. Otra vez pasó sus dedos de prestidigitadora por la frente y en ningún momento sonrió. No, no es bonita, concluyó el Conde-, eso es muy grave. Pero no me imagino a Lissette haciendo algo así, me niego a pensarlo, aunque cualquiera le puede decir cualquier cosa. Es mentira eso de que de los muertos siempre se habla bien… ¿Y que haya marihuana en el Pre, muchachos que la fumen? Mire, eso es absurdo, discúlpeme que se lo diga así.
– Está disculpada -admitió el Conde, mientras comenzaba a luchar por librarse de las arenas movedizas del sofá. Cuando logró recuperar la verticalidad que tanto había significado en la evolución del hombre, tuvo que acomodarse la pistola que apenas se sostenía contra el fajín del pantalón. Entonces pensó que, tal vez, Manolo debía haber estado allí, y en su honor dijo, con la dureza que consideró más apropiada-. Pero yo tenía mucha fe en esta entrevista. Todavía creo que usted hubiera podido ayudarnos más. Recuerde que hay una persona muerta, una amiga suya, y que todo es importante, al menos por ahora. Perdone que se lo diga, pero es que éste es mi trabajo: no sé bien por qué, pero parece que usted no me dice todo lo que sabe. Mire, aquí tiene mis teléfonos. Si recuerda algo más me llama, Dagmar. Se lo voy a agradecer. Y no tenga miedo.
Tenía las piernas de piedra. Se sentaba en un taburete, en el portal de la gallería, y con el gallo en la mano iniciaba apenas un movimiento hacia atrás con sus piernas de piedra y el respaldo del taburete quedaba recostado contra el horcón de caguairán del portal. Entonces él acariciaba al gallo, le sobaba el cuello y la pechuga, le peinaba la cola, le limpiaba el aserrín de las patas y le soplaba el pico, inyectándole su aliento. Tenía un palillo de dientes en la boca y lo movía y lo movía y yo tenía miedo de que se lo fuera a tragar algún día. Guardaba una tijera medianita en el bolsillo de la camisa y después que había calmado al gallo, acariciándolo mucho, diciéndole Vamos, gallo bueno. Arriba, macho guapo, cogía la tijerita y lo empezaba a tuzar, no sé cómo podía hacerlo todo con dos manos, movía al gallo como si fuera de juguete y el gallo se dejaba mover, mientras la tijera lo iba descañonando y las plumas le caían sobre sus piernas de piedra y el gallo se iba haciendo fino, más fino, fino perfecto, con los muslos rojos y la cresta roja y las espuelas largas como agujas, no, como espuelas de gallo fino. A esa hora siempre el sol se filtraba a través de los gajos del tamarindo y con aquella luz el abuelo parecía jaspeado por el sol, como un enorme gallo giro. En el portal de la gallería flotaba el aroma noble de la panadería cercana, luchando contra el olor inconfundible de las plumas y el vaho del linimento para los músculos de las aves, la peste de la mierda fresca de los pollos y el perfume de la madera triturada de las virutas que cubrían el círculo cerrado de las peleas a muerte. Este va a matar o se va a morir, me decía, así tranquilo, cuando soltaba al gallo para que picoteara en la hierba y me sentaba sobre sus piernas, que yo sentía duras como si fueran de piedra. Para él era tan normal el destino del gallo, y yo quería decirle que me lo regalara, que era un gallo tan lindo, que yo lo quería para mí, que no lo mataran nunca. Míralo cómo escarba, mira qué estampa. Tiene sangre buena este gallo, tiene cojones, ¿no se los ves?, y yo nunca pude encontrarle los cojones al gallo y pensé que a los gallos los cojones no les cuelgan, sino que están por dentro, y los sacan nada más un momentico cuando se suben arriba de la gallina, pero lo hacen tan rápido que nunca se los puede ver, hasta que aprendí que mi abuelo Rufino era un poeta y lo de los cojones del gallo era una metáfora, o una asociación inesperada y feliz, como diría Lorca, que no sabía nada de gallos de lidia, aunque sí de toros y toreros, pero ésa es otra historia: ahí sí se ven los güevos. A veces sueño con el abuelo Rufino y sus gallos y es el sueño de la muerte: en algún combate murieron todos aquellos animales perfectos, y por falta de combates y de poesía murió mi abuelo, después de la prohibición de las peleas y cuando se hizo tan viejo que sus piernas de piedra se ablandaron y ya no podía ir a las vallas clandestinas con la seguridad de correr más que la policía. Entonces se hizo completamente viejo: Nunca pelees si no tienes las de ganar, me dijo siempre, y cuando tuvo las de perder no peleó más. Un poeta de la guerra. No sé por qué hoy pienso tanto en él. O quizás sí lo sé: viéndolo a él, con sus piernas de piedra y el taburete recostado al horcón de caguairán aprendí, sin saber que lo aprendía, que él, y también que yo, teníamos el mismo destino que los gallos finos.
– A ver, dime. -Desde la ventana de su cubículo, en el tercer piso, el teniente Mario Conde observó la soledad de la copa del laurel azotada por la brisa. Los gorriones que frecuentaban las ramas más altas habían emigrado y las pequeñas hojas del árbol parecían a punto de desfallecer después de tres días de ráfagas insistentes: «Resistan», le pidió a las hojas con una vehemencia desproporcionada, competitiva, como si en la obstinación de aquellas hojas estuviera comprometida también la lucha por su propia vida. A veces solía establecer aquellos símiles absurdos, y siempre los hacía cuando algo demasiado profundo lo martirizaba: una culpa, una vergüenza, un amor. O un recuerdo.
El sargento Manuel Palacios, moviendo un pie con la insistencia nerviosa de una bailarina al borde de la fatiga, esperó a que el Conde se volviera.
– ¿Qué te pasa, Conde?
– Nada, no te preocupes. Canta.
Manolo abrió su desvencijada libreta de notas y comenzó la improvisación:
– Lo único que está claro es que no hay nada claro… Dice el forense que la muchacha tenía un alto por ciento de alcohol en la sangre, unos 225 mg, y que por su constitución física debía de estar bastante borracha cuando la mataron, porque además los golpes no indican que ella se haya defendido demasiado: por ejemplo, tenía las uñas limpias, es decir, que ni siquiera arañó al que la agredía, y no tenía golpes en los antebrazos, como hace alguien que se cubre. De marihuana no puede decir nada. Le rasparon el pulpejo de los dedos y le hicieron el análisis con los reactivos y no aparecieron restos. Pero no hay análisis para detectarla en el organismo, por lo menos si no es un fumador empedernido. Pero ahora viene lo bueno: tuvo contacto sexual con dos hombres y en los contactos no hubo violencia: no hay ninguna alteración en el sexo de ella que pueda indicar una penetración forzada. Mira las cosas que uno aprende, ¿no? Si entra con complacencia todo queda limpio y bien iluminado, como tú dices… Bueno, el caso es que hay semen de dos hombres, uno de una persona con sangre A positiva y el otro de uno con sangre del grupo O, que tú sabes que es el menos corriente, pero el médico me jura por su madre que entre una penetración, así dice él, Conde, no me mires con esa cara, que entre una penetración y otra hubo como cuatro o cinco horas de diferencia, por el estado en que estaban los espermatozoides cuando se hizo la autopsia. Eso quiere decir que la primera, la primera penetración tuvo que ser antes de que estuviera borracha, porque el alcohol en la sangre era reciente. ¿Tú entiendes algo? Y entonces, dice él, que aunque no es una prueba definitiva, que no hay certeza, así dice aquí, parece que el de sangre A positiva, que fue el primero, es un hombre de unos treinta y cinco a cuarenta y cinco años por el estado de los espermatozoides, y que el segundo, el de la sangre O, es una gente vigorosa, como si estuviera alrededor de los veinte, aunque hay viejos que tienen leche de jovencitos y por eso preñan. Mira tú todo lo que se saca de un cabrón espermatozoide. Y ahora asómbrate: ¿ya te asombraste? Bueno, Pupy, o sea, Pedro Ordóñez Martell, el de la moto, tiene sangre del grupo O. ¿No te caes de culo ni nada?
Sin llegar al extremo de caerse, el Conde se acomodó en su silla y apoyó los codos en el buró. Sus ojos quedaron a la misma altura de los ojos del sargento, como reclamándole toda su atención.
– ¿Por fin tú eres bizco, Manolo?
– ¿Vas a seguir jodiendo con eso?
– ¿Y cómo tú te enteraste de lo de Pupy?
– ¿Tú no sabes que yo soy la flecha? Deberían darme alguna vez la orden al policía más rápido… Nada, se me ocurrió localizarlo porque todavía me faltaba una hora para verte y fui al Comité, pregunté por él, y por lo que me dijeron es medio lumpen, o lumpen y medio. Se dedica a comprar y vender motos y vive de eso. Los padres parecen gente limpia y siempre están en bronca con él, pero a él eso le importa un carajo. Tiene fama de bonitillo y se las da de castigador con las niñas. No quise ir a verlo ni nada, pero entonces se me despertó el genio que casi siempre tengo en surna y se me ocurrió con ese lío de las sangres ir a ver al médico de la familia por si tenía ese dato y sí, lo tenía: ¡Oh!, O, me dijo el médico y me confirmó que Pupy tiene veinticinco años. ¿Qué te parece, marqués?
– Que voy a proponerte para esa orden de la rapidez. Pero no me cambies el título, coño -protestó sin fuerzas y volvió a la ventana. El mediodía era intachable: la luz batía por igual todo lo que estaba a su alcance y las sombras eran estrictas y descarnadas. De la iglesia que estaba al otro lado de la calle salía en ese momento una monja con los hábitos revueltos por la Cuaresma. Nadie se salva del pecado original, ¿no? Dos perros se reconocían en la acera, oliéndose los culos ordenada y alternativamente, como gesto de buena voluntad para el inicio de una posible amistad-. Entonces hay dos hombres, uno de más o menos cuarenta años y otro más joven que estuvieron con ella la misma noche, pero en horas diferentes y… y a lo mejor ninguno de los dos la mató, ¿verdad?
– ¿Por qué tú dices eso?
– Porque es posible. Acuérdate que esa noche de amor, de locura y de muerte hubo además una fiesta con varias gentes y… hace falta hablar con Pupy. Y si supiera quién es el hombre de cuarenta años… ¿Por qué no tratas de conseguir un poco de café, anda?
– ¿Vas a pensar? -preguntó Manolo con toda su socarronería y el Conde prefirió no responderle. Observó cómo la frágil estructura del sargento se reordenaba para ponerse de pie y abandonar la incubadora, como ambos le llamaban al diminuto cubículo que les habían asignado en el tercer piso.
Como siempre, regresó a la ventana. Había decretado que aquel pedazo de ciudad, que se extendía entre los falsos laureles que rodeaban la Central y el mar que apenas se presentía en la distancia, era su paisaje favorito. Allí estaban aquella iglesia sin torres ni campanarios, varios edificios apacibles, todavía bien pintados, muchas arboledas, el griterío reglamentado de un colegio primario. Todo aquello conformaba un ideal estético bajo un sol que difuminaba los contornos y fundía los colores según las reglas de la escuela impresionista. En verdad, quería pensar: el Viejo le había pedido que se metiera hasta los hombros en aquella historia turbia y él apenas lograba tocarla con la punta de los dedos. Se le hacía difícil hablar una y otra vez de muerte, drogas, alcohol, violación, semen, sangre y penetración, cuando una mujer de pelo rojo con saxofón podía esperarlo al doblar de aquella misma tarde de viernes. El Conde todavía arrastraba el desgarramiento de su última frustración amorosa, con Támara, aquella mujer a la que había deseado durante casi veinte años, a la que había dedicado sus más entusiastas masturbaciones desde la adolescencia hasta la madurez de los treinta y cinco años, para descubrir, cuando más enamorado creía estar después de una noche de amor consumado y consumido, que cualquier intento por retenerla había sido siempre una fantasía mal fundada, una ilusión adolescente, desde el día de 1972 en que se enamoró de aquella cara, que había certificado como la más linda del mundo. ¿Y a qué hora llegará Karina de Matanzas? ¿Será posible esta otra mujer?
Hundió el dedo en el timbre, por quinta vez, convencido de que la puerta no se abriría, a pesar de sus ruegos mentales y de las patadas nerviosas que daba en el piso: quería hablar con Pupy, saber de Pupy y, si era posible y real, culpar a Pupy y olvidarse del caso. Pero la puerta no se abrió.
– ¿Dónde estará metido éste?
– Imagínate, Conde, estas gentes con moto…
– Pues me cago en las motos. Vamos al garaje.
Esperaron el elevador y Manolo marcó el botón de la S. Las puertas se abrieron en un sótano oscurecido, medio vacío, en el que sólo descansaban un par de carros americanos de las promociones indestructibles de los cincuenta.
– ¿Dónde estará metido éste? -repitió el teniente, y Manolo prefirió esta vez no intentar una respuesta. Escalaron la rampa que daba salida hacia la calle Lacret, casi en la intersección con Juan Delgado. Desde la acera el Conde volvió a mirar el edificio, el único de su altura y modernidad en toda la zona, y caminó entonces hasta el Lada 1600 en que habían venido desde la Central. Manolo reinstalaba la antena del radio, que como medida profiláctica siempre guardaba cuando parqueaba en la calle, y el Conde abrió la puerta de la derecha.
– A sus órdenes -dijo Manolo, mientras ponía en marcha el motor. El Conde miró un instante su reloj: eran apenas las dos de la tarde y percibió la ingrata sensación de saberse con las manos vacías.
– Dobla ahí en Juan Delgado y parquea en la esquina de Milagros.
– ¿Y adónde vamos ahora?
– Voy a ver a un amigo -apenas respondió el Conde, casi cuando el auto se detenía, a unas pocas cuadras de distancia-. Espérame aquí, tengo que ir solo -dijo y abandonó el carro, mientras encendía un cigarro.
Bajó por Milagros, caminando contra el polvo y el viento que no amainaba. Sentía otra vez el escozor cálido en la piel que le provocaba aquella brisa sin duda infernal. Tenía que hablar con Candito, tenía que despejar de compromisos aquella noche ya comprometida, y quería saber.
El pasillo del solar también estaba desierto a esa hora del mediodía, ideal para la siesta, y respiró aliviado cuando sintió unos martillazos blandos que brotaban de la barbacoa de Candito el Rojo. En plena faena.
Desde el interior, Cuqui preguntó «quién es», y él sonrió.
– El Conde -dijo, sin gritar, y esperó a que la muchacha le abriera. Tres, cuatro minutos después, fue Candito quien abrió. Se limpiaba las manos con un trapo mugriento y el Conde comprendió que no era especialmente bienvenido.
– Entra, Conde.
El teniente miró al Rojo antes de entrar y trató de comprender lo que sentía su viejo compañero del Pre.
– Siéntate -dijo Candito, mientras servía en dos vasos un alcohol lechoso de una botella sin etiqueta.
– ¿Mofuco? -preguntó el Conde.
– Pero baja bien -dijo el otro y bebió.
– Sí, no es tan perrero -concedió el Conde.
– ¡Qué va a ser perrero! Esto es un Don Felipón, el mejor mofuco que se fabrica en La Habana. Fíjate que está a quince pesos y hay que encargarlo con antelación. Cosechas limitadas. ¿Estás apurado, no?
– Siempre estoy apurado, tú lo sabes.
– Pero yo no puedo apurarme, asere. Yo me la juego toda en esta gracia.
– No jodas, que esto no es la mafia siciliana.
– Créete eso, créete eso. Si hay hierba, hay plata, y donde hay plata hay gente que no la quiere perder. Y la calle está que hierve, Conde.
– ¿Entonces hay hierba?
– Sí, pero no sé de dónde sale ni adónde va.
– No me metas cuento, Rojo.
– Oye, ¿qué tú te crees, que yo soy papá Dios que lo sabe todo?
– ¿Y qué más?
Candito probó otro sorbo de alcohol y miró a su antiguo compañero de estudios.
– Conde, tú estás cambiando. Ten cuidado, que tú eres bueno, pero te estás volviendo un cínico.
– Coño, Rojo, ¿qué te pasa?
– Al que le pasa es a ti. Me estás utilizando y yo te importo un carajo. Ahora lo tuyo es resolver tu problema…
El Conde miró los ojos enrojecidos de Candito y se sintió desarmado. Sintió deseos de irse, pero escuchó la voz de su informante.
– Pupy es un tigre. Está en todo: facho de motos para venderlas por piezas, compra de fulas, bisnes con extranjeros. Vive como Dios manda. Fíjate que la moto que tiene es una Kawasaki, creo que de 350, de las bacanas de verdad. ¿Qué más quieres saber?
El Conde miró sus uñas limpias, de un matiz rosado, tan diferentes de las uñas oscuras y largas de Candito.
– ¿Y hierba?
– Va y sí.
– Debe de estar fichado. -Eso averígualo tú, que eres fiana. El Conde terminó su trago y encendió un cigarro. Miró a los ojos a Candito.
– ¿Qué te pasa hoy, compadre?
Candito trató de sonreír, pero no lo consiguió. Sin volver a tomar dejó su vaso en el suelo y empezó a limpiarse una uña.
– ¿Qué tú quieres que me pase? Oye, Conde, ¿qué es lo que tú quieres que me pase? Tú eres de la calle, tú no viniste en un preservativo ni nada de eso y sabes que lo que yo estoy haciendo no se hace. Esto no es juego. ¿Por qué no me dejas tranquilo haciendo mis chancletas sin meterme con nadie, eh? ¿Tú sabes que a mí me da vergüenza estar en esta descarga? ¿Tú sabes lo que es ser un trompeta? No jodas, Conde, ¿qué tú quieres que me pase? ¿Que eche a la gente para alante y me quede tan tranquilo…?
El Conde se puso de pie cuando Candito recogió su vaso y terminó el trago. Sabía muy bien lo que le pasaba a su amigo y sabía muy bien que cualquier justificación sonaría con acordes de falsedad. Sí, Candito era su informante: vulgo, trompeta, chiva, soplón. Miró al amigo que lo había defendido más de una vez y se sintió sucio y culpable y cínico, como le había dicho. Pero necesitaba saber.
– Sé que estás pensando que soy un hijo de puta, y a lo mejor es verdad. Tú sabrás. Pero voy a hacer mi trabajo, Candito. Gracias por el trago. Salúdame a tu pepilla. Y acuérdate que quiero regalarle unas sandalias a la jevita que conocí -y ofreció su mano para recibir la palma callosa y manchada de pegamento que desde el fondo de su sillón le extendió Candito el Rojo.
El viento peinaba la Calzada del barrio como si aquel arrastre de suciedades y tierras muertas fuera su única misión en el mundo. El Conde lo sintió hostil, compacto, pero decidió enfrentarlo. Le pidió a Manolo que lo dejara allí mismo, en la esquina del cine, sin decirle que solamente quería caminar, caminar por su barrio en aquel día impropio para tales ejercicios de piernas y espíritu, porque la angustia de la espera parecía dispuesta a devorarlo. Casi dos años de trabajo y convivencia con el Conde le habían enseñado al sargento Manuel Palacios a no hacer preguntas cuando su jefe le pedía algo que pudiera parecer insólito. La fama del Conde como el loco de la Central no eran simples habladurías y Manolo lo había comprobado más de una vez. Aquella mezcla de empecinamiento y pesimismo, de inconformidad con la vida y de inteligencia agresiva eran los componentes de un tipo demasiado raro y eficaz para policía. Pero el sargento lo admiraba, como no había admirado a casi nadie en su vida, pues sabía que trabajar con el Conde era una fiesta y un privilegio.
– Nos vemos, Conde -le dijo y realizó un giro en U en plena Calzada.
El Conde miró su reloj: iban a dar las cuatro y Karina nunca lo llamaría antes de las seis. ¿Me llamará?, dudó y avanzó contra el viento, sin preocuparse siquiera por echar un vistazo a la cartelera del cine, que resurgía después de una reparación que demoró diez años. Aunque el cuerpo le pedía la horizontalidad de la cama, las revoluciones en que giraban sus ideas hubieran hecho imposible la inconsciencia del sueño para mitigar la espera. De cualquier forma aquel paseo en solitario por el barrio era un placer que cada cierto tiempo el Conde se concedía: en aquella geografía precisa habían nacido sus abuelos, su padre, sus tíos y él mismo, y deambular por aquella Calzada que vino a tapizar el antiguo sendero por el que viajaban hacia la ciudad las mejores frutas de las arboledas del sur era una peregrinación hacia sí mismo hasta límites que pertenecían ya a las memorias adquiridas de sus mayores. Desde que el Conde naciera hasta entonces aquella ruta había cambiado más que en los doscientos años anteriores, cuando los primeros canarios fundaron un par de pueblos más allá del barrio y comenzaron el negocio de frutas y verduras, al que luego se sumarían algunas decenas de chinos. Un camino de polvo y unas casas de madera y teja en la guardarraya fueron acercando aquellos confines del mundo a la agitada capital y, justo por la época en que nacía el Conde, el barrio ya era parte de la ciudad, y se pobló de bares, bodegas, un club de billar, ferreterías, farmacias y un paradero de ómnibus, moderno y competente, encargado de hacer factible aquella participación citadina conseguida por el barrio. Entonces las noches se fueron haciendo largas, iluminadas, concurridas, con una alegría pobre pero despreocupada de la que el Conde sólo tenía algunos recuerdos desgastados por el tiempo. Avanzando hacia su casa, de cara al viento y dejando que la brisa arrastrara minutos vacíos, el Conde sintió otra vez la comunión sentimental que lo ligaba a aquella calle mal pintada y sucia en la que faltaban ya muchos jirones de sus propias remembranzas: el puesto de fritas del Albino, junto a la escuela donde estudió varios años; la panadería demolida, a la que cada tarde iba en busca de un pan tibio y generoso; el bar El Castillito, con su victrola cargada de voces que siempre encontraban algún borracho dispuesto a hacerles la segunda; la guarapera de Porfirio; la sociedad de los guagüeros; la barbería de Chilo y Pedro, devastada por el único incendio realmente feroz en la historia del barrio; el salón de bailes, convertido en escuela, donde un día de 1949 se produjo la misteriosa conjunción sentimental de aquellos adolescentes que hasta entonces ignoraban cada uno la existencia del otro y que unos años después serían sus padres; y la ausencia notable de la valla de gallos donde se forjaron todos los sueños de grandeza de su abuelo Rufino el Conde, convertida ahora en un solar yermo del que habían desaparecido los jaulones, el olor de las plumas, el círculo de los combates y hasta las estampas prehistóricas de los tamarindos que él había aprendido a trepar bajo la mirada experta del abuelo. Sin embargo, hasta en la tristeza de sus ausencias, en sus desolaciones, en sus nostalgias irrecuperables, aquel ámbito era el suyo porque allí había crecido y aprendido las primeras leyes de una selva del siglo XX tan esquemática en sus dictámenes como las reglas de una tribu en plena edad de piedra: había aprendido el código supremo de la hombría que estipulaba que los hombres son hombres y no hay que pregonarlo, pero hay que demostrarlo cada vez que sea necesario. Y, como en su vida en aquel barrio el Conde había tenido que demostrarlo varias veces, no le importaba ejecutar una nueva corroboración. La imagen de Fabricio destilando una apatía incontenible era un boomerang en su memoria. Y no se lo voy a aguantar, se dijo, cuando llegó a su casa y trató otra vez de lanzar lejos aquella imagen que lo irritaba para dedicarse a pensar en un futuro tapizado de esperanzas y amores posibles.
Seis menos cuarto y no llama.Rufino, el pez peleador, dio un giro veloz en la redondez interminable de su pecera y se detuvo, muy cerca del fondo. El pez y el policía se miraron, ¿Qué coño tú miras, Rufino? Sigue nadando, dale, y el pez, como si lo obedeciera, reinició su eterno baile circular. El Conde había decidido cortar el tiempo en cuartos de hora y ya había trucidado cinco partes iguales. Al principio trató de leer, buscó en todos los estantes del librero y fue descartando cada posibilidad de las que en un tiempo le resultaron más o menos tentadoras: en verdad ya no resistía las novelas de Arturo Arango, escribía muchísimas el tipo, siempre sobre personajes tronados y con ganas recuperadas de vivir en Manzanillo y rescatar la inocencia a través de la novia perdida; los cuentos de López Sacha ni hablar, eran palabreros y rebuscados y más largos que una condena perpetua; a Senel Paz había jurado no volver a leerlo, que si las florecitas amarillas, que si la camisita amarilla, si algún día escribiera algo con demonio… Podría sugerirle, por ejemplo, una historia sobre la amistad de un militante y un maricón; y Miguel Mejides, ni hablar, pensar que alguna vez le gustaron los libros de Mejides, con lo mal que escribe ese guajiro con ínfulas hemingwayanas. Qué literatura contemporánea, ¿no?, se dijo, y optó por intentarlo otra vez con una nove-lita que le parecía de lo mejor que había leído en los últimos tiempos: Fiebre de caballos. Pero le faltaba concentración para disfrutar la prosa y apenas pudo remontar la segunda página. Entonces trató de ordenar el cuarto: su casa parecía un almacén de olvidos y posposiciones y se juró dedicar la mañana del domingo a lavar camisas, medias, calzoncillos y hasta sábanas. Qué horror, lavar sábanas. Y los cuartos de hora fueron cayendo, pesados, compactos. Teléfono, coño, por lo que tú más quieras: suena. Pero no sonaba. Lo descolgó por quinta vez, para comprobar de nuevo que funcionaba, y devolvió el auricular a la horquilla cuando se le ocurrió la idea de su última desesperación: emplearía todo el poder de su mente, que para algo existía. Colocó el teléfono sobre una silla y acomodó otra frente al teléfono. Desnudo como estaba, ocupó la silla vacía y, después de observar críticamente la colgadura moribunda de sus testículos en los que había descubierto dos canas, se concentró y empezó a mirar al aparato y a pensar: Ahora vas a sonar, ahora mismo vas a sonar, y voy a oír una voz de mujer, una voz de mujer, porque ahora vas a sonar, y va a ser una mujer, la mujer que yo quiero oír porque tú vas a sonar y ahora, saltó, ¡coñó!, con el corazón latiéndole como un loco, cuando de verdad el teléfono emitió un largo timbrazo y el Conde escuchó -también de verdad, de salvadora verdad- la voz de la mujer que él quería oír.
– Con Sherlock Holmes, por favor. Habla la hija del profesor Moriarty.
El ego del Conde estaba de fiesta: siempre había sido vanidoso y arrogante y cuando podía sacar a pasear sus aptitudes lo hacía sin el menor remordimiento. Desde el portal de su casa saludaba ahora a todos los conocidos que pasaban por la acera y rogaba porque Karina llegara a recogerlo en el momento en que mucha gente lo viera. El miraría su llegada, así como distraído, y caminaría muy lentamente… Eh, mira al Conde cómo está. Coñó, jeva con carro y to. El sabía cuántos puntos significaba ese detalle para la escala de valores de las gentes del barrio y quería aprovecharlo. Lástima que aquella ventolera insolente hubiera desperdigado al grupo de la esquina, refugiados en algún lugar seguro para tragar sus alcoholes pendencieros y crepusculares, y que a la bodega, ahorita la cierran, no hubiera llegado nada atractivo como para armar una cola. La tarde se iba demasiado ecuánime para sus deseos. Además, se había vestido con sus mejores trapos: un jean prelavado que había conseguido comprar vía Josefina y una camisa a cuadros, suave como una caricia, con las mangas dobladas hasta los codos, de estreno para aquella noche especial. Y olía como una flor: Heno de Pravia, regalo del Flaco por su último cumpleaños. Tenía deseos de besarse a sí mismo.
Al fin la ve pasar frente a su casa, veinte minutos después de lo acordado, llegar hasta la esquina siguiente y doblar en U para detenerse en su lado de la acera, con el viento a popa y la proa indicando algún rumbo prometedor hacia el corazón negro de la ciudad.
– ¿Me demoré mucho? -pregunta ella y le deja caer un beso cálido en la mejilla.
– No, no. Hasta tres horas después está bien para una mujer.
– ¿Y qué, descubriste algún misterio? -ella sonríe, mientras pone en marcha el motor.
– Oye, que no es broma, de verdad soy policía.
– Ya sé: de la Policía Judicial, como Maigret.
– Bueno, allá tú.
El pequeño artefacto salta, mal preparado para la arrancada, y se lanza a toda velocidad por la calzada semidesierta. El Conde encomienda su suerte al dios que bendijo el guano colgado en el espejo retrovisor y piensa en Manolo.
– ¿Y por fin adónde vamos?
Ella maneja con una mano y con la otra devuelve a la cabeza el pelo que insiste en caerle sobre los ojos. ¿Verá la carretera? Se ha maquillado con esmero y lleva un vestido que altera los deseos del Conde, de flores malvas contra un fondo verde, amplio y de proporciones estudiadas: por el sur le cubre más allá de la rodillas y por el norte baja descotado en la espalda y hasta el nacimiento mismo de los senos. Ella lo mira antes de responderle y el Conde piensa que está frente a una mujer demasiado mujer, de la que va a enamorarse sin remedios ni alternativas: es algo que se siente en el pecho, como una sentencia inapelable.
– ¿Te gusta Emiliano Salvador?
– ¿Como para casarme con él?
– Ah, ¿así que también eres chistoso?
– Muchacha, yo trabajé en el circo haciendo el papel del payaso policía. La gente se divertía muchísimo cuando interrogaba al elefante.
– Bueno, serio, si te gusta el jazz podemos ir al Río Club. Ahora está el grupo de Emiliano Salvador. Yo siempre consigo una mesa.
– Todo por el jazz -admite el Conde y se dice que sí, que está muy bien aquello de comenzar en franca improvisación de instrumentos en medio de tanta vida pautada por algún gran maestro que apenas da márgenes para intentar cualquier variación.
Desde el carro la ciudad le parece más sosegada, más promisoria y hasta más limpia, aunque duda de la validez circunstancial de sus apreciaciones. No jodas, Conde, se dice, siempre tienes que dudar. Pero qué va a hacer: se siente feliz, conducido y tranquilo, seguro de que no va a morir en un vulgar accidente de tránsito y ni Lissette, ni Pupy, ni el derrumbe de Caridad Delgado, las impertinencias de Fa-bricio o los reproches de Candito el Rojo significan mucho en aquel tránsito indetenible hacia la música, hacia la noche, y -está más que seguro- hacia el amor.
– Entonces tengo que creer que eres policía. Policía de la policía, de los que tiran tiros y te meten preso y te ponen multas por mal parqueo. Cuéntame quién eres para poder creerte.
Había una vez, hace algún tiempo, un muchacho que quería ser escritor. Vivía tranquilo y feliz en una posesión no muy apacible, ni siquiera hermosa pero que desde niño aprendió a querer, no lejos de aquí, dedicado, como todo muchacho feliz, a jugar pelota por las calles, a cazar lagartijas y a ver cómo su abuelo, a quien quería mucho, preparaba gallos de pelea. Pero todos los días de su vida soñaba con ser escritor. Primero quiso ser como Dumas, el papá, el de verdad, y escribir algo tan fabuloso comoEl Conde de Montecristo, hasta que se peleó para siempre con el infame Dumas porque había escrito una continuación de aquel libro alentador, la tituló La mano del muerto, donde mata todo lo bello que creó en su primera historia: es una venganza muy mezquina contra toda la felicidad concedida a Mercedes y Edmundo Dantés. Pero el muchacho insistió y buscó otros ideales, que se fueron llamando Ernest Hemingway, Carson McCullers, Julio Cortázar o J.D. Salinger, que escribe esas historias tan escuálidas y conmovedoras, como la de Esmé o los tormentos de los hermanos Glass. Pero la historia de nuestro muchacho es como la biografía de todos los héroes románticos: la vida comenzó a ponerle pruebas que debía vencer, y no siempre las pruebas venían en forma de dragón, de Grial perdido o de identidades trastocadas, algunas vinieron vestidas con los lazos de la mentira, otras escondidas en la profundidad de un dolor incurable, otras como un jardín con senderos que se bifurcan y él se ve obligado a tomar el camino inesperado, que lo aleja de la belleza y la imaginación y lo lanza, con una pistola en la cintura, al mundo tenebroso de los malos, sólo de los malos, entre los que debe vivir creyendo que él es el bueno encargado de restablecer la paz. Pero el muchacho, que ya no es tan muchacho, sigue soñando que alguna vez saldrá de la trampa del destino y regresará al jardín original y recuperará el sendero soñado, pero mientras, va dejando atrás afectos que se le mueren, amores que se le pudren, y días, muchos días, dedicados a caminar por las alcantarillas inmundas de la ciudad, igual que los héroes de Los misterios de París. El muchacho está solo. Para no estar tan solo visita siempre que puede a un amigo que vive en una buhardilla húmeda y fría, de la que no puede salir porque está paralítico desde que los malos lo hirieron en una guerra. Era un gran amigo, ¿sabes? Era el mejor amigo, un verdadero caballero que había vencido en muchas cruzadas y que únicamente puede ser doblegado cuando lo hieren a traición, después de tenerlo atado y amordazado. Pues va a ver a su amigo, cada noche, y habla con él de las aventuras que va viviendo día a día, de los entuertos que ha debido desfacer, y a contarle sus felicidades y sus pesares… Hasta que un día le cuenta que quizás haya encontrado a una Dulcinea -y de La Víbora, no del lejano Toboso- y que otra vez está soñando con escribir y, más que soñando, está escribiendo, de sus recuerdos felices y de sus noches de angustias, sólo porque el halo mágico del amor en que lo ha envuelto aquella princesa que es su Dulcinea es capaz de devolverlo a lo soñado, a lo más entrañable… Y el final de la historia debe ser feliz: el muchacho, que ya no es tan muchacho, sale un día a oír música con su Dulcinea y atraviesan toda la ciudad, iluminada, llena de gentes sonrientes y amables que los saludan porque respetan la felicidad de los otros, y pasan la noche bailando, hasta que, al dar las doce campanadas, él le confiesa que la quiere, que sueña con ella más que con la literatura o con los horrores del pasado, y ella le dice que también lo ama y desde entonces viven juntos y felices y tienen muchos hijos y él escribe muchos libros… Ah, eso es si no interviene el genio del mal y con las doce campanadas Dulcinea huye, para siempre, sin dejar tras de sí ni siquiera un zapato de cristal. Y él entonces se preguntará: ¿qué pie calzará ella? Y ahí termina esta historia singular.
– ¿Qué hay de verdad en lo que me contaste?
– Toda la verdad.
Ella aprovechó la pausa que hacen los músicos y le preguntó, mirándolo a los ojos. El sirve ron en los dos vasos y agrega hielo y cola en el de ella. El nivel de las luces ha descendido y el silencio es un alivio difícil de asumir. Todas las mesas del club están ocupadas y los rayos ambarinos de los reflectores tiñen la nube de humo que flota contra el techo, en busca de un escape imposible. El Conde observa aquellas aves nocturnas convocadas por el alcohol y un jazz demasiado estridente y rumboso para su gusto preciso en cuestiones de jazz: de Duke Ellington a Louis Armstrong, de Ella Fitzgerald a Sarah Vaughan, su clasicismo sólo le ha permitido incorporar muy recientemente -a instancias del entusiasmo del Flaco- a Chick Corea con Al Dimeola y un par de números de Gonzalo Rubalcava Jr. Pero el lugar tiene, con sus medias luces y sus brillos discretos, una magia tangible que complace al Conde: le gusta la vida nocturna y en el Río Club todavía se puede respirar una atmósfera bohemia y de caverna para iniciados que ya no existe más en otros sitios de la ciudad. Sabe que el alma profunda de La Habana se está transformando en algo opaco y sin matices que lo alarma como cualquier enfermedad incurable, y siente una nostalgia aprendida por lo perdido que nunca llegó a conocer: los viejos bares de la playa donde reinó el Chori con sus timbales, las barras del puerto donde una fauna ahora en extinción pasaba las horas tras un ron y junto a una victrola cantando con mucho sentimiento los boleros del Benny, Vallejo y Vicentico Valdés, la vida disipada de los cabarets que cerraban al amanecer, cuando ya no se podía soportar un trago más de alcohol ni el dolor de cabeza. Aquella Habana del cabaret Sans Souci, del Café Vista Alegre, de la Plaza del Mercado y las fondas de chinos, una ciudad desfachatada, a veces cursi y siempre melancólica en la distancia del recuerdo no vivido ya no existía, como no existían las firmas inconfundibles que el Chori fue grabando con tiza por toda la ciudad, borradas por las lluvias y la desmemoria. Le gusta el Río Club para su encuentro definitivo con Karina y lamenta que no haya un negro con frac al piano insistiendo en tocarSegún pasan los años.
– ¿Vienes mucho a este lugar?
Karina se acomoda el pelo y hace con su vista un paneo del ambiente.
– A veces. Más por el lugar que por lo que se oye. Soy una mujer nocturna, ¿sabes?
– ¿Qué quiere decir eso?
– Eso mismo: que me gusta vivir la noche. ¿A ti no? De verdad debí haber sido músico y no ingeniera. No sé todavía por qué soy ingeniera y me acuesto temprano casi todos los días. Me gusta el ron, el humo, el jazz y vivir la vida.
– ¿Y la marihuana?
Ella sonríe y lo mira a los ojos.
– Eso no se le responde a un policía. ¿Por qué me dices eso?
– Estoy obsesionado con la marihuana. Tengo un caso en el que hay una mujer muerta y marihuana.
– Me da miedo que todo eso que me contaste sea verdad.
– Y a mí me espanta. ¿Es posible después de todo un final feliz? Yo creo que el muchacho se lo merece.
Ella toma un sorbo pequeño de su trago y se decide a coger un cigarro de la cajetilla de él. Lo enciende pero sin absorber el humo. Desde la barra llega ahora el sonido de maracas de una coctelera batida con sabiduría. El Conde respira el calor nítido de una mujer dispuesta y debe secarse sudores imaginarios acumulados en su frente.
– ¿No vas muy rápido?
– Voy a mil. Pero no puedo parar…
– Un policía -dice ella y sonríe. Como si fuera difícil de creer que existieran policías-. ¿Por qué eres policía?
– Porque en el mundo hacen falta también los policías.
– ¿Y te gusta serlo?
Alguien mantiene abierta por unos segundos la puerta de entrada y la luz platinada de los faroles callejeros irrumpe en la penumbra del club.
– A veces sí, a veces no. Depende de las cuentas que saquemos mi conciencia y yo.
– ¿Y ya investigaste quién soy yo?
– Confío en mi olfato de policía y en las evidencias visibles: una mujer.
– ¿Y qué más?
– ¿Tiene que haber más? -pregunta y vuelve a beber. La mira porque no se cansa de mirarla y entonces, muy lentamente, desliza su mano sobre la mesa húmeda y atrapa una de las manos de ella.
– Mario, yo creo que no soy lo que tú piensas.
– ¿Estás segura? ¿Por qué no me cuentas quién eres tú para saber con quién ando?
– Yo no sé hacer historias. Ni siquiera biografías. Yo soy…, bueno, sí, una mujer. Y tú, ¿por qué querías ser escritor?
– No sé, un día descubrí que pocas cosas podían ser tan hermosas como contar historias y que las gentes las leyeran y supieran que yo las había escrito. Creo que por vanidad, ¿no? Después, cuando comprendí que era muy difícil, que escribir es algo casi sagrado y además doloroso, creí que debía ser escritor porque yo mismo necesitaba serlo, por mí mismo y para mí mismo, y si acaso para una mujer y un par de amigos.
– ¿Y ahora?
– Ahora no lo sé muy bien. Cada vez voy sabiendo menos cosas.
Termina el silencio. En el pequeño escenario los instrumentos todavía descansan, pero de la cabina de audio empieza a brotar música grabada. Una guitarra y un órgano que arman un matrimonio joven, todavía muy bien llevado. El Conde no identifica la voz ni la melodía, aunque le parece conocida.
– ¿Quién es?
– George Benson y Jack McDuff. O debería decir al revés: Jack McDuff primero. El fue el que enseñó a Benson todo lo que podía sacarle a la guitarra. Es el primer disco de Benson, pero sigue siendo el mejor.
– ¿Y cómo tú sabes todas esas cosas?
– Me gusta el jazz. Igual que tú sabes la vida y milagros del septeto de los hermanos Glass.
El Conde descubre entonces que sobre la pista de madera varias parejas se han decidido a bailar. La música de McDuff y Benson es una incitación demasiado evidente y él siente que tiene tanto ron en las venas como para atreverse.
– Vamos -le dice, ya de pie.
Ella vuelve a sonreír y pone orden y concierto en su pelo antes de levantarse y soltar las alas floreadas de su amplísimo vestido. Es la música, es el baile y es el primero de los besos de una noche hecha para besar. El Conde descubre que la saliva de Karina tiene un gusto de mangos frescos que desde hacía mucho tiempo no encontraba en ninguna mujer.
– Hacía años que no me sentía así -le confiesa entonces y la vuelve a besar.
– Eres un tipo raro, ¿no? Eres más triste que el carajo y eso me gusta. No sé, me parece que vas por el mundo pidiendo perdón por estar vivo. No entiendo cómo puedes ser policía.
– Ni yo tampoco. Creo que soy demasiado blando.
– Eso también me gusta -ella sonríe y él le acaricia el pelo, tratando de robarle con el tacto aquella suavidad que presiente en otra cabellera más íntima, oculta de momento. Ella deja correr el filo de sus uñas por la nuca del Conde, para que un temblor incontrolable se despeñe por la espalda del hombre. Y se besan, frotándose los labios.
– ¿Y, por cierto, qué número de zapatos tú usas?
– El cinco, ¿por qué?
– Porque no me puedo enamorar de mujeres que calcen menos del cuatro. Mis estatutos me lo prohíben.
Y la vuelve a besar, para encontrarse, por fin, con una lengua tibia y lenta que lo embiste y viola su espacio bucal con un esmero devastador. Y el Conde decide pedir su residencia: se hará ciudadano de la noche.
En mañanas así, el sonido del timbre siempre fue una agresión: ráfagas de ametralladora que penetran por el oído, dispuestas a macerar los restos adoloridos de la masa blanda que todavía flota entre las paredes del cráneo. La historia se repetía, siempre como tragedia, y el Conde logró estirar el brazo y atrapar, allá a lo lejos, la frialdad del auricular.
– Coño, Conde, menos mal, ayer te estuve llamando como hasta las dos de la mañana y tú perdido.
El Conde respiró y sintió que se moría de dolor de cabeza. Ni siquiera se atrevió a jurar en vano que ésa era la última, pero que la última vez.
– ¿Qué pasó, Manolo?
– ¿Que qué pasó? ¿Tú no querías a Pupy? Bueno, pues anoche durmió en la Central. ¿Qué tú crees que debo ordenarle como desayuno?
– ¿Qué hora es?
– Siete y veinte.
– Recógeme a las ocho. Y por si acaso trae una pala.
– ¿Una pala?
– Sí, para que me recojas -y colgó.
Tres duralginas, ducha, café, ducha, más café y un pensamiento: cómo me gusta esa mujer. Mientras las duralginas y el café hacían su efecto de poción mágica, el Conde pudo al fin pensar y se alegró de que ella le pidiera esperar un poco, porque con aquella borrachera emotiva que lo sorprendió al inicio de la segunda botella no hubiera sido capaz ni de zafarse los pantalones, como lo comprobó en plena madrugada cuando lo despertó una sed de dragón y descubrió que todavía estaba vestido. Y ahora, cuando se miró en el espejo, se alegró de que ella no lo viera así: las ojeras le caían como cascadas sucias y el color de sus ojos era de un anaranjado feroz. Además, parecía un poco más calvo que el día anterior y, aunque no fuera tan evidente, estaba convencido de que el hígado ya debía de llegarle a las rodillas.
– Ve suave, Manolo, por una vez en tu vida -le rogó el Conde a su subordinado cuando abordó el carro y se aplicó en la frente una capa de pomada china-. Dime qué pasó.
– Dime tú qué pasó: ¿te arrolló un tren o te dio el paludismo?
– Peor: bailé.
El sargento Manuel Palacios comprendió la extrema gravedad de su jefe y no pasó de los ochenta kilómetros por hora mientras le contaba:
– Bueno, el hombre apareció como a las diez de la noche. Ya yo estaba a punto de irme y dejar al Greco y a Crespo en la esquina del edificio, cuando llegó. Entró en la moto y lo fuimos a buscar al parqueo. Le pedimos la propiedad de la moto y nos quiso hacer un cuento. Entonces decidí ponerlo en remojo. Yo creo que ya debe de estar más blandito, ¿no? Ah, y dice el capitán Cicerón que lo veas. Que aunque la marihuana de casa de Lissette ya estaba adulterada por el agua, es más fuerte que la normal y que en el laboratorio piensan que no sea cubana: dicen que mexicana o nicaragüense. Que hace como un mes agarraron a dos tipos en Luyanó vendiendo unos cigarros y parece que es del mismo tipo.
– ¿Y de dónde la sacó esa gente?
– Ese es el lío, se la compraron a un tipo en El Vedado, pero por más señas que dieron el gallo no aparece. A lo mejor están tapando a alguien.
– Así que no es cubana…
El Conde se ajustó las gafas oscuras y encendió un cigarro. Debían hacerle un monumento al inventor de la duralgina. DE LOS BORRACHOS DEL MUNDO…, más o menos debía decir la leyenda en el memorial. Él le llevaría flores. Volvía a ser persona.
– ¿Nombre completo?
– Pedro Ordóñez Martell.
– ¿Edad?
– Veinticinco.
– ¿Centro de trabajo?
– No, no tengo.
– ¿Y de qué vives?
– Soy mecánico de motos.
– Ah, de motos… Mira, cuéntale al teniente lo de la Kawasaki, anda.
El Conde se separó de la puerta y avanzó hasta colocarse de frente a Pupy, dentro del ámbito calcinante de la potente lámpara. Manolo miró a su jefe y luego al muchacho.
– ¿Qué pasa, se te olvidó el cuento? -le preguntó Manolo, inclinándose hacia él y mirándolo a los ojos.
– Se la compré a un marino mercante. El me hizo un papel que se lo di anoche a él. El marino mercante se quedó en España.
– Pedro, eso es mentira.
– Oiga, sargento, no me diga más mentiroso. Eso, eso es una ofensa.
– Ah, sí, ¿y pensar que acá el teniente y que yo somos unos comemierdas qué cosa es?
– Yo no los he ofendido.
– Bueno, vamos a aceptarlo por ahora. ¿Qué me dices de la causa que te podemos abrir por venta ilícita? Me contaron que vendías cosas de la diplotienda y que ganaste muchísima plata.
– Oiga, eso hay que demostrarlo, porque yo no me robé nada, ni trafiqué nada, ni…
– ¿Y qué pasa ahora mismo si hacemos un buen registro en tu casa?
– ¿Por lo de la moto?
– ¿Y si aparecen algunos billeticos verdes, y unos ventiladores y cosas así, qué me vas a contar, que nacieron ahí?
Pupy miró al Conde como pidiéndole, quítame a éste de arriba, y el Conde pensó que debía complacerlo. El joven era una versión tardía y trasplantada de los Angeles del Infierno: el pelo largo, peinado al medio, le caía sobre los hombros de unjacket de cuero negro que era un insulto climático. Llevaba incluso botas altas, de doble cremallera, y un jean de montar, reforzado en las nalgas. Demasiadas películas habían pasado por aquellos ojos.
– Con su permiso, sargento, ¿puedo hacerle una pregunta a Pedro?
– Cómo no, teniente -dijo Manolo y se apoyó en el respaldo de la silla. El Conde apagó la lámpara pero siguió de pie, tras el buró. Esperó a que Pupy terminara de frotarse los ojos.
– Le gustan mucho las motos, ¿verdad?
– Sí, teniente, y la verdad, yo le sé un mundo a esos bichos.
– Hablando de cosas que sabe… ¿Qué sabe usted de Lissette Núñez Delgado?
Pupy abrió los ojos y en su mirada había toneladas de terror. La geografía equilibrada de su rostro de bonitillo asumido se resintió, como alterada por un terremoto. La boca trató de iniciar una protesta que no fructificaba, sacudida por un temblor que no lograba controlar. ¿Va a llorar?
– ¿Qué me dice, Pedro?
– ¿Pero qué es lo que quieren ustedes? Ahí sí que no, teniente, yo de eso sí que no sé nada, se lo juro por lo que usted quiera, se lo juro…
– Espérate, no jures todavía. ¿Cuándo fue la última vez que la viste?
– No sé, el lunes o el martes. Yo fui a recogerla al Pre porque ella me dijo que quería comprarse unos tenis de esos de suela ancha que yo tenía, que eran legales, legales de verdad, y fuimos a mi casa y se los probó y le servían, y entonces íbamos a la casa de ella a buscar el dinero y después yo me fui.
– ¿Cuánto le cobró por los tenis? -Nada.
– ¿Pero no los estaba vendiendo?
Pupy miró goloso el cigarro que el Conde había encendido.
– ¿Quieres uno?
– Se lo voy a agradecer.
El Conde le entregó la cajetilla y la fosforera y esperó a que Pupy encendiera el cigarro.
– A ver, ¿cómo es la historia de los tenis?
– Nada, teniente, es que, ella y yo, bueno, fuimos novios, eso usted lo sabe, y a la que fue novia de uno cuesta trabajo venderle algo.
– Así que se los regalaste, ¿verdad? ¿No se los habrás cambiado?
– ¿Cambiarlos?
– ¿Tuvieron relaciones sexuales ese día?
Pupy dudó, pensó rebelarse, aducir tal vez la intimidad de la cuestión, pero pareció pensarlo dos veces. -Sí.
– ¿Por eso fue que ella te llevó a su casa?
Pupy chupó ávidamente de su cigarro y el Conde pudo oír el levísimo crepitar de la hierba quemada. Movía ahora la cabeza, negando algo que no podía negar, y volvió a fumar antes de decir:
– Mire, teniente, yo no quiero pagar lo que no hice. Yo no sé quién mató a Lissette, ni en qué lío estaba ella metida, y aunque es feo lo que le voy a decir, se lo voy a decir, porque yo no voy a pagar de zonzo los platos rotos. Lissette era un cohete, eso mismo, un cohete, y yo estaba con ella así, por pasar el tiempo, pero nada serio, porque sabía que me la dejaba en los callos en cualquier momento, como hizo cuando conoció a un mexicano ahí que parecía un tamal mal envuelto, un tal Mauricio, creo que se llamaba. Pero es que ella era una fiera en la cama. Pero una fiera de verdad, y a mí me gustaba acostarme con ella, para serle franco, y ella era una cabrona y lo sabía y me tumbó los tenis con esa onda.
– ¿Y tú dices que eso fue el lunes o el martes?
– Creo que fue el lunes, sí, que ella terminaba temprano. Eso lo pueden averiguar.
– A Lissette la mataron el martes. ¿Tú no la volviste a ver?
– Por mi madre que no. Se lo juro, teniente.
– ¿De dónde sacó Lissette al novio mexicano? Mauricio se llamaba, ¿no?
– No sé bien esa historia, teniente, creo que lo conoció en Coppelia, o por ahí. El tipo estaba de turista y ella lo enganchó. Pero hace ya un tiempo de eso.
– ¿Y quién era el novio de ella ahora?
– Bueno, teniente, vaya usted a saber. Yo casi no la veía ya, tengo otra novia, una pepilla ahí…
– Pero ella andaba con un hombre de unos cuarenta, cuarenta y pico de años, ¿no es verdad?
– Ah, pero no era el novio -y por fin Pupy sonrió-. Eso era otro vacilón de ella. Cuando yo le digo que era un cohete.
– ¿Y quién era ese hombre, Pedro, usted lo conocía?
– Claro que sí, teniente, el director del Pre. ¿Pero ustedes no lo sabían?
– Vengo a tomar café -anunció el Conde, y el Gordo Contreras sonrió desde su butaca a prueba de cargas pesadas.
– El Conde, el Conde, mi amigo el Conde. Así que café, ¿no? -dijo y, aunque parecía imposible, puso en pie su tremenda anatomía de cachalote terrestre, mientras extendía la mano derecha con el propósito alegremente malvado de descoyuntarle los dedos al Conde. ¿Y no se sabrá otro juegui-to menos pesado? El teniente sacó fuerzas de su masoquismo y se dejó torturar por el capitán Jesús Contreras, jefe del Departamento de Tráfico de Divisas.
– Coño, Gordo, suelta ya.
– Hacía días que no venías por aquí, mi amigo.
– Pero te extrañé mucho. Fíjate que te escribí dos cartas. ¿No te llegaron? Es verdad lo que dice la gente, que el correo es una mierda.
– No jodas, Conde, ¿qué te hace falta?
– Ya te lo dije, Gordo, café. Además, vengo a hacerte un regalo, envuelto en papel de celofán. Para que veas que tú no eres el único aquí que hace regalitos.
Entonces el Gordo rió. Era un espectáculo único en la tierra: su papada, su barriga, sus tetas de obeso transgresor de los límites de las trescientas libras, se pusieron a bailar al ritmo de sus carcajadas, como si la carne y la grasa estuviesen mal atadas a la remota osamenta que debía sustentarla, y fuera posible asistir a unstreap-tease total que descubriera la identidad oculta de un esqueleto cubierto por tres quintales de carne y cebo. Viéndolo reír, el Conde siempre pensaba en la extraña y predestinada relación que encontraba entre el apellido del Gordo y su figura: sencillamente era Contreras, redondo, rollizo, voluminoso y espeso.
– Oye, Conde, desde que cumplí siete años no me regalan nada. Mierda, si acaso.
– ¿Pero tienes o no tienes café?
Contreras iba a recuperar la risa, pero se detuvo.
– Para los amigos siempre tengo. Y todavía está caliente.
Rodó, más que caminó, hacia la gaveta del buró y extrajo un vaso mediado de café.
– Pero no te lo tomes todo, acuérdate que ya no tengo cuota.
El Conde bebió un sorbo más que generoso y vio una alarmante desesperación en la mirada crítica del Gordo. Era el mejor café que se tomaba en la Central, especialmente enviado al capitán Contreras de las reservas estratégicas del mayor Rangel. Antes de devolver el vaso, el Conde volvió a beber.
– Oye, oye, está bueno ya. Mira eso… Bueno, a ver, ¿qué te pasa?
– Una moto Kawasaki de tres y medio que no se sabe de dónde salió, compras en la diplotienda y casi seguro tráfico de divisas. Un encanto. Lo tengo en mi cubículo y está tan maduro que se cae de la mata. Te lo regalo con la condición de que me lo conserves porque todavía no he terminado con él. ¿Te gusta?
– Me gusta -admitió el Gordo Contreras y ya no se pudo contener: soltó las amarras de sus carcajadas y el Conde pensó que un día iba a rajar las paredes del edificio.
– Entra, dale, entra -tronó la voz cuando el Conde puso la mano sobre el picaporte. Me olfatea este cabrón, pensó el teniente y empujó la puerta por el cristal nevado. El mayor Antonio Rangel se balanceaba con abulia en su silla giratoria y, contra lo que imaginaba el teniente, había cierta placidez en su rostro. El Conde olió: flotaba en el ambiente perfume de tabaco fino, joven pero bien curado. El Conde miró: sobre el cenicero descansaba en ese momento una breva larga y aceitunada.
– ¿Qué cosa es?
– Un Davidoff 5000, ¿qué iba a ser?
– Me alegro por ti.
– Y yo por ti. -El mayor detuvo el balanceo y recuperó el habano. Lo chupó como si fuera ambrosía-. Ya ves, estoy de buena… ¿Dónde coño tú estabas metido? ¿Ahora eres policía por cuenta propia? ¿Tú no sabes que yo estoy aquí para algo?
El Conde se sentó frente al mayor y trató de sonreír. Rangel necesitaba saber cada paso de cada investigación de cada subordinado, sobre todo si el subordinado se llamaba Mario Conde. Aunque confiaba en la capacidad del teniente más que en la suya propia, el mayor le tenía miedo. Sabía de todas las patas que cojeaba el Conde y trataba de mantenerlo atado lo más corto posible. Ahora al Conde se le ocurrían un par de chistes y pensó que podía intentarlo al menos con uno:
– Mayor, vengo a pedirle la baja.
El Viejo lo miró un instante y, sin inmutarse, devolvió el tabaco al cenicero.
– Menos mal que era eso -dijo y bostezó, sosegadamente-. Baja a personal y dile que te llenen los papeles, que yo los firmo. Me alegro por mi hipertensión. Por fin voy a trabajar tranquilo…
El Conde sonrió, defraudado.
– Coño, Viejo, ya ni se puede jugar contigo.
– ¡Nunca se ha podido! -rugió, más que habló, el Viejo. Si Dios hablara tendría la voz de este hombre-. Yo no sé cómo es que tú te atreves. Oye, Conde, de verdad, ¿alguna vez vas a decirme por qué carajo te metiste a policía?
– Esas preguntas sólo las respondo delante de mi abogado.
– Pues se van al carajo tú, el derecho romano y el Colegio de Abogados. ¿Qué pasa con el caso? Ya hoy es sábado.
El Conde encendió un cigarro y observó el cielo despejado que se veía por el ventanal de la oficina. ¿Nunca se verían las nubes desde aquella ventana?
– Va lento.
– Yo te pedí que fuera rápido.
– Pero va lento. Acabamos de interrogar a uno de los sospechosos, un tal Pupy, un bisnero que fue novio de la muchacha. Por ahora creo que no tiene nada que ver con la muerte de ella, tiene una coartada con demasiados testigos, pero nos confirmó dos cosas importantes que le dan otra música a esta rumba: que la profesora era un cohete, como él dice, más rápida sacando los «Coles» que Billy el Niño, y que tenía relaciones con el director del Pre, que ahora es el segundo sospechoso. Pero hay algo que no funciona muy bien en todo esto. Dice el forense que el último contacto sexual de la muchacha, poco antes de que la mataran, fue con un hombre joven, de alrededor de veinte años, y que tiene sangre del grupo O. Y Pupy tiene ese tipo de sangre… El director tiene unos cuarenta, y pudiera ser el que estuvo con ella unas cinco o seis horas antes. Pero si es verdad, como parece, que Pupy no la vio el martes por la noche porque andaba con un piquete de motociclistas por el Havana Club de Santa María, y entonces no fue el último que estuvo con ella, ¿quién fue? Y si no fue Pupy el que la mató, ¿quién fue? El director tiene papeletas en esa rifa, pero hay algo que no me cuadra: la fiesta de por la noche y la bebedera y la fumadera de marihuana. El director no es santo de mi devoción, pero tampoco parece de los que se entregan tan fácil. Aunque la pudieron matar después de la fiesta… ¿Qué tú crees, Viejo?
El mayor abandonó su silla y puso a funcionar su Davidoff. Aquel tabaco prodigioso era como un incensario que derramaba su humo fragante en cada exhalación del Viejo.
– Tráeme la grabación de Pupy, quiero oírla. ¿Por qué tú piensas que él no fue? ¿Ya comprobaste lo que te dijo?
– Mandé a Crespo y al Greco a verificarlo, pero estoy seguro. Me dio demasiados nombres como para ser un invento. Además, tengo el presentimiento de que no fue él…
– Mira, mira, me erizo de miedo cuando tú presientes algo. ¿Y el director, por qué no te gustó?
– No sé, tal vez por ser director. Es como si hubiera nacido para ser director, y no sé, eso no me gusta.
– Así que eso no te gusta… ¿Y tú dices que la muchacha era un poco loca? El informe…
– Era un informe, Viejo. ¿Nunca oíste decir que el papel aguanta cualquier cosa? No te imaginas todo lo que puede haber detrás de ese papel. Arribismo, oportunismo, hipocresía y quién sabe cuántas cosas más. Pero el papel dice que era un ejemplo de la juventud…
– Deja eso, deja eso, no me des clases de corte y costura que yo estoy en esto de antes que tú supieras limpiarte los mocos… Oye, te veo lento, Mario, ¿qué te pasa, chico?
El Conde apagó su cigarro en el cenicero antes de responder:
– No sé, Viejo, hay algo que me confunde en esta historia, el lío de esa marihuana que no se sabe de dónde salió, y estoy así, que no puedo concentrarme.
El gesto del mayor fue teatral y perfecto: se llevó las manos a la cabeza y miró hacia el techo, buscando quizás la misericordia del cielo.
– Éramos pocos y parió mi abuela. Ahora sí te doy la baja. ¿Así que es un problema de concentración, como tú dices?
– Pero me siento bien, Viejo.
– ¿Con esa cara de mierda…? Mario, Mario, acuérdate de lo que te dije: pórtate bien, por lo que más tú quieras. No saques el pie del plato, porque yo mismo te lo voy a tener que cortar.
– ¿Pero qué es lo que pasa, Viejo?, ¿cuál es el lío?
– Ya te dije que no lo sé, pero lo puedo oler: hay candela. Hay una investigación en el ambiente que viene de muy arriba. No sé qué pasa ni qué están buscando, pero es algo gordo y creo que van a caer unas cuantas cabezas, porque la cosa va en serio. Y no me preguntes más… Oye, ¿tú sabes que recibí ayer un paquetico y una carta de mi hija? Parece que después de todo le va bien con su austríaco ecologista. Viven en Viena, ¿te lo dije, no?
– Me encantaría vivir en Viena. A lo mejor me dedicaba a dirigir el coro de niñas cantoras. Niñas de veinte años… ¿Hay policías en Viena?
– En la carta me contaba que había ido a Ginebra con el marido, a una de esas reuniones sobre las ballenas, y sabes dónde estuvo: en la tienda de tabacos de Zino Davidoff.
Dice que es un lugar precioso y me compró una petaquita con cinco habanos… Pero no te imaginas cómo la extraño, Mario. No sé por qué esa chiquilla tuvo que irse de aquí.
– Porque se enamoró, Viejo, ¿qué más tú quieres? Mira, yo también estoy enamorado y si ella me dice que nos vayamos para Nueva Orleans, pues me voy con ella.
– ¿Nueva Orleans? ¿Estás enamorado? ¿Y esa descarga?
– Nada, para oír blues, soul, jazz y esas cosas.
– Mario, vete, dale, vete, no te resisto. Pero te doy cuarenta y ocho horas para que me entregues el paquete. Si no, mejor ni vengas a cobrar este mes.
El Conde se levantó y miró a su jefe. Se atrevió de nuevo:
– No importa: el amor alimenta… -sentenció el Conde y se dirigió hacia la puerta.
– Ya te morirás de hambre… Oye, por cierto, ¿supiste lo de Jorrín? Le dio una sirimba el miércoles por la noche. Una cosa rarísima, dicen que fue como un preinfarto. Ayer lo fui a ver y me preguntó por ti. Está en el Clínico de 26. Oye, Mario, creo que se acabó Jorrín como policía.
El Conde pensó en el capitán Jorrín, el viejo lobo de la Central. Y recordó que nunca, en diez años, se habían visto fuera de las paredes de aquel edificio. Siempre le prometía ir a visitarlo algún día, sentarse una tarde a tomar un café, unos tragos de ron, hablar de lo que suele hablar la gente, y al final nunca cumplía su promesa. ¿Eran amigos? Una sensación de culpa irremediable lo envolvía, cuando le dijo a su jefe:
– Viejo, qué mierda, ¿no? -Y salió, dejando a su jefe envuelto en una nube de humo azul y fragante de Davidoff 5000, Gran Corona, de 14,2 cm, cosecha de Vueltabajo, 1988, expedido en Ginebra en la tienda del mismísimo zar: Zino Davidoff.
Hay gentes que tienen más suerte y viven confiados de esa suerte que Dios o el diablo les dio. Yo no, yo soy un desastre, y lo peor es que insisto, a veces me la juego y miren, ya se jodio todo. ¿Qué va a pasar ahora? Sí, es verdad. Yo pensé llamarlo y decírselo, pero no me atreví. Tuve miedo: miedo de que ustedes me relacionaran con lo que pasó, miedo de que mi mujer se enterara, miedo de que se supiera en el Pre y me perdieran el respeto… No me da ninguna pena decirlo: tengo miedo. Pero yo no tuve nada que ver con lo que pasó. ¿Cómo iba yo a hacerle algo así? Ella me tenía loco y hasta pensé hablar con mi mujer y decírselo, pero Lissette no quiso, me dijo que era muy pronto, no quería nada formal, que era muy joven. Un desastre. No, hace dos meses nada más. Cuando estuvimos en la Escuela al Campo. Ustedes saben que ahí es distinto, no hay la formalidad que existe en la escuela y casi empezó como un juego, ella todavía era novia de Pupy, el de la moto, y yo pensé que no podía ser, que eran ilusiones de viejo verde, pero cuando regresamos a La Habana, un día que terminamos como a las siete en una reunión, le dije que si me invitaba a tomar café y así empezó todo. Pero nadie lo sabía, estoy seguro. ¿Ustedes creen que yo podía hacerle algo así a ella? Creo que Lissette fue una de las mejores cosas que me han pasado en la vida, me dio ganas de vivir, de hacer una locura, de dejarlo todo, hasta de olvidarme de la suerte, porque ella podía ser la suerte… ¿Por celos? ¿Qué celos? Ella se había peleado con Pupy, me juró que ya no quedaba nada, y cuando uno tiene cuarenta y seis años y eso se lo dice una mujer veinte años más joven, no queda más remedio que creerle o irse a la casa a arreglar el patio y dedicarse a criar pollos… Ese día yo iba a ir verla más temprano, pero esto es un infierno, si no es Juan es Pedro, y si no es el Partido es el Municipio, y salí de aquí como a las seis y media. Estuve en la casa de ella como una hora y pico, no más, porque llegué a mi casa cuando empezaba la novela de las ocho y media… Bueno, sí, tuvimos relaciones sexuales, es lógico, ¿no? ¿Tipo A positivo? Sí, ¿cómo ustedes lo saben? Bueno, lo saben todo, ¿no? Sí, sí, estuve toda la noche en mi casa, iba a preparar un informe para el día siguiente, por eso fue que salí tarde del Pre ese día. Sí, estaba mi mujer y uno de los muchachos, el más chiquito, el otro tiene dieciséis años y sale casi todas las noches, ya tiene novia. Sí, mi esposa lo puede confirmar, pero, por favor, ¿es necesario? ¿Ustedes no me creen? Sí, es el trabajo de ustedes, pero yo soy una persona, no una pista… ¿Qué quieren, que el mundo me caiga arriba? ¿Por quién se lo tengo que jurar? No, ella no tenía a más nadie, eso yo lo sé, tiene que ser que la violaran, porque la violaron, ¿no? ¿No la violaron y la mataron después? ¿Por qué me obligan a hablar de esto, coño?, si esto es como un castigo por haberme creído que todavía era posible sentirme vivo, vivo como ella… Tengo miedo… Sí, es un buen alumno, ¿pasa algo con él? Menos mal. Sí, en la secretaría le dan la dirección… ¿Pero qué va a pasar ahora? ¿A mi esposa? Si yo tuviera suerte…
El olor de los hospitales es un vaho doloroso: éter, anestesias, aerosoles, alcohol intragable… Entrar en un hospital era una de las pruebas que el Conde nunca hubiera querido volver a pasar. Los meses en que noche a noche vigiló el sueño adolorido del Flaco, cuando fue más flaco que nunca, bocabajo en una cama, con la espalda destruida y las piernas ya inservibles y aquel color de vidrio sucio en los ojos, le habían instalado para siempre en la memoria el olor inconfundible del sufrimiento. Dos operaciones en dos meses, todas las esperanzas perdidas en dos meses, toda la vida cambiada en dos meses: un sillón de ruedas y una parálisis progresiva como una mecha encendida que avanzaba y se iba tragando nervios y músculos, hasta el día en que le tocara al corazón y lo calcinara definitivamente. Y allí estaba otra vez el olor de los hospitales, recuperado mientras caminaba por el vestíbulo desierto a aquella hora de la tarde y, sin hablar, casi restregaba la credencial policiaca en los ojos del custodio que se les interpuso frente al elevador.
En el pasillo del tercer piso buscaron una señal de orientación. La 3-48 debía de quedar a la izquierda, según, el cartel que descubrió el sargento Manuel Palacios, y avanzaron, descontando cubículos de números pares.
El Conde asomó la cabeza y vio, sobre una cama Fowler con la cabecera levantada, el rostro sin afeitar del capitán Jorrín. A su lado, en el sillón indispensable, una mujer de unos cincuenta años y gesto cansado detuvo el leve balanceo y los interrogó con los ojos. La mujer se levantó y avanzó hacia el pasillo.
– Teniente Mario Conde y sargento Manuel Palacios -dijo el Conde, a modo de presentación-. Somos compañeros del capitán.
– Milagros, yo soy Milagros, la esposa…
– ¿Cómo está? -preguntó Manolo, asomando otra vez la cabeza.
– Está mejor. Lo tienen sedado para que duerma -y miró el reloj-. Lo voy a despertar, a las tres le toca la medicina.
El Conde fue a detenerla, pero ya la mujer avanzaba hacia el durmiente y le susurraba algo mientras le acariciaba la frente. Los ojos de Jorrín se abrieron con una mansedumbre forzada y con el movimiento de los párpados inició el esbozo de una sonrisa.
– El Conde -dijo y levantó un brazo, para estrechar la mano del teniente-. ¿Qué tal, sargento? -saludó también a Manolo.
– Maestro, ¿cómo se le ocurrió hacer esto? Creo que lo van a juzgar por desacato y después van a clausurar la Central -sonrió el Conde y obligó a que el capitán Jorrín lo correspondiera.
– Nada, Conde, hasta los carros viejos se rompen.
– Pero son tan buenos que con cualquier pieza vuelven a caminar.
– ¿Tú crees?
– Dígame cómo se siente.
– Extraño. Con sueño. Por las noches tengo pesadillas…¿Tú sabes que ésta es la primera vez en mi vida que duermo después de almuerzo?
– Es verdad -dijo la mujer, y volvió a acariciarle la frente-. Pero yo le digo que ahora tiene que cuidarse. ¿No es así, teniente?
– Claro que sí -aceptó el Conde y sintió todo el ridículo de la frase hecha: sabía que Jorrín no quería cuidarse, sólo deseaba levantarse y volver a la Central, y salir a la calle y sufrir, y buscar, y cazar hijos de puta, ladrones, asesinos, violadores, estafadores, porque aquello, y no dormir al mediodía, era lo único que sabía hacer en su vida, y además lo hacía bien. El resto era una muerte, más o menos lenta, pero igual la muerte.
– ¿Cómo te va, Conde? ¿Otra vez andas con este loco?
– Qué remedio, maestro. Debería dejarlo aquí y llevármelo a usted. A ver si operan a éste y lo vuelven persona…
– Me extrañaba que no hubieras venido.
– Me acabo de enterar hace un rato. Me lo dijo el Viejo. Es que estoy enredado.
– ¿Qué estás haciendo?
– Nada, una bobería. Un robo normal.
– El no puede hablar mucho -dijo entonces la mujer, que ahora había tomado una de las manos del capitán. Sobre la mano se veía la marca que habían dejado el esparadrapo y la aguja de un suero. Jorrín derrotado. Increíble, se dijo el Conde.
– No se preocupe, ya nos vamos. ¿Cuándo lo botan de aquí, maestro?
– No sé todavía. En tres o cuatro días. Dejé un caso pendiente y quiero ver…
– Pero no se preocupe ahora por eso. Alguien lo va a trabajar. No tan bien como usted, pero alguien lo trabaja. Mire, nosotros venimos mañana. A lo mejor tengo que consultarle algo.
– Que se mejore, capitán -dijo Manolo y le estrechó la mano.
– No dejes de venir, Conde.
– Seguro, pero cuídese, maestro, que de los buenos quedamos pocos -dijo el Conde y retuvo en la suya la mano del viejo lobo. Aunque reconoció la mancha de nicotina entre los dedos, oscureciendo incluso las uñas, aquélla no era ya la mano fuerte que conocía y eso lo alarmó-. Maestro, hoy me di cuenta de que nunca habíamos hablado fuera de la Central. Qué desastre, ¿no?
– Desastres de policía, Conde. Pero hay que asumirlos. Aunque te des cuenta de que no hay policía que sea feliz, que eres un tipo en el que nadie confía y al que a veces hasta tus propios hijos te tienen miedo por lo que representas, aunque se te destrocen los nervios y te quedes impotente a los cincuenta años…
– ¿Qué cosa tú estás diciendo? -lo interrumpió la mujer, tratando de no llegar al regaño-. Estáte tranquilo, anda.
– Desastres de policía, maestro. Nos vemos por ahí -dijo el Conde y soltó la mano del capitán. Ahora el hospital olía a sufrimiento y también a muerte.
– Vamos para el Zoológico -ordenó el Conde al entrar en el carro, y Manolo no se atrevió a preguntar: ¿quieres ver los monos? Sabía que el Conde iba herido y levantó la capa para dejarlo pasar. Encendió el motor, salió a la Avenida 26 y cubrió lentamente las pocas cuadras que lo separaban del Parque Zoológico-. Arrima debajo de una mata que dé sombra.
Dejaron atrás los patos, los pelícanos, los osos y los monos y Manolo detuvo el carro a la vera de un álamo antiquísimo. El viento del sur seguía batiendo y entre el follaje del parque se escuchaba su silbido pertinaz.
– Se muere Jorrín -dijo el Conde y prendió un cigarro con la colilla del que venía fumando. Se observó entonces los dedos y se preguntó por qué a él no se le manchaban con la nicotina.
– Y tú te vas matar si sigues fumando así.
– No jodas, Manolo.
– Allá tú, compadre.
El Conde miró hacia su derecha el grupo de niños que observaban a los leones flacos y envejecidos que apenas se decidían a caminar, fatigados por la brisa caliente. El aire olía a meadas viejas y a mierda joven.
– Estoy perdido, Manolo, porque creo que ni Pupy ni el director tuvieron que ver con lo que pasó el martes por la noche.
– Mira, Conde, déjame decirte…
– Dale, dime, que para eso estamos aquí.
– Bueno, el director tiene una buena coartada y parece que la puede mantener. Es la palabra suya y la de su mujer, si es que la mujer la confirma. Y si de verdad Pupy no fue el que se acostó con Lissette la noche que la mataron, ¿qué queda entonces? La fiesta: ron, música, marihuana. Por ahí está la cosa, ¿no?
– Tiene que estar, pero ¿cómo vamos a encontrar la punta de la madeja? ¿Y si Pupy nos engañó? No creo que haya tenido tiempo para preparar una coartada con tanta gente, pero tampoco hay mucha gente con sangre del grupo O y fue alguien del grupo O el último que estuvo con ella.
– ¿Quieres que le apriete un poco más las tuercas?
El Conde lanzó el cigarro por la ventanilla y cerró los ojos. Una imagen de mujer bailando en la penumbra vino a su mente. Movió la cabeza, como tratando de espantar aquella sombra feliz e inapropiada. No quería mezclar su posible felicidad con la sordidez de su trabajo.
– Déjaselo un rato a Contreras y después nosotros lo exprimimos otra vez hasta que suelte jugo… Y también vamos a comprobar hasta el último minuto la historia del director. El va a saber lo que es tener miedo…
– Oye, Conde, ¿y qué tú crees del turista mexicano que fue novio de Lissette? Mauricio, ¿no?
– Sí, eso dijo Pupy… Y la marihuana es de Centroamérica o de México. ¿Se la habrá dejado el mexicano ese?
– Conde, Conde -se alarmó entonces Manolo, y dio incluso un golpe sobre el timón-. ¿Y si el mexicano volvió?
El teniente afirmó con la cabeza. Claro que para algo le servía Manolo.
– Sí, sí, también puede ser. Hay que hablar con Inmigración. Hoy mismo. Pero mientras tanto yo voy a hacer otro intento de encontrar la punta de la madeja… Marihuana: no sé por qué, pero estoy seguro de que por ahí tenemos que llegar. Bueno, arranca este cacharro. Este zoológico huele a amoniaco. Además, toda la vida los zoológicos me han caído como una patada en el culo. Vamos a llamar a la Dirección de Inmigración y después seguimos para la costa.
El mar, como el enigma de la muerte o los desafueros del destino, siempre provocaba una fascinación magnética en el espíritu de Mario Conde. Aquel azul inmenso, oscuro, insondable, lo atraía de un modo enfermizo y amable a un tiempo, como una mujer peligrosa de la que no se quiere escapar. Otros, antes que él, sintieron los mismos efluvios de aquella seducción irremediable y por eso lo habían, la habían, llamado la mar. Nada en su memoria vital tenía relación alguna con el mar: había nacido en un barrio bien enterrado en el fondo de la ciudad, árido y miserable, pero tal vez su conciencia de isleño, heredera del remoto origen insular de su tatarabuelo Teodoro Altarriba, alias el Conde, un canario estafador que cruzó todo un océano en busca de otra isla alejada de acreedores y policías, se despertaba con la sola visión del agua y las olas, del horizonte preciso donde ahora tenía colgados los ojos, como si quisiera ver algo más allá de aquel límite engañoso, que parecía ser la linde última de todas las posibilidades. Sentado, frente a la costa, el Conde volvía a pensar en la rara perfección del mundo, que dividía sus espacios para hacer más compleja y cabal la vida y, a la vez, separar a los hombres y hasta a sus pensamientos. En una época aquellas ideas y la fascinación por el mar tuvo que ver con los deseos de viajar y conocer y volar sobre los otros mundos de los cuales estaba separado por el mar -Alaska, con los exploradores y trineos, Australia, la Borneo de Sandokán-, pero hacía ya muchos años que se había acostumbrado a su destino de hombre anclado y sin viento a favor. Se conformaba, entonces, con soñar -sabiendo que sólo soñaba- que alguna vez viviría frente al mar, en una casa de madera y tejas siempre expuesta al olor de la sal. En aquella casa propicia escribiría un libro -una historia simple y conmovedora sobre la amistad y el amor- y dedicaría las tardes, después de la siesta -que tampoco había escapado a sus cálculos- en el largo portal abierto a las brisas y terrales, a lanzar unos cordeles al agua y a pensar, como ahora, con las olas batiéndole los tobillos, en los misterios de la mar.
La frialdad del agua y la persistencia del viento, menos caliente en la costa, las olas incansables y el sol que ya descendía hacia un rincón del horizonte, tal vez habían ahuyentado a los fieles, y en la agresiva playa de rocas, marginal y abandonada como sus clientes habituales, el Conde no encontró la colonia de friquis que había imaginado. En el agua dos parejas insistían en hacer el amor a temperatura y ritmo inapropiados y, junto a unos arbustos, conversaba un grupo de muchachos, todos flacos como perros sin dueño.
– ¿Serán friquis?, ¿eh, Conde? -le preguntó Manolo cuando el teniente salió del mar y regresó a la roca.
– A lo mejor. No es un buen día para venir a bañarse. Pero sí para venir a filosofar.
– Los friquis no son filósofos, Conde, no me vengas con ésa.
– A su manera sí, Manolo. No quieren cambiar el mundo, pero tratan de cambiar la vida, y empiezan por la de ellos mismos. No les importa nada, o casi nada, y ésa es su filosofía y tratan de convertirla en praxis. Por mi madre que suena a sistema filosófico.
– Hazle ese cuento a los friquis. Oye, ¿y los friquis no son hippies?
– Sí, pero posmodernos.
Manolo le entregó los zapatos a su jefe y se sentó junto a él, también de cara al mar.
– ¿Qué pensabas encontrar aquí, Conde?
– De verdad no lo sé, Manolo. Quizás una razón para fumar marihuana o soplarse una raya de coca y sentir que la vida es más leve. Cuando me siento así, a mirar el mar, a veces pienso que estoy viviendo una vida equivocada, que todo es una pesadilla, y estoy a punto de despertarme, pero no puedo abrir los ojos. Qué mierda, ¿no?… De verdad me gustaría hablar con estos friquis, pero sé que no me van a decir nada.
– ¿Hacemos el intento?
El Conde miró a los muchachos de la costa y a las parejas que permanecían trabadas en el agua. Con las manos trataba de secarse los pies y movía los dedos como si tocara una trompeta -o un saxofón. Decidió guardar las medias en un bolsillo y se calzó los zapatos.
– Dale, vamos.
Se pusieron de pie y buscaron el mejor camino sobre las rocas para llegar al grupo que hablaba y fumaba bajo los arbustos. Eran cuatro hombres y dos mujeres, todos muy jóvenes, mal peinados y peor comidos, pero con cierto estado de gracia en la mirada. Como todos los miembros de una secta se sentían sectarios, pues se sabían elegidos, o al menos creían saberlo. ¿Elegidos de qué o por quién? Otra cuestión filosófica, pensó el Conde, y cuando estuvo a menos de un metro del grupo, se detuvo.