6

Minutos antes, al empujar el pestillo, había sentido que una fracción mínima de espacio me separaba de Andrade. Al tocar la lámpara y oler el humo tibio y reciente de tabaco sentí que una fracción imperceptible de tiempo separaba mi llegada y su huida, mi presencia y la suya. Había otra manera de salir del almacén, y ellos no me avisaron, o tal vez era mentira la intuición de la proximidad de Andrade, que no pudo verme venir, porque el anuncio de máquinas de coser y los tablones hincados en los marcos tapiaban todas las ventanas. Pero era cierto que el cristal de la lámpara estaba caliente y que en el aire duraba el humo del tabaco. ¿Había salido por casualidad, en un acceso de impaciencia, para comprar comida o respirar temerariamente el aire libre de las calles? Debajo del mostrador vi latas de conservas y un cartón intacto de cigarrillos ingleses. También vi las esposas en un rincón del cuarto de baño, ocultas bajo una toalla sucia. Las acerqué a la luz sin descubrir señales de que hubieran sido forzadas. Pero si él sabía que las esposas estaban abiertas, ¿por qué las trajo aquí, por qué se arriesgó a llevar las manos atadas y no las tiró mucho antes, cuando los guardias le perdieron el rastro? El azar y la premeditación se parecían como un hombre y su doble: un furgón policial con la puerta entornada, un apagón que oscurece la mitad de Madrid, los policías extraviados en el tumulto de las sombras, las esposas que calculadamente o por descuido alguien se olvidó de cerrar. Y de pronto él huyendo con las manos atadas, desfigurado por los golpes, sangrando todavía, porque las manchas que vi sobre la almohada eran huellas evidentes de sangre.

Con la lámpara de carburo en la mano yo deambulaba entre los residuos menores de su vida de los últimos días, sin lograr que su figura posible, lo que sabía de él, se perfilara ante mí hasta convertirse no en el cuerpo contra el que debía disparar, sino en un hombre dotado de respiración y de mirada, de deseo y de miedo. Era, como yo mismo en los espejos, un fantasma de otro, una existencia conjetural y perdida, y por eso me obstinaba en recapitular sus actos, en ver las mismas cosas que él había visto, el reloj parado, los anaqueles de madera, la plancha metálica que cegaba los balcones y vibraba con el viento. Nunca la luz del día ni la tiniebla azul de los cielos nocturnos que se prolongaban más allá de los cables y los cobertizos de la estación como un horizonte marítimo: sólo la llama de la lámpara y las paredes de ladrillo rojizo gangrenadas por la humedad y el vapor antiguo de los trenes, las horas muertas y los días sin principio ni fin, encerrado, esperando con pasividad culpable que la llegada de alguien iniciara el episodio próximo de su vileza.

La fatiga de tantos viajes sucesivos me daba la sensación de asistir a un sueño que sólo parcialmente me pertenecía. Por eso, cuando me senté en la cama y hojeé al azar una de las novelas que él había estado leyendo tardó un poco en asombrarme el nombre de quien las escribió. Aún no me daba cuenta de en qué medida se me volvía inflexible la lógica del tiempo: una traición, Walter, Rebeca Osorio. Recordé una máxima que había leído no sabía dónde, una advertencia: Don't play the game of time. Pero no era posible que esas cosas sucedieran, que el nombre de Rebeca Osorio aún durara en el mundo, bello y falso, anacrónico, sobrevivido en aquellas novelas y en aquel lugar inexplicable únicamente para que yo lo viera. Las estuve mirando, tocando despacio el papel gastado y amarillo en que fueron impresas, notando el olor a polvo en el que parecían concentrarse todos los olores y todo el abandono del almacén, olores ligeramente corruptos, a madera pulverizada por la carcoma, igual que el papel, a humo de carbón y a ladrillo húmedo. Que alguien las hubiera llevado allí y que Andrade las hubiera leído eran hechos casuales que sólo cuando yo las vi adquirieron una amenaza de destino. En todas las portadas, aunque en diferentes posiciones y con trajes de épocas distintas, un hombre alto y joven que se parecía aproximadamente a Laurence Olivier abrazaba con castidad y vigor a una muchacha muy parecida siempre a Joan Fontaine. Las recogí del suelo, una tras otra, alisando sus páginas dobladas, limpiándolas de ceniza, las ordené sobre el mostrador a la luz del carburo y fui leyendo y recordando sus títulos. Pero algunas habían perdido ya las cubiertas, y las esquinas de las páginas se habían gastado por el uso, por el abandono de tantos años en los mostradores de las librerías de viejo y en los puestos callejeros de novelas de alquiler. Imaginé a Andrade leyéndolas de día o de noche tirado en el camastro, sin fuerzas para levantarse -todo el suelo a su alrededor estaba sucio de ceniza y colillas, y había incluso latas medio vacías de conservas usadas como ceniceros-, leyéndolas y desdeñándolas, volviendo a ellas cuando el insomnio y la noche no se terminaran. Vi escrito y repetido el nombre de Rebeca Osorio y supe sin excusa que tenía que irme y que si me daba prisa y volvía al aeropuerto a tiempo de tomar un avión hacia Inglaterra o hacia cualquier otro país aún tendría la oportunidad de salvarme de algo, no del crimen ni de la amenaza de la policía, sino de mí mismo y de la recobrada pesadumbre que venía cercándome desde que anduve bajo las bóvedas de la estación y por los turbios bares de sus cercanías. El desasosiego de tanto viajar y no dormir, el malestar y la extrañeza que me habían inquietado en el aeropuerto de Florencia, se precisaban ahora en las vanas novelas escritas tantos años atrás por Rebeca Osorio y en la perduración de su nombre, y me parecía que el tiempo estaba invirtiendo gradualmente su curso para traerme indeseados despojos de las cosas de entonces, ese nombre, la oscuridad de una noche duplicada, el recuerdo de otra persecución y de otro renegado a quien yo maté sabiendo que al hacerlo le amputaba a ella la mitad de su vida.

La decisión de irme devolvió a mi conciencia un coraje ilusorio, como el que nota quien resuelve abandonar un vicio. Dejaría la pistola en el mismo lugar donde la había encontrado y pasaría la noche en ese hotel cercano al aeropuerto. Una cena tranquila, una copa en la habitación, tal vez una llamada de teléfono a Inglaterra. Me sentí ágil otra vez, con los sentidos alerta, con ese impulso de libertad que me exaltaba siempre que me disponía a marcharme de una ciudad o de un país. En toda llegada hay un instante de incertidumbre o de tristeza: marcharse es un duradero arrebato de felicidad. Estaba mirando cuidadosamente el almacén para asegurarme de que lo dejaba todo igual que lo había encontrado -incluso repetí con exactitud el desorden de las novelas tiradas junto a la cama- cuando advertí que al fondo, detrás del mostrador, una cortina se movía despacio, con un rumor semejante al de las hojas de un árbol. Rígido como un maniquí, Andrade podía estar al otro lado espiándome. Avancé sin ruido hacia la cortina, sosteniendo la lámpara, que al moverse hacía que se desplazaran hacia atrás las sombras de las cosas. La levanté: no vi nada más que una oquedad vacía, forrada con hojas amarillas de periódicos. Justo entonces oí que alguien estaba abriendo sin cautela la puerta del almacén.

Cerré la espita de la lámpara y retrocedí hasta apoyar la espalda en la pared. Unos pasos muy lentos ascendían por la escalera de caracol. Dejé de oírlos cuando un tren pasó estremeciendo los muros de la casa. Cuando se hizo el silencio los pasos sonaron muy cerca de mí, mucho más pesados y lentos, haciendo crujir las hojas de periódicos. Un círculo de luz se proyectó en la cortina tras la que yo me escondía y la cruzó velozmente. Escuché una respiración tan oscura y tan próxima que por un momento la confundí con la mía. Al cabo de uno o dos minutos de inmovilidad y silencio me atreví a apartar ligeramente la cortina con los dedos. Un hombre grande y ancho, con gafas, con un traje marrón, estaba sentado en el camastro, sin hacer nada, dedicado tal vez al acto difícil de la respiración, fumando, sin quitarse el cigarrillo de la boca. Había posado verticalmente la linterna ante sí, y su luz era una pantalla cónica de gasa que me impedía distinguir los rasgos de su cara. Sólo veía el brillo vago de sus gafas y la brasa púrpura del cigarrillo, que se avivaba y desaparecía con una regularidad de mecanismo automático. No era Andrade, desde luego, era mucho más gordo y más lento, no podía serlo por más que hubiera cambiado desde que le hicieron la foto que yo guardaba en mi cartera. Pero en él había algo que me parecía remotamente familiar, algo escondido en sus gestos fatigosos y en su manera de morder el cigarrillo. Miraba la almohada, las novelas, las latas llenas de colillas, pero no enfocaba sobre ellas la linterna, que se volcó en el suelo sin que él la levantara y agrandó su figura y las sombras que desfiguraban su rostro. Se movía con un aire como de tedio invencible, como si estuviera sentado en una sala de espera. Se puso en pie jadeando y luego tuvo que inclinarse otra vez para recobrar la linterna, y en ningún momento, aunque parecía asfixiarse, se quitó el cigarrillo de la boca.

No era la primera vez que visitaba el almacén. Miraba los objetos como enumerándolos, como si comprobara que cada uno ocupaba su exacto lugar. Temí que echara en falta la lámpara de carburo, que después de tantos minutos de sostenerla inmóvil ya me pesaba intolerablemente. Había algo muy raro en él, en su manera de usar la linterna. La hacía girar con ademanes arbitrarios, la olvidaba sobre el mostrador, y le daba la espalda, y cuando volvía la cara hacia su luz yo sospechaba con un escalofrío que me estaba viendo a través de la cortina. Antes de encender un cigarrillo se sacudía de las solapas la ceniza del que acababa de tirar. Alumbrada unos segundos por el mechero su cara parecía contraerse en una sonrisa búdica. Volvió a sentarse, ahora de espaldas a mí, apagó la linterna. Pensé de nuevo en los gestos de un hombre que se aburre en una sala de espera. Oí cerrarse las puertas de un automóvil y entendí que eso estaba haciendo él: esperaba, y prefería hacerlo en la oscuridad.

Sonaron pasos abajo, luego en los peldaños metálicos de la escalera circular. El hombre gordo encendió de golpe la linterna y alumbró certeramente un rostro, una cabeza amarilla y como degollada por la circunferencia de la luz.

– La he traído -dijo la cabeza, que sonreía con una boca abierta y roja.

– Que suba -la voz del hombre que me daba la espalda sonó como una emanación de la oscuridad, lóbrega y ligeramente húmeda, extinguida al instante, sin entonación ni resonancia. Pero tal vez era que de no moverme y de contener la respiración hasta el límite, como si me mantuviera bajo el agua, yo empezaba a percibirlo todo con un relumbre de alucinación que distorsionaba las voces y los rostros igual que la aguja demasiado lenta de un gramófono desfigura una canción usual y la vuelve extraña y casi amenazante. Porque la sensación de familiaridad se me volvía más intensa y también más inexplicable: yo había estado alguna vez allí, yo conocía a esos hombres, yo sabía lo que iba a suceder cuando de la escalera de caracol emergiera de nuevo esa cara amarilla.

Oí otros pasos, unas voces que murmuraban abajo. La linterna estaba alumbrando un círculo vacío. Antes de que se apagara, durante una fracción de segundo, vi una cara de mujer.

Apreté los dientes y los párpados para que la presión que me aplastaba las sienes no me privara del conocimiento. Era como estar sumergido en las aguas densas y oscuras de un pozo. Ahora, gracias a una inconcebible dilatación del oído, escuchaba dos respiraciones distintas, la una frente a la otra, las dos minuciosamente rodeadas por los rumores de la oscuridad, por el peso de los cuerpos sobre el suelo de tablas, por la carcoma, por el crujido de la débil armazón de la casa. El hombre respiraba muy fuerte por la nariz, aplastando con su cuerpo los muelles del camastro. La mujer tenía miedo, y yo notaba en mi garganta asfixiada la voz que no podía salir de la suya. Casi veía su cara iluminada por la lumbre del cigarrillo que estaba ardiendo ante ella.

– ¿Quién está ahí? -escuché que decía: temblé como si la pregunta me aludiera.

– De modo que se ha ido -la voz del hombre tardó en hablar, sin contestarle-. Pero no hace mucho que se fue.

– Quién es -oí que la mujer daba unos pasos y que se detenía, jadeando de miedo-. Quién está ahí.

– No te conviene saberlo -dijo el hombre-. Acércate. No tengas miedo.

– No veo nada -la mujer dio uno o dos pasos, rozando con las suelas de sus zapatos el piso de madera, y ese lento sonido y el de su respiración se confundían-. Por qué no enciende la luz.

– No hace falta. Ya sabes dónde estoy. Aquí, donde se tiende él. Imagínate que has venido a verlo. Extiende la mano. Un poco más. Así. Deja que yo te guíe. Más cerca. No te quedes de pie. Pero por qué tiemblas. Tienes las manos frías. No, no te muevas, quédate así. No voy a hacerte nada. No voy a preguntarte nada.

No era una voz, era un lento murmullo y un silbido que se deslizaba tras la arritmia azarosa de las respiraciones, como un reptil moviéndose entre la maleza, agudo a veces y quebrándose, cercano y húmedo, igual que una lengua o una mano caliente que tantea y araña, y las palabras sin énfasis y sin fisuras de silencio se unían entre sí en una larga cinta que inoculaba la somnolencia y el miedo. No era una voz, era el tacto y el polvo detenido en una tela de araña, y mientras yo la oía y quería seguirla notaba en torno a ella el deslizamiento de los cuerpos y de las respiraciones, creciendo cada una con tonalidades distintas, la del hombre cada vez más perentoria y más oscura, la de ella en un jadeo que se parecía a un llanto seco, a un quejido de humillación y dolor, porque yo ahora sabía que su nariz y su boca estaban escondiéndose en la tela ingrata de la almohada, y que cerraba los ojos, como si pudiera eludir la oscuridad que vería al mantenerlos abiertos. Yo no veía nada y lo escuchaba todo, hasta los movimientos de las manos, las manos del hombre que indagaban con terminante precisión en las ropas de ella, en las cremalleras, en los broches del sostén y las medias, en la hendidura tibia de los muslos cerrados, y cuanto más hondo averiguaba que él estaba rozando con sus blandas manos de fiebre más convulsa y más aguda se volvía su respiración, y más ahogadas sus palabras, que tal vez ni él mismo oía, rígido, imaginé, rígido y gordo sobre ella, envolviéndola en el vaho a tabaco y saliva de su aliento, no acariciándola, sino examinándola como un médico sucio. Pasó un tren y la riada de su estrépito arrastró consigo todos los sonidos, y hubo un instante, mientras todo temblaba, en que un breve resplandor se filtró por las rendijas de los postigos clausurados. La cama estaba sólo a unos pasos de mí, y sobre ella el hombre y la mujer eran un bulto más oscuro que las otras sombras, no dos cuerpos unidos, sino una presencia cenagosa sin perfiles visibles, algo que respiraba y casi no se movía y que yo habría podido tocar extendiendo la mano. Oí un chillido corto y agudo de ella, como si le hincaran algo muy punzante, y luego la voz del hombre pareció sollozar, y las respiraciones se amansaron. El hombre se puso en pie y se apartó de la cama para encender un cigarrillo. Olí el humo y la gasolina del mechero y vi que ella se sentaba y permanecía quieta, jadeando.

– Ahora irás a cantar, igual que todas las noches -dijo el hombre. Hablaba con el cigarrillo en la boca y en su voz había de nuevo una inalterable frialdad-. Si él va a verte no trates de esconderlo. Yo estaré vigilando. Aunque tú no me veas yo te estaré viendo, aunque creas que estás sola. Dile que nadie más que yo puede ayudarle.

– Quién eres tú.

– No te hace falta saberlo. Tampoco sabes quién es él.

– Sé que no es como tú.

– No estés tan segura -esas palabras sonaron como si sonriera al decirlas. Imaginé el cigarrillo en la boca y los labios curvándose-. Vete ahora. Canta esta noche para mí. Vístete y desnúdate para mí. Estaré viéndote.

El hombre golpeó tres veces con la linterna las tablas del suelo. De nuevo sonaron pasos en la escalera de caracol. La linterna se encendió justo cuando el otro, el que había estado esperando abajo, apareció frente a ellos y le hizo una señal a la mujer. La luz inmóvil lo cegaba y se tapó los ojos. De espaldas a mí ella se puso en pie y avanzó tambaleándose un poco sobre los tacones. Vi una melena oscura, un vestido de hombros rectos y anchos. Obedecía con una lentitud sin voluntad, como si estuviera dormida y escuchara órdenes en sueños. El que debía llevársela la tomó del brazo, y entonces ella, cuando ya había bajado uno o dos peldaños, volvió bruscamente la cabeza y yo casi pude vislumbrar su perfil, pero la voz del hombre la detuvo, congelando su gesto, como inmovilizándole la vida, igual que un hipnotizador con un pase magnético.

– No te vuelvas -le dijo-. No trates nunca de mirarme.

Con una necesidad intolerable de ver su cara yo deseé que no hiciera caso y supe que iba a volverse y que un solo segundo de luz me bastaría para descubrir lo que me inquietaba de ella, lo que una parte de mí mismo del todo ajena a la razón y a la memoria consciente tal vez había reconocido ya en la imagen más breve que un relámpago que fue alumbrada por la linterna unos minutos antes. Era como la imposibilidad angustiosa de recordar un nombre que nos parece a punto de formarse en los labios y nos mantiene atados al insomnio. Bastaba un solo gesto, un solo instante más de luz, yo estaba en el límite desde donde puede rescatarse una cosa olvidada, pero la luz se apagó y yo entendí casi desesperadamente que no podría recordar algo que ni siquiera sabía lo que era ni a dónde ni a quién pertenecía. Pero ella aún estaba en el mismo lugar, y por el modo en que sonaba su voz comprendí que había vuelto la cara hacia el hombre, hacia la brasa roja de su cigarrillo.

– Ya sé quién eres -dijo-. Aunque no vea tu cara.

– Nadie lo sabe, ni los que pueden verla -otra vez adiviné que el hombre sonreía, enaltecido por alguna clase de secreta potestad sobre el miedo de los otros, no sólo el de ella y el del guardián que ahora la guiaba escaleras abajo, sino también el mío, aunque no me viera ni supiera que había alguien más en la casa.

Cuando se quedó solo no encendió la linterna. La lumbre del cigarrillo se movía en la habitación como un insecto luminoso. Parecía que no fuera a irse nunca, agradecido a la soledad y a la sombra, sin hacer nada, fumando. Yo tenía dolorosos calambres en las piernas y apoyaba la espalda y la nuca en la pared, notando que casi no podía sostenerme, que la inmovilidad me anegaba en un espacio vacío, el de la alucinación o la inconsciencia, porque soñaba las cosas al mismo tiempo que me sucedían y de antemano me miraba a mí mismo derribado en el suelo, con las pupilas cegadas por la luz de la linterna que descendía sobre mí como el gran foco de un quirófano. Me hincaba las uñas en la palma de la mano y no sentía nada, sólo un hormigueo como de invisibles parásitos en las yemas de los dedos. Veía el almacén, el hotel de Florencia, la escalera mecánica de un aeropuerto, las luces del muelle abandonado de Brighton, el interior de mi casa. Para no desvanecerme apreté los párpados hasta que me dolieron las cuencas de los ojos. Cuando los abrí de nuevo ya no pude ver la brasa del cigarrillo. El hombre bajaba por la escalera de caracol y el peso de su cuerpo hacía crujir las articulaciones metálicas. Sonó abajo un portazo y al cabo de unos minutos arrancó un automóvil. Ahora podía moverme y salir y era incapaz de hacerlo. No supe cuánto tiempo tardé en encender la lámpara y en apartar del todo la cortina. Me movía con la torpeza de quien camina sobre lodo, como si estuviera agotado de nadar y pensara con dulzura en el agua que me inundaría los pulmones mientras me fuera ahogando. Me senté en la cama, donde duraba todavía un olor de mujer, miré la ceniza gris que manchaba la almohada y luego un paquete de tabaco aplastado y vacío. Sin propósito alguno lo recogí y lo alisé, y entonces vi que había dentro un trozo de papel azul que parecía el resguardo de una entrada de teatro o de cine. Boîte Tabú, decía en letras grandes que imitaban caracteres de escritura china.

Después de tanta oscuridad cada cosa que miraba se convertía en una apremiante incitación a descifrar algo que estaba ante mis ojos imponiéndome la evidencia hermética de su quietud. Las colillas, el papel arrugado y azul, la portada de una novela de Rebeca Osorio, una pequeña barra de carmín. Verlo todo era igual que no ver más que una sombra unánime. Tocar aquellos objetos que cuando yo me marchara quedarían sumergidos en la habitación a oscuras como en el fondo del agua era igual que mancharse los dedos de una sustancia innoble, ligeramente pegajosa, como la piel de una mano blanda y caliente. Pero antes de irme puse el papel azul entre las páginas de una novela que guardé en el bolsillo de mi gabardina, junto al lápiz de labios.

Al salir llevaba la pistola en la mano, pero no había nadie en las proximidades del almacén, ni en las calles de tapias bajas y pequeñas acacias por las que volví a la estación. A esa hora ya habían salido los últimos expresos y no se oía el eco de los avisos repetidos por los altavoces. Caminé un rato al azar, buscando un taxi, aterido de frío, del frío húmedo del almacén. Al desembocar en una calle que las farolas blancas y la ausencia de tráfico hacían más ancha vi frente a mí una ladera densa de árboles en cuya cima sobresalía la cúpula de un templo circular. De repente la ciudad era otra, más dilatada y silenciosa, íntima como un bosque sagrado, porque de la colina me llegaba un olor a vegetación y tierra húmeda. Abajo, a mi espalda, había dejado la estación, pero los lugares por donde ahora caminaba pertenecían a otro mundo lejano que ya no era inhabitable. Recordé entonces con precisión y gratitud que lo que estaba viendo era la cúpula del Observatorio, y que habían pasado casi treinta años desde la última vez que la vi. Un gran taxi negro con una banda roja se detuvo a mi lado. Yo aún estaba decidido a irme al aeropuerto, sin recoger ni siquiera mi bolsa de viaje, pero cuando el conductor me preguntó a dónde iba me quedé un momento sin saber qué decir mientras veía alejarse la cúpula iluminada y la colina. En voz baja, sin premeditación, como si otro hombre contestara por mí, le dije que me llevara a la boîte Tabú. Al oírme hizo girar con violencia el volante y me sonrió en el retrovisor como a un cómplice.

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