Robert Gu tendría que haber estado muerto. Lo sabía, lo sabía muy bien. Llevaba agonizante mucho tiempo. No tenía muy claro cuánto. En aquel presente eterno sólo apreciaba borrones. Pero no importaba, porque Lena había bajado tanto la luz que no había nada que ver. Y los sonidos: durante un tiempo había llevado cosas de ésas en las orejas, pero eran endemoniadamente complicadas y siempre se le perdían o se le rompían. Librarse de ellas había sido una bendición. Los sonidos que conseguía captar eran murmullos vagos, en ocasiones Lena quejándose de él, chinchándole e incordiándole. Siguiéndole hasta el baño, por amor de Dios. Lo único que él quería era volver a casa. Lena no le permitía algo tan simple. Si realmente se trataba de Lena. Fuese quien fuese, no era una persona muy simpática. Sólo quiero volver a casa…
Y, sin embargo, no llegó a morir. Las luces solían ser mucho más brillantes, aunque tan difusas como siempre. Había gente a su alrededor y voces agudas que recordaba de casa. Le hablaban como si esperasen que los comprendiese.
Era mejor el borrón confuso de antes. Le dolía todo. Hacía largos trayectos para ver al médico y luego el dolor era aún peor. Un tipo que afirmaba ser su hijo le aseguraba que ya estaba en casa. A veces lo sacaban en silla de ruedas para que le diese el sol en la cara y oyese los pajaritos. ¿En casa? ¡Un pimiento! Robert Gu recordaba su hogar. Había nieve en las montañas que se veían desde el patio de sus padres. Bishop, California, EE.UU. Ése era su hogar, no otro.
Pero a pesar de que no era su hogar, su hermanita estaba con él. Cara Gu ya había estado allí antes, cuando todo era oscuridad y murmullos, pero no la había podido ver. Ahora era diferente. Al principio sólo se había percatado de su voz aguda y cantarina, como las campanillas que su madre tenía en el porche de casa.
La oyó un día que estaba en el patio. La luz del sol no había sido tan brillante y caliente desde hacía mucho tiempo, incluso los borrones eran definidos y estaban llenos de color. Oyó la vocecita aguda de Cara preguntándole Robert esto y Robert aquello y…
—Robert, ¿te gustaría que te mostrase el vecindario?
—¿Qué? —Robert se notaba la lengua un poco pegajosa, la voz un poco ronca. De pronto se le ocurrió que todo eso de la oscuridad y los murmullos tenía que significar que llevaba sin hablar bastante tiempo. Y había otra cosa mucho más extraña—. ¿Quién eres?
Un momento de silencio, como si se tratase de una pregunta estúpida o la hubiese planteado ya en muchas ocasiones.
—Robert, soy Miri. Soy tu nieta…
El alzó la mano hasta donde pudo.
—Acércate. No te veo.
La mancha se situó frente a él, a la luz del sol. No se trataba de una presencia insinuándose a su espalda o en sus recuerdos. La mancha se convirtió en un rostro a pocos centímetros de su cara: distinguió el pelo lacio y negro, el pequeño rostro redondeado sonriéndole como si fuese el tipo más genial del mundo. Realmente era su hermanita.
Robert alargó la mano y ella se la agarró.
—Oh, Cara. Es tan agradable verte… —No estaba en casa, pero quizás estuviese cerca. Guardó silencio un momento.
—Yo… yo también me alegro de verte, Robert. ¿Te gustaría dar un paseo por el vecindario?
—Sí, estaría muy bien.
A continuación los acontecimientos se sucedieron con rapidez. Cara hizo algo y la silla se puso a girar. Todo volvía a ser oscuro y tenebroso. Estaban dentro de la casa y ella, atareada como siempre, en esta ocasión le ponía un sombrero. Pero seguía chinchándole, como cuando le preguntaba si le hacía falta ir al baño. Robert presentía que el matón que afirmaba ser su hijo acechaba a un lado, contemplándolo todo.
Y luego salieron… ¿por dónde, por la puerta principal? Salieron a la calle. Cara permaneció junto a la silla de ruedas mientras paseaban y rodaban por aquella calle desierta flanqueada de árboles altos y delgados… Palmeras, eso eran. No estaba en Bishop. Pero aquélla era Cara Gu… aunque se portaba mejor que nunca. La pequeña Cara era una buena chica, pero sólo se portaba bien durante un tiempo limitado, pasado el cual encontraba alguna forma diabólica de chincharlo y lograba que él la persiguiese por toda la casa, o viceversa. Robert sonrió para sí y se preguntó cuánto tiempo duraría la fase angelical. Quizá Cara le creía enfermo. Intentó sin éxito volverse en la silla. Bien, quizás estuviese enfermo.
—Mira, vivimos en Honor Court. Ahí está la casa de los Smithson. Vinieron de Guam el año pasado. Bob opina que están criando cinco… oh, se supone que no debo hablar de eso. Y el novio de la comandante de la base vive en esa casa de la esquina. Apuesto a que se casarán antes de que acabe el año. Ahí hay unos chicos de la escuela con los que ahora no quiero hablar. —La silla de ruedas de Robert dio un giro brusco por una bocacalle.
—¡Eh! —Robert intentó dar la vuelta. ¡A lo mejor esos chicos eran amigos suyos y Cara le tomaba el pelo! Se dejó caer en la silla. Otra vez aquel olor a miel. Los arbustos colgaban bajos sobre sus cabezas. Las casas eran manchas borrosas de color gris y verde—. ¡Vaya un paseo! —se quejó—. No veo a dos palmos.
La silla de ruedas frenó abruptamente.
—¿En serio? —La pillina se reía en su cara—. ¡No te preocupes, Robert! Hay ingenios que corrigen la vista.
Bah.
—Con unas gafas bastaría, Cara. —A lo mejor se las estaba escondiendo.
La luminosidad y el viento seco que recorría esas calles le llamaban la atención por algún motivo… fuese el que fuese. Hacía que se preguntara qué hacía confinado en una silla de ruedas. Recorrieron un par de calles más. Cara se le echaba continuamente encima.
—¿Tienes demasiado calor, Robert? Quizá no te haga falta la manta. El sol te va a quemar la cara, Robert. Deja que te baje un poco la gorra.
En cierto momento desaparecieron las casas. Parecía que estaban al pie de una larga cuesta, Cara afirmaba que frente a las montañas… pero Robert sólo veía una línea borrosa de un ocre desvaído que en nada se parecía a las montañas que desafiaban el cielo en Bishop, California, EE.UU.
Luego estaban otra vez dentro de la casa de la que habían salido, tan tenebrosa y oscura como siempre, porque la oscuridad se tragaba la luz de la habitación. La voz alegre de Cara desapareció. Dijo que se iba a estudiar para sus clases. No había clases para Robert. El matón le dio de comer. Seguía afirmando ser su hijo. Pero era demasiado grandote. Después de otra ignominiosa parada en el retrete, más bien un interrogatorio policial que una ida al baño, le dejaron misericordiosamente a solas, en la oscuridad. Aquella gente ni siquiera tenía televisión. Sólo había silencio y las lejanas y mortecinas lámparas eléctricas.
Debería tener sueño. Conservaba un vago recuerdo de, noche tras noche, año tras año, el sopor después de la cena. Y luego de despertarse y andar por habitaciones extrañas intentando encontrar su hogar. Discutiendo con Lena. Aquella noche era… diferente. Seguía despierto. Aquella noche pensaba en cosas que acababan de suceder. Quizá fuese porque estaba a medio camino de casa. Cara. No había encontrado el hogar de sus padres en la calle Crombie ni el viejo dormitorio desde el que veía el viejo pino con su cabaña entre las ramas. Pero Cara formaba parte de ese mundo y estaba allí. Se quedó sentado mucho tiempo, pensando lentamente. Al otro lado de la habitación, una bombilla solitaria era como un remolino en la oscuridad. Apenas visible, el matón estaba sentado junto a la pared. Hablaba con alguien, pero Robert no veía con quién.
Robert pasó de él y se concentró en pensar. Al cabo de un rato recordó algo aterrador. Cara Gu había muerto en 2006 y por entonces ya llevaban varios años sin hablarse.
Y en el momento de su muerte Cara tenía cincuenta y un años.
West Fallbrook había sido un lugar accesible a principios de siglo. También muy bullicioso. Situado justo al lado del campamento Pendleton, era la comunidad civil más grande de la base. Allí había crecido una generación de marines… que había participado en una nueva oleada de guerras. Robert Gu Jr. había vivido el final de aquel frenesí, cuando a los oficiales chinoamericanos se los volvía a colocar en puestos de confianza. Habían sido días importantes y agridulces.
En la actualidad la ciudad era más grande, pero los marines ya estaban lejos de ser una parte tan importante de ella. La vida militar se había vuelto mucho más complicada. Entre breves periodos de guerra, al teniente coronel Gu le había parecido que West Fallbrook era un buen lugar para criar a una hija.
—Sigo pensando que es un error que Miri le llame Robert.
Alice Gu alzó la vista del trabajo que estaba realizando.
—Ya lo hemos hablado, cariño. Así la hemos criado. Somos Bob y Alice, no mamá y papá o la tontería que esté ahora de moda. Y por tanto, Robert es Robert y no el abuelo. —La coronel Alice Gong Gu era bajita y de rostro redondo y, cuando no estaba completamente estresada, maternal. Había sido la número uno de su promoción en Annapolis, en la época en que ser bajita y de rostro redondo y maternal eran clarísimos puntos en contra. A aquellas alturas hubiese podido ser general, sólo que sus superiores habían encontrado un trabajo más productivo y peligroso que asignarle. Lo que explicaba algunas de sus alocadas ideas pero no aquélla en concreto; siempre había insistido en que Miri se dirigiese a sus padres como si fuesen amigos.
—Eh, Alice, nunca me ha importado que Miri nos llame por nuestro nombre de pila. Llegará un momento en que, aparte de amarnos, la pequeña generala también será nuestra colega, incluso nuestra jefa. Pero esta situación confunde al viejo… —Bob señaló con el pulgar el lugar donde estaba sentado Robert padre, medio caído y mirando fijamente—. Recuerda cómo se ha comportado papá esta tarde. Mira cómo se ha alegrado. Cree que Miri es mi tía Cara, ¡cuando eran niños!
Alice no respondió de inmediato. Allí donde estaba era media mañana. La luz del sol chispeaba en el puerto que tenía a la espalda. Servía de apoyo a la delegación americana en Yakarta. Indonesia se unía a la Alianza Indoeuropea. Japón ya era miembro de ese club de nombre tan estrambótico. El chiste de moda era que pronto los «indoeuropeos» tendrían el mundo rodeado. Hubo una época en que China y Estados Unidos no se lo hubiesen tomado a broma. Pero el mundo había cambiado. Tanto en China como en Estados Unidos esa perspectiva era un alivio. Tendrían más tiempo para preocuparse de los verdaderos problemas.
Alice parpadeó mientras asentía a una presentación o se reía de un comentario ingenioso. Recorrió una corta distancia acompañando a un par de tipos pagados de sí mismos, charlando todo el tiempo en bailas a, mandarín e inglés pasable, idiomas de los cuales Bob sólo entendía el inglés. Luego volvió a quedarse sola. Se inclinó un poco hacia él y le dedicó una gran sonrisa.
—¡Bien, suena estupendamente! —dijo—. ¿Cuántos años hace que tu padre no respondía a ningún discurso racional? Y ahora, de pronto, está lo suficientemente consciente como para pasárselo bien. Deberías alegrarte. A partir de ahora sólo puede mejorar. ¡Recuperarás a tu padre!
—Sí…
El día anterior había despedido al último de sus cuidadores domésticos. A partir de ese momento su padre mejoraría muy rápido. La única razón para que siguiese en silla de ruedas era que los médicos querían asegurarse de que la regeneración ósea era completa antes de soltarlo por el vecindario.
Ella captó su expresión e inclinó la cabeza a un lado.
—¿Te acobardas?
Bob miró a su padre. No faltaban más que unas cuantas semanas para la operación de Paraguay. Una operación secreta en el fin del mundo. La idea empezaba a parecerle atractiva.
—Quizás.
—Entonces deja que la pequeña generala siga con lo suyo y no te preocupes. —Se volvió y saludó a alguien a quien Bob no veía—. ¡Oh! —La imagen parpadeó y sólo quedó la mensajería silenciosa.
Alice —› Bob: ‹ms› Tengo que irme. Debo cubrir el puesto del secretario Martínez y las costumbres locales no ven con buenos ojos el tiempo compartido.‹/ms›
Bob se quedó sentado un momento en el salón, en silencio. Miri estaba arriba, estudiando. Fuera, la tarde se iba convirtiendo en noche. Una hora tranquila. De niño, a esa hora su padre sacaba los libros de poesía y papá, mamá y el pequeño Bobby leían juntos. Bob sentía una alegre nostalgia por esas tardes. Miró a su padre.
—¿Papá? —No hubo respuesta. Bob se inclinó y gritó, muy poco seguro de sí mismo—. ¿Papá? ¿Hay luz suficiente? Puedo aumentar la intensidad.
El anciano agitó ausente la cabeza. Quizás había comprendido la pregunta, pero no dio ninguna otra señal de haberlo hecho. Se limitó a quedarse allí sentado, inclinado de lado. Con la mano derecha se frotaba una y otra vez la muñeca izquierda. Y era una gran mejora. Robert: Gu padre había llegado a pesar treinta y seis kilos. Era apenas un vegetal cuando la Facultad de Medicina de la UCSF había probado con él un tratamiento nuevo. Resultó que la cura para el Alzheimer de la UCSF había surtido efecto cuando años de tratamiento convencional habían sido inútiles.
Bob hizo algunos recados en la base, repasó el plan de operaciones de Paraguay… y luego volvió a sentarse unos minutos para mirar a su padre.
No siempre te he odiado.
De niño no odiaba al viejo. Quizás eso rio fuese sorprendente. Un niño tiene muy poco con lo que comparar. Robert era estricto y exigente, eso lo había tenido muy claro el pequeño Bobby. A pesar de que a menudo Robert padre se reprochaba ser un progenitor muy poco exigente, en ocasiones eso contradecía lo que Bob veía en casa de sus amigos. Pero Bob nunca había considerado aquello maltrato.
Ni siquiera cuando su madre dejó a su padre Bob se volvió contra el viejo. Lena Gu había soportado años de sutil abuso y no aguantaba más, pero el pequeño Bobby no se había enterado de nada. Hasta más tarde, hablando con la tía Cara, no comprendió que Robert trataba mucho peor a los demás de lo que había tratado a Bob.
Para el teniente coronel Robert Gu Jr. aquél tendría que haber sido un momento de júbilo. Su padre, uno de los poetas preferidos de América, regresaba de una larga acampada en el valle de las sombras de la muerte. Bob miró detenidamente los rasgos inmóviles y relajados de su padre. No, en caso de haber sido una película, habría sido una del Oeste titulada El regreso del hijo de puta.