Maggie supo que la sonrisa había retornado. Cuando las estrellas dejaron de estallar, cuando su corazón recuperó el ritmo normal, cuando ese letargo característico del epílogo de un acto carnal hubo penetrado en cada músculo de su cuerpo, Maggie sintió que la sonrisa volvía a instalarse en sus labios. Se quedó tendida junto a Hank, inmóvil, preguntándose por qué su cuerpo estaba tan eufórico, cuando la confusión reinaba en su mente. Hank le había propuesto matrimonio y ella había aceptado. Todo parecía un sueño. Quince minutos antes, el matrimonio le había parecido el estado civil perfecto, y ahora… no estaba tan segura. Casarse con Hank significaba casarse con Skogen. Aquél era un sitio perfecto para unas buenas vacaciones románticas, pero Maggie ignoraba si podría soportar una vida entre manzanos. Tampoco sabía si se sentiría a gusto con esa gente. ¿Y si todos fueran igual que Bubba? Hank también estaba reconsiderando las cosas. Se sentía culpable por haber forzado a Maggie a aceptar el matrimonio bajo circunstancias tan poco favorables para ella.
– En cuanto a lo de casarnos…
– Te has aprovechado de mí.
– Sí. No te importa, ¿verdad?
– ¡Por supuesto que me importa! -Maggie se incorporó sobre un codo-. ¿Me lo has propuesto en serio?
– Absolutamente. Te amo. De hecho, vuelvo a preguntártelo para oficializarlo. ¿Te casarás conmigo?
– No te creo.
– Demasiado tarde -dijo Hank-. Ya dijiste que sí.
– Puedo cambiar de opinión.
Hank pasó la pierna por encima de ella.
– Supongo que tendré que agotarte nuevamente.
– ¿Y qué hay del baile?
– ¿No prefieres que te seduzca?
– ¡No!
Hank deslizó la mano sobre su vientre y le besó el hombro desnudo.
– Mentirosa.
– Todo el mundo nos está esperando allí. ¿Qué pasará con nuestra nueva imagen? ¿Y con la respetabilidad? ¿Y el lagar para extraer el jugo de las manzanas?
Hank protestó. Maggie tenía razón. Necesitaba ese lagar.
– De acuerdo. Iremos a ese baile. Pero cuando regresemos, seguiremos con esto de la seducción.
Maggie se tomó la cabeza con las manos.
– ¿Cómo tengo el pelo?
– Estupendo.
Maggie suspiró y se levantó para mirarse en el espejo.
– Oh, Dios mío.
– No vas a pasarte otras tres horas en el baño, ¿no?
Media hora después, Maggie se puso el vestido, pasándoselo por la cabeza. Esta vez se colocó una enagua debajo y su cabello no estaba tan terrible como cuando se lo había peinado la primera vez, pero pasaba. Las huellas de la pasión tendían a perjudicarla en esos aspectos, admitió. Bajó las escaleras detrás de Hank y esperó pacientemente a que cerrara la puerta principal con llave.
Oscurecía a toda velocidad. Sería noche cerrada cuando llegaran al rancho, pensó Maggie. Se sentó en la destartalada camioneta e hizo una mueca por la excitación que le cosquilleaba en el pecho. ¿Cómo podía sentirse nerviosa y como entre nubes por el simple hecho de estar sentada junto al hombre con quien terminaba de hacer el amor salvajemente? Siempre había creído que el amor apasionado generaba el aburrimiento. Solía comparar el romance con la caza al zorro; lógicamente, después de atraparlo, la cacería se tornaba aburrida. Por lo visto, todos esos años había vivido equivocada. Ahora, para ella, las actividades románticas podían compararse con comer maní; una vez que se empezaba, nunca se podía terminar.
“Tengo que ser fuerte”, se dijo. Tenía que luchar contra esa enfermedad. Se sentó sumisamente en su butaca, resistiéndose a la urgencia de acurrucarse junto a Hank cuando él ocupó su lugar ante el volante. Maggie puso una mano sobre la otra, las apoyó sobre la falda y apuntó la nariz al frente. No era tan tonta como para creer que el amor todo lo podía. ¡No señor! Se tomaría su tiempo para decidir sobre un tema tan álgido como el matrimonio. El hecho de que se sintiera casada y actuara como casada, no implicaba que fuera a estampar su firma en la línea de puntos. En eso se había equivocado al aceptar la propuesta matrimonial de Hank. Ese documento formal, llamado certificado de matrimonio, significaba realmente una diferencia. Representaba una atadura legal y mental. ¡Aterrador!
– El rancho queda en las afueras del pueblo, junto a las vías del ferrocarril y a los silos para granos -dijo Hank-. Espero que no te decepcione. Sólo se trata de un gran salón, situado en el extremo de la feria. Como es el único sitio disponible para celebrar fiestas de casamiento y reuniones populares, se le da mucho uso -Pasó junto a los silos para granos y al depósito refrigerante y se dirigió hacia el estacionamiento del rancho. Como todos los sitios ya estaban ocupados con autos y otros vehículos, tuvo que estacionar sobre el césped-. Espero que entiendas de estas cosas -dijo-. No soy buen bailarín y es probable que te pise. Además, los hombres se quedarán mirándote como papanatas.
– Ya me las ingeniaré.
– Y tal vez tenga que bajar unos cuantos dientes y achatar otras tantas narices para que esos tipos no lleguen a ti ni a ese vestido que te has puesto.
Maggie se miró el vestido.
– Ahora está perfecto. Tengo una enagua debajo.
– Cariño, para evitar que todos esos sujetos te coman con los ojos, tendría que haberte puesto una armadura de hierro, con cadenas y todo.
– ¿Debo tomarlo como un cumplido?
– Tal vez. Pero sobre todo, tómalo como advertencia. No pretendas que reaccione como ser humano racional cuando Slick Newman trate de robarte una pieza.
Las puertas y ventanas del salón se habían abierto de par en par y el ritmo de la banda desbordaba en la oscuridad. La gente gritaba para poder oírse a pesar de la música y las risas se elevaban por encima de ésta y también de los gritos. Adentro, la luz era tenue, ideal para las melodías románticas, aunque iluminaba lo suficiente como para que se pudieran ver los detalles del nuevo vestido de Emily Palmer y los reflejos dorados que Laurinda Gardner se había hecho en el pelo. Según Laurinda, el tono era natural, pero Sandy Mae Barnes estaba en la peluquería en el momento en que a Laurinda le teñían el cabello. Sandy Mae se lo había contado a Kathy Kutchka y ésta, a Iris Gilfillan, que era lo mismo que publicarlo en el periódico. Algunos niños bailaban aburridos con los adultos; otros bebían gaseosas de a sorbitos, sentados en las sillas plegables de madera alineadas contra la pared que la casa funeraria había donado. Tres niñas con vestidos de fiesta perseguían a un muchachito por la pista de baile. El muchachito estaba todo colorado y los extremos de su camisa blanca se habían zafado de la cintura de sus pantalones grises.
– Ese es el hijo de Mark Howser, Benji -dijo Hank-. Es un verdadero terror. Seguramente habrá metido algún sapo dentro del vestido de Alice Newfarmer.
– ¿Los chicos siempre vienen a las fiestas?
– Sí. Cada vez que hay una boda o un baile, todo el pueblo está invitado. Nadie se atrevería a quedarse en su casa; de lo contrario, hablarían mal de él a sus espaldas. Y como no hay niñeras para que cuiden de los pequeños, ellos también asisten. La fiesta de Navidad es la mejor. Papá Noel regala bastoncitos de caramelo y libros para colorear. Mamá Irma prepara su famoso ponche de leche y huevo. Cuando yo era chico, la fiesta de Navidad iluminaba mi vida.
Era el Salón Nacional Polaco transportado a Skogen, pensó Maggie. El mismo piso polvoriento de madera, la misma tarima para la banda y el mismo bar, separado del salón principal. Mesas plegables y bancos dispuestos en hilera a lo largo de una de las paredes; una puerta conducía a lo que supuestamente sería una cocina. Era la réplica de Riverside. Peor todavía, pues allí, ella era el típico sapo de otro pozo. Junto a Hank, permaneció de pie en la puerta del rancho y automáticamente todas las cabezas se volvieron para mirarlos.
– Qué suerte que me haya puesto la enagua -le dijo ella en voz baja.
Él le rodeó los hombros con el brazo y le sonrió ampliamente.
– ¿Te sientes conspicua?
– Exactamente. Como si estuviera totalmente desnuda, en medio de una carretera, a la hora pico.
– Es sólo porque eres nueva y todo el pueblo está un poco alborotado.
– No es sólo porque soy nueva -se opuso ella-. Soy diferente. Vengo de Nueva Jersey. Hablo con el acento de Nueva Jersey. Camino como se camina en Nueva Jersey. ¡Y mírame! ¡Hasta mi pelo es el típico de las mujeres de Nueva Jersey!
Hank se rió.
– Dudo que Nueva Jersey tenga algo que ver con ese pelo. Yo creo que la única responsable de él es Maggie -Se agachó y le besó la cabeza-. Me encanta tu cabello.
– ¿Crees que todas estas personas estarán al tanto de tía Kitty?
– Me juego la cabeza a que sí.
Maggie gruñó.
– Culpable por asociación ilícita. Seguramente pensarán que te has casado con una loca.
Hank se abrió paso entre la gente y condujo a Maggie hacia el bar, forcejeando en un despliegue de fibrosos músculos frente a Andy White, y pisoteando sin piedad el empeine de Farley Boyd cuando éste trató de acercarse a su “esposa”.
– Como eres escritora, te consideran una especie de celebridad.
Henry Gooley, a los tumbos, se plantó frente a Maggie y le guiñó un ojo. Hank lo tomó de la corbata y lo levantó ocho centímetros del suelo.
– ¿Buscas algo, Henry?
– Glup.
– ¡Bájalo! -ordenó Maggie-. ¡Lo vas a ahogar!
Hank apoyó a Henry en el piso y le alisó la corbata.
– Yo sólo quería saludar -dijo Henry, retrocediendo.
Maggie cerró los ojos y contó hasta diez.
– Creo que nunca en mi vida me he sentido tan abochornada como esta noche. Y es mucho decir, dada la clase de vida que he llevado. Te estás comportando como el terrorista a sueldo del pueblo.
– Sí. Tú provocas a la bestia que hay en mí.
Elsie se abrió paso entre la multitud a los codazos, tratando de llegar hasta Maggie.
– Es una fiesta excelente; de lo mejorcito que tenemos. Hay gente que debe haber venido desde muy lejos; setenta a ochenta kilómetros tal vez. Apuesto a que esos tipos que se metieron en su casa también están aquí -Palmeó su gigantesco monedero de cuero negro-. He traído a Junior conmigo, por las dudas.
– ¿No estará cargado, verdad? -preguntó Hank-. No me gustaría verla envuelta en un tiroteo en el salón de baile.
– Por supuesto que está cargado. Una mujer tiene que protegerse.
Slick Newman se paró junto a Maggie.
– Hola -la saludó-. Soy Slick Newman y me gustaría bailar contigo.
Hank apretó el brazo de Maggie por encima del codo.
– Elsie, ¿podría prestarme su monedero de cuero un momento, por favor?
Maggie lo miró, furiosa.
– Ni te atrevas a pedírselo -Se volvió hacia Slick-. Me encantaría bailar.
– Oh, no -intervino Hank, sosteniéndola aún por el brazo-. Me has prometido la primera pieza -Sonrió a Slick con simpatía-. Esta noche estoy un tanto tenso. Es la primera vez que estoy casado.
– Qué pena -respondió Slick, con una palmada comprensiva en el hombro de Hank-. Tú también eras uno de los verdaderos grandes.
Hank condujo a Maggie a la pista de baile.
– Muy bien. Ahí vamos -anunció, asumiendo una postura de baile. Respiró hondo y comenzó a balancearse ligeramente-. ¿Qué tal voy?
– Buen comienzo -lo elogió Maggie.
Hank la abrazó con más fuerza y siguió balanceándose.
– Después de todo, bailar no es tan terrible. Creo que me agradará.
– Sería más interesante si girásemos un poco, así nos desplazamos.
– No lo sé… Eso de los giros suena complicado -Cuando la hizo avanzar, la pisó-. Huy, lo lamento.
– Será mejor que te esmeres en esto -le aconsejó Maggie-, porque no voy a casarme de verdad con un hombre que no sepa bailar.
– No hay problema. Es sólo una cuestión de sincronización. Ay, lo siento -Con mucho cuidado, la hizo girar alrededor de Evelyn Judd y Ed Kritch-. ¿Con eso debo entender que, si aprendo a bailar, te casarás conmigo?
– No. Sólo estaba buscando un tema de conversación. Quería incentivarte de alguna manera. Fue una broma.
Evelyn Judd golpeó a Hank en el hombro.
– ¿Qué ven mis ojos? ¿Hank Mallone bailando? No lo creo. ¡Hace quince años, fuimos elegidos reyes de la feria y a este inepto no se le ocurrió nada mejor que faltar al baile de coronación! Sé que están recién casados, pero Hank me debe un baile.
Maggie se quedó boquiabierta al ver cómo Evelyn Judd se acomodaba diestramente entre los brazos de Hank y se alejaba con él. Luego la oyó quejarse mientras Hank decía-: Ay, lo lamento.
Entonces se sintió un poco mejor.
– Supongo que tendremos que bailar nosotros también -dijo Ed Kritch.
Era alto y esbelto, con cabellos trigueños que le caían sobre las orejas y la frente. Conducía a Maggie por la pista con naturalidad, sin apretarla, y la entretenía con la trivial conversación característica en esas circunstancias.
– ¿Te gusta Skogen? -le preguntó.
– Bastante -contestó ella.
– Esta semana el tiempo ha estado bastante seco -le recordó él.
Maggie coincidió en el comentario.
Se produjo una pausa. Ambos sabían que se estaba gestando la pregunta clave.
– Tengo entendido que eres escritora.
– Así es -afirmó ella.
– ¿Es cierto que tú tía te dejó un diario con… información personal?
– Mi tía era propietaria de un prostíbulo y, si bien su diario contiene ciertas observaciones personales, la información es sobre todo de carácter mundano.
Habían recorrido la mitad del salón y se encontraban a la sombra de una puerta abierta.
– ¿Te importa si nos detenemos aquí? -preguntó Ed-. El aire fresco me parece delicioso.
Por un momento, Maggie dio la espalda a Ed y a la puerta abierta para buscar a Hank con la mirada.
– Lamento tener que hacer esto -se disculpó Ed-. Espero que tu peinado no se estropee -Repentinamente la empujó hacia la puerta y le puso un saco de granos en la cabeza. Su grito quedó ahogado, pues una mano le cubrió la boca de inmediato. Empezó a patalear en el aire, pero unos fuertes brazos la levantaron del suelo, la transportaron una corta distancia y, finalmente, la arrojaron en el interior de un automóvil. En el acto encendió el motor y el vehículo salió de la playa de estacionamiento a tanta velocidad, que al tomar una curva Maggie perdió el equilibrio. Después, todo lo que se oyó fue el monótono zumbido del motor. Ed Kritch le quitó el saco para granos de la cabeza y se cobijó en el extremo del asiento posterior-. Ojalá que esto no empañe nuestra amistad, ya que vivirás en este pueblo por el resto de tus días. Además, somos prácticamente vecinos y todo eso -continuó-. Tienes que entender. Un millón de dólares es mucho dinero. Jamás se me habría cruzado por la mente la idea de un secuestro, o de un robo. Por ejemplo, la semana pasada compré un cuarto de aceite para autos en la tienda y Mamá Irma se equivocó con la vuelta. Me dio de más, pero yo se lo devolví. El problema radica en que el trabajo escasea mucho aquí en Skogen. Lo único que conseguí fue un puesto en la estación de servicio de Mamá Irma, para atender los surtidores de combustible. Pero el sueldo es muy bajo. No alcanza para mantener una familia. Y Evelyn y yo queremos casarnos.
Había otros dos hombres en el asiento de adelante. El conductor se volvió a medias y sonrió a Maggie.
– Yo soy Vern Walsh -se presentó-. Un placer conocerte -Asintió en dirección a su copiloto-. Él es Ox Olesen. Ed, Ox y yo vamos a dividir el millón entre los tres. Ox usará su dinero para pagar la universidad. Quiere estudiar computación. Y yo, con mi parte, compraré un par de vacas para poder instalar un tambo. ¿Ves que no somos tan malos? Nuestras raíces están en este pueblo, pero aquí no podemos ganar dinero. Hemos conversado el asunto y decidimos que, si tomamos prestado el diario de tu tía, no haremos daño a nadie.
Maggie meneó la cabeza. No podía creerlo. Su terror e ira iniciales pronto fueron desplazados por una devastadora curiosidad.
– Creo que me he perdido. ¿Qué es eso del millón de dólares?
– Alguien…, no creo que debamos decirte quién, ha ofrecido un millón de dólares por el diario de tu tía.
Maggie sintió que se sofocaba.
– ¿Un millón de dólares? ¿Y por qué rayos alguien iba a pagar un millón de dólares por el diario de mi tía Kitty? He leído hasta la última letra que está escrita en él y no vale un millón de dólares.
– Ahora lo vale -la contradijo Ed-. Podríamos compartir parte del dinero contigo, por habernos permitido que te sacáramos del baile. No somos codiciosos. No necesitamos todo el millón. Podríamos repartirlo entre cuatro en lugar de entre tres.
– No puedo entregar el diario de tía Kitty -dijo Maggie-. Ella me lo confió a mí. Yo prometí escribir un libro basándome en él.
– Caray -exclamó Ed Kritch-. No contábamos con eso.
– En mi opinión-dijo Vern Walsh-, tu tía Kitty era una buena tipa y seguramente habría estado dispuesta a ayudarnos a todos. Se habría alegrado de saber que su diario iba a servir para algo útil -Condujo el auto hacia el camino de ingreso a la casa de Hank-. Si no perdemos tiempo para ir a buscar ese diario, tal vez podamos regresar al baile justo a tiempo para ver la coronación del rey y la reina.
Maggie se cruzó de brazos y entrecerró los ojos.
– No voy a entregarles el diario. Está escondido y ustedes jamás lo encontrarán. Por otra parte, ¿han pensado en las consecuencias por haberme secuestrado?
– Somos ciudadanos de primera -comentó Ed-. Nunca hemos hecho nada malo. Podemos mentir como los mejores y todo el pueblo creería en nosotros.
– ¿Fueron ustedes los que irrumpieron en casa anoche y anteanoche? -preguntó Maggie.
– No. Este es nuestro primer intento. Según se dice, fue Lumpy Mooney el que trató de robarse el diario anoche. Además, se ha corrido la voz de que casi se rompe la espalda al caer de la escalera.
Todos, excepto Maggie, festejaron el comentario con risas.
Vern se detuvo a pocos metros de la casa. Había dos autos estacionados a la entrada y todas las luces estaban encendidas.
– ¡Miren eso! -gritó-. Ése es el auto de Slick Newman. Y la basura que está estacionada delante de él pertenece a Naricita Purcell.
– Han venido por el diario -dijo Ed Kritch-. Esto apesta, viejo. Se han metido en la casa de la abuela de Hank. Si quieren mi opinión, muchachos, este pueblo se está yendo al demonio. Cuando yo era chico, uno jamás tenía que preocuparse por estas cosas. Ni loco se nos habría ocurrido cerrar la puerta de calle antes de salir.
– ¿Entonces qué les parece? -preguntó Vern-. ¿Deberíamos dar parte al comisario?
Ed se mordió el labio inferior mientras examinaba esa posibilidad momentáneamente.
– No -respondió por fin-. La familia Purcell está pasando por épocas muy duras. Tienen siete hijos y el viejo Purcell ha quedado cojo desde que Maynard Beasley le disparó en la rodilla al confundirlo con un ciervo. Mejor les decimos que no está bien meterse en la casa de la gente sin permiso. Después, buscamos el diario y repartimos el dinero. Total, hay para todos.
Un auto se estacionó detrás de ellos. Todos se volvieron y tuvieron que entrecerrar los ojos encandilados por los faros.
– Tal vez sea Hank -dijo Maggie-. Será mejor que anden con pie de plomo. Cuando los atrape, les romperá hasta el último hueso.
– No -dijo Ed-. No es Hank. Hank conduce una camioneta y esos faros son demasiado bajos. Además, es un buen tipo. Comprendería nuestra necesidad de dinero.
Las luces se apagaron y varias figuras descendieron del vehículo. Uno de los hombres traía un cuerpo cargado al hombro. Se acercaron a Ed Kritch y miraron por la ventanilla.
– Es Spike -dijo Ed, bajando la ventanilla-. Eh, Spike. ¿Qué estás haciendo aquí?
– Tenemos un rehén -respondió Spike-. Hemos venido por el diario ¡y trajimos a alguien que sabe dónde está!
Ed abrió la puerta y Spike arrojó a Elsie sobre el asiento posterior, junto a Maggie.
– Nunca lo diré -dijo Elsie-. Ni en un millón de años. Pueden torturarme si quieren, pero no diré una palabra.
– No conocemos ningún método de tortura -dijo Spike-. Contábamos con su ayuda voluntaria.
– Me han envuelto como a un pavo para el día de Acción de Gracias -protestó Elsie-. Me han traído hasta aquí en un saco para harina. ¿Se imagina? Después que he gastado dieciséis dólares en la peluquería para que me arreglasen el pelo.
– Está bastante bien -dijo Spike-. Además, nos hemos tomado la molestia de lavar el saco anoche, para no arruinarle el vestido. Hemos pensado en todo.
– Antes de pensar cualquier cosa tendrían que hacerse un trasplante de cerebro -dijo Elsie.
Spike y Ed intercambiaron miradas de preocupación.
– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Spike-. ¿Cómo nos apoderaremos de ese diario?
Ed se pasó la mano por el pelo.
– No lo sé, Vern. Tú has estado en el ejército. ¿Conoces algún método de tortura aplicable a las damas?
– Nunca me han enseñado a torturar damas -dijo Vern-. Debes estar en las fuerzas especiales para aprender esas cosas.
– ¡Debería darles vergüenza por tratar de aterrorizar a un par de damas indefensas como nosotras! -comentó Elsie.
– ¡Indefensas, eh! -gruñó Spike-. Por poco le quiebra la rodilla a Melvin Nielson cuando quiso ayudarme a meterla en el auto. Y además, tiene una boca bastante sucia. La avergonzada debería ser usted por el repertorio que conoce.
Elsie se alisó prolijamente la falda sobre sus rodillas y colocó en ella el monedero de cuero negro.
– Todo esto ha sido muy angustiante -dijo-. No les importa si saco un pañuelito de mi monedero, ¿verdad?
– No, señora -dijo Ed-. Adelante. Busque su pañuelo.
Elsie metió la mano en su monedero y sacó la cuarenta y cinco.
– ¡Ay carajo! -bramó Ed Kritch-. ¿Qué mierda hace un revólver en su monedero? No estará cargado, ¿cierto?
Elsie lo apuntó.
– Por supuesto que lo está, tarado. Y no creas que soy incapaz de usar al bebé sólo por mi vejez. Podría pelar las pestañas de un perro a doce metros de distancia.
Ed tenía la mano en el picaporte de la puerta.
– Guarde el arma, señora. No querrá lastimar a nadie, ¿no?
– Sería un homicidio en defensa propia -replicó Elsie, apuntando a Spike-. No pueden secuestrar a mujeres a intentar robar sus bienes personales impunemente. Todo tiene su precio. Además, me han aguado la fiesta. Seguramente me perdí los trucos de magia. Creo que se merecen lo que venga.
Ed Kritch se abalanzó sobre Elsie, le torció el brazo hacia un costado y en el forcejeo, el arma se disparó involuntariamente. El ruido agitó al vehículo y la bala agujereó el techo. Ed Kritch, Vern, Ox y Spike se quedaron sentados, impávidos e inmóviles por una décima de segundo. Luego, al unísono, salieron corriendo a gritos, despavoridos. Se metieron todos en el auto de Spike y se alejaron de la casa.
– Qué sarta de ineptos -dijo Elsie-. Por supuesto que no iba a dispararle a ninguno.
Maggie, con una mano temblorosa, se apartó el cabello de la frente.
– Lo sabía. Sabía que los haría ensuciarse los pantalones de miedo -Inspiró profundamente y se llevó la mano al pecho, para asegurarse de que el corazón hubiera recuperado sus latidos-. ¿Qué cree que debamos hacer con los sujetos que están dentro de la casa?
Elsie volvió a guardar el arma en el monedero y lo cerró.
– Nunca encontrarán esos diarios, por más que pasen cien años buscándolos. Los hemos escondido muy bien. Propongo que regresemos al baile y si estos individuos hacen algún desastre en la casa, los obliguemos a volver mañana para limpiar y ordenar todo.
Maggie aceptó, pues le pareció una solución mucho más atinada que enviar a Elsie adentro, con su pistola lista para iniciar la acción. Se sentó al volante a insertó la llave. Ahora sólo tendría que inventar una excusa para Hank. Si había estado dispuesto a estrangular a Henry Gooley sólo por haberle guiñado un ojo, no se tomaría la noticia del secuestro con tranquilidad.
– Creo que esperaré un tiempo antes de contar a Hank todo este episodio -dijo Maggie a Elsie-. Tal vez se lo diga en el camino de regreso.
– Buena idea. No quiero echar a perder el resto de mi velada. Todavía tengo que ponerme al día con todos los bailes que me he perdido. Además, me dijeron que a medianoche servirán pasteles y café.
Cuando llegaron a la playa de estacionamiento del rancho, Hank estaba aguardándolas.
– ¿Dónde se metieron? -preguntó-. ¿Y qué están haciendo en el auto de Vern?
Maggie sólo lo miró. Ni remotamente se le ocurría un pretexto.
Elsie apoyó el peso de su cuerpo sobre uno y otro pie, en forma alternada.
– Todo fue por mi culpa -dijo-. No me he sentido muy bien.
Maggie asintió con la cabeza.
– Así es. Elsie no se sentía muy bien y me la llevé a casa. Como no podíamos encontrarte, tomé prestado el auto de Vern.
– Pero cuando llegamos a la casa, me sentí mejor y decidimos volver al baile. ¿Me he perdido los trucos de magia?
– Sí -respondió Hank-. Se ha perdido los trucos de magia.
– Mierda. ¿Qué hora es? No me habré perdido también el café y los pasteles, ¿no?
– No. Todavía es temprano. Eso se sirve a las doce -Esperó a que Elsie volviera al salón de baile y luego se dirigió a Maggie-. ¿Ahora quieres contarme lo que ha sucedido realmente?
– No.
– ¿No?
– Quiero ir a bailar. ¿Estás de humor para gozar de una melodía suave, mejilla contra mejilla?
– Estoy de humor para una explicación.
– No puedo contártelo -contestó Maggie.
Él entrecerró los ojos.
– ¿Por qué no? ¿Qué pasa?
– Si te lo cuento, te pondrás frenético y echarás a perder el baile. Elsie se decepcionará, pues no ha hecho más que esperar los trucos de magia y el café con los pasteles. Yo me decepcionaré porque detesto la violencia y además, no podemos olvidar lo de tu nueva imagen. Los ciudadanos estables de esta comunidad no andan por ahí buscando bulla ni destrozando ranchos.
– ¿Por qué estás tan segura de que haría semejante escándalo?
– Confía en mí.
– Presumo que Vern tiene algo que ver en todo esto. No solo has regresado en su auto sino que él está en el bar, emborrachándose como si fuera la última vez. Tal vez deba ir al salón y preguntar al viejo Vern de qué se trata todo este misterio.
– De acuerdo. Yo te lo contaré, pero tú tendrás que jurarme que no te pondrás violento.
– De ninguna manera.
Maggie levantó ligeramente la nariz y alzó el mentón.
– Entonces no te lo cuento.
Hank se miró la puntera de la bota e insultó coloridamente.
– No juegues con la paciencia de un hombre.
– Tienes que jurármelo.
– Bien. Lo juro, pero contra mi voluntad.
– Resulta que medio pueblo está tras de mi diario. Alguien ha ofrecido un millón de dólares por él.
– ¡Vamos!
– Te lo juro con la mano sobre el corazón.
– Tiene que ser alguien de Nueva Jersey -dijo Hank-. Ningún habitante de este pueblo tiene esa suma.
Maggie no se sentía tan segura. Vern había ocultado con demasiada vehemencia la identidad de la persona que había ofrecido el dinero. Ella estaba convencida de que a Hank no le faltarían recursos para hacer confesar a Vern. Tan convencida, como de que no quería estar presente cuando él lo presionara.
– Mañana podrás jugar al detective, si lo deseas -le dijo Maggie-, pero esta noche tendrás que bailar conmigo.