8

La asistenta se había despedido, de modo que César se metió en una cama sin hacer. No es que le importara demasiado, pero el enredo de sábanas arrugadas parecía hacer juego con el estado de su ánimo. Que era sucio y cansado. Eran las doce y media de la noche. César tenía el habitual insomnio, paquete y medio de tabaco y su vieja colección de tebeos del Príncipe Valiente. Se los sabía de memoria, pero encendió un cigarrillo y empezó a hojear un ejemplar.

Esa mañana había creído sentir deseos de pintar.

En realidad se había levantado casi eufórico, perseguido por una imagen poderosa: la esquina de una habitación de muros encalados y suelo de baldosas rotas. Todo vacío. Y en medio, protagonizando el cuadro, el aire. Un aire casi tangible, antiguo, mohoso, sin lugar a dudas ominoso, sustancia primordial, fluido vivo. César lo había soñado; había visto, durmiendo, ese rincón eterno. Y por la mañana saltó de la cama excitadísimo, pensando que eso era lo que él ahora quería: pintar luces y espacios, sombras en las que cupiera el mundo entero. Entonces se tomó dos cafés seguidos, y se lanzó a su estudio. Cuando abrió la puerta de la habitación casi se quedó ciego del caudal de sol que entraba por las grandes ventanas. Un sol arrasador que disolvía la densidad del aire, que le quitaba todo secreto y toda enjundia. Incluso el recuerdo de su esquina soñada parecía perder fuerza, empalidecer, banalizarse. Se instaló César ante el lienzo blanquísimo y tuvo que entrecerrar los ojos de dolor. Dolor de la retina, pero sobre todo dolor de entendimiento. Porque no sabía, no podía. Qué locura, él no tenía ni idea de cómo se podía atrapar en un cuadro ese aire metafísico, esa nada tan llena. César no era buen dibujante; jamás había pasado por una escuela; lo suyo era el color y el concepto. Él era un artista pop; o eso era la última vez que se comportó como un artista. Y ahora, de repente, a los cuarenta y cinco años, quería dar un salto mortal y ponerse a pintar como Antonio López García. Resultaba ridículo: nadie podría jamás tomarle en serio.

Desearía irse a plantar patatas, por ejemplo. César era un hombre de ciudad, un producto de barrio, y era incapaz de distinguir un roble de una encima, las lechugas de las malas hierbas. Para él el campo había sido esa extensión plana que se veía al otro lado de las ventanillas del coche cuando se desplazaba de una ciudad a otra. Pero ahora, mientras pasaba sin ver las páginas del Príncipe Valiente y se asfixiaba de melancolía, César sentía unos deseos irrefrenables de mudarse a una vida más sencilla. De refugiarse en la serenidad rural. De abandonar la publicidad y la ferocidad competitiva y dedicarse a plantar patatas, o remolacha, o nabos. El mito del regreso a la Arcadia de los hippies siempre le pareció a César una inmensa tontuna, pero ahora empezaba a considerar que el destripar terrones podía ser el único remedio para la enfermedad ejecutiva. Porque en el campo no necesitabas estar luchando constantemente para mantener tu identidad; en el campo sencillamente eras. Se era labrador o pastor o vaquero desde el nacimiento hasta la muerte; mientras que el directivo tenía que conquistar su espacio y su sustancia cada día. Qué situación tan envidiable: levantarse al alba, atender el ganado, arar los campos, talar un árbol, regresar a casa felizmente cansado hasta los huesos, comer con apetito hogazas crujientes; dormir, en fin, el sueño sin sueños de los justos, el sueño fácil y profundo de aquellos que saben quiénes son. Y tener por enemigos al hielo y al granizo, y no a tus compañeros de despacho.

O incluso: Por qué no una secta, la contemplación meditativa, el monasterio. Sin abandonar su ateísmo anticlerical y militante, César sentía ahora envidia, sin embargo, de todos esos tipos que habían disuelto el yo en una idea. Monjes católicos o budistas, células de un cuerpo colectivo que habían resuelto así, en el amparo de depender de otros, los terrores de lo individual. Si hasta ingresar en los Haré Krishna, esas criaturas azafranadas y pelonas que César siempre había considerado detestables, empezaba a antojársele más rentable, en cómputos de felicidad, que seguir siendo directivo en la Golden Line. Claro que quizá también se diese esa lucha de mutua dominación entre los Krishna; a lo mejor también se encelaban los unos a los otros por ver quién tocaba mejor los crótalos, quién bisbiseaba hare-hare con tono más pesadamente monocorde o quién tenía la pelada cabeza más redonda. No quedaban paraísos en la tierra.

Podría tomarse un valium. Podía tomarse un valium y un par de mogadones y dejar en paz a Val y a Aleta en su reino de Thule. En su tebeo. Que se fueran a la mierda Morton, Quesada y los demás; que no le invitaran a la Convención si no querían. Un valium y dos mogadones era un cóctel irresistible, una combinación perfecta. Pero a César le asustaba un poco su creciente dependencia de la química. Quería poder dormirse sin venenos. La noche era un mundo terrible.

De joven, en cambio, la noche le gustaba. Era su rincón, su espacio. Se quedaba estudiando en su habitación cuando todo el mundo se dormía. Primero se acostaba su padre, si es que ese día se encontraba mejor y se había levantado; y en ocasiones el ahogado y acezante ronquido paterno atravesaba el pasillo y llegaba hasta su cuarto de muchacho. Luego, mucho después, se acostaba su madre. César la escuchaba trastear en la cocina durante largo rato. Lavando platos en la pila de piedra. Reordenando cachivaches a la mortecina luz de la bombilla. Ahora que César lo pensaba, no sabía en qué consumía su madre tanto tiempo, puesto que la casa estaba en condiciones catastróficas y no parecía que los intentos de orden y limpieza dejaran una huella apreciable en el desastre. Aunque quizá también la madre, como él, estuviera buscando unos momentos de intimidad. Con el enfermizo y tiránico esposo ya dormido. Con el saludable y tiránico hijo encerrado en su cuarto. Sola en la noche frente a la vieja pila. A lo mejor era feliz entonces.

Luego César la escuchaba chancletear por el pasillo; detenerse un momento ante su puerta cerrada para decirle buenas noches; y entrar de puntillas en el dormitorio en donde su marido ejecutaba un estruendoso solo de bronquios. Cómo podría dormir su madre con semejante ruido. Era entonces cuando César se sentía a sus anchas, rey de su vida y de la noche; encendía un par de cigarrillos clandestinos comprados por la tarde a la pipera, dibujaba en un bloc, estudiaba un poco y alguna que otra vez se masturbaba. En aquella época estaba convencido de que la vida le iba a deparar aventuras tremendas. El solo misterio de poder algún día conocer carnalmente a una mujer le dejaba las piernas flojas y la ansiedad estremecida. Ahora, en cambio, se libraba de las chicas dándoles colacao con un somnífero.

Estaban una vez en casa de unos amigos, Clara y él. Los amigos tenían jardín, y una pequeña piscina circular; y por encima de las tapias se veía el campo. Era verano, atardecía; Clara estaba en sus rodillas, en traje de baño y con la piel recalentada por el sol. Ea, ea, decía César, acunándola como si fuera una niña pequeña, ea, ea, y ella le seguía el juego, repantigándose en sus brazos y sonriendo. Alrededor de ellos revoloteaban torpemente las avispas, atraídas por el agua de la piscina. La carne de Clara ardía como un pan recién horneado; su cuello olía a crema de broncear y a cloro. Esto es la felicidad, pensó César entonces: permanecer así, con ella entre los brazos, mientras el campo que se extendía ante ellos amarilleaba y luego llegaba el invierno y se volvía duro y gris, y después estallaba con los primeros brotes de la primavera, y pasaban así los años y la vida.

Poco antes de que las cosas acabaran entre ellos empezó a suceder lo de los grifos. Una noche César se despertó de madrugada, sacado de su ligero sueño por el sonido, inusual a esa horas, de un gorgoteo acuoso. Se mantuvo un buen rato en la cama, sin decidirse a espabilarse, intentando adivinar a qué podría deberse semejante ruido. Descartó la lluvia: sonaba demasiado a riachuelo; y a los vecinos: se escuchaba desde muy cerca, justo en casa. Al cabo se levantó y entró en el cuarto de baño; uno de los grifos del lavabo estaba abierto. Pero abierto del todo: el agua fluía abundante y sonoramente, se arremolinaba en la pileta de porcelana, se escapaba desagüe abajo con gran profusión de flatulencias. Imposible no haber escuchado nada la noche anterior, en el larguísimo lapso de tiempo que César empleó en dormirse. Y además, ¿quién se había dejado el grifo abierto? Él estaba casi seguro de haber sido el último en usar el cuarto de baño y de haber cerrado convenientemente el agua. César contemplaba el rebotar del chorro, tan escandaloso en el silencio de las horas pequeñas, y se sentía cada vez más desconcertado. Cerró el grifo: funcionó perfectamente, de modo que no se pudo consolar con la hipótesis de una rotura en las tuercas, en las arandelas, en el simple interior del mecanismo. Contempló el lavabo durante largo rato y pudo comprobar que ni tan siquiera goteaba. Resultaba absurdo, pero lo cierto era que el incidente le dejó desasosegado, inquieto; era una de esas cosas inexplicables que se atravesaban en la razón del mismo modo que una espina de pescado quedaba atrancada en el gaznate. Tardó horas en retomar el sueño.

Volvió a suceder días más tarde. Esta vez era el grifo de la bañera; el del agua caliente, así es que cuando César entró en el cuarto de baño la habitación estaba saturada de vapor y el empañado espejo no devolvió imagen alguna de él. Cortó el agua, regresó al dormitorio y despertó a Clara, un poco histérico: en esa ocasión estaba seguro de no haberse dejado el grifo abierto. Clara refunfuñó adormilada y le miró entre légañas como se mira a un loco. Por supuesto que no he utilizado el baño desde ayer por la mañana, gruñía ella: Y además el dejarse un grifo abierto no es cosa para montar tal cirio. Ciertamente César se sentía ridículo; así es que se calló y se acostó de nuevo. Pero no pudo volver a retomar el sueño en esa noche.

Desde entonces adquirió la maniática costumbre de revisar los grifos de la casa varias veces antes de irse a la cama; e incluso había ocasiones en que, tras llevar ya un buen rato acostado, la inquietud le traicionaba y se volvía a levantar para comprobar una vez más que todo estaba en orden. Además, bastaba con que Clara se diera media vuelta en sueños para que César despertara de un brinco, temiendo que ella pudiera haberse levantado para ir al baño y olvidado de cerrar convenientemente las espitas. Y había veces en que Clara regresaba a la cama en mitad de la noche y César tenía que esperar a que se durmiera de nuevo para poder ir a hacer las comprobaciones necesarias. Con todo ese trajín César apenas descansaba, porque al amanecer, cuando los terrores empalidecían con el sol, los vecinos de la casa de al lado, que estaban de reformas y con obreros, empezaban a dar martillazos en los muros, impidiendo cualquier posibilidad de conciliar el sueño. Fueron unas semanas agotadoras.

La cosa culminó una noche, cuando César se despertó súbitamente con la sensación de que se avecinaba una catástrofe. Boca arriba en la cama, escuchó durante unos instantes el pulso de la oscuridad: no se alcanzaba a oír ningún tronar de agua. Y sin embargo en el silencio había algo líquido y terrible; más que un sonido, una intuición. Que se convirtió en certidumbre en cuanto que César saltó de la cama y metió ambos pies en agua helada. Empezó a gritar, despertó a Clara; los dos, trepados a la balsa de emergencia que era el lecho, contemplaron con estupefacto horror cómo les rodeaba un palmo de mar, cómo la casa entera era un naufragio. Armándose de valor, chapoteando entre las aguas, acudieron al cuarto de baño y comprobaron que el tapón de la bañera se encontraba alevosamente puesto y el grifo abierto al máximo. La tina estaba llena y rebosaba ahora mansamente, sin apenas ruido, convirtiendo el piso en un océano. Tardaron horas en achicar la inundación, y desde luego la moqueta jamás llegó a recuperarse del todo. Ni la moqueta ni el ánimo de César. El día anterior, se enteraron luego, se había matado uno de los obreros en la casa vecina; estaba cortando algo con sabe Dios qué máquina, cuando la hoja saltó y se le clavó en el corazón. Había sido ahí, pared con pared; quizá sucedió mientras Clara y él hacían el amor; quizás escucharon su último estertor y lo confundieron con un estornudo. Se había tratado de un accidente impensable, francamente imposible. Un verdadero asesinato de la Providencia. Una de esas cosas inexplicables que se atraviesan en la comprensión del mundo, del mismo modo que una espina de pescado que se atraviesa en la garganta y llega a asfixiar al comensal. Era el horror que se escondía en las horas vulgares.

La madre de César ya estaba gravemente enferma por entonces; apenas si duró unos meses más. Todo se acumuló en un año, como un ataque conjunto y programado que incluyera desembarco, rebelión interna y bombardeo. La marcha de Clara. La muerte de su madre. La imposibilidad de pintar. La llegada de Nacho.

Ya eran casi las tres. La madrugada avanzaba con un aburrimiento inexorable. En el cenicero no cabían más colillas; la maldita neuralgia volvía a morder su ceja izquierda. Si movía demasiado deprisa la cabeza los sesos parecían estrellarse dolorosamente contra las paredes de la caja craneal, como si su cerebro hubiera decidido suicidarse a golpes, harto de esa jaqueca inaguantable. Ya le dolía por la tarde, cuando Paula llegó. Pero se tomó un puñado de optalidones y se alivió bastante. Paula apareció a eso de las seis; venía buscando, dijo, un ejemplar de las normas internas de la agencia, ¿acaso César poseía una copia? Los analgésicos habían dejado a César algo acorchado, pero así y todo supo al momento y sin ningún género de dudas que deseaba a Paula desesperadamente. Ahí estaba, frente a él, morena, un poco gordita, los ojos muy negros y brillantes, tan saludable y comestible toda ella. Vamonos a la cama, dijo. Pero Paula cambiaba de conversación, ponía pretextos. Llevaban varias semanas casi sin verse. Qué te pasa conmigo, por qué no quieres, se exasperaba César. Y ella. Pero no, no pasa nada, lo que ocurre es que en este momento me preocupan otras cosas. Y volvía a retomar el tema de las normas internas, ese librillo directamente traducido de la casa central americana, tan absurdo y humillante en sus precisiones laborales. Las empleadas deberán vestir siempre falda e ir provistas de medias, sostenía el panfleto, por ejemplo; aunque, a decir verdad, la Golden Line española no aplicaba el reglamento a rajatabla. Que necesitaba un ejemplar de las normas, insistía Paula. Que si ya estaba harta de que en la agencia la explotaran. Que si lo peor de no ser jamás ascendida era que todos los imbéciles acababan siendo jefes suyos. Y a César se lo llevaban los demonios, se le nublaba la vista, los bajos le pesaban como el plomo, se abrasaba de hambre paulina: Olvídate de todo eso y ven a la cama, le imploraba. Ella, sin embargo, se mantenía implacable: Déjame, nunca me has tomado en serio cuando se trata de hablar de mi trabajo. Pero César sólo podía pensar en la bola de angustia que tenía instalada en el estómago y que él intentaba empujar hacia su sexo: Vamos a echar un polvo, anda; y sus manos se alargaban hacia los senos de ella, hacia su cuello, sus caderas, la redonda carne de los brazos. Entonces Paula se desasía, se ponía en píe y empezaba a dar grandes zancadas por la habitación con la mirada centelleante, esta vez se van a enterar, esos fascistas, porque son unos fascistas, he hablado con un periodista amigo mío que trabaja en la sección de economía del Noticias Hoy y va a sacar un artículo sobre las irregularidades de la agencia; pero para completarlo necesitaría esas normas internas tan ridiculas. Y a César le entraban ganas de llorar, porque lo único que él quería era sentirse dentro de ella y menos solo. Cómo era posible que hubiera habido épocas en las que era ella, Paula, quien más le perseguía, y él, César, quien se dejaba querer cómodamente, cuando ahora Paula se le antojaba la mujer más fervientemente deseable. Cásate conmigo, Paula, soltó César sin venir a cuento, de repente. Pero ella no le hizo el menor caso y siguió hablando de lo suyo. Cásate conmigo, lo estoy diciendo en serio. Paula se detuvo en mitad de una frase, abrió mucho la boca, se la tapó con una mano, se echó a reír con grandes carcajadas y luego se quedó mirándole muy seria, casi se diría que furiosa. Te has liado con Nacho, eres su amante, dijo entonces César. Pero qué tontería, tú estás loco, contestó ella.

En los últimos meses de la enfermedad su madre ya no salía de casa, es decir, del piso antiguo y oscuro que había heredado de sus padres, con las paredes empapeladas y desvencijados muebles de madera negra. Se pasaba las horas sentada en el sillón frente al televisor; o bien dormitando en esa cama tan grande como una barca en donde había nacido y en donde iba a morir. César le había puesto una enfermera para que le administrara las dosis cada vez más fuertes de calmantes y para que le hiciera compañía; porque él se sentía incapaz de estar con ella. No podía soportar el ver a su madre ahí, tan amarilla y consumida, malgastando sus últimos días frente al televisor del mismo modo que había malgastado su existencia. Moría igual que había vivido: como un animalito. Y a César le espantaba su docilidad, la pasividad con la que se enfrentaba a la desgracia, y que se manifestaba incluso en los estoicos suspiros con que aguantaba un dolor, él lo sabía, cada día más insoportable. Y aun siendo todo esto horrible -la consunción, el sufrimiento físico, la agonía-, lo que en verdad llenaba a César de zozobra era la absoluta inutilidad de la vida de su madre, su existencia gris y sin sentido, ya sin redención posible frente al cercano fin.

No siempre fue así; es decir, no siempre consideró César a su madre como la culminación del desperdicio. Porque, siendo él un niño, ella era un personaje formidable. Recordaba César ahora el mundo de prodigios que ella sabía crear; cómo el oscuro pasillo se llenaba, a su conjuro, de caballeros y dragones; cómo merendaban los dos, en ocasiones, en el espléndido palacio del Rey Midas, que era la mesa del comedor cubierta de mantas e iluminado su interior por una vela; o cómo el padre enfermo, agriado y casi siempre en cama, era el mago Merlín, de todos conocido por su mal carácter y su sabiduría inmensa. Aunque para el niño César quien poseía de verdad la llave del saber era la madre. Era ella quien conocía cómo curar un resfriado; o cómo hacer, en la cocina, deliciosos pastelitos de huevo y azúcar para comer después en los salones del Rey Midas; y cómo pintar, con lápices de colores, los cartones con los que tapaba los cristales rotos, convirtiendo esas ventanas en las más bonitas que César había visto. Para su madre, para esa madre superlativa de la primera infancia, todo era posible: ¿Que César quería ser de mayor explorador y descubrir lo más secreto de África? ¡Pues claro que sí, nada más fácil! ¿Que César sería capaz de enfrentarse y vencer a una manada de leones? Su madre no lo dudaba lo más mínimo. ¿Qué quizá cuando creciera un poco César podría casarse con Liz Taylor? Desde luego: en cuanto que Liz le conociera lo amaría. Todas las maravillas del mundo estaban ahí, al alcance de la mano; bastaba desear algo con suficiente intensidad para obtenerlo.

Luego, cuando César creció y llegó a la altura de los picaportes de las puertas, empezó a darse cuenta de que los cartones pintarrajeados que cubrían las ventanas no eran en realidad un adorno original, sino un producto de la más pura miseria; algo a ocultar, avergonzado, en las escasas ocasiones en que venía a casa un amiguito. Y descubrió que, en contra de lo que decía su madre, no bastaba con desear las cosas ardientemente. Nada era posible: su madre había mentido. Esa madre que no era ya una criatura fabulosa, sino una mujer cansada y con ojeras a la que el padre vociferaba todo el día; un ser incapaz de rebelarse ante un destino injusto. Por eso César empezó a tratarla del modo dictatorial que la trataba el padre: por mentirosa, por derrotada, por sumisa. Y a los catorce años ya le gritaba con el mismo desprecio masculino, avivado por la dócil resignación de ella. Así se fue construyendo un abismo insalvable entre la madre y César.

Las cinco menos cuarto de la mañana. César se levantó, se fue al cuarto de baño, bebió un vaso de agua, meó un poco. El ruido de la cisterna fue un escándalo. Rebuscó en el armario de las medicinas hasta que encontró unos supositorios de cibalgina bastante derretidos; se puso dos, porque la mitad se le quedó en los dedos, y volvió a la cama sujetándose las doloridas sienes con las manos. La habitación olía a guarida de tigre fumador; y las sábanas estaban húmedas de insomnio.

No te da vergüenza, le había dicho por la tarde a Paula. No te da vergüenza, tanto hablar de feminismo y de progresismo y luego te lías con ese hijoputa de Nacho. Y ella insistía que no, que no era cierto. No sabía muy bien César por qué le indignaba tanto esa sospecha. Dolerle sí, claro, cómo no; pero ¿indignarse así? ¿Por qué le parecía que, si abría sus piernas para Nacho, Paula estaría traicionando sus más altos principios, cuando además César jamás había tomado muy en serio los principios de Paula? Teniendo en cuenta que él, César, no era guapo, no era joven, no tenía éxito, carecía de dinero y estaba deprimido y amargado, ¿no resultaba lógico que Paula se enamorara de un hombre que sí era guapo y joven y rico y triunfador y por supuesto alegre, porque cómo no estar alegre teniendo todo lo demás? Y sin embargo, ¿no le parecía a César que Paula le debía a él, y sobre todo se debía a ella, la dignidad de ser fiel a sí misma? ¿No decía siempre Paula que le repugnaban los hombres competitivos y machistas, que no soportaba a los ejecutivos agresivos, que estos tiburones de empresa eran unos tipos deleznables, que ella prefería con mucho al perdedor? ¿Y no era él, César, el perdedor más absoluto que Paula podía soñar en encontrar? Pero, claro, todo ese fárrago teórico debía de ser mentira. Porque las mujeres, a fin de cuentas, siempre se enamoraban del triunfador tradicional. ¿Acaso no había sucedido lo mismo con Clara? ¿No era razonable pensar que Clara le había abandonado por ser poco competitivo, poco luchador, poco agresivo? Y entonces, ¿era posible que la trampa laboral fuera tan amplia y tan maléfica? ¿Y que al fracasar en la empresa fracasaras también en lo sexual, en lo afectivo, en lo sentimental; con los hijos, con los amigos, con la familia, con la amante? ¿Como Matías y su botella de lejía? ¿No se apresuraban todos a adquirir las mujeres apropiadas a su estatus? Como la rubia teñida de Miguel, frescachona y repintada porque al enclenque Miguel le encendían las mujeres ostentosas y un poco putas. O como la rubia teñida de Quesada, asténica y más bien lánguida porque el tosco Quesada quería alardear de esposa fina. ¿No eran ambas, no eran todas esas mujeres un derivado del cargo, un beneficio añadido al salario, pura materia laboral, equiparables a una paga extra o a un trienio? Cómo podía haberle hecho Paula una faena semejante, sabiendo bien, como sabía, el maquiavélico comportamiento de Nacho hacia él. Había algo infinitamente más doloroso que el hecho de que tu novia te traicionara con tu mejor amigo, y era que se fuese con tu peor enemigo. En su obsesión por acabar con César, Nacho había dinamitado su posición en la agencia, había envenenado sus relaciones amistosas y ahora le arrebataba a Paula, como el procónsul que, en el desfile del triunfo, encadenaba a su carro a la esposa del caudillo bárbaro vencido. Pensando en estas cosas, a César se le revolvían las entrañas. Cómo has podido hacerme esto, le repetía a Paula, ya gritando. No es cierto, no es verdad, insistía ella muy bajito. Hasta que al fin se calló y le miró muy seria. Entonces César sufrió un vértigo, un mareo, un ataque de pánico. Está bien, te creo, te creo, no tienes nada que ver con Nacho, soy un idiota, farfulló apresuradamente; espérate, perdóname, quédate conmigo un poco más. Pero Paula ya se marchaba, quizá triste, quizá furiosa, sin lugar a dudas pensativa: Dejémoslo por hoy, César, ya hablaremos otro día. Y César no quería hablar ni ese día ni nunca, tan sólo deseaba creerle y poder guarecerse en el cobijo de su vientre. Así es que la acompañó, desolado y solícito, hasta la puerta, y, ya en el umbral, le regaló la hermosa pitillera de diseño italiano que acababa de comprarse el día anterior. Como quien sacrifica un preciado bien a un dios pagano. Ya sabes que yo no fumo, dijo Paula, desconcertada. No importa, quédatela, a mí me encanta, dijo César.

Un día, poco antes del fin, César había ido a visitar a su madre. Estaba sentado junto a ella, oliendo su decrepitud, recién llegado y loco por marcharse. Era un atardecer de otoño y frente a ellos bailoteaban y chillaban unos cerditos y un lobo feroz en los dibujos animados de la televisión. Su madre permanecía con los ojos fijos en la pantalla, delgadísima ya, con su habitual traje de florecitas colgándole como un pingo de los huesudos hombros y los brazos recogidos en el regazo como si estuviera acunando su enorme vientre inflamado. César escrutaba sus emaciados rasgos, calculando cuánto tiempo quedaba: tan sólo semanas, quizá días; de cuando en cuando un espasmo de dolor recorría el rostro de la mujer con un culebreo silencioso. César se dijo para sí que no podía soportarlo, y se sintió cayendo hacia el terror. En Navidades, comenzó a decir nerviosamente, en Navidades, cuando estés mejor, vamos a hacer un viaje a la costa, al sol, a ver el mar; y mientras hablaba César se hundía más y más en el pánico, como quien chapotea en un pantano. En cuanto que te pongas buena vamos a hacer muchas cosas juntos, ya verás, insistía enfebrecido y sin oírse. Entonces su madre giró lentamente la cabeza, clavó en él unos ojos sin fondo que lo abarcaban todo y sujetó una de las manos de César entre sus propias manos descarnadas. Tranquilízate, hijo, decía la madre mientras le acariciaba blandamente. Tranquilízate, hijo, no es tan terrible, no debes tener miedo. Y así, cobijado en el sólido hueco de las manos maternas, mientras el lobo perseguía a los cerditos en el televisor y la tarde moría en la ventana, César sintió que traspasaba una puerta, que penetraba en un espacio interior en donde, rescatada a través de la distancia, resplandecía intacta la magia poderosa de su madre. Y, lo mismo que cuando era un niño chico, César se dejó apaciguar por su sabiduría y se supo a salvo de lo desconocido y del misterio. Así permaneció un buen rato, lloroso y sin hablar, embriagado de intimidad y de reencuentro.

Las siete. Ya había amanecido. César chasqueó la lengua, gruesa de sueño y de tabaco, de sabor abominable, seguramente maloliente. Pero no había nadie alrededor que pudiera oler su aliento. Ahora, con las sombras de las esquinas convenientemente contrarrestadas por la potente luz diurna, César empezaba a advertir que la somnolencia se acercaba, como un paciente depredador a punto de alcanzar su fatigada presa. Llegó la hora de dormirse, se dijo bostezando; y arrojó al suelo el montón de tebeos del Príncipe Valiente que había sobre la cama. Ahora caería en un sueño agotado y profundo, frío como una tumba, y se despertaría como siempre demasiado tarde. Tan tarde que la luz se agolparía al otro lado de las persianas bajadas, empujándolas, se diría que hinchándolas, casi reventándolas con ese sol que se filtraría a presión por las rendijas, que se clavaría en él como una flecha luminosa, delatándole, señalándole, conminándole, gandul, inútil, zángano, para vivir así te daría lo mismo el estar muerto.

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