03 Un campo de minas celestial

—Mis globos oculares están… ¡burbujeando!

—No deberían dolerte. ¿Te duele?

—No… —Pero la luz le resultaba tan brillante que incluso en la oscuridad Robert veía colores feroces—. Todo sigue siendo una mancha, pero no veo tan bien desde… —No sabía cuánto tiempo había pasado; el tiempo en sí había sido oscuridad—. Desde hace años.

Una mujer le habló por detrás del hombro.

—Llevas una semana tomando la medicina retinal, Robert. Hoy nos ha parecido que ya tenías una población de células adecuada, por lo que hemos decidido activarla.

—Y la visión borrosa la podemos curar incluso con más facilidad. ¿Reed? —adujo otra voz de mujer.

—Sí, doctora. —La voz procedía de una mancha en forma de hombre que tenía justo delante. La figura se inclinó—. Deja que te ponga esto sobre los ojos, Robert. Sentirás un poco de parálisis. —Unas enormes manos delicadas colocaron las gafas sobre la cara de Robert. Al fin algo que reconocía; una graduación nueva. Pero el rostro se le paralizó y no podía cerrar los ojos.

—Relájate y mira hacia delante. —Relajarse era una cosa, pero no había otra opción que mirar al frente. Y luego… Dios, era como ver un ordenador lento formando una imagen. Los borrones iban adquiriendo nitidez poco a poco. Robert habría dado un salto atrás, pero la inmovilidad se había extendido a su cuello y hombros.

—El mapa celular de la retina derecha tiene buen aspecto. Veamos la izquierda. —Pasaron algunos segundos más y se produjo un segundo milagro.

El hombre sentado delante retiró las «gafas» de la cara de Robert. Había una sonrisa en su rostro de mediana edad. Vestía camisa blanca de algodón con el bolsillo bordado en letras azules: «Auxiliar clínico Reed Weber.» ¡Puedo ver hasta la última fibra! Miró por encima del hombro del tipo. Las paredes de la clínica estaban ligeramente desenfocadas. Quizá para salir tuviese que ponerse gafas. La idea le hizo reír. Y luego reconoció las imágenes de las paredes. No estaba en una clínica. Lo que colgaba de las paredes eran las caligrafías que Lena había comprado para la casa de Palo Alto. ¿Dónde estoy?

Había una chimenea; había puertas correderas de vidrio que daban a un jardín. Ni un libro a la vista; él no había vivido nunca allí. La rigidez de los hombros casi había desaparecido. Robert miró la habitación. Las dos voces de mujer… no estaban conectadas a nada visible. Pero Reed Weber no era la única persona presente. A su izquierda había un tipo fornido, con los brazos en jarras y una sonrisa de oreja a oreja. Robert se miró en sus ojos y la sonrisa vaciló. El hombre le dedicó un gesto y dijo:

—Papá.

—Bob… —Sus recuerdos no regresaron de pronto, sino que, más bien, fue consciente de repente de lo que siempre había sido una realidad. Bobby había crecido.

—Hablaremos más tarde, papá. De momento te dejaré para que termines con la doctora Aquino y su personal. —Asintió al aire en dirección al hombro derecho de Robert… y salió.

El aire dijo:

—En realidad, Robert, esto es todo lo que pretendíamos hacer por hoy. Tendrás muchas cosas de las que ocuparte en las próximas semanas, pero será menos caótico si vamos pasito a pasito. Estaremos atentos por si surge algún problema.

Robert fingió ver algo en el aire.

—Vale. Ya nos veremos.

Oyó una risa amistosa.

—¡Muy bien! Reed te puede ayudar.

Reed Weber asintió y Robert tuvo la sensación de que Weber y él estaban ahora realmente solos. El auxiliar médico guardó las gafas y otras piezas de equipo, simples cajas de plástico, de usar y tirar, sin nada destacable a no ser por los milagros que habían obrado. Weber se dio cuenta de que las miraba.

—Son sólo las herramientas del oficio, las aburridas. Lo realmente interesante son las medicinas y las máquinas que flotan en tu interior. —Guardó la última caja y alzó la vista—. Eres un tipo con suerte, ¿lo sabías?

Ahora veo la luz del sol donde antes la noche era eterna. ¿Dónde estará Lena? Luego pensó en la pregunta de Reed.

—¿A qué te refieres?

—¡Escogiste la enfermedad adecuada! —Rio—. La medicina moderna es como un campo de minas celestial. Podemos curar muchas cosas: el Alzheimer, por ejemplo, a pesar de que casi pierdes el barco. Tú y yo tuvimos Alzheimer. Yo padecía el de tipo común, que detuvieron a los primeros síntomas. Muchas otras enfermedades son tan mortales o limitan tanto como antes. Todavía no se puede hacer mucho para mitigar una apoplejía. Algunos cánceres son incurables. Hay tipos de osteoporosis tan terribles como en el pasado. Pero para todas tus dolencias tenemos solución segura. Ahora tienes unos huesos tan sanos como los de un hombre de cincuenta años. Hoy te hemos reparado los ojos. Más o menos dentro de una semana reforzaremos tu sistema nervioso periférico. —Reed rio de nuevo—. ¿Sabes?, incluso tienes una bioquímica dermatológica y adiposa que responde a los tratamientos Venn-Kurasawa. Ni una persona entre mil atraviesa ese campo de minas. Vas a tener un aspecto mucho más juvenil.

—Lo próximo será hacerme jugar a videojuegos.

—¡Ah! —Weber metió la mano en la bolsa de equipo y sacó un papel—. No se nos puede olvidar.

Robert aceptó el papel y lo desdobló. Era muy grande, casi del tamaño de un pliego. Parecía de papel de carta. En la parte superior había un logotipo en letra elegante: «Clínica Crick, división geriátrica.» El resto era un esquema. Los nódulos principales: «Familia Microsoft», «Gran Muralla Linux» y «Epifanía Lite».

—Al final preferirás usar Epifanía Lite, pero por ahora es mejor el tipo de ordenador con el que estás más familiarizado.

Los elementos situados bajo «Familia Microsoft» eran nombres de programas de Microsoft, los primeros de la década de los ochenta del siglo XX. Robert la miró inseguro.

—¿Robert? Sabes… sabes algo de ordenadores, ¿no?

—Sí. —Pensándolo bien, lo recordaba. Sonrió—. Pero siempre iba rezagado. Tuve mi primer PC en el año 2000. —Y eso sólo porque el Departamento de Literatura Inglesa en bloque le hacía la vida imposible porque no leía el correo electrónico.

—Menos mal. Vale, con eso puedes imitar cualquiera de esos sistemas antiguos. Simplemente déjalo desdoblado sobre el brazo de la silla. Tu hijo ha hecho que esta habitación reproduzca el sonido, pero en casi todas partes tendrás que tocar la página con los dedos si quieres oírlo. —Robert se inclinó para mirar mejor el papel. No resplandecía; ni siquiera tenía la apariencia vidriosa de una pantalla de ordenador. Era un papel normal de buena calidad. Reed señaló los nódulos—. Ahora pulsa tu sistema operativo favorito.

Robert se encogió de hombros. A lo largo de los años, en el departamento habían usado muchos sistemas operativos, pero… Puso el dedo sobre la línea que decía «WinME». No hubo pausa de arranque, eso que recordaba tan bien. Pero de pronto el aire se llenó de aquella musiquilla tan familiar y molesta. Sonaba a su alrededor, no surgía del papel. La página se había llenado de colores e iconos. Robert sintió un ramalazo de nostalgia al recordar las muchas horas frustrantes que había pasado frente a relucientes pantallas de ordenador.

Reed sonrió.

—Buena elección. WinME hace tiempo que tiene un alquiler muy simple. De haber escogido Epifanía, tendríamos que atravesar su selva de licencias… Vale, a partir de ahora el resto será casi exactamente igual a lo que recuerdas. La clínica Crick incluso tiene algunos de los sistemas modernos filtrados de forma que parecen navegadores. No es tan bueno como el que usamos tu hijo y yo, pero no tendrás más problemas con voces de personas «invisibles»; si quieres, verás a Rachel y a la doctora Aquino en la página. Diviértete, Robert.

Robert escuchó el discurso de Weber, que probablemente era una mezcla de jerga técnica y pasada de moda, con una jovialidad y una estructura sintáctica que podían ser sarcasmo. En su época, con eso le habría bastado para calar al tipo. Pero aquel día, recién salido de las tinieblas de la senilidad, no estaba seguro. Así que lo sondeó un poco.

—¿Vuelvo a ser joven?

Reed se sentó, riéndose tranquilamente.

—Me gustaría decirte tal cosa, Robert. Tú tienes setenta y cinco años y el cuerpo muchas más formas de fallar de las que han previsto los médicos. Llevo seis meses ocupándome de tu caso. Has vuelto de la muerte, tío. Casi has derrotado el Alzheimer por completo. Tiene sentido que probemos otros tratamientos contigo. Vas a llevarte muchas sorpresas, casi todas buenas. Tómatelo con calma, reacciona sobre la marcha. Por ejemplo, me he dado cuenta de que acabas de reconocer a tu hijo.

—S… sí.

—Estuvo aquí hace una semana. No le reconocías.

Se le hacía extraño sondear en la oscuridad, pero…

—Sí. Sabía que no podía tener un hijo. No era lo suficientemente viejo. Sólo quería volver a casa. Me refiero a la casa de mis padres en Bishop. E incluso ahora me ha sorprendido que Bob sea tan mayor. —Las consecuencias empezaban a amontonarse—. Claro, mis padres han muerto…

Reed asintió.

—Eso me temo, Robert. Tienes toda una vida que recordar.

—¿A trozos? ¿O primero recuperaré los recuerdos más antiguos? A lo mejor me quedo atascado en cierta época…

—Los médicos son los más adecuados para responderte. —Reed vaciló—. Mira, Robert. Antes eras profesor, ¿verdad?

¡Era poeta! Pero no creía que Reed comprendiese cuál era la categoría más importante.

—Sí. Profesor… Bueno, profesor emérito de literatura inglesa. En Stanford.

—Bien. Eres un tipo listo. Tienes mucho que aprender, pero apuesto a que recuperarás esa cabeza. No te asustes si no consigues recordar algo. Tampoco te esfuerces demasiado. Prácticamente a diario los médicos te restaurarán alguna capacidad adicional. En teoría, de ese modo te resultará menos inquietante. Sea o no cierto, lo importante es que mantengas la calma. Recuerda que aquí tienes una familia que te quiere.

Lena. Robert bajó la cabeza durante momento. No era un retorno a la niñez, sino una especie de segunda oportunidad. Si podía recuperarse por completo del Alzheimer, si… En ese caso podían quedarle otros veinte años, tiempo para compensar lo perdido. Así que tenía dos metas: su poesía y…

—Lena.

Reed se inclinó hacia él.

—¿Qué has dicho?

Robert alzó la vista.

—Mi esposa. Me refiero a mi ex esposa. —Intentó recordar más—. Apuesto a que jamás recordaré lo sucedido después de que perdiese la cabeza.

—Como te he dicho, no te preocupes.

—Recuerdo haber estado casado con Lena y criado a Bobby. Nos separamos hace años. Pero… también recuerdo que ella estaba conmigo cuando el Alzheimer empezó a afectarme de veras. Y ahora se ha vuelto a ir. ¿Dónde está, Reed?

Reed frunció el ceño, se inclinó y cerró la caja del equipo.

—Lo siento, Robert. Falleció hace dos años. —Se puso en pie y con delicadeza tocó el hombro de Robert—. ¿Sabes?, creo que hoy hemos avanzado mucho. Ahora tengo que irme.

En su vida anterior, Robert Gu había prestado todavía menos atención a la tecnología que a las noticias de actualidad. La naturaleza humana no cambia y, como poeta, su labor consistía en destilar y mostrar esa esencia inmutable. Ahora… bueno. ¡He regresado de la muerte! Eso era algo nuevo bajo el sol, un avance tecnológico demasiado tremendo como para ignorarlo. Era una nueva oportunidad de vivir, una oportunidad de continuar con su carrera. Y era evidente por dónde debía continuar: con Secretos de las edades. Había invertido cinco años en los cantos de esa obra, poemas como «Secretos del niño», «Secretos de los jóvenes amantes», «Secretos del anciano». Pero su «Secretos del moribundo» había sido una completa falsedad, porque lo había escrito antes de empezar a morir… Daba igual que la gente creyese que era el canto más profundo de la obra. Pero… sí, tenía algo nuevo que añadir: «Secretos del regresado». Las ideas empezaban a formarse y seguro que los versos vendrían a continuación.

Cada día experimentaría nuevos cambios, de pronto desaparecerían viejas barreras. Le convenía seguir el consejo de Reed Weber y aceptar sus limitaciones con paciencia. ¡Tantas cosas cambiaban y todas para mejor!

Llegó el día en que volvió a caminar, aunque con paso inseguro. Le fallaba el equilibrio: el primer día se cayó tres veces y, en cada ocasión, se limitó a volver a ponerse en pie.

—A menos que te caigas de cabeza, profesor, no tendrás problemas —le dijo Reed.

Pero paulatinamente aprendió a caminar mejor. Y puesto que podía ver, y ver bien, era capaz de hacer cosas con las manos. Ya no tenía que palpar en la oscuridad. Nunca se había dado cuenta de lo importante que era la vista para la coordinación. En tres dimensiones había incontables formas de disponer las cosas; sin visión estabas condenado a la resignación y al fracaso. Pero yo no. Ahora no.

Y dos días después…

… jugaba al ping-pong con su nieta. Recordaba la mesa. Era la misma que le había comprado al pequeño Bobby hacía treinta años. Incluso recordaba a Bob quitándosela de las manos cuando finalmente renunció a su hogar de Palo Alto.

En aquel momento era Miri la que le daba caña, con devoluciones altas y lentas. Robert se movía de una punta a la otra. Lo difícil no era ver la bola, pero debía tener mucho cuidado de no devolverla demasiado alta, Con cuidado, con cuidado avanzó la partida… hasta que Miri le tenía quince a once. Y luego él ganó cinco puntos seguidos, cada uno de ellos con un movimiento espástico que por alguna razón hacía que el plástico blanco fuera a dar contra la línea más alejada de la mesa.

—¡Robert! ¡Me estabas engañando! —La pobre y regordeta Miri corría de esquina a esquina intentando mantenerse a su altura. Los golpes de Robert no iban con efecto, pero no era una jugadora experta. Diecisiete a quince, dieciocho, diecinueve. Luego su potente devolución se desactivó y volvió a ser el torpe pasmado de siempre. Pero su nieta no tuvo piedad. Consiguió seis puntos seguidos… y ganó.

Y luego fue al otro lado de la mesa para abrazarle.

—¡Eres genial! Pero ¡no volverás a engañarme! —No tenía sentido repetirle las palabras de Aquino. En la reconstrucción de su sistema nervioso habría picos aleatorios de rendimiento. Podía acabar teniendo los reflejos de un atleta; lo más probable era que al final tuviese una coordinación normal.

Era curioso cómo se fijaba en qué día de la semana era, un detalle que había dejado de importarle incluso antes de perder la sesera. Pero ahora los fines de semana su nieta estaba siempre con él.

—¿Cómo era la tía abuela Cara? —le preguntó un sábado por la mañana.

—Se te parecía mucho, Miri.

La chica sonrió radiante, llena de orgullo. Robert había supuesto que eso era lo que quería oír. Pero es cierto, aunque Cara nunca se pasó de peso. Miri era igual que Cara en la preadolescencia, cuando otras preocupaciones reemplazaron la adoración que le tenía a su hermano. En todo caso, Miri era como Cara llevada al extremo. Era muy inteligente, probablemente más lista que su tía abuela, tremendamente independiente y con tendencia a juzgar moralmente a los demás. Recuerdo esa tremenda arrogancia, pensó Robert. Era para él muy irritante; se había distanciado de Cara por su empeño en lograr que cambiase.

A veces Miri traía a sus amiguitos. A esa edad y en aquella época los chicos y las chicas se mezclaban. Durante unos cuantos años tenían prácticamente la misma masa muscular. A Miri le encantaba jugar al ping-pong por parejas.

Robert no podía sino sonreír por la forma que tenía de controlar a sus amigos. Había organizado un campeonato. Y aunque era escrupulosamente honrada, jugaba para ganar. Cuando su equipo perdía, adoptaba una expresión de furiosa determinación y sus ojos se volvían de acero. Después, se daba prisa en reconocer sus propios errores y la misma prisa en criticar a sus compañeros.

Cuando sus amigos se iban a menudo seguían allí, presencias invisibles como los médicos de Robert. Miri caminaba por el patio trasero hablando y discutiendo con el aire: una parodia de la descortesía del móvil que Robert recordaba de sus últimos años en Stanford.

Los prolongados silencios de Miri tampoco se correspondían con ningún aspecto de sus recuerdos de Cara. Miri se daba impulso lentamente en el columpio que colgaba del único árbol adecuado del jardín. Lo hacía durante horas, hablando sólo de vez en cuando… y al aire, con la mirada completamente perdida, a kilómetros de distancia. Y cuando él le preguntaba qué hacía, se sobresaltaba, reía y decía que estaba «estudiando». A Robert Gu le parecía más bien alguna forma perniciosa de hipnosis.

Los días laborables Miri iba a la escuela; una limusina aparecía todas las mañanas justo cuando la chica estaba lista. Bob se había ido, «volveré dentro de una semana más o menos». Alice se quedaba en casa parte del día, pero estaba de un humor que saltaba a la mínima. A veces la veía a la hora del almuerzo; lo más normal era que su nuera estuviese en el campamento Pendleton hasta la tarde. Cuando volvía de la base estaba especialmente irritable.

Exceptuando las sesiones de terapia con Reed Weber, Robert tenía todo el tiempo para sí. Vagó por la casa y encontró algunos de sus viejos libros en cajas de cartón guardadas en el sótano. Eran los únicos libros de la casa. A todos los efectos, su familia era iletrada. Cierto, Miri se jactaba de que muchos libros eran visibles en cuanto uno quería consultarlos, pero sólo era una verdad a medias. El papel navegador que Reed le había dado podía usarse para encontrar libros en la red, pero leerlos en una única hoja de papel era un tedioso sacrilegio.

El asombroso pliego, sin embargo, permitía la teleconferencia; la doctora Aquino y los otros doctores remotos ya no eran sólo voces invisibles. Y el navegador se parecía mucho al que recordaba, aunque muchos sitios no se veían del todo bien. Google todavía funcionaba. Buscó Lena Llewelyn Gu. Por supuesto, había información de sobra. Lena había sido una doctora bastante conocida. Y sí, había muerto dos años antes. Los detalles eran contradictorios, algunos coincidentes con lo que Bob le había contado y otros no. Aquellos malditos Amigos de la Intimidad… Costaba imaginar a semejantes villanos, haciendo lo posible por socavar lo que podías encontrar en la red. Se definían como una «beneficencia vandálica».

Lo que le acabó llevando a las Noticias del Día. El mundo seguía en un estado tan desastroso como siempre. Ese mes se trataba de una acción policial en Paraguay. Los detalles no tenían sentido. ¿Qué eran las «fábricas de luz de luna» y por qué iba Estados Unidos a querer ayudar a la policía a cerrarlas? La imagen global le resultaba más familiar. Las fuerzas invasoras buscaban armas de destrucción masiva. Aquel mismo día habían encontrado armas nucleares ocultas bajo un orfanato. En las fotos salían chabolas y gente pobre; niños harapientos jugando a juegos desconocidos que contradecían la miseria que los rodeaba; algún soldado, casi solitario.

Apuesto a que Bob está ahí, pensó. No por primera vez, o por milésima, se preguntó cómo era posible que su hijo hubiese escogido una carrera tan desagradable y sin futuro.

Por las noches tenían algo similar a una cena en familia: Alice, Robert y Miri. Alice parecía encantada de cocinar, aunque esta noche tenía cara de no haber dormido desde hacía varios días.

Robert se quedó en la cocina viendo cómo madre e hija sacaban bandejas del refrigerador.

—Cenas de televisor. Así llamábamos a estas cosas —dijo. De hecho, lo que sacaban tenía la apariencia y la textura de una comida deliciosa. A él todo le sabía a cartón, pero Reed decía que eso se debía a que el noventa y cinco por ciento de sus papilas gustativas estaban muertas.

Miri vaciló, como le pasaba a menudo cuando Robert exponía una idea que ella nunca había oído. Pero, como era habitual, respondió con el mayor aplomo.

—Oh, esta comida es mucho mejor que la basura de comida televisiva habitual. Podemos mezclar las cosas. —Señaló los envases sin etiquetar que chisporroteaban dentro de… bien, parecía un microondas—. ¿Ves?, tengo helado de postre y Alice… arándanos hilados. ¡Anda, Alice!

Alice le dedicó una sonrisita.

—Los compartiré. Vale, vamos a llevarlo al comedor.

Hicieron falta los tres para llevarlo todo en un solo viaje. Dispusieron la comida sobre la larga mesa del comedor. El mantel, de damasco, cada noche parecía diferente. La mesa en sí le resultaba familiar, otro mueble heredado. La presencia de Lena todavía se sentía.

Robert se sentó junto a Miri.

—¿Sabes? —dijo, más por ver su reacción que por otra cosa—. A mí todo esto me resulta un poco primitivo. ¿Dónde están los sirvientes robóticos… o al menos las manos automáticas para meter y sacar la comida del microondas?

Su nuera se encogió de hombros irritada.

—Hay robots, allí donde tiene sentido que los haya.

Robert recordaba a Alice Gong cuando se había casado con Bob. En aquella época, Alice era una diplomática impenetrable… tan habilidosa que mucha gente no llegaba a darse cuenta de sus capacidades. En aquella época, Robert conservaba su talento para la poesía y para la gente; una personalidad como ésa era un desafío para él. Pero ni siquiera su antiguo yo había logrado jamás encontrar una grieta en la armadura. La nueva Alice simplemente imitaba la compostura de la antigua, y no siempre con éxito. Ésta no era una de sus mejores noches.

Robert recordó las noticias de Paraguay y dio un palo de ciego.

—¿Preocupada por Bob?

Le respondió con una sonrisa extraña.

—No. Bob está bien.

La niña miró a su madre y luego intervino.

—En realidad, si quieres mecas, deberías ver mi colección de muñecas.

¿Mecas? ¿Muñecas? Costaba dominar a la gente si uno no sabía de qué hablaba. Retrocedió:

—Me refería a que hay un montón de cosas que los fanáticos del futuro predijeron y que no han llegado a materializarse. Como los coches aéreos.

Miri alzó la vista de la comida humeante. En una esquina de la bandeja había realmente un cuenco de helado.

—Tenemos taxis aéreos. ¿Te valen?

—No del todo. —Luego se sorprendió a sí mismo—. ¿Cuándo podré ver uno? —El Robert de antaño hubiese considerado el interés por cualquier ingenio mecánico algo infantil.

—¡Cuando quieras! ¿Qué tal después de la cena? —La última pregunta iba dirigida tanto a Alice como a Robert.

Lo que hizo que Alice sonriese con más naturalidad.

—Quizás este fin de semana.

Comieron en silencio. Me gustaría saborearlo.

Luego Alice pasó a un tema que evidentemente se había estado reservando.

—¿Sabes?, Robert, he dado una ojeada a los informes de tus médicos. Casi estás recuperado del todo. ¿Has pensado en retomar tu carrera?

—Vaya, pues sí. Lo pienso continuamente. Tengo nuevas ideas para escribir… —Hizo un gesto expansivo y se sorprendió del súbito temor que sentía—. Eh, no te preocupes, Alice. Tengo mi obra literaria. Recibo ofertas de trabajo de facultades de todo el país. Me iré de aquí en cuanto pueda plantar los pies firmemente en el suelo.

Miri dijo:

—¡Oh, no, Robert! Puedes quedarte con nosotros. Nos gusta tenerte aquí.

—Pero, en este momento, ¿no crees que deberías estar abriéndote más activamente al mundo exterior? —dijo Alice

Robert la miró con tranquilidad.

—¿A qué te refieres?

—Bien, ya sabes que tu última sesión con Reed Weber es el próximo martes. Estoy segura de que hay muchas habilidades que te gustaría dominar. ¿Has considerado matricularte en algunas clases? Fairmont tiene varios cursos especiales…

La coronel Alice desarrollaba bastante bien la operación, pero no había contado con la chica de trece años sentada junto a Robert. Miri intervino con:

—Ya. Son los cursos formativos. Algunos viejos y un montón de adolescentes tontos. Es aburrido, aburrido, aburrido.

—Miri, hay habilidades básicas…

—Reed Weber ya se ha ocupado de muchas de ellas. Y yo puedo enseñar a Robert cómo vestir. —Le tocó el brazo—. No te preocupes, Robert. Una vez que aprendas a vestir, podrás aprender lo que quieras. Ahora mismo estás atrapado; es como ver el mundo por un agujerito, lo que puedan ver tus ojos desnudos… y lo que puedas obtener de lo que ves. —Señaló el pliego que llevaba en el bolsillo de la camisa—. Con algo de práctica deberías poder ver y oír tan bien como cualquiera.

Alice negó con la cabeza.

—Miri, hay mucha gente que no usa lentillas ni vestibles.

—Sí, pero no son mi abuelo. —Y alzó retadora la barbilla—. Robert, deberías vestir. Pareces un tonto caminando por ahí con esa página en la mano.

Alice parecía dispuesta a poner más objeciones, pero al final se apoyó en el respaldo observando a Miri con una mirada que Robert fue incapaz de interpretar.

La niña no pareció notarlo. Inclinó la cabeza y se tocó un ojo.

—Ya sabes lo que son las lentillas, ¿no? ¿Quieres ver una? —Apartó la mano del ojo. En la yema del dedo medio tenía un diminuto disco del tamaño y la forma de las lentes de contacto que él conocía. No esperaba nada más, pero… se inclinó y miró más de cerca un momento. No era completamente transparente. En su superficie se agitaban chispas de colores.

—La uso con seguridad máxima. No verías los destellos, si no. —La diminuta lente se nubló y luego se puso blanca—. Vaya. Se ha apagado. Pero ¿pillas la idea? —Se la volvió a meter en el ojo y le sonrió. Parecía que tuviera una enorme catarata.

—Deberías ponerte una nueva, cariño —dijo Alice.

—Oh, no —dijo Miri—. En cuanto se caliente me durará el resto del día. —De hecho, la «catarata» iba desapareciendo y volvía a verse el iris marrón oscuro de Miri—. ¿Qué te parece, Robert?

Es un sustituto bastante desagradable para lo que puedo hacer simplemente leyendo la página.

—¿Eso es todo?

—Hum, no. Es decir, ahora mismo podemos darte una camisa de Bob y una caja de lentillas. Lo complicado es aprender a usarlas.

La coronel Alice dijo:

—Sin cierto control es como la televisión de antaño pero mucho más molesto. No te gustaría que te quitasen el control, Robert. ¿Qué te parece esto? Te conseguiré prendas de entrenamiento y esa caja de lentillas que te decía Miri. Mientras tanto, considera la idea de asistir a Fairmont, ¿vale?

Miri se inclinó y le sonrió a su madre.

—Estoy segura de que dentro de una semana estará vistiendo. No le harán falta esas clases para perdedores.

La verdad era que había tenido ofertas de trabajo. Su regreso se había difundido por la red y le habían escrito de doce facultades. Cinco querían simplemente que fuese a dar una charla, tres le ofrecían trabajo como artista residente durante un semestre, y el resto no eran de primera categoría. No era precisamente la acogida que Robert había esperado para uno de los «gigantes literarios del siglo» (citando a un crítico).

Temen que siga siendo un vegetal.

Así que Robert congeló las ofertas y siguió trabajando en su obra. Demostraría a los incrédulos que seguía teniendo la cabeza de siempre… y de paso les pasaría la mano por la cara, hasta lograr el reconocimiento que merecía.

Pero el progreso era lento en el frente de la poesía. El progreso era lento en muchos frentes. Ya tenía una cara de aspecto juvenil. Reed decía que un éxito tan completo era una rareza, que Robert era perfecto para el proceso Venn-Kurasawa. Maravilloso. Pero seguía teniendo una coordinación espástica y continuamente le dolían las articulaciones. Lo más ignominioso era que todavía tenía que ir a mear varias veces por la noche. Seguro que eran las Parcas recordándole que seguía siendo un viejo.

El día anterior había sido su última visita a Weber. El tipo tenía una mente servil, que se ajustaba perfectamente a la ayuda servil que ofrecía. Supongo que le echaré de menos. Sobre todo porque ahora tenía otra hora diaria sin nada que hacer.

Y el progreso era sobre todo muy lento en el frente de la poesía.

Para Robert, los sueños nunca habían sido una gran fuente de inspiración (aunque en varias entrevistas muy difundidas había afirmado lo contrario). Pero los intentos de crear estando totalmente despierto eran el último recurso de las mentes pedestres. Para Robert Gu, la verdadera creatividad a menudo llegaba tras una buena noche de sueño, justo al despertar. Ese momento era una fuente tan segura de inspiración que, cuando le costaba escribir, a menudo seguía el camino pedestre por la tarde y luego, a la mañana siguiente, todavía adormilado, repasaba lo hecho. En ese momento, con la frescura inestable de la conciencia recuperada, las respuestas eran obvias. En sus años en Stanford había preguntado por ese fenómeno a filósofos, religiosos y científicos. Le habían dado un centenar de explicaciones, que iban desde la psicología freudiana hasta la mecánica cuántica. La explicación no importaba; a él le iba bien «dormir el problema».

Después de años de demencia, todavía poseía ese don matutino. Pero su control del proceso era tan errático como siempre. Algunas mañanas estaba lleno de ideas para «Secretos del regresado» y su revisión de «Secretos del moribundo». Pero ninguna de sus tormentas de ideas era poética. Tenía las ideas. Incluso las estrofas, conceptualmente. Pero no encontraba las palabras y las frases para convertir las ideas en belleza. Quizás estuviese bien así. De momento. Después de todo, hacer que las palabras cantasen constituía el máximo y más puro talento. ¿No tenía lógica que ésa fuese la última habilidad que recuperara?

Mientras tanto, malgastaba muchas mañanas perdido en disquisiciones. Su subconsciente se había vuelto un traidor fascinado por el funcionamiento de las cosas, por la tecnología y las matemáticas. A lo largo del día, cuando navegaba por el papel visor, se desviaba continuamente a temas que no tenían relación con su preocupación artística. Había pasado toda una tarde con una «introducción para niños» a la geometría finita, por amor de Dios… y la gran idea con la que había despertado a la mañana siguiente había sido una de las demostraciones más difíciles.

El día de Robert era de un aburrimiento casi insoportable, una búsqueda interminable de la palabra perfecta mientras intentaba ignorar el atractivo del papel visor. Las tardes las pasaba evitando los ataques de Miri y sus intentos de meterle cuerpos extraños en los ojos.

Finalmente, la idea matutina acudió al rescate. Mientras iba despertando, pensando desapasionadamente en su fracaso, vio los enebros verdes al otro lado de la ventana, el patio pintado de colores pastel. Había un mundo exterior. Había un millón de puntos de vista diferentes. ¿Qué había hecho en el pasado enfrentado a un obstáculo? Te tomas un descanso. Hacer algo diferente; lo que fuese. Volver al «instituto» le sacaría de aquella situación, mantendría a raya a Miri. Ciertamente le expondría a puntos de vista diferentes, aunque más limitados.

Alice estaría encantada.

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