7

Aún guardaba la pistola en el bolsillo de la gabardina, y su peso, como el influjo de un imán, me mantenía vinculado a la existencia de Andrade haciéndome continuar involuntariamente su persecución. Me había ido del almacén para no seguir ya buscándolo, había renunciado, para abreviar toda dilación, a recobrar en la consigna mi bolsa de viaje, pero antes de subir al taxi me olvidé de deshacerme de la pistola, y ese descuido, que ni siquiera obedecía a una precaución, ahora me parecía secretamente irreparable, uno de esos pormenores del azar que nadie advierte y que contienen el destino como una pequeña ampolla de vidrio esconde una sustancia letal. Pensé pedirle al taxista que se detuviera, pero no dije nada, y la pistola y la fotografía y el pasaporte falso de Andrade seguían viajando conmigo por Madrid.

Percibía las cosas detrás del velo de la extrañeza y de la fiebre, al otro lado de las luces de la ciudad y casi del tiempo, como si todo hubiera ya sucedido y no me quedara otra posible actitud que obedecer y recordar. Tal vez a él, a Andrade, le ocurría lo mismo, y por eso se había marchado del almacén unos minutos antes de que yo llegara, no para huir o para seguir mintiendo, sino para que las horas de la noche siguieran un curso previamente trazado, el de mi búsqueda, el de su soledad sin porvenir. Viendo a hombres solos que iban por las aceras con viejas chaquetas de cuello levantado y se paraban bajo las farolas a escarbar en los cubos de basura imaginé que una cualquiera de aquellas sombras podía ser Andrade. Caminaría así durante horas, perdido, despojado de todo, juntando con la mano cerrada las solapas bajo la barbilla para defenderse del frío, temiendo que un hombre de paisano o un automóvil sin identificación se le acercaran: y no dejaría nunca de caminar para ser un poco menos sospechoso, sin documentación, acaso sin dinero, con la cara sin afeitar, con su apariencia intacta de inmolación y rectitud, la misma de la foto, la que seguiría teniendo cuando estuviera muerto.

Pero lo que yo no sabía era de quién estaba huyendo, si de la policía o de mí, y era preciso que lo averiguara, no por ellos, los que esperaban en Italia una llamada de teléfono que les diera cuenta de la ejecución con palabras cifradas, sino por mí mismo, por un acuciante deseo de restitución y de piedad, restitución de algo que todavía ignoraba, piedad hacia alguien que no sabía quién era, tal vez el hombre débil y solo de la fotografía, o el traidor arrepentido de su deslealtad que había escapado cuando estaba a punto de consumarla, o el sereno impostor que eludía con igual eficacia a todos sus perseguidores y que pudo haberme visto cuando llegué al almacén y estar vigilándome ahora mismo desde otro taxi, desde uno cualquiera de los automóviles cuyos faros veía yo por la ventanilla trasera hendiendo la noche y las avenidas de la ciudad como un río de luces.

Aturdido por tantas horas de soledad y de viaje, yo ni siquiera sabía ya si aún buscaba a Andrade ni qué haría si llegaba a encontrarlo, porque era otro nombre tan falso como el suyo el que ahora repetía silenciosamente mi conciencia, Rebeca, Rebeca Osorio, inventora de novelas y de mentiras que ella había preferido siempre y sin remordimiento a la verdad. En las novelas que escribió durante algunos años, como en el nombre que usaba para firmarlas, había un ensañamiento en la inverosimilitud y la parodia que yo creía copiado de los melodramas del cine y que ella atribuía al azar diario de la vida. Cada semana publicaba una novela de intrigas góticas y amores fulminantes. Las concluía en dos o tres tardes, a máquina, y no volvía a leer nunca las páginas que llevaba escritas, para no morirse de vergüenza o de risa. En cualquier ciudad, en los puestos de periódicos, en los quioscos de las estaciones, unos pocos conjurados compraban las novelas de Rebeca Osorio y encontraban ocultas en sus peripecias las consignas que de otro modo no habrían podido recibir: un nombre en clave, la dirección de un lugar seguro, la fecha y la hora de la cita con un mensajero. Cuando volví a Madrid por primera vez después de la guerra, yo compré al bajarme del tren una novela de Rebeca Osorio que se llamaba Corazón encadenado. En uno de sus capítulos, un joven y frío millonario, Ricardo de Leyva, recorre ciertas calles de los barrios del sur buscando a una costurera a la que ha resuelto seducir, y de la que terminará enamorándose. Con la novela en la mano, línea a línea, yo repetí sus pasos, encontré el cine al que él iba para buscar a la muchacha, compré una entrada de la última función. No había casi nadie en la sala y pude ocupar sin dificultad el asiento designado en la novela: en la esquina del fondo, a la izquierda, junto a la luz roja de la salida de emergencia. El cine tenía una vasta decrepitud de terciopelos y falsos oros maltratados por un abandono tal vez anterior a los años de la guerra. La luz de los globos amarillos que pendían del techo tintaba el aire de un turbio resplandor como de lámparas de aceite. El protagonista de la novela sólo permanecía durante media hora en el cine, devorado, todavía me acuerdo de las palabras exactas, por una impaciencia febril. Si al cabo de media hora nadie se sentaba a mi lado yo debía marcharme y regresar al día siguiente. Vi las imágenes grises de un vago noticiario, se encendieron las luces, algún espectador me miró con ese recelo de los cines poco frecuentados, y cuando volvió la oscuridad y sonó la música que preludiaba la película ya habían pasado más de veinte minutos. En la novela, cuando Ricardo de Leyva se disponía a marcharse, una mujer se sentaba a su lado en la penumbra y le rozaba débilmente la mano. Para distraer los minutos últimos de una espera que ya sospechaba inútil miré sin atención la pantalla. Me sorprendió la rotunda voz española de Clark Gable. Alguien cruzó la cortina roja de la salida de emergencia y se acercó a mí, una mujer con una blusa blanca que llevaba un libro en la mano. No me volví para mirarla cuando se sentó a mi lado.

– ¿Le ha gustado la novela? -me dijo, tocándome la mano.

– No la he terminado todavía.

– Mejor así. No la termine.

– ¿Es mala?

– Usted sabrá.

– No entiendo de libros. ¿La ha leído usted?

– La he escrito. No me pida que también la lea.

Entonces me volví hacia ella. Yo nunca había conocido a nadie que escribiera libros. La vi de perfil, porque me hablaba sin mirarme, atenta a la pantalla, rozándome la mano con sus dedos fríos. Su cara tenía la misma palidez que las imágenes del cine, la misma consistencia tenue de breves claridades y fugaces penumbras. Yo no estaba acostumbrado a oír hablar en español: desde el principio su voz tuvo una ironía cálida, una tibia y objetiva ternura que me procuraba, como el tacto delicado y casi imaginario de las yemas de sus dedos, una excitación que en aquel tiempo yo sólo supe atribuir a la tensión nerviosa de cualquier cita clandestina. Era igual que llegar a París antes del verano de 1944 y encontrarse a media mañana con alguien en una cervecería de los bulevares, sonriendo, mirando de soslayo en busca de uniformes grises o de testigos casuales. Era más difícil aún, porque yo estaba en Madrid por primera vez desde los tiempos en que sonaban de noche las sirenas de alarma y los motores de los aviones enemigos, cuando vestía un uniforme de oficial y no sonreía nunca para que nadie pudiera atribuirme la afrenta impúdica de una excesiva juventud, para ser respetado por los hombres que me obedecían y también por aquellos a los que interrogaba tal vez en las mismas oficinas donde unos pocos años más tarde serían interrogados los héroes y los traidores del linaje de Walter.

Con una novela doblada en el bolsillo de la gabardina yo había cruzado las calles de Madrid para encontrarme con Rebeca Osorio. Ahora, media vida después, viajaba en un taxi hacia un club nocturno y no sabía lo que estaba buscando ni reconocía las calles por las que pasaba, pero escondía en el bolsillo, igual que entonces, una pistola y una novela barata, y el pasado restablecía lentamente su poderío sobre mí, enajenándome de mi propia vida, la real, la que me esperaba en Inglaterra. No era exactamente nostalgia lo que sentía al acordarme de mi casa y de los lomos de cuero de los libros ordenados en los anaqueles umbríos de la tienda, del olor a tinta y a papel antiguo que notaba al abrir sobre el mostrador una carpeta de grabados. Era más bien la dolorosa certeza de una necesidad inaplazable y sin embargo postergada minuto a minuto, y seguía en el taxi camino de la boîte Tabú sin decirle al conductor que me llevara al aeropuerto, sin albedrío ni coraje, como un enfermo inmóvil en la cama que siente la crecida del dolor y ve sobre la mesa de noche la medicina que podría mitigarlo y no tiene voluntad para extender la mano hacia ella ni voz para llamar a alguien que le ayude a tomarla.

En cualquier caso, ya no tenía tiempo de volver: el taxi se había detenido ante un portal hoscamente cerrado por una cortina metálica. «No se preocupe», me dijo el conductor. «Si tiene entrada le abrirán.» Me dio el cambio mirándome con la misma sonrisa de complicidad insultante que cuando me oyó nombrar la boîte Tabú. Me quedé solo en la acera, ante la cortina metálica, con una cierta aprensión de turista estafado. El mezquino letrero azul que había junto a la puerta no estaba encendido, y la calle era empinada y estrecha, con edificios de ladrillo y pequeñas tiendas de comestibles que tenían postigos de madera. Había un olor difuminado y rancio a cañería y almacén, a portal húmedo, a casa de huéspedes para viajeros pobres, como en las calles próximas a las estaciones de ferrocarril. Pero yo no supe calcular en qué parte de la ciudad me encontraba. El anuncio pintado sobre azulejos de una peluquería me pareció familiar, pero también remoto, un hombre con el pelo reluciente de gomina y un gran paño blanco bajo la barbilla que sonreía como Carlos Gardel. Salón Montecarlo. Peluquería moderna. Casa fundada en 1926.

Di unos golpes en la puerta de metal ondulado. Se abrió una mirilla a la altura de mis ojos. En seguida reconocí la cara que había al otro lado, la boca grande y roja del hombre a quien alumbró la linterna en el almacén. Me dijo que ya estaba cerrado. Le mostré la invitación azul. Sonrió con una expresión muy parecida a la del taxista y cerró la mirilla. Oí unas palabras en voz baja y luego un ruido de resortes que se deslizaban con rapidez y sigilo. Una puerta muy estrecha se abrió en la cortina metálica. El hombre era pequeño y caminaba ligeramente torcido, como si cojeara. En el vestíbulo, iluminado por una luz violeta, había fotos de mujeres con peinados altos y pestañas postizas. Recordé la sensación de entrar en un club nocturno de Londres viniendo desde las calles sumidas en la oscuridad por una alarma antiaérea. En un instante lo cegaba a uno la luz y lo aturdían la música y el humo. Aquí la música sonaba todavía lejana. Por un sofocante pasadizo de espejos y colgaduras púrpura llegué a una sala en penumbra donde un vaho de perfumes enrarecía el aire. Oí un piano y una espesa voz femenina que cantaba un bolero, pero al principio no pude ver el escenario, porque me lo ocultaba una columna forrada de terciopelo. Moviéndose con dificultad entre las sombras perfiladas por claridades rojizas el hombre de la espalda torcida me guió hasta una mesa. Vi la mancha blanca de su mano extendida ante mí y le entregué unas monedas. La sonrisa se agrandó en su boca como la desgarradura de una herida. «Tómese una copa», me dijo, tan cerca de mi cara que casi me rozaban sus labios. «No falta ni media hora para que empiece el número fuerte. Es la primera vez que viene, ¿sí? Pruebe un polinesian. Único en Madrid. Especialidad de la casa…»

Sobre cada mesa había una pequeña lámpara azul en forma de paraguas. Brillaban a mi alrededor como velas al fondo de una iglesia. En el escenario, por encima de las cabezas opacas y los rostros azules, cantaba una mujer gorda, con tacones muy altos, con un vestido largo de reflejos metálicos que tenía en el costado una abertura singularmente obscena. La luz de un foco la rodeaba como un crudo plenilunio, haciendo relucir sus labios y el maquillaje blanco de su cara. El pianista parecía un profesor abrumado por una vejez sin dignidad. Un camarero se obstinó en servirme aquel combinado de nombre polinesio que me había prometido el guardián de la puerta: tenía, previsiblemente, una repulsiva densidad de jarabe. Yo bebía y escuchaba risas contenidas y murmullos a mi alrededor y me iba envolviendo una lenta sensación de absurdo que agravaban la infamia del alcohol y las sonrisas codiciosas y adúlteras de los hombres vestidos de oscuro que en las mesas próximas fumaban y bebían junto a mujeres muy pintadas y enredaban como casualmente los dedos en sus manos. Pensé: «ahora mismo no hay nadie en el mundo que sepa dónde estoy», y eso era más verdad aún porque ni yo mismo lo sabía, y hasta la identidad se me desdibujaba como uno cualquiera de aquellos rostros acogidos a la sombra, desconocidos y pálidos sobre las lámparas azules.

Seguida por el candente círculo de luz, la gorda del escenario giraba obedeciendo los arrebatos torpes del piano y movía las caderas. La carne del muslo que dejaba desnudo la abertura de la falda tenía una trémula calidad de víscera. Éste era tal vez el lugar que había frecuentado Andrade, con corbata, sin duda, con un traje oscuro, como casi todos los hombres de edad intermedia que bebían cerca de mí y se atrevían a tocar con lujuria cobarde las rodillas de las animadoras, más clandestino él que nadie, temiendo ser sorprendido no sólo por la policía, sino por sus propios cómplices, que ya desconfiaban de él, de sus corbatas nuevas y de sus zapatos limpios, que reprobaban su adicción a las bebidas extranjeras y a los bares nocturnos. Imaginándolo solo junto a una de las pequeñas lámparas azules, inmovilizado por la culpabilidad y el deseo, preguntándome qué había sido lo que le hizo venir por primera vez aquí y seguir viniendo noche tras noche, no era a él a quien veía, sino a mí mismo, porque yo también buscaba en la penumbra el rostro de una mujer a la que ni siquiera reconocería si llegaba a verla. Sentí íntimamente que ni el mismo Andrade estaba aquella noche más perdido que yo, ni él ni los bebedores solitarios de la barra a los que no se acercaban las mujeres, ni siquiera los hombres que se detenían en las aceras a escarbar en los cubos de basura o que dormían tirados en los bancos de los andenes de Atocha cobijándose en lienzos de plexiglás o en hojas de periódicos. Quise pensar de nuevo en mi casa de Brighton, en sus ventanas de madera blanca, en el fuego encendido, pero todo estaba tan lejos que la memoria inútil ya me negaba la sensación de estar a salvo y de poseer un refugio únicamente mío, invulnerable al miedo y al destierro.

Nadie aplaudió cuando la gorda terminó de cantar. Sonreía bajo el peinado tieso de laca, retrocediendo hacia las cortinas del fondo, inclinándose, como si agradeciera algo o pidiera perdón. Entonces la luz del foco se extinguió al mismo tiempo que se apagaban todas las lámparas de las mesas y se hacía el silencio. Hubo en la repentina oscuridad un sobrecogimiento de espera y de respiraciones contenidas. Luego sonó el piano mientras descendía sobre el escenario una delgada línea oblicua de luz azul, más tenue y fría que la de las lámparas. Alguien habló a mi espalda: una voz le susurró que se callara. Al volverme vi que una mano descorría a medias la cortina de un palco lateral, el único que había en la sala. Un mechero encendido iluminó los cristales de unas gafas. Cuando miré de nuevo al escenario una mujer de espaldas, con los hombros desnudos, volvía muy despacio la cara hacia la luz.

No me atrevía a mirar otra vez hacia el palco. Igual que en el almacén, a pesar de la sombra en la que se ocultaba como tras el embozo de una capa, la presencia del hombre que nunca dejaba de fumar era tan indudable como el peso de un cuerpo. Me parecía que estaba tan cerca de mí como una o dos horas antes, respirando en su acecho inmóvil de galápago, mirando con la misma avaricia con que chupaba el cigarrillo humedecido por la saliva de sus labios. Pero ahora yo podría ver lo que no vi en el almacén, pues la muchacha, como si se hubiera quebrado la continuación del tiempo, repetía el mismo gesto que se había interrumpido ante mis ojos cuando se apagó la linterna, con la cabeza inclinada y el perfil tapado por el pelo, volviéndose con una lentitud de inminencia, revelándome al mostrarse de frente ante la luz azul lo que yo había estado a punto de saber en el almacén, lo que me fue negado por un presentimiento de incredulidad y de asombro. Al ver su cara terminé de perderme en el tiempo y en las alucinaciones de la mentira y de la memoria tan irreparablemente como me había perdido desde que salí de Inglaterra por los hoteles y los aeropuertos de Europa y por la noche extranjera de Madrid. Muy pálida contra el terciopelo negro de las cortinas, peinada exactamente igual que hacía veinte años, intangible, salvada, enaltecida por la luz, dibujada o inventada por ella, la mujer que concluía ahora, sobre el escenario de la boîte Tabú, un gesto iniciado horas antes y detenido y congelado por la oscuridad, era Rebeca Osorio, no gastada ni modificada por los años, inmune a ellos como a una desgracia a la que todos nosotros, los que la conocimos, habíamos sucumbido sin remedio.

La reconocía con la misma certidumbre imposible con que reconocemos en una pesadilla las facciones de un muerto. La luz azul y el peinado y el vestido de noche la envolvían en un resplandor de anacronismo, aislándola de la realidad y del presente como en el interior de una urna de cristal invisible. Movía los labios, había comenzado a cantar, pero la voz desfigurada por el micrófono no era la suya, era más ronca y menos sabia, aunque después de tanto tiempo yo no estaba seguro de que me fuera posible recordarla, menos aún cuando nunca la había oído cantar. Pero ella siempre tuvo una virtud de transfiguración instantánea, y los rasgos de su cara y sus firmes manos y su presencia tan serena y altiva parecían atributos de una perduración inalterable. Ahora, sobre el escenario, era imposiblemente ella misma y también era otra, más carnal y más fría que cuando yo la conocí, sonriendo como si estuviera sola ante un espejo, ceñida por el raso negro de un vestido de noche, como las mujeres del cine y las heroínas fatales de sus novelas, que morían siempre de un disparo en el último capítulo, absueltas de todo un pasado de lujosa perfidia por la abnegación del amor. En aquel tiempo, cuando vivía con Walter, cuando no sabía que él iba a morir y que yo había venido de Inglaterra para matarlo, era capaz de ser varias mujeres en el curso de un día, mujeres desconocidas, simultáneas, idénticas, como repetidas en espejos. Así cambiaba ahora mismo mientras yo la miraba, según las modificaciones sigilosas de la luz, y había instantes en que la perdía y aceptaba la evidencia del engaño, y otros en los que era más ella misma que nunca, detenida en una plenitud exacta de fotografía y preservada como la hermosura de una actriz en una película antigua. Era imposible que no hubiera cambiado, pero era más imposible todavía que ella, la Rebeca Osorio que yo conocí, estuviera cantando vestida de Rita Hayworth en un club nocturno, transfigurada y fugitiva de sí misma, moviendo con un frío impudor las caderas al ritmo suave y creciente de un bongó que resonaba en mis sienes como el latido de la fiebre. Más intenso que la incredulidad o el asombro fue en seguida el sentimiento del ultraje, casi de la profanación, porque a medida que cantaba sus gestos iban adquiriendo una procacidad velada e indudable, una tranquila desvergüenza de incitación sexual que me envolvía turbiamente en una doble punzada de deseo y de infamia. Entornaba los ojos, rozaba el micrófono con los labios, apoyando las manos en las caderas, adelantando el vientre según los espasmos de la música, pero su cara permanecía impasible, como si perteneciera a otra mujer que no estaba allí y que no podía ser vulnerada por la indignidad ni la lujuria, Rebeca Osorio, su doble, su imagen inasible, únicamente hecha de memoria y luces proyectadas, esculpida en el aire como las formas instantáneas del fuego.

Miraba al frente, hacia mí, pero no podía estarme viendo, miraba con obstinación de desafío hacia el palco donde brillaba el punto rojo de un cigarrillo, y entonces recordé la respiración y las palabras del hombre, canta para mí, vístete y desnúdate para mí, y pensé que todos los gestos que ella hacía eran un reto y una inmolación. Dejó de cantar, calló el piano, los golpes secos y hondos del bongó cobraron una súbita velocidad de redoble, luego las manos de palmas blancas se aplastaron sobre la piel tensada para detener toda resonancia. Tras el silencio, cuando ella, que había echado la cabeza hacia atrás, volvió a moverse, cuando los golpes comenzaron suavemente otra vez, fue como oír un corazón: el mío, no conmovido durante tantos años que ahora estaba latiendo con cuchilladas de dolor, el de Andrade, que venía aquí cada noche para morirse de deseo y de celos, el de ese hombre que fumaba y miraba, que mantenía encendido su cigarrillo en la oscuridad como una pupila fija e insomne. La exaltación y la vergüenza se estaban consumando ante mí al ritmo hirviente del bongó, que parecía golpear a la muchacha como a un boxeador débil, descoyuntándola, arrojándola de rodillas al suelo, imponiéndole metódicamente los movimientos sincopados de una danza en la que se iba desnudando como si se desgarrara a sí misma, los largos guantes, uno tras otro, los tirantes del vestido, el raso negro que descendió hasta su cintura y luego cayó a sus pies como una materia líquida y reluciente, como un charco de mercurio del que emergió desnuda, con la cara baja y tapada por el pelo, con las manos cruzadas sobre el vientre, jadeando no de fatiga, sino de rencor, desvanecida al cabo de un segundo en las tinieblas y el silencio igual que el brillo de un relámpago.

Cuando sonó un aplauso amortiguado por la parálisis unánime del deslumbramiento y se encendieron otra vez en las mesas las pequeñas lámparas azules miré a mi alrededor como si despertara buscando los residuos de un sueño. Pero el gran foco circular iluminaba ahora un espacio vacío, unas cortinas recién estremecidas. Las del palco habían vuelto a cerrarse. Yo quería desesperadamente comprobar que era verdad lo que habían visto mis ojos y me daba miedo la posibilidad de no seguir siendo engañado si hacía algo para averiguarlo. Me puse en pie, tan entumecido como cuando salí del almacén, me abrí paso entre las sombras de los bebedores, buscando la entrada de los camerinos. Crucé un pasillo entre altas pilas de cajas de botellas que estaba iluminado por una bombilla roja. Al final había una puerta cerrada, y sobre ella una tarjeta con un nombre escrito a máquina: Srta. Osorio. La abrí y ella estaba de espaldas, sentada frente a un espejo. Pero antes de mirarla a la cara comprendí que cuando lo hiciera ya no la reconocería.

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