CAPÍTULO 9

En el camino de regreso a su casa, Maggie se quitó los zapatos y trató de mover los dedos de los pies.

– Se me han entumecido -se lamentó-. Nunca volverán a ser los de antes.

Hank se sentó cómodamente al volante.

– Es tú culpa. Tú fuiste la que insistió en que bailara contigo.

– Sólo trataba de mantenerte ocupado para que no te portaras de forma indebida.

– Creo que sólo querías cobijarte en mis brazos.

En sus palabras había cierta dosis de veracidad, admitió Maggie. En realidad, no la había pisado tanto y además, había experimentado una bella sensación al mecerse en sus brazos al ritmo de la música. De hecho, se habría dejado llevar del todo si no hubiera sido obvio que el pueblo entero observaba cada uno de sus movimientos.

– Bien. ¿Qué opinión te merecen los buenos habitantes de Skogen? -le preguntó Hank.

– No me han deslumbrado -confesó ella, con total sinceridad-. Los hombres se han propuesto robarme el diario y las mujeres, a mi esposo. Mamá Irma me advirtió que ni se me ocurriera meter los dedos en su receta de pastel de manzanas. La señora Farnsworthme aseguró que mi vida sería una eterna maldición si no aprendía a hacer manualidades y Clara… estornudó algo sobre mi pastel.

– Clara Whipple. Es alérgica.

– ¡Lo hizo a propósito!

– Cariño, Clara Whipple estornuda sobre todo y todos.

Maggie se masajeó los dedos de los pies.

– Pues entonces debería usar un pañuelo.

Hank tomó por 1a entrada de su casa y lanzó una mirada de soslayo a los pies de Maggie.

– Lamento mucho lo de tus dedos. De verdad he tratado de ser cuidadoso.

– No es culpa tuya. Casi no me has pisado. Pero últimamente me he acostumbrado tanto a caminar descalza que no soporto los zapatos.

Tres automóviles que iban en dirección opuesta los pasaron por el angosto camino de tierra. El último fue el de Bubba. Se detuvo y bajó la ventanilla.

– No te preocupes -dijo Bubba a Hank-. Nos aseguramos de que dejaran todo en orden. Hasta hemos dejado encendida la luz del porche para cuando regresaras.

– Muy considerados -contestó Hank-. Algún día tendré que compensarte con un buen gesto de mi parte -Se irguió en su asiento y el rostro se le iluminó, como si de repente se le hubiera ocurrido una idea brillante-. Ya sé… ¿Qué tal una invitación a desayunar? ¿Por qué no vienes a desayunar esta mañana?

– Pensé que no podía ir más a desayunar.

– Ésta es una ocasión especial -Dirigió una mirada a Maggie-. No te importa, ¿verdad, Buñuelito?

– No quiero derramamientos de sangre -respondió ella-. Recuerdo haber vomitado cuando vi Rocky II.

Hank se despidió de Bubba y siguió camino.

– Pensé que a la gente de Nueva Jersey le gustaba esas cosas. ¿Y esa vez que golpeaste a aquel niño con tu canasto para viandas?

Maggie no le respondió. Estaba pensando en los diarios, con la esperanza de que aún estuvieran a salvo en su escondite. Al día siguiente, Hank presionaría a Bubba para que revelara la identidad de la persona que ofrecía el millón de dólares. Sería el primer paso en dirección correcta. Podrían recurrir a la justicia y presentar cargos, aunque el delito parecía bastante impreciso. Tal vez, conspiración con intento de apropiación ilícita. Un millón de dólares no era un juego de niños. Si uno deseaba algo con tanta desesperación como para desembolsar semejante cantidad, era de esperar que no se diera por vencido tan fácilmente. Si los habitantes del pueblo no lograban obtener las notas de Kitty, lo razonable era recurrir a profesionales. Y los profesionales no andan con medias tintas; están dispuestos a romper huesos y a disparar unos cuantos balazos si la gente no muestra predisposición a cooperar. De hecho, a Maggie no le entraba en la cabeza por qué no los habían contratado desde un principio.

– Hank, ¿no te resulta sospechoso que alguien dispuesto a pagar un millón de dólares proponga la idea a los inexpertos de los viñedos de Skogen?

– Quizás esto no haya empezado en los viñedos. Tal vez la propuesta se haya hecho a un individuo en forma privada, y él no pudo mantener la bocaza cerrada. Ahora todo el mundo quiere meterse en mi casa para poder darse la buena vida -Estacionó la camioneta y caminó hacia el porche junto a Maggie. Intentó abrir la puerta pero la encontró cerrada con llave-. Bueno, por lo menos tuvieron la delicadeza de echar llave antes de irse -Una pálida sonrisa regresó a sus labios. Sólo en Skogen una pandilla de ladrones dejaba todo en orden y hasta la luz encendida para cuando el dueño volviera a su casa. ¡Y su mejor amigo, Bubba, había sido uno de ellos! Obviamente, ningún habitante del pueblo consideraba delito grave violar una propiedad y tratar de hurtar bienes ajenos. A decir verdad, para ellos revestía más bien la importancia de una cacería de animales de carroña o de un campeonato de pesca.

Hank se preguntaba por qué. Los habitantes de Skogen no eran responsables en demasía. Se enorgullecían de su pueblo y cuidaban celosamente de lo suyo. Debía existir una razón para que ellos se creyeran con plena libertad y derecho de conseguir ese diario. La codicia era un fuerte motivo, pero Hank intuía que había algo más.

Maggie lo observó mientras abría la puerta.

– ¿Cómo entraron? Hemos cerrado puertas y ventanas antes de marcharnos.

– Esta mañana le pedí a Melvin Nielsen que hiciera duplicados de las llaves. Supongo que habrá hecho más de los que le pedí y que ahora los está vendiendo.

– Oh, maravilloso. Así me siento realmente segura. ¿En este pueblo existe alguna persona a quien no se la pueda comprar?

Hank la hizo entrar en la casa oscura y cerró la puerta detrás de ambos.

– No temas. Horacio y yo te protegeremos. Y si fallamos, te quedan Elsie y esa gata infernal que tienes.

Maggie pensó que necesitaba más consuelo que protección. En lo que a ella concernía, toda la gente del pueblo estaba para el chaleco de fuerza. Demasiadas generaciones endogámicas, decidió. Miró a Hank y se preguntó cómo habría hecho él para salvarse. Era una obra de arte de la genética.

– Cuéntame sobre los habitantes de este pueblo -le pidió ella-. No son tan espantosos como parecen, ¿no es cierto?

Hank la estrechó en sus brazos.

– No son espantosos; sólo excéntricos. Se me ocurre que aquí damos demasiadas cosas por sentadas, porque somos pocos y nos conocemos mucho. Y además, creo que la actitud relajada con la que esta gente ha irrumpido en mi casa tiene algo que ver con mi reputación.

– ¿Ojo por ojo?

– Algo por el estilo.

Sus palabras alborotaban el cabello de Maggie como una suave brisa. La muchacha sintió que el deseo comenzaba a arderle en el estómago. Debía admitir que prefería olvidar a Bubba, a Vern y a la señora Farnsworth, para subir y pasar el resto de la noche haciendo el amor con Hank. Si él pudiera darle su palabra de caballero de que estaría segura y feliz viviendo en Skogen ella iría corriendo a la habitación, con él. Y con toda franqueza, a esta altura de las circunstancias, ya no le importaba si él le mentía. Maggie estaba más que dispuesta a aprovechar cualquier excusa que le justificara otra noche de amor y sexo. Admitió su debilidad; era la triste excepción a la regla de que las pelirrojas son mujeres de firmes convicciones.

– Dime la verdad. ¿Realmente crees que podré ser feliz si vivo en Skogen durante los próximos cien años?

Hank la consideró una pregunta espinosa. Ni siquiera sabía si él era capaz de hallar la felicidad en ese pueblo en los siguientes cien años.

– Un siglo me parece una cifra un poco exagerada. ¿Por qué no empezamos por preocuparnos por el futuro en términos más breves?

– ¿Cuánto de breves?

– ¿Qué tal si empezamos por lo que resta de esta noche? -La besó debajo del lóbulo de la oreja-. Estoy prácticamente convencido de que puedo hacerte muy feliz por el resto de la noche.


Como era habitual, Maggie fue la última en sentarse a la mesa del desayuno. A duras penas, había logrado por fin levantarse de la cama de Hank, seducida por el aroma de café recién hecho y curiosa por unas voces que discutían acaloradamente en la cocina. Si bien no había dormido lo suficiente, se sentía bien. Un poco perezosa, tal vez, como un gato con la panza llena, durmiendo al sol. Salió al pasillo rumbo a su cuarto, en busca de ropa y un peine. Alguien golpeaba el piso de la cocina con los pies, gritando, pero no podían discernirse bien las palabras. Mientras se ponía una camiseta de jugador de fútbol americano y unos pantalones cortos, se dio cuenta de que Bubba ya había llegado. Trató de pasarse el peine por su rebelde cabellera, pero la tenía tan enredada que la tarea le resultó imposible. Abandonó el intento con un quejido impaciente y se consoló diciéndose que, de todas maneras, prefería el estilo despeinado.

Cuando llegó a la cocina, encontró a Bubba y a Hank parados casi nariz con nariz.

– No voy a decírtelo -gritó Bubba-. No soy quien para hacerlo.

Hank lo tomó de la pechera de la camisa.

– ¡Se supone que eres mi mejor amigo! ¡Yo confiaba en ti y tú has irrumpido en mi casa como el más vulgar de los ladrones!

– Si hubiera encontrado el diario, habría compartido el dinero contigo. Y no fue exactamente irrumpir. Slick ya había abierto la puerta.

– ¡Iban a robarme!

– Bueno, supongo que por una parte, podía parecer un robo. Pero por la otra, no parecía robo, porque…

Hank lo apretó con más fuerza.

– ¿Porque qué?

– Oh, caramba -dijo Bubba-. De acuerdo. Te lo diré. El que ofreció el dinero por el diario fue tu padre.

– Mentira -dijo Hank-. Eso es imposible.

Bubba forcejeó para liberarse.

– Es cierto. Dijo a Fred McDonough que pagaría un millón de dólares por apoderarse de ese diario.

– Mi padre no tiene ese dinero.

– Por supuesto que lo tiene -lo contradijo Bubba-. Es el presidente del banco; el hombre más rico del pueblo.

Tenía sentido, pensó Hank. Por ridículo que fuera, tenía sentido. Era la última pieza del rompecabezas. La gente se había mostrado dispuesta a robar el diario porque no sólo quedaría en la familia sino porque confiaban en que su padre siempre hacía lo debido. La reputación de su padre era impecable. Aunque no imaginaba ni remotamente la razón por la que su padre deseaba apoderarse del diario. No le entraba en la cabeza que su padre hubiera hecho semejante oferta.

– Voy a aclarar todo esto ahora mismo -dijo Hank-. Iré a visitar a mi padre.

Maggie se sirvió una taza de café.

– Envíale saludos de mi parte.

Hank la tomó de la muñeca.

– Tú formas parte de esta familia y, por lo tanto, vendrás conmigo.

– Oh, no. No, no y no.

– Sí, sí, sí. Es tu diario. Puedes beber tu café en la camioneta -Le sonrió y le estrujó la mano-. Parece que lo necesitas.

– He tenido una noche dura -contestó.

Bubba carraspeó.

– Creo que yo iré a mi casa.

– De ninguna manera -se opuso Hank-. Irás a buscar a Fred y lo llevarás a casa de mis padres.

– Oh, viejo. A Fred no va a gustarle nada. Su condición ya es deplorable pero después de esto, pasará a ser el último orejón del tarro. No tiene ninguna mujer que lo mantenga a raya -explicó Bubba a Maggie-. Fred no es lo que podría decirse la sensación del pueblo.

– No conoces a otro que sea capaz de venir a buscar el diario, ¿verdad? -le preguntó Hank.

– No -respondió Bubba-. Creo que no nos queda otra alternativa. De todas maneras, hemos buscado hasta en los sitios más recónditos y sin suerte. Algunos empezaron a creer que ese diario no existe. Y la mayoría tiene terror de tu mucama -Abrió la puerta de su camioneta-. Me aseguraré de que Fred vaya a la casa de tus padres, pero después tendré que irme. Tengo que poner a punto el motor de mi camioneta. No suena bien. Y no olvides que hemos prometido ayudar a limpiar el rancho esta tarde. Además, a la noche tenemos la partida de póquer en casa de Vern.

– Estás ocupadísimo con las actividades de este pueblo -comentó Maggie, ocupando su lugar en la camioneta, junto a Hank.

Hank la sentó sobre sus rodillas y la besó.

– Tal vez tenga que reacomodar mis compromisos sociales, visto y considerando que ahora soy un hombre de familia -Introdujo furtivamente la mano por debajo de la camiseta de la muchacha y le acarició un seno. Volvió a besarla; con más ardor; con más pasión.

Maggie jugueteó con el cierre de sus pantalones.

– ¿Y qué me dices de la reparación que tienes que hacer al automóvil de Bill Grisbe? -Deslizó la mano por el chato abdomen de Hank.

La respuesta de Hank fue un profundo suspiro de placer.

Quería acosarlo, asumir el papel de seductora, pero de pronto sintió que su cuerpo respondía con el divino ardor y el delicioso deseo que su proximidad siempre provocaba en ella. Maggie olvidó su papel de seductora; olvidó que estaban en el asiento de una camioneta; todo, excepto que estaba en compañía de un hombre que la cubría con su cuerpo. Hank se había convertido en un experto. Sabía dónde acariciarla. Conocía los ritmos de la pasión y todos sus secretos, todas sus preferencias. Con los dedos la acariciaba; con la boca, la devoraba. Cuando Maggie creyó estar en el límite, él la transportó más allá. Mucho más allá.

Después, permanecieron abrazados, maravillados ante el poder de su amor y preguntándose cómo habían sido capaces de hacer algo semejante a plena luz del día, en la puerta de su casa.

Hank fue el primero en levantar la cabeza, a la altura de la ventanilla.

– No hay moros en la costa -anunció, con evidente alivio.

Maggie rió tontamente. Experimentaba una regresión a la adolescencia. Con la única diferencia de que, en esa época, jamás había hecho algo así.

Hank se sentó y se acomodó la ropa.

– Muy bien. Ahora sí estoy listo para ira ver a mi padre.

– Tal vez fuera conveniente que nos ducháramos primero. Al menos tendría que peinarme.

Hank puso el motor en marcha y pisó a fondo el acelerador.

– No. Quiero llegar al meollo de la cuestión ahora mismo.

Quince minutos después, los padres de Hank se mostraron sorprendidos por su visita.

– No sabía que te levantabas tan temprano -comentó su madre.

– Mamá. Estoy a cargo de un establecimiento agrícola. Todos los días me levanto al amanecer.

– Sí, pero jamás te levantabas tan temprano cuando vivías en casa. ¿Ya desayunaste?

– Sí. Ya he comido.

Helen Mallone miró el cabello de Maggie.

– ¿Una taza de café, quizás?

Maggie recordó la taza de café que había abandonado sobre la mesa de la cocina.

– Un café sería formidable.

Harry Mallone estaba sentado a la mesa, leyendo el periódico. Miró por encima de sus medias gafas y arqueó las cejas.

– No sabía que eras tan madrugador -dijo a Hank-. ¿Sucede algo?

– Papá, todos los días me levanto a esta hora. Soy productor agrícola.

– Claro -murmuró Harry-. Esas manzanas exóticas.

Hank suspiró y se acomodó en una silla, frente a su padre.

– En realidad, sí sucede algo. La gente del pueblo ha estado violando mi propiedad.

– Me he enterado -respondió su padre-. No lo entiendo. Nunca hemos tenido esa clase de delitos en Skogen.

Hank miró fríamente a su padre.

– Se ha corrido el rumor de que el motivo por el cual la gente se ha estado metiendo en mi casa eres tú. Me dijeron que has ofrecido un millón de dólares a Fred McDonough por robar el diario de Maggie para ti.

La primera reacción de Harry fue de descreimiento. La segunda, una sonrisa que arrugó su rostro y produjo una grave carcajada, que le nacía desde el pecho.

– No hablas en serio.

– Por supuesto que sí.

Harry lo miró. La sonrisa se esfumó.

– Sí, es así.

– Por lo que he entendido, todo el pueblo se ha entregado a la tarea de trabajar arduamente para ganarse ese millón de dólares.

Helen entregó a Maggie una taza de café y se sentó a la mesa.

– ¿Harry, tú has hecho eso?

– Por supuesto que no -se defendió Harry-. ¿De dónde sacaría un millón de dólares?

– Eres el presidente del banco -le recordó Hank.

Harry pareció perplejo.

– ¿Me creen capaz de estafar al banco en un millón de dólares?

Hank meneó la cabeza.

– No. Te creen rico.

Helen estiró la mano para palmear la de Maggie.

– La gente de este pueblo es muy buena -dijo-, pero, de inteligente, tienen muy poco.

Fred McDonough llamó a la puerta trasera.

Bubba tenía razón, pensó Maggie. Fred McDonough, decididamente, había llegado último al reparto de caras. Tenía unas horrendas bolsas bajo los ojos y éstos, a medio abrir. Empezaba a crecerle la barba y, por debajo de ella, se le veía una tez cadavéricamente macilenta.

Helen Mallone le abrió la puerta y con gesto gentil le ofreció un jarro de café caliente.

– Preferiría estar muerto -dijo McDonough.

Helen rió comprensiva.

– No debería beber tanto.

McDonough la miró como si hubiera sido una extraterrestre.

– Estamos tratando de aclarar este asunto del robo -explicó Hank-. ¿Mi padre te ha ofrecido un millón de dólares para que robaras el diario de Maggie?

McDonough bebió un largo sorbo del café. Estaba hirviendo, pero sin embargo, no pestañeó ni una vez.

– Sí, dijo que daría un millón de dólares con tal de poder echar mano a ese diario. Ésas fueron exactamente sus palabras. Yo también lo he intentado, pero ese maldito perro que tienes se comió un pedazo de mis pantalones.

Harry Mallone se golpeó la frente con la mano.

– Ahora lo recuerdo. ¡Fue una forma de decir, idiota! Nunca quise pedir a nadie que se robara ese condenado libro. ¡Sólo me refería a que sentía mucha curiosidad por leer su contenido!

Maggie apoyó la mano de plano sobre la mesa, para sostenerse. El alivio que experimentó fue tal, que la mareó. ¡Todo había sido un malentendido! Su teoría era que alguien quería ese diario para salvar su reputación. Había pensado en algún pariente deseoso de proteger a tía Kitty. O también, que podía tratarse de algún ex cliente que no quería ver su nombre pisoteado en el fango. Maggie incluso llegó a pensar que podía haber sido uno de esos ciudadanos ilustres, por descabellada que sonara la idea. Inhaló profundamente, para tranquilizarse, y bebió su café antes de interrogar a Harry Mallone.

– ¿Por qué no me lo pidió prestado?

Harry se encogió de hombros.

– Son esas cosas que uno dice cuando está conversando. En realidad, no tengo tiempo ni interés en leer sobre las actividades que se realizan en un burdel.

Maggie se sintió insultada y se puso tensa.

– Qué pena-dijo-. Es muy interesante.

Harry la miró con severidad.

– No lo dudo.

– Bueno, aclaremos esto de una buena vez -se interpuso McDonough-. ¿Usted jamás tuvo intenciones de que yo robase el diario?

Harry se quitó las gafas, dobló las patillas, las guardó en el estuche y las dejó sobre la mesa.

– Correcto.

McDonough se quedó con la vista en blanco, tratando de digerir la noticia.

Helen Mallone miró a su esposo con los labios muy apretados.

– Harry Mallote -lo encaró-. Has causado muchos problemas. No suelo incidir en tu relación con Hank, pero esto se ha extralimitado. Debes disculparte con tu hijo y con Maggie, por lo menos.

– Ciertamente fue un honesto problema de comunicación -se defendió Harry.

– No -le dijo Helen-. Hubo mucho más que eso. No has sido abierto ni comprensivo con ellos. Mira, si hasta se levanta temprano y desayuna.

Harry no pareció especialmente impresionado.

– Creo que deberías otorgarle el préstamo -sugirió Helen.

El color subió instantáneamente a las mejillas de Harry.

La señora Mallone estaba sentada con las manos apoyadas en la mesa, una montada sobre la otra; los ojos y la boca, cerrados en implacable determinación.

– Creo que es lo mínimo que puedes hacer para compensar toda esta situación.

Harry tamborileó los dedos sobre los posabrazos de su importante sillón, sopesando la ira de su esposa.

– No tiene el aval suficiente.

– Pamplinas -respondió Helen, manteniendo la iracunda mirada en dirección a su esposo.

Harry puso los ojos en blanco y alzó las manos al cielo.

Ante los ojos de cualquiera, su madre era una persona muy flexible, pensó Hank, pero cuando se le ponía algo en la cabeza, no había Cristo que la hiciera cambiar de opinión. Hank sabía que el único momento en que su padre alzaba las manos al cielo en señal de capitulación era cuando se veía obligado a someterse a la obstinación de su esposa. Esos momentos podían contarse con los dedos de una mano: la vez que Helen había insistido en ir a Ohio para pasar Navidad con su hermana; cuando decidió remodelar la cocina, y en ocasión de la histerectomía de tía Tootie, en que Helen la invitó a ella y a su perro Snuffy a recuperarse en el cuarto de huéspedes de su casa.


Maggie ya había empacado la mitad de sus cosas cuando Hank regresó de limpiar y ordenar el rancho.

– ¿Qué es esto? -preguntó él-. ¿Por qué estás guardando toda tu ropa en estas cajas?

– Porque me marcho. Tu padre ya te ha otorgado el crédito, de modo que no hay razón para que siga quedándome aquí.

Las espesas y renegridas cejas de Hank se unieron en una mirada ceñuda.

– ¿Qué quieres decir con eso de que ya no hay razón para quedarte? Te he pedido que te cases conmigo.

– No quiero casarme contigo.

– ¿No me amas?

– No he dicho eso -Maggie amontonó una pila de remeras en su maleta-. Dije que no quiero casarme contigo. He pasado demasiados años de mi vida en entornos poco convenientes. Amo a mi madre pero no puedo vivir con ella. Y tampoco puedo vivir contigo.

– ¿Qué hay de malo en mí?

– En ti, nada. Lo negativo es todo lo que te rodea. Tu padre me desaprueba totalmente. Tu mejor amigo me guarda rencor, y tu perro es un malvado con mi gata.

– ¿Eso es todo?

– No, no es todo. Me enloquezco sentada horas y horas, todos los días aquí adentro, mirando los manzanares. No creo haber nacido para esta vida campestre. Si no voy a un centro comercial de inmediato, voy a asfixiarme. Echo de menos la contaminación ambiental. Quiero hablar con alguien que no tenga ese horrendo acento campechano. Tengo antojo de hacer colas y de insultar a alguien. Añoro conducir por una carretera, rodeada por otros autos con conductores que me hagan gestos obscenos.

Hank le puso la mano en la frente.

– ¿Tienes fiebre?

– Este pueblo está lleno de excéntricos.

– Sí, pero en su mayor parte es gente muy buena. Echarías raíces en Skogen, si lo intentas al menos una vez.

– ¡Nunca! -vociferó Maggie-. Jamás me arraigaré en Skogen. Voy a regresar a Riverside. Pediré un empleo en lo de Jake el Grasiento y terminaré de escribir mi libro. Y después me mudaré al Tibet.

– El Tibet ya no es el paraíso que era -le recordó Hank-. Tengo entendido que también tiene sus problemas.

Maggie metió otra pila de ropa en la maleta.

– ¡Uf! Nunca nadie me toma en serio.

– Mentira. Yo siempre te he tomado en serio… hasta ahora. Ahora no te tomo en serio -Aferró la maleta de Maggie y vació todo su contenido sobre la cama-. Hemos hecho un trato que especificaba que serías mi esposa durante seis meses. Espero que cumplas tu palabra.

Maggie sintió que las lágrimas ardían en sus ojos y, furiosa, parpadeó para hacerlas desaparecer. ¿Por qué Hank le hacía tan difícil las cosas? De por sí, ella no tenía genuinas intenciones de marcharse. Lo amaba, aunque parte de lo que le había dicho era cierto. Pensaba que, a largo plazo, sería desdichada en Skogen. Y muy probablemente Hank también lo sería. En consecuencia, formarían una pareja infeliz. Y tal vez con hijos infelices. No, pensó, no quería prolongar lo inevitable. Lo mejor era marcharse de inmediato y empezar a olvidarlo. ¿Acaso Hank no comprendía que cada minuto de su presencia era una agonía para ella?

– No hay razones para que me quede. Sólo estás dificultando las cosas.

Hank colocó el mentón en un ángulo desafiante y obcecado.

– Hemos hecho un trato.

Los ojos de Maggie brillaron con renovada obstinación.

– De acuerdo -dijo él-. Viviré afuera, en el granero, durante los próximos cinco meses. Esos son mis términos.

Maggie ladeó la nariz, en gesto desafiante.

– Bien. Me quedaré. Pero no esperes que lo haga a gusto ni que me dé por vencida. Tengo intenciones de dedicar todo mi tiempo y energías a terminar mi libro. Cumpliré con todas las obligaciones sociales que solicites, pero no me impondrás ninguna necesidad personal. ¿Está claro?

– Como el agua.

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