01 El señor conejo visita Barcelona

En los servicios de inteligencia de la Alianza Indoeuropea había un puñado de superburócratas, gente como Günberk Braun, de la CIEU. Por fortuna, el público en general desconocía sus identidades o no eran para él más que un amasijo de contradicciones. Los superburócratas tenían a sus propios héroes. En particular, cuando alguien como Günberk Braun se enfrentaba a problemas desesperados, tenía un lugar al que acudir en busca de ayuda. Había un departamento en la Agencia de Inteligencia Exterior de la India que no aparecía en los organigramas de la AIE y cuyo propósito permanecía felizmente indefinido. Básicamente, se dedicaba a lo que su jefe creyese que debía dedicarse. El jefe era un ciudadano indio conocido por los pocos que lo conocían mínimamente como Alfred Vaz.

Braun comunicó a Vaz su aterrador descubrimiento. Al principio, el viejo quedó tan conmocionado como el propio Braun. Pero Vaz era un experto solucionador.

—Si se dispone de los recursos humanos adecuados, puede resolverse casi cualquier problema —dijo—. Dame unos días. Veamos qué puedo averiguar.


En el centro de Barcelona, tres días después.

El conejo saltó a la silla de mimbre y de ahí al centro de la mesa, entre tazas de té y condimentos. Se llevó la mano al sombrero de copa en un saludo, primero a Alfred Vaz y luego a Günberk Braun y Keiko Mitsurí.

—¡Tengo una proposición que hacerles! —dijo. Desnudo, era un ejemplar de conejo común.

Alfred alargó la mano y la pasó a través de la imagen, simplemente para remarcar su propia solidez.

—Somos nosotros los que tenemos una propuesta.

Ajá. —El conejo plantó el trasero en la mesa y sacó un diminuto servicio de té de detrás de la sal y la pimienta. Se sirvió una gota o dos, lo suficiente para llenar la taza, y tomó un sorbo—. Soy todo oídos. —Meneó las grandes orejas para dar énfasis a sus palabras.

Desde el otro lado de la mesa, Günberk Braun miraba con detenimiento la criatura. Braun era tan efímero como el conejo, pero proyectaba una seriedad que cuadraba bastante con su personalidad real. A Alfred le pareció detectar una mezcla de decepción y sorpresa en la expresión del hombre más joven. Al cabo de un momento, Günberk le envió un mensaje silencioso.

Braun —› Mitsuri, Vaz: ‹ms› ¿Esto es lo mejor que has podido reclutar, Alfred?‹/ms›

Alfred no respondió directamente. Se volvió hacia la criatura sentada en la mesa.

—Bienvenido a Barcelona, señor Conejo —dijo. Señaló las torres de la Sagrada Familia, que se alzaban al otro lado de la calle. La catedral tenía mejor aspecto sin tratamientos virtuales; al fin y al cabo, la arquitectura de Gaudí era más caprichosa que la imaginación de los revisionistas modernos—. ¿Sabe por qué escogí este lugar para nuestro encuentro?

Conejo tomó un sorbo de té. Su mirada se desplazó de una forma muy inapropiada para un conejo. Miró a la multitud ruidosa que pasaba junto a las mesas, examinando los trajes y las formas corporales de turistas y vecinos.

—Ah, ¿se debe a que Barcelona es lugar para lo hermoso y lo estrafalario, una de las pocas grandes ciudades del siglo XX cuyo encanto sobrevive en el mundo moderno? ¿Podría ser que, además, ustedes y sus familias den paseos sensotáctiles por el Parc Güell a costa de sus dietas? —Miró a Braun y a Keiko Mitsuri. Mitsuri iba lisa y llanamente enmascarada. Tenía un poco el aspecto de un desnudo de Marcel Duchamp construido a partir de un conjunto móvil de planos cristalinos.

Conejo se encogió de hombros—. Pero, claro está, es posible que se encuentren a dos mil kilómetros de distancia.

Keiko rio.

—Oh, no sea tan indeciso —dijo, hablando con una sintaxis y un acento completamente sintéticos— o Estoy muy contenta de estar en el Parc Güell, sintiendo la realidad con mis manos reales.

Mitsuri —› Braun, Vaz: ‹ms› De hecho, estoy en mi despacho, admirando la luz de la luna sobre la bahía de Tokio.‹/ms›

Conejo siguió hablando, sin enterarse del intercambio de mensajes silenciosos:

—Da igual. En cualquier caso, la verdadera razón para que nos hayamos reunido aquí es que Barcelona posee las conexiones más directas con sus puntos de origen y la seguridad más moderna para ocultar lo que digamos. Mejor todavía, tiene leyes que prohíben que la policía o la gente fisgonee… A menos, claro está, que pertenezcan ustedes a la Comisión de Inteligencia de la UE.

Mitsuri —› Braun, Vaz: ‹ms› Bien, una suposición correcta en un tercio. ‹/ms›

Braun —› Mitsuri, Vaz: ‹ms› El mismo señor Conejo está llamando desde bastante lejos.‹/ms›

En el aire, sobre la cabeza de la criaturita, apareció una estimación en tiempo real de la UE: había un setenta y cinco por ciento de probabilidades de que la identidad que se escondía detrás de la imagen de Conejo estuviese en Norteamérica.

Alfred se inclinó hacia el animalito y sonrió. Como agente presente físicamente, Vaz tenía sus limitaciones… pero también algunas ventajas.

—No, no somos de la policía secreta. Y sí, queríamos una comunicación segura un poco más personal que los mensajes de texto. —Se tocó el pecho—. En particular, puede ver que estoy físicamente aquí. Eso da más confianza.

Y debería darte toda clase de pistas sin ningún valor, pensó. Luego llamó al camarero, pidió una copa de Rioja y volvió a prestar atención a la criatura sentada sobre el mantel.

—En los últimos meses, se ha jactado usted de muchas cosas, señor Conejo. Hoy en día, otros se jactan de lo mismo, pero usted tiene certificados difíciles de obtener. Muchas personas de intachable reputación dan fe de sus habilidades.

Conejo se acicaló. Era un conejo muy amanerado, poco convincente. El realismo físico no era una de sus mayores prioridades.

—Claro que me recomiendan. Tenga el problema que tenga, sea político, militar, científico, artístico o amoroso… acepte mis condiciones y le ofreceré resultados.

Mitsuri —› Braun, Vaz: ‹ms› Adelante, Alfred.‹/ms›

Braun —› Mitsuri, Vaz: ‹ms› Sí, la versión mínima, claro está. Nada más hasta que no veamos resultados que no podemos lograr por nuestra cuenta.‹/ms›

Alfred fingió asentir para sí mismo.

—Nuestro problema no tiene ninguna relación con la política o la guerra, señor Conejo. Sólo es una cuestión científica.

Conejo movió las orejas.

—¿Y? No tienen más que enviar lo que necesiten a los foros de respuestas. Pueden obtener resultados casi tan buenos como los míos, casi igual de rápido. Y seguro que mil veces más barato.

Llegó el vino. Vaz hizo como que olisqueaba el bouquet. Miró al otro lado de la calle. La puja por las visitas turísticas físicas del día a la Sagrada Familia se había cerrado, pero cerca de la puerta de la catedral había una cola de gente esperando que alguien fallase. Era una prueba más de que las cosas más importantes eran las que se podían tocar. Volvió a mirar al conejo gris.

—Tenemos necesidades fundamentales que no se pueden satisfacer preguntando a algunos miles de analistas. Nuestras preguntas requieren, eh, experimentación. Algunos de los experimentos ya se han realizado. Quedan muchos pendientes. En conjunto, nuestro proyecto es tan extenso como sería un programa gubernamental intensivo de investigación.

Conejo sonrió, mostrando sus incisivos de marfil.

Je. ¿Un gubernamental intensivo de investigación? Eso son tonterías del siglo XX. Las necesidades del mercado siempre son mucho más efectivas. Basta con engañar al mercado para que coopere.

—Quizá. Pero lo que queremos es… —Y una mierda, incluso la historia falsa era increíble—. Lo que queremos es, eh, autoridad administrativa sobre un gran laboratorio de física.

Conejo quedó congelado y, por un instante, pareció un herbívoro real, uno que de pronto se hubiese quedado paralizado frente a los faros de un coche.

—¿Oh? ¿Qué tipo de laboratorio de física?

—De ciencias de la vida globalmente integradas.

—Bien, bien, bien. —Conejo se sentó, en comunión consigo mismo… con suerte. Inteligencia de la UE calculaba que había un sesenta y cinco por ciento de probabilidades de que Conejo no estuviese compartiendo la imagen global con nadie más, y el noventa y cinco por ciento de que no trabajase para China o EE.UU. La propia organización de Alfred en India era todavía más confiada en sus cálculos.

Conejo dejó la taza de té.

—Estoy intrigado. Así que no estamos hablando de un trabajo de obtención de información. Realmente quieren subvertir una instalación importante.

—Sólo durante un breve periodo de tiempo —dijo Günberk.

—Lo que sea. Hablan con el tipo adecuado. —Agitó la naricita—. Estoy seguro de que ya conocen las posibilidades. En Europa hay unas cuantas grandes instituciones, pero ninguna totalmente integrada… y por ahora siguen por detrás de sitios de China o EE.UU.

Vaz no asintió, pero Conejo tenía razón. Había brillantes investigadores en todo el mundo, pero sólo unos cuantos laboratorios con grandes cantidades de datos. En el siglo XX, la superioridad tecnológica de los grandes laboratorios podía durar treinta años. Hoy en día las cosas cambiaban con más rapidez, pero Europa andaba un poco rezagada. El complejo Bhopal en la India estaba más integrado, pero iba por detrás en micro automatización. Podían pasar varios años antes de que China y EE.UU. perdiesen la ventaja que llevaban.

Conejo reía para sí.

—Je, je. Por tanto, tienen que ser los laboratorios de Wuhan o los del sur de California. Claro está, podría hacer el milagro con cualquiera de los dos. —Lo que era mentira o, en caso contrario, la gente de Alfred se había equivocado por completo en su valoración de aquel buen amigo peludo.

Keiko dijo:

—Preferimos el complejo biotecnológico de San Diego, California.

Alfred tenía a punto una explicación perfecta:

—Llevamos varios meses estudiando los laboratorios de San Diego. Sabemos que disponen de los recursos adecuados. —Es más, las terribles sospechas de Günberk Braun se centraban en San Diego.

—¿Qué planean hacer?

Günberk le sonrió sin ganas.

—Vayamos por pasos, señor Conejo. El primer paso: treinta días de plazo. Nos gustaría que nos aportara un análisis acerca de la seguridad de los laboratorios de San Diego. Lo que es más importante, precisamos pruebas fidedignas de que puede disponer de un equipo de personas de la zona capaz de realizar actos físicos en las inmediaciones de esos laboratorios y dentro de ellos.

—Bien, saltaré al asunto de inmediato. —Conejo hizo un gesto de exasperación—. Es evidente que buscan a un peón del que puedan deshacerse, alguien que aísle la operación de los americanos. Vale. Yo puedo serlo. Pero una advertencia: salgo muy caro y estaré aquí para cobrar.

Keiko rio.

—No hace falta que se ponga melodramático, señor Conejo. Conocemos sus famosas habilidades.

—¡Cierto! Pero todavía no creen en ellas. Ahora me iré, husmearé por los alrededores de San Diego y volveremos a hablar dentro de un par de semanas. Para entonces tendré algo que enseñarles y, lo más importante, haré que mi tremenda imaginación especifique un primer pago para ese plan por etapas que el señor No-Soy-Tan-Alemán-Como-Parezco ha propuesto. —Hizo una reverencia a Günberk.

Mitsuri y Braun estaban perplejos, sin decir nada, así que fue Alfred quien prosiguió con la conversación.

—Hablaremos entonces. Por favor, recuerde que por ahora sólo queremos un informe: saber a quiénes podríamos reclutar y cómo usarlos.

Conejo se tocó la nariz.

—Seré una tumba. Siempre sé mucho más de lo que dejo entrever. Pero, en serio, ustedes tres deberían mejorar su interpretación. El señor Tan-Alemán no es más que un estereotipo pasado de moda. Y usted, señora, la obra de arte impresionista no reveía nada y lo revela todo. ¿Quién podría tener un especial interés por los laboratorios biológicos de San Diego? ¿Quién? Y en cuanto a usted… —Conejo miró a Vaz—. Oculta usted un buen acento colombiano.

La criatura rio y saltó de la mesa.

—Hablaremos pronto.

Alfred se recostó y observó cómo la criatura gris esquivaba las piernas de los transeúntes. Debía de tener un permiso de carnaval, porque era evidente que los demás la veían. No se desvaneció en un puf. Conejo siguió siendo visible hasta veinte metros más allá por la calle Sardenya, donde dobló por un callejón y desapareció naturalmente.

Los tres agentes continuaron sentados, aparentemente compartiendo un silencio de compañerismo, Günberk inclinado sobre su vino virtual, Vaz bebiendo su Rioja de verdad y admirando los gigantes que preparaban para el desfile de la tarde. Los tres se camuflaban bien entre el caos turístico habitual de la zona de la Sagrada Familia… sólo que la mayoría de los turistas que pagaban por sentarse en un café de la calle Sardenya tenían más de un tercio de presencia física.

—Se ha ido de veras —dijo Günberk, innecesariamente; todos veían el análisis de señal de la UE. Pasaron unos segundos más. Las agencias de Inteligencia de Japón y la India también informaron: la identidad de Conejo seguía siendo desconocida.

—Bien, eso ya es algo —dijo Keiko—. Se ha ido limpiamente. Quizá sirve de disyuntor.

Günberk se encogió de hombros, cansado.

—Quizá. Vaya un tonto desagradable. Los aires de novedoso que se da tienen un siglo de antigüedad y se renuevan con cada cambio tecnológico. Apuesto a que tiene catorce años y ansia desesperadamente impresionar a alguien. —Miró a Vaz—. ¿Es lo mejor que has podido encontrar, Vaz?

—Su reputación es auténtica, Günberk. Ha llevado proyectos casi tan complejos como el que estamos considerando.

—Fueron proyectos de investigación. Quizá sea un buen… ¿cómo se dice? Un «tejedor de genios». Nosotros queremos algo más operativo.

—Bueno, ha pillado las pistas que le habíamos dejado. —El acento de Alfred y las pruebas de red que habían plantado sobre el origen de Keiko.

Ach ja —dijo Günberk. Una sonrisa le iluminó el rostro—. ¡Es un poco humillante que me acusen de sobreactuar cuando me limito a ser yo mismo! Sí, ahora el señor Conejo cree que somos traficantes de drogas de Suramérica.

La neblina de cristales cambiantes que era la imagen de Keiko pareció sonreír.

—En cierto modo, eso resulta más verosímil que lo que somos en realidad. —Los herederos de las guerras de la droga del pasado llevaban una década en declive; el «éxtasis y mejora» estaba tan extendido que la competencia había logrado lo que la ley no consiguió. Pero los señores de la droga seguían siendo más ricos de lo que algunos pequeños países podían soñar ser. Los que se refugiaban en estados fracasados tal vez estuviesen tan locos como para intentar llevar a cabo la operación que ellos tres habían dado a entender que tenían intención de acometer.

Günberk dijo:

—Conejo es manejable, cierto. ¿Competente en lo que necesitamos? Eso es mucho menos probable.

—¿Te nos estás echando atrás, Günberk? —Era la verdadera voz de Keiko. El tono era desenfadado, pero Alfred sabía que recelaba bastante.

—Tengo mis reservas —dijo Günberk. Se rebulló un momento—. Mirad, el terror de la sorpresa técnica es la mayor amenaza a la supervivencia de la especie humana. Las Grandes Potencias, nosotros, China y EE.UU., llevamos muchos años en paz más que nada porque tenemos en cuenta ese peligro y mantenemos a raya al resto del mundo. Y ahora descubrimos que los americanos…

Keiko le interrumpió:

—No sabemos si son los americanos, Günberk. Los laboratorios de San Diego investigan para todo el mundo.

—Así es. Y hace una semana tenía tus mismas dudas. Pero ahora… piensa: la prueba del arma fue una obra maestra del ocultamiento. Fuimos increíblemente afortunados al detectarla. Fue fruto de la paciencia, algo muy profesional, sólo al alcance de una Gran Potencia. Las Grandes Potencias poseen su propia inercia y su cautela burocrática. Las pruebas de campo deben realizarse necesariamente en el exterior, pero desarrollan sus armas en laboratorios controlados.

Keiko emitió un sonido de campanillas lejanas.

—Pero, ¿por qué una Gran Potencia iba a planear dispersar una epidemia? ¿Qué beneficio sacaría de ello?

Günberk asintió.

—Sí, semejante desastre tendría sentido para una secta, pero no para una superpotencia. Al principio, me parecía una pesadilla sin lógica. Pero mis analistas lo han repasado una y otra vez. Han llegado a la conclusión de que el «síndrome del guirlache» no fue un simple sustitutivo de otra enfermedad letal. Al contrario, era una característica esencial de la prueba. El enemigo apunta a algo mucho más importante que un ataque biológico repentino. El enemigo está cerca de tener una tecnología TQC efectiva.

Keiko guardó un silencio absoluto; incluso los cristales se aquietaron. TQC. En la jerga de la ciencia ficción del cambio de siglo: Tienes —Que-Creerme. Es decir, control mental. Formas débiles de TQC social habían impulsado toda la historia humana. La posibilidad de hallar una forma de persuasión irresistible era tema de estudio desde hacía más de un siglo y, desde hacía treinta años, una posibilidad tecnológica verosímil. Desde hacía diez, algunas versiones se habían demostrado eficaces en condiciones de laboratorio bien controladas.

Los cristales se movieron; Alfred sabía que Keiko le miraba.

—¿Puede ser cierto, Alfred?

—Sí, me temo que sí. Mi gente ha repasado el informe. La suerte de Günberk fue extraordinaria, ya que se trataba de una prueba simultánea de dos innovaciones radicales. La compulsión por el guirlache fue mucho más precisa de lo necesario para probar la activación remota de una enfermedad. Los causantes sabían bien lo que pretendían… tened en cuenta la tapadera del anuncio de guirlaches. Mis analistas creen que en apenas un año el enemigo será capaz de ejercer un control semántico de alto nivel.

Keiko suspiró.

—Maldita sea. Llevo toda la vida luchando contra sectas. Creía que las grandes naciones estaban más allá de las peores maldades… pero esto… esto demostraría que estoy equivocada.

Günberk asintió.

—Si tenemos razón sobre esos laboratorios y no logramos… lidiar adecuadamente con ellos, esto podría ser el fin de la historia. Podría ser el final de la lucha del bien contra el mal. —Se rebulló y volvió a centrarse en las cuestiones prácticas—. Sin embargo, nos vemos obligados a trabajar con esa maldita persona-conejo.

Alfred habló con tranquilidad.

—He examinado los logros de Conejo, Günberk. Creo que puede hacer lo que necesitamos. De una forma u otra. Nos conseguirá la información interna o creará el caos suficiente, que no podrán atribuirnos, de forma que cualquier mala intención quedará al descubierto. Si lo peor es cierto, tendremos pruebas. China e incluso los grupos inocentes de Estados Unidos podrán usarlas para acabar con el proyecto.

—Los ataques de supresión en el territorio de una Gran Potencia eran poco habituales, pero había precedentes.

Los tres guardaron silencio un momento y los sonidos del festival de la tarde envolvieron a Vaz. Habían pasado tantos años desde su última visita a Barcelona… Finalmente, Günberk asintió a regañadientes.

—Recomendaré a mis superiores que sigamos adelante.

Al otro lado de la mesa, la imagen prismática de Keiko rieló y repicó. Mitsuri era socióloga. Sus equipos de análisis se dedicaban fundamentalmente a la psicología y las instituciones, mientras que los que trabajaban para Alfred o Günberk se dedicaban a muchas más cosas. Pero quizás a ella se le ocurriese una alternativa que se les hubiese escapado a ambos. Habló al fin:

—Hay muchas personas decentes en la inteligencia estadounidense. No me gusta actuar a sus espaldas. Y, sin embargo, estamos en una situación atípica. Tengo permiso para seguir con el Plan Conejo… —Una pausa—. Con una condición. Günberk teme que hayamos errado contratando a un incompetente. Alfred conoce mejor a Conejo y cree que tiene el talento justo. Pero, ¿y si los dos os equivocáis?

Günberk dio un respingo.

—¡Demonios! —dijo.

Alfred supuso que estaban intercambiando breves mensajes silenciosos.

Los prismas parecieron asentir.

—Sí. ¿Y si Conejo resulta ser mucho más competente de lo que creemos? En ese caso improbable, Conejo podría apoderarse de la operación o incluso aliarse con nuestro enemigo hipotético. Si seguimos con esto, debemos desarrollar planes de aborto y destrucción para ir un paso por delante de Conejo. Si se convierte en una amenaza mayor, tenemos que estar preparados para hablar con los americanos. ¿De acuerdo?

Ja.

—Por supuesto.

Keiko y Günberk se quedaron unos minutos más, pero una mesa de una cafetería real en la calle Sardenya en medio de un festival no era el lugar adecuado para turistas virtuales. El camarero preguntaba a cada momento si Alfred quería algo más. Pagaban el alquiler de tres, pero había multitud de personas de carne y hueso esperando para ocupar la primera mesa disponible.

Así que la japonesa y el europeo acabaron por marcharse. Günberk tenía que atar muchos cabos sueltos. Era preciso cerrar la investigación del ECDC sin llamar la atención. Había que sembrar varías capas de desinformación, ocultarlo todo a los enemigos y a los aficionados a la seguridad. Mientras, en Tokio, Keiko pasaría despierta el resto de la noche elucubrando sobre las trampas de Conejo.

Vaz se quedó para terminarse la copa. Fue asombroso lo rápido que se llenó su mesa. Una familia de turistas del norte de África la ocupó de inmediato. Alfred estaba acostumbrado a que los artefactos virtuales cambiasen en el espacio de un parpadeo, pero, si había dinero de por medio, un restaurador ingenioso era capaz de ejecutar un truco igualmente efectivo con la realidad física.

De toda Europa, Barcelona era la ciudad que Alfred más adoraba. Conejo tenía razón sobre ella. Pero ¿tenía tiempo para hacer turismo? Sí. Consideraría aquéllas sus vacaciones anuales. Alfred se puso en pie, saludó a los comensales, dejó el importe de la cuenta y una propina. En la calle, la multitud era cada vez más densa y los acróbatas con zancos bailaban entre los turistas. No veía la entrada a la Sagrada Familia, pero según la información turística la siguiente visita guiada no empezaría hasta al cabo de noventa minutos.

¿Dónde pasar el rato? ¡Ah! En Montjuic. Dobló la esquina de un paseo, al otro extremo del cual había mucha menos gente… y un auto turístico acababa de llegar. Alfred se acomodó en la cabina para un único pasajero y dejó que su mente divagase. La fortaleza de Montjuic no era la más impresionante de Europa, pero hacía tiempo que no la visitaba. Como otras de la misma época, era el recuerdo de un pasado en el que todavía faltaban décadas para la revolución en tecnología de la destrucción y no era posible cometer asesinatos en masa simplemente pulsando un botón.

El auto se alejó de las manzanas octogonales de Barcelona y subió rápidamente la colina aferrado al asa del funicular que remontaba la ladera. No existían las tediosas carreteras secundarías para ese medio de transporte. Tras él, la ciudad se extendía a lo largo de kilómetros. Y delante, cuando llegó a la cima de la colina, vio el Mediterráneo azul, neblinoso y pacífico.

Alfred se apeó y el diminuto auto dio la vuelta a la rotonda camino de la terminal del funicular, desde donde llevaría a su próximo cliente en un vuelo sobre el puerto.

Estaba justo en el punto que había solicitado en el menú turístico, allí donde los cañones del siglo XX se asomaban desde las almenas. A pesar de que aquellos cañones no se habían usado nunca, eran de verdad. Pagando, podías tocarlos y caminar a su alrededor. Después de la puesta de sol, se representaría una batalla.

Vaz se acercó al muro de piedra para mirar. Si bloqueaba todas las fantasías turísticas, veía el puerto mercante, casi doscientos metros más abajo y a un kilómetro de distancia. Miles de contenedores de carga eran movidos de acá para allá incesantemente. Si hacía uso de sus poderes gubernamentales, veía el flujo de carga, incluso los certificados de seguridad —validados mediante una combinación de seguridad física y criptográfica—, que probaban que ninguna de las cajas de diez metros contenía una bomba nuclear, una epidemia o una bomba de radiación común. El sistema era muy bueno, el mismo que se usaba para cargas pesadas en cualquier lugar del mundo civilizado. Era el resultado de décadas de miedo, de cambios de actitud acerca de la intimidad y la libertad, de avances tecnológicos. La seguridad moderna era efectiva prácticamente siempre. Hacía más de cinco años que no se perdía una ciudad. El mundo civilizado crecía y el reino de la anarquía y la pobreza se reducía. Muchos creían que el mundo se estaba convirtiendo en un lugar más seguro.

Keiko y Günberk —y Alfred, claro— sabían que ese optimismo era completamente infundado.

Alfred miró más allá del puerto, hacia las torres. No estaban allí la última vez que había visitado Barcelona. El mundo civilizado era más rico de lo que hubiese soñado en su juventud. En las décadas de los ochenta y los noventa del siglo XX, los gobernantes de los Estados modernos habían comprendido que el éxito no dependía de tener el ejército más grande o los mejores precios o los recursos naturales… ni siquiera la industria más avanzada. En el mundo moderno, el éxito dependía de tener la mayor cantidad de población educada y conseguir además que esos cientos de millones de personas creativas tuvieran la sensación de libertad.

Pero esa utopía no era más que la carrera de una Reina Roja enfrentada a la extinción.

En el siglo XX, sólo un par de naciones tenían el poder de destruir el mundo. La especie humana había sobrevivido por pura suerte. A principios del siglo XXI decenas de países podían destruir la civilización. Pero para entonces, las Grandes Potencias ya tenían más sentido común. Ninguna nación estaba tan loca como para volar el mundo… y las pocas excepciones bárbaras fueron combatidas, empleando métodos que hacían que de noche pareciera de día cuando hizo falta. En la segunda década del siglo, la tecnología para la aniquilación masiva estaba al alcance de grupos nacionalistas y racistas. Por una serie de milagros afortunados —algunos orquestados por Alfred en persona— las quejas legítimas de los oponentes fueron debidamente resueltas.

En el presente, la tecnología de Gran Terror era tan barata que las sectas y las pequeñas bandas de delincuentes podían adquirirla. Keiko Mitsuri era la gran experta en esa cuestión. A pesar de que su trabajo quedaba oculto por tapaderas y mentiras, Keiko había salvado a millones de personas.

La carrera de la Reina Roja continuaba. En su inocencia, la maravillosa creatividad de la humanidad seguía generando consecuencias inesperadas. Había docenas de líneas de investigación que podían llegar a poner armas de destrucción masiva en manos de cualquiera que se hubiese levantado con mal pie.

Alfred pagó con un gesto de la mano y se acercó al cañón más próximo. Se apoyó en el metal cálido, mirando la neblina azul del Mediterráneo e imaginando una época menos complicada.

Pobre Günberk. Lo había entendido todo completamente al revés. Una TQC eficaz no sería el fin. En las manos adecuadas, la tecnología TQC resolvería la paradoja moderna: se aprovecharía la creatividad humana sin destruir el mundo para hacerlo. Más aún, era la única esperanza de que la humanidad sobreviviera al siglo XXI. Y en San Diego estoy tan cerca del éxito. Tres años antes había insinuado el proyecto a los laboratorios biológicos. El gran avance se había producido hacía menos de uno. Su prueba durante el partido de fútbol había demostrado la eficacia del sistema de dispersión. Al cabo de un año más o menos habría desarrollado controles semánticos de alto nivel. Con eso podría controlar por completo a los más cercanos a él y, lo más importante, sería capaz de contagiar la nueva infección a poblaciones enteras y de organizar unas cuantas videotransmisiones de alcance universal. Luego tendría el control. Por primera vez habría un adulto supervisando el mundo.

Ése era el plan, pero un golpe de increíble mala suerte lo hacía peligrar. Debería ver el lado positivo del asunto; ¡Günberk ha recurrido a mí par a resolver el problema! Alfred había invertido mucho esfuerzo en encontrar al «señor Conejo». Estaba claro que el tipo no tenía experiencia y que era el idiota pagado de sí mismo que creía Günberk. Los éxitos de Conejo eran apenas lo suficientemente destacados para considerarlo aceptable. Podían controlar a Conejo. Yo puedo controlar a Conejo. Desde dentro de los laboratorios, Alfred daría a Conejo la información falsa adecuada. Al final, ni Conejo ni los colegas de Alfred en la Alianza Indoeuropea se darían cuenta de que les habían engañado. Y luego, Alfred podría seguir adelante con lo que consideraba la mejor oportunidad, y la última, de salvar al mundo.

Subió a la torreta y admiró los acabados. La Comisión de Turismo de Barcelona había invertido un buen dinero en ja reconstrucción de aquellos artefactos. Si la representación de la batalla de esa noche encajaba con la realidad física, resultaría impresionante. Echó un vistazo a su programa de Mumbai… y decidió quedarse unas horas más en Barcelona.

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