5

Esta vez no habría nadie esperándome en el aeropuerto de Madrid, ningún amigo falso y desconocido con un periódico del día bajo el brazo, ninguna tienda de libros o de antigüedades cuya puerta debiese yo empujar a cierta hora. Se obstinaban en seguir usando periódicos como contraseña, a pesar de que no había manera más incierta de suscitar el reconocimiento: una vez, en Barcelona, yo estaba en el andén de la estación de Francia esperando a alguien que bajaría del tren con un ejemplar de Paris-Match bajo el brazo izquierdo, pero fueron dos los viajeros que llegaron mostrando muy visiblemente la revista, y yo sólo reconocí a mi enlace porque lo había visto con alguna frecuencia en un bar de París al que muchos de ellos acudían, y tan inútil como la revista era su nombre en clave, porque yo conocía de sobra el verdadero. Y otra vez, la penúltima, en Madrid, la cita era con alguien que llevaría el ABC, y pasó casi media hora sin que apareciera nadie. Eran las nueve de la mañana, y yo estaba en un café de los suburbios, y al final, cuando ya me iba, vino un joven de movimientos paralizados por el miedo que no traía ningún periódico en la mano. Pidió algo en la barra y miró cobardemente hacia el fondo del local. Vestía una gabardina vieja con una mancha en el codo, y yo en seguida supe que era él, pero no me estaba permitido identificarme, de modo que miré hacia la calle y seguí bebiendo mi café mientras lo espiaba de soslayo y adivinaba su incertidumbre y su terror. Caminó entre las mesas, tratando de fingir la soltura de quien no espera a nadie, y se sentó cerca de mí, dándome la espalda. Entonces vi que no era una mancha lo que había en el codo de su gabardina, sino unas letras que él quería mostrarme alzando un poco el brazo, como si lo tuviera escayolado. Había escrito ABC con bolígrafo en la manga de su gabardina. Me acerqué a él, le pedí fuego y al cabo de un rato me explicó lo que nunca imaginaron quienes en un despacho de París concertaron la cita: que aquel día era lunes y que los lunes no hay prensa diaria en Madrid…

Nadie vendría esta vez a esperarme, era preciso que nadie tuviera noticia de mi viaje, ni siquiera los más leales entre los supervivientes, ni el hombre a quien se le ordenó que guardara una pistola en la consigna de la estación de Atocha y que dejara la llave colgada de un tubo de plomo sobre la cisterna de un retrete, en un bar muy próximo cuyo nombre me fue confiado aquella noche en Florencia. Luque me lo escribió en un papel mientras me llevaba en el coche negro de regreso a mi hotel: bar Corinto, en la primera esquina del Paseo de las Delicias, un papel con instrucciones y horarios que en seguida rompí, no por prudencia, sino por costumbre, por obediencia a la ficción que me guiaba como un impulso que suspende las leyes de la gravedad y de la verosimilitud, pues desde que acepté viajar a Madrid yo era un lento fantasma que fingía que iba a matar a un hombre y se internaba en la mentira como en una selva de espejismos. En los hoteles, en los aeropuertos, a medida que progresaba mi viaje, yo iba notando con impasibilidad que me alejaba de la tierra firme y de la certidumbre de volver, que me llevaba una invisible corriente más poderosa que mi voluntad y más verdadera o más falsa que mi vida, la otra, la que seguía esperándome en el litoral de Inglaterra.

La tarde de Madrid era de un azul tan oscuro y tan húmedo como el que yo podría estar mirando si no hubiera salido de Brighton, y las luces rojas y amarillas que vi brillar en la llanura cuando el avión comenzaba el descenso parecían los faros que señalan el final de la travesía por el canal de la Mancha. El avión perdía altura con bruscos espasmos de catástrofe, y la niebla blanca alternativamente nos envolvía y se rasgaba dejando ver en lo más hondo un paisaje ocre de desiertos. Oí el chasquido de los cinturones de seguridad, se encendieron los indicadores de peligro, el ala derecha del avión se inclinaba casi rozando agrios picachos de colinas, y yo sentí en el vacío del estómago que algo irreparable me iba a suceder, la rápida agonía imaginada de los que mueren en el interior de un avión, la claustrofobia de aire enrarecido y dolor de agujas en los tímpanos que una noche de muchos años atrás me había paralizado y casi me había enloquecido cuando volaba sobre la oscuridad de los bosques de Francia y el piloto se quito los cascos y se volvió para decirme que nos había alcanzado la metralla de los antiaéreos.

Mirando la niebla que abolía al otro lado de las ventanillas ovales el espacio y el tiempo de los vivos, recordé los haces oblicuos de los reflectores, el estrépito irregular de las hélices, la perentoria sensación de estar a punto de morir, fuera del mundo, en mitad de la nada, de desvanecerme sin residuos en la estela roja de un avión incendiado. Junto a mí, maniatado por el cinturón y la angostura del asiento, un pasajero gordo sonreía con palidez de espanto muy cerca de mi cara, mirándome como si presintiera que aquellas facciones de un desconocido iban a ser lo último que vería en el mundo. Pero el avión ya rebotaba sobre la pista y se estremecía como arrebatado por una velocidad incontenible, y el lugar de la niebla lo ocupaban vertiginosos descampados de asfalto cruzados por destellos azules y bajos edificios en la lejanía. El viento de Madrid era más frío que el de Roma. Breves rachas de llovizna y granizo asolaban los espacios horizontales del aeropuerto. Por costumbre, casi por nostalgia, busqué entre la dispersa multitud de los corredores y las escaleras mecánicas una presencia o una sola mirada que se encontrara con la mía dispuesta a reconocerme, o a confundirme un instante con otro, una voz entre tantas voces hostiles que dijera mi nombre, pero no había nadie y yo sabía que nadie iba a venir, y en torno mío se adensaba envolviéndome una embriaguez de voces, de pasos y de rostros, una sensación de abandono y peligro semejante a la que me había inmovilizado cuando el avión empezó a perder altura y pareció quedarse suspendido en el interior de la niebla. Eran de niebla las voces, las miradas, los pasos, el tiempo trastornado de los relojes, mi propia conciencia poseída por la soledad y la ficción. Estaba en Madrid, pero era preciso que no quedara tras de mí ninguna señal de mi llegada, que durante uno o dos días mi presencia se disolviera en la ciudad hasta hacerme invisible igual que se disolvía ahora en los laberintos de la terminal, hasta tal punto que cuando busqué mi cara entre las que se reflejaban en las cristaleras de la cafetería no pude encontrarla, y cuando al fin la vi, muy pequeña y lejana, extraviada, banal, me pareció la de otro, tal vez quien de verdad soy sin saberlo, el doble que viajó a Madrid mientras yo permanecía acogido a la penumbra de mi tienda, un hombre alto, de pelo gris, de edad y patria inciertas, alguien que llega a una ciudad con el propósito de adquirir libros y grabados y que no siempre deja constancia de su paso por los hoteles y las aduanas.

Pero en el aeropuerto y luego en el taxi que me llevaba a la ciudad yo seguía alentando la mentira, fortalecido por ella, imaginándome que no era cierto que había venido para matar a un hombre y calculando al mismo tiempo, como un pesado sueño parcialmente voluntario, cada uno de los pasos de la ejecución, como decían ellos siempre, puritanos de palabras, acuñadores tenaces de palabras que no aludían nunca a la realidad, porque su único propósito era excluirla o conjurarla para que se pareciera a otros sueños, los suyos, que los nutrían como el agua y el aire y tenían la extraña potestad de regir la vida de un hombre, yo mismo, o el otro, el que estaba esperándome con las muñecas heridas por las esposas, con la cara todavía tumefacta, cojeando, muriéndose de soledad y de miedo, con aquella cara de padre de familia que piensa, rodeado por los suyos, en calabozos o adulterios futuros, que lee novelas en un almacén abandonado, tiritando de frío, esperando la llegada de un mensajero, su salvador, su verdugo.

Dejó de llover y vi la última luz del sol sobre los árboles y los edificios de la Castellana, una luz muy fría que destellaba contra el pálido azul en lo más alto del edificio de Correos, donde ondeaba una bandera que siguió pareciéndome intrusa y enemiga, recién plantada allí por los usurpadores. Cada vez que volvía a Madrid era como si perdiese la piel de indiferencia y olvido que el tiempo había agregado a la memoria, y todas las cosas me herían como recién sucedidas, la misma luz del pasado, los raíles de los tranvías brillando después de la lluvia sobre el adoquinado, la estatua blanca de Cibeles, no tapiada, no sepultada bajo muros de ladrillo y sacos terreros. Y al final los rumorosos árboles del Paseo del Prado y las verjas del Botánico, el hotel que ahora se llamaba Nacional, la encrucijada plana donde emergía del horizonte como un pináculo de cristal y de hierro la estación de Atocha, su forma tan extraña, como enterrada o sumergida a medias, la miseria movediza y sombría de sus proximidades.

Esta vez yo no quería dilaciones ni treguas, sólo llegar allí y hacer lo necesario y volver a mi casa en el primer avión y no acordarme de nada ni regresar nunca, y por eso ni siquiera busqué un hotel donde alojarme aquella noche, porque cada minuto que permaneciera en Madrid estaría atrapándome como una de esas ciénagas que se abren a veces en el tiempo sin permitir retroceso ni avance: dejaría en la consigna de la estación mi bolsa de viaje, y en todo caso, cuando mi tarea hubiera concluido, me iría a dormir a un hotel grande y con apariencia de recién inaugurado que había visto junto a la carretera del aeropuerto, fuera de la ciudad, en la tierra de nadie donde se levantaban armazones de edificios en construcción y cobertizos de fábricas o de almacenes de chatarra.

El taxi me dejó junto a la entrada del bar Corinto. Siempre que regresaba a Madrid me sorprendía la suciedad del suelo de los bares, las voces tan altas de los bebedores acodados en las barras de cinc. Al entrar pensé que era muy fácil que alguien se fijara en mí y lo recordara luego. Horas o días antes un hombre me había precedido, apretando muy fuerte la mano en la que escondía la pequeña llave de la consigna, mirando acaso de soslayo, igual que ahora miraba yo, por superstición, por costumbre. A medida que bajaba a los lavabos me envolvía una creciente sensación de inmundicia. Nadie limpiaba nunca ese lugar ni reparaba los cerrojos, nadie borraba las palabras y los números de teléfono escritos en los azulejos.

La llave estaba exactamente donde me dijeron. Otro hombre había bajado allí antes que yo, receloso y un poco sonámbulo, con una pequeña llave en el bolsillo o hiriéndole la palma de la mano: tal vez se había sentido un poco ridículo subiéndose a la taza resbaladiza del retrete para colgar la llave sobre la cisterna, tocando con aprensión, igual que yo, su interior de agua sucia y herrumbre, temiendo que bajara alguien, porque estaba roto el cerrojo de la puerta. Y es posible que aquel hombre no supiera nada de mí ni tampoco la razón por la que debía guardar una pistola en la consigna y una llave en el retrete de un bar. Actos amputados, invisibles hazañas culminadas en la irrealidad y en el miedo. Como en el aeropuerto, busqué en el bar Corinto una cara que me reconociera, pero ninguna podía ser la del hombre que llegó antes que yo. Repetir inversamente sus pasos me vinculaba a él en una indeseada simetría. Caminé hacia la estación por la misma acera por donde él debió de ir al bar Corinto, crucé sucios vestíbulos, anduve con aire de casualidad y pereza entre los pasillos de armarios metálicos de las consignas, buscando el número señalado en la llave, imaginando que el tacto de la pistola solidificaría en un instante la realidad, y también temía ese momento, porque en cuanto la pistola estuviera en mi mano ya sería indudable que el crimen, yo sí usaba esa palabra, era la razón de mi viaje.

La cerradura tardó un poco en ceder. ¿Y si me volviera diciéndoles que no me fue posible abrir la consigna? Casos así habían ocurrido, sumas mezquinas de azares que impedían sin remedio un gesto premeditado y necesario, una puerta que no abría, una pistola encasquillada por la humedad, alguien que era detenido por llamar equivocadamente a un timbre o que no tomaba a tiempo el tren que lo habría salvado por culpa de un dolor de estómago. Pero la llave giró, y su mínima rotación cumplió su parte de destino asignado. Miré a un lado y a otro antes de abrir del todo la taquilla. No había nadie cerca, un mendigo encorvado se alejaba buscando colillas por los rincones, pinchándolas certeramente con una aguja de punto. La pistola estaba en una bolsa de aseo que despedía un fuerte olor a loción para después del afeitado. Me la guardé en la gabardina, previendo con disgusto que el olor a loción quedaría en mi ropa, y dejé en la taquilla mi bolsa de viaje. Me sentía ligero cuando abandoné la estación, igual que siempre que llegaba a una ciudad y dejaba en el hotel mi equipaje para salir a la calle sin propósito alguno, ligero y solo, todavía libre, todavía no corrompido por ninguna decisión sin remedio, y retardaba la hora de aceptar que tenía una cita con Andrade y que iba a disparar contra él, no a su cara, me habían dicho, porque esta vez convenía que la policía lo reconociera, que supieran que habíamos ejecutado a un traidor y desbaratado su trampa.

Me sorprendía a mí mismo reflexionando en plural. La llave que giró a tiempo en su cerradura, el peso de la pistola que llevaba escondida bajo el forro de la gabardina, ya regían mis actos y mis pensamientos. Contra mi voluntad volvía a ser uno de ellos, y me imaginaba la sonrisa de Bernal si pudiera verme y averiguar lo que pensaba. Tal vez podía, y por eso estuvo tan seguro de que iba a venir a Madrid mucho antes de que yo mismo aceptara la posibilidad del viaje. Tal vez uno de ellos, de nosotros, me estaba siguiendo para dar cuenta a Bernal de cada uno de mis pasos o se cruzaba conmigo por los andenes donde ya se alineaban los expresos bajo la bóveda de hierro, orientados hacia el sur, hacia el azul marítimo que se oscurecía al fondo, sobre los raíles y los negros hangares de ladrillo. Era posible que no se fiaran de mí y que me estuvieran sometiendo a una prueba. ¿Era yo el sospechoso, y no Andrade? Silbó un tren que partía, y yo pensé que él también lo había oído desde su refugio, cerca de la ventana, sin asomarse a ella, fumando con la avaricia de los presos y de los condenados. Me había dicho Bernal que fumaba cigarrillos ingleses, sugiriéndome de manera indirecta que ése podría ser otro indicio de su deslealtad, porque eran cigarrillos muy caros y muy difíciles de obtener en Madrid. Pensaban que la vida en España lo había ido corrompiendo, inoculándole los vicios y los hábitos del enemigo, el tabaco inglés, el whisky, añadieron, chantajes diarios y menores que propiciarían la traición, pues concebían el mundo ajeno a ellos como un predicador los lupanares, y cuando Bernal me contó que frecuentaba a una mujer tenía en la mirada el mismo desagrado que cuando examinaba mi gabardina blanca y mis zapatos, sospechando acaso que tampoco yo era inmune a su misma dolencia de renegado.

El azul del fondo era más claro y más limpio que el del mar, pero por los andenes y vestíbulos de la estación cundía un desorden desesperado e inmundo, una angustia de trenes perdidos o interminablemente retrasados que ensombrecía los rostros de fatiga y de insomnio y se adhería a las paredes y al suelo como una suciedad de hollín y de grasa no limpiada en muchos años, igual que la negrura de las vigas metálicas más altas, entre las que volaban pájaros solitarios chocando contra las aristas de hierro, despavoridos por el eco de los altavoces, chillando bajo las bóvedas como gaviotas lejanas. No había un solo lugar en la estación que no oliera a humo agrio de tabaco y a ropa sudada y maltratada en las noches de los trenes y en las salas de espera. Pensé con un doble sentimiento de dolor y de huida que ésta ya no era mi patria, y me apresuré a alejarme de la estación como si abandonara un barco condenado al naufragio, oliéndome la ropa, mirándome en los escaparates para comprobar que no había sido contagiado.

Para llegar a la casa donde me esperaba Andrade tenía que seguir hacia el sur las tapias del ferrocarril, por una calle baja y casi deshabitada, con mezquinas acacias y portales inhóspitos junto a los que había letreros de porcelana que anunciaban casas de huéspedes, con tabernas oscuras donde bebían ferroviarios de uniforme azul. En los lavabos de una de ellas tiré la bolsa de aseo con olor a loción y revisé la pistola: era una Luger tan enfática como un automóvil de 1940. Tenía un cargador completo, y el cañón y el gatillo habían sido cuidadosamente engrasados unas horas antes. Me sorprendió no haber sabido recordar cuánto pesaba y cómo olía. Miré mi reloj y pensé en Andrade, en sus ojos, en su pecho débil y blanco, posiblemente enrojecido por el sol de aquella playa del mar Negro. Sin duda usaba el bañador de otro y lo impacientaban las horas quietas frente al mar, y no olvidaba nunca que debía volver y que estaba condenado.

Ya era noche cerrada cuando salí otra vez a la calle. Al final del muro de ladrillo comenzaba una estepa de terraplenes y malezas en la que a veces se encendían reflectores sobre altas torres metálicas. Caminé entre laderas de escorias y naves industriales guiándome únicamente por los raíles y los cables del tendido eléctrico, tropezando en las sombras, en las pendientes de grava, que sufrían un largo estremecimiento sísmico cada vez que pasaba un tren, repentino y temible como un látigo de luces.

Reconocí el almacén por el anuncio de máquinas de coser que cubría las ventanas del primer piso. Lo vi con detalle durante unos segundos, los que tardó en pasar un tren con las ventanillas iluminadas. Una dama de principios de siglo extendía los brazos a lo largo de una máquina Singer con una sonrisa lánguida y arcaica de domadora de panteras. El resto de las ventanas y la puerta principal habían sido clausuradas con tablones en aspa. Yo tenía que dar la vuelta al edificio: en la parte de atrás, oculta por un muladar de automóviles viejos y lavadoras desguazadas, había otra puerta más pequeña. La encontré casi a tientas y llamé con los nudillos. Dos golpes rápidos, y luego uno, y por fin tres más espaciados. Instrucciones de Luque. Cumplirlas con exactitud me daba la desagradable sensación de manejar dinero falso. Volví a llamar, recordando el modo en que Luque, cuando me llevaba de regreso al hotel, se golpeaba las rodillas para instruirme en la cadencia de la llamada, como temiendo que yo olvidara las palabras de un ábrete Sésamo. Pero yo miraba la puerta cerrada del almacén escuchando como una voz conocida toda la hondura del silencio y sabía que era inútil llamar por tercera vez porque no había nadie en el interior de la casa. Reconozco en seguida las casas vacías, las miradas sin misterio, los teléfonos que no van a sonar.

Encendí una cerilla. El edificio parecía llevar un siglo abandonado, pero la puerta tenía una cerradura nueva. La tanteé con una lima de uñas, procurando que el ruido fuera apenas un rumor de carcoma. Pero si Andrade estaba dentro me oiría, habría oído mi llamada y estaría esperando, inmóvil, conteniendo la respiración, la mano húmeda de sudor cerrada en torno a la culata de un revólver, si es que lo tenía, o un cuchillo, algo duro y pesado que iría levantando sobre su cabeza a medida que el ruido en la cerradura fuera más discernible. Pero yo sabía que no estaba. Lo sabía como sabe un ciego que es de noche y que se ha quedado solo en mitad de una plaza. Sólo un pestillo mantenía cerrada la puerta. Usé para forzarlo con extremada suavidad una pequeña lámina de metal que llevaba siempre conmigo como un vago amuleto. Ábrete Sésamo, dije, imaginando que Luque me miraba, que a los dos lados de la puerta Andrade y yo deslizábamos al mismo tiempo el pestillo sobre su montura. También los goznes habían sido engrasados muy poco tiempo atrás. Antes de que la segunda cerilla me quemara los dedos miré un instante el espacio que se abría silenciosamente ante mí: una pared donde se amontonaban grandes televisores en desuso, una escalera de caracol, y en el suelo polvo y hojas de periódicos, esparcidas tal vez para que su ruido denunciara los pasos cautos de un intruso. Cuando cerré la puerta me circundó una oscuridad sin fisuras.

Permanecí unos segundos como disuelto en ella, sin que mis pupilas pudieran discernir ni siquiera esas fosforescencias que vemos moverse tras los párpados cerrados. No había cosas cercanas que pudieran tocarse, ni otro sonido que el de los trenes, más lejano que el mar, ni tampoco presencia alguna, ni la mía, inmovilizada en la sombra, en la mitad de un gesto que no podría concluir sin que crujieran mis zapatos. Tanteé buscando la pared y mis manos sólo rozaban el vacío. Tuve de pronto la certeza espantosa de que estaba parado en el filo de un pozo. Encendí otra cerilla: mi cara me sobresaltó en un espejo como la visión de la cabeza de un degollado. En un relámpago me acordé de algo que había leído casualmente en el avión para distraer el tedio del viaje: cuando han caído en el cesto, las cabezas de los guillotinados todavía guardan la conciencia, mueven los labios y los párpados y tienen una mirada última de inteligencia y desesperación. Hice girar en vano la llave de la luz eléctrica. Quemándome otra vez los dedos avancé hasta la escalera de caracol, que se tambaleó bajo mi peso. En el piso de arriba vi los anaqueles vacíos, las columnas de hierro, el mostrador donde estaba la lámpara de carburo. El cristal todavía quemaba cuando lo toqué.

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