CAPÍTULO 10

Maggie colgó el teléfono y se recostó contra el respaldo de su silla, mirando sin ver por la ventana de su estudio. Si bien eran las primeras horas de la tarde, el sol apenas iluminaba el día. El mundo se presentaba gris y sombrío, tras una espesa cortina de nieve. Los manzanares se habían reducido a blancos montículos que el viento había acumulado en la última tormenta. Los árboles soportaban el frío en silencio, como esqueletos perdidos, distantes del sonido de pisadas mudas y de puertas que se golpeaban al cerrarse, como únicos testigos de la vida en la finca. Era la clase de nevada que, según la experta opinión del pueblo, iba para largo. Pequeños copos secos tamizados caían al suelo. Maggie había aprendido mucho sobre las nevadas: nieve mojada, nieve seca, nevisca, nieve apta para esquí, nieve para andar en trineo, nieve ideal para fabricar muñecos. En otros momentos más felices, la idea la habría extasiado, ya que ella tenía un espíritu muy aventurero. Pero ésas no eran épocas felices. Maggie se sentía sola, a pesar de que la casa estaba llena de gente. Ella misma se lo había impuesto, pues fue la única solución. Durante cinco meses se había recluido en su cuarto, trabajando día y noche en su libro sobre tía Kitty. Hank había respetado su aislamiento; Elsie, en cambio, había refunfuñado bastante. Ahora el suplicio estaba llegando a su fin. En enero se cumplirían los seis meses y ella había alcanzado su objetivo. Había terminado su libro y hasta había logrado venderlo. Acababa de hablar por teléfono con su agente y se había enterado de que era rica. Al parecer, no sólo a ella le había parecido interesante la vida de tía Kitty.

Pero era una victoria sin gloria. La infelicidad la agobiaba. Poner punto final a su relación con Hank la había herido de tal modo que a veces creía estar muerta. Afortunadamente, el libro le había demandado toda su dedicación durante el día, pero ahora que lo había terminado se sentía vacía. Tendría que encarar un nuevo proyecto, se dijo, pero nada le llamaba la atención. Se miró y notó que había adelgazado.

– Patética -comentó a Pompón, enrollada como una bolita en un rincón del escritorio.

Elsie llamó a la puerta y entró.

– Patético -pareció hacer eco-. Todo el mundo está abajo, podando el árbol, y usted aquí como un cadáver.

Maggie sonrió. Cada vez que pasaba por uno de esos momentos de autocompasión, Elsie aparecía para arrancarla de su pesadumbre. Era un poco brutal, pero efectiva. Durante los últimos meses, Elsie había asumido un papel muy importante en su vida, entre reprimendas, abrazos y sopas calientes, se había convertido en un puntal que la mantuvo firme en la lucha.

– Hoy es la fiesta de Navidad -dijo Elsie-. ¿Necesita que le planche el vestido?

Maggie meneó la cabeza. Su vestido estaba bien. Le quedaba un tanto holgado, pero el modelo permitía esas concesiones. De todas maneras, no le importaba demasiado. Las risas retumbaban en las escaleras, mezcladas con el aroma del pino y de la sidra. Los padres de Hank, su tía Tootie, Slick, Ox, Ed, Vern, Bubba y sus respectivas esposas y novias estaban abajo, ayudando con el árbol. Si Maggie hubiera sido una buena esposa, también se habría hecho presente allí. Pero siempre echaba mano de la reiterada excusa -que tenía mucho trabajo con su libro- para refugiarse en su alcoba. Nadie sabía que el famoso libro ya estaba terminado y, mucho menos, que se había vendido.

¡Dios Santo! ¿Qué había pasado con ella? Pensó que era una cobarde, que era incapaz de enfrentar la felicidad de los otros. Especialmente en esa época en que estaban en vísperas de Navidad. Una época que reunía a la familia; una época que invocaba al amor. Y Maggie estaba sin amor. Las lágrimas se agolparon en su garganta. Hormonas, se dijo, y tragó saliva.

Elsie meneó la cabeza y suspiró.

– Es tan exigente con usted misma -señaló-. ¿Por qué no se permite un poco de diversión?

Porque si cedía aunque fuera un céntimo, su firme determinación de marcharse se derrumbaría como una casita de naipes, pensó. Skogen no cambiaría. Bubba no cambiaría. Al igual que su madre y tía Marvina, que no cambiarían. Y la verdad más dolorosa era que Maggie tampoco cambiaría. Su lugar no estaba en Riverside ni en Skogen. Si pretendía alcanzar la felicidad, tendría que ir a buscarla a otra parte. Tenía que existir el sitio donde se sintiera cómoda y aceptada por el resto de la comunidad. Tenía que existir una ciudad que ofreciera una cierta armonía entre remolcadores y manzanos.

– Esta noche me voy a divertir -mintió Maggie-. Sólo trabajaré un rato más y dejaré por hoy.

– Todo el mundo la echa de menos -insistió Elsie.

No la echaban de menos. Maggie lo sabía a ciencia cierta. Oía sus risas y las charlas que burbujeaban entre viejos amigos y familiares que jamás la incluían dentro del núcleo. Hacía meses ya que la vida transcurría en un establecimiento agrícola del que ella no había formado parte. Hank había ido del equipo de béisbol al de fútbol americano y al de hockey. El lagar para extraer el jugo de las manzanas ya estaba en su finca y en actividad, y la pastelería, a punto de convertirse en realidad.

– Nadie me echa de menos -dijo Maggie-. La pasan de maravillas sin mí.

– Hank la echa de menos -insistió Elsie-. Su estado es tan deplorable como el suyo. Se ríe, pero sus ojos dicen otra cosa. Usted también se daría cuenta, si no estuviera tan encerrada en su propia angustia.

Maggie se preguntó si sería cierto lo que afirmaba Elsie. Parte de ella deseaba que así fuera. Sabía que aún quedaba una llamita de esperanza que su determinación no había logrado apagar. Su amor por Hank había echado profundas raíces en su alma. Le quemaba, constante y penosamente. Y no podía extinguirlo, por más que se esforzara. Día a día, Maggie debía enfrentarse a la horrenda realidad de su predicción y echar mano del último gramo de disciplina que le quedaba para actuar conforme a lo que era mejor para ella y para Hank. No obstante, el sueño seguía plasmado allí. En el fondo de su corazón, sabía que no había cumplido con ese contrato de seis meses sólo por una cuestión de honor a su palabra. Aquel estúpido sueño era la verdadera razón que la había atado a Vermont.

Hacía semanas ya que Maggie se angustiaba pensando en la proximidad de la fiesta navideña en el salón del rancho. Era el único evento social que no podía eludir bajo ninguna circunstancia. Ahora que prácticamente había llegado el momento, se sentía aturdida y agotada. ¡Y eso que la ordalía no había empezado aún! Se sentó sobre el borde de la cama, envuelta en su bata de baño. Tenía el cabello todavía húmedo y los dedos de los pies enrojecidos por el agua caliente. Un letargo deprimente se había apoderado de ella. Al menos, no estaba en uno de sus días emocionales, pensó. Últimamente, había tenido ataques de llanto. Nadie lo sabía. Lloraba en silencio, con la boca apretada contra la almohada. Lloraba a altas horas de la noche, cuando todos dormían.

Se oyó que alguien llamaba suavemente a la puerta.

– Maggie, ¿puedo pasar?

Era Hank. Probablemente querría saber por qué se demoraba tanto. Debía haber estado lista hacía al menos media hora pero, por una razón u otra, no podía completar la tarea de vestirse.

– La puerta está sin llave.

Hank llevaba un traje oscuro, camisa blanca y corbata roja. El extremo de un pañuelo de seda, también rojo, asomaba con rebeldía por encima del bolsillo delantero de la chaqueta. De solo verlo, Maggie sintió que el corazón le pesaba como el plomo. A Hank Mallone jamás le faltaría la compañía de una mujer, pensó. Una vez que ella quedara excluida de la escena, las mujeres se agolparían como jauría en el umbral de su puerta. Hank era pecaminosamente apuesto y, dentro de algunos años, también sería rico. Ya le estaban lloviendo contratos para comprar sus tartas de manzanas y su sidra. Skogen elevaría su nivel de empleo al ciento por ciento gracias a él.

Hank se sentó en la cama, junto a ella y posó sobre su mano una pequeña cajita envuelta en papel.

– En la familia es tradicional hacer un regalo la noche de Navidad. Cuando yo era niño, mis padres siempre me hacían un obsequio especial justo antes de salir. Generalmente era algo que podía llevarme a la fiesta. Una navaja, o algún par de calcetines colorados o tirantes navideños. Y mi padre siempre obsequiaba alguna joya a mi madre. Sé que cuesta creerlo pero en ese aspecto, mi padre es un verdadero romántico.

Maggie no se lo esperaba; no estaba preparada. Durante los últimos dos meses, apenas si habían cruzado palabra. A tal punto, que Maggie había albergado secretamente el temor de que Hank, por fin, deseaba que se marchara. Había dejado de inventar temas de conversación, de buscar excusas para tocarla y de agotar recursos para convencerla de que saliera de su cuarto. Y ahora le hacía un regalo. Maggie no sabía cómo interpretarlo. Dejó la cajita sobre su falda, para que no se moviera y delatara el temblor de sus manos, pero fue casi en vano. Las emociones que había controlado durante tanto tiempo afloraron como un torbellino, dificultándole el pensamiento y su determinación de no sonreír. Durante meses lo había tratado como a un despojo humano. ¿Y cómo respondía Hank a sus malos tratos? ¡Con un regalo!

Hank se quedó sentado, en silencio, observando la confusión que exteriorizaba su rostro y el dolor que se amalgamaba con una repentina infusión de dicha inesperada. Hacía meses que aguardaba ese momento, consciente de que, aunque su libro siguiera inconcluso, aunque sus sentimientos hacia él hubieran desaparecido, Maggie le debía esa noche. Hank inspiró profundamente, con esfuerzo, mientras ella seguía con la vista fija en la cajita. En principio, Hank ignoraba si ella aceptaría el obsequio. Ni siquiera estaba seguro de que lo abriera. Pero ahora que veía ese torrente de emociones reflejadas en su rostro, se dio cuenta de que las cosas resultarían como esperaba. La sentó sobre su falda y la abrazó.

– No he querido molestarte durante estos últimos meses. Sé lo duro que has trabajado en ese libro.

Maggie pensó que le debía una respuesta sincera.

– Está listo. Lo terminé hace poco más de un mes.

Hank comprendió sus razones por haberlo tenido en secreto. Maggie se había aferrado a su trabajo como excusa para aislarse. Hank lo había imaginado, pues hacía mucho que no escuchaba el teclado de la computadora. La verdad le dolió, pero luchó por disimularlo.

– ¿Puedes adelantarme algo? ¿Quedó bien?

Maggie se rió. Le pareció una pregunta extraña. Era lo mismo que preguntar a una madre si su primer hijo era feo.

– No estoy segura de que sea bueno, pero ya está vendido. He podido cumplir mi promesa. El diario de tía Kitty será publicado como libro.

Hank la estrechó en sus brazos.

– Siempre te creí capaz de lograrlo.

A Maggie le encantó el tono de orgullo con el que Hank pronunció esas palabras, un orgullo que también estimuló el suyo, despertando la primera emoción que experimentaba ante su éxito.

– Yo no estaba tan segura -dijo ella-. Todavía no puedo creerlo.

Maggie sonreía. Primero con los labios y luego con los ojos, hasta que por fin, hasta el último rastro de angustia desapareció. Fue como si el sol hubiera asomado repentinamente, con todo su glorioso esplendor. Maggie Toone no era una mujer que se aficionara demasiado a la desdicha. Recordó el obsequio y empezó a romper el papel.

– ¡Me encantan los regalos! -exclamó-. ¡Me encantan las sorpresas! -Cuando abrió la cajita, encontró un par de pendientes de diamantes-. ¡Oh!

Hank le enganchó un rizo detrás de la oreja, para poder ver su rostro con mayor claridad.

– ¿Te gustan?

– ¡Sí! Por supuesto que me gustan. Son hermosos, pero…

– ¿Pero qué?

Se apoyó pesadamente contra él. Parte de su cansancio original retornaba.

– No puedo aceptarlos. No es la clase de presentes que uno entrega… -Buscó con desesperación la palabra justa, pero no pudo hallar ni un solo término que definiera su relación… una amiga concluyó por fin-. No es la clase de regalos que se hace a una amiga.

– Es la clase de presente que yo entrego a mi mejor amiga.

– Pensé que tú mejor amigo era Bubba.

Maggie creyó que le había ganado la batalla, pero Hank sólo estaba ganando tiempo. Ella tendría que apelar a la tenacidad y además, debía admitir que estaba contenta. Su sueño bailaba en el fondo de su corazón.

– No va a funcionar -dijo ella-. Skogen no ha cambiado.

Hank parecía seguro.

– Funcionará. Nunca hizo falta que Skogen cambiara. Todavía no lo has visto. Aún no lo has imaginado.

– No entiendo a qué te refieres.

– Yo era exactamente como tú. Tenía que huir. Mi único inconveniente fue que, por algún tiempo, los problemas insistían en perseguirme. Y eso es porque uno no puede escapar de sus problemas. Terminas en una ciudad distinta pero siempre con los mismos problemas. Entonces, un día, mientras me hallaba sentado en el cuarto de un hotel de mala muerte, en Baltimore, me di cuenta de que había crecido. En algún punto del camino empecé a clasificar las cosas. Mi identidad dejó de depender de la gente que me rodeaba. Ya no necesité de la atención ni de la aprobación de mis padres. Tampoco me fue imprescindible ser el payaso de la clase, ni el macho conquistador, ni la estrella del deporte. Sólo necesité hacer aquellas cosas que me produjeran una satisfacción personal, como, por ejemplo, estudiar agricultura y mejorar los manzanares de mi abuela. Yo creo que tú te pareces un poco a mí en ese sentido; que necesitabas escapar para escribir tu libro. Y además, también necesitabas estar un tiempo sola para reencontrarte con Maggie Toone.

La muchacha meneó la cabeza.

– No sé si la cuestión es tan simple. No sé si podría soportar el aislamiento de vivir en medio del campo.

– El aislamiento te lo impusiste tú misma. Hemos traído tu autito rojo y ni siquiera has salido a dar una vuelta en él. No tienes más que tomar una carretera, insultar a un par de viejas, hacer algunos gestos groseros y meterte en algún centro comercial de vez en cuando.

– ¿En Vermont hay centros comerciales?

– Bueno, en su mayoría son centros pequeños -admitió-. Pero tienen tantos negocios como los más complejos. En Burlington hasta hay una calle peatonal. ¿Eso no te aumenta la adrenalina?

“No tanto como estar sentada sobre sus rodillas”, pensó Maggie. Pero aun así, bien valía la pena comprobarlo.

– Y si quieres salir de casa en forma regular, puedes volver a la docencia.

– No. Lo dudo -contestó Maggie-. Creo que quiero escribir otro libro.

– ¿Tienes alguna idea?

Maggie meneó la cabeza.

– Mi energía creativa no ha estado en su máxima plenitud.

– Mi tío Wilbur administró el periódico del condado durante cuarenta años. Se retiró en 1901. En el sótano de esta casa hay canastos y canastos de periódicos. El otro día bajé a inspeccionarlos. Se encuentran en un estado muy frágil, pero son perfectamente legibles. Tal vez puedas hallar una nueva historia en alguno de ellos.

El corazón de Maggie comenzó a latir a mayor velocidad. ¡Cuarenta años de información recopilada en periódicos en su propia casa! ¡Bien valdría la pena casarse con Hank, aunque sólo fuera por sus periódicos! Un momento. Detengan los motores. Se estaba dejando llevar. Suponiendo que Vermont hubiera sido tocado con la varita mágica y que en el sótano de la casa de Hank hubiera una historia a la espera de ser publicada, ¿qué pasaría con todos esos habitantes de Skogen que tanto la detestaban? ¿Y con Bubba? ¿Y Vern? ¿Y qué de la señora Farnsworth y sus benditas manualidades?

Hank le besó la nariz y la hizo ponerse de pie.

– Tenemos que irnos. No querrás perderte a Papá Noel, ¿verdad? Vístete y ponte los pendientes mientras yo caliento el motor de la camioneta.

Diez minutos después, Maggie estaba sentada junto a Hank, en la camioneta, examinando el brillo de sus pendientes de diamantes que se reflejaba en el espejo retrovisor. En realidad, no debía habérselos puesto, pensó. No había sido ésa su intención, pero, de alguna manera, como por propia voluntad, los pendientes se adosaron a sus orejas. No se los quedaría, por supuesto. Sólo los luciría esa noche, para la fiesta, por pura cortesía. Después, una vez de regreso en casa, los enjuagaría con alcohol y volvería a guardarlos en su estuche. Si hubiera estado legalmente casada con Hank, sería distinto. Del mismo modo, si hubiera tenido la certeza de que realmente existía una calle comercial en Burlington, todo habría sido distinto. Aunque, pensándolo bien, ahora que Hank se lo había confirmado, ya no le parecía tan importante.

Cuando Hank se alejó por el camino, Maggie observó los últimos manzanos que se perdían en la distancia y pensó en lo bellos que se veían, envueltos en su manto blanco de nieve, plateados por la luz de la luna. Hasta el pueblo le pareció bonito al pasar. Mamá Irma había colocado luces en la entrada de su tienda; en la puerta del banco habían colgado una guirnalda verde; titilantes luces decoraban la fachada de la cafetería y del salón de belleza, y el abeto del patio de la inmobiliaria también estaba decorado con motivos alusivos.

– ¡Ve más despacio! -se irritó Maggie, achatando la nariz contra la ventanilla-. ¡No puedo ver las decoraciones si conduces a la carrera!

– Sólo voy a cuarenta kilómetros por hora. Si disminuyo la velocidad, iremos para atrás.

Entonces Maggie decidió que regresaría al día siguiente para ver todo con más tranquilidad. Quería disfrutarlo a plena luz del día. Y pasaría también por la tienda de Mamá Irma para comprar golosinas y enviarlas a Nueva Jersey.

En cuestión de minutos llegaron al salón del rancho. Bien podría haber pasado por el Salón Nacional Polaco. Maggie llegó a la conclusión de que esos lugares eran idénticos en cualquier parte del mundo. Estaba la misma pista de baile, maravillosa y polvorienta, el mismo pandemonio feliz de niños excitados y adultos joviales. Y como se trataba de una fiesta navideña, rondaba en el ambiente una sensación expectante. Papá Noel aparecería en cualquier momento. Y después de que hubiera repartido los bastoncitos de caramelo y los cuentos para colorear, se armaría el baile. A continuación, se serviría la torta especial de café, obra de las mellizas Smullen. Maggie entregó su abrigo a Hank y miró la multitud presente.

– Oh, mira -dijo-. ¡Es Vern! ¡Con traje de etiqueta!

– Sí. Vern siempre se pone el esmoquin para el baile de navidad. Lo ha heredado de su tío Mo.

– ¿Y qué pasó con su tío Mo?

– Murió de un ataque cardíaco -respondió Hank-. Trabajaba como camarero en un lujoso restaurante de Burlington. De allí vino el esmoquin.

Vern guiñó un ojo a Maggie y ella lo saludó agitando la mano en el aire.

Ed Kritch se les acercó.

– Será mejor que me reserves una pieza -dijo a Maggie.

Maggie lo miró con suspicacia.

– No volverás a raptarme, ¿verdad?

Ed rió.

– No. No lo haría. Qué episodio aquél, ¿no? Les juro que por poco me desmayo cuando Elsie Hawkins sacó esa ametralladora de su cartera. Sí señor, esa historia pasará de boca en boca. Creo que, como anécdota, es tan buena como aquella vez que Bizcky Weaver incendió su granero tratando de disparar a Hank.

Hank parecía complacido.

– Antes de que tú llegaras al pueblo, yo era el único entretenimiento de esta gente -dijo a Maggie-. Es un verdadero placer compartir los laureles.

En el centro de la pista de baile, habían colocado el árbol de Navidad. Los invitados comenzaron a formar una rueda a su alrededor. La banda comenzó a interpretar Aquí llega Santa Claus y la ronda se meció al compás de la melodía. Hank y Maggie, tomados de la mano, también participaron, mirando hacia la puerta por encima del hombro, a la espera de que llegara Papá Noel. La puerta se abrió y, cuando la esperada figura hizo su entrada triunfal, todos los niños soltaron un grito de alegría.

– Jo, jo, jo -exclamó Papá Noel, reuniéndose con el grupo-. ¿Todos se han portado bien este año?

– Sí -respondieron al unísono.

El baile continuó alrededor del árbol y Papá Noel se abrió paso cortando la cadena de manos, para entregar los libros de colores. Cuando llegó al sitio donde estaba Maggie, se detuvo y le tomó la mano.

– ¿Y Maggie se ha portado bien este año? -le preguntó.

Maggie sintió que las mejillas le ardían como fuego. Papá Noel no se había dirigido a ningún otro adulto.

Tomó un bastoncito de caramelo y un libro para colorear de su saco y los entregó a Maggie.

– Sólo las mejores muchachas de Skogen se llevan este regalo -le dijo, guiñándole el ojo.

Un murmullo de aprobación estalló entre el público.

El mundo se desdibujó momentáneamente. Los pies de Maggie dejaron de moverse al compás de la música. Miró primero a Hank y luego los demás rostros que formaban la cadena. ¡Le tenían simpatía!, notó. Hasta el padre de Hank le sonreía desde el otro extremo del salón. Maggie apretó el libro y el caramelo contra su pecho y agradeció debidamente a Papá Noel. Observó con atención al hombre que se escondía detrás de aquella barba blanca y ojos entrecerrados.

– Sé que eres tú, Bubba -murmuró Maggie-. ¡Ésta me la pagarás!

Bubba sonrió, abrazó a Maggie y siguió con su tarea.

Maggie también sonrió. Sonrió porque, de repente, aprendió a querer mucho a Bubba. Y sonrió porque Papá Noel la había encontrado allí, en las ondulantes y nevadas tierras de Vermont, y, además, porque le había regalado un libro para colorear. Pestañeaba frenética, pero, de todas maneras, las lágrimas bañaron su rostro. Hundió la cara en el pecho de Hank y resolló sobre su corbata.

– Es qu… que me… me encantan los libros para colorear -sollozó.

Orville Mullen estaba al otro lado de Maggie.

– Tal vez esté embarazada -conjeturó, dirigiéndose a Hank-. Así se ponen. Se largan a llorar por los libros para colorear, por los baberos y por los escarpines. Cuando mi Elaine estaba embarazada, no podíamos caminar frente a los tarros de alimento para bebé de Acme porque se ponía a llorar desconsolada.

La señora Farnsworth se acercó y rodeó los hombros de Maggie con el brazo.

– Es necesario que empieces a hacer manualidades -le aconsejó-. Tranquiliza los nervios y, además, te enteras de algunos chismes.

– No sé… -dijo Maggie, sonándose la nariz en el pañuelo de seda rojo de Hank.

– No te llevará mucho tiempo -insistió la señora Farnsworth-. Es sólo una tarde de sábado al mes y podrás contarnos sobre el diario de tu tía Kitty. Todos morimos por leer tu libro cuando se publique. No todos los días tenemos a una escritora auténtica caminando por las calles del pueblo. Tal vez, hasta podamos organizar una sesión de autógrafos.

¿Una sesión de autógrafos? Maggie se tapó la boca con la mano para sofocar la carcajada. Sería famosa. No terriblemente famosa, por supuesto. Después de todo, no era Elizabeth Taylor, pero aun así, podría alcanzar algo de fama. Y el Club de Manualidades le organizaría una sesión de autógrafos. Maggie se mordió el labio inferior. Tenía un problema. Un problema con su nombre.

– Tendrás que casarte conmigo lo antes posible -dijo a Hank-. Tengo un problema con el nombre. Cuando el Club de Manualidades organice la sesión de autógrafos en mi honor, ¿con qué nombre voy a firmar? Todos piensan que soy Maggie Mallone, cuando, en realidad, sigo siendo Maggie Toone. Como verás, esto podría prestarse a muchas confusiones, a menos que nos casemos de inmediato -Se mordió el labio de nuevo-. Sé que han pasado varios meses desde la última vez que me pediste que me casara contigo. Tal vez hayas cambiado de opinión. No podría culparte si es así.

Hank le sonrió ampliamente.

– Déjame aclarar las cosas. ¿Quieres casarte conmigo para poder firmar autógrafos en la sede del Club de Manualidades?

– Sí.

Hank no pudo resistirse a seguir el juego.

– No sé. No es muy romántico. No estoy seguro de que sea una buena razón para casarse. ¿Y qué pasa con Skogen? ¿Estás convencida de que puedes vivir aquí?

– ¡Por supuesto que puedo vivir aquí! ¡Skogen es un sitio magnífico para vivir! -Bajó la voz y asumió un tono más serio-. Y te amo.

Hank la tomó entre sus brazos.

– Yo también te amo y seré feliz al casarme contigo -Luego la besó intensamente, frente a todo el mundo.

– Es una suerte saber que él ya no lo hace en los graneros de los vecinos -dijo Gordie Pickens-. Qué tremendo fue en su juventud, ¿verdad?

Bucky Weaver, el viejo Dan Butcher y Myron Stonehouse compartieron la opinión.

Y la banda interpretó Rodolfo, el reno del hocico rojo por cuarta vez.

Загрузка...