3

César estaba tan elegante como todos los demás, por lo menos tan elegante como Miguel o como Quesada, pero el maldito perro parecía haberlo descubierto con su olfato infrahumano, el maldito perro le había seleccionado a él y sólo a él de entre los ejecutivos presentes, todos iguales en sus trajes de doble botonadura, todos aparentemente idénticos bajo la envoltura de franela gris o alpaca azul marino. La ropa de César procedía de la mejor boutique de hombre de la ciudad; por una vez no tenía manchas y ni tan siquiera arrugas, porque acababa de recoger el traje del tinte tras varios meses de destierro; los zapatos, italianos, estaban recién lustrados: Encarna la asistenta lo había hecho. Incluso vestía unos sobrios calcetines de ejecutivo, de esos cuyo elástico deja una marca violácea bajo la rodilla, un surco que es como el contraste de calidad del directivo. Además: no había llegado ni demasiado pronto ni demasiado tarde; se había parapetado inmediatamente tras un whisky, como todos; y se había instalado confortablemente en un rincón discreto. Pues bien, a pesar de todo eso el perro lo había reconocido; se había dado cuenta de su condición de forastero, de su penosa extranjería interior. En fin, algo debía de haberle delatado, porque el maldito perro se había abalanzado directamente sobre César. Era un teckel diminuto de enredado flequillo y ojos malignos tras las greñas.

Lo sabía. César sabía que no debía haber venido. Pero, ¿cómo negarse? Voy a dar una fiesta en casa para celebrar lo del Globo de Oro de Milán, vendrás, ¿verdad?, dio por sentado Nacho. Claro, claro, por supuesto, contestó César; y además felicitó a Nacho por el premio con efusividad excesiva. De modo que ahora estaba aquí, sintiéndose como un cordero en la guarida de un león y repartiendo sonrisas mentirosas. Nacho había invitado a todo el mundo, incluso a Matías, a quien César veía ahora al otro lado de la sala, junto al ventanal, en el centro de un metro cuadrado de soledad. Y pese a todo el maldito perro le había escogido a él, César; quizá Matías apestaba demasiado a muerto. Apenas si había transcurrido un mes desde su encuentro en el aparcamiento subterráneo, desde que le quitaron la plaza del garaje. Pero tan breve espacio de tiempo había sido suficiente para acabar con los alientos de Matías. La desgracia se había cerrado sobre él con la misma rapidez con que se cierran las aguas de una charca sobre una piedra que se hunde. Matías había sido destituido, trasladado, humillado, apuntillado. Y hasta el teckel parecía haberse dado cuenta de que era un cadáver sin redención posible.

Está bien, pensó César, me he equivocado. He hecho mal viniendo a esta maldita fiesta. Pero entonces todos hubieran pensado que envidiaba a Nacho su Globo de Oro. Y lo envidiaba, ¡sí! Desesperadamente, amorosamente lo envidiaba. Pero no era eso lo peor. Lo peor era estar ahí, en la fiesta, fingiendo un regocijo inexistente; lo peor era carecer de la hombría necesaria para aguantar abiertamente el peso de su enemistad con Nacho. Porque eran, sin duda, adversarios feroces; y Nacho no detendría su ascensión carnicera hasta haber degollado definitivamente a César. ¿A qué venía, entonces, este guardar las formas tan cobarde, este penoso paripé, el estar bebiendo y comiendo mansamente de la mano de tu asesino, tu verdugo? No confundas las cosas: eso no es falta de hombría sino de dignidad, le decía Paula en ocasiones.

Entonces, ¿qué crees tú que es la hombría?, contestaba él. Oh, un invento, una mentira, una convención que vosotros mismos habéis creado. A veces Paula le sacaba de quicio con su feminismo tan latoso.

Vaya, parece que le has gustado al perrito, ironizó Quesada, apareciendo repentinamente junto a César. Está entusiasmado contigo, repetía Quesada con un aliento peligrosamente inflamable. Pues sí, ya ves, caigo bien, en fin, masculló César hurtando la nariz e intentando quitarse el animal de encima. Pero se trataba de un monstruo pequeño y obcecado, una perseverante bestia. Ahí estaba, haciendo equilibrios sobre sus dos patitas posteriores, abrazándose a sus pantorrillas, masturbándose frenéticamente contra sus mejores pantalones. Maldito chucho. Sacaba una lengüecita rosa y jadeaba. Te digo que lo has enamorado, repetía Quesada beodamente. Que sí, que ya lo veo. César probó a caminar un poco, pero el muy rijoso le iba siguiendo los talones. Sacudió entonces la pierna de modo discreto, pero el maldito perro reiniciaba el asunto tan pronto como dejaba de moverse. Y no era cuestión de que se enterara todo el mundo; es decir, no podía estarse pataleando todo el rato. Qué demonios habría sospechado el perro en él para escogerle con tanta decisión en medio de este bosque de piernas todas iguales.

No debía haber venido. Incluso le dolía el ver la casa tan cambiada, del mismo modo que dolía el encontrar a un antiguo amor y comprobar que no se reconoce la ropa que viste. Ese cuadro, por ejemplo: ese cuadro no estaba. Ni el gran rectángulo de sofás blancos. Ni los linos que tamizaban la luz cenital de la claraboya. Todo muy original, muy personal, muy bello; con ese refinamiento primordial que no te venden en las tiendas, que no se adquiere con dinero, sino que es consustancial en los cachorros de la clase superior. Nacho había crecido viendo cosas bellas, pinturas exquisitas, muebles singulares, jarrones de la dinastía Ming, copas de Bohemia. Cómo le envidiaba César ese precoz conocimiento de lo hermoso. Nacho había escuchado desde pequeño los conciertos de Brahms, las óperas de Mozart, los estudios de Bach, quizás una sinfonía de Stravinski o el meticuloso piano de Satie; ricas tramas musicales que resonarían por la casa mientras el niño Nacho jugaba al escondite con sus primos; porque los hijos de la clase alta se cultivaban así, como por ósmosis. Nacho habría visto, desde muy chico, la lujosa biblioteca familiar; las estanterías de nogal; los miles y miles de volúmenes. Libros encuadernados en piel, con los filos dorados, con fino papel biblia, con grabados preciosos. Libros para perderse, para investigar, para atisbar la inmensidad del mundo. Cómo le envidiaba César ese privilegio cultural. Del mismo modo que los gimnastas de élite comenzaban a contorsionarse siendo críos, o que las grandes figuras del ballet empezaban a ejercitarse en la niñez, así los ricos trabajaban la musculatura de su sentido estético desde la infancia, de suerte que al llegar a la madurez estaban muy por delante de los demás mortales, tan inalcanzables en eso como lo eran Nuréiev o la Comaneci en el dominio de sus cuerpos. Al principio, cuando aún lo creía amigo, Nacho le escuchaba decir todo esto y se reía: Estás equivocado, César, los ricos de este país son en general unos analfabetos, unos bestias. Pero César sabía que había que empezar desde temprano para llegar tan alto; y se desesperaba con la colosal intuición de sus propias carencias.

César ha enamorado a un perro y… haciéndose una paja con su pierna, oyó decir allá a lo lejos a Quesada con una pituda voz de chufla, sus palabras medio borradas en la distancia por el oleaje de las conversaciones. Y, en efecto, la bestezuela seguía jadeando y restregándose, mirándole con ojillos de loco. ¿No se cansaría nunca? ¿No se sentiría tentado a probar suerte y aventura en otras piernas? Por ejemplo: las sólidas extremidades inferiores de Pittbourg, que estaba charlando en un pequeño corro justo al lado; rotundas pantorrillas de ex-jugador de soccer arropadas en una franela estupenda; además tenía vueltas en los bajos del pantalón, lo cual sin duda proporcionaría a la pequeña bestia una superficie de refrote interesante. ¿No le apetecería experimentar placeres nuevos? Pero no; el maldito chucho era un animal fiel, en apariencia. Y por otra parte no era un chucho, sino sin duda un bicho de pedigrí finísimo, medio kilo de perro pertrechado de certificados, papeles acreditativos y diplomas de alcurnia, porque seguramente el puñetero monstruo poseía un árbol genealógico más frondoso que el del plebeyo César, seguro que del teckel se conocían al menos media docena de generaciones previas, mientras que César se perdía en las oscuridades en cuanto que pasaba a sus abuelos. Si hubiera tiendas de personas, lo mismo que existían las de animales, su cotización de hombre de clasificación indefinida sería sin duda inferior que la de ese monstruo de lujuria. O aún peor: algo le hacía sospechar a César que él no encontraría comprador. Se imaginó a sí mismo en un enorme hangar, encerrado en su jaula solitaria; por delante de los barrotes pasarían los clientes sin mirarle, atraídos por los ejemplares de las cajas vecinas, que eran todos hombres provistos de un fenotipo claro, nítidos en sus características vitales, perfectamente reconocibles, socialmente adecuados. Y los compradores, como Tessa, la mujer de Nacho, sí, Tessa estaba allí, al otro lado de las rejas de su jaula; los compradores, en fin, verificarían escrupulosamente la pureza de los ejemplares de la tienda, Tessa escrutando la dentadura ejecutiva de los hombres, su pedigrí del éxito. Y los clientes irían vaciando las jaulas vecinas, que se volverían a llenar y se volverían a vaciar, mientras él, César, envejecía en su rincón, del mismo modo que el cachorro feúcho y de raza mestiza permanecía meses y meses en la tienda sin que nadie lo quisiera, creciendo descuidado de todos dentro de un cajón, hasta convertir su jaula en un recinto demasiado estrecho para sus dimensiones de adulto olvidado. Ni siquiera Paula, a la que ahora veía César entrar en el hangar, ni siquiera Paula, se temía, sería capaz de mirar al cachorro como éste necesitaba ser mirado.

Paula estaba en efecto al otro lado de la sala, seguramente acababa de llegar. César se extrañó, porque le había dicho que no pensaba venir; y en cualquier caso se había retrasado bastante. La contempló casi con ternura, miope y parapetada detrás de un vaso de algo y de un cigarrillo, mirando a la concurrencia con ese gesto casi feroz que la extrema timidez le confería. No siempre era tan tímida, sólo a veces; como ahora, cuando entraba en un vasto salón lleno de gente. Le asustaban las muchedumbres, como a él; por eso César le había propuesto que vinieran juntos esa noche. En fin, mejor tarde que nunca. César puso rumbo hacia Paula y dio dos o tres brazadas en el mar de gentes; pero chocó con el iceberg Smith, el gerente, tan enorme, calvo y lívido como una masa de hielo. Oh, oh, amigo Sisar, gruñó encantado el iceberg, agarrando a su víctima del brazo. El maldito perro volvió a trepar por la pantorrilla de César. Globo de Oro muy importante, decía Smith; Globo de Oro muy interesante, muy bueno para la agencia, yo ahora meter Globo de Oro en la book de este año, ¡más clientes! ¡más dinero! ¿Comprendes? Y César decía que sí, que comprendía, e intentaba encontrar el modo de zafarse, perdona Smith, pero iba al servicio, rest-room, toilette; y al fin Smith abría la garra, soltaba su magullado brazo, no sin antes despedirse con su broma habitual del ¡Ave Sisar! bramada con los talones juntos y la mano en alto; broma que siempre provocaba en César angustiosos deseos de matarlo o morirse. Pero como Smith era el gerente se limitó a sonreírle.

Se alejaba a toda prisa de Smith, con el maldito perro aún enredado entre sus piernas, cuando advirtió que Paula ya no estaba sola. Ahora se encontraba con Morton y con Nacho; y con un puñado de aduladores oficiales. César detuvo su avance en seco; el perro se estrelló contra su pantorrilla derecha. No quería sumarse a un grupo así; no quería tener que sonreír a Nacho; no quería que Morton pensase que le andaba buscando. No quería confundirse con la corte. Dio un trago a su copa, sin saber qué hacer.

Claro que su posición había empeorado sensiblemente, pensó César. Ahora se encontraba en medio de la sala, había perdido el refugio de su acogedor rincón y se sentía expuesto a un riesgo indefinido. No debía haber venido. Esta casa, que antes fue un cobijo para él, era ahora una trampa. Aunque no, siempre fue una trampa; sólo que él no se había dado cuenta. Te has portado tan bien con Nacho, decía Tessa por entonces agitando su melena de oro auténtico. Porque Tessa era una andaluza rubia. Había nacido rubísima a fuerza de que sus padres, y sus abuelos, y los abuelos de sus abuelos, vivieran como rajaes y se alimentaran opíparamente. O quizá tuviera algún antepasado inglés y desde luego lord. ¿Por qué se casaban siempre entre sí? Los ricos. Los aristócratas. ¿Por qué, aunque se manifestaran como los más desprejuiciados, los más modernos y demócratas, siempre se casaban entre sí? Nobles con nobles, apellidos con apellidos, fortunas con fortunas. O acaso apellidos con fortunas y viceversa. Y él, César, que no tenía ni una cosa ni otra, ¿qué podía hacer?

Por entonces venía muy a menudo a verlos; desde luego todos los fines de semana. Ni siquiera tenía que avisar: era como de la familia. Y eso era precisamente lo que cautivaba a César: el esplendor hogareño que aquí se respiraba, la domesticidad perfecta. El jardín siempre húmedo en verano, el fuego de leña olorosa en los inviernos; la calma y la belleza que saturaban el ambiente. Todo era adecuado e impecable; todo parecía tener un sentido, incluso el gesto más banal. Aquí Tessa, y Nacho, y los niños, se movían como si supieran para qué; con la misma determinación que los personajes de una película. Y luego estaba la luz: esas lámparas que irradiaban un halo de luz equilibrado y cálido, un círculo de oro dentro del cual era obvio que jamás podría pasarte nada malo. César no había conseguido instalar una luz semejante en su casa. Ni aun gastándose el dinero locamente, comprándose la última línea de lámparas halógenas o los focos más caros del mercado. Sus luces eran siempre insuficientes o demasiado nítidas; y desde luego frías e inhumanas. Ni aun habiendo progresado económicamente, como era su caso; ni aun invirtiendo las ganancias de su vida entera, en fin, en comprar las mejores lámparas del mundo, podría adquirir César siquiera un metro cúbico de ese aire dorado y exquisito, de esa luz suculenta. Porque para eso debía de ser necesario el haber nacido tan rico como Nacho. Cómo le envidiaba César esa temprana intimidad con la armonía.

Él, en cambio. La primera luz eléctrica que conservaba su memoria era una bombilla colgando de un cable pelado. Así era en la cocina, y en el comedor, y en el pequeño cuarto en el que César dormía. Bombillas sin aliento que en vez de iluminar repartían sombras. Estaban tan altos los techos, tan sucias las paredes, tan descascarillada y vieja la pintura. En algún momento el piso debió de estar limpio, debió de ser coqueto: cuando sus padres lo alquilaron, tras la boda. Los pobres imbéciles se casaron a finales de 1935; la guerra les desbarató la vida y cualquier proyecto de decoración ulterior, si es que tenían alguno. Para cuando César nació, en 1942, exactamente nueve meses después de que su padre saliera de la cárcel, la casa era ya una ruina mugrienta. De su infancia recordaba la decadencia física constante: los cristales de las ventanas que se rompían y que eran reemplazados por cartones; los grifos que goteaban y que nadie arreglaba; las sillas desencoladas a las que sólo les quedaban tres patas, y en las que había que aprender a sentarse esquinadamente para mantener el equilibrio y no caerse. Una bandeja ennegrecida y otrora plateada, los residuos de una vajilla de té en vidrio con los filos de oro y un cenicero de porcelana roto y cuidadosamente pegado constituían los únicos restos arqueológicos de un mundo mejor definitivamente ido; mementos de cuando el padre de César era regente en los talleres de un periódico, de cuando la casa aspiraba a ser feliz. Pero el padre salió enfermo de la guerra o de la cárcel y no volvió a trabajar como regente. Y los picaportes de las puertas se soltaban, los baldosines se rajaban, los somieres se rompían, las persianas de madera se remendaban con cuerdas o permanecían definitivamente caídas, cegando las ventanas; la cisterna del retrete no funcionaba y los marcos de las puertas se iban pelando de cal de los portazos. Vivían en la apoteosis de la ruina.

Resultaba increíble que el perrito siguiera dale que te dale. Era un fenómeno, un sátiro incansable. César sacudió contundentemente la pierna, intentando desembarazarse del mal bicho; el perro gruñó y se revolvió, enfadado. ¡Señor Miranda! César miró alrededor. ¡Señor Miranda!, repitió la voz reprobadoramente: era la señora Smith, que le observaba con ojos de disgusto, con la boca de disgusto, con cara de disgusto, con pecho de disgusto, enormemente disgustada toda ella, derramando disgusto sobre César en avasalladoras oleadas. ¡No le da pena, señor Miranda, pobre perrito! El pobre perrito lleva una hora haciéndose una paja con mi pierna, estuvo tentado a contestar. Pero no, cómo iba a decirle esa barbarie; y más teniendo a Smith al lado, oh, oh, ahí estaba Smith, junto a su mujer, mirándolo, se habría dado cuenta de que no había ido a los servicios, de que César le había mentido, que se había escapado de él, que le había rehuido. ¡Rehuir al Gerente General! César se agachó y acarició con efusividad al maldito perro.

A su padre le recordaba en la cama, enfermo; o bien sentado en la única silla con cuatro patas que quedaba y pegando suelas en silencio. Porque trabajaba como zapatero remendón. Se lo contó una vez a Nacho y a Tessa; con ellos, el ser hijo de un zapatero remendón resultaba incluso exótico. Tienes un mérito increíble, eres fabuloso, exclamaba entonces Tessa sacudiendo el oro viejo de su pelo. Y él, César, se lo creía. Creía que Nacho y Tessa le admiraban; que apreciaban su mayor experiencia, que respetaban su profesionalidad y su trabajo. ¡Pero si César incluso había estado coqueteando con Tessa! De un modo platónico, sin llegar a nada, un simple juego; como el profesor que mantiene a raya, con enternecida pero halagada superioridad, el apasionado arrobo de una alumna. Qué manera de hacer el ridículo, Dios mío. Ahí seguían: Paula, Morton, Nacho y los demás moscones obsequiosos. Ahora acababa de unirse a ellos Quesada, que estaba contando algo. Algo de lo que todos se desternillaban, se apretaban los costados, abrían inverosímilmente las mandíbulas. ¿Sería posible que…? César sintió un golpe de frío en el cogote. Aguzó el oído, intentando atrapar las palabras por encima del barullo general. ¿No estaría Quesada contando que…? ¿Y ese gesto que estaba haciendo ahora, señalándose hacia el pie, que provocaba tamaña hilaridad entre los oyentes? Estiraba César el cuello desesperadamente, como si el ver mejorara de algún modo su audición. ¿No estaría Quesada repitiendo otra vez lo del maldito chucho? César ha enamorado a un perro; o bien: César ha enamorado a tu perro, Nacho. Tu perro se ha quedado prendado de César, aunque te parezca difícil; o quizá: Tu teckel ha descubierto por fin que César es un perro. ¿Por qué se reían todos tanto? Le parecía estar oyéndolos: El pobre César estará contento porque llevaba mucho tiempo sin tener éxito con nadie. ¿Lo había dicho? ¿Lo había dicho Nacho de verdad? ¿Lo había escuchado César, lo había adivinado de sus labios? Y Paula, ¿por qué le traicionaba y se reía? ¿O quizá lo estaba imaginando todo? Bebió de un golpe lo que le quedaba en el vaso y se sintió enfermo: llevaba tres copas y normalmente tomaba poco alcohol. El animal seguía brincando en su tobillo, estúpido además de rijoso, porque por mucho que se meneaba no conseguía refrotarse del modo apropiado. Y ahora que lo pensaba bien, ¿no resultaba sorprendente que el maldito perro le hubiera escogido precisamente a él? ¿De entre un centenar de piernas todas igual de apetecibles? ¿No era hasta demasiado sorprendente? ¿Incluso se podría decir que sospechoso? ¿No podría Nacho…? O quizá Tessa. ¿No podrían haber enseñado al animal para que fuera a refrotarse exactamente contra él, César, y no contra otro? Era una malignidad posible, incluso fácil; bastaba con educar al perro dándole a olfatear alguna prenda suya; y seguro que César se había olvidado algo en esta casa, de cuando se quedaba a dormir; o de cuando venía a la piscina. El bañador de las palmeras, por ejemplo; ¿no era cierto que no había vuelto a encontrarlo? Exacto, exacto, era el bañador de las palmeras, lo había buscado sin éxito por todas partes, cómo no se le ocurrió antes que se lo había dejado en casa de Nacho. César se estremeció, sintiéndose como la víctima de un conjuro vudú. Le desasosegaba el pensar que sus prendas personales andaban dando vueltas por ahí, por el mundo grande y enemigo; tanta fragilidad, tanta intimidad al descubierto. El teckel le escrutaba con sus ojillos como botones de vidrio coloreado.

Calma calma calma, se dijo César. Estás desbarrando, amigo. Estás verdaderamente desquiciado. Morton, Paula y los demás siguen charlando al otro lado de la sala. Y se ríen. Pero Smith te está mirando, la señora Smith te está mirando, Miguel te está mirando, Pittbourg te está mirando, incluso Matías te está mirando. ¡Compórtate! Te miran porque te saben distinto, como el perro. Así es que actúa como una persona normal. Engáñales fingiendo que eres como ellos. Enciende un cigarrillo; camina hacia la mesa con el animal pegado a tus talones; coge un nuevo vaso de whisky y bebe un poco; sonríe a Smith, sonríe a la señora Smith, sonríe a Miguel, sonríe a Pittbourg, sonríe incluso a Matías; levanta el vaso en un mudo y simpático brindis por encima de las cabezas de la gente: así. ¿Te das cuenta? Piensan que todo marcha bien, ya van dejando de mirarte, se desentienden de ti; Smith, la señora Smith, Miguel, Pittbourg, incluso Matías. Todos vuelven a lo suyo. Por esta vez, César, te has salvado.

César bebió un trago más largo mientras el corazón le traqueteaba en el pecho. Oh, sí, tenía los nervios desquiciados; sospechar que el perro estaba adiestrado era un pensamiento absurdo, una idea demente y peregrina. Aunque imposible no era, eso desde luego; estaba claro que el animal era susceptible de ser amaestrado: César había visto perros, en los circos, ejecutando actos increíbles. O sea que no era imposible, pero sí muy improbable; que Tessa y Nacho se dedicaran a tan rocambolescas maniobras no resulta razonable. Claro que, bien mirado, ¿por qué no iba a resultarlo? ¿No se habían empeñado con anterioridad en maniobras si cabe más rocambolescas y rastreras? Por ejemplo: la guerra camuflada que Nacho había emprendido contra él sin declararla jamás abiertamente. Una conflagración oculta, un secreto a voces; probablemente César fue el último en darse cuenta de que estaba siendo sitiado torpedeado acuchillado. Él sólo sabía que el aire se espesaba por momentos y que de cuando en cuando se caía en el cráter reciente de un obús. Hasta que un día se descubrió a sí mismo en mitad de un círculo vacío; los demás empleados de la agencia habían hecho un corro alrededor y contemplaban con avidez el espectáculo: y él, César, se hallaba en el centro de esa arena de gallos, frente a Nacho. Fue una revelación que le llenó de náusea y de pavor.

Cómo pudo tardar tanto en comprenderlo. Por ejemplo: el quedarse sólo a la hora de comer. Tantos años llevaba César en la Golden Line , tantos años incluso desde antes, desde que la agencia se llamaba Rumbo. Tantos años almorzando con sus compañeros en alguno de los tres o cuatro restaurantes de la zona, y de pronto empezaban a pasar cosas extrañas, de pronto todo el mundo desaparecía subrepticiamente de la agencia a la hora de comer y César se descubría súbitamente solo, rezagado, descolgado de todos los demás. Y entonces bajaba a buscarlos por los restaurantes de los alrededores y a veces los encontraba sentados en una animada mesa en la que no sobraba ni una silla. Hola, César, decían entonces sus viejos compañeros, un poco rígidos, un poco titubeantes, un poco ruborosos. Vaya, hombre, César, intenta acomodarte en algún sitio, añadía Nacho con ademanes de anfitrión, rutilante y encantador. Y al principio César se sentaba, y era como si la silla tuviera puntas de cuchillos. Así es que después se fue acostumbrando a comer solo; a veces coincidía con ellos en el mismo restaurante, él devorando cualquier cosa en la barra y ellos comensales alegres al otro lado del salón, sus antiguos compañeros revoloteando ahora con arrobo en torno a Nacho, un chico tan joven, tan guapo, tan bien educado, tan encantador, tan prometedor y tan brillante.

Por ejemplo: el que Nacho se hiciera cargo de la campaña de bronceadores que había empezado él. ¡Pero si al principio César intentó incluso alegrarse! Porque, cuando trajo a Nacho a la agencia, César tuvo que luchar con todo empeño para que lo aceptaran. Los americanos, el propio Quesada e incluso Morton encontraban que Nacho era demasiado moderno; que, viniendo como venía de Alemania, no sabía adaptarse al mercado español; en fin, que no servía. Pensaron echarlo varías veces durante el período de prueba, y fue César quien consiguió que al final se le firmara el maldito contrato. Porque él, César, sabía que Nacho era muy bueno. Así es que, cuando le comunicaron que Nacho iba a quedarse con lo de los bronceadores, César quiso pensar: Esto quiere decir que ya confían en él. Quiso pensar: Estupendo, así se demuestra que yo tenía razón respecto a Nacho. Quiso pensar: Me alegro por él, es tan buen amigo, tan buen chico. Pero a César le palpitaban las sienes, le temblaban las piernas, y sintió que se le escapaba a presión, como el vapor se escapa de una tetera hirviendo, la tenue sustancia que compone la propia estimación; y se iba desinflando por momentos, cada vez más arrugado y más pequeño.

Por ejemplo: los apuñalamientos por la espalda. El que Nacho se hubiera pasado dos semanas trabajando secretamente tarde y noche para presentar un crítica demoledora a su campaña de bronceadores y un proyecto alternativo. Cosa de la que César no se enteró hasta que transcurrieron muchos meses. Y que sin embargo conocía de cabo a rabo todo el mundo. Oh, qué imbécil había sido César, qué ridículo, paseándose durante tanto tiempo por la agencia con sus cuernos laborales y su inocencia, la risible inocencia del cabrón.

¡Por ejemplo! La malevolente astucia de Nacho, su asombrosa habilidad para contaminar el aire. César fue un profesional estupendo, decía Nacho a veces; o quizá: César estuvo entre los mejores de su tiempo; con qué dominio utilizaba Nacho el tiempo pasado de los verbos, qué arteramente le enterraba con sus pretéritos perfectos e imperfectos. Para luego añadir, en la segunda fase de la insidia: Claro que en su tiempo era fácil, casi no había competencia. Cianuro endulzado con almíbar. Era un elegante carnicero. Y ya por último el ensañamiento a sus espaldas: Siento tener que decirlo, pero lo que ha propuesto César esta mañana me parece terriblemente antiguo, en realidad se ha copiado a sí mismo, ya hizo ese tríptico hace diez años para una campaña de aceiteros. Todo el día, todos los días, todas las semanas de todos los meses del último año: Nacho había dedicado todos los instantes de su vida a combatir a César, machaconamente, obsesivamente, sin piedad. Y no se limitaba a perseguirle en el terreno laboral; Nacho quería más, quería arrebatarle los amigos, desprestigiarle también humanamente, arruinar sus relaciones afectivas. Aniquilarle. Como un vampiro que se alimentase de su sangre, como un cáncer creciendo a expensas de sus vísceras. Hace un montón de tiempo que no veo a César, comentaba por ejemplo a sus colegas: Hay que ver qué bien vive, no da ni clavo, no viene nunca por la agencia y seguro que cobra bastante más de lo que estáis cobrando vosotros, que os pasáis el día trabajando. Porque Nacho estaba siempre en Golden Line; temprano por la mañana, por la tarde, por la noche; tomando copas a la salida de la agencia con Quesada, con Pittbourg o Miguel. Nacho ubicuo, perenne, contumaz. Lleno de salud y de energías. Joven verdugo infatigable. Y César, en cambio: César se sentía tan cansado. Cuando César empezó a enterarse de las maniobras de Nacho; cuando comenzaron a llegar a sus oídos los comentarios que el otro hacía a sus espaldas, fue cuando se descubrió a sí mismo en medio de la arena ensangrentada. Quiso retroceder, pero el corro de espectadores lo impedía. Quiso salir huyendo, pero ahí enfrente estaba Nacho con sus espolones plateados, enormes garras artificiales de las que goteaba una sustancia oscura y negra. Él, en cambio, pobre avechucho César, tenía las uñas rotas y las plumas raídas; y el pánico impregnado de pena hacia sí mismo del cobarde que es obligado a combatir. Iba a perder; en realidad ya había perdido. El sol resultaba cegador y el ruido del silencio era terrible.

A la edad en que Nacho estaba estudiando arquitectura, él, César, trabajaba coloreando letras en una agencia; y tenía que hacer verdaderos esfuerzos económicos para poder ir de vez en cuando a Francia a comprar libros de arte contemporáneo o revistas de diseño. Porque en la España franquista no había nada. Nacho, en cambio, se había librado de la sordidez de la posguerra y se había criado en las vanguardias; hablaba inglés, francés, alemán; había vivido en Nueva York, había trabajado en Hamburgo durante año y medio en el departamento creativo del Stern. No era justo. No era justo. No era justo.

Ahora Paula y Nacho se habían quedado solos; conversaban animadamente allá a lo lejos. Qué tendría que contarle Nacho a Paula. Y por qué escuchaba Paula tan sonriente. A veces, cuando César se quejaba de las humillaciones recibidas, Paula le decía que aún podía darse por contento, que ella y las demás sí que se encontraban relegadas, que por ser mujer nunca conseguiría nada. Y entonces soltaba la vieja retahíla, que si ella era la única persona proveniente de la antigua agencia que jamás había sido ascendida, que si promocionaban a gente incomparablemente más inepta, que sí nunca le daban una oportunidad, que si se apropiaban de sus ideas. Quizá Paula tuviera razón, y además César se apresuraba a concedérsela para calmar sus ánimos; pero de algún modo pensaba en su interior que era distinto, que en el caso de una mujer todo eso no era tan importante, que el drama que él vivía ella jamás podría entenderlo. Porque el que Paula no fuera ascendida a fin de cuentas no era una injusticia tan enorme. Las mujeres carecían de ambición. Ése es el problema, reflexionó César, sintiendo las uñitas del teckel rasguñándole la pierna. Ésa era la clave del asunto: que él no tenía ambiciones. ¡No tenía ambiciones suficientes! Se espantó de la enormidad que estaba pensando. ¡Un directivo sin ambiciones! Como un guerrero sin coraje, un santo sin fe, un trapecista con vértigo. Al principio se lo decía a Nacho. Nacho, decía César, ten cuidado con ellos; ten cuidado con Quesada, con Miguel, con todas esas aves de rapiña; a mí me odian porque yo no voy asesinando por el poder como asesinan ellos, y seguramente te odiarán a ti del mismo modo. Y Tessa sacudía su melena mineral y exclamaba: Eres maravilloso, César. Hasta que un día César se enteró de que Nacho repetía sus conversaciones a Quesada. No, César no asesinaba por poder, pero desde luego deseaba ver a Nacho muerto. Nacho muerto y él refulgiendo como primera estrella de la agencia; Nacho muerto y remuerto y él obteniendo el Globo de Oro. Aunque no: mejor sería que se desprestigiara. Que abusara de la confianza de la empresa, y lo pillaran. Que hiciera unas campañas desastrosas. ¡Que cometiera un desfalco! Que se peleara con el mejor cliente. Que, cegado por su ambición, intentara ocupar el puesto de Morton, y Morcón, en justa defensa, le arrojara sin más miramientos a la calle. Nacho despedido, Nacho deshonrado, Nacho muerto y dejándole vivir.

Ahora Nacho y Paula se habían callado. Simplemente estaban el uno ante el otro y se miraban. ¡Deberían prohibir que la gente se contemplara así, tan impúdicamente frente a todos! Agarrados a sus copas vacías se miraban. El perrito seguía trepando por la pierna de César, persiguiendo un placer imposible. Años después de que su padre muriera, César se enteró de que había estado en la cárcel, de que había sido un rojo: en casa nunca se hablaba de política. En medio de toda la gente se miraban. César pegó una patada al teckel, lo lanzó volando por los aires a más de un metro de distancia. Smith miró, Quesada miró, la señora Smith miró, Pittbourg miró, Miguel miró, Morton miró, incluso Matías miró, mientras Paula y Nacho se seguían contemplando mutuamente. Cómo has podido hacer una cosa así, exclamaba Tessa mientras recogía del suelo el puñado de pelos gimoteante, nunca te creí capaz de comportarte de este modo. Y vosotros, calló César con sobrehumano esfuerzo, Y vosotros.

Загрузка...