– ¿Me dan candela?

Los jóvenes, que habían pretendido ignorar la presencia de los intrusos, los miraron y el del pelo más largo estiró una mano con una caja de fósforos. El Conde falló un par de intentos y al fin encendió su cigarro y devolvió los fósforos a su propietario.

– ¿Quieren fumar? -propuso entonces, y el del pelo largo sonrió.

– ¿No se los dije? -Y miró a sus compañeros-. Los policías siempre vienen con el mismo truco.

El Conde miró su cigarro como si hubiese descubierto que era especialmente bueno, y volvió a fumar.

– ¿Entonces no quieren fumar? Gracias por los fósforos. ¿Cómo supieron que éramos policías?

Una de las muchachas, de pecho sin alteraciones topográficas y piernas largas como la desesperación, levantó su cara hacia el Conde y se puso un dedo sobre la nariz.

– Eso se huele. Y ya tenemos el olfato acostumbrado… -Y sonrió, convencida de su ingenio.

– ¿Qué quieren? -preguntó entonces el Pelos Largos, en su posible función de jefe de tribu.

El Conde sonrió y se sintió extrañamente tranquilo. ¿Será el mar o que ya no me hace falta fingir?

– Hablar con ustedes -informó y se sentó, muy cerca del paladín-. Ustedes son friquis, ¿verdad?

Pelos Largos sonrió. Era evidente que se sabía todas las preguntas posibles de los seguros policías que de tanto en tanto los asediaban.

– Le propongo algo, señor policía. Como usted no tiene ningún motivo para llevarnos presos y no nos gusta hablar por gusto con los policías, le vamos a responder tres preguntas, las que usted quiera, y después se va. ¿Estamos?

Dentro del Conde se revolvió su espíritu de grupo: él también podía ser sectario y como policía no estaba acostumbrado a aceptar condiciones para hacer todas sus preguntas, a gritarlas si era preciso y a recibir todas las respuestas, pues para algo era policía y por lo pronto era su tribu la que tenía la fuerza y hasta la legalidad para reprimir. Pero se contuvo.

– De acuerdo -aceptó el Conde.

– Sí, somos friquis -afirmó Pelos largos-. La segunda.

– ¿Por qué son friquis?

– Porque nos gusta. Cada cual es libre para ser lo que quiera, pelotero, cosmonauta, friqui o policía. A nosotros nos gusta ser friquis y vivir como nos da la gana. Eso no es delito hasta que se demuestre lo contario, ¿verdad? No nos metemos con nadie y no nos gusta que nadie se meta con nosotros. No le pedimos nada a nadie, no le quitamos nada a nadie, y no nos gusta que nadie nos exija nada. Eso es democrático, ¿no le parece? Le queda una.

El Conde miró con añoranza la botella de ron calzada en un hueco de la roca. El oráculo de la democracia pasiva lo iba a vencer, limpiamente, y comprendió que por algo era el cacique natural de la horda.

– Ésta quiero que me la responda ella -y señaló a la flaca sin tetas, y ella sonrió halagada por el reclamo policial que la elevaba a roles protagónicos.- ¿Está bien?

– Está bien -admitió Pelos Largos, poniendo en práctica su autoproclamado programa democrático.

– ¿Qué esperan de la vida? -preguntó y lanzó la colilla hacia el mar. El cigarro, atrapado por el viento, realizó una parábola alta y, con un giro de boomerang, regresó a las rocas, como demostrando la imposibilidad de una huida. El Conde observó a la encuestada mientras ella pensaba su respuesta: si era inteligente, se dijo el Conde, trataría de filosofar. Tal vez' le contaría que la vida es algo que uno se encuentra sin haberlo pedido, en una época y en un lugar que son arbitrarios, con unos padres y unos familiares y hasta unos vecinos impuestos. La vida es una equivocación, y lo más triste es, pensaba el Conde que ella podría decir, que nadie puede cambiarla. Si acaso separarla de todo, ¿no?, descontaminarla de la familia, de la sociedad y del tiempo hasta el último límite posible, y por eso eran friquis.

– ¿Hay que esperar algo de la vida? -dijo al fin la flaquita y miró a su líder-. Nosotros no esperamos nada de la vida -y le pareció tan inteligente su respuesta que, como el atleta victorioso, acercó la palma de la mano a sus amigos para recibir los saludos que los otros, sonrientes, le concedieron-. Vivirla y ya -agregó mirando otra vez al intruso preguntador.

El Conde miró a Manolo, de pie muy cerca de él, y le extendió una mano para que lo ayudara en el despegue. Otra vez sobre sus dos piernas, desde arriba, observó al grupo. Demasiado calor en este país para que germine la filosofía, se dijo, mientras se sacudía sus manos sucias de arenilla y salitre.

– Eso también es mentira -dijo el teniente y entonces miró al mar-. Ni siquiera eso se puede hacer, aunque está bien que lo intenten. Pero van a sufrir cuando no lo logren. Gracias por el fuego. -Saludó al grupo con la mano y golpeó levemente la espalda de Manolo. Mientras se alejaban de la costa, por un instante el Conde pensó que tenía frío. Los misterios del mar y de la vida siempre le provocaban frío.

También él vivía en una casona vieja de La Víbora, de puntal alto y ventanales enrejados que partían desde el piso para perderse en las alturas. Por la puerta abierta se observaba un largo corredor, umbrío y fresco, ideal para los mediodías, que iba a morir en un patio con árboles. El Conde tuvo que poner un pie en el interior de la casa para llegar a la aldaba de la puerta y la dejó caer un par de veces. Regresó al portal y esperó. Una niña de unos diez años, tensa como una bailarina interrumpida en pleno ejercicio, salió de la primera habitación y miró al visitante.

– ¿José Luis está? -preguntó el teniente y la niña, sin hablar, dio media vuelta y con pasos de cuerpo de baile en retirada se perdió en el interior del caserón. Pasaron tres minutos, y cuando el Conde se disponía a repetir el toque de aldaba, vio la figura endeble de José Luis que se acercaba por el corredor. El Conde preparó una sonrisa para recibirlo.

– ¿Cómo estás, José Luis? ¿Te acuerdas de mí, en el baño del Pre?

El muchacho se pasaba la mano por el pecho desnudo y marcado por demasiadas costillas. Tal vez dudaba si debía recordarlo.

– Sí, claro. ¿Qué quería?

El Conde sacó la cajetilla de cigarros y le ofreció uno al joven.

– Me hace falta hablar contigo. Ya hace muchos años que no tengo amigos en el Pre y creo que a lo mejor tú me podrías ayudar.

– ¿Ayudar a qué?

Es desconfiado como un gato. Es un tipo que sabe lo que quiere, o por lo menos lo que no quiere, pensó el Conde.

– Tú te me pareces mucho al que era mi mejor amigo en el Pre. Le decíamos el Flaco Carlos, creo que hasta era más flaco que tú. Pero ya no es flaco.

José Luis dio un paso y salió al portal.

– ¿Qué es lo que quiere saber?

– ¿Podemos conversar aquí? -preguntó el Conde, indicando el murito que separaba el portal del jardín.

José Luis asintió y el policía fue el primero en sentarse.

– Te voy a ser franco, para que tú me seas franco también -propuso el Conde y prefirió no mirarlo para evitar una respuesta-. He hablado con varias gentes sobre la profesora Lissette. Tú y otros me hablan muy bien de ella; otras gentes dicen que era un poquito loca. No sé si tú sabes cómo la mataron: la asfixiaron cuando estaba borracha, después de haberla golpeado y de haberse acostado con ella. Además hubo alguien que fumó marihuana en su casa esa noche.

Sólo entonces miró a los ojos del muchacho. El Conde pensó que lo había tocado.

– ¿Y qué quiere que yo le diga?

– Lo que tú y tus compañeros pensaban de Lissette.

El muchacho sonrió. Lanzó el cigarro a medio fumar hacia el jardín y volvió a ocuparse del conteo de sus costillas.

– ¿Lo que pensábamos? ¿Eso es lo que usted quiere? Mire, compañero, yo tengo ahora diecisiete años, pero eso no quiere decir que nací ayer. ¿Qué usted quiere, que yo me queme con usted y le diga lo que pienso? Eso es para los bobos, y perdone la expresión. A mí me queda un año y pico en el Pre y quiero terminar bien, ¿usted sabe? Por eso le repito que era buena profesora y que nos ayudaba mucho.

– Me estás embutiendo, José Luis. Y acuérdate de una cosa: yo soy policía y no me gusta que la gente se pase el día poniéndome condiciones. Creo que tú me caes bien, pero no me maltrates, porque a veces hasta me pongo bravo. ¿Por qué contestaste el día que pregunté en el baño?

El muchacho movió una pierna con gesto nervioso. El Flaco Carlos, antes, solía hacer aquel movimiento.

– Porque usted preguntó. Y le dije lo que le hubiera dicho cualquiera.

– ¿Tienes miedo? -preguntó el Conde, mirándolo a los ojos.

– Sentido común. Ya le dije que no nací el otro día. No me complique la vida, por favor.

– Últimamente nadie quiere complicarse la vida. ¿Por qué no te atreves?

– ¿Qué gano con atreverme?

El Conde negó con la cabeza. Si él era un cínico, como le había dicho Candito, ¿qué era aquel muchacho?

– Tenía esperanzas de que me ayudaras, la verdad. Tal vez porque te parecías a mi amigo Flaco de cuando estuve en el Pre. ¿Por qué te portas así?

El muchacho estaba serio y ahora movía la pierna con más rapidez y volvía a acariciarse a la altura del esternón que le partía el pecho como una quilla.

– Porque hay que portarse así, compañero. ¿Quiere que le cuente algo? Mire, cuando yo estaba en sexto grado vino una inspección a mi escuela. Un papá había dicho que el maestro de nosotros nos daba golpes y estaban investigando si eso era verdad. Querían que alguien, además de aquel muchacho, dijera que era verdad. Porque era verdad: aquel maestro era el tipo más hijo de puta del mundo. Nos daba hasta por gusto. Pasaba así entre las filas de pupitres y si te veía, por ejemplo, con un pie sobre el pupitre de alante, te daba una patada por la canilla con aquellas botas que usaba… Y bueno, nadie dijo nada, todo el mundo tenía miedo. Pero yo sí: dije que era un abusador y nos daba patadas, cocotazos, que nos halaba las orejas cuando no sabíamos algo y que a más de uno le había restregado la libreta en la cara. A mí me lo hizo. Al maestro lo botaron, claro, hicieron justicia, y vino otro maestro nuevo. De lo más buena gente. No nos daba golpes ni nada… Al final del curso hubo dos suspensos en el aula: el muchacho por el que empezó el lío y yo. ¿Qué le parece?

El Conde se recordó a sí mismo en el Pre: ¿qué hubiera hecho? ¿Hablaría con aquel policía desconocido en quien no tenía ninguna razón para confiar, más allá de la idea de que se hiciera justicia? ¿Y si se hacía justicia de aquel modo? Sacó otra vez la caja de cigarros y le dio uno al flaco José Luis.

– Está bien, muchacho. Pero mira, coge mi teléfono, el de mi casa, y si se te ocurre algo me llamas. Esto es más complicado que un cocotazo o un tirón de orejas, acuérdate de eso… Por lo demás, me parece muy bien que tengas miedo. El miedo es tuyo. Ojalá apruebes sin problemas -dijo y alargó la fosforera encendida hasta el cigarro de José Luis, pero no encendió el suyo: tenía en la boca un inconfundible sabor a mierda.

– Oye, José, me hace falta que me ayudes.

Como siempre, la puerta de la casa estaba abierta al viento, a la luz y a las visitas, y Josefina gastaba la tarde del sábado ante la pantalla del televisor. Sus gustos televisivos -como los de su hijo en música- recorrían una escala en la que cabían todas las posibilidades: películas las que pusieran, incluso las soviéticas de guerra y las de artes marciales de Hong-Kong; telenovelas, vengan telenovelas, brasileñas, mexicanas, cubanas y de todo tipo, de amor, de esclavitud, de dramáticos pedraplenes y duros conflictos obreros. Y musicales, noticieros, aventuras, muñequitos. Por ver televisión digería hasta los programas de cocina de Nitza Villapol, sólo por el placer de enmendarle la plana cuando descubría ausencias o añadidos torpes en ciertas recetas de la especialista. Ahora veía la retransmisión de los capítulos de la semana de la telenovela brasileña y por eso el Conde se atrevió a interrumpirla. La mujer escuchó la llamada de auxilio del Conde, que se había sentado ya junto a ella, y concluyó:

– Mi padre lo decía: cuando el blanco busca al negro seguro es para joderlo. A ver, ¿qué te pasa, mijo?

El Conde sonrió y dudó de lo adecuado de su decisión.

– Tengo un lío ahí, José…

– ¿La novia nueva?

– Coño, vieja, eres una flecha.

– ¿Yo? Pero si ustedes hablan a grito limpio…

– Bueno, dice que ha vivido ahí al doblar toda la vida, en el 75. Pero yo nunca la había visto y el Flaco no sabe nada de ella. Tírame un cabo, anda. Averíguame quién es, de dónde salió, no sé, lo que puedas.

La mujer reinició el balanceo del sillón y observó la pantalla del televisor. La heroína de la telenovela no la estaba pasando nada bien. Bueno, pensó el Conde, ése es el precio que se paga por ser protagonista de telenovelas.

– ¿Tú me oíste, José? -insistió entonces el Conde, reclamando la atención que creía perdida.

– Sí, sí te oí… ¿Y si no te gusta lo que averiguo? Oye, Condesito, déjame decirte una cosa. Tú sabes que tú también eres mi hijo, y sí, yo voy a averiguar lo que tú quieres. Voy a hacer de policía. Pero te estás equivocando. Te lo digo desde ahora.

– No, no te preocupes. Ayúdame en eso. Me hace falta… ¿Y el tipo, ya está despierto?

– Creo que está oyendo música con los audífonos. Ahorita me preguntó si tú habías llamado… Ah, en la cazuela que está en el fogón te dejé un poco de arroz frito.

– Coño, claro que eres mi madre -dijo el Conde y, después de darle un beso en la frente, se dedicó a despeinarla-. Pero acuérdate de hacerme el informe.

El Conde entró en el cuarto de su amigo con el plato en una mano y un trozo de pan en la otra. De espaldas a la puerta, con los ojos perdidos en el follaje de los plátanos, el Flaco cantaba muy quedamente la música que recibía por los audífonos. A pesar de su esfuerzo, el Conde no pudo identificar la melodía.

Se acomodó en la cama, detrás de la silla de ruedas, y después de llevarse la primera cucharada a la boca, golpeó con un pie la rueda más próxima.

– Dime, salvaje.

– Me tienes tirado a mierda, tú -protestó el otro, mientras se sacaba los audífonos y hacía girar lentamente la silla de su condena.

– No jodas, Flaco, fue un día sin verte. Ayer me compliqué.

– Hubieras llamado. Se ve que te va bien: mira las ojeras que tienes. ¿Qué? ¿Te la bailaste?

– Bailamos, aunque no me la bailé. Pero mira -dijo, señalando el bolsillo de la camisa-, ya la tengo aquí.

– Me alegro -dijo Carlos, y el Conde notó la falta de entusiasmo de aquella alegría enunciada. Sabía que el Flaco estaba pensando que una relación así le robaría noches y domingos de la compañía del Conde, y el Conde también sabía que su amigo tenía razón, porque en el fondo nada había cambiado entre ellos: seguían siendo posesivos, como adolescentes inseguros.

– No jodas, Flaco, no se va a acabar el mundo.

– De verdad me alegro por ti, bestia. Te hace falta una mujer y ojalá la acabes de encontrar.

El Conde abandonó en el suelo el plato que parecía fregado y se dejó caer en la cama del Flaco y observó los viejosaffiches de las paredes.

– Creo que ésta sí es. Y estoy enamorado como un perro, como un perro sato. De verdad no tengo remedio: no sé cómo puedo enamorarme así. Pero es que es linda, salvaje, y es inteligente.

– Ya estás exagerando. ¿Linda y además inteligente? Bah, estás hablando mierda.

– Te lo juro por tu madre, vaya. Que no me guarde más arroz frito si es mentira.

– Oye, asere, ¿y por qué no te la echaste?

– Me dijo que esperara, que era muy pronto…

– Tú ves, no puede ser inteligente. ¿Resistir el asedio feroz de un tipo tan lindo y brillante y buen bailador como tú? Lo que yo digo.

– Vete pal carajo, anda. Oye, Flaco, estoy más preocupado que el carajo. La otra noche, oyendo a Andrés, me quedé pensando en las cosas que dijo. Yo sé que estaba medio borracho, pero sentía lo que estaba diciendo. Y ahora me acaba de pasar algo descojonante.

– ¿Qué te pasó, mi hermano? -preguntó, uniendo las cejas. En otros tiempos, con una pregunta como aquélla hubiera movido el pie, se dijo el Conde, mientras le contaba su entrevista con José Luis.

»¿Quieres que te diga una cosa, salvaje? -dijo Carlos e interrumpió el movimiento que iba a iniciar en la silla-. Si te pones en el lugar del flaquito ese te vas a dar cuenta de que en el fondo él tiene la razón. Acuérdate de una cosa: una escuela a veces se parece a una cárcel, y el que habla pierde. De que la paga la paga. Por lo menos la fama de chivato la va a arrastrar toda la vida. ¿Tú hubieras hablado? Creo que no, la verdad. Pero sin hablar el muchacho te puso el pan en las manos: allí pasa algo o pasa todo. Lo de la marihuana, lo del lío de la profesora con el director y sabe Dios cuántas cosas más. Por eso no habló, porque sabe algo, o por lo menos se lo imagina. No es un cínico, Conde, es la ley de la selva. Lo terrible es que haya selva y que tenga ley… Tú mismo, que te pasas la vida recordando. ¿No te acuerdas que sabías lo del fraude cuando el escándalo Waterpre y te callaste como todo el mundo y hasta fuiste a algunos exámenes sabiendo ya todas las respuestas? ¿Tú no sabías que cuando fueron a pintar el Pre se robaron la mitad de la pintura y por eso no se pudieron pintar las aulas por dentro? ¿Y no te acuerdas de que ganábamos todas las banderas y todas las emulaciones en la caña porque había un contacto en el central que nos ponía arrobas que no eran de nosotros? ¿Ya se te olvidó todo eso? coño, no pareces policía. Mira, mi socio, no te puedes pasar la vida viviendo de la nostalgia. La nostalgia te engaña: nada más te devuelve lo que tú quieres recordar y eso a veces es muy saludable, pero casi siempre es moneda falsa. Pero, bueno, yo creo que nunca vas a estar preparado para vivir, por mi madre, no tienes remedio. Eres un cabrón recordador. Pero vive hoy tu vida, viejo, que tampoco es tan mala. No jodas… Oye, aunque casi nunca yo hable de eso, a veces me pongo a pensar en lo que me pasó en Angola, y me veo otra vez metido en aquel hueco debajo de la tierra, tres y cuatro días sin bañarme y comiendo un poco de arroz con sardina, durmiendo con la cara pegada a ese polvo con peste a pescado seco que hay por toda Angola, y me parece increíble que uno pueda vivir así: porque lo raro es que eso no nos mataba. Nadie se moría por eso y uno aprendía que existía algo como otra vida, como otra historia, que no tenía nada que ver con todo aquello que estaba pasando. Por eso era más fácil volverse loco que morirse, metido en aquellos huecos, sin tener la más puta idea de cuánto tiempo había que estar allí y sin ver ni una sola vez la cara de tu enemigo, que podía ser cualquiera de esas gentes que nos encontrábamos en las aldeas por donde pasábamos. Era terrible, mi hermano, y además sabíamos que estábamos allí para morirnos, porque era la guerra, y era como una rifa en la que a lo mejor, si tenías suerte, te tocaba el número de salir vivo: así de sencillo, lo más irremediable del mundo. Entonces lo mejor era no recordar. Y los que mejor resistían eran los que se olvidaban de todo: si no había agua pues no se bañaban, se pasaban tres y cuatro días sin lavarse la cara ni los dientes y comían hasta piedras si podían ablandarlas y nunca decían que esperaban cartas ni hablaban de que se iban a morir o de que se iban a salvar, sabían que se iban a salvar. Yo no, yo me puse allá como eres tú, un nostálgico de mierda, y me dio por sacar la cuenta de cómo había llegado hasta allí, de por qué carajo estaba en aquel hueco, hasta que me dieron el tiro y entonces sí me sacaron de allá abajo. Buena papeleta me tocó en la rifa, ¿no?… Yo no sé por qué me obligas a acordarme de todo eso. Claro que no me gusta acordarme porque perdí, pero cuando lo pienso, como ahora, saco dos cuentas que están muy claras: el Conejo es un comemierda si piensa que la historia se puede escribir otra vez y yo estoy jodido, como dice Andrés, pero así y todo quiero seguir viviendo y eso tú lo sabes. Y tú sabes que eres mi amigo y que me haces falta, pero que no soy tan egoísta como para querer que tú también estés jodido, aquí al lado mío. Y también sabes que no tiene sentido que te pases la vida culpando a las demás gentes y culpándote a ti mismo… A lo mejor el flaquito es un cínico, como tú dices, pero trata de entenderlo, viejo. Mira, resuelve ese caso, averigua qué pasó en el Pre y haz lo que debes hacer, aunque sea con dolor de tu alma. Después témplate a Karina y enamórate si tienes que enamorarte y goza el enamoramiento y ríete y vacila, y si se jode todo, asume el daño, pero sigue viviendo, que eso es lo que hace falta, ¿no es verdad?

– Creo que sí.

– Anjá, te espero en la escalinata del Pre, ¿a las siete? A las siete. Y no lleves el carro -le había dicho, con la intención morbosa y calculada de hacer un viaje posible a la melancolía. Al carajo el Flaco, se dijo, hacía diecisiete años que había pactado su última cita amorosa en aquel lugar que constantemente lo asaltaba desde el pasado y desde el presente, como un polo magnético de la memoria y la realidad del que no podía, ni quería, escapar. Iba dispuesto a sumergirse en una piscina desbordada de nostalgia.

Llegó a las siete menos cuarto y, entre la luz rojiza del atardecer y las lámparas del alto soportal de las columnatas, trató de esperar leyendo el periódico del día. A veces pasaban semanas sin que se detuviera a leer el periódico, apenas revisaba los titulares y lo abandonaba sin remordimientos ni dudas: nada lo atraía a gastar sus minutos devorando informaciones y comentarios demasiado evidentes. ¿Sobre qué estaría escribiendo Caridad Delgado tres días después de la muerte de su hija? Debía buscar ese periódico. El viento había amainado, ahora podía abrir las páginas del diario y no tenía nada mejor que hacer. La primera plana le advirtió que de momento el desarrollo de la zafra marchaba lento pero seguro hacia una campaña llena de logros y buenos resultados, como siempre; los cosmonautas soviéticos seguían en el espacio, implantando récords de permanencia y ajenos a las noticias alarmantes de la página de internacionales donde se hablaba del deterioro de su -antes tan perfecto-país y de la guerra mortal desatada entre armenios y azerbaiyanos; el avance del turismo en Cuba marchaba -éste sí era un verbo cabalmente complementado- a pasos agigantados, se triplicaban ya las capacidades hoteleras; por su lado, los trabajadores de la gastronomía y los servicios en la capital comenzaban ya una ardua lucha intermunicipal para ganarse el derecho a ser la sede provincial del acto por el 4 de febrero, día de los Trabajadores del ramo: para ello ponían en práctica iniciativas, mejoraban la calidad de los servicios y se esforzaban por erradicar los faltantes, aquella especie de fatalidad ontológica que al Conde le parecía una hermosa y poética manera de bautizar el más elemental de los robos. Bueno, pero el Medio Oriente seguía igual: cada vez peor, hasta que todo se fuera a la mierda y llegara la guerra total; la violencia crecía en los Estados Unidos; más desaparecidos en Guatemala, más muertos en El Salvador, más desempleados en la Argentina y más pobres en Brasil. Una maravilla de planeta en el que he caído, ¿no? ¿Qué importa, entre tanta muerte, la de una profesora? ¿Tendrían razón Pelos Largos y su tribu? Bueno, la selectiva de pelota avanzaba -sinónimo menos deportivo de marchar- hacia su recta final con el Habana como líder; Pipín iba a tirarle a su propia marca de inmersión apnea (y recordó que siempre se prometía buscar el significado de aquella palabra en el diccionario, tal vez habría un sinónimo menos horripilante). Cerró el periódico convencido de que todo marchaba, avanzaba o continuaba según lo previsto y se dedicó a observar la caída definitiva de la tarde, también prevista para aquel instante preciso, 18.52 minutos, horario normal. Mirando el descenso veloz del sol pensó que le gustaría escribir algo sobre el vacío de la existencia: no sobre la muerte o el fracaso o la decepción, sólo sobre el vacío. Un hombre ante su nada. Valdría la pena si lograba encontrar un buen personaje. ¿El mismo sería un buen personaje? Seguro que sí, últimamente sentía demasiada autocompasión y el resultado podía ser inmejorable: toda la oscuridad revelada, todo el vacío en un solo individuo… Pero no puede ser, se dijo, espero a una mujer y me siento bien, me la voy a templar y nos vamos a emborrachar.

Sólo que era policía y, aunque algunas veces a él mismo no le pareciera serlo, no dejaba de pensar como un policía. Estaba en los predios de su melancolía, pero también en los dominios de Lissette Núñez Delgado, y volvió a pensar que el vacío y la muerte podían parecerse demasiado y que aquella muerte en singular, aun en un planeta lleno de cadáveres más o menos previstos, pesaba todavía como un riesgo sobre la balanza del equilibrio más necesario: el de la vida. Apenas seis días antes, tal vez sentada en ese mismo paso de la escalinata, aquella muchacha de veinticuatro años y muchas ganas de vivir pudo haber disfrutado de una puesta de sol tan rotunda como ésa, ajena a las guerras del mundo y las angustias de un nadador apneo, sólo ilusionada por unos tenis nuevos que muy pronto iba a poseer. De las esperanzas y desasosiegos de aquella persona ya no quedaba nada: si acaso el recuerdo con que marcó aquel edificio donde habitaban otros millones de recuerdos, como los suyos; si acaso la frustración amorosa y hasta la culpa posible de un director que se sintió rejuvenecer y la incertidumbre de unos alumnos que pensaban aprobar química sin mayores dificultades gracias a aquella profesora inusual. A las 18.53 ya el sol se había hundido en el fin del mundo, pero -como el recuerdo- dejaba tras de sí la luz perseverante de sus últimos rayos.

Entonces la ve avanzar bajo las majaguas en flor y siente cómo su vida se llena, igual que sus pulmones, repletos de aire y perfumes de primavera, y se olvida del vacío, de la muerte, del sol y de la nada: ella puede ser todo, piensa, mientras baja a paso doble las escalinatas del Pre para encontrarse con un beso y un cuerpo que se adhiere al suyo como una promesa del más ansiado encuentro cercano de primer tipo.

– ¿Qué tú piensas de la nostalgia?

– Que es un invento de los compositores de boleros.

– ¿Y de la inmersión apnea?

– Que es contranatura.

– ¿Y no te han dicho alguna vez que eres la mujer más linda de La Víbora?

– He oído comentarios.

– ¿Y que hay un policía bueno que te persigue?

– De eso sí me di cuenta, por los interrogatorios -dice ella y se vuelven a besar, en plena calle, con impudicia de adolescentes en estado de ebullición.

– ¿Te gusta que te enamoren en los parques?

– Hace mucho tiempo que no me enamoran en un parque, ni en ningún lado.

– ¿Qué parque de La Víbora te gusta más? Escoge: el de Córdoba, el de los Chivos, cualquiera de los dos de San Mariano, el Parque del Pescao, el de Santos Suárez, el del Mónaco, el de los leoncitos del Casino, el de Acosta… Lo mejor que tiene este barrio son los parques, son los más lindos de La Habana.

– ¿Estás seguro?

– Más que seguro. ¿Por cuál te decides?

Ella lo mira a los ojos y piensa. En su mirada hay una profundidad en la que el Conde se pierde como un policía enamorado.

– Si sólo me vas a enamorar, prefiero el del Mónaco. Si estás manisuelto, el Parque del Pescao.

– Vamos al Parque del Pescao. No respondo de mí.

– ¿Y por qué no me invitas a tu casa?

Lo sorprende, se le adelanta a la invitación que no se atrevió a proponer cuando hablaron por teléfono y corrobora su sospecha de que aquella mujer es demasiado mujer y que con ella no vale la pena andar por las ramas, como un Tarzán en celo en busca de Juana.

– No te hice caso -dice ella y sonríe-. Tengo el carro parqueado en la esquina. ¿Me invitas o no? Me gusta el café que tú haces.

Las manos le tiemblan mientras ajusta las dos mitades de la cafetera. La proximidad del amor lo alarma con la misma intensidad de los viejos tiempos de las iniciaciones y entonces improvisa sobre temas apresurados que se van encadenando: los secretos del café que ha aprendido con Josefina; tenemos que ir a conocerlos, a ella y al Flaco, mi mejor amigo, no entiendo cómo no se conocen, y se asoma sobre la cafetera a ver si comenzó la colada, viven al doblar de tu casa; su preferencia por la comida china, Sebastián Wong, el padre de la china Patricia, una compañera de la Central, cocina unas sopas que son increíbles; la idea de un cuento que quisiera escribir, sobre la soledad y el vacío, vierte el primer café en la jarra donde están las dos cucharaditas de azúcar y lo bate hasta lograr una pasta ocre y acaramelada, mientras te esperaba se me ocurrió escribir algo así, hace varios días que estoy con deseos de escribir otra vez, y agrega el resto del café en la jarra y ve cómo en la superficie se forma una espuma amarilla y sin duda amarga, que sirve en las dos tazas grandes y lo anuncia, café express, cuando se sienta frente a ella, cada vez que me enamoro pienso que puedo volver a escribir.

– ¿Tan rápido te enamoras?

– A veces no me demoro tanto.

– ¿Amor a la literatura o a las mujeres?

– Miedo a la soledad. Terror pánico. ¿Está bueno el café?

Ella asiente y mira hacia la ventana y hacia la noche.

– ¿Qué sabes de la muchacha muerta?

– Poco nuevo: le pedía demasiado a la vida, era hábil y ambiciosa y cambiaba de novio como de ajustadores.

– ¿Y eso qué significa?

– Es lo que los antiguos, y algunos de los modernos, llamarían una putica.

– ¿Porque cambiaba de novio? ¿Piensas así de las mujeres? ¿Eres de los que quisiera casarse con una virgen?

– Es la aspiración secreta de todos los cubanos, ¿no? Pero ya no pido tanto: me conformo con una pelirroja.

Ella no demuestra que acepte el galanteo y termina el café.

– ¿Y si la pelirroja fuera una puta?

El sonríe y mueve la cabeza, para convencerla de que no lo ha entendido.

– Cuando dije putica es porque era putica: se podía acostar con un hombre por un par de zapatos -le explica y lamenta haberle dicho la verdad: él quiere acostarse con ella y pretende regalarle, precisamente, un par de zapatos-. Lo del cambio de novios sólo me importa ahora como policía, pueden haberla matado por eso. Los muertos no tienen vida privada.

– Es increíble, ¿no? Que puedan matar a alguien así, por cualquier cosa.

El Conde sonríe y termina su café. Enciende el cigarro que su boca le reclama con urgencia para complementar el sabor obstinado de la infusión.

– Es lo más común, que maten a alguien por cualquier cosa, sin habérselo propuesto a lo mejor. Muchas veces es un error: los criminales preferirían no llegar al asesinato, pero atraviesan la línea sin poder evitarlo. Es una reacción química en cadena… Y yo vivo de esa incontinencia. ¿No te parece triste?

Ella asiente y es la que inicia la ofensiva: extiende su mano a través de la fórmica opaca de la mesa y toma el antebrazo del hombre que parece disfrutar su tristeza y se dedica a acariciarlo. Una mujer que sabe acariciar, piensa, no es un fantasma que pasa…

– ¡He aquí que eres hermosa, oh amiga mía, he aquí que eres hermosa! ¡Tus ojos son como palomas!

Declama él, bíblico y salomónico, cuando ella, que se siente hermosa como Jerusalén, abandona el café y la silla y avanza hacia él, sin soltarle el brazo, y le acerca a la boca sus senos -«que son como gemelas de gacela, que pacen en medio de los lirios»-, para que con su mano libre él desabotone la blusa con toda su torpeza y se encuentre no ante dos gacelas, sino frente a unas tetas tibias y agrestes con dos pezones de ciruelas maduras que despiertan inquietos al primer contacto de su lengua de reptil amaestrado y se dedique a mamar, niño otra vez, en el inicio de un viaje a los orígenes de la vida y del mundo.

Pero la penetra suavemente, como si temiera deshojarla, él sentado sobre la silla, ella dócil y leve cuando él la toma por la cintura y comienza a arriarla por el asta, como una bandera sagrada que necesita protección contra la lluvia y el crepúsculo. El primer rugido de ella lo sorprende, se le arquea entre las manos como herida por una bala de plata que le partiera el corazón, pero la abraza con más fuerzas, para sentir sobre el pubis la selva negra de su triángulo insondable, y baja las manos hasta las nalgas para recorrer el surco perfecto que la divide en dos y deja que su dedo goloso corra sin prisa pero sin pausas desde el ano hasta la vulva, desde la vulva hasta el ano, transportando humedades calientes, sintiendo el grosor estimulante de la raíz de su pene, rígido y rispido en su movimiento perforador y la suavidad acolchonada de sus labios opulentos y diestros, que lo succionan como un pantano implacable, y entonces deja correr su dedo entre los pliegues del ano y siente el rugido mayor que le provoca la doble penetración que se hace triple con la lengua feroz que trata de acallarla, cuando ya todos los silencios son imposibles porque, abiertas las compuertas profundas, los ríos más escondidos de sus deseos fluyen hacia la gloria terrenal rescatada. Por la ventana abierta, las ráfagas resucitadas del viento de Cuaresma los envuelven como un abrazo cabal.

– Me vas a matar -es la frase de amor que él logra articular.

– Me estoy suicidando -es el lamento de ella, que tiembla desguarnecida, tal vez por la presencia del viento, quizás por la certidumbre física y moral de la satisfacción consumada.

Varios días después, especulando sobre las posibilidades concretas que tienen los policías de ser felices y de cambiar la vida, el teniente investigador Mario Conde empezaría a entender las dimensiones reales de aquel suicidio sobre una silla bien cabalgada, pero ahora no puede pensar, porque Karina se desmonta como si levitara y, recuperando el calzoncillo que aún cuelga de un muslo del Conde, limpia de espumas su pene y, arrodillada en penitencia, se lo traga con hambre de muchos días y ahora es el Conde quien ruge, «Cojones, coño», dice, pasmado por la hermosura que hay en la postración de la mujer de la que apenas logra ver una cabeza que afirma y afirma, con absoluto convencimiento, y un pelo rojizo que se abre en el centro de la cabeza en una raya inesperada. Mientras su pene empieza a crecer más allá de lo posible, de lo imaginable, incluso de lo permisible, el Conde siente cómo se vuelve poderoso y animal, dueño de todos sus sentidos, hasta que ejercita como un caudillo aquel poder que le ha sido dado y atrapa con sus dos manos la cabeza de la mujer y la obliga a tocar fondo, más allá del fondo, hasta que, prisionera y condenada, le vierte en la garganta una eyaculación que siente bajar desde las capas más profundas de su cerebro. Me vas a matar. Me estoy suicidando. Se besan, moribundos.


***

Ayer descubrí un frontón inesperado. Mil veces debo de haber pasado por ese rincón hasta entonces anodino y sucio de Diez de Octubre, tan cerca de la esquina donde estuvo la valla de gallos en que el abuelo Rufino se jugó ocho veces su fortuna a unas espuelas, para enriquecerse cuatro y empobrecerse otras tantas. Pero sólo ayer una llamada de alarma, especialmente dirigida a mi cerebro, me obligó a levantar la vista y allí estaba, esperándome desde siempre: en el centro de un triángulo de un clasicismo simplón, un escudo de hidalgos criollos remataba una construcción sin trazas de hidalguía, roída por los años y la lluvia. Sólo la fecha permanecía misteriosamente íntegra: 1919, sobre el alero desconchado y bajo el escudo vencido, en el vórtice de dos cornucopias que expulsaban al aire frutas tropicales -la inevitable piña, las guanábanas y anones, los mangos y el esquivo aguacate, ni fruta, ni vianda, ni verdura, y, donde otros hubieran colocado castillos o campos de azures, un cañaveral prodigioso al que se le rendía tributo, pues a él se debía, necesariamente, toda aquella riqueza de mansión, fecha y escudo frutal… Me gusta descubrir esos altos impredecibles de La Habana -segundas y hasta terceras plantas, frontones de un barroquismo trasnochado y sin retorcimientos espirituales, nombres de propietarios olvidados, fechas de cemento y lucetas de vidrios incompletas por las piedras y las pelotas y los años-, donde siempre pensé que había aire hasta el cielo. A esa altura, superior a la escala humana, está el alma más limpia de la ciudad, que abajo se contamina de historias sórdidas y lacerantes. Desde hace dos siglos La Habana es una ciudad viva, que impone sus propias leyes y escoge sus peculiares afeites para marcar su singularidad vital. ¿Por qué me tocó esta ciudad, precisamente esta ciudad desproporcionada y orgullosa? Intento entender este destino insoslayable, no escogido, tratando a la vez de entender a la ciudad, pero La Habana se me escapa y siempre me sorprende con sus rincones perdidos de foto en blanco y negro y mi comprensión queda roída como el viejo escudo de unos hidalgos de riqueza de mango, pina y azúcar. Al final de tantas entregas y rechazos mi relación con la ciudad se ha marcado por los claroscuros que le van pintando mis ojos y la muchacha bonita se convierte en una jinetera triste, el hombre airado en un posible asesino, el joven petulante en un drogadicto incurable, el viejo de la esquina en un ladrón acogido al retiro. Todo se ennegrece con el tiempo, como la ciudad por la que camino, entre soportales sucios, basureros petrificados, paredes descascaradas hasta el hueso, alcantarillas desbordadas como ríos nacidos en los mismísimos infiernos y balcones desvalidos, sostenidos por muletas. Al final nos parecemos la ciudad que me escogió y yo, el escogido: nos morimos un poco, todos los días, de una muerte prematura y larga hecha de pequeñas heridas, dolores que crecen, tumores que avanzan… Y aunque me quiera rebelar, esta ciudad me tiene agarrado por el cuello y me domina, con sus últimos misterios. Por eso sé que es pasajera, mortal, la ruinosa belleza de un escudo de hidalgos y la paz aparente de una ciudad que por ahora veo con los ojos del amor y se atreve a descubrirme esas alegrías inesperadas de su fastuosa prosapia. Me gustaría ver con tus ojos la ciudad, me dijo ella cuando le hablé de mi último hallazgo, y pienso que sí, que sería hermoso y lúgubre -escuálido y conmovedor, tal vez-mostrarle mi ciudad, pero ya sé que es imposible, pues ella nunca podrá calzar mis anteojos, está desbordada de felicidad, y la ciudad no se le va a revelar. Decía Miller que París es como una puta, pero La Habana es más puta todavía: sólo se ofrece a los que le pagan con angustia y dolor, y ni aun así se da toda, ni aun así entrega la última intimidad de sus entrañas.

– La prueba más contundente de la autoridad de Jesús es que no necesitaba de distancia sino que se realizaba en la cercanía total. El poder se viste de atributos (riqueza, fuerza, sabiduría bancaria) que constituyen su gloria a la vez que propician su lejanía. El poderoso desnudo se ve impotente, pero Jesús, hijo de hombre, desnudo y descalzo, vivió entre los hombres, permaneció entre ellos y sobre ellos ejerció la dulzura infinita de su infinito poder…

Siempre lo infinito, lo invariable infinito, y el dilema del poder, pensó el Conde, que había entrado por última vez en una iglesia el día memorable en que tomó su primera comunión. Durante largos meses se había preparado en el catecismo dominical para aquel acto de reafirmación religiosa al cual debía ir con pleno conocimiento de causa: iba a recibir, de manos del cura, un diminuto pedazo de harina que contenía toda la esencia del gran (infinito) misterio: el alma inmortal y el cuerpo doliente de Nuestro Señor Jesucristo (con todo su poder) pasaría de su boca a su alma también inmortal, como digestión necesaria para la posible salvación o la más terrible de las perdiciones; ya él sabía, y saber lo convertía en un ser (infinitamente) responsable. Sin embargo, a los siete años el Conde creía saber mejor otras muchas cosas: que el domingo era el día en que se armaban los mejores piquetes de pelota en la esquina de la casa, o se iba a robar mangos a la finca de Genaro, o se viajaba en bicicleta -dos y hasta tres a bordo de cada una- a pescar biajacas y a bañarse al río de La Chorrera. Por eso, satisfecha con haberlo vestido de punta en blanco para que recibiera la comunión, la madre del Conde debió de escuchar después, al borde de la ira que le prohibía su misma comunión, el fallo inapelable del muchacho: quería mataperrear los domingos por las mañanas y no volvería a la iglesia.

El Conde no imaginaba que su regreso a una parroquia, casi treinta años después de su defección, le produciría aquel sentimiento de recuperación inmediata de una memoria aletargada, más que perdida: el olor cavernoso de la capilla, las sombras altas de las cúpulas, los reflejos del sol mitigados por los vitrales, los brillos tenues del altar mayor estaban allí, en el recuerdo de la parroquia pobre y diminuta de su barrio y en la presencia palpable de aquella iglesia inevitablemente lujosa de Los Pasionistas, con todo el fasto de su neogótico criollo, las cúpulas altísimas y decoradas con cielos fileteados en oro, la sensación de pequeñez humana provocada por su estructura de conducto hacia lo celestial y la profusión de imágenes hiperrealistas de estatura humana y gestos resignados que parecían dispuestas a hablar, aquella iglesia a la que había entrado, en plena misa, en busca del salvador que él necesitaba ahora mismo: Candito el Rojo.

Cuando Cuqui le dijo que Candito estaba en la iglesia, la primera reacción del Conde fue de sorpresa. Nunca se había enterado de aquella profesión de fe del Rojo, pero se alegró, pues podría conversar con él en un terreno neutral. Ya frente a la fachada de torres como exóticos pinos europeos, el policía dudó un instante sobre el destino inmediato de sus pasos: pero no lo pensó más, y prefirió esperar a Candito participando él también de la misa. Respirando el olor dócil de un incienso barato, el Conde ocupó el último banco de la iglesia y terminó de escuchar el sermón dominical de aquel cura, joven y vigoroso en sus gestos y palabras, que hablaba a los feligreses de los más altos misterios, precisamente de lo infinito y del poder, con entonaciones de buen conversador:

– La paternidad de Jesús, que revelaba la paternidad de Dios realizándola, consistía en su solidaridad fraternal. Al relacionarse desde abajo, al mismo nivel, no sólo quedaba a salvo aquel que recibía el evangelio, sino que Jesús también quedaba realizado como hermano y como hijo de Dios. De ahí la vulnerabilidad de Jesús: sus alegrías por la gente sencilla que acogían la revelación de Dios y su llanto por Jerusalén, por las autoridades que no lo reciben…

Y entonces levantó los brazos y los feligreses que colmaban la iglesia se pusieron de pie. El Conde, sintiendo que profanaba un arcano al que él mismo había renunciado, aprovechó el movimiento y escapó como un perseguido hacia la claridad de la plaza con un cigarro entre los labios y un amén en los oídos, coreado por aquellas personas felices de haber conocido, una vez más, los sacrificios de su Señor.

Quince minutos después comenzó el desfile de los creyentes. Tenían los rostros iluminados por un reflejo interior que rivalizaba con el esplendor del sol dominical. Candito el Rojo, en el último paso de la escalera, se detuvo para encender un cigarro y saludó a un negro viejo, ataviado con sombrero de pajilla y guayabera de hilo, que, tal vez fugado de una vieja foto de los años veinte, pasaba ahora por su lado. El Conde lo esperó, en medio de la plaza, y percibió el movimiento de las cejas de su amigo cuando lo descubrió.

– No sabía que venías a la iglesia -le dijo el Conde, alargándole la mano.

– Algunos domingos -admitió Candito y le propuso atravesar la calzada-. Me siento bien cuando vengo.

– A mí me deprime la iglesia. ¿Qué buscas tú aquí, Candito?

El mulato sonrió, como si el Conde hubiera dicho una triste estupidez.

– Lo que no encuentro en otras partes…

– Claro, lo infinito. Oye, últimamente vivo rodeado de místicos.

Candito volvió a sonreír.

– ¿Y qué pasa ahora, Conde?

Subían la cuesta de Vista Alegre y el Conde esperó a que su respiración recuperara el ritmo maltratado por el ascenso y a la vez que se hiciera visible la estructura ocre de la escuela donde había enseñado Lissette Núñez y en la que ellos se habían conocido.

– Ayer pensaba que este cabrón Pre tiene algún poder sobre mi destino. No puedo desentenderme de él.

– Fueron unos años buenos.

– Creo que los mejores, Rojo, pero es algo más complicado. Aquí nos hicimos adultos, ¿no? Y aquí conocí a casi todas las gentes que son mis amigos. Tú, por ejemplo.

– Discúlpame por lo del viernes, Conde, pero me tienes que entender…

– Yo te entiendo, compadre, yo te entiendo. Hay cosas que no se les pueden pedir a las gentes. Pero ahí, en una de esas aulas, estuvo enseñando hasta el otro día una muchacha de veinticuatro años que apareció muerta, la mataron, y yo tengo que saber quién fue el que lo hizo. Es así de simple. Y lo tengo que saber por varias cosas: porque soy policía, porque el que lo hizo no se puede quedar sin pagarlo, porque era profesora del Pre… Es una cabrona obsesión.

– ¿Qué hubo con Pupy?

– Parece que no fue él, aunque lo estamos apretando. Nos dijo algo importante: el director del Pre estaba con la profesora.

– ¿Y no fue el director?

– Ahorita voy a verlo otra vez, pero tiene una buena coartada.

– ¿Y qué crees entonces?

– Que si el director no es la solución a lo mejor la marihuana podía darme la pista.

Candito encendió otro cigarro. Estaban a la altura del patio de educación física y desde la calle se veía el terreno debasquet con sus aros desnudos y los tableros desgastados por tantos pelotazos. El patio estaba vacío, como todos los domingos, triste sin la algarabía de juegos, competencias y muchachas histéricas por jugadas antológicas.

– ¿Te acuerdas de quién metía más canastas ahí?

– Marcos Quijá -dijo el Conde.

– Ah, no jodas -protestó Candito con una sonrisa-. A Marcos yo lo enseñé a driblar. Mira, en un mismo juego, contra los gansos del Vedado, metí dos bolas desde el círculo central.

– Sí tú lo dices…

– Mira, Conde -dijo Candito, deteniéndose en la esquina, hasta donde llegaban los efluvios ácidos de un basurero que antes no existía-, ahora las cosas son distintas. En la época de nosotros el que fumaba es porque era marihuanero, pero ahora por embullo cualquiera puede encender un taladro y entonces vienen los líos, porque se vuelven como locos. Lo mismo pasa con el ron: antes tú tomabas o no tomabas, ahora cualquiera se mete un trago, y como ya no quedan señoritas, pues a templar se ha dicho… Pero te voy a decir algo que oí ayer y que a lo mejor te ayuda…, y acuérdate que me estoy jugando el pescuezo. No sé si será verdad o no, pero oí decir que hay un tipo que vive en el Casino Deportivo, no sé dónde pero eso tú lo averiguas fácil, que hace días está moviendo una hierba que es candela. Nadie sabe de dónde salió, pero es candela. Al tipo le dicen Lando el Ruso… Mira a ver qué sale de ahí. Pero no vengas a verme otra vez hasta dentro de dos años, Conde, ¿está bien?

El Conde tomó a Candito por un brazo y suavemente lo obligó a caminar.

– ¿Y cómo hago para comprarte unas sandalias del número cinco?

– Bueno, te llevas las chancletas y después empiezas a contar los dos años que vas a estar sin verme…

– ¿Y en todo ese tiempo no me vas a invitar a darme un trago?

– Vete pal carajo, Conde.

– ¿Qué lío es el que tú has formado, Conde? -le preguntó el Viejo sin moverse de su asiento tras el buró.

– Enseguida te digo. Déjeme saludar al camarada -alzó los brazos, como pidiendo tiempo a un árbitro exigente de las buenas formas, y estrechó la mano del capitán Cicerón, que ocupaba uno de los butacones de la oficina. Como siempre, sonrieron mientras se saludaban y el Conde le preguntó-: ¿Todavía te duele?

– Un poquito -respondió el otro.

Desde hacía tres años el capitán Ascensio Cicerón había sido designado para la jefatura del Departamento de Drogas de la Central. Era un mulato prieto, de risa adormecida en los labios y fama extendida de buena persona. Sólo de verlo, el Conde recordaba un fatídico juego de pelota: se habían conocido en los tiempos de la universidad y por 1977 coincidieron en el equipo de la facultad, y Cicerón se había hecho célebre por unfly que le había caído en la cabeza, el único día que le dieron el guante y salió a cubrir, con más entusiasmo que aptitudes, la segunda base. Siempre faltaban peloteros en aquella facultad de artistas y pensadores, y Cicerón debió aceptar la encomienda que le asignara su Comité de Base: sería integrante del team para los Juegos Caribes. Por suerte, cuando el fly maldito vino a caer sobre la cabeza de Cicerón, ellos perdían doce carreras por cero y el manager, convencido de lo inevitable, apenas le gritó desde el banco: «Arriba, mulato, que estamos mejorando». Desde entonces el Conde lo saludaba con una sonrisa y la misma pregunta.

El teniente se sentó en la otra butaca y miró a su jefe: -Esto se pone bueno -le dijo.

– Me imagino que sí, porque hoy, precisamente este domingo, yo no pensaba venir por aquí y Cicerón había salido ayer de vacaciones, así que trata de que esté bueno de verdad.

– Ustedes van a ver… Vayamos de lo simple a lo profundo, como dice la canción… Chequeamos la coartada del director y todo es como nos dijo, pero también puede ser una puesta en escena. Según la esposa, él estuvo por la noche en su casa redactando un informe y ella viendo una película. Y en realidad el informe existe, pero fácilmente pudo haberlo hecho el día antes y después ponerle la fecha del martes 18. Lo que sí es seguro es que esta gracia le va a costar el matrimonio. Se jodió el hombre. Bueno, hablando con Pupy salió que Lissette había tenido hace unos meses un novio mexicano. Nos interesó ese dato por lo de la marihuana que no es cubana. Pues bien, hoy por la tarde se va para México un tal Mauricio Schwartz, el único Mauricio mexicano que está de turista en Cuba en estos días. Mandamos a fotografiarlo para que Pupy lo identifique. Si es el mismo no sería absurdo que hubiera regresado y se encontrara de nuevo con Lissette… Vamos a ver. Pero lo mejor de todo es que tengo un nombre y una pista que pueden ser dinamita -dijo y miró al capitán Cicerón-. El informe sobre la marihuana que apareció en casa de Lissette Núñez dice que no es una hierba común, que debe de ser mexicana o nicaragüense, ¿no es verdad?

– Sí, ya tú lo dijiste. Estaba adulterada por el agua, pero es casi seguro que no sea de aquí.

– Y tú agarraste a dos tipos con cigarros de marihuana centroamericana, ¿verdad?

– Sí, pero no he podido saber de dónde la sacaron. El supuesto proveedor desapareció o los tipos inventaron un fantasma.

– Pues yo tengo un fantasma de carne y hueso: Orlando San Juan, alias Lando el Ruso. Oyeron el comentario de que tenía una marihuana muy fuerte y me la juego que es esa misma que anda dando vueltas por ahí.

– ¿Y cómo tú sabes eso, Conde? -preguntó el mayor Rangel, que al fin se había puesto de pie. Como cada domingo había ido a la Central sin el uniforme y lucía uno de aquellos pullovers ajustados que le permitían exhibir sus pectorales de nadador y canchista empecinado en retardar la llegada del otoño.

– Me pasaron la bola. Un comentario que oyeron.

– Así que un comentario… ¿Y ya tienes la ficha del Ruso ese?

– Aquí está.

– ¿Y quieres que Cicerón te ayude?

– Para eso están los amigos, ¿no? -dijo el Conde y miró al capitán.

– Yo lo ayudo, mayor -aceptó Cicerón y sonrió.

– Bueno -dijo el Viejo e hizo un gesto con las manos como para espantar unas gallinas-, andando se quita el frío. Busquen al Ruso ese a ver qué sale de ahí y no paren hasta que yo les diga. Pero quiero saber cada paso que dan, ¿me oyen? Porque esto se está poniendo color de hormiga. Sobre todo tus pasos, Mario Conde.

El Casino Deportivo parecía barnizado bajo el sol del domingo. Todo limpio y pintado, con sus fulgores de tecnicolor. Lástima que ya no me guste este barrio, se dijo el Conde frente a la casa de Lando el Ruso. Se encontraban apenas a cinco cuadras de donde vivía Caridad Delgado y pensó que le gustaría sacar algo a aquella cercanía. ¿Caridad, Lissette y el Ruso, todos en un mismo saco? El teniente se quitó los espejuelos cuando el capitán Cicerón salió a la calle.

– ¿Qué?, ¿apareció algo?

– Mira, Conde, Lando el Ruso no es un vendedor al por menor. Con ese expediente que tiene no va a andar por la calle vendiéndole cigarritos a los fumadores. Y alguien que tiene el mazo en la mano no va a tener la carga en su casa, así que seguir registrando aquí es perder el tiempo. Voy a dar la orden de búsqueda y captura, pero si lo que dice la tía es verdad y el tipo alquiló una casa en la playa, en dos o tres horas la gente de Guanabo me lo tiene localizado y no te preocupes, que a mí me hace más falta que a ti agarrar a ese tipo. Lo de esa marihuana me tiene jodido y tengo que saber de dónde coño salió y quién la trajo. Ahora mismo voy a mandar al teniente Fabricio para que trabaje con la gente de Guanabo.

– ¿Fabricio está ahora contigo? -preguntó el Conde, recordando su último encuentro con el teniente.

– Hace como un mes. Está aprendiendo.

– Menos mal… Oye, Cicerón, ¿la marihuana no habrá sido un paquete perdido, de esos que tiran en el mar? -preguntó el Conde mientras encendía un cigarro y se recostaba contra el carro oficial del capitán Cicerón.

– Puede ser, todo puede ser, pero lo curioso es que haya caído precisamente en las manos de los tipos que la pueden colocar bien. Y el otro problema es que no es suramericana, que es la que a veces tratan de pasar cerca de Cuba. No me imagino cómo eso vino a dar aquí, pero si la entraron a propósito, por esa misma canal puede entrar cualquier cosa… Lo que hace falta ahora es coger a Lando con algo arriba.

– Hace falta, porque Manolo me llamó por tu radio y dice que lo del mexicano es negativo. Era la primera vez que venía a Cuba y además Pupy dice que no es el mismo que andaba con Lissette. Así que Lando es el hombre del momento. Bueno, pues el caso es tuyo, ¿no?

Cicerón sonrió. Casi siempre sonreía y ahora lo hizo mientras ponía una de sus manos sobre un hombro del Conde.

– Oye, Mario, ¿por qué me regalas un caso así?

– Ya te lo dije ahorita, ¿no? Para algo están los amigos.

– ¿Tú sabes que nunca vas a llegar a ningún lado si vas por el mundo regalando los casos?

– ¿Ni siquiera a mi casa para ponerme a lavar toda la ropa que tengo sucia?

– Me gustan tus aspiraciones.

– Pues a mí no: lavar me cae como una patada en el culo. Bueno, si hay cualquier cosa, me localizas entre la tendedera y el lavadero -dijo y estrechó la mano que le extendía su colega.

En el carro, de regreso a su casa, el Conde se descubrió pensando que después de todo el Casino Deportivo sí era un buen lugar para vivir: desde viceministros y periodistas hasta marihuaneros, allí había de todo, como en cualquier otro estanco de la viña del Señor.

El último calzoncillo quedó preso en la tendedera y el Conde miró satisfecho aquella obra encomiable. Policía de avanzada voy a ser, se dijo, observando cómo las rachas del viento ponían a bailar toda aquella ropa que había pasado por sus manos reblandecidas por la humedad y todavía olorosas a potasa y cebo perfumado: tres sábanas, tres fundas y cuatro toallas, hervidas y lavadas; dos pantalones, doce camisas, seis pullovers, ocho pares de medias y once calzoncillos: todo el arsenal de su closet, limpio y reluciente bajo el sol del mediodía. No podía evitarlo: extasiado observaba su obra, con profundos deseos de asistir al milagro de su secado aséptico y total.

Entró en la casa y vio que eran casi las tres de la tarde. Desde las tinieblas de sus tripas escuchó una llamada pavorosa. Ir a implorarle a Josefina un plato de comida era injusto a aquella hora de la tarde: la imaginó ante el televisor, devorando entre cabezadas y bostezos de madrugadora las películas de la Tanda del Domingo y decidió ganarse otro mérito laboral preparándose su propio almuerzo. Qué falta me haces, Karina, se dijo cuando abrió el refrigerador y descubrió la dramática soledad de dos huevos posiblemente prehistóricos y un pedazo de pan que bien pudo haber asistido al sitio de Stalingrado. En una manteca con sabor heterodoxo de fritadas excluyentes dejó caer los dos huevos, mientras con la punta del tenedor tostaba sobre la llama las dos rebanadas que logró arrancarle al corazón de acero del pan. Puro realismo socialista, se dijo. Se comió los huevos pensando otra vez en Karina y en la cita pactada para esa noche, pero ni siquiera la ilusión del encuentro fue capaz de mejorar el sabor de la comida. Aunque presentía única e irrepetible la atrevida aventura sexual del día anterior, llena de hallazgos, sorpresas, revelaciones y señales de portentosos caminos por explorar, aquel segundo encuentro, asumido desde la experiencia, podía romper todos los récords de sus expectativas y conocimientos sexuales reales e imaginarios: mientras tragaba los huevos grasientos y desparramados, el Conde se veía, en aquella misma silla, siendo beneficiario y objeto de una felación devastadora que lo dejó exhausto hasta que, dos horas después, Karina inició su tercera ofensiva victoriosa contra sus defensas aparentemente caídas. Y esa noche ella vendría, saxofón en ristre…

– No me llames, que a lo mejor tengo que salir. Yo vengo por la noche -le había dicho.

– ¿Con el saxofón?

– Anjá -dijo, imitando la entonación del hombre.

Cantaba el Conde cuando fregó el plato, la sartén y las tazas con huellas del café y de la lujuria del día anterior. Alguna vez había oído decir que sólo una mujer muy bien despechada sexualmente podía cantar mientras fregaba. Machismo solapado: simple determinismo sexual, concluyó y siguió cantando,«Good morning, star shine, /I say hello…». Mientras se secaba las manos miró críticamente el estado del piso: los mosaicos empañados de grasa, polvo y suciedades más viejas que la envidia no hacían de su casa, precisamente, un lugar encantado para citas pasionales con saxofón incluido. Es el precio del cariño, se dijo, mirando con amor de hombre la escoba y el trapeador, dispuesto ya a entregarle a Karina un lugar limpio y bien iluminado.

Eran más de las cuatro y media cuando concluyó la limpieza y observó orgulloso el renacer de aquel lugar huérfano de manos femeninas desde hacía más de dos años. HastaRufino, el pez peleador, había recibido los favores de aquel impulso de pulcritud y ahora nadaba en aguas claras y oxigenadas. Eres un cabrón friqui, Rufino, no esperas nada… Satisfecho, el Conde concibió, incluso, para un futuro cercano, la posibilidad de pintar paredes y techos y colocar algunas plantas en rincones propicios y hasta conseguirle una hembra al pobre Rufino. Estoy asquerosamente enamorado, se dijo, y marcó en el teléfono el número del Flaco Carlos.

– Oye esto, salvaje: lavé las sábanas, las toallas, las camisas, los calzoncillos y hasta dos pantalones y ahora mismo terminé de limpiar la casa.

– Estás asquerosamente enamorado -le confirmó su amigo y el Conde sonrió-. ¿Y ya te pusiste el termómetro? Mira que debes de estar grave.

– ¿Y tú qué estás haciendo?

– ¿Qué tú crees que puedo estar haciendo, tú?

– ¿Viendo la pelota?

– Ganamos el primero y ahora va a empezar el segundo juego.

– ¿Contra quién?

– Los negritos de Matanzas. Pero la serie buena empieza el martes, contra los Orientales del coño de su madre… Y hablando de eso, dice el Conejo que si no se complica nos va a llevar el martes al estadio en su carro. Mi hermano: me muero de ganas de ir al estadio. Oye, y tú, ¿vienes hoy o no?

El Conde miró la casa reluciente y sintió en el estómago la levedad de los dos huevos fritos.

– Voy a verla por la noche… ¿Qué hizo José de almuerzo?

– Bestia, lo que te has perdido: un arroz con pollo chorreao que levantaba a un muerto. ¿Tú sabes cuántos platos me comí?

– Dos, ¿no?

– Tres y medio, tú.

– ¿Y quedó algo?

– Creo que no… Aunque oí a la vieja diciendo que si te guardaba un poco… -Oye, oye… -¿Qué cosa?

– El timbre de la puerta de tu casa. Dile a José que abra, que ése soy yo -y colgó.


EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA

por Caridad Delgado

«Siempre he defendido la libertad del amor. La plenitud de su realización, la belleza de su hallazgo, las inquietudes de su destino. Pero entre los muchos recordatorios amargos que nos ha hecho el sida, a los que habitamos la casa común del planeta Tierra, está el de que nada que ocurra en ningún sitio puede sernos ajeno: ni las guerras, ni las pruebas nucleares, ni las epidemias, y mucho menos el amor. Porque el mundo se ha hecho cada vez más pequeño.

»Y aunque la felicidad siempre es posible en estos tiempos de fin de siglo, un flagelo azota al amor hasta convertirlo en una elección peligrosa y difícil. El sida nos amenaza y sólo hay un medio de evitarlo: sabiendo elegir la pareja, buscando el sexo seguro, más allá de medidas necesarias como el uso del preservativo.

»No pensarán mis lectores que pretendo darles una lección de moralidad ni de puritanismo extemporáneo. Ni que pretenda coartar la libre elección del amor, que suele sorprendernos con su misteriosa y cálida presencia. No. Y mucho menos que ataque desde mi posición asuntos de total intimidad. Pero es que el peligro nos acecha a todos, sin distinción de inclinaciones sexuales.

»No pretendo descubrir lo ya descubierto cuando recuerdo que la promiscuidad ha sido el principal agente de trasmisión de ese flagelo apocalíptico del sida por todo nuestro planeta. Por eso me asombro cuando converso con algunas personas, especialmente con jóvenes con los que mi trabajo me relaciona, y desconocen el peligro de ciertas actitudes ante la vida y practican el sexo como si se tratara de un simple juego de barajas al que se va a ganar o a perder, pues, como dicen a veces, "De algo hay que morirse"…»

El Conde cerró el periódico. ¿Hasta cuándo?, se preguntó. Una hija promiscua había muerto tres días antes de una causa menos romántica y novedosa que el sida y ella podía escribir aquella monserga en torno a las inseguridades sexuales finiseculares. Comemierda. En aquel momento el Conde lamentó su insultante torpeza manual. Nunca, ni cuando eran ejercicios obligatorios en clase, había logrado armar un avioncito de papel, ni siquiera un vasito para tomar agua o café, a pesar de los esfuerzos de aquella profesora de la que se había enamorado. Pero ahora puso todo su empeño y casi amorosamente rasgó la hoja del periódico, separando del resto del tabloide el fragmento leído. Se puso de pie, se inclinó levemente hacia delante y, con la pericia que crea la costumbre, limpió con el artículo las huellas estriadas de la defecación. Dejó caer el papel en el cesto y descargó la taza del inodoro.

Sólo cuando se enamoraba Mario Conde se atrevía, golosamente, a pensar en el futuro. Encender luces de esperanzas para el porvenir se había convertido en el síntoma más evidente de una satisfacción amorosa y vital capaz de desterrar de su conciencia la nostalgia y la melancolía entre las que había vivido durante más de quince años de persistentes fracasos. Desde que debió abandonar la universidad y engavetar sus desvelos literarios para sepultarse en una oficina de información clasificando los horrores que cada día se cometían en la ciudad, en el país (tipos delictivos,modus operandi, por cientos de crímenes y fichas policiacas), los derroteros de su vida se habían torcido malévolamente: se casaría con la mujer equivocada, sus padres morirían en menos de un año y el Flaco Carlos volvería de Angola con la espalda rota para languidecer, como un árbol mal podado, sobre un sillón de ruedas. La felicidad y la alegría de vivir habían quedado como atrapadas en un pasado que se hacía cada vez más utópico, inasible, y sólo el aliento propicio del amor, como en los cuentos de hadas, podía devolverlas a la realidad y a la vida. Porque, aun estando enamorado de una mujer de pelo rojo y apetitos notables, Mario Conde sabía que su destino se acercaba hacia una oscuridad de noche lunar: las esperanzas de escribir y de volver a sentir y actuar como una persona normal y con opciones en la rifa caprichosa de la felicidad se tornaban cada vez más remotas, pues también sabía que su vida estaba ligada al destino del Flaco Carlos, cuando Josefina faltara para siempre y él se negara, como se iba a negar, a que su amigo se consumiera de tristezas y abstinencias en un hospital de incapacitados. El miedo a aquel futuro que debería enfrentar más tarde o más temprano sin estar capacitado para asumirlo, llegaba a desvelarlo y a hacerle difícil la respiración. La soledad se le ofrecía entonces como un túnel sin salida porque -era otra de las muchas cosas que sabía- ninguna mujer se atrevería a enfrentar con él aquella prueba superior que el destino -¿el destino?- le había reservado.

Sólo cuando se enamora, Mario Conde se da el lujo de olvidar por un instante aquella condena tangible y siente deseos de escribir, de bailar, de hacer el amor para descubrir que el cúmulo de instintos animales de la práctica sexual puede ser también un feliz esfuerzo por dar cuerpo y memoria a viejos sueños, a olvidadas promesas de la vida. Por eso también siente deseos, aquel día irrepetible de su biografía amatoria, de masturbarse viendo a una mujer desnuda soplar una melodía viscosa con un brillante saxofón.

– Quítate la ropa, por favor -le pide y la sonrisa complaciente y complacida de Karina acompaña el acto de sacarse la blusa y el pantalón-. Toda la ropa -exige y, cuando la ve desnuda, reprime uno a uno los deseos de abrazarla, de besarla, de tocarla al menos, y él se desviste sin dejar de mirarla: lo sorprende la quietud de aquella piel, sólo manchada por los pezones y la cabellera del sexo, de un rojo más intrincado, y el nacimiento preciso de brazos, senos y piernas, articulados con elasticidad al conjunto. Las caderas, levemente retraídas, de buena paridora, son mucho más que una promesa. Todo lo sorprende en el aprendizaje que realiza de esta mujer.

Entonces desviste también al saxofón y lo siente sólido y frío entre sus dedos que por primera vez calibran el peso inesperado de aquel instrumento perdido en sus fantasías eróticas, las cuales, ahora mismo, se convertirán en la más palpable realidad.

– Siéntate aquí -le indica la silla y le entrega el saxofón-. Toca algo, algo hermoso, por favor -le pide y se aleja, para ocupar otra silla.

– ¿Qué quieres hacer? -investiga ella, mientras acaricia la boquilla del metal.

– Comerte -dice él e insiste-. Toca.

Karina sigue sobando la boquilla y sonríe, ahora indecisa. Se la lleva a los labios y la succiona, dejándole restos de saliva, que cuelga como hilos de plata desde su boca. Acomoda las nalgas en el borde de la silla y abre las piernas. Coloca entre sus muslos el largo cuello del saxofón y cierra los ojos. Un lamento metálico y bronco empieza a brotar de la boca dorada del instrumento y Mario Conde siente cómo la melodía se le clava en el pecho, mientras la figura serena de Karina -ojos cerrados, piernas abiertas hacia una profundidad carnosa y más roja, más oscura, que la parte al medio, senos que tiemblan con el ritmo de la música y la respiración- pone sus deseos a una altura inimaginada e insoportable, mientras escarba con sus ojos los rincones de la mujer y sus dos manos se dedican a recorrer sin prisa la longitud y el volumen de su pene, del que empiezan a brotar unas gotas de ámbar que facilitan la manipulación, y se acerca a ella y a la música para acariciarle el cuello y la espalda, vértebra por vértebra, y la cara -los ojos, las mejillas, la frente-, siempre con la cabeza amoratada y como en ebullición de su miembro que va dibujando en su recorrido un rastro húmedo de animal herido. Ella respira profundamente y deja de tocar.

– Toca -le exige otra vez el Conde, pero su orden es un susurro lamentable y Karina cambia la frialdad del metal por el calor de la piel.

– Dámela -le pide y besa la cabeza inflamada, triangular en su nueva dimensión, antes de emprender con toda la boca la búsqueda de una melodía en la que ella pueda participar… Con las lenguas trabadas caminan hacia el cuarto y hacen el amor sobre unas sábanas muy limpias, que huelen a sol, a jabón, a vientos de Cuaresma. Mueren, resucitan, vuelven a morir…

Él termina el rito de crear espuma y sirve el café. Ella se ha puesto uno de los pullovers que el Conde lavó esa tarde y que, sentada, logra cubrirle hasta la parte superior de los muslos. En los pies lleva las sandalias hechas por Candito el Rojo. El se ha enrollado una toalla a la cintura y arrastra una silla hasta colocarla muy junto a la de ella.

– ¿Te quedas a dormir hoy?

Karina prueba el café y lo mira.

– Creo que no, mañana tengo mucho trabajo. Prefiero dormir allá.

– Y yo también -asegura él, con un acento de ironía.

– Mario, estamos empezando. No te apures.

El enciende un cigarro y detiene el gesto de lanzar el fósforo hacia el fregadero. Se pone de pie y busca un cenicero de metal.

– Es que me pongo celoso -dice y trata de sonreír.

Ella le pide el cigarro y aspira el humo un par de veces. El siente que de verdad está celoso.

– ¿Ya leíste el libro?

Ella asiente y termina el café.

– Me deprimió, ¿sabes? Pero si a ti te gusta tanto es porque te pareces un poco a esos hermanos de Salinger. Te gusta que la vida sea atormentada.

– No es que me guste. Yo no la escogí. Ni siquiera a ti te escogí: algo te puso en el camino. Después que uno pasa de los treinta años debe aprender a conformarse: lo que no has sido ya nunca lo serás, y todo se repite, una y otra vez, si triunfaste, vas a seguir triunfando; si fracasaste, acostúmbrate al sabor del fracaso. Y yo me estoy acostumbrando. Pero cuando aparece algo así, como tú, uno tiende a olvidarse de todo. Hasta de los consejos de Caridad Delgado.

Karina se frota los muslos con las palmas de las manos y hace un intento de prolongar la escasa cobertura ofrecida por el pullover.

– ¿Y qué pasa si no podemos seguir juntos?

El Conde la mira. No entiende por qué, después de tanto amor, ella puede imaginar algo así. Pero él mismo no ha dejado de pensarlo.

– No quiero ni pensarlo. No puedo pensarlo -dice, sin embargo-. Karina… creo que el destino del hombre se realiza en la búsqueda, no en el hallazgo, aunque todos los descubrimientos parecen la coronación de los esfuerzos: el Vellocino de Oro, América, la teoría de la relatividad…, el amor. Prefiero ser un buscador de lo eterno. No como Jasón o Colón, que murieron pobres y desencantados después de tanta búsqueda. Más bien un buscador de El Dorado, de lo imposible. Ojalá nunca te descubra, Karina, ojalá nunca te encuentre sobre un árbol, ni siquiera protegida por un dragón, como el viejo Vellocino. No dejes que te atrape, Karina.

– Me da miedo oírte hablar así -dice ella y se pone de pie-. Piensas demasiado. -Recoge el saxofón, abandonado en el suelo, y lo guarda en su estuche. El Conde mira sus nalgas, que ahora el pullover no alcanza a cubrir, breves y enrojecidas por el calor de la silla, y piensa que no importa siquiera que tenga tan poco culo. Más que una mujer está contemplando un mito, se dice, cuando suena el teléfono.

El Conde mira el reloj que está sobre la mesa de noche y se pregunta quién podrá ser a esa hora.

– Sí -dijo al auricular.

– Conde, soy yo, Cicerón. El negocio se complica.

– ¿Pero qué pasó, viejo?

– Lando el Ruso. Apareció en Boca de Jaruco, al lado del río. Iba a decir adiós desde la lancha cuando lo agarraron… ¿Te gusta la noticia?

El Conde suspiró. Sintió cómo el horizonte comenzaba a iluminarse con un rayo de sol, tenue pero inconfundible.

– ¡Me encanta! ¿Cuándo me lo das? -El silencio, del otro lado de la línea, alteró al teniente investigador-. ¿Cuándo me lo das, Cicerón? -repitió entonces.

– Mañana por la mañana, ¿está bien?

– Anjá, pero no me lo des con mucho sueño -y colgó.

Cuando regresa a la sala se encuentra a Karina sonriente y vestida, con el saxofón en su estuche, como una maleta lista para un viaje.

– Me voy, policía -dice ella y el Conde siente deseos de amarrarla. Se va, piensa, se me va. Siempre tendré que buscarla.


***

– Ahí lo tienes, Conde.

El capitán Cicerón parecía más somnoliento que feliz cuando le indicó, del otro lado del cristal translúcido, al hombre que en ese momento se rascaba la barbilla. Bueno el apodo: en verdad parecía un ruso. El pelo rubio, casi blanco, corría en cascadas suaves sobre una cabeza de redondez perfecta y la cara enrojecida de tragador de vodka. Con una chaqueta de cuello alto hubiera pasado por Aliosha Karamásov, pensó el Conde, que debió apartar a Manolo del cristal para obtener una visión definitiva de su mejor pista. Observó los ojos cansados y sanguíneos del hombre y quiso penetrar la ruta de aquella mirada oscura, viajar hacia las revelaciones necesarias, hasta que sintió un cansancio miope sobre el puente de su nariz.

– ¿Y qué le sacaste?

– De la salida clandestina me lo contó todo, pero de la droga todavía no le pude sacar nada. Aunque estoy esperando el boletín de noticias del laboratorio: análisis de sangre, el raspado de los dedos y, lo más espectacular, los restos de un cigarro que encontramos en el patio de la casa de la playa donde estaban Lando y sus amiguitos.

– ¿Cuántos eran?

– En la lancha cuatro: Lando y la novia y dos amigos más, Osvaldo Díaz y Roberto Navarro. El sábado hicieron algo así como una fiesta de despedida y hubo mucha gente. Se lo habían dicho hasta al gato. Increíble, ¿no?

– ¿Y la mujer y los otros?

– También estamos trabajando con ellos, ¿te interesan?

El Conde volvió a apartar a Manolo del cristal. Ahora Lando se comía las uñas y las escupía hacia cualquier parte, con los gestos cansados de típico degustador de marihuana y otros sabores evanescentes. ¿Lissette y Lando?, se preguntó y no supo qué responderse. Cuando se volvió, encontró junto a Cicerón la figura y la sonrisa del teniente Fabricio.

– ¿Viste cómo lo agarramos, Conde? -preguntó, y el Conde no supo si la pregunta era pura euforia o toneladas de ironía.

– A ti no se te podía escapar -respondió, optando por dar el vuelto con ironía.

– A mí sí no se me podía escapar -reafirmó Fabricio.

– Bueno -intervino Cicerón-, ¿qué piensas hacer?, ¿eh, Conde?

– Déjame empezar por éste. Tengo un presentimiento…

– ¿Un presentimiento? -preguntó Manolo y sonrió. El Conde lo miró a los ojos y el sargento esquivó su mirada hacia el detenido.

– Pero primero me hace falta saber lo del laboratorio. Espérame ahí, Lando -dijo, haciendo un gesto hacia el cristal. Lando, por su parte, había terminado con las uñas y había recostado la cabeza sobre el borde de la mesa. Estás madurito, pensó el Conde y salió hacia el corredor, rozando con su hombro el brazo del teniente Fabricio que no se apartó para facilitar la salida. Este huevo quiere sal, se dijo el Conde.

Lando levantó la cabeza cuando escuchó el sonido de la puerta. Fue un gesto lento y oxidado como la mirada que ahora brotaba de sus ojos marrones. El Conde lo miró apenas un instante y avanzó hacia la pared del fondo, mientras Manolo dejaba caer sobre la mesa un file lleno de papeles. El teniente encendió un cigarro y se dedicó a observar las mañas de su compañero. Manolo se había sentado en un ángulo de la mesa, apenas apoyando una de sus nalgas sin fibras sobre la madera, mientras balanceaba el pie que no llegaba al suelo. Abrió el file y se puso a leer con todo interés. De vez en cuando miraba a Lando, como si la figura del hombre pudiera ilustrarle algo de lo que iba leyendo. El Ruso, por su parte, desplazaba la vista del file a los ojos del sargento.

Aunque el laboratorio había confirmado el origen similar de la marihuana de Lando y la de Lissette, buena parte del presentimiento del Conde había naufragado con el dictamen de los técnicos: la sangre de Orlando San Juan era B negativa y sus huellas dactilares no se correspondían con ninguna de las encontradas en el apartamento de Lissette. Por un momento pensó que la salida clandestina de Lando podía ser una fuga de homicida. Ahora el Conde debía aferrarse a la esperanza remota de alguna relación posible entre aquel hombre y la difunta profesora de química. ¿El Casino Deportivo? ¿Caridad Delgado?, ¿y el director?, se preguntaba, queriendo preguntar. De aquel interrogatorio dependía el destino inmediato del caso y los dos policías conocían el valor de la carta que estaban jugando.

Al fin Manolo cerró el file y lo dejó casi al alcance de las manos del detenido. Se puso de pie y fue a sentarse en la butaca, del otro lado de la mesa, fuera del círculo tórrido de la lámpara de interrogatorios.

– Pues sí, mayor -dijo sin apartar la vista de Lando-, él es Orlando San Juan Grenet. Anoche fue detenido cuando trataba de abandonar el país en una lancha robada y además está acusado de tenencia de drogas y de asesinato.

Los ojos de Lando perdieron el sueño.

– ¿Cómo dice? ¿Asesinato de quién?, ¿usté está loco o qué?

Manolo sonrió, plácidamente.

– No vuelva a hablar si no le pregunto. Y no se le ocurra decirme loco otra vez, ¿me entiende?

– Pero es que…

– ¡Pero es que se calla! -le gritó Manolo, poniéndose de pie, y hasta el Conde saltó en su rincón. Nunca se había podido explicar de dónde su compañero sacaba aquella fuerza brutal de peso completo-. Como le decía, mayor, en la casa de Guanabo que alquiló el detenido encontramos restos de un cigarro de marihuana, una marihuana de procedencia centroamericana, y dos detenidos por tenencia de esa droga identifican a Orlando San Juan como su proveedor. Eso es gravísimo, como usted sabe. Pero esto no es todo, esa misma droga fue encontrada en el apartamento de una joven a la que asesinaron hace una semana y vamos a procesar al detenido también por ese delito.

Lando inició un gesto de protesta, pero no llegó a hablar. Movía la cabeza, negando, como si no diera crédito a lo que acababa de oír. Entonces el Conde separó la espalda de la pared y aplastó el cigarro en el piso. Dio un paso hacia la mesa y miró a Lando.

– Orlando, su situación es difícil, ¿verdad?

– Pero yo no sé nada de una muerta ni nada de eso.

– ¿No conoció a Lissette Núñez Delgado?

– ¿Lissette? No, no, yo conozco a una Lissette pero ésa partió hace rato. Apañó a un italiano y pasó a mejor vida. Ahora está en Milán.

– Pero en casa de la Lissette que yo le digo apareció un cigarro de la marihuana que usted ha estado distribuyendo.

– Mire, general, con el mayor respeto. Yo no conozco a esa mujer ni estoy distribuyendo nada, se lo juro… ¿Quiere que se lo jure?

– No, no hace falta, Orlando. Eso es fácil de probar. Un careo con los dos vendedores detenidos y ya. Ellos lo van a identificar, porque están locos por identificar al que les vendió el paquete y quitarse con eso unos cuantos años de arriba. Dígame una cosa, ¿usted le vendió marihuana a alguien que tenga que ver con el Pre de La Víbora?

– ¿Con el Pre? No, no, yo no tengo nada que ver con eso…

– Entonces dígame algo de Caridad Delgado.

– ¿Y quién es ésa?

El Conde buscó otro cigarro en el bolsillo y lo encendió lentamente. Lando el Ruso no iba a admitir todavía su conexión con la droga y mucho menos si tenía alguna relación con Lissette. Pero insistió, aferrado a su única esperanza concreta:

– Orlando, ésta no es la primera vez que usted tiene problemas con nosotros, y a nosotros no nos gusta estar viendo siempre las mismas caras, ¿me entiende? No nos gusta que nos den tanto trabajo. Pero de todas maneras hacemos bien este trabajo. Usted va a estar aquí hasta que sepamos qué día nació su tatarabuelo y todo porque usted nos lo va a contar. ¿Quiere decirme ahora algo de Lissette Núñez o de la marihuana que llegó a su casa o nos vemos hoy a las doce de la noche, después que se acaben las películas?

Lando el Ruso se volvió a rascar la barbilla, mientras negaba con la cabeza. Sus ojos se habían oscurecido un poco más y su mirada era desesperadamente opaca.

– Se lo juro, general, no sé nada de eso -dijo y volvió a mover la cabeza. En aquel instante el Conde hubiera dado cualquier cosa por saber qué había debajo de aquel pelo rubio, de ruso apócrifo, que bailaba con el movimiento indetenible de la cabeza que negaba y negaba.

– Vámonos, Manolo. Hasta más tarde, Orlando, y gracias por ascenderme a general.

La vida en rosa, cantaba Bola de Nieve, atreviéndose con el idioma francés y desafiando abiertamente a Edith Piaf. Qué bárbaro, se dijo el Conde y trató de pensar un momento: los cubículos de interrogatorio provocan una sensación de encierro propicia para las confesiones. Son la antesala de la cárcel y el tribunal, y allí la indefensión se siente como un fardo muy pesado. Salir de aquellas cuatro paredes frías y atenazantes es como volver a la vida. Pero la presencia de un policía en el ámbito cotidiano puede remover cimientos inesperados: nace el miedo, la desconfianza, la necesidad de ocultar a los demás esa aparición indeseable, y a veces los temores provocan el salto necesario de la liebre. La-rala-rala, decía ahora. Entonces el policía dispara: y decidió ver al director en su propio terreno. Iría otra vez al Pre. Una idea muy vaga lo había rozado mientras hablaba con Lando y le propuso a Manolo una conversación con el director.

La mañana del lunes era benigna fuera del recinto de la Central. El viento había decretado una tregua y un sol decididamente veraniego ponía reflejos de charol en las calles de la ciudad. En la radio del auto, Manolo había encontrado un programa dedicado a Bola de Nieve y el Conde decidió concentrarse en la voz y el piano de aquel hombre que era la canción que cantaba: ahora decía «La Flor de la Canela», «y… jazmines en el pelo y rosas en la cara…», y el teniente recordó el final inesperado de su último encuentro con Karina. Se vio a sí mismo desarmado, sin argumentos para evitar su partida, cuando ella, vestida, le decía adiós desde la puerta y él, con cara de niño insatisfecho más que de buscador mitológico, sentía deseos de patear el piso. ¿Por qué se le iba? Las entregas totales de aquella mujer que se transformaba con el olor ácido del sexo no encajaban con la distancia infranqueable que después le imponía. Desde el principio él pensó que debía hablar más con ella, conocerla y entenderla, pero entre sus monólogos de desesperado y las conflagraciones sexuales que los devoraban, apenas quedaba tiempo para respirar, llenar los cargadores y tomar un café. El auto había pasado muy cerca del hospital donde estaba Jorrín y subía ahora por Santa Catalina, una avenida sembrada de flamboyanes y de recuerdos, de fiestas, de cines, de descubrimientos sentimentales de todo tipo, de una vida en rosa cada vez más alejada en la memoria y en el tiempo definitivamente perdido, como la inocencia. Bola de Nieve cantaba entoncesDrume, negrito y el Conde se dijo: ¿Cómo puede cantar así? Era un susurro melodioso que devoraba escalas bajísimas y demasiado atrevidas, habitualmente intransitadas por su estrechez de última frontera entre el canto y el murmullo. Los flamboyanes de Santa Catalina habían resistido con firmeza los embates de las ventoleras y las cúpulas enrojecidas por las flores eran como un reto para cualquier pintor. Fuera del recinto de la Central a veces la vida podía parecer normal, casi en rosa.

Manolo parqueó a un costado del Pre y apagó la radio. Bostezó, con un temblor que recorrió su esqueleto demasiado evidente, y preguntó:

– Bueno, ¿cómo es la cosa?

– El director no ha dicho todo lo que sabe.

– Nadie dice todo lo que sabe, Conde.

– Este caso es muy raro, Manolo: todo el mundo dice mentiras, no sé si para proteger a alguien o para protegerse ellos mismos o porque ya se han acostumbrado y les gusta decirlas. Ya estoy hasta aquí de oír mentiras. Pero lo que me importa en este momento es que él sabe cosas muy interesantes.

– ¿Piensas ahora que fue él?

– No sé, ya no sé nada, pero estoy pensando que no…

– ¿Entonces?

El Conde miró hacia la estructura sólida de la escuela. Ahora dudaba si había decidido ver al director allí simplemente porque quería volver, como un eterno culpable, al lugar de sus fechorías preferidas.

– Hay un tercer hombre en esta historia, Manolo. Apuesto la cabeza a que sí. El primero es Pupy, que aunque tiene mil papeletas en la rifa no creo que se haya atrevido a tanto, tiene mucha calle para fallar así con una mujer que él conocía de todas las patas que cojeaba. Además, él sabía cómo sacarle lo que quería. Tiene que ser que se haya equivocado mucho. El segundo es el director, que incluso tiene buenos motivos: estaba enamorado y podía sentir celos. Pero si su coartada es cierta, es casi imposible que viniera hasta casa de Lissette a las once de la noche y la golpeara y la matara. ¿Y el tercer hombre? Si hay un tercer hombre fue el que la mató y debe de haber sido uno de los que estaba en la fiesta, y aunque las huellas de Lando no aparecieron en el apartamento, todavía no lo voy a descartar. Yo veo la cosa así: la fiesta se acabó, el tercer hombre se quedó y por algo mató a Lissette, algo que ella le hizo o no le quiso dar. Porque no fue para robarle ni para violarla, porque no pasó ninguna de esas dos cosas, y hasta es posible que el último que se acostó con ella no haya sido su asesino. ¿Qué podía tener Lissette que a él le interesara? ¿Droga? ¿Información?

– Información -respondió Manolo. Los ojos le brillaban de júbilo.

– Anjá. ¿Información sobre qué? ¿Sobre las drogas?

– No, creo que sobre las drogas no. Ella era calientica pero no creo que llegara a estar metida en este lío de Lando. Sabía muy bien hasta dónde podía jugar con candela.

– Pero acuérdate que Caridad Delgado vive a tres cuadras de Lando.

– ¿Y tú crees que se conocían?

– No sé, la verdad. ¿Pero qué información?

– Algo que sabía.

– O mejor di algo que valía, ¿no te parece?

Manolo asintió y miró hacia el Pre.

– ¿Y qué pinta en esto el director?

– Sencillo… o difícil, no sé. Pero creo que él conoce al tercer hombre que buscamos.

– Oye, Conde, esto se parece a la película de Orson Welles que pusieron el otro día.

– No me digas, ¿viste una película? Qué bien, cualquier día hasta me dices que leíste un libro…

– Hoy sí les puedo brindar té -dijo el director y les indicó el sofá que ocupaba toda una pared del despacho.

– No, gracias -dijo el Conde.

– No, para mí tampoco -dijo Manolo.

El director movió la cabeza, como desilusionado, y arrastró su butaca hasta colocarla frente a los policías. Parecía disponerse para resistir una larga conversación y el Conde pensó otra vez que había escogido mal el lugar.

– Bueno, ¿ya saben algo?

El Conde encendió un cigarro y lamentó no haber aceptado el té. El único café que tomó al amanecer había dejado una sensación de desconsuelo en su estómago, vacío y olvidado desde que la tarde anterior devoró los restos de arroz con pollo que habían sobrevivido al apetito del Flaco Carlos. Con hambre no se puede ser buen policía, pensó y dijo:

– La investigación sigue y debo recordarle que usted todavía está en la categoría de los sospechosos. De las cinco personas que debieron de estar en casa de Lissette la noche en que la mataron, usted fue una y tenía buenos motivos para haberla matado, a pesar de su coartada.

El director se removió incómodo, como sorprendido por una señal de alarma. Miró hacia los lados, dudando de la intimidad de su oficina.

– ¿Pero por qué me dice eso, teniente? ¿No basta lo que les dijo mi mujer? -El tono era lastimero, de angustia apenas contenida, y el Conde rectificó su juicio: no, no se había equivocado de lugar.

– Por ahora vamos a decir que le creemos, director, no se preocupe. Y no nos interesa estropearle su matrimonio y su tranquilidad familiar, ni mucho menos su prestigio aquí en la escuela, después de veinte años, se lo aseguro. ¿Son quince o veinte?

– ¿Entonces qué es lo que quieren? -preguntó, obviando la precisión que le pedía el Conde y con las palmas de las manos hacia arriba, como un niño en espera del castigo.

– Además de Pupy y usted, ¿qué otro hombre tenía relaciones con Lissette?

– No, si ella…

– Oiga, director, no nos diga mentiras, por favor, que eso sí es grave, y ya no aguanto una mentira más, ni a usted ni a nadie. ¿Quiere que le recuerde algo? Ella se acostaba con Pupy para que él le regalara cosas. ¿Usted abrió alguna vez el closet de Lissette? Me imagino que sí y lo vio bien llenito, ¿verdad? ¿Quiere que le recuerde todavía otra cosa más? Ella se acostaba con usted porque eso le daba impunidad aquí en el Pre para hacer cualquier cosa. Y no me contradiga más, ¿está bien?

El director hizo el intento deslucido de emprender una protesta, pero se contuvo. Al parecer, como él mismo comentó la última vez, aquellos policías lo sabían todo. ¿Todo?

– Mire esta foto -y el Conde le entregó la cartulina con la imagen de Orlando San Juan.

– No, no lo conozco. ¿Me van a decir que éste también era novio de Lissette?

Claro que yo hablé varias veces con Lissette sobre esas cosas, la verdad. No me explicaba cómo una muchacha así, tan joven, tan bonita, y creo que revolucionaria, sí, también revolucionaria, quisiera vivir de ese modo y lo mismo estuviera conmigo que con otro cualquiera, como si no le importara… Ella estaba muy confundida. Yo casi soy un viejo ya, ¿qué le podía dar? Eso está claro: impunidad en su trabajo, como Pupy le daba un pitusa o un perfume, ¿no? Está bien, es sórdido y vergonzoso… Yo la miraba y no me la podía creer: tenía unas agallas que, bueno, que eran envidiables. ¿De dónde las sacó? Pues yo no sé. O sí lo sé: de la educación que tuvo. El padre y la madre demasiado ocupados en sus cosas y tratando de compensar la atención que no le daban con ropas y privilegios. Ella siempre estuvo sola, aprendió a vivir por sí misma. Y lo que salió de ahí fue un Frankenstein. Pero es que uno no escarmienta: yo llevo veintiséis años en esto -no quince ni veinte- y sé cómo se arman esos muñecos, porque aquí es donde empiezan a crecer. ¡Y ya he visto tantos! Son los que siempre dicen que sí, que cómo no, están dispuestos para lo que sea sin discutir nada, y todo el mundo dice, mira eso, qué actitud, aunque después no importa si hacen o no las cosas, ni siquiera interesa si las hacen bien. Lo que queda en la imagen es eso: que son ágiles, oportunos, que están siempre dispuestos y, por supuesto, sin discutir, sin pensar, sin crear problemas… Y entonces nosotros mismos decimos que son buenos muchachos, confiables y esas cosas que se dicen. Ese era el origen de Lissette, aunque ella sí pensaba y sí sabía lo que quería. Y yo de comemierda hasta me enamoré de ella… Pero es lógico, es lógico, coño, si esa chiquilla me hizo sentir como no me había sentido en mi vida, me llegó a donde no me había llegado nadie. Cómo no me iba a enamorar, eso tienen que entenderlo… Aunque fuera descubriendo cosas que me espantaban, pero me decía, bueno, esto es pasajero, déjame vivir este pedazo de vida que encontré. Sí, ella tenía relaciones con un alumno, digo uno porque no sé si había alguno más. No, no sé quién es, pero estoy casi seguro que era de los grupos de ella. Claro que no me atreví a preguntarle, al final, ¿qué derecho tenía yo sobre su vida? Me di cuenta hace como un mes, cuando me encontré en su casa una mochila de esas que ahora usan los muchachos, era verde olivo pero de camuflaje, ¿saben las que le digo? Estaba al lado de la cama de ella. Yo le pregunté, ¿Y esto, Lissette? Nada, de un alumno que se le quedó en el aula, me dijo, pero claro que era mentira, a ningún alumno se le queda una mochila así en el aula, y si se le hubiera quedado, con dejarla aquí en la secretaría estaba bien, ¿no? Pero yo no pregunté nada más, no quería. Ni podía. Y el día que la mataron, en el baño de la casa había una camisa de uniforme. Estaba húmeda y colgada de un perchero. Cuando me fui estaba allí todavía. Pero no creo que un muchacho sea capaz de hacer lo que le hicieron a ella. No, no lo creo. Ya les dije que pueden ser despreocupados, bastante haraganes para estudiar, medio barcos, como dicen ellos, pero no para llegar a eso. Pero yo no he cometido ningún delito, nadie me puede juzgar por lo que hice, me enamoré como un muchacho, peor, como un viejo, y ahora mismo daría cualquier cosa por que a Lissette no le hubiera pasado nada. Ustedes son policías, pero son hombres, ¿es que ustedes no pueden entender eso?

El Conde observó el patio, donde habían quedado, como señales de un orden obsoleto, los postes numerados para organizar la formación. En su época la hilera del fondo era la preferida, lo más lejos posible del director y su cuadrilla de discurseantes y perseguidores de cualquier intento de bigote, patilla o el más mínimo asomo del pelo sobre la oreja. A la distancia de los años, perdida hacía mucho tiempo toda la pasión, al Conde le seguía doliendo aquella tenaz represión a la que los habían sometido simplemente por querer ser jóvenes y vivir como jóvenes. Quizás el Flaco, con su espíritu de redentor de la memoria, diría de todo aquello, Pero, Conde, al carajo, quién se acuerda de eso. Él, que había olvidado otras cosas, no podía perdonar sin embargo ese acoso perverso contra lo que más había deseado en aquellos años: dejarse crecer el pelo, sentirlo posado sobre sus orejas, trabado con el cuello de la camisa, para exhibirlo en las fiestas de los sábados por la noche y poder competir en pepillancia, como todos decían, con los que habían dejado la escuela y podían, ellos sí, llevar el pelo por donde les diera la gana… Cuando entró en la universidad y al fin nadie le pidió que se pelara, el Conde adoptó sin remordimientos el peinado que todavía llevaba: bien rebajado el pelo en toda la cabeza. Pero el recuerdo de aquellas formaciones a la una de la tarde casi lo hizo sudar.

– Manolo, sin armar bulla aquí en el Pre, me hace falta una lista de todos los alumnos varones de Lissette, los que tenía este año y los que tuvo el año pasado, y las notas que todos sacaron en química. Y fíjate bien en el nombre de José

Luis Ferrer. Busca todas sus notas, todo lo que aparezca. ¿Me entiendes?

– ¿Me lo explicas otra vez? -preguntó el sargento, poniendo cara de alumno poco aventajado.

– Vete al carajo, Manolo, y no me busques la lengua. Esta mañana te pasaste delante de Cicerón y de Fabricio, así que estate tranquilo… Yo voy otra vez a la casa de ella, a lo mejor la camisa está allí todavía y no nos dimos cuenta. Cuando termines aquí me recoges, ¿está bien?

– No hay líos, Conde.

El teniente abandonó el vestíbulo de la dirección sin despedirse de la mirada vencida y casi suplicante del director. Salió al patio y avanzó hacia el fondo del edificio. Recorrió uno de los largos pasillos laterales del colegio y dobló hacia la derecha al llegar al final. Hacia la mitad del corredor se asomó sobre el balcón y comprobó que todavía era posible: cruzó una pierna sobre el muro y se dejó caer sobre un alero y luego, como lo hizo cada día de un año, utilizó las barras de las espalderas como escala para descender hasta el patio de educación física. Como siempre, la libertad y la calle estaban a un paso. Y el Conde corrió, como si en la carrera estuviera comprometido el mismísimo destino del valiente Guaytabó en su lucha mortal contra el malvado turco Anatolio o el temible indio Supanqui. Entonces oyó el silbido.

Siguiendo sus pasos brincaba el muro y descendía por las espalderas el autor de la llamada, que ahora corría a encontrarse con él.

– Lo vi por la ventana y pedí permiso para ir al baño -dijo José Luis y su pecho escuálido de fumador empedernido se agitó con el esfuerzo y las toses.

– Vamos para la calle -le propuso el Conde y caminaron hacia los laureles que crecían al fondo del Pre-. ¿Cómo estás? -le preguntó mientras le ofrecía un cigarro.

– Bien, bien -dijo, pero se movía nervioso y en dos ocasiones miró hacia el edificio que acababan de abandonar.

– ¿Quieres que nos vayamos de aquí?

El muchacho lo pensó y dijo:

– Sí, vamos a sentarnos ahí al doblar.

El Flaco y yo, pensó el Conde, y escogió el quicio de la bodega donde él y su amigo solían sentarse después de las clases de educación física.

– Bueno, ¿qué pasó?

José Luis lanzó su cigarro hacia la calle y se frotó las manos, como si tuviera frío.

– Nada, teniente, que me quedé pensando desde el otro día con la descarga que usted me echó y el lío de que hay una persona muerta por el medio y me puse a pensar…

– ¿Y?

– Nada, teniente, que… -repitió, y miró hacia el Pre-. Que pasan cosas que a lo mejor usted no sabe. La gente aquí es del carajo, hay una tonga que lo que quiere es escapar sin mucho lío y no calentarse la cabeza. Por eso todo el mundo le va a decir que la profesora Lissette era buena gente.

– No entiendo, José Luis.

El muchacho tuvo que sonreír.

– No me la ponga difícil, teniente, que cualquiera saca esta cuenta: con ella todo el mundo aprobaba… Ella hacía repasos dos o tres días antes del examen y ponía como ejercicios lo mismo que iba a salir en la prueba. ¿Me entiende? Vaya, cambiaba un por ciento, un elemento, una fórmula, pero era lo mismo y la promoción se le ponía por las nubes y era la más destacada.

– ¿Y eso lo sabe mucha gente? ¿Alguien se lo dijo al director, por ejemplo?

– Yo no sé, teniente. Creo que una chiquita lo dijo en una reunión de militantes, pero como yo no soy militante… Pero no sé si lo dijeron en otra parte.

– ¿Y qué más hacía?

– Bueno, cosas que no hacen otros maestros. Iba a fiestas de la gente del grupo, o del barrio, y bailaba con nosotros y se recostaba a uno, bueno, usted sabe…

– Pero es que ella no era mucho mayor que ustedes.

– Sí, eso es verdad. Pero a veces se le iba la mano en la apretadera. Y era una maestra, ¿no?

El Conde miró el fragmento del Pre que se veía entre el follaje de los árboles. Acostarse con una profesora siempre fue el sueño mejor cotizado de todos los alumnos que durante cincuenta años habían pasado por allí, incluido él, cuando soñaba con la profe de literatura y se decía que era la mismísima Maga de Cortázar. Miró a José Luis: sería pedir demasiado, pensó, pero le preguntó:

– ¿Qué alumno se estaba acostando con ella?

José Luis volteó la cara, como sorprendido por un co-rrientazo. Se frotaba otra vez las manos y movía el pie, con un ritmo sostenido.

– Eso sí que no lo sé, teniente.

El Conde le puso una mano sobre el muslo y detuvo el temblor de la pierna.

– Tú sí lo sabes, José Luis, y me hace falta que me lo digas.

– Que yo no lo sé, teniente -se defendió el flaco, tratando de recuperar la seguridad de su voz-, yo no andaba con el grupito de ella.

– Mira -dijo el Conde y sacó del bolsillo posterior de su pantalón una maltrecha libreta de notas-. Vamos a hacer una cosa. Confía en mí: nadie va a saber que estuvimos hablando de esto. Nunca. Ponme ahí los nombres del grupito más cercano a ella. Hazme ese favor, José Luis, porque si uno de ellos tuvo que ver con la muerte de Lissette y tú no me ayudas, después tú mismo no te lo vas a perdonar. Ayúdame -repitió el Conde, mientras le alargaba al muchacho la libreta y el bolígrafo. José Luis movió la cabeza, como diciendo, ¿por qué carajo salí del aula?

Si fueron el último acto de la creación, después de los seis días en que Dios experimentó con todo lo imaginable y de la nada creó el cielo y la tierra, las plantas y los animales, los ríos y los bosques, y hasta al hombre mismo, ese infeliz de Adán, las mujeres debían ser la invención más reposada y perfecta del universo, empezando por la propia Eva, que había demostrado ser mucho más sabia y competente que Adán. Por eso tienen todas las respuestas y todas las razones, y yo apenas una certeza y una duda: estoy enamorado, pero de una mujer a la que no logro conocer. En verdad, ¿quién eres, Karina?

Asomado al balcón, el Conde contemplaba otra vez la topografía intranquila de Santos Suárez, con los ojos puestos en el sitio del horizonte en que había ubicado la casa de Karina. La necesidad de penetrar a aquella mujer por el resquicio hasta ahora inviolable de su historia oculta comenzaba a convertirse en una obsesión capaz de acaparar los mejores impulsos de su inteligencia. Devolvió al bolsillo su libreta de notas porque en aquel cuarto piso se sentía otra vez la presencia agobiante de la ventolera tórrida que no se decidía a dejar en paz las últimas flores de la primavera ni las melancolías perennes de Mario Conde.

Bajo el sol agresivo del mediodía las azoteas parecían páramos rojos, vedados para la vida humana. Un piso más abajo, frente al edificio, el Conde buscó la ventana que lo hizo furtivo espectador de un drama matrimonial y la encontró abierta, como el primer día, pero la escena había cambiado: tras una máquina de coser, aprovechando la claridad que entraba por la ventana, la mujer trabajaba serenamente, escuchando la conversación del hombre que se balanceaba en un sillón. Ahora representaban un teatro hogareño tan clásico y rebuscado que incluía la acción de beber el café de la misma taza. Final de telenovela, se dijo el Conde y cerró el ventanal del balcón y apagó las luces del apartamento. Por un momento trató de imaginarse otra vez lo que había sucedido en aquel lugar seis días atrás y comprendió que debió de haber sido algo terrible: como si allí se hubiera desatado la Cuaresma implacable que desde entonces castigaba a la ciudad. De pie, en la penumbra y ante la figura de tiza grabada en las lozas, el Conde vio la espalda del hombre que golpeaba a una mujer y, sin transición, se le aferraba al cuello y la exprimía, dolorosamente. Se había convencido de que sólo necesitaba tocar un hombro de aquella espalda de camisa blanca para ver una cara -una de tres caras posibles, las tres desconocidas- y poner fin a aquella historia que ya le estaba resultando excesivamente patética.

Bajó para esperar a Manolo, pero antes hizo un alto en el tercer piso. Tocó a la puerta del apartamento que estaba justo debajo del que ocupaba Lissette y después del segundo toque se vio enfrentado a una cara que le parecía remotamente familiar: un viejo, al que le calculó unos ochenta años, con unos pocos mechones de pelo gris y unas orejas como de elefante dispuesto al vuelo, lo miraba por la puerta apenas entreabierta.

– Buenos días -dijo el Conde y extrajo del bolsillo su credencial policiaca-. Es por lo de la muchacha de los altos -explicó a la oreja de cartón corrugado que el viejo puso en primer plano y que se movió afirmativamente cuando su dueño se dispuso a abrir la puerta.

– Siéntese -lo invitó el anciano y el Conde entró en un sitio similar pero diferente al que acababa de abandonar. La sala del viejo tenía muebles de caoba y rejilla, sólidos y antiguos, que hacían juego con el aparador encristalado y la mesa de centro. Pero todo parecía recién torneado y barnizado por un exquisito maestro carpintero.

– Lindos muebles -admitió el Conde.

– Yo mismo los hice, hace casi cincuenta años. Y los mantengo así -dijo el viejo, y decididamente estaba orgulloso-. El secreto es limpiarlos con un paño húmedo con agua y alcohol, para quitarles el polvo, y no usar esos inventos que se venden como brilladores.

– Es bueno poder hacer cosas así, ¿verdad? Lindas y duraderas.

– ¿Eh? -se lamentó el viejo, que había olvidado orientar sus embudos auditivos.

– Que son muy lindos -dijo el Conde, añadiendo algunos decibeles a su voz.

– Y no son los mejores que hice, qué va. A los Gómez Mena, los millonarios, ¿le suenan?, pues yo les hice la biblioteca y el comedor de ébano africano legítimo. Eso sí era madera: dura, pero noble para dejarse trabajar. Sabe Dios dónde fue a dar todo eso cuando ellos se fueron.

– Alguien los tendrá todavía, no se preocupe.

– No, no es que me preocupe. Qué carajo, a mi edad estoy inmunizado contra todo y ya no me preocupo por casi nada. Mear bien es mi mayor preocupación en la vida, ¿se imagina eso?

El Conde sonrió y, al ver un cenicero sobre la mesa de centro, se atrevió a sacar un cigarro.

– Usted es isleño, ¿verdad?

La sonrisa del viejo mostró una dentadura devastada por la historia.

– De La Palma, la Isla Bonita. ¿Por qué me lo pregunta?

– Mi abuelo era pichón de isleño y usted se me parece a él.

– Entonces somos casi paisanos. A ver, ¿qué quieren saber ahora?

– Mire, el día que pasó eso allá arriba -dijo el Conde, le parecía inapropiado mencionar allí, donde estaba tan cercana, la palabra muerte-, hubo antes una fiesta o algo así. Música y tragos. ¿Usted vio subir a alguien?

– No, nada más oí la bulla.

– ¿Y había alguien con usted aquí?

– Mi mujer, que ahora fue a hacer los mandados, pero la pobre, ella está más sorda que yo y no oyó nada… Cuando se quita el aparatico… Y ya mis hijos no viven aquí. Hace veinte años que viven en Madrid.

– Pero usted ha visto alguna de la gente que visitaba a Lissette, ¿verdad?

– Sí, algunas. Pero venían muchos, ¿sabe? Sobre todo muchachitos jóvenes. Mujeres muy pocas, ¿sabe?

– ¿Muchachos con uniforme de escuela?

El Viejo sonrió, y el Conde también, porque descubrió en aquella sonrisa incompleta la misma picardía con que su abuelo Rufino le hablaba a las mujeres cuando le decían que eran divorciadas. Por aquel tipo de sonrisa el Conde pensó durante muchos años que todas las divorciadas eran putas.

– Sí, vi unos cuantos.

– ¿Y si hiciera falta podría identificar a alguno?

El viejo dudó. Y finalmente negó con la cabeza.

– Creo que no: a los veinte años todo el mundo se parece… Y a los ochenta también. Pero déjeme decirle una cosa, mi paisano, una cosa que no quise decirle a los otros, pero es que usted me cae bien. -Hizo una pausa para tragar y extendió hacia el Conde una mano de dedos robustos, con articulaciones como nudos torpes-. Esa muchacha no era una buena persona, no, se lo digo yo, que por ver en esta vida he visto hasta dos guerras. Y no es raro que se haya metido en ese lío. Una vez, en una de esas fiestas, daban unos brincos como si se hubieran vuelto locos, y parecía que el techo se me iba a caer arriba. Yo no me meto en la vida de nadie aquí, pregunte si quiere, pregunte…, porque tampoco permito que nadie se meta en mi vida. Pero ese día no me quedó más remedio que subir para decirle que no brincaran tan fuerte. Y sabe lo que me dijo: me dijo que si no me daba vergüenza estar protestando…, que lo que tenía que hacer era irme de aquí con mis hijos gusanos, que era un padre de gusanos y no sé cuántas cosas más, y que ella hacía en su casa lo que le daba la gana. Claro que estaba borracha, y me dijo eso porque era una mujer, porque si es un hombre yo mismo hubiera sido el que la hubiera matado… Total, ya yo estoy cumplido, ¿no? Y para tener dolores meando da lo mismo la cárcel que el Parque Central. Era mala, mi paisano, y una gente así puede sacar a cualquier hombre de sus casillas. Y le digo más… Míreme, soy un viejo de mierda que ya casi no puedo ni hablar y me duele hasta la comida que me trago, así que ya estoy aquí prestado. Pero me alegro de lo que le pasó, y se lo digo así, sin el menor remordimiento y sin esperar que Dios me perdone, porque sé hace rato que ese gilipollas no existe. ¿Y usted?

– Conde, Conde, Conde -brincaba Manolo, con un júbilo de niño en día de cumpleaños, cuando el teniente abandonó el edificio-. Creo que ahora sí lo tenemos aquí -dijo, mostrando un puño cerrado.

– A ver, ¿qué pasó? -preguntó el Conde, tratando de no mostrar demasiado entusiasmo. En realidad, la conversación con el viejo carpintero lo había deprimido: debe de ser terrible vivir pensando en la suerte de la próxima meada. Pero le gustaba la mezcla efervescente de odio y amor que todavía se agitaba en aquel hombre al borde de la tumba.

– Mira, Conde, si lo que encontré en las listas del Pre se comprueba, entonces esto es pan comido.

– Pero ¿qué fue, viejo?

– Oye bien. Anoté uno por uno los nombres de los alumnos de Lissette, empezando por los de este año, y luego salté para los del año pasado, que están ya en el último grado. Ahí me encontré a José Luis, que sacó noventa y siete puntos en química, y en todas las otras más de noventa y dos. Creo que es un buen alumno, ¿no? Y, bueno, la verdad, ya estaba cansado de poner nombres y notas y aquello no me daba ni frío ni calor, hasta que llegué al último nombre de la última lista del año pasado. Tú sabes que las listas están en orden alfabético, ¿no?

El Conde se pasó la mano por la cara. ¿Lo ahorco o lo degüello?, dudó.

– Acaba, compadre.

– Coño, Conde, no te desesperes, que lo bueno que tiene esto es el suspenso. Fue lo mismo que me pasó a mí. Apunta y apunta nombres y al final, cuando ya nada más quedaba un alumno, ahí estaba el nombre que puede resolver todo este mierdero.

– Lázaro San Juan Valdés.

La sorpresa del sargento fue espectacular: como si un perro lo hubiera mordido levantó los brazos y soltó los papeles, como un muchacho desilusionado.

– Coño, Conde, ¿pero tú lo sabías?

– Un pajarito me lo dijo en el oído cuando salí del Pre -sonrió el Conde y le mostró la hoja de papel en la que aparecían tres nombres: Lázaro San Juan Valdés, Luis Gustavo Rodríguez y Yuri Samper Oliva-. Sí, San Juan, como Orlando San Juan, alias Lando el Ruso. ¿Cuántos San Juan habrá en La Habana?, ¿eh, Manolo?

– El coño de su madre, Conde. Tiene que ser -dijo Manolo, mientras corría tras las listas de nombres que el viento empezaba a arrastrar.

– Bueno, dale, vamos para la Central. Y pisa el acelerador si quieres, que hoy tienes permiso -dijo, aunque debió retirar la autorización apenas seis cuadras después.

– Oye, Conde, que tengo hambre, viejo.

– ¿Y yo soy de palo?

– Pero no me hagas subir a mí ahora-rogó Manolo cuando entraban en la Central.

– Dale, ve a comer y di que me guarden aunque sea un pan con cosa. Yo voy para arriba.

El sargento Manuel Palacios tomó el pasillo que conducía al comedor, mientras su jefe oprimía el botón del ascensor. Las cifras, en la pizarra superior, marcaban el descenso del aparato, pero el Conde insistió hasta que el elevador abrió sus puertas y entonces marcó el cuarto piso. Ya en el corredor decidió hacer una escala necesaria en el servicio. No había orinado desde que se levantó, hacía casi seis horas, y vio con preocupación cómo caía en la taza un chorro de orina oscura y fétida, que levantaba una espuma rojiza. Estaré jodido de los riñones, pensó, mientras se sacudía con prisa. A lo mejor por eso estoy bajando de peso, y recordó al viejo carpintero y sus desasosiegos mingitorios.

Regresó al pasillo y empujó la puerta del Departamento de Drogas. La sala principal estaba vacía y el Conde temió que el capitán Cicerón estuviera en la calle, pero tocó en el cristal de la puerta de su oficina.

– Adelante -oyó decir y entonces hizo girar el picaporte.

En uno de los butacones de la oficina, el más próximo al buró, estaba sentado el teniente Fabricio. El Conde lo miró y su primera intención fue la de volver a salir, pero se detuvo: no había razones para una retirada y decidió ser amable, como una persona bien educada. Así mismo, se dijo.

– Buenas tardes.

– ¿Qué hubo? -dijo el otro.

– ¿Y el capitán?

– No sé -contestó, abandonando sobre el buró los papeles que leía-, creo que está almorzando.

– ¿No sabes o crees? -preguntó el Conde, haciendo un esfuerzo por no parecer irónico ni grosero.

– ¿Para qué lo quieres? -preguntó Fabricio, haciendo lenta la interrogación.

– Por favor, dime dónde está, que es urgente.

Fabricio sonrió para preguntar:

– ¿Y no me vas a decir para qué lo quieres? Si es por lo de Lando, déjame decirte que yo estoy ahora al frente del caso.

– Ah, te felicito.

– Oye, Conde, tú sabes que no me gusta ni tu ironía ni tu prepotencia -dijo Fabricio y se puso de pie.

El Conde pensó contar hasta diez pero no hizo siquiera el intento. No había testigos y podía ser una buena ocasión para ayudar a Fabricio a resolver de una vez y por todas el problema de sus gustos en materia de ironía y prepotencia. Aunque me boten de la Central, de la policía, de la provincia y hasta del país.

– Chico -dijo entonces el Conde-, ¿y a ti qué cojones te pasa conmigo? ¿Yo te gusto o a qué viene ese encarne?

Fabricio dio un paso para ripostar.

– Oye, Conde, los cojones te los metes. ¿Qué tú te crees?, ¿que este departamento es tuyo también?

– Mira, Fabricio, no es mío, ni es tuyo, pero yo me cago en la puta de tu madre -y dio un paso, cuando la puerta del despacho se abrió. El Conde volvió la cabeza y vio, detenida en el umbral, la figura del capitán Cicerón.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó el recién llegado.

El Conde sentía que cada músculo de su cuerpo temblaba y temió que la rabia lo hiciera llorar. Un dolor de cabeza, llegado como una punzada feroz, se le había clavado sobre la nuca y ahora le alcanzaba la frente. Miró a Fabricio y con los ojos le prometió todos los horrores que pudo.

– Me hace falta verte, Cicerón -dijo al fin el Conde y tomó del brazo al capitán para salir de la oficina.

– ¿Qué pasó allá adentro, Conde?

– Vamos para el pasillo -pidió el teniente-. No sé qué le pasa a este hijoeputa conmigo, pero no le aguanto una más. Te juro que le voy a partir la vida al muy maricón.

– Oye, tranquilízate. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Tú estás loco o qué?

El dolor de cabeza, desbocado, aumentaba, pero el Conde sonrió.

– Olvídate de eso, Cicerón. Espérate -y buscó una duralgina en el bolsillo de su camisa. Se acercó al bebedero y la hizo descender con el agua. Del otro bolsillo extrajo el pote de pomada china y se la frotó en la frente.

– ¿Te sientes mal?

– Un poco de dolor de cabeza. Pero ya se pasa. Oye, ¿qué tienes de nuevo con Lando el Ruso?

Cicerón se recostó contra el ventanal del pasillo y sacó sus cigarros. Le ofreció uno al Conde y vio cómo las manos del teniente temblaban. Movió la cabeza en gesto de inconformidad.

– Ya empezó a cantar. Le hicimos el careo con los tipos de Luyanó y ellos lo reconocieron como el hombre que les vendió la marihuana en El Vedado. Él lo aceptó y dio el nombre de otros dos compradores. Pero dice que la marihuana se la compró a un guajiro del Escambray. Creo que inventó un personaje, aunque lo estamos verificando de todas maneras.

– Mira, en lo de la profesora me saltó un nombre que puede tener relación con Lando: Lázaro San Juan, un estudiante del Pre.

Cicerón miró su cigarro y pensó un instante.

– ¿Y quieres hablar con él?

– Anjá -asintió el Conde y volvió a frotarse otro poco de pomada china. El calor penetrante de aquel bálsamo oscuro empezaba a aligerar el peso de su cabeza.

– Pues para luego es tarde. Vamos.

Cicerón abrió la puerta del cubículo y llamó a los custodios.

– Ya se lo pueden llevar -dijo y se situó junto al Conde para ver la salida de Lando el Ruso. El tono rojizo de la cara del hombre se había esfumado y ahora mostraba la palidez mezquina del miedo. Sabía que el cerco se cerraba y las preguntas inesperadas sobre su relación con Lázaro San Juan habían ayudado a remover los cimientos de sus posiciones.

– Está maduro, Cicerón -dijo el Conde y encendió el cigarro que había pospuesto durante el interrogatorio.

– Déjalo que piense un poco. Ahorita lo vuelvo a subir. ¿Y tú qué vas a hacer?

– Voy a hablar primero con el Viejo. Que Lázaro sea sobrino de Lando puede ser una bomba en el Pre y quiero que me repita al oído que me da carta blanca para llegar hasta donde tenga que llegar. Puede haber lluvia de mierda en La Víbora. ¿Vas conmigo?

– Sí, vamos, para ver cómo sale esto. Oye, Conde, si Lando está tapando a alguien debe de ser porque es alguien fuerte.

– ¿Tú también crees que hay una mafia?

– ¿Quién más cree eso?

– Un amigo mío…

Cicerón pensó un instante antes de responder.

– Si una mafia es un grupo de gente organizada en el negocio, pues creo que sí la hay.

– ¿Una mafia criolla, de marihuaneros y afines? No jodas, Cicerón. ¿Te los imaginas con luparas y comiendo espaguetis napolitanos aquí en Cuba, en 1989, con lo difícil que se ha puesto la salsa de tomate?

– Pues sí jodo, porque se tiene que estar moviendo mucha plata y esa droga no salió del Escambray ni la pescaron en un cayo. Eso llegó directamente a las manos de la gente que la podía poner a circular. Detrás de esto hay algo bien organizado, me la juego a que sí.

Los pasillos y las escaleras formaban un laberinto irritante para la prisa del Conde. A cada paso había que abrir una puerta para enseguida encontrarse frente a otra. La última fue la de la jefatura, en el piso más alto de la Central, donde Maruchi hablaba por teléfono sentada tras su buró.

– Pepilla, me hace falta ver al mayimbe -dijo el Conde y apoyó los nudillos sobre la mesa.

– Salió hace como una hora, Mario.

El Conde resopló y miró a Cicerón. Se mordió el labio superior antes de continuar.

– ¿Y dónde está ese hombre, Maruchi?

La muchacha miró al Conde y luego a Cicerón. Su respuesta se demoraba demasiado para la ansiedad del teniente.

– Pero, hija mía… -se lanzó el Conde y ella lo interrumpió.

– ¿Entonces tú no sabes nada?

Preguntó y el Conde se irguió. Su alarma automática empezó a sonar.

– ¿Qué cosa?

– Está puesto allá abajo en la tablilla… Que se murió el capitán Jorrín. A las once de la mañana. Le dio un infarto masivo. El mayor Rangel está para allá.

Estaba jugando en el patio. No sé por qué no andaba ese día con el abuelo Rufino, o en la esquina armando un piquete de pelota con los otros mataperros o durmiendo la siesta como mi madre quería, Mira qué flaco estás, se asombraba, seguro tienes lombrices. Y yo estabajustamente en el patio, precisamente sacando lombrices de tierra para echárselas a los gallos finos que se las bebían, cuando la vieja Amérida entró corriendo exactamente por el pasillo de su casa que daba a mi patio y gritando a voz en cuello: «Mataron a Kennedy, mataron al hijoeputa ese». Desde ese día tuve noción de que existía la muerte, y sobre todo de su insoportable misterio. Creo que por eso el cura de la iglesia del barrio no protestó cuando yo decidí abandonar la religión por la pelota a causa de mis dudas sobre su explicación mística acerca de las fronteras de la muerte: la fe no me bastaba para aceptar la existencia de un mundo eterno y estratificado de buenos al cielo, regulares al purgatorio, malos al infierno e inocentes directo al limbo, a vagar para siempre, como solución teórica a lo que nadie había vivido ni contado, a pesar de que hice mis concesiones cuando llegué a imaginarme que el alma es como un saco transparente, lleno de un gas rojizo y tenue, que está colgado de las costillas, al lado del corazón y por eso sale flotando al momento de la muerte, como un globo fugitivo. Sólo me convencí desde entonces de la inevitabilidad de la muerte y, sobre todo, de su larga presencia y del vacío real que deja su llegada: no hay nada, es la nada, y por eso tantas gentes en el mundo se consuelan de un modo u otro tratando de imaginar algo distinto a la nada, porque la sola idea de que el tránsito del hombre por la tierra sea apenas una breve estadía entre dos nadas ha sido la mayor angustia humana desde que se tuvo conciencia de existir. Por eso no puedo acostumbrarme a la muerte y siempre me sorprende y me aterra: es la advertencia de que la mía está cada vez más cercana, de que las muertes de mis vivos queridos también se aproximan y de que entonces todo lo que he soñado y vivido, amado y odiado, también se esfumará en la nada. ¿Quién fue, qué hizo, qué pensó el abuelo de mi tatarabuelo, aquel hombre del que no queda ni su apellido ni sus huellas? ¿Quién será, qué hará, qué pensará mi presunto tataranieto de finales del siglo XXI -si es que llego a engendrar al que debe ser su bisabuelo? Es terrible desconocer el pasado y poder actuar sobre el futuro: ese tataranieto sólo existirá si yo inicio la cadena, como yo existí porque aquel abuelo de mi tatarabuelo continuó una cadena que lo ataba al primer mono con cara de hombre que puso los pies en -sobre- la tierra. Hamlet y yo ante la misma calavera: no importa que se llame Yorik y haya sido bufón, o Jorrín y haya sido capitán de policías, o Lissette Núñez y haya sido una alegre buscona de fines del siglo XX. No importa.

– ¿Qué vamos a hacer, Conde? Regálame un cigarro, anda.

Manolo tomó el cigarro mientras miraba hacia el parque donde se había reunido el grupo de muchachos recién salidos de la escuela. Las camisas blancas formaban una nube baja, hiperquinética, trabada entre los bancos y los árboles. Unos muchachos iguales que éstos, recordó el Conde, tan próximos y tan distantes de la solemnidad de la muerte.

– Voy a esperar a que el Viejo salga de allá dentro para hablar con él.

Del interior de la funeraria brotaba un vaho inconfundible que enfermaba al Conde. Había entrado un instante y, entre las flores y los familiares, observó de lejos la caja gris en que estaba encerrado Jorrín. Manolo se había asomado al borde del ataúd para verle el rostro, pero el Conde se mantuvo a buena distancia: ya resultaba demasiado alarmante la idea de que iba a recordar a Jorrín en una cama de hospital, pálido y adormecido, para sumar ahora la escatológica posibilidad de verlo definitivamente muerto. Demasiados muertos. Al carajo, se había dicho el Conde, negándose a ofrecer condolencias a los familiares, y buscó el aire de la calle y la imagen de la vida, sentado en la escalera que daba al parque y a la avenida. Hubiera querido estar lejos de allí, fuera del alcance y la memoria de aquel rito absurdo y melodramático, pero decidió montarle guardia al mayor.

– ¿Y hasta cuándo va a estar jodiendo este viento? Ya no lo resisto más -protestó el Conde, cuando un viejo, con un pomo mediado de café en la mano, descendió por la escalera y se acercó a los dos policías. Movía la boca constantemente, como si masticara algo leve pero indestructible, mientras sus cachetes bombeaban aire o saliva a un ritmo pausado y monótono, hacia el motor que lo mantenía en pie. Llevaba un saco gris de muchísimos otoños y un pantalón negro, con marcas de orines mal escurridos en la periferia de la portañuela.

– ¿Me regala un cigarrito, compañero? -dijo el viejo, tranquilamente, e inició un gesto, como para recibir el cigarro pedido.

El Conde, que siempre había preferido pagar un trago de ron a un borracho que regalarle un cigarro a un pedigüeño, lo pensó un instante y se dijo que le gustaba la dignidad con que el viejo exigía. La mano que esperaba el cigarro tenía las uñas rosadas y limpias.

– Agarre, abuelo.

– Gracias, mijo. Como hay coronas hoy, ¿verdad?

– Sí, bastantes -admitió el Conde mientras el anciano encendía el cigarro-. ¿Usted viene aquí todos los días?

El viejo levantó el pomo de café.

– Compro cinco reales de café y con esto tiro hasta por la noche. ¿Quién se murió hoy? Tiene que ser importante, porque casi nunca hay tantas flores -dijo, y bajó la voz hasta ubicarla en el tono de las confidencias-. El problema es que está flojo el suministro de flores y por eso están limitadas las coronas y a veces se demoran tanto que yo he visto cantidad de velorios sin flores. Y no es que a mí me importe, qué va. Cuando me muera me da igual que me pongan flores que mierda de vaca. El que se murió hoy era pincho, ¿verdad?

– No tanto -concedió el Conde.

– Bueno, eso tampoco importa, ya se jodio, el pobre. Gracias por el cigarro -dijo el viejo, otra vez en su entonación habitual, y continuó su descenso.

– Está más loco que el carajo -comentó entonces Manolo.

– No tanto -concedió otra vez el Conde, cuando vio detenerse un carro de la Central en uno de los costados del parque y recordó el origen del dolor de cabeza que ni la prodigiosa combinación de dos duralginas y varias capas de pomada china habían logrado vencer. Del auto descendieron cuatro hombres, dos de ellos uniformados. Por la puerta trasera derecha salió Fabricio y el Conde se alegró de verlo vestido de civil, porque en ese instante pensó que hay cosas que los hombres siempre han debido resolver del mismo modo, y la solución de aquella historia tenía que llegar ya a su capítulo final. A ver a cómo tocamos, pensó.

– Espérame aquí -le dijo a Manolo y bajó hacia la calle.

– ¿Adónde…? -comenzó a preguntar el sargento, cuando comprendió las intenciones del Conde. Entonces soltó su cigarro y corrió en sentido opuesto, hacia el interior de la funeraria.

El Conde atravesó la callecita que separaba la funeraria del parque y se acercó al grupo de hombres que venía en el auto. Con un dedo indicó a Fabricio.

– No terminamos de hablar por el mediodía -le dijo, y con un gesto le propuso que se separara del grupo.

Fabricio se alejó de sus acompañantes y siguió al Conde hacia una esquina del parque.

– A ver, ¿qué es lo que tú quieres? -le preguntó el Conde, que sólo en ese instante recordó que hacía muchos años, para defender su comida en una escuela al campo, había tenido su última bronca callejera, durante la que recibió la ayuda de Candito el Rojo. Todavía debía agradecerle a Candito que aquel día los tres ladrones no lo molieran a golpes-. Dime, Fabricio, ¿qué es lo que te pasa conmigo?

– Oye, Conde, ¿quién tú te has creído que eres?, ¿eh? ¿Tú te crees que eres mejor que nadie o que…?

– Oye, yo no me creo ni pinga. ¿Qué es lo que tú quieres? -repitió y antes de pensar lo que hacía se lanzó en busca de la cara de Fabricio. Quería golpearlo, sentir que se deshacía entre sus manos, hacerle daño y no volver a verlo ni a oírlo nunca más. Fabricio intentó esquivar el golpe, pero el puño del Conde lo atrapó por el costado del cuello y lo hizo retroceder, apenas dos pasos, y entonces la izquierda del Conde se le clavó en un hombro. Fabricio lanzó un manotazo de revés y acertó en pleno rostro de su atacante. Un calor remoto, que creía olvidado, resurgió en las mejillas del Conde como una explosión: los golpes en la cara lo enloquecían y sus brazos se convirtieron en dos aspas desquiciadas que lanzaban puñetazos hacia la masa roja que veía frente a él, hasta que una fuerza extraña intervino para alzarlo y suspenderlo en el aire: el mayor Rangel había logrado atraparlo por las axilas y sólo entonces el Conde se percató del coro de estudiantes que se había formado alrededor de ellos, alentándolos al combate.

– Dale, por la quijá.

– Coñó, qué galletaza.

– Yo le voy al de la camisa de rayas.

– ¡La galleta, la galleta!

Y una voz ronca, que le decía en su oído, con una modulación desconocida.

– Te voy a tener que matar, coño -para inmediatamente variar la inflexión y decir, casi en un susurro-: Está bueno ya, está bueno ya.

– Mira, Mario Conde, no voy a discutir ahora contigo lo que pasó, no quiero ni oírte hablar de eso. No quisiera ni verte, coño. Yo sé que tú querías a Jorrín, que estás tenso, que tienes un caso complicado, hasta sé que Fabricio es un comemierda, pero lo que tú has hecho no tiene perdón de Dios, y por lo menos yo no te lo voy a perdonar, aunque te quiera como a un hijo. No-te lo voy-a perdonar, ¿me entiendes? Préstame tu fosforera, creo que la mía se me perdió con el lío que tú armaste. Ya es el último tabaco que me queda y el entierro es mañana por la mañana. Pobre Jorrín, me cago en diez. No, ni hables te dije, déjame encender el tabaco. Coge tu fosforera. Oye, ¿no te dije bien claro que estuvieras más tranquilo que una monja? ¿No te advertí que no quería ningún problema? Y mira tú con la que me sales ahora: a piñazos con un oficial, en medio de la calle, delante de una funeraria donde está toda la gente de la Central. ¿Pero tú estás loco o eres comemierda? ¿O las dos cosas…? Bueno, después hablamos de esto, y prepara el culo para agarrar patadas. Te lo advierto. Y no te eches más pomada china que no te voy a coger lástima… Coño, pero si es que ahorita tienes cuarenta años y te portas como un muchacho… Mira, Conde, sí, después hablamos de esto. Ahora procura hacer bien el trabajo. Tú lo puedes hacer bien. Quédate tranquilo esta noche y mañana, después del velorio, vas a buscar a ese muchacho a su casa. Ya para esa hora se debe saber qué es lo que sabe el guajiro del Escambray que mencionó Orlando San Juan. El muchacho tiene clases por la tarde, ¿no? Bueno, pues lo traes para acá y que la gente de Cicerón le haga un registro a ver si aparece droga en su casa, porque a lo mejor es allí donde la guarda el Ruso. Pero tú acuérdate de que es un muchacho del Pre, así que llévalo suave, pero amarrado bien cortico, y sácale hasta el nombre de la comadrona que lo trajo al mundo. Hay que saber si por fin Lando tiene alguna relación con la maestra o si fue el muchacho quien metió la droga en casa de la profesora, y hasta dónde circuló esa marihuana en el Pre. Esta historia ligada con el Pre me aterra, por mi madre que sí… Y creo que tú tienes razón, la pista de la marihuana va a resolver lo del asesinato, porque sería mucha casualidad que el de la droga no fuera el asesino, en un caso donde por fin no hay violación ni hay robo, y yo me cago en las casualidades. ¿Te duele la cara? Pues jódete. Lo único que hubiera querido es que Fabricio te hubiera reventado a piñazos, que es lo que yo tengo ganas de hacer. Dale, muévete, y anda al hilo, que ahora sí tú vas a entrar en cintura o yo dejo de llamarme Antonio Rangel. Mira: por ésta te lo juro.

La depresión es un fardo pesado sobre los hombros que lo sigue hundiendo cuando se deja caer en la cama y cierra los ojos con la esperanza de sentir la huida del dolor de cabeza. La depresión es un agobio en las muñecas y en las rodillas, en el cuello y en los tobillos, como fatigados por una gigantesca tarea. No tiene fuerzas para rebelarse y gritar «Me cago en la mierda», «Váyanse para el carajo», o para olvidarse de todo. La depresión sólo tiene una cura y él la conoce: la compañía.

Cuando salió de la Central ya el Conde iba cargado con aquella depresión agobiante. Sabía que había violado un código, pero otro código más acendrado en él lo había lanzado sobre Fabricio. Entonces, para combatir la depresión, hizo una escala en un bar, pero comprendió, con el primer trago, que el escape en solitario por vía alcohólica tampoco tenía sentido. Se sintió ajeno a las alegrías y pesares de los otros parroquianos que de trago en trago profundizaban en sus confesiones necesarias: el ron era un vomitivo de incertidumbres y esperanzas y no una simple poción para el olvido. Por eso pagó, dejó a medias el trago y regresó a su casa.

Buscando el alivio posible, el Conde marca por primera vez el número de teléfono que le mencionó Karina, ocho días antes, cuando se conocieron junto a un Fiat polaco ponchado. La memoria puede reproducir la cifra y el timbre suena lejano, apagado.

– Oigo -dice una voz de mujer. ¿La madre de Karina?

– Por favor, con Karina.

– No, ella no ha estado por aquí hoy. ¿Quién la llama?

¿Quién?, se pregunta.

– Un amigo -dice-. ¿A qué hora llega?

– Ah, no, no sé decirle…

Una pausa, un silencio, el Conde piensa.

– ¿Usted podría apuntar un número de teléfono?

– Sí, un momento… -debe de estar buscando dónde y con qué-, a ver, dígame.

– 409213

– Cuatro-cero-nueve-dos-uno-tres -verifica la voz.

– Anjá. Que Mario va a estar ahí después de las ocho. Que espera su llamada.

– Está bien.

– Muchas gracias -y cuelga.

Hace el esfuerzo y se pone de pie. En el camino hacia el baño se va desvistiendo y deja caer la ropa en cualquier sitio. Entra en la poceta de la ducha y antes de someterse al tormento del agua fría mira por la pequeña ventana. Afuera cae la tarde. El viento sigue barriendo polvos, suciedades y melancolías. Adentro se han estancado el odio y la tristeza. ¿Es que no va a parar nunca?

Al pasar frente a la casa de Karina, el Conde comprobó que el Fiat polaco anaranjado no estaba allí. Faltaban quince minutos para las ocho, pero decidió que ya habría tiempo para preocuparse. Desde la acera miró la ventana del portal, sin recatos de espía, y sólo vio los mismos helechos y las malangas, ahora dorados por la luz de una lámpara incandescente.

En la casa del Flaco, como siempre, la puerta estaba abierta y el Conde entró, preguntando:

– ¿A qué hora se come aquí? -Y llegó hasta la cocina, donde el Flaco y Josefina, como actores del teatro bufo, lo esperaban con las manos sobre la cabeza y los ojos bien abiertos, como diciendo: «No puede ser».

– No, no puede ser -dijo el Flaco, con la entonación del personaje que representaba y al fin sonrió-. ¿Tú eres adivino?

El Conde avanzó hacia Josefina, le dio un beso en la frente y preguntó, acentuando su inocencia. -¿Por qué adivino?

– ¿Tú no hueles, chico? -preguntó la mujer y entonces el Conde se asomó con cuidado, como al borde de un precipicio, sobre la boca de la olla que estaba en el fogón.

– No, mentira, ¡tamal en cazuela! -gritó y descubrió que ya no le dolía la cabeza y que la depresión podía ser curable.

– Sí, mijo, pero no es un tamal cualquiera: es de maíz rayado, que es mejor que molido, y lo colé para que no tuviera paja y le eché calabaza para darle cuerpo y además tiene carne de puerco, pollo y unas costillitas de res.

– ¡Coñó! Y miren lo que yo traigo aquí -dijo, descubriendo del cartucho la botella de ron: Caney de tres años, refulgente y perlado.

– Bueno, si es así creo que te podemos invitar -admitió el Flaco y movió la cabeza hacia los lados, como buscando el consenso de muchos convidados-. ¿Y de dónde tú sacaste eso, salvaje?

El Conde miró a Josefina y le pasó un brazo por los hombros.

– Mejor no averigües, que tú no eres policía, ¿verdad, José? -Y la mujer sonrió, pero tomó la barbilla del Conde y le ladeó la cara.

– ¿Qué te pasó ahí, Condesito?

El Conde dejó la botella sobre la mesa.

– Nada, me di con un palo de trapear. Mira, lo pise… -Y con artes de mimo trató de reproducir el origen del rasguño que la sortija de Fabricio le había hecho en el pómulo.

– Oye, salvaje, ¿de verdad fue eso?

– Ah, Flaco, no jodas más… ¿Quieres ron o no? -preguntó y miró el reloj. Iban a dar las ocho de la noche. Debe de estar al llamar.

El tema musical indicaba que había terminado la angustia que cada noche proponía la telenovela brasileña, pero el Conde acudió al juicio del reloj: las nueve y media. Dejó caer la cabeza en la almohada, con cansancio, pero estiró la mano con el vaso cuando sintió que el Flaco se servía más ron.

– Se acabó -anunció el otro, con el tono de voz de las malas noticias-. Verdad que has tenido un día cabrón, tú.

– Y lo que me espera con el Viejo. Y mañana con ese muchacho. Y esta hija de puta que no acaba de llamar. ¿Dónde estará metida, asere?

– Oye, no jodas más con esa cantaleta, ahorita aparece…

– Es demasiado, Flaco, es demasiado. Me di cuenta hoy cuando el Viejo me dijo que esperara hasta mañana para interrogar al muchacho y yo acepté. Yo tenía que haberlo buscado hoy mismo, pero es que quería verla a ella. Qué desastre.

El Conde se incorporó para sorber las gotas de ron que quedaban en el fondo del vaso. Como siempre, lamentó no haber comprado otra botella: aquellos 750 mililitros de alcohol eran insuficientes para las venas endurecidas de aquel dúo de altos promedios etílicos. Porque ya había tragado media botella de ron y su sed seguía inalterable, tal vez hasta más excitada, y pensó que en lugar de alcohol había estado bebiendo incertidumbre y desesperación. ¿Cuánto más iba a tener que tomar para asomarse por fin al borde del dique y derramarse hacia la inconsciencia que volvía a ser la meta de aquella sed infinita?

– Tengo ganas de emborracharme, Flaco -dijo entonces y dejó caer el vaso sobre el colchón-. Pero de emborracharme como un animal y caerme en cuatro patas y mearme en los pantalones y no pensar más nunca en mi vida. Pero más nunca…

– Sí, tú, creo que te hace falta -coincidió el otro y terminó su ron-. Y estaba bueno esto, ¿eh? Es uno de los pocos roñes con vergüenza que quedan en el mundo. ¿Tú sabes que éste es el verdadero Bacardi?

– Oye, que ya me sé el cuento: que es el mejor del mundo, que es el único Bacardi legítimo que se fabrica y toda esa historia. A mí ahora no me importa: quiero cualquier ron. Quiero alcolite, quiero vino seco, alcohol boricado, vino de verdolaga, gualfarina, cualquier cosa que vaya directo a la cabeza.

– Estás de bala, ¿no? Te lo dije el otro día: estás enamorado como un perro, coño. Y eso es nada más porque la mujer no ha llegado del trabajo. Dime tú si te bota…

– Oye, ni lo digas, que no quiero ni pensarlo… Es que hoy era cuando me hacía falta de verdad. Mira, dame acá dinero para completar. Voy a discutirme un litro donde sea -dijo y se puso de pie. Buscó el cartucho que había traído y guardó otra vez la botella vacía.

En la sala, Josefina veía el programaEscriba y Lea. Los panelistas debían descubrir un personaje histórico, latinoamericano, por más señas cubano, del siglo XX. Un artista, lograban saber ahora.

– Debe de ser Pello el Afrokán -dijo el Conde y se acercó a la mujer-. ¿Supiste algo, José?

Sin mover los ojos del televisor, Josefina negó con la cabeza.

– Ay, mijo, llevo dos días sin moverme de aquí. Mira quién era el personaje histórico -dijo entonces, señalando con la barbilla hacia la pantalla del televisor-. El payaso Chorizo. Esto es una falta de respeto con esos profesores que saben tanto.

Antes de salir, el Conde le dio un beso en la frente y le anunció su pronto regreso -con más ron.

En la esquina se detuvo y dudó. Hacia la izquierda lo llamaban dos bares y hacia la derecha estaba la casa de Karina. En toda la cuadra sólo había parqueado un camión y se ilusionó pensando que tal vez detrás estaría el Fiat polaco. Dobló a la derecha, pasó frente a la casa de la muchacha que seguía cerrada y entonces descubrió el vacío detrás del camión. Caminó hasta la esquina y dio media vuelta, para pasar otra vez frente a la casa. Quería entrar, tocar, preguntar, Yo soy policía, coño, ¿dónde está metida?, pero el último ripio de orgullo y cordura detuvo aquel impulso de adolescente cuando puso la mano sobre la reja del jardín. Siguió calle abajo, en busca del ron y del olvido.

– Asere, y no llamó -logró decir y tuvo fuerzas para levantar el brazo y volver a tragar. La segunda botella de aguardiente también expiraba cuando de la sala llegó el clarín del Himno Nacional que remataba el final de las trasmisiones.

Josefina, de pie en la puerta del cuarto, observó la hecatombe y mecánicamente se santiguó: los dos, sin camisa, cada uno con su vaso en la mano. Su hijo, inclinado sobre un brazo del sillón de ruedas, con todas sus masas desbordadas y húmedas, y el Conde, sentado en el piso, con la espalda recostada a la cama, sufriendo los últimos estertores de un ataque de tos. En el suelo, un cenicero humeante como un volcán y los cadáveres de dos botellas y el epílogo de otra.

– Se están matando -dijo la mujer y recogió la botella de aguardiente. Salió, fugitiva. Aquellas escenas le oprimían el corazón porque sabía que estaba diciendo la verdad: se estaban suicidando, cobarde pero decididamente. Ya no quedaba nada, salvo el amor y la fidelidad, de aquellos tiempos en los que el Flaco y el Conde pasaban las tardes y las noches, en esa misma habitación, escuchando música a volúmenes sobrehumanos mientras discutían de muchachas y de pelota.

– Pues si no llamó, me voy pal carajo.

– Pero tú estás loco, tú. ¿Cómo te vas a ir así?

– Así con el culo en el piso no. Caminando -y comenzó el improbable esfuerzo por recuperar la verticalidad. Fracasó un par de veces, pero al final lo consiguió.

– ¿Te vas de verdad?

– Sí, bestia, me voy echando. Me voy a morirme solo como un perro callejero. Pero acuérdate de una cosa: yo a ti te quiero con cojones. Tú eres mi hermano y eres mi socio y eres flaco y mi hermano -dijo y, tras abandonar el vaso sobre la mesa de noche, abrazó la sudada cabeza del amigo y le dio un beso mojado sobre el pelo, mientras las manos macizas del Flaco se apretaban contra los brazos que lo estrechaban, cuando el beso se convirtió en un sollozo ronco y enfermizo.

– Coño, mi hermano, pero no llores. Nadie se merece que tú llores. Despinga a Fabricio, mátala a ella, olvídate de Jorrín, pero no llores, porque si no yo también voy a llorar, tú.

– Pues llora, cabrón, que yo no puedo parar.


***

El viento soplaba del sur, transportando vapores de flores mustias y petróleo quemado, efluvios de muertes recientes y de muertes remotas, cuando los autos y las guaguas se detuvieron en la avenida principal del cementerio. El coche fúnebre se había adelantado unos metros para permitir que los dolientes pusieran en práctica su experiencia de tantos años y formaran una cola espontánea y disciplinada, sin números ni temores a quedar con las manos vacías, preparados para seguir al féretro hasta su fosa definitiva. La fila la encabezaban la mujer y los dos hijos de Jorrín, a los que el Conde tampoco conocía, y el mayor Rangel y otros oficiales de alta graduación, todos vestidos con sus uniformes y grados. Era un espectáculo demasiado triste para la sensibilidad lastimada del Conde: le dolían la cabeza, el hígado y hasta el alma y el corazón; y cuando llegaron a la altura de la capilla central del cementerio, le dijo a Manolo:

– Sigue tú, yo los alcanzo -y se apartó de la procesión que continuó su avance de serpiente con sueño. El sol le hería las pupilas, venciendo la protección de los espejuelos oscuros, y el Conde buscó la sombra de un sauce llorón para sentarse en un contén de la acera. Era de los pocos oficiales que no había asistido a la ceremonia de completo uniforme y debió acomodarse mejor la pistola cuando se dejó caer sobre el pequeño muro. El silencio del cementerio era compacto y el Conde lo agradeció. Ya tenía bastante con los ruidos interiores, y se negó a escuchar el panegírico más o menos imaginable con que despedirían el duelo del capitán

Jorrín. ¿Buen padre, buen policía, buen compañero? Al cementerio no se viene a aprender esas cosas, menos cuando ya se saben. Encendió un cigarro y vio, del otro lado de la capilla, al grupo de mujeres que cambiaba las flores de una tumba y limpiaban el polvo de la losa. Parecía un acto social más que de recogimiento y el Conde recordó que le habían comentado sobre la existencia de una Milagrosa, allí en el cementerio, a la que mucha gente se acercaba para pedirle su misterioso y frecuente socorro de espíritu comprensivo y a la altura de los tiempos. Se puso de pie y avanzó hacia las mujeres. Había tres sentadas en un banco junto a la tumba y dos que continuaban empeñadas en la limpieza, barriendo ahora las hojas y la tierra traída por el viento, organizando mejor los ramos de flores en los búcaros de barro. Todas llevaban la cabeza cubierta por un pañuelo negro, como uniformadas de infatigables aldeanas gallegas, y se cruzaban informaciones sobre rumores más o menos veraces de una próxima reducción de la cuota semanal de huevos y su seguro aumento de precios. Sin pedir permiso el Conde ocupó el banco más próximo al de las mujeres y observó la tumba sobre la que había flores, velas, rosarios de cuentas negras y la foto borrosa de una mujer, protegida por un marco con cristal.

– Es la Milagrosa, ¿verdad? -preguntó el policía a la mujer más próxima a él.

– Sí, señor.

– ¿Y ustedes cuidan la tumba?

– Nos toca una vez al mes. La limpiamos, la cuidamos y le explicamos a los que vienen a pedir algo.

– Yo quiero pedir algo -dijo entonces el Conde.

Tal vez no tenía aspecto de pagador de promesas, porque la mujer, una negra sesentona con brazos de jamón blando, lo miró un instante antes de hablar.

– Ella ha dado muchos testimonios de su poder. Y algún día la Iglesia la va a reconocer como lo que es: una santa milagrosa, una criatura amada del Señor. Si usted puede traerle flores, velas, cosas así, es mejor para pedir, porque le ilumina el camino, pero en verdad lo único que hace falta es tener fe, mucha fe, y entonces pedirle ayuda a Ella y rezar alguna oración. Un Padrenuestro, un Ave María, la que más le guste a usted. Y pedir desde el corazón, con mucha fe. ¿Me entiende?

El Conde asintió y recordó a Jorrín. Ya debían de estar despidiéndolo, seguramente el Viejo, que había sido su compañero durante treinta años, hablaría de su impecable hoja de servicios a la sociedad, a la familia y a la vida. Entonces miró la tumba que estaba frente a él y trató de recordar una oración. Si iba a pedir, pediría en serio, tratando de rescatar los ripios dispersos de su fe de renegado, pero no logró pasar de los primeros versos del Padrenuestro que ahora se le confundía con fragmentos del «Padrenuestro Latinoamericano» de Benedetti, que tan popular se hizo en su época de la universidad, cuando se decretó una urgente latinoamericanización cultural y los estridentes grupos de rock se trasmutaron en cultores no menos lamentables y camaleónicos del remoto folklor andino y del altiplano, con quenas, tamboriles y ponchos incluidos, y en lugar del inglés algunos cantaron hasta en quechua y en aymar. Pero ahora lo que importaba era la fe. ¿Cuál fe? Yo soy ateo, pero tengo fe. ¿En qué? En casi nada. Demasiado pesimismo para dejar algún espacio a la fe. Pero tú me vas a ayudar, ¿no, Milagrosa? Anjá. Yo sólo te voy a pedir una cosa, pero es una cosa muy grande, y como tú haces milagros, tú me vas a ayudar, porque me hace falta un milagro del tamaño de este cementerio para conseguirlo, ¿me entiendes?… Ojalá me entendieras y me oyeras: yo quiero ser feliz. ¿Es pedir mucho? Ojalá que no, pero no te olvides de mí, Milagrosa, ¿está bien?

– Muchas gracias -le dijo a la negra cuando se puso de pie. Ella no había dejado de mirarlo y sonrió.

– Vuelva cuando quiera, señor.

– Creo que voy a volver -dijo y saludó con la mano a las mujeres, que habían cambiado el tema de los huevos por el del pollo, que seguía sin venir a la carnicería. Lo mismo de siempre: ¿el huevo o la gallina? Regresó a la avenida central del cementerio y vio, a la derecha, el grupo que regresaba del entierro. Se acomodó los espejuelos y fue en busca del auto con la esperanza de poder sentarse. Se sentía débil y ridículo y sabía que se estaba ablandando. Es como si me derritiera. Mierda de tipo. Probó con su puerta y la encontró cerrada, igual que la de Manolo. Sobre el asiento trasero vio la antena del radio. Este no confía ni en los muertos, pensó. Y pensó: ¿Me concederá el milagro?

– ¿Cómo salió la cosa?

El Greco, vestido de uniforme, los esperaba bajo el almendro plantado junto a la entrada del parqueo de la Central. Apenas esbozó un saludo cuando el Conde se acercó y le respondió.

– Sin problemas. Llegamos a su casa a las ocho, como nos dijo Manolo, llamamos a la madre, le explicamos que era una investigación de rutina por lo de Orlando San Juan, y luego lo llamamos a él, que todavía estaba durmiendo. El registro de la gente de Cicerón no dio nada, Conde.

– ¿Qué te pareció él?

– Tiene la boca un poco dura, protestó al principio, pero creo que es pura fachada.

– ¿Le dijeron algo más?

– No, más nada. Crespo lo tiene allá arriba en tu cubículo. Ya todo está preparado como nos dijeron.

– Arriba, Manolo -dijo entonces y entraron en el edificio, prácticamente vacío a aquella hora habitualmente agitada. Encontraron el elevador detenido en el vestíbulo y con las puertas abiertas. ¿Ya empezaron los milagros?, se preguntó el Conde y oprimió el botón de su piso. Cuando salieron al corredor, el sargento Manuel Palacios respiró hasta llenarse los pulmones, como un clavadista que se dispone al salto.

– ¿Empezamos?

– Métele mano -dijo el Conde y lo siguió.

Manolo abrió la puerta del cubículo donde estaban sentados Lázaro San Juan y el calvo Crespo. Crespo se puso de pie y saludó a Manolo, con cierta marcialidad.

– Tráelo, Crespo -pidió el sargento.

El Conde, todavía en el corredor, vio salir al muchacho. Lo habían esposado y llevaba las manos al frente.

– Quítele las esposas -ordenó a Crespo y observó el rostro de Lázaro San Juan; aunque no guardaba ningún parecido con Lando el Ruso, tenían cierto aire de familia: la mirada como perdida y la boca, casi recta y sin labios. Aquel muchacho aparentaba más edad que los dieciocho años recién cumplidos. Su cuerpo tenía una estructura ósea firme y adulta, cubierta de músculos bien desarrollados. Algunos granos en la cara delataban su juventud, pero ni siquiera aquellos puntos rojos de acné opacaban su gracia masculina. Llevaba el pelo peinado al medio y no parecía asustado. Lissette era de las que, con el mismo apetito, comía bueno y comía malo, porque así comía dos veces. Aquel muchacho debía de ser su manjar favorito, pensó el Conde. Mala digestión.

Avanzaron como una torpe procesión por el pasillo y subieron al elevador. Marcaron el próximo piso y salieron a un corredor similar, pero franqueado por puertas de aluminio y cristal. Atravesaron dos puertas y abrieron una de madera, para penetrar en un pequeñísimo cubículo que permanecía en penumbras. En un costado la habitación tenía una cortina. Manolo le indicó a Lázaro la única silla que había en el local y el joven se sentó. Entonces Crespo encendió la luz.

– ¿Lázaro San Juan Valdés? -le preguntó Manolo y el muchacho asintió-. Estudiante de onceno grado del Preuniversitario de La Víbora, ¿verdad?

– Sí -contestó.

– Bueno, ¿sabes por qué estás aquí?

El muchacho miró a su alrededor, como para hacerse idea del lugar en que estaba.

– Me dijeron que una investigación en el Pre.

– ¿Sabes o te imaginas qué investigación?

– Creo que sobre la profesora Lissette. Yo estaba en el baño el día que el compañero entró y preguntó por ella -dijo mirando al Conde.

– Pues sí -siguió Manolo-, es sobre ella. La profesora Lissette fue asesinada el martes 18, alrededor de las doce de la noche. La asfixiaron con una toalla. Antes alguien tuvo contacto sexual con ella. Antes alguien la golpeó bastante. Pero todavía antes se bebió bastante en su casa y hasta se fumó marihuana. ¿Qué sabes tú de eso?

El muchacho volvió a mirar al Conde, que había encendido un cigarro.

– Nada, compañero, ¿qué iba a saber?

– ¿Estás seguro? Llama al Greco -pidió Manolo dirigiéndose a Crespo. El policía levantó un teléfono y susurró algo. Colgó. Mientras, Manolo hojeaba la pequeña libreta que tenía entre sus manos y decía que sí a la lectura, parecía apasionante, mientras el Conde fumaba con gesto despreocupado, como si asistiera a una representación que ya tenía bien sabida. Sentado en el centro de la pequeña habitación, Lázaro San Juan movía los ojos de un hombre a otro, como si esperara de ellos la dilatada calificación de un examen final. La duda crecía en su mirada, de modo ostensible, como hierba mala bien alimentada.

Dos golpes sobre la madera de la puerta, y apareció la osamenta afilada del Greco. Estoy rodeado de flacos, hasta yo me estoy volviendo flaco, recordó el Conde. El Greco traía un papel en la mano. Se lo entregó al Conde y salió. El teniente lo miró un instante y asintió una vez, cuando levantó los ojos hacia Manolo. La mirada de Lázaro San Juan volaba de un personaje a otro. Seguía esperando la calificación.

– Bueno, Lázaro, ahora vamos en serio. El día 18 tú estuviste en la casa de la profesora Lissette. Ahí están tus huellas digitales. Y es muy probable que hayas sido tú quien se acostó con ella esa noche: tu sangre es del tipo O, como la del semen que ella tenía en la vagina al morir. -Manolo avanzó hacia la cortina que estaba a la izquierda de Lázaro, la corrió y dejó a la vista el cristal traslúcido que, como un juego de espejos, hacía al fin visible una reproducción a escala de la habitación en que ellos estaban, pero menos poblada de escenografía, acción y personajes-. Ahí está tu primo Orlando San Juan, acusado de tenencia y tráfico de drogas, de salida clandestina del país y de robo de una lancha del Estado. Confesó todos sus delitos y nos dijo además que el martes 18, sobre las siete de la tarde, tú pasaste por su casa y estuviste allí un rato. Sucede además que la marihuana que tenía tu primo es del mismo tipo que la que apareció en el inodoro de la casa de Lissette. Como ves, Lázaro, estás más envuelto que un tamal en una historia de asesinato y drogas. Aunque no confieses, cualquier tribunal hace una fiesta con estos datos que te di. Pero además, el compañero que me trajo estos papeles acaba de salir para la calle a buscar a Luis Gustavo Rodríguez y a Yuri Samper, tus amigui-tos del Pre, y cuando hablemos con ellos seguro nos van a confirmar muchas cosas. Bueno, como ves, era muy en serio. ¿Me vas a contar algo?

El Conde observó cómo se producía la mutación. Era como una ola, que avanzaba de las entrañas para romper en la piel. Los músculos de Lázaro perdieron volumen y la caja del pecho se desinfló. El pelo ya no caía peinado al centro, sino abierto como una peluca mal llevada. Los granos de la cara se oscurecieron y ya no pareció ni bello, ni fuerte, ni joven y el instinto le dijo al Conde que habían llegado al epílogo de aquella historia. ¿Por qué la habría matado? ¿Por qué un muchacho de dieciocho años podía hacer algo así, tan definitivo y animal? ¿Por qué la búsqueda de la felicidad podía terminar en aquel deterioro que apenas comenzaba a producirse y que no terminaría nunca, ni siquiera después de los diez, quince años que Lázaro San Juan iba a cumplir en el rigor degradante de una cárcel, rodeado de otros asesinos como él, ladrones, violadores y estafadores, que se disputarían el corazón oscuro de su belleza y su juventud como un trofeo que más tarde o más temprano devorarían con todo placer? A este Lázaro no lo salvaría ningún milagro.

– Vaya, todo eso es verdad, menos que yo la maté y que me acosté con ella, se lo juro por mi madre. Yo no la maté ni estuve con ella ese día, y Luis y Yuri lo pueden decir, ustedes van a ver. La fiesta sí, vaya, eso fue un invento de ella, que me dijo a la hora del recreo en el Pre, oye, Lacho, ella me decía así, ¿saben?, ¿por qué no vas un ratico esta noche que tengo ron allá? Ella y yo, bueno, desde hacía unos meses, desde diciembre, ella me pintó fiestas y uno es hombre y, bueno, empezamos a acostarnos, pero en el Pre nadie lo podía saber, y yo nada más se lo dije a Luis y a Yuri y me juraron que más nadie lo iba a saber, y así fue, nadie lo sabía. Entonces yo se los dije a ellos, vaya, que fueran conmigo para tomarnos unos tragos, y se me ocurrió pasar por casa de Lando y robarle un par de cigarritos de los que él fumaba, yo sabía que los ponía en una cajetilla de Marlboro, de esas de cartón, en el bolsillo de unjacket en su cuarto, porque un día lo vi sacar uno de allí y fui y se los robé, pero eso fue dos o tres veces. Y más nada, recogí a mis socios en la esquina de la casa de ella, subimos, como a las ocho y media, empezamos a tomar, a oír música y a bailar, y yo, vaya, encendí un cigarro y fumamos nosotros nada más, ella no quiso porque decía que quería más ron, y Yuri fue hasta El Niágara y compró dos botellas más con dinero que ella le dio, y más nada, le digo, ella estaba medio borracha cuando nos fuimos como a las once, teníamos tremenda hambre porque no habíamos comido nada, ella nunca tenía comida en la casa, y fuimos para la parada y cogimos la guagua, ellos la 15 y yo la 174, que me deja más cerca de mi casa, y más nada, más nada, y al otro día nos enteramos de todo y nos asustamos cantidad y decidimos que mejor, vaya, que mejor no le decíamos a nadie que habíamos estado con ella, porque cualquiera iba a sospechar, como ustedes. Así fue, por mi madre. Yo ni la maté ni me acosté con ella ese día, de verdad que no. Pregúntenle a Yuri y a Luis que estaban conmigo, pregúntenle, vaya…

Demasiados misterios juntos, se dijo el Conde. Quería pensar en el misterio fabricado de la muerte de Lissette pero se le interponía en la mente el enigma inesperado de la desaparición de Karina, dónde se habrá metido anoche, volvió a llamarla después de hablar con Lázaro y la misma voz de mujer de la noche anterior le dijo: No, no vino ayer, pero llamó por teléfono y yo le di el recado. ¿No lo llamó? Aquella confirmación fue como un vendaval de popa que hinchó las velas de sus dudas y sus temores y los puso a navegar libremente y a toda velocidad por un mar de sargazos punzantes como la incertidumbre. Tenía el dato de que la empresa en la que trabajaba Karina radicaba en El Vedado, pero su entusiasmo le había impedido ser más policía y nunca le preguntó con exactitud por la dirección, total, si la tenía al doblar del Flaco, y no se atrevió a preguntárselo a su inter-locutora telefónica. ¿La madre de Karina? Algo irremediable había sucedido, como la noche del martes 18, pensó. Recostado contra la ventana de su oficina, observó las copas desafiantes de los laureles, que podían resistirlo todo, todavía con hojas, siempre verdes. Quería que pasaran las horas, volver a su casa y esperar frente al teléfono. Ella lo llamaría y tendría una buena explicación, trataba de convencerse. Estaba de guardia y se me olvidó decírtelo. Teníamos un trabajo de apuro y me quedé en la empresa, y tú sabes lo malo que están los teléfonos, no pude comunicar, mi amor. Pero sabía que se estaba mintiendo a sí mismo. ¿Un milagro?

Sólo un milagro de la primavera, diría el viejo Machado, también tocado por un amor que al final se le escaparía.

Se volvió al escuchar que se abría la puerta de la oficina. Manolo, con más papeles en la mano, se dejó caer en el butacón, imitando la fatiga envolvente de un corredor victorioso. Reía.

– Me da lástima con el chiquito, pero se jodió, Conde.

– ¿Se jodió? -preguntó el teniente, para dar tiempo a que el flujo de sus pensamientos volviera a correr por el cauce correcto-. ¿Qué dice el laboratorio?

– El semen es de Lázaro. Sin dudas.

– ¿Y Yuri y Luis?

– Lo que tú pensabas, ellos cogieron la guagua primero y dejaron a Lázaro en la parada. Dicen que siempre se iban juntos hasta el paradero de La Víbora y entonces bajaban a buscar la Avenida de Acosta, pero esa noche él les dijo que se fueran, que iba a esperar la 174 para caminar menos.

– ¿Y la camisa blanca?

– Sí, era de él y se la llevó esa noche. Ella a veces le lavaba alguna ropa. Pobre Lázaro, con lo cómodo que estaba, ¿no?

– Sí, pobre Lázaro, no sabe la que le espera. ¿Y qué contaron de la fiesta?

– Era otra fiesta distinta a la que inventó Lázaro. Dicen que cuando ella se emborrachó se puso muy pesada porque Lázaro le dijo que le consiguiera los exámenes de física y de matemáticas y ella empezó a decirle cosas, que no le iba a dar más ningún examen porque él luego se hacía el bárbaro con los demás diciendo lo que iba a salir y que la iba a embarcar, que él nada más la quería para eso y para templársela, dicen que dijo, y entonces los botó de la casa. Dice Luis que la verdad es que Lázaro vendía las respuestas de los exámenes, pero que ella no lo sabía. De pinga el muchachito, ¿no? Bueno, Lázaro trató de aliviar la tensión pero ella insistió en que se fueran los tres, hasta que sacó a Lázaro casi a empujones cuando ya Yuri y Luis estaban en la escalera. La versión de los dos es igual, paso por paso. Entonces, cuando se enteraron de la muerte de la profesora fueron a hablar con Lázaro y decidieron que lo mejor era no decirle a nadie que ellos habían estado esa noche allí. A ellos les pareció lo mejor, para evitarse problemas, pero dice Yuri que el de la idea de no decir nada siempre fue Lázaro.

El Conde encendió un cigarro y observó un instante los datos del laboratorio central que Manolo había traído. Los dejó sobre la mesa y regresó a la ventana. Con la vista fija en una molécula perdida del horizonte dijo:

– Entonces Lázaro regresó desde la parada. El no tenía llave, así que fue ella la que le abrió la puerta. La convenció de que se había equivocado y se acostaron en el sofá de la sala. Toda una reconciliación, casi puedo oír la música de fondo. Pero ¿por qué la mató? -se preguntó, y perdió la molécula escogida cuando vio a Lázaro sobre Lissette, ahora al fin le veía la cara, mientras le apretaba el cuello con la toalla, más fuerte, más fuerte, hasta que sus brazos de remero se agotaron por el esfuerzo y la cara de belleza enigmática de la muchacha guardó para siempre aquella mueca absurda, a medio camino entre el dolor y la incertidumbre. ¿Por qué la mató?

El humo es azul y huele como la primavera: fresco y penetrante. De la boca a los pulmones, de los pulmones al cerebro se mueve el humo con su evanescencia vaporosa y amanece detrás de los ojos: un brillo de día nuevo se descubre en cada cosa, con una percepción preferenciada y sensible que revela aristas de una lucidez esmaltada que antes no se advirtieron. El mundo, todo el mundo, es más amplio y más cercano, tan brillante, mientras el humo vuela, convirtiéndose en respiración perdida en cada célula de la sangre y en cada neurona desvelada y puesta en máxima alerta. Linda es la vida, ¿no?, linda la gente, grandes las manos, poderosos los brazos, enorme el rabo. Gracias al humo.

Entre las cosas que descubrió Cristóbal Colón sin imaginarse que las había descubierto estaba esta marihuana. Aquellos indios «con tizones en la boca» tenían caras demasiado felices para ser simples fumadores de tabaco al borde del enfisema. Hierbas secas, hojas oscuras, humo azul que hacían posible confundir al desconsolado y triste Colón con un dios rosado venido de algún misterio perdido en la memoria mítica de los indios. Un buen areíto con marihuana. Pero demasiado fatal aquella hierba cuando se descubre al fin que Colón no es Dios, ni uno su espíritu elegido.

Pero fumarla es un placer, es flotar, sobre la espuma de los días y de las horas, sabiendo que todo el poder nos ha sido dado: el de crear y el de creer, el de ser y estar donde nadie puede ser ni estar, mientras la imaginación vuela azul como el humo y respirar es fácil, mirar es una fiesta, oír un privilegio superior.

Pobre Lázaro: como un indio irá a la hoguera, sin humo azul ni luces de amanecer, y ya condenado al primer recinto del séptimo círculo infernal, a seguir ardiendo eternamente con todos los violentos contra el prójimo.

Entró en la antesala de la dirección y la sonrisa de Maruchi lo sorprendió. La secretaria del mayor le hizo un gesto, espérate, espérate ahí, para que se detuviera, y en puntas de pie abandonó su sitio, tras el buró, y se acercó al Conde.

– Pero ¿qué te pasa, hija mía?

– Habla bajito, chico -le exigió, pidiéndole también con las manos que bajara el volumen y le susurró-. Oye, está ahí con Cicerón y con el gordo Contreras y me llamó para que les diera café. ¿Y tú sabes de quién estaban hablando cuando entré?

– De un cadáver.

– De ti, chico.

– De un cadáver -le confirmó el teniente.

– No seas bobo. Estaba diciéndole al Gordo y a Cicerón que tú los habías puesto a ellos dos en la pista de dos casos importantes. Que si se habían descubierto era gracias a ti. ¿Qué te parece?

El Conde trató de sonreír, pero no pudo.

– Hermoso -dijo.

– Bah, estás más pesado… -dijo ella, recuperando el tono de su voz.

– Dile que estoy aquí, anda.

La jefa de despacho regresó al buró y oprimió la tecla roja del intercomunicador. Una voz de lata dijo «¿Sí?», y ella lo anunció:

– Mayor, aquí el teniente Conde.

– Dile que venga -respondió la voz metálica.

– Maruchi, gracias por la noticia -dijo el Conde y acarició el pelo de la secretaria. Ella sonrió, con una sonrisa halagada que sorprendió al Conde. ¿De verdad le caeré bien a esta pepilla? Se acercó al cristal de la puerta y tocó con los nudillos.

– Dale, entra, no te extremes -dijo la voz del mayor, y el Conde abrió la puerta.

El Viejo, con su uniforme y sus condecoraciones oficiales, estaba tras el buró como si fuera a despedir otro duelo -el mío, pensó el teniente- y, frente a él, se ubicaban los dolientes: los capitanes Contreras y Cicerón.

– Estás bien acompañado -dijo para aliviar la tensión, y vio sonreír al Gordo Contreras, que se puso de pie, haciendo un esfuerzo de venas que se hinchan para levantar de un golpe todo el peso de sus trescientas libras.

– ¿Cómo estás, Conde? -Y le tendió la mano. Me cago en ti, pensó el teniente y dejó caer su pobre mano en la de Contreras, que sonrió un poco más cuando descargó toda su presión sobre los dedos indefendibles del Conde.

– Bien, capitán.

– Bueno, siéntense -ordenó el jefe-. A ver, Conde, ¿qué hubo con tu caso?

El Conde ocupó el sofá que estaba a la derecha del mayor. A su lado colocó el sobre que había traído y lo tocó antes de responder.

– Aquí está todo. Le traje las grabaciones por si quiere oírlas. Y mañana entregamos el informe para fiscalía.

– Bueno, pero ¿qué pasó, viejo?

– Lázaro San Juan, como pensábamos. Se confirmó lo de la fiesta, con dos amigos más, tomaron ron, fumaron marihuana y hubo una discusión con ella cuando Lázaro le pidió los exámenes de física y matemáticas. El problema es que Lázaro vendía a cinco pesos la respuesta de los exámenes. Un buen negocio, porque había pruebas de hasta diez preguntas y una clientela fiel y selecta.

– No ironices -lo cortó el mayor.

– No estoy ironizando nada.

– Sí que lo estás haciendo.

– Te juro que no, Viejo.

– Ya te dije que no me jures nada.

– Pues no te lo juro.

– Oye, ¿vas a seguir con el informe o no?

– Voy a seguir -suspiró el Conde, pero todavía se demoró dándole fuego a un cigarro-. Ya sigo: ella los botó de la casa, parece que la borrachera le dio por eso, pero Lázaro regresó cuando sus amigos cogieron la guagua. Ella le abrió, se reconciliaron y se acostaron y él encendió otro cigarro de marihuana que llevaba. Lo fumaron entre los dos, pero ella siempre lo hizo de la mano de él, por eso no tenía restos de la droga en los dedos. Y entonces él le volvió a pedir los exámenes. Se había enviciado, el cabrón. Ella se encabronó otra vez e intentó botarlo de nuevo y dice él que lo golpeó en la cara y que entonces no se pudo contener y le fue para arriba, empezó a darle golpes y que cuando se dio cuenta ya la había ahogado. Dice que no sabe cómo fue que lo hizo. A veces esas cosas pasan, y más con dos marihuanasos de esos entre pecho y espalda… Ahora está llorando. Le costó trabajo, pero está llorando. Me da lástima ese muchacho, hizo toda la confesión sin mirarnos. Me pidió pararse al lado de la ventana y habló todo el tiempo mirando para la calle. No es fácil lo que le espera. Aquí está todo -repitió y volvió a tocar el sobre, que sonó como un tambor de señales en medio del silencio.

– Bonita historia, ¿no? -preguntó el Viejo y se puso de pie-. Un muchacho de Pre y una profesora como protagonistas y un director, un mercader de motocicletas y un traficante de marihuana en los papeles secundarios; hay de todo, de todo: sexo, violencia, drogas, crímenes, alcohol, fraude, tráfico de divisas, favores sexuales bien retribuidos -dijo y su voz cambió repentinamente para agregar-. Da ganas de vomitar. Mañana mismo suelto tu informe para todas partes, Conde, para todas partes…

Y regresó a su asiento y al tabaco maltrecho con que lidiaba esa tarde. Era una breva triste y oscura, de ceniza renegrida y olor penetrante y ácido. Fumó dos veces, como si tomara una medicina amarga pero necesaria, y dijo:

– Acá Contreras y Cicerón me estaban informando de las otras conexiones del caso. El tal Pupy cantó tanto que por poco hay que darle golpes para que se calle. Subimos por él y llegamos hasta tres funcionarios de embajadas extranjeras, pasando por dos tipos de Cubalse, tres del INTUR, dos taxistas y no sé cuántos jineteros.

– Ocho para empezar -acotó Contreras y sonrió.

– Y lo de la marihuana es como una mecha que se sigue quemando y vamos a ver adonde llega. El guajiro del Escambray es una escenografía que parece de película: le traían la droga para que la vendiera como suya a varios puntos como Lando. Ya tenemos a tres más. Y vamos a encontrar al hombre de Trinidad que se la llevaba al guajiro, y vamos a seguir, hasta que explote la bomba, porque hay que saber de dónde salió esa marihuana y cómo entró en Cuba, porque esta vez no me trago el cuento de que se la encontraron en la costa. Hasta que explote la bomba…

– Y haya lluvia de mierda -dijo el Conde, en voz muy baja.

– ¿Qué dijiste? -preguntó el mayor.

– Nada, Viejo.

– Pero ¿qué dijiste que no te oí?

– Que va a haber lluvia de mierda. No sólo en el Pre de La Víbora.

– Lluvia de mierda, sí -admitió el mayor y trató en vano de sacar humo al renegrido tabaco-. Y ya yo me estoy mojando -dijo, con cara de asco, mostrando el falso habano a su público. Se puso de pie, avanzó hasta la ventana y lanzó el tabaco a la calle, como si lo odiara. Claro que lo odiaba. Cuando el mayor dio la espalda al grupo, Cicerón miró al Conde y le sonrió: levantó su brazo derecho y sus dedos formaban la V de la victoria.

El mayor regresó al buró y apoyó los nudillos en la madera. El Conde se preparó para el discurso.

– Aunque me cueste decirlo, Conde, tengo que felicitarte. Tú fuiste el que desataste esta cagazón de Pupy y de Lando y ya resolviste lo del Pre. Lo del tráfico de divisas y la compra en las diplotiendas va a seguir tumbando gentes, y lo de la marihuana centroamericana va a llegar hasta las nubes, estoy seguro, porque esto no parece una operación cualquiera. Y por todo eso yo te felicito, pero mañana, después que me entregues el informe, te vas para tu casa y te pones cómodo, con pijama y todo, y no vuelvas a aparecer por aquí hasta que te llame la comisión disciplinaria.

– Pero, Rangel… -trató de intervenir Contreras y la voz del Viejo lo interrumpió.

– Contreras, lo que tú opines se lo vas a decir a la Comisión. A mí no me importa. El Conde hizo algo bien hecho y lo felicité y lo voy a escribir en su expediente. Además, para eso le pagan. Pero metió la pata y se jodió. Eso es así de claro. Pueden irse los tres. Mañana a las nueve, Conde -dijo y lentamente se dejó caer en su butaca. Oprimió el botón blanco de su intercomunicador y pidió-: Maruchi, tráeme un vaso de agua y una aspirina.

El Conde, Contreras y Cicerón salieron al vestíbulo y el teniente, en voz baja, le dijo a la secretaria:

– Dale una duralgina. No la pidió porque yo estaba delante -y siguió.

– Manolo, quiero pedirte un favor.

– Me encanta que me pidas favores, Conde.

– Por eso te complazco: prepara tú el informe para entregárselo mañana al Viejo. Quiero irme de aquí -dijo, y abrió las manos para abarcar el espacio que lo agredía. El cubículo, más que nunca, le parecía una estrecha y caliente incubadora en la que irremediablemente su cascara iba a reventar. La sensación de estar al final de algo y la perspectiva de tener que enfrentarse al proceso que le anunciaba el mayor Rangel lo dejaban en un limbo inasible en el que todo acto escapaba de su potestad. Recogió los últimos papeles que aún estaban sobre el buró y los metió dentro de un file.

– Oye, Conde, que no es para tanto, ¿no?

– No, no es para tanto -dijo, por decir algo, mientras le entregaba el file a su subordinado.

– No te dejes aplastar, compadre. Tú sabes que no vas a tener problemas. Cicerón me lo dijo. Y yo oigo, Conde: todo el mundo en la Central está hablando de la polvareda que levantamos con este caso y la gente apuesta que van a seguir cayendo pejes en el jamo… Y Fabricio tiene fama de imperfecto y de pesado, eso lo dice aquí hasta el gato. Y además el mayor es tu amigo, tú lo sabes -argumentó Manolo, tratando de aliviar la turbación evidente del Conde. Aunque eran dos personalidades tan opuestas, los meses que llevaban trabajando juntos les había creado una dependencia mutua que ambos disfrutaban como una prolongación de sus capacidades y deseos. Al sargento Manuel Palacios se le hacía difícil creer que al día siguiente dejaría de trabajar con el teniente Mario Conde para responder a las órdenes de otro oficial. Necesitaba que el Conde peleara-. No te preocupes por el informe, yo lo hago, pero quita esa cara.

El Conde sonrió: se llevó las manos a la barbilla y empezó a quitarse una máscara que se negaba a desprenderse.

– No jodas, Manolo, no es esto sólo. Es todo. Estoy cansado, a los treinta y cinco años, y no sé qué voy a hacer ni qué carajos quiero hacer. Trato de hacer las cosas bien hechas y siempre meto la pata: ése es mi sino, una vez me lo dijo un babalao. Tengo la letra de la babosa: por delante todo lo veo lindo, pero detrás voy dejando una huella sucia. Es así de simple. Mira, esto es para ti -dijo y le extendió un papel doblado que guardaba en el bolsillo de la camisa.

– ¿Qué es eso?

– Un poema épico-heroico que le escribí a la marihuana. Ponlo en el informe.

– Ahora sí te quemaste, compadre.

El Conde sintió deseos de acercarse a la ventana y observar otra vez -¿por última vez?- aquel paisaje al que le había otorgado su favoritismo, pero pensó que no era un buen momento para despedirse de aquel pedazo de ciudad y de vida. Le extendió la mano al sargento y se la estrechó con fuerza.

– Nos vemos, Manolo.

– ¿No quieres que te lleve para la casa?

– No, deja, últimamente me están gustando las guaguas llenas.

No se sentía dispuesto a realizar disquisiciones climáticas cuando salió al vestíbulo principal de la Central, pero lo removió la luz del sol que penetraba aviesamente por los altos cristales de la fachada, y el Conde, para marcar distancias y estados de ánimo, buscó sus espejuelos oscuros. Afuera había dejado de soplar el viento de Cuaresma, agotadas tal vez sus existencias para ese año, y una tarde esplendorosa de marzo lo recibió con su cielo despejado y su brillantez perfecta de temporada primaveral de postales para turistas fugitivos del frío. Era en verdad una tarde ideal para estar junto al mar, muy cerca de la casa de madera y tejas que alguna vez el Conde había soñado tener. Habría aprovechado la mañana para escribir -claro, una historia simple y conmovedora sobre la amistad y el amor- y ahora, con los cordeles bien cebados en el mar, esperaría a que la suerte pusiera en su anzuelo un lindo pescado para la comida de esa noche. En una roca cercana, que se asomaba a la playa como una mano extendida, una mujer dorada de tanto sol leía las páginas que él había escrito ese día. Con ella haría el amor en la ducha, al anochecer, mientras que el olor del pescado que se cocinaba en el horno invadía el espacio de aquel sueño recurrente. Tal vez en la noche, mientras él leía una novela de Hemingway o un cuento intachable de Salinger, ella tocaría su saxofón, para dar algún sonido triste a tanta felicidad acumulada.

El Fiat polaco está allí, agazapado junto al contén, como un pequeño dinosaurio, y el Conde comprueba que sus cuatro gomas descansan repletas de aire. La puerta de la casa sigue cerrada y el Conde avanza hacia ella a través del breve jardín de marpacíficos y crotos deshojados por tantos días de viento. La aldaba de hierro, labrado como la lengua colgante de un león de ojos astigmáticos, levanta un sonido profundo que corre despavorido hacia el interior de la casa. Guarda sus espejuelos, acomoda el revólver contra la cintura deljean y desea intensamente que exista una justificación. Cualquier justificación, porque él está dispuesto a aceptarla, y sin preguntar. A estas alturas ha aprendido -y puede practicarlo en la realidad más objetiva- que los excesos de dignidad son impulsos dañinos: prefiere otorgar, perdonar, hasta prometer el olvido para obtener el mínimo espacio que necesita. ¿Por qué no dejó pasar de largo la petulancia de Fabricio? A veces le parece mezquino, pero sabe que al final se acostumbrará.

Karina abre la puerta y no luce sorprendida. Incluso intenta sonreír y abre una brecha que él no se atreve a franquear. Lleva elshort del día que se conocieron y una camiseta de hombre, sin mangas, que al Conde le parece atrevida. Las bocamangas caen vencidas y dejan ver el instante preciso en que el pecho comienza a ascender por la colina de los senos. Hace muy poco se ha lavado el pelo, que cae blando, oscuro y húmedo sobre sus hombros. Le gusta demasiado esta mujer.

– Entra, te estaba esperando -le dice y se aparta. Cierra la puerta y le indica uno de los sillones de madera y rejilla que ocupan la boca del corredor que conduce hacia el fondo de la casa.

– ¿Estás sola?

– Sí, llegué hace un rato. ¿Cómo te va con tu caso?

– Creo que bien: descubrí que un muchacho de dieciocho años fumaba marihuana y mató a una muchacha de veinticuatro que también se drogaba y tenía varios novios.

– Es terrible, ¿no?

– No creas, los he tenido peores. ¿Qué te pasó ayer? -pregunta al fin y la mira a los ojos. Estaba de guardia. Mucho trabajo. Me ingresaron en un hospital. Estuve presa, por culpa de un policía. Cualquier justificación, por Dios.

– Nada -responde ella-. Recibí una llamada por teléfono.

El Conde trata de entender: sólo una llamada. Pero no entiende.

– No entiendo. Habíamos quedado…

– Una llamada de mi marido -dice y el Conde vuelve a pensar que no entiende. La palabra marido suena sencillamente absurda y mal ubicada en aquella conversación. ¿Un marido? ¿Un marido de Karina?

– ¿Qué me quieres decir?

– Que esta noche regresa mi marido. Es médico, está en Nicaragua. Suspendieron su contrato y adelanta el regreso. Eso es lo que te quiero decir, Mario. Me llamó ayer por la mañana.

El Conde busca un cigarro en el bolsillo de la camisa, pero desiste. En realidad no quiere fumar. -¿Cómo es posible, Karina?

– Mario, no me hagas más difíciles las cosas. No sé por qué empecé esta locura contigo. Me sentía sola, me caíste bien, me hacía falta acostarme con un hombre, entiende eso, pero escogí el peor hombre del mundo.

– ¿Soy el peor?

– Te enamoras, Mario -dice ella y se acomoda el pelo tras las orejas. Así, con elshort y la camiseta, parece un muchacho afeminado. De ella siempre se volvería a enamorar.

– ¿Y entonces?

– Entonces vuelvo a mi casa y a mi esposo, Mario, no puedo hacer otra cosa, ni quiero hacerla. Me encantó haberte conocido, no lo lamento, pero es imposible.

El Conde se niega a entender lo que está entendiendo. ¿Una puta? Piensa que es un error, y no encuentra la lógica de la posible equivocación. Karina no es para él: concluye. Dulcinea no aparece porque no existe. Pura mitología.

– Te entiendo -dice al fin y ahora sí siente verdaderos deseos de fumar. Deja caer el fósforo en una maceta sembrada con malangas de corazón rojo.

– Yo sé cómo te sientes, Mario, pero todo fue así, de improviso. No debí haberte conocido.

– Creo que sí, que debimos habernos conocido, pero en otro tiempo, en otro lugar, en otra vida: porque igual me hubiera enamorado de ti. Llámame alguna vez -dice y se pone de pie. Le faltan fuerzas y argumentos para luchar contra lo irrebatible y sabe que ya está derrotado. Piensa que no hay más remedio que acostumbrarse al fracaso.

– No pienses mal de mí, Mario -dice ella, también de

pie.

– ¿Te importa lo que yo piense?

– Sí, sí me importa. Creo que es verdad, debimos encontrarnos en otra vida.

– Lástima de equivocación. Pero no te preocupes, yo siempre estoy equivocado -dice y abre la puerta. El sol se pierde detrás de la antigua escuela de los maristas de La

Víbora y el Conde siente que puede llorar. Últimamente vive con frecuentes deseos de llorar. Mira a Karina y se pregunta: ¿por qué? La toma por los hombros, le acaricia el cabello pesado y húmedo y la besa suavemente en los labios-. Avísame cuando tengas que cambiar una goma. Es mi especialidad.

Y avanza por el portal hacia el jardín. Está seguro de que ella lo va a llamar ahora, le va a decir que al carajo con todo, se queda con él, adora a los policías tristes, siempre tocará el saxofón para él, sólo tiene que decirplay it again, serán aves nocturnas, devoradores de amor y de lujuria, la siente que corre hacia él con los brazos abiertos y una dulce música de fondo, pero cada paso hacia la calle hunde un poco más el cuchillo que desangra velozmente la última esperanza. Cuando pisa la acera es un hombre solo. Qué mierda, ¿no?, piensa. Ni siquiera hay música.

El Flaco Carlos movía la cabeza. Se negaba a aceptar.

– No jodas, salvaje. Hace una pila de años que no voy al estadio y tú tienes que ir conmigo. ¿Te acuerdas cuando íbamos antes? Sí, sí, tú fuiste el día que el Conejo cumplió los dieciséis años y lo celebró con nosotros en el estadio fumándose dieciséis cigarros. El vómito de croquetas rasca-cielo y refresco de líquido de freno que soltó en la guagua parecía lava de volcán, por mi madre. Echaba humo, así…

– Y sonrió.

El Conde también sonrió. Observó losaffiches decolorados por el tiempo que durante tantos años había visto casi cada día de su vida. Eran el testimonio de una crisis antibeatleriana del Flaco, convertido a la religión de Mick Jagger y los Rolling Stones, de la que se recuperaría para volver al nido seguro del Rubber Soul y Abbey Road y entablar otra vez con el Conde la insoluble disputa entre la genialidad de Lennon o la de McCartney. El Flaco era del equipo de McCartney y El Conde militaba en las filas del difunto Lennon, Strawberry Fields era demasiada canción para no admitir aquella supremacía del más poeta de los Beatles.

– Pero no tengo ganas, bestia. Lo que quiero es tirarme en la cama, taparme la cabeza y despertarme dentro de diez años.

– ¿Rip Van Winkle con este calor? ¿Y dentro de diez años qué? Ibas a estar más flaco que el carajo y a seguir en las mismas y te ibas a perder diez campeonatos, cientos de botellas de ron y hasta alguna mujer que toque el cello. ¿De verdad prefieres el saxo al cello? Lo más jodido es que me iba a aburrir muchísimo hasta que te despertaras.

– ¿Me estás consolando?

– No, no, me estoy preparando para cagarme en tu estampa si sigues en esa bobería. Vamos a comer, que ahorita llegan el Conejo y Andrés. Me gusta que vayamos los cuatro solos al estadio, eso es cosa de hombres, ¿no?

Y otra vez el Conde sintió que había perdido hasta los deseos de pelear, y se dejó arrastrar hacia el refugio de los amigos, que quizás fuera el único lugar seguro que le quedaba en aquella guerra que parecía empeñada en derribar todas sus defensas y parapetos.

– Hoy no estaba inspirada -advirtió Josefina cuando se sentaron a la mesa-. Además, nada más que tenía un pollo, y así no se me ocurría nada. Pero me acordé de que mi prima Estefanía, que había estudiado en Francia, me dio un día la receta del pollo frito a lo Villeroi y dije, vamos a ver cómo queda.

– ¿A lo cuánto? ¿Cómo se hace eso, José?

– No, si es muy fácil, por eso lo hice. Descuarticé el pollo y le eché una naranja agria y dos dientes de ajo, y lo dejé adobarse. Pero tiene que ser un pollo grande, la verdad. Entonces lo doré con media libra de mantequilla y rodajas de dos cebollas. Dicen que una cebolla, pero yo le puse dos, y me estaba acordando del cuento de los cochinos que van al restaurant. Ustedes se lo saben, ¿verdad? Bueno, ya dorado se le echa una taza de vino seco y se le riega la sal y la pimienta. Entonces se pone a ablandar. Cuando está frío se deshuesa. Y ahí empieza la historia: tú sabes que los franceses lo hacen todo con salsa, ¿no? Esta lleva mantequilla, leche, sal, pimienta y harina. Entonces se pone en la candela hasta que se hace una crema doble, bien espesa, pero sin un solo grumito, ¿sabes? Ahí viene más vino seco y jugo de limón. La mitad de esa crema se pone en una fuente honda y la otra mitad se le echa por arriba al pollo y se deja enfriar hasta que se endurece, ¿no? Entonces se empanizan los pedazos de pollo y ya: acabo de freídos en manteca caliente. Es comida para seis franceses, pero con tragones como ustedes… ¿Me van a dejar algo?

El olor del pollo a la Villeroi prometía placeres olvidados. Cuando el Conde probó la primera masa, estuvo a punto de reconciliarse con la vida: la sensación de que su paladar renacía con sabores inéditos y contundentes le despertó una ilusión de que algo se recomponía dentro de él.

– ¿Y a qué hora viene a buscarnos esta gente? -le preguntó al Flaco al abordar la segunda porción de pollo, ya acompañada por el arroz blanco, los plátanos verdes a puñetazos y el arcoiris primaveral de la ensalada de lechuga, tomate y zanahoria aderezadas con mayonesa casera.

– No sé, a las siete y pico. Ya deben de estar al caer.

– Lástima que no haya un vino blanco -se lamentó Josefina y abandonó un momento los cubiertos-. Oye, Condesito, tú sabes que también eres mi hijo, y por eso te voy a decir esto: yo sabía la historia de Karina, que estaba casada y eso. Lo averigüé, enseguida aquí en el barrio. Pero pensé que no tenía derecho a meterme en eso. A lo mejor me equivoqué y debí decírtelo.

El Conde terminó de tragar y sirvió agua en su vaso.

– Me alegro de que no me lo hayas dicho, José. ¿Quieres que te diga la verdad? Aunque la cosa haya terminado así, vale la pena por los tres días que pasé con ella.

– Menos mal -dijo la mujer y recuperó los cubiertos-. No quedó tan mal el pollo, ¿verdad?

La escenografía redescubierta del estadio era un llamado a los recuerdos. La hierba verde brillando bajo las luces azulosas y la grama rojiza, recién peinada para el inicio del juego, arman un contraste de colores que es patrimonio exclusivo de los terrenos de pelota. Andrés, al frente, caminaba por el pasillo buscando el palco que le habían resuelto para esa noche. Detrás, el Conejo abría espacio para la silla de ruedas que el Conde conducía con habilidad adquirida a lo largo de diez años. «Permiso, caballeros», decía el Conejo, que trataba a la vez de mirar el calentamiento delpitcher del Habana, junto al dogout de la izquierda. En la pizarra lumínica ya estaban anotadas las alineaciones y el murmullo que como una cascada bajaba de las graderías era una promesa de buen espectáculo: orientales y habaneros iban a dirimir otra vez, como si fuera un juego, una disputa histórica que se inició, tal vez, el día en que la capital de la colonia fue transferida de Santiago a La Habana, más de cuatrocientos años atrás.

El palco conseguido a través de un paciente de Andrés que trabajaba en el INDER resultó una de las preferencias más codiciadas: al borde mismo del terreno, entre el home y el banco de tercera base. El Conde, sentado junto al Flaco, observó el terreno marrón y verde, las graderías repletas, los colores de los uniformes, azules y blancos unos, rojos y negros los otros, y recordó que alguna vez, como Andrés, quiso echar su vida en aquellas extensiones simbólicas, donde el movimiento de la diminuta estructura de una pelota era como el flujo de la vida, impredecible pero necesario para que el juego continuara. Siempre le gustó la soledad del jardín central, la amplitud de sus espacios, la responsabilidad de recibir contra la piel del guante la masa sólida de la pelota, el asombro intelectual provocado por la capacidad instintiva que lo hacía correr en busca de aquella bola blanca en el preciso instante en que salía del bate y apenas había iniciado su caprichoso recorrido. Aquéllos eran los olores, los colores, las sensaciones, las habilidades de una pertenencia posible a un lugar y a un tiempo que podía recuperar con la simple acción de ver y respirar con deleite un ambiente irrepetible y profundamente incorporado a su experiencia vital, que le resultaba tan cercano como el de las vallas de gallos. La tierra, el sudor, la saliva, el cuero, la madera, el olor verde y dulce de la hierba pisoteada y, más de una vez, el sabor de la sangre, eran sensaciones asumidas y reciamente asimiladas por su memoria y sus sentidos. El Conde respiró tranquilo: algo le pertenecía, con amor y escualidez.

– Pensar que yo pudiera estar allá abajo, ¿no? -dijo Andrés, al que los otros tres, muchas veces, fueron a aplaudir por los estadios de La Habana. En una época había sido el mejor pelotero del Pre y llegar a jugar en la inmensidad de aquel terreno de lujo se convirtió en un sueño común, hasta el día en que Andrés comprobó que sus posibilidades no alcanzaban para completar la hazaña.

– Mira que hacía tiempo que no venía -comentó el Flaco, que ya no era flaco, y acarició los brazos de su silla de ruedas.

– Andrés -intervino entonces el Conejo-, si tú volvieras a nacer, ¿qué serías?

Andrés sonrió. Cuando reía, las arrugas precoces de su cara salían en manifestación tumultuosa.

– Creo que pelotero.

– ¿Y tú, Carlos?

El Flaco miró al Conejo y luego al Conde.

– No sé. Tú serías historiador, pero yo, no sé… Músico a lo mejor, pero de cabaret, de los que tocan mambo y esas cosas.

– Y tú, Conde, ¿serías policía?

El Conde miró a sus tres amigos. Aquella noche eran felices, como las treinta mil personas que en las gradas empezaban a chiflar la entrada de los árbitros al terreno.

– Ni pelotero, ni músico, ni historiador, ni escritor, ni policía: sería ampaya -dijo y sin transición se puso de pie y se volvió hacia el terreno para gritar-: Ampaya, hijoeputa, cuchillero…

El reflejo de la luna atravesaba los cristales de la ventana y dibujaba formas esquivas en la superficie de la cama, que se transformaban grotescamente cuando se alteraba la perspectiva desde la que eran descubiertas. Eran las figuras de la soledad. La almohada parecía ahora un perro acurrucado y casi redondo, con el cuello partido. La sábana, caída hacia el piso, un velo abandonado, como una novia trágica. Encendió la luz y la magia se evaporó: la sábana perdía tragicidad y la almohada recuperó su identidad de simple, vulgar, desconsolada almohada. En la pecera, el pez peleador salió de su letargo de oscuridad y movió las aletas azules como dispuesto a volar: sólo que su vuelo era un círculo interminable alrededor de las fronteras que le imponía el cristal redondo.«Rufino, te voy a conseguir una pescada, pero tienes que quererla como yo», le dijo el Conde y golpeó con la uña el vidrio transparente y el animal adoptó posición de combate.

Загрузка...