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Lo que de lejos me había parecido una decente casa de suburbio con jardín era en realidad uno de esos maltratados palacios italianos que tienen en los bajos grandes carpinterías y almacenes. En uno de ellos, hacia mi derecha, se celebraba el baile, tras unos cortinajes entornados por los que fluía hasta nosotros la música como una raya de luz. Fui perdiendo las voces y la vibración caliente de la música mientras subía con Luque por una curva escalinata de mármol, viendo salones y vagas oficinas cerradas y una sala de billares donde las bajas lámparas de luz amarilla resplandecían sobre los tapetes verdes con una densa transparencia de agua estancada. Por segunda vez aquella noche se me quebraba el orden del espacio: cuando creía estar ya muy lejos de los lugares donde sonaba la música, una puerta que se abría me la devolvió. Ahora sonaba una canción muy rápida, ritmada por palmas unánimes y golpes de pisadas sobre una tarima. Pero la habitación donde entré parecía insonorizada por la misma opacidad del silencio.

A ras del suelo había una extraña ventana semicircular. Un hombre en cuclillas miraba atentamente por ella: daba a la parte alta del salón de baile. La habitación era muy grande, pero había sido desigualmente amueblada. Una mesa metálica de color gris, unas pocas sillas de madera, un perchero vacío, un escritorio como de 1930. Había dos hombres esperándome detrás de la mesa, pero sólo uno de ellos estaba sentado. El tercero, el que miraba por la ventana, se volvió un momento hacia mí y luego siguió acuclillado con la cara muy cerca del cristal, fumando. Casi toda la luz de la habitación procedía de la ventana, y daba a las cosas, iluminadas desde abajo, una dimensión oblicua de lejanía, como la de la música. Tardé un poco en darme cuenta de que Luque se había marchado.

– Darman -dijo el que estaba sentado, y yo apenas reconocí su voz-. Cuántos años.

– No muchos -me quedé en pie frente a él, esperando que me invitara a sentarme, pero no lo hizo-. Media vida.

Me miró como si al cabo de unos minutos debiera establecer un diagnóstico sobre mi salud o mi entusiasmo. Yo todavía no me acordaba de su nombre, o no quería. Se echó hacia atrás en la silla frotándose los ojos con el pulgar y el índice, y cuando volvió a abrirlos, enrojecidos tras los cristales de las gafas, pareció que lo sorprendía mi presencia.

– Me aseguraban que no vendrías -dijo-. Que ya no quieres complicaciones en tu vida. Te entiendo: no somos jóvenes, Darman. Pero yo sabía que ibas a venir.

– No vine. Me han traído.

Entonces me acordé: se llamaba Bernal. Después de la guerra me había encontrado con él sólo dos o tres veces, siempre en lugares como aquél, en oficinas o pisos medio deshabitados. A lo largo del tiempo había progresado hacia jerarquías enigmáticas: ahora ya poseía el derecho a ser el único que permaneciera sentado, y eso daba a nuestro encuentro un cariz de audiencia.

Ante él había un sobre grande, un vaso, una botella de agua mineral sobre una servilleta. Cuando me senté sin que me lo pidiera y lo vi más de cerca comprobé que no había envejecido. Persistía en sus rasgos, en su manera de peinarse, una desecada y rígida juventud que su voz y su ropa muy pronto desmentían, y también las manchas pardas en las manos. Llevaba uno de esos trajes que pueden verse en el escaparate polvoriento de una tienda condenada a la quiebra, y sus gafas no sólo eran iguales a las que había usado siempre, sino que probablemente eran las mismas. El tamaño de los dientes le abultaba la boca y exageraba contra su voluntad la amplitud de sus breves sonrisas: algunas veces parecía reírse a carcajadas silenciosas.

– Te han traído -dijo-. Debes disculpar a Luque. Es un recién llegado, comete errores todavía.

La música había cesado entre aplausos. El hombre parado junto a la ventana se puso en pie y aplastó su cigarrillo en el suelo, acariciándose las rodillas doloridas por la inmovilidad. En la sala de baile empezaron a tocar un bolero muy lento con amortiguadas mandolinas.

– Darman -dijo seriamente Bernal, tras una sonrisa que pareció obedecer a un impulso eléctrico-. Ya sabes que nos han traicionado.

Encendió una pequeña lámpara que había sobre la mesa. Buscó algo en el sobre, entre los papeles, una foto.

– Es éste, el del bañador. ¿Lo conoces? No, cuando él llegó a la dirección tú ya estabas casi retirado. Últimamente se llamaba Andrade. Volvió al interior hace año y medio. A los tres meses empezaron a caer uno por uno todos los que tenían algún trato con él. No podíamos explicarnos cómo era posible que la policía supiera tanto, tantas cosas secretas. Imprentas, buzones, sitios de reunión, todo. Empezamos a sospechar de él: a él nunca lo atrapaban, se iba siempre cinco minutos antes de que llegara la policía. Lo detuvieron hace un mes. Nos llegaron mensajes: que lo estaban torturando y se mantenía en silencio, y nosotros ya no sospechábamos. Pero hemos sabido algo, nos lo contó alguien que simpatiza con nosotros, ya sabes, uno de esos que no hacen casi nada, reparte propaganda a veces, pero tiene muchos hijos, le da miedo. Trabaja en un banco de Madrid, en la misma oficina donde Andrade se abrió una cartilla de ahorro. Así fue como se conocieron: hablaban, luego tomaron café juntos, Andrade lo captó. Hace un mes, días antes de que Andrade fuera detenido, hubo un ingreso muy fuerte en su cartilla. ¿Origen? Desconocido. Hay algo más. El lunes llamó desde Madrid. Se había escapado. Lo iban a trasladar a la cárcel y pudo huir del furgón de la policía. Como lo oyes. Esposado, rodeado de guardias, en las mismas puertas de la Dirección General de Seguridad. ¿No es un milagro, Darman? Ahora está en ese refugio cerca de la estación, esperando un enlace. Nos pide dinero y un pasaporte para salir del país. Tú serás quien se lo lleve todo.

Había en sus gestos y en la manera en que elegía y luego pronunciaba cada palabra como un avaricioso instinto de acaparación: muy inclinado sobre la mesa, mirándome sin parpadear, abarcaba entre sus pequeñas manos los papeles y la fotografía de Andrade, el vaso de agua mineral, la botella, hasta la luz escasa de la lámpara, rodeándolo todo, cercándolo, aproximándose a mí para que yo también quedara incluido en el círculo de su posesión, bajando mucho la voz para que no saliera de ese espacio, recluido y alerta sobre sí mismo, pensé, como un joyero que a altas horas de la noche dispone sobre su mesa de trabajo las piezas infinitesimales de un valioso reloj. Hablaba un extraño español sin inflexiones precisas, ligeramente rancio, como su cara o su ropa, tan eficaz y neutro como el agua mineral que bebía, limpiándose luego los labios con la servilleta de papel con un aire de pulcritud eclesiástica. Entendí que el hombre que permanecía en pie tras él era alguna clase de guardián. Grande, de cara tosca y ojos tristes, con un traje de chaqueta cruzada. En cuanto al otro, el que miraba siempre hacia la sala de baile, parecía que estuviera allí por casualidad, sonriendo, sin atender a lo que hablábamos, llevando calladamente el ritmo de la música con la punta del pie.

– Darman -dijo Bernal: repetido por aquella voz mi nombre sonaba como si perteneciera a otro-. Sólo tú puedes ir sin peligro. La policía no sabe nada sobre ti. Para ellos no existes, ni siquiera te verán. Tampoco nos conviene que haya muchos de los nuestros enterados de que un traidor pudo llegar hasta la dirección. Morirá sin más, desaparecerá.

– Como Walter -dijo el que estaba de pie, haciéndome una torpe señal de complicidad o de homenaje-. Bernal ni lo escuchó.

– Nadie sabe seguir a un hombre y manejar un arma como tú -siguió diciéndome, absorto en el sabor de un trago de agua mineral, fugazmente conmovido por una especie de improbable nostalgia-. Nadie tiene tu temple, Darman.

– Ya no soy el de antes -dije-. Todos cambiamos.

– Eso no es cierto -Bernal se irguió, limpiándose los labios. Pensé que lo hacía para taparse los dientes-. Nadie cambia. Ni ellos ni nosotros hemos cambiado.

– Él sí -señalé la foto de Andrade-. Ahora es un traidor.

– Puede que siempre lo haya sido, y que nosotros no nos diéramos cuenta. Acuérdate de Walter. ¿Durante cuánto tiempo nos engañó?

– Walter -dije-. Parece que era yo el único que no se acordaba de él.

– Olvidar es un lujo, Darman.

– Hay lujos necesarios.

– A lo mejor es eso lo que piensa Andrade -Bernal sonrió, y automáticamente se llevó la servilleta a los labios-. Necesitaba lujo y nos vendió.

– ¿Por una cartilla de ahorro? En los buenos tiempos los traidores tenían cuentas numeradas en Suiza.

– Puede que también tenga una -el hombre de la ventana había hablado por primera vez. Sus palabras apaciguaron la lenta ira de Bernal, que bebió un sorbo de agua y se quedó unos segundos con la servilleta en los labios, como aliviándose una escocedura. Ahora los tres me miraban con la misma desconfianza. Me sorprendió lo exactamente que se iban pareciendo desde que yo había entrado en la habitación. Al principio sólo eran iguales sus trajes de chaquetas cruzadas: ahora ya lo iban siendo sus miradas y sus rostros, reblandecidos por la luz que subía del salón de baile, con una gravedad de facciones de goma.

Vencida la tentación de la ira, Bernal me sonrió de nuevo, un poco más rígidamente, como si padeciera un anticipo de parálisis. No habló todavía: primero vertió más agua mineral en el vaso, observando con placer las burbujas de gas que se arremolinaban en el fondo. Si me miraba tan fijo era para tenderme la trampa de su hipnosis, de la inamovible certeza de su pensamiento, para borrar en mí no la duda, sino toda posibilidad de indecisión, toda pregunta, antes incluso de que las formulara mi conciencia.

– Imagino que no has oído hablar del comisario Ugarte -dijo-. Ahora es él quien manda en la Central de Madrid. No es un torturador, como cualquiera de los otros. Es un cazador tranquilo. Habla idiomas. Nos han dicho que le gustan la pintura y el cine. Pero estas cosas casi no son más que leyendas, porque no hemos podido averiguar nada seguro sobre él. Carece de pasado. Hasta carece de rostro. No hay fotografías suyas y ningún detenido le ha visto la cara. Estoy seguro de que es él quien lo ha tramado todo. Compra a Andrade, y cuando teme que lo descubramos lo hace detener, y los otros presos pueden verlo malherido después de los interrogatorios. El traidor huye convertido en un héroe. Ése es el modo de que la traición no termine.

Me aparté de la mesa, oyendo el gorgoteo del agua mineral en el vaso, el ruido de los labios sorbiendo, del dedo índice que golpeaba el centro de la foto como para afirmar la evidencia, el rigor de la culpa. Por la ventana, desde abajo, venía ahora un estrépito de palabras italianas. Desde donde nosotros estábamos el salón de baile se veía como una honda plaza sobre la que colgaban hileras de bombillas envueltas en faroles de papel. Una mujer bailaba sola y descalza en el centro de un corro, con una falda acampanada, con los hombros desnudos, con el alto peinado deshecho por el vértigo y la fatiga del baile. Bernal estaba junto a mí y también la miraba, con cierta curiosidad, como interesado en el estudio de alguna costumbre exótica, aunque del todo desdeñable.

– Hay algo más -dijo-. Ocurre casi siempre en estos casos, pero hasta ahora poseemos una información deficiente. Una mujer, desde luego. Cantante o algo así. No sabemos nada de ella, ni el nombre, porque Andrade se cuidó de mantener esa debilidad suya en secreto.

– Yo los vi juntos varias veces -dijo el hombre que fumaba-. Al principio la tomé por su hija. Pero no iban a los sitios donde un padre llevaría a su hija.

– Sitios muy caros, Darman -precisó Bernal-. Bares de hoteles, restaurantes de lujo. Le compraba cosas, ya sabes. En los últimos tiempos vestía muy bien, siempre corbata y sombrero, zapatos limpios. A su mujer no le hemos dicho nada todavía. Nos conviene que averigües algo sobre eso en Madrid.

Sonreía para sí mirando a la mujer que bailaba sola en el centro de la pista, su falda que giraba, plana y oblicua desde arriba, brillando bajo la luz como un nenúfar. Pero a Bernal no lo conmovía la mujer con los hombros desnudos ni la sudorosa felicidad de su cara. La miraba, pero no parecía que pensara en ella, sino en el otro, en Andrade, en su manera de obedecer las normas canónicas de la traición y la infamia, de la debilidad, del deseo. Encerrado en una habitación frente a un puñado de papeles, sin más auxilio que una pequeña lámpara insomne y una botella de agua, Bernal lo había averiguado todo tan solitariamente como resuelve un matemático un enigma no formulado hasta entonces, y eso le hacía conocer un orgullo más duradero y más intenso que la contrariedad de la traición. Al cabo de tantos años de inventar conspiraciones y enviar mensajeros a un país en el que no vivía desde su juventud, es posible que sólo concediera a la realidad una importancia secundaria: tenía un ensimismamiento de jugador de ajedrez, los hombros encogidos, la mirada fija, cruzada de rápidas adivinaciones y sospechas. Me había tendido sobre la mesa la foto de Andrade como ejecutando en el tablero un movimiento inflexible, ofreciéndome una prueba que yo no podría rebatir: nadie cambia ni elige, pensaría, en aquella foto ya estaban delatados los rasgos de un traidor. Andrade sonreía en ella, calvo y tímido, con un aire inescrutable de fragilidad y coraje, pasando un brazo sobre los hombros de una mujer corpulenta que no sospecharía su infidelidad, mirando de soslayo a una niña de nueve o diez años peinada con tirabuzones que se parece a él en la expresión de la boca, en la sonrisa débil, en una innata predisposición al desamparo.

Todavía guardo la foto. Miro la cara de Andrade, que no es de traidor ni de héroe, y sé que con los años irá cobrando una actitud de profecía, será la cara en la que estaba contenido no sólo su destino, corno suponía Bernal, sino también el de cada uno de nosotros, sus verdugos, sus víctimas, sus perseguidores, los acreedores y jueces lejanos de sus actos. Aquella noche, cuando vi la foto por primera vez, cuando Bernal la empujó hacia mí con sus cortos dedos de joyero, fui inmediatamente poseído por el deseo de saber qué ocultaba esa mirada, no las razones de la traición, que no me importaban nada, aunque hubiera aceptado la obligación de matarlo, sino las del desconsuelo, porque era la mirada de un hombre extraviado para siempre en la melancolía, intoxicado por ella, ajeno a todo, a la mujer que abrazaba, a su hija, en la que acaso se reconocía con menos ternura que remordimiento, a la distancia plana del mar. Tal vez mientras miraba a la cámara estaba pensando en su traición, temiendo que la fotografía reflejara los rasgos de un impostor, o se acordaba de una mujer muy joven que lo estaría esperando en Madrid, y aceptaba el peligro de volver por la impaciencia y la necesidad de verla.

También yo iba a volver. Entre la muchedumbre de rostros de Madrid se perfilaba uno solo. Guardé la foto, el dinero, los pasajes de avión, el pasaporte falso de Andrade. Dije que no era preciso que me llevaran al hotel. Afablemente, Bernal desconfió: Luque apareció nuevamente a mi lado, como si recobrara con sigilo su cuerpo después de haberse diluido en la sombra, y me condujo de regreso por las bibliotecas y el salón de billar hasta la escalinata que bajaba al vestíbulo. Ahora había en ella grandes cubos de basura. Era muy tarde, casi las dos de la madrugada, y las cortinas del salón de baile estaban descorridas. Con aire de desaliento, con las pajaritas de los smokings desceñidas, los músicos guardaban sus instrumentos en baúles con ángulos de metal. Mire hacia arriba y vi casi a la altura del techo la ventana semicircular a la que estuve asomado unos minutos antes. Bernal aún estaría mirando, y también el otro, el más alto, el que fumaba cigarrillos. Sentada al filo del escenario, una mujer se ponía con dificultad unos zapatos blancos de tacón, muy inclinada, con el pelo sobre la cara, tocándose los pies con una lenta caricia, porque tenía enrojecidos los talones. La reconocí por los hombros desnudos, y cuando alzó la cabeza y se quedó mirándome -los músicos se habían ido, y no quedaba nadie más en el salón-, me sorprendió la súbita intensidad de mi deseo, y el dolor que había en él. Como suele ocurrirme cuando estoy recién llegado a un lugar extranjero, su cara me recordó la de alguien a quien yo no lograba identificar. Tenía el pelo casi azulado de tan negro, la piel muy blanca, rosa en los tobillos y en los talones, los ojos verdes y atentos, tenía uno de esos rostros italianos de líneas excesivas que parecen concebidos para el perfil de una moneda. Terminó de ajustarse uno de los zapatos blancos con un gesto que era al mismo tiempo de dolor y de alivio y me preguntó en italiano algo que no comprendí. Me miraba apoyando el otro pie sobre una rodilla desnuda, moviendo entre las dos manos el talón y los dedos con las breves uñas pintadas del mismo rojo que sus labios. Me di cuenta entonces, con melancolía y asombro, casi con estupor, de que habían pasado muchos años desde la última vez que fui verdaderamente traspasado por la violencia pura del deseo, por esa ciega necesidad de perderle y morir o estar vivo durante una fugaz eternidad en los brazos de alguien. Yo era nadie, un muerto prematuro que todavía no sabe que lo es, una sombra que cruzaba ciudades y ocupaba en los hoteles habitaciones desiertas, leyendo, cuando se desvelaba, las instrucciones a seguir en el caso de un incendio. Yo era exactamente igual que ese hombre de la fotografía que me estaba esperando en un almacén de Madrid. Por esa única razón vine a buscarlo.

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