5

Sí, aquélla es la barca, concluyó Lily Briscoe, en el extremo del jardín. Era la barca con las velas de color gris rojizo, la que ahora vio enderezarse en el agua, y salir aprisa en medio de la bahía. Ahí está sentado, pensó, y sus hijos siguen callados. Ahí no podía alcanzarlo. Ahora le pesaba el cariño que no le había dado. Hacía difícil poder pintar.

Siempre había pensado que era un hombre difícil. Recordaba que nunca había podido alabarlo estando él presente. Eso hacía que sus relaciones fueran algo indefinido, sin el ingrediente del sexo, ese ingrediente que hacía tan elegantes, casi alegres, las que mantenía con Minta. Cortaba una flor, se la ofrecía, le dejaba libros. Pero ¿de verdad creía que Minta los leía? Los paseaba por el jardín, los llenaba de hojas para señalar por dónde iba.

Mientras miraba al anciano, sentía tentaciones de hacerle la pregunta: «¿Se acuerda, Mr. Carmichael?» Pero había bajado la visera del sombrero sobre la frente: estaba dormido, o estaba soñando, o estaba cazando palabras, pensó.

«¿Lo recuerda?», sintió tentaciones de preguntárselo al pasar junto a él, pensando de nuevo en Mrs. Ramsay en la playa; el barril que subía y bajaba, las páginas que se movían al viento. ¿Por qué había sobrevivido eso tras todos estos años, rotundo, luminoso, visible hasta el más menudo detalle, y, sin embargo, todo oscuro por delante, por detrás, durante millas y más millas?

«¿Es una barca?, ¿un corcho?», decía ella, se repetía para sí Lily, regresando, de mala gana, al lienzo. Loados sean los cielos, al menos le quedaba todavía el problema del espacio, pensaba, mientras cogía de nuevo el pincel. Rutilaba ante ella. Todo el volumen del cuadro gravitaba sobre ese punto. La superficie sería hermosa, deslumbrante, como plumas, evanescente, la mezcla de colores debía ser tan natural como la de las alas de la mariposa; pero bajo la superficie, el tejido debería estar trabado como con barras de hierro. Debería ser algo que pudiera estremecerse con un sencillo soplo; y, a la vez, algo que no pudiera mover ni un tiro de caballos. Comenzó a depositar un rojo, un gris, y comenzó a modelar su rumbo en el hueco. Y a la vez le parecía que estaba sentada junto a Mrs. Ramsay en la playa.

«¿Es una barca?, ¿un barril?», se preguntaba Mrs. Ramsay. Comenzó a buscar las gafas. Se quedó sentada, tras haberlas hallado, callada, mirando la mar. Lily, pintando metódicamente, sintió como si una puerta se hubiera abierto, y alguien entrara, y se quedara contemplando todo en silencio, como en una alta catedral, muy oscura, muy solemne. Había unos gritos que procedían de un mundo remoto. Los vapores se desvanecían bajo el humo en forma de columnas en el horizonte. Charles arrojaba piedras, y las hacía rebotar en el agua.

Mrs. Ramsay estaba sentada, callada. Lily pensaba que estaba contenta por descansar, al fin, sin tener que hablar, no tendría ganas de hablar; por poder alejarse un rato de la extrema oscuridad de las relaciones humanas. ¿Quién sabe lo que somos?, ¿lo que sentimos? ¿Quién sabría decir, incluso en los momentos de intimidad: Esto es el conocimiento? Es que, al decirlas, ¿no se deterioran las cosas?, podría haber preguntado Mrs. Ramsay. (Parecía haber sido tan frecuente, este silencio junto a ella.) ¿Es que no somos más expresivos así? El momento, por decirlo de alguna forma, parecía extraordinariamente fértil. Escarbó un hoyito en la arena, y lo cubrió, como si enterrara la perfección del momento. Era como una gota de plata, en la que mojar el pincel, para que iluminase la oscuridad el pasado.

Lily retrocedió un paso para colocar el lienzo, así, en perspectiva. Extraño camino este de la pintura. Iba una más y más allá, cada vez más lejos, hasta que al final parecía hallarse una en medio de una estrecha tabla, completamente sola, sobre la mar. Al mojar el pincel en el color azul, a la vez, lo hundía en aquel pasado. Ahora Mrs. Ramsay se levantaba, lo recordaba. Era hora de regresar a casa, era la hora del almuerzo. Y todos subieron juntos a casa, desde la playa, ella caminaba detrás de William Bankes, y Minta iba enfrente de ellos, con un agujero en la media. ¡Cómo parecía disfrutar exhibiendo se aquel agujerito sonrosado del talón! ¡Y cómo lo censuraba William Bankes, sin que, según sus recuerdos, hubiera dicho ni una palabra! Para él significaba eso la aniquilación de la feminidad: era la suciedad, el desorden, que los criados no hicieran las camas hasta el mediodía; en fin, todo lo que detestaba. Qué forma tenía de estremecerse y extender la mano como para protegerse de algún objeto desagradable; eso es lo que hacía ahora: extender la mano. Minta caminaba delante, probablemente Paul la esperara, y ambos se dirigirían al jardín.

Los Rayley, pensaba Lily Briscoe, mientras apretaba el tubo del color verde. Atesoraba las impresiones de los Rayley. Sus vidas se le aparecían como en una serie de escenas; una, en la escalera al atardecer. Paul ya había llegado, se había acostado pronto; Minta se retrasaba. Llegaba Minta, con una guirnalda, multicolor, deslumbrante, en tomo a las tres de la madrugada, se quedaba en la escalera. Paul salía en pijama, con un atizador, por si hubieran entrado ladrones. Minta comía un emparedado, en medio de la escalera, junto a una ventana, bajo la luz cadavérica de la madrugada, y en la alfombra había un agujero. Pero ¿qué es lo que decían? Se preguntaba Lily, como si, mirando, pudiera oír. Algo violento. Minta seguía comiendo el emparedado, desafiante, mientras él hablaba. Estaba indignado, decía palabras que dictaban los celos, la insultaba, en un susurro, como para no despertar a los niños, a los dos niños pequeños. Él estaba envejecido, tenía arrugas; ella deslumbraba, parecía no importarle nada. Porque las cosas, aproximadamente tras el primer año de matrimonio, habían comenzado a ir mal, el matrimonio había salido bastante mal.

¡Y esto, pensaba Lily, cogiendo la pintura verde con el pincel, esto de imaginar escenas en las que aparezcan ellos, es lo que decimos que es «conocer» a la gente, «pensar» en ellos, «quererlos»! Ni una sola palabra era cierta; se lo había inventado, pero sólo así podía presumir de conocerlos. Siguió avanzando por el estrecho pasadizo de su pintura, hacia el pasado.

En otra ocasión, Paul había dicho que «jugaba al ajedrez en las cafeterías». También había erigido toda una estructura imaginaria en torno a esa frase. Recordaba cómo, al decirla, lo había imaginado llamando a una criada, y que ésta le decía: «Mrs. Rayley ha salido, señor», y entonces él decidía que tampoco él volvería a casa. Lo veía sentado en un rincón de cualquier lugar lúgubre, donde el humo se pegara a los cojines de terciopelo, y la camarera te conociera, jugando al ajedrez con un hombrecillo que se dedicaba a vender té, y que vivía en Surbiton, y eso era todo lo que Paul sabía de él. Luego iba a casa, y Minta no estaba, y luego estaba la escena de la escalera, cuando iba con el atizador, por si hubiera ladrones (y sin duda para asustarla a ella de paso), y decía aquellas cosas tan amargas, y lo de que le había destrozado la vida. En todo caso, cuando fue a visitarlos en la casita de campo cerca de Rickmansworth, las cosas estaban ya muy mal. Paul la llevó al jardín para que viera los conejos que criaba, y Minta los siguió, cantando, y le pasó el brazo desnudo por los hombros, no fuera a contarle a ella algo.

A Minta la aburran los conejos, pensaba Lily. Pero Minta nunca hacía confidencias. Ella nunca habría contado cosas como la de jugar al ajedrez en cafeterías. Era demasiado reservada, circunspecta. Pero, siguiendo con su historia: ahora estaban atravesando una etapa peligrosa. Había pasado parte del verano anterior en casa de ellos, y el automóvil había tenido una avería, y Minta le pasaba las herramientas. Él se sentó en la carretera para reparar la avería, y la forma en que ella le acercaba las herramientas -profesional, directa, amistosa- demostraba que ahora las cosas estaban bien. Ya no estaban «enamorados», no, él tenía ahora a otra mujer, una mujer seria, con el pelo recogido en una trenza, y con un maletín (Minta la había descrito con gratitud, casi con admiración), que asistía a las reuniones políticas, y que compartía las opiniones de Paul (cada vez se hacían más y más inflexibles) acerca de los impuestos sobre las tierras y sobre la nacionalización. Lejos de romper el matrimonio, esta alianza lo había reforzado. Eran excelentes amigos, evidentemente, como lo demostraba que él estuviera sentado en la carretera, y que ella le acercara las herramientas.

De forma que ésta era la historia de los Rayley, Lily se sonrió. Se imaginaba a sí misma contándoselo a Mrs. Ramsay, que estaría deseosa de saber cómo les había ido a los Rayley. Se habría sentido triunfante, al contarle a Mrs. Ramsay que el matrimonio no había salido bien.

Pero los muertos, pensaba Lily, hallando algún obstáculo en el dibujo que le hizo detenerse y reflexionar, retrocediendo más o menos un paso, ¡ay de los muertos!, murmuró, se apiadaba una de ellos, los dejaba a un lado, incluso podía permitirse una cierto grado de desprecio. Están a nuestra merced. Mrs. Ramsay se ha desvanecido, se ha ido, pensaba. Podemos desatender sus deseos, mejorar sus limitadas ideas, pasadas de moda. Se aleja cada vez más de nosotros. Como burla, le parecía estar viéndola al fondo del pasillo de los años diciendo, eso sí que era incongruente: ¡Cásate, cásate! (sentada, muy erguida, al amanecer, y los pájaros que comenzaban a trinar en el jardín). Habría que decirle: No se ha cumplido ni uno solo de sus deseos. Son felices así, soy feliz así. La vida ha cambiado por completo. Ante eso, todo su ser, incluida su belleza, se convirtió repentinamente en polvo, en algo envejecido. Durante un momento, Lily, allí en pie, con el calor del sol en la espalda, resumiendo la biografía de los Rayley, vencía a Mrs. Ramsay, quien nunca llegó a saber que Paul se iba a las cafeterías, que mantenía una querida; m que Paul se sentaba en el suelo, y Minta le acercaba las herramientas; ni que ella estaba en este lugar pintando, y que no se había casado, ni siquiera con William Bankes.

Mrs. Ramsay lo había planeado todo. Quizá, si hubiera vivido más tiempo, habría logrado lo que se proponía. Ya había sido él aquel verano «el más amable». «El científico más importante de hoy, dice mi marido.» También era «el pobre William…, me siento tan desdichada cuando voy a su casa, cuando veo que no tiene nada bonito, me da tanta pena que nadie le cuide las flores». Los enviaba a pasear juntos, y le decía, con aquel leve y fino toque irónico que hacía que Mrs. Ramsay se le escurriera a una entre los dedos, que ella tenía una mente científica, que le gustaban las flores, que era muy exacta. ¿Qué manía era esta de que todos se casaran? Lily retrocedía o avanzaba ante el caballete.

(De repente, tan de repente como cuando una estrella cruza el cielo, pareció encenderse una luz rojiza en su mente, ocultando a Paul Rayley, saliendo de él. Se elevaba como un fuego que ardiera al modo de una muestra de cualquier rito salvaje que se celebrara en alguna lejana playa. Escuchaba los ruidos y el crepitar. Toda la mar, en muchas millas a la redonda, parecía roja y dorada. Un olor de vino se mezclaba con esto, y la embriagaba, porque ahora sentía de nuevo el deseo irrefrenable de arrojarse por el acantilado, y de ahogarse mientras buscaba un broche perdido en la playa. El ruido y el crepitar la disgustaban y atemorizaban, y quería rechazarlos, como si mientras advirtiera su poder y esplendor, viera también cómo se alimentaban con los tesoros de la casa, con glotonería, de forma repugnante, y ella lo aborrecía. Pero como visión, como gloria, sobrepasaba todo lo que su experiencia conocía, y ardía año tras año, como un fuego que fuera un aviso en una isla desierta al borde de la mar, y una sólo tuviera que decir «enamorada» para que al momento, como sucedía ahora, se elevara de nuevo el fuego de Paul Disminuyó, y se dijo, riéndose: «Los Rayley», y que Paul iba a las cafeterías a jugar al ajedrez.)

Se había escapado por los pelos, pensaba. Se había quedado mirando el mantel, y se le había ocurrido que podía desplazar el árbol hacia el centro, y que no tenía por qué casarse, y se había sentido inmensamente feliz. Había pensado que ahora podía enfrentarse con Mrs. Ramsay: un tributo al inmenso poder que Mrs. Ramsay tenía sobre una. Haz esto, decía, y una lo hacía. Incluso su sombra junto a la ventana, con James, tenía gran autoridad. Recordaba cómo William Bankes se había quedado impresionado por qué poco interés había manifestado por la significación de la estampa de la madre y el hijo. ¿No admiraba esta belleza?, dijo. Pero William, lo recordaba, la había escuchado con sus ojos de niño inteligente, cuando le explicó que no se trataba de una irreverencia: cómo una luz en este lugar exigía que en este otro hubiera una sombra, etcétera. No quería subestimar un asunto sobre el que, estaban de acuerdo, Rafael había trabajado de forma divina. No pretendía ser cínica. Muy al contrario. Gracias a su mentalidad científica, lo comprendió: una prueba desinteresada de comprensión que la había complacido y consolado enormemente. Podía hablar una en serio con un hombre. A decir verdad, esta amistad había sido uno de los placeres de su vida. Amaba a William Bankes.

Fueron a Hampton Court, y siempre le dejaba, como un verdadero caballero, que lo era, todo el tiempo que quisiera para lavarse las manos, mientras él se paseaba a la orilla del río. Esto era característico de sus relaciones. Había muchas cosas que no decían. Luego paseaban por los patios, y admiraban, un verano tras otro, las hermosas dimensiones del edificio, y las flores, y él le contaba cosas, sobre la perspectiva, sobre la arquitectura, mientras caminaban; y se detenía él para contemplar un árbol, o la vista del lago, y a admirar a una niña (era su gran pena: no tener una hija) de forma vaga y distante, la propia de un hombre que se pasaba muchas horas en el laboratorio, y que, cuando salía, el mundo parecía aturdirlo, de forma que caminaban lentamente, levantaba la mano para hacer una visera, y hacía una pausa, con la cabeza hacia atrás, sencillamente para respirar. Y entonces le contaba que la mujer que lo atendía estaba de vacaciones, que tenía que comprar una alfombra nueva para la escalera. Quizá no le importaría acompañarlo a comprar una alfombra para la escalera. En una ocasión algo lo indujo a hablar de los Ramsay, y le contó que cuando vio a Mrs. Ramsay por primera vez llevaba un sombrero gris, no tendría más de diecinueve o veinte años. Era asombrosamente hermosa. Se quedó allí contemplando la alameda de Hampton Court, como si todavía pudiera verla entre los surtidores.

Ahora se quedó mirando el peldaño del salón. Veía, a través de los ojos de William, la sombra de una mujer, tranquila, callada, que miraba hacia abajo. Allí estaba sentada, meditando, reflexionando (iba de gris aquel día, pensaba Lily). Miraba hacia abajo. Nunca levantaba la mirada. Sí, pensaba Lily, mirando con atención, debo de haberla visto mirar así, pero no iba de gris, ni estaba tan tranquila, ni era tan joven, ni había tanta paz. La imagen aparecía con facilidad. Era asombrosamente hermosa, había dicho William. Pero la belleza no lo es todo. La belleza tenía sus inconvenientes: venía con demasiada facilidad, venía de forma demasiado completa. Detenía la vida: la congelaba. Deliberadamente olvidaba una las inquietudes menores: el sofoco, la palidez, alguna rara distorsión, alguna luz o alguna sombra, todo ello hacía la cara irreconocible durante unos instantes, sin embargo añadía algún rasgo que luego una siempre recordaba. Era más sencillo disimular todo, sin prestar demasiada atención a los detalles, bajo el manto de la belleza. Pero ¿qué aspecto tenía, se preguntaba Lily, cuando se ponía el sombrerito de caza, y cruzaba el jardín corriendo, o reñía a Kennedy, el jardinero? ¿Quién podría describirla? ¿Quién podría ayudarla?

En contra de su voluntad, tuvo que subir a la superficie, y se halló casi fuera de la pintura, mirando a Mr. Carmichael, un poco aturdida, como si las cosas fueran irreales. Estaba en la silla con las manos cruzadas sobre la panza, no leyendo, ni durmiendo, sino tomando el sol como una criatura ahíta de existencia. El libro había caído sobre la hierba.

Quería ir a donde él, y gritarle: «¡Mr. Carmichael!» Entonces él levantaría la mirada benévolo, con aquellos ojos verdes, distraídos y velados como por humo. Pero sólo se despierta a alguien cuando se sabe qué decirle. Ella no quería decir algo, quería decir todo. Esas palabras de nada que rompen el pensamiento y lo desmembran no dicen nada. «Sobre la vida, sobre la muerte; sobre Mrs. Ramsay.» No, pensaba, no puede decirse nada a nadie. La urgencia del momento era la equivocación. Las palabras, atravesadas, se acercaban cimbrando, y se quedaban siempre unas pulgadas por debajo del blanco. Entonces tenía que dejarlo, y volvía a olvidar la idea; y entonces una se volvía como todos los de edad madura: cauta, furtiva, poniendo ceño, siempre con miedos. Porque, ¿cómo pueden expresar las palabras las emociones del cuerpo?, ¿cómo expresar su vacío? (Miraba hacia los escalones del salón, parecían estar extraordinariamente vacíos.) Era la sensación del cuerpo de una, no de la mente. Las sensaciones físicas que acompañaban el vacío de los peldaños se habían convertido de repente en algo muy desagradable. El querer y no tener volvía rígido el cuerpo, lo vaciaba, lo sometía a tensiones. Porque querer y no tener -querer, querer-, ¡cómo le partía el corazón! ¡Ay, Mrs. Ramsay!, gritaba sin palabras a aquella presencia que se sentaba junto a la barca, a aquella abstracción que era ella, la mujer de gris, como si fuera a insultarla por haberse ido, y, tras haberse ido, regresara. Siempre le había parecido que esto de pensar en ella era algo sencillo. Fantasma, aire, nada, algo con lo que podías jugar fácilmente, sin problemas, a cualquier hora del día o de la noche, eso es lo que había sido; y de repente extendía la mano, y te partía el corazón. De repente los vacíos peldaños del salón, el bordado del sillón en el interior, el cachorro que daba traspiés en la terraza, todas las ondas y rumores del jardín se convertían en curvas y arabescos que florecían en torno al centro de un vacío absoluto.

«¿Qué significa esto? ¿Cómo lo explica?», eso quería preguntar, y de nuevo se volvió hacia Mr. Carmichael. Porque todo el mundo parecía haberse disuelto en esta hora del amanecer en un charco de pensamiento, en un profundo cuenco de la realidad, y casi podía una fantasear con la idea de que si Mr. Carmichael hubiera hablado, una lagrimita habría desgarrado la superficie del charco. ¿Y luego? Algo subiría a la superficie. Aparecería una mano, destellaría la hoja de un cuchillo. Era un disparate, por supuesto.

Le vino a la mente la curiosa idea de que, después de todo, quizá él sí que hubiera oído lo que ella no sabía decir. Era un anciano misterioso, con sus hebras rubias en la barba, con su poesía, con sus rompecabezas, serenamente surcando un mundo que había satisfecho todos sus deseos; ella pensaba que no tenía nada más que extender la mano hacia el jardín para asir cualquier cosa que necesitara. Miró el cuadro. Tal vez hubiera sido ésta su respuesta: cómo «tú» y «yo» y «ella» pasan y se desvanecen, nada permanece, todo cambia; pero no cambian las palabras, ni la pintura. Seguro que lo colgarán en algún ático, pensaba; lo enrollarán y lo guardarán tras algún sofá; no dejará de ser verdad, sin embargo, aunque la pintura sea ésta. Podría una decir, incluso de este trazo, aunque acaso no del cuadro, lo que valía era el empeño, que «permanecería para siempre»; iba a decir eso, o, como las palabras dichas le parecían incluso a ella misma demasiado pretenciosas, a insinuarlo, sin palabras, cuando, al mirar el cuadro, se quedó sorprendida al darse cuenta de que no lo veía. Tenía los ojos llenos de ese líquido caliente (no se le ocurrió pensar en las lágrimas al principio) que, sin perturbar la firmeza de sus labios, hacía que el aire fuera más denso, se deslizaba por sus mejillas. No había perdido los nervios, ¡claro que no!, de ninguna forma. Entonces, ¿lloraba por Mrs. Ramsay sin ser consciente de ninguna desdicha? Se dirigió una vez más al viejo Mr. Carmichael. ¿De qué se trataba? ¿Qué quería decir? ¿Es que las cosas podían alargar una mano y asirla a una?, ¿la hoja podía cortar?; ¿la mano, asir?, ¿no había seguridad?, ¿no había forma de aprenderse de memoria los hábitos del mundo?, ¿no había guía, ni refugio, sino que todo era milagro, y saltar desde lo alto de una torre al vacío?, ¿pudiera ser que, incluso para los ancianos, fuera esto la vida?: ¿sorprendente, inesperada, desconocida? Por un momento pensó en que si ambos, aquí, ahora, en este jardín, exigieran una explicación, que por qué era tan breve, tan inexplicable, y lo dijeran con violencia, como hablarían dos seres humanos plenamente desarrollados a quienes no se pudiera ocultar nada, entonces, la belleza aparecería al momento; el espacio se poblaría; los vacíos arabescos compondrían una forma concreta; si gritaran con suficiente energía, Mrs. Ramsay regresaría. «¡Mrs. Ramsay!», dijo en voz alta, «¡Mrs. Ramsay!». Las lágrimas rodaban por su cara.

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