9

Lo de la cita ya era en sí bastante malo, pero César alcanzó el colmo de la desazón cuando el ordenanza de la agencia empezó a repartir los sobres azules del correo interior. Cuando César se encontraba muy angustiado la tensión parecía hincharle las cuerdas vocales como si tuviera un ataque feroz de amigdalitis. Ahora se encontraba así, sin ir más lejos; como si se hubiera tragado una bola de billar. Carraspeó y rugió un par de veces intentando desatar el nudo que atenazaba su laringe; Conchita despegó los ojos de la pared y le contempló con expresión profundamente airada: quizá había tomado sus afanes respiratorios por regüeldos. Conchita estaba hoy particularmente belicosa. Que el señor Morton le quiere ver a usted a eso de las siete, le había dicho nada más llegar; y por el desprecio que impregnaba su voz era evidente que el hecho de que Morton reclamara la presencia de César no era para ella sino una prueba más de la connivencia de éste con el Gran Enemigo. Porque, en su calidad de desterrada interior, de apestada subsidiaria, Conchita no contaba con fuentes de información directas y por tanto no podía saber que César se encontraba en el mismo umbral de la desgracia. O eso se temía él.

Desde luego los síntomas eran verdaderamente preocupantes; la Convención se echaba encima y parecía como si se hubiera fraguado una conjura general para no tocar el tema en su presencia. Y así, bastaba con que César se acercara a la máquina del café para que el corrillo de ejecutivos allí presentes callara de modo súbito y todos se pusieran a soplar sus vasos con una unanimidad muy sospechosa. Porque cuando él se alejaba pasillo adelante podía escucharles retomar alegremente la conversación, haciendo bromas y cabalas, generalmente obscenas, sobre el fin de semana que les ocuparía la Suprema Reunión Empresarial. Y en los retretes, César les había oído repetir las sobadas anécdotas de la Convención pasada, ¿os acordáis de cuando a Miguel se le rompió el micrófono y nadie le advirtió que no se le entendía una palabra?, y ese os acordáis jamás incluía a César, no ya como si él no estuviera ahí, meando sonoramente junto a ellos, sino aún mucho peor, como si él no hubiera asistido ni a la Convención pasada ni a ninguna. Tal parecía que la Golden Line estaba borrando la existencia de César del mismo modo que Stalin borró a Trotsky de las páginas de la enciclopedia rusa; y a César no le era costoso imaginar un enjambre de siniestros empleados orwellianos alterando laboriosamente las actas de las Convenciones a las que él había asistido; e incluso alcanzaba a ver un segundo destacamento de sicarios destruyendo los vídeos de sus mejores campañas, enterrando los premios que había conseguido y quemando en una pira la totalidad de sus cuadros, incluyendo el que estaba colgado en el Museo de Arte Contemporáneo. Porque la Historia la escribían los vencedores; y si la Golden Line pensaba acabar con él, procurarían convencer a todo el mundo de que César Miranda no sólo era en la actualidad una calamidad evidente, sino que antes tampoco había llegado a ser gran cosa. Maniobra fácil ésta, dada la fragilidad de la memoria.

Por ejemplo: un día César se encontraba en el bar de la esquina, tomando el aperitivo con unos compañeros de la agencia. Uno de los presentes, un recién llegado, un jovenzuelo hambriento de victorias, sacó a colación a Constantino. Pues anoche conocí a un tipo muy chistoso, contaba el cachorro encendiendo con ampulosidad una pipa. Anoche, fue en la partida de poker, se llamaba Constantino y era un hombre ya mayor, el tío empezó a decir que si él había poco menos que montado la Golden Line , vamos, si le hubierais oído hablar os hubierais desternillado de risa, le estuvimos tomando el pelo un rato largo, vosotros que sois antiguos a lo mejor le conocisteis, por lo visto trabajó primero en Rumbo. Y César, secamente: Sí, claro que lo conozco. A lo que el joven depredador añadió: Pues oye, el tío no tenía ni idea de lo que era la publicidad. Y ahí fue donde César explotó. Que si Constantino era mejor profesional que todos ellos, que si había sido un pionero en España, que si a él, César, se lo había enseñado todo, que cómo era posible que la gente olvidara a un hombre así, que qué sabía un mocoso como él de todo esto. El mocoso le miraba estupefacto, los compañeros en edad y catadura del mocoso le miraban estupefactos, Paula le miraba estupefacta, el dueño del bar le miraba estupefacto, la estupefacción cundía por doquier en torno al vociferante César, pero éste, aun percatándose del pasmo general, no era capaz de cortar la febril catilinaria ni de contener el galope de sus sentimientos. Porque sus emociones se habían disparado de un modo convulsivo, con una furia que sacudía a César y que no dejaba de asustarlo, puesto que cuando Constantino fue despedido él no había dicho palabra ni se había sentido de ese modo, y ahora, en cambio, bastaba un comentario banal de un pobre idiota para que le ahogara la congoja y estuviera a punto de romper en lágrimas. Aunque al final se las arregló para aguantar el llanto. Tan sólo Paula, que le sirvió un nuevo vaso de vermut y cambió de conversación rápidamente, debió de darse cuenta de la inminencia del diluvio.

Paula.

César respiró hondo y se esforzó en pensar en Constantino, cuánto tiempo sin verlo, cómo estaría ahora, qué tal andaría de su úlcera de estómago, sus caderas redonditas y graciosas, sus carnosas caderas cabalgadas por Nacho.

Paula, Paula, Paula.

Alto ahí, era una obsesión morbosa, era dañino, no podía seguir alimentando esa demencia. Paula había dicho que no tenía nada que ver con Nacho y él le creía. Lo demás era producto de su inseguridad, de una debilidad perniciosa y estúpida. Se sentía en verdad tan débil, tan inerme. Como expuesto a una desgracia irreparable. El día amenazaba algo siniestro. Incluso la luz, ahora que lo pensaba, era distinta. Miró por la ventana: el cielo parecía desplomarse bajo el peso de unas densas nubes de color chocolate. Era un cielo increíble. Nunca había visto unas nubes así. La nuca se le empapó de sudor frío. Contempló a Conchita. Permanecía impertérrita mientras él se debatía contra el pánico en ese apocalíptico atardecer marrón oscuro. César respiró profundamente. Calma, calma. Mejor sería concentrarse en los peligros reales, en lo concreto. En la cita con Morrón, por ejemplo. Una cita a hora fija, cosa bastante absurda e inusual. Porque normalmente la secretaria de Morton llamaba y decía: Que venga Fulano a ver al señor Morton. Y el Fulano en cuestión atravesaba inmediatamente la agencia, perdiendo el culo, camino del despacho del Sumo Sacerdote. Cuanto más recapacitaba sobre ello, más ominosas le parecían las circunstancias de esta cita. Claro que quizás estuviera exagerando, se dijo mientras carraspeaba para hacer girar la bola de billar en su garganta; la vez pasada también se asustó mucho y luego resultó que sólo le quería contar lo de la muerte de Matías. Repasó mentalmente la lista de empleados de la casa con la esperanza de que se hubiera suicidado algún otro; pero no, no era posible, porque los había visto a todos en la agencia esa misma mañana. César resopló, angustiado: Qué demonios querría Morton de él.

Y ahora, además, estaba empezando a ponerse nerviosísimo con el asunto del correo interior. Porque el ordenanza ya había efectuado dos viajes al antedespacho de Morton, al cuarto de las secretarias, para recoger allí los grandes sobres azulones del correo interior e irlos repartiendo por la agencia. Un sobre para cada jefe, para cada mando, incluyendo los intermedios. Del nivel cinco para arriba, calculó rápidamente César; o sea, lo habitual en estos casos. Porque debían de ser las invitaciones para la Convención. Las convocatorias oficiales. Al otro lado de las mamparas de cristal, César veía a los demás abrir sus sobres y escudriñar el contenido; estaban demasiado lejos para advertir si sus rostros adquirían una expresión beatífica. El ordenanza se afanaba de acá para allá, la pila de sobres de sus brazos iba menguando velozmente y el hombre ni siquiera hacía ademán de venir hacia su zona. Pero un momento, un momento: ahora se detenía en mitad de la agencia, leía el nombre escrito en el último sobre, miraba alrededor, giraba su corpachón noventa grados, apuntaba con su barriga voluminosa hacia el rincón de César y sí, ahora sí, ahora navegaba hacia acá con la esperanza azul entre sus manos. Ya llegaba. Ya se le oía el jadear asmático. Ya llamaba a la puerta, aunque a través del cristal se veía perfectamente su presencia. Ya asomaba su cabeza por el quicio. Venga, termine de una vez, démelo ya, pensaba César. Pero el viejo miró a Conchita y dijo: Señorita Conchita, ¿sabe usted a dónde ha ido don Miguel? A lo que ella respondió en tono hermosamente bíblico: ¿Acaso soy yo la secretaria del señor Martínez? En eso apareció Miguel camino de su despacho, que era exactamente el contiguo al cuchitril de César, y entonces el ordenanza le entregó el último sobre azul que poseía, y que cayó en manos de Miguel, César hubiera podido jurarlo, con el aleteo de una paloma herida. De modo que ya estaba. Le habían dejado fuera de la Convención. Se había acabado el juego. Por la nuca de César ascendía una marea helada. Un sudor de adrenalina y miedo. Él nunca fue un tipo muy ambicioso; nunca se había propuesto de un modo consciente el ascender a cima alguna. El azar y su buena estrella le habían encumbrado: de repente se encontró siendo el virrey de un territorio que no había pensado en conquistar. Pero ahora las tropas enemigas le estaban echando del trono a puntapiés. César gimió. Conchita le miró suspicazmente. Ni siquiera podía agonizar en paz y sin testigos.

Ahora bien, ¿y si todo esto fuera una simple paranoia, un producto de la inquietud y la neurosis? César se refrotó las doloridas sienes e intentó enfriar su alarma. En realidad los sobres interiores podían contener una circular sin importancia; por ejemplo, alguna advertencia administrativa para los usuarios del aparcamiento. Y como él, César, carecía de plaza de garaje, no necesitaba recibir el sobre azul. Se acordó entonces César del pobre Matías, de su cara de alcohólico y sobre todo de anónimo, de su coche rojo chafándose irremisiblemente contra las columnas de hormigón del subterráneo en aquel día infausto en que le privaron de su plaza. El comienzo del fin. Las raspaduras del coche rojo todavía debían de seguir adheridas a la pared del aparcamiento como un tiznón de sangre.

Ya lo decía Clara, que era una brillante economista: Qué te esperabas, vivimos en un mundo homicida. La sociedad moderna, discurseaba ella, se había ido gestando en la Europa de los inicios industriales, con niños enclenques trabajando dieciséis horas diarias, mineros escupiendo sus pulmones podridos y obreras embarazadas tan agotadas y desnutridas que se iban camino del parto al cementerio. Pero había sido en Estados Unidos, y en el transcurso de los últimos cien años, donde rusos, irlandeses, italianos, polacos, galeses y demás tribus humanas se habían dado cita para construir sobre esa tierra nueva el modelo perfecto de colectividad depredadora. Recordaba ahora César una tarde en la que Clara se apasionó hablando de todo esto; porque ella poseía una dilatada biografía de activismo izquierdista y, a veces, en vez de conversar soltaba mítines. Aquel día Clara acababa de regresar de Londres de abortar; y César se encontraba sentado frente a ella, bebiendo cerveza y rabiando por decirle: Por qué me has hecho esto, por qué me has rechazado, por qué lo has desbaratado, también era mi hijo. Pero las palabras se le estrangulaban camino de la boca y César sólo hablaba del land run, del capitalismo y de Oklahoma. Antes de partir hacia Londres, Clara le había dicho llorando que no quería tener hijos ni de él ni de nadie, que no quería ser madre. Pero un amigo común la había visto el verano pasado con un tripón tremendo, grávida y feliz, preñada de otro. A estas alturas ya habría dado a luz. Este pensamento le resultaba a César tan insoportable como el súbito calambre en una carie.

El land run más famoso, bien lo sabía César de tanto oírselo contar a Clara, sucedió el 22 de abril de 1889 en Oklahoma. Ese día, un vasto territorio arrebatado a los indios fue parcelado y entregado gratuitamente a los colonos: bastaba con llegar a una parcela antes de que llegara ningún otro. El Ejército marcó una línea imaginaria en el límite del terreno, retuvo allí a los aspirantes a granjeros y, a las doce en punto, dio la salida para la gran carrera. Decenas de miles de hombres, de mujeres y niños se lanzaron colinas adelante. Iban a caballo, en burro, a pie, en carromato o diligencia; eran una horda de hambrientos y desposeídos y sabían que había muchos más individuos que terreno. Así es que galoparon hasta reventar los caballos, corrieron hasta desvanecerse de fatiga, se arrastraron por el barro cuando no pudieron más, se pegaron, se acuchillaron, se masacraron mutuamente para conseguir su rectángulo de polvo en propiedad. La carrera de la tierra, peroraba Clara encendida de justicia social, no la ganaba el más honesto ni el más inteligente, y ni siquiera el más rápido; triunfaba el más fuerte, el más cruel, el más insolidario e inhumano. Aquel que, por no detenerse, cortaba en dos con las ruedas de su carro al competidor que caía ante él en el barullo; aquel que apaleaba, amedrentaba y expulsaba de la parcela a un hombre más débil o quizá menos asesino; o aquel, incluso, que mataba alevosamente y por la espalda. Y esta apoteosis del abuso, en fin, no había sido el único land run de la reciente historia americana; en años sucesivos los indios fueron despojados de nuevos territorios y se perpetraron más carreras. De modo que lo del 22 de abril en Oklahoma no se trató de la calamitosa ocurrencia de un general fulminantemente degradado a raíz de aquello, ni del delirio político de un congresista cuya estrella hubiera declinado desde entonces. Es decir, remachaba Clara levantando un índice acusador y fino, no fue producto de un error, sino de una voluntad perversa, del deseo de construir una sociedad sobre esas bases; y la carnicería como vía natural de selección les pareció a lo que se ve de perlas. Eso decía Clara. Y sí, quizá tuviera razón. Así estaba el mundo como estaba, se dijo con gran congoja César. Así andaban todos, corriendo desesperadamente hacia la nada, atropellando al que marchaba delante, coceando al vecino, mutilando al caído, destripando al colega por ser un competidor de la parcela. Llenando la pradera, en fin, de un tumulto de muerte; esa inmensa pradera antes cohabitada pacíficamente por los bisontes y el espíritu del sabio Manitú y ahora enpequeñecida por el veneno de tantas rencillas. Si todos se callaran un momento, pensó César; si las máquinas, si los coches, si la actividad se detuviera un solo instante, podría escucharse el estruendoso jadear de todos los corredores que en el mundo somos, un respirar de asfixia que sonaría al fragor de las olas del mar contra la costa. Miguel, por ejemplo, se preguntaba César observando disimuladamente y de reojo el despacho contiguo: ¿no estaba Miguel bastante ahogado? ¿No se le veía acodado en la mesa, casi cabría decir derrumbado, y verdaderamente sin resuello? Y los otros, los demás, al otro lado de los separadores de cristal, en la gran sala, ¿no andaban todos boqueantes como barbos sin suficiente oxígeno? ¿Y cogiéndose los costados para aguantarse la punzada del correr, el doloroso flato? Pero no, no, era mentira. Todos estaban muy tranquilos. Y respirando por la nariz, como Dios manda. Tranquilos y felices con el sobre azul sobre sus mesas. En ocasiones César pensaba que esas cosas sólo se le ocurrían a él y se sentía muy solo.

¡No podía más! Tenía que ver el contenido de esos sobres como fuese. No resistía ni un instante más de incertidumbre. Era ya casi la hora de ir a ver a Morton y tenía la garganta como un papel de lija. No iba a poder hablar de puro miedo. Quizá no iba a ser capaz ni de tenerse en pie, porque las rodillas le temblaban. Se sentía tan mareado como si se hubiera bebido una botella de coñac, y con idénticas ganas de vomitar. La única ventaja estribaba en que no veía doble: tener a dos Conchitas frente a él hubiera sido demasiado. Tenía que leer el maldito sobre azul y salir de dudas. Quizás si entraba en el despacho de Miguel y le decía: Me siento enfermo no puedo más dime la verdad me habéis echado. O mejor sería utilizar un tono despreocupado y alegre: Oye, Miguel, por pura curiosidad, ¿ese sobre azul es la invitación para la Convención o no? O incluso: entrar en el despacho de Miguel a la carrera gritando ¡fuego, fuego!, y esperar a que se desalojara la habitación para echarle una ojeada subrepticia al papelucho. La tarde caía sobre él como una guillotina. Y el color del mundo era imposible.

Calma, César, se dijo: Estás histérico. Se sentó muy erguido en la silla y empezó a respirar con el diafragma espaciosamente y hasta dentro; era un método de relajación que le había enseñado una vez un antiguo amigo suyo, un chico macrobiótico, orientalista, partidario de la meditación trascendental y hombre obsesionado por la salud que había muerto atropellado por un borracho varios años atrás. Así es que César movía el diafragma, se llenaba el estómago de aire, contraía los músculos, se vaciaba cuidadosamente y mientras hacía todo esto pensaba: Dios mío, qué loco estoy. Aspiración, espiración. No me va a pasar nada malo. Aspiración. Los sobres azules no tienen nada que ver con la Convención. Espiración. Nadie está pensando en echarme. Aaaaaaspiración. Y aunque me echaran: se puede vivir perfectamente sin la maldita Golden Line. Expiracioooooón.

Una noche, hacía algunos meses ya, él estaba con Paula. Una noche César se despertó en plena madrugada. No es que este hecho resultara en sí extraordinario, porque el dormir de César siempre fue muy frágil. Pero aquella noche se despertó muy poco a poco y asfixiado por una horrible certidumbre: que no sabía dónde estaba, que no conocía esa casa extranjera, que no recordaba quién era ese ser remoto que resoplaba en la cama junto a él. Luchaba César desesperadamente por desprenderse de las sombras del sueño, pero sólo para descubrir, con progresivo pánico, que las sombras de la vigilia eran aún más espesas. Llegó un momento en que se sentó en la cama, sabiéndose totalmente despierto pero atrapado aún en esa realidad de pesadilla, sin reconocerse, sin comprender dónde se hallaba o quién era él, convertido en la esencia misma de la soledad, la llaga de una conciencia perdida en la inmensidad de un universo ajeno. Y así permaneció, sepultado en el miedo y la noche, durante un tiempo eterno. Hasta que, lentamente, fue recuperando la casa como suya, las nalgas de Paula, su memoria. Pero la consistencia del mundo quedó dañada tras el largo viaje, y desde entonces César arrastraba el conocimiento de la desolación.

Nacho asomó la cabeza por la puerta. Ahí estaba, tan sonriente y encantador como una alimaña. Tengo entendido que vas a ver a Morton, dijo Nacho. Eso parece, musitó César, sorprendido. Y bajó la cabeza fingiendo estar atareado con unos papeles. Pero Nacho no se iba: seguía contemplándole y sonriendo. ¿Quieres un cigarrillo?, preguntó; y César contestó que no y se puso a abrir los cajones de su mesa para simular actividad. Estaban llenos. ¡Sus cajones estaban llenos de objetos que él desconocía! Alguien había metido en su mesa las pertenencias de un extraño. ¿Qué es esto?, chilló César sacando un montón de carpetas que estaba seguro de no haber visto en su vida. Conchita le miró airadamente y se encogió de hombros: Y yo qué sé. Vienes tan poco por aquí que hasta se te olvida lo que tienes en los cajones, rió Nacho mientras cogía un cigarrillo de una preciosa pitillera de diseño italiano que se había sacado ostentosamente del bolsillo. La mesa ya no era su mesa, los cajones no eran sus cajones, Paula no era su Paula y el mundo ni siquiera tenía la decencia de conservar su color habitual. La vida era un lugar horrible. Chico, no sé cómo puedes ver nada con esas gafas de sol que llevas puestas, dijo Nacho. César se quitó las gafas con mano torpe y el aterrador atardecer marrón oscuro recuperó su tonalidad gris y banal. Se puso en pie; estaba sudando, las piernas le temblaban. Era la hora de la cita con Morton. Salió del despacho sin añadir palabra.

Sorprendentemente Morton le recibió enseguida; pero más sorprendentemente fue ver que Quesada estaba con él. Holacésar, saludaron los dos con amplias sonrisas, aunque Quesada llevaba semanas sin siquiera mirarle. César se sintió como un cobaya a punto de ser enviado en una cápsula espacial hacia Neptuno. Holahola, respondió prudentemente él, las mandíbulas contraídas, la boca seca; y se sentó en el borde mismo del sofá de invitados. Pues vosotros diréis.

Pero no parecían tener gran cosa que decirle. Quesada estaba sentado frente a él; Morton permanecía de pie, dando vueltas a un mechero de oro entre los dedos. César encendió un cigarrillo; Quesada le advirtió que ya tenía uno prendido y a medio consumir en el cenicero; César mencionó algún lugar común acerca de su despiste y se rió sin gana alguna. En la pradera empezaba a soplar una brisa muy suave y el ruido del tumulto se acercaba.

Mira, dijo Morton, quiero que leas esto. Y tendió a César un montón de papeles. Fotocopias de las normas internas de la agencia, documentos confidenciales. No hace falta que te lo leas todo, sólo la carta. La carta era del director de publicidad del Noticias Hoy. Querido Morton, ha sucedido algo que quisiera que, uno de nuestros redactores ha, como verás por los papeles que te adjunto estáis, naturalmente no lo vamos a publicar aunque, nuestras buenas relaciones comerciales y amistosas priman sobre, el secreto profesional nos impide facilitarte el nombre del informante pero, cuídate de los cuervos que, a ver cuándo repetimos la última comida en, un fuerte abrazo de. César levantó la cabeza. Alguien nos quiere hundir, explicó Morton. Es esa hija de puta, rugió Quesada. Es Paula, sabemos que es Paula quien lo ha hecho.

Cada vez veía a menos gente. César cada vez trataba a menos gente y su círculo de soledad era más ancho. No es que le importara mucho. Las personas que conocía le parecían cada vez más aburridas. Pero a veces, cuando estaba cenando solo en un restaurante porque se había cansado de comer huevos fritos en su casa; cuando de pronto se daba cuenta de que llevaba quizá dos o tres días sin hablar con nadie; cuando caía en la cuenta de que no tenía familiar alguno, ni siquiera un miserable primo, y que no había nadie en el mundo a quien pudiera considerar como algo suyo; entonces, cuando recapacitaba en todo esto, en fin, le dolía el estómago. Como si en su barriga tuviera un agujero que estuviera devorándole por dentro.

Ya sabes que el delegado de Los Ángeles va a venir para la Convención; no sé si a él se le va a poder convencer de todo esto. ¿De qué?, preguntó César, aturdido. Te lo acabo de decir, de tu inocencia; como todo el mundo sabe que estás liado con Paula… que lo has estado. Como llevas una vida tan independiente y tan al margen de la empresa. Como hay gente que considera que no te encuentras integrado en Golden Line, que no participas en la agencia. Yo no pienso así, ya me conoces. Pero hay gente que murmura, en fin, ya sabes. Quesada era como un muro de granito frente a César en donde rebotaba y reverberaba la suave voz de Morton.

Era cierto. Él no acudía al rito etílico de cada atardecer. Él no dedicaba sus fines de semana a acompañar a Quesada a las carreras o a Miguel al Casino. A cambio de esto, de esta lejanía física y alcohólica, los contornos de César se iban haciendo cada vez menos firmes, más confusos. Cartas que antes llegaban a su nombre eran ahora remitidas a Nacho; los clientes que antes querían conocer a César se deleitaban ahora sacudiendo la mano de su rival; los organizadores de cenas oficiales, cócteles y demás actos sociales, que siempre persiguieron obcecadamente a César, habían cambiado ahora el norte de su obsesión y andaban a la caza del muchacho de moda. Incluso los compañeros de la agencia le llamaban muchas veces Nacho inadvertidamente; ay, perdón, decían al darse cuenta del error, disculpándose con humillante énfasis; para después volverse a equivocar al instante siguiente y llamarle de nuevo por el nombre del otro, de su sucesor, de su enterrador, de su caníbal. Nacho le había devorado y ahora César ya no sabía bien dónde tenía el alma. La misma Paula le había llamado Nacho hacía dos días.

Claro que estamos seguros de que es cosa de Paula, y tú también lo sabes, dijo Morton. No quiero ponerme rojo, pensó César. No quiero ponerme rojo, se desesperaba interiormente, mientras sentía subir un imparable rubor por sus mejillas. Y Morton, magnánimo: Escucha, no me importa que lo supieras; no ibas a venir a delatar a tu chica, eso lo entiendo; pero el asunto ha llegado lejos, es muy grave. Muy grave, repitió Quesada en tono lúgubre, agitando el látigo por encima de su cabeza cuadrada, azuzando el tiro de mulas de su carro, inconmovible, arrollador, dispuesto a triturar cualquier obstáculo. Queremos despedir a Paula, estamos en nuestro derecho a hacerlo, como comprenderás es justo. Pero no tenemos pruebas de que ella haya dado todo este material a Noticias Hoy. Y es ahí donde tú puedes ayudarnos.

En realidad tenían razón, se dijo César; le dolía la cabeza y se sentía confundido. En realidad Paula se había comportado mal, se había excedido. Morton continuaba hablando y su voz parecía llegar desde muy lejos: Por supuesto que pensamos llegar a un acuerdo con ella; no queremos escándalos. Pero nos gustaría tener un triunfo en la mano por si Paula pretendiera acudir a los tribunales. Un testigo en su contra. Es decir, tú, César. En realidad, se repitió atolondradamente César, Paula se merecía el despido. No tienes más que firmar aquí; y te garantizo que guardaré el papel en la caja fuerte y que sólo lo sacaré en caso necesario. Si todo marcha bien no lo sabrá nadie, o casi nadie; pero comprenderás que tenemos que cubrirnos las espaldas. Con qué propiedad hablaba Morton, pensó César; Morton suave, Morton cortés, un Morton tan delicado como las criaturas celestiales, como un querubín ávido de poder, como un serafín implacable y tirano, Ángel de Perdición de los humanos.

César cogió la carta que Morton le tendía: era una declaración jurada comprometiéndose a testificar en contra de Paula en el caso de que se fuera a juicio. La hoja tembló imperceptiblemente entre sus dedos. ¿Quieres una copa?, preguntó Morton. Y César quiso un coñac y se lo bebió de un trago. No estás obligado a firmar, naturalmente, decía Morton; pero te agradeceríamos mucho que lo hicieras; a fin de cuentas es la primera vez que la Golden Line te pide algo, ¿no es así? No, no era así, había algo radicalmente falso en el razonamiento, pero César no sabía encontrar la falla, la fisura. Cabeceó afirmativamente sin musitar palabra, porque el polvo de los otros corredores le estaba ahogando. Y además, proseguía Morton, tampoco te lo voy a negar, creo que sería francamente bueno para ti. César se estaba quedando atrás, la masa de los competidores se alejaba, por delante y por detrás de él no había más que desierto y soledad, un campo agostado por el tropel de tantos pies ansiosos. Sintió un frío infinito. Cogió la Mont-Blanc que Morton le ofrecía y firmó entumecidamente al pie de la carta. Muy bien, sonrió Morton, muy bien, sonrió Quesada. Por cierto, ten, se había traspapelado, dijo Morton, entregándole un sobre azul de correo interior que esperaba con pulcritud sobre la mesa. César lo abrió: era la convocatoria para la Convención. Carajo, se dijo sorbiéndose las lágrimas, a fin de cuentas Paula me traicionó primero.

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