Los únicos que parecieron alegrarse por la llegada del Marara fueron los niños, que nunca antes habían tenido ocasión de ver una embarcación tan impresionante, y los pescadores de mar adentro, que agradecieron en el alma tener conocimiento a través de terceros de la terrible amenaza que significaba para ellos la presencia de un tiburón blanco.

También se excitaron bastante, aunque sin expresarlo en público, las muchachas solteras de la isla que vieron en los jóvenes navegantes una inesperada fuente de diversión para cuando cerrara la noche.

Tuvieron que contener no obstante sus ímpetus, puesto que un esquelético y malhumorado «Tahúa» decidió que se hacía necesario llevar a cabo cuanto antes la complicada ceremonia de ahuyentar al temible dios «Kauhúhu».

Ni Tapú Tetuanúi ni ninguno de sus amigos había conocido nunca un Sumo Sacerdote tan engreído, pesado y ceremonioso, pues ofició los sacrificios con tanta seriedad y tanta parafernalia, que a mitad de la interminable ceremonia la mayor parte de los asistentes roncaban plácidamente.

En primer lugar colocó en lo alto de una piedra sagrada, muy cerca de la orilla del mar, la pequeña estatua de madera que representaba a un hombre con cabeza de tiburón sentado en un taburete — que era la imagen del dios «Kauhúhu» según la conocían la mayor parte de los pueblos polinesios — y tras arrodillarse ante ella y canturrearle monótonamente durante más de una hora, procedió a cortarle el cuello a toda clase de animales domésticos, embadurnándose de su sangre hasta el punto de que al concluir podría llegar a creerse que se había degollado a sí mismo.

Por último se introdujo en el agua, se lavó a conciencia y desde allí clamó durante otra hora llamando a «Teatea-Maó» aun a sabiendas — o más bien porque sabía a ciencia cierta — que un gigantesco tiburón blanco jamás se aventuraría en las aguas poco profundas de una cerrada laguna.

Cuando al fin los agotados asistentes pudieron irse a dormir, ni tan siquiera el gigantesco Chimé de Farepíti — al que le tenía echado el ojo una linda chiquilla que le había estado haciendo gestos lascivos durante toda la noche — se sintió con fuerzas como para alejarse con ella playa abajo, optando por tumbarse junto al fuego, dejando la prometedora aventura sexual para ocasión más propicia.

Al fin y al cabo, el día y la noche anteriores habían sido de gran tensión y constante vigilia, y no estaban los cuerpos, ni aun el suyo, para grandes excesos.

A la mañana siguiente, «Miti Matái» mandó traer del Marara la piel del salvaje, y fue la primera vez, desde que Hinói Teatáu se la llevara el día de la botadura del barco, que Tapú Tetuanúi tenía ocasión de verla.

Seguía conservando intactos los tatuajes, pero constituía a todas luces un macabro espectáculo verla así, tan lejos de su dueño, y como no había sido curtida con demasiado tiempo ni cuidado, expelía un desagradable olor a carroña que obligaba a taparse las narices cuando se la observaba de cerca.

Los hombres de la isla la estudiaron con especial detenimiento para acabar por reconocer que jamás habían visto anteriormente dibujos semejantes, aunque su «Navegante Mayor» — un decrépito anciano que probablemente no se embarcaba desde hacía décadas — insinuó que en su ya muy lejana juventud, y en el transcurso de un largo viaje hacia el oeste había oído hablar de unos seres abominables que — mucho más al oeste aún — se cubrían el cuerpo con horrendos tatuajes.

— Yo nunca los vi — admitió con loable sinceridad —. Pero estuve en lugares en los que se les temía como al mismísimo demonio. Al parecer, se comen a la gente.

No había mucho más que obtener de aquellos hoscos isleños, salvo agua, víveres y las caricias de sus más apasionadas muchachas, por lo que dos días más tarde «Miti Matái» ordenó hacerse a la mar a la caída de la tarde.

— Si «Teatea-Maó» continúa por los alrededores, la noche y el «Mara'amú» que comenzará a soplar cuando se ponga el sol nos darán la oportunidad de alejarnos. — Lanzó un hondo suspiro —. Y si no es así, que Tané nos ampare como viene haciendo hasta el presente.

Cualquier otra tripulación habría abandonado a regañadientes un lugar en el que disponían de todos los placeres y todas las comodidades para verse obligados a acinarse de nuevo en el pequeño espacio de una embarcación, pero los hombres y mujeres del «Pez Volador» no eran en absoluto una tripulación cualquiera, y se diría que su único deseo se centraba en alcanzar cuanto antes el lugar en que se ocultaban los causantes de todas sus desgracias.

El hecho de que cuatro mujeres hubieran desaparecido sin dejar rastro de una isla que se encontraba en la ruta que iban siguiendo, reafirmaba a «Miti Matái» en el convencimiento de que también sus bárbaros enemigos se estaban dejando empujar por los alisios del sudeste, y el tiempo transcurrido desde entonces le impulsaban a sospechar que el Marara avanzaba con mayor rapidez que los cuatro grandes catamaranes.

— Para llevar a cabo un viaje tan largo sus naves deben ser muy pesadas — le había hecho entender a Roonuí-Roonuí en presencia de la mayoría de los miembros de la tripulación —. Y además se van deteniendo aquí y allá para atacar un poblado o raptar mujeres. — Hizo una corta pausa y añadió convencido —: Y eso representa un grave peligro para nosotros.

— ¿Un peligro? — se asombró el estupefacto Roonuí-Roonuí —. ¿A qué clase de peligro te refieres? Cuanto antes los alcancemos, antes podremos volver.

— ¿Volver? — repitió con intención el «Navegante Mayor» —. ¿Qué posibilidades de victoria tendríamos si nos enfrentáramos en mar abierto con cuatro piraguas que por lo menos nos doblan en número de guerreros? — Negó convencido —. Ninguna — añadió —. Nuestra única esperanza de éxito se centra en atacarles por sorpresa en su propia isla, tal como nos atacaron a nosotros.

— ¡Pero ese viejo navegante asegura que esa isla debe estar lejísimos…! — se lamentó Roonuí-Roonuí —. Y no tenemos ni idea de cuánta gente encontraremos en ella.

— He meditado mucho sobre eso — señaló su interlocutor —. Y me preocupa — admitió —. El Marara está demostrando ser un barco muy rápido, pero me consta que no soportaría el embate de la proa de una piragua de guerra. — Hizo una corta pausa y resultaba evidente que le había dado muchas vueltas al tema y lo tenía muy bien estudiado —. Esos bestias podrían permitirse el lujo de perder un navío lanzado abiertamente contra nosotros, puesto que aún les quedarían tres para recuperar a los náufragos. Pero en cuanto nos abrieran la más mínima vía de agua estaríamos a su merced. No — negó —. No podemos arriesgarnos a un enfrentamiento en alta mar.

— ¿Cuál es tu plan entonces?

— Aprovechar nuestra velocidad e intentar encontrar su isla antes de que lleguen a ella. — Observó a todos los presentes como tratando de calibrar qué efecto hacían sus palabras —. Si no es muy grande, estará casi desguarnecida, puesto que sus mejores guerreros seguirán a bordo de las naves. En ese caso tal vez podríamos adueñarnos de la situación y estar en condiciones de negociar. Les ofreceríamos sus mujeres a cambio de las nuestras.

Se hizo un silencio en el que la casi totalidad de los presentes pareció reflexionar sobre lo que su capitán acababa de proponer y que no se les antojaba en absoluto descabellado, puesto que constituía un plan que presentaba, entre otras cosas, la notoria ventaja de no obligarles a enfrentarse al numeroso grupo de hombres fuertemente armados que tripulaban las cuatro embarcaciones.

Al fin fue Roonuí-Roonuí el que expresó el sentir general al comentar al tiempo que asentía:

— Como «Jefe de los Guerreros» lo apruebo sin reservas. — Le observó con fijeza —. ¿Qué tenemos que hacer ahora?

— Desplegar todo el velamen, remar hasta que se nos rompan los brazos cuando falle el viento, y conseguir que este «Pez Volador» vuele efectivamente — sentenció «Miti Matái» —. Lo último que podrían imaginar esos canallas es que estuviéramos esperándoles en el momento de volver a sus casas…

— ¡Pues manos a la obra!

Como si los dioses aceptaran de igual modo que aquélla era la mejor forma de triunfar, esa misma tarde el «Mara'amú» aumentó de forma notable su fuerza, el mar se alzó en grandes olas que parecían empujarles hacia la victoria, y el Marara, comenzó a deslizarse hacia el noroeste a tal velocidad que podría creerse que estaba participando en una prodigiosa regata.

Se hizo necesario colocar a dos hombres en la espadilla de popa para mantener fijo el rumbo, y una vez más el «Navegante Mayor» dejó de manifiesto la magnitud de su ciencia a la hora de corregir la deriva impidiendo que la frágil embarcación se apartara ni un metro del rumbo previamente marcado.

Día y noche se turnaban los hombres remando y las mujeres achicando agua, por lo que durante más de cinco semanas surcaron el océano como una gigantesca flecha disparada por el poderoso arco del dios Oró, y Tapú Tetuanúi y sus amigos vivieron como en un sueño, atrapados por el vértigo de un enloquecido torbellino que parecía conducirles directamente al confín del universo.

Ni chubascos, ni corrientes, ni aun las pesadas calmas de los más calurosos mediodías conseguían frenar el ímpetu de un catamarán que navegaba a veces durante horas sobre uno solo de sus cascos, y era cosa de ver cómo el inconcebible «Miti Matái» se las ingeniaba para mantenerlo en tan precario equilibrio a lo largo de millas y más millas, para abatirlo de improviso, llevar a cabo con indescriptible habilidad una complicada maniobra y alzarse sobre el otro patín como si en verdad se tratara de un desconcertante malabarista capaz de sostener un objeto en el aire pese a los vientos y las olas.

Tapú Tetuanúi aprendía.

Aprendía desde que abría los ojos tras una agitada mañana en la que había tenido que dormir rodando de uno a otro lado por el chamizo de proa, hasta que con la primera claridad del alba se retiraba con esos mismos ojos enrojecidos de tanto mirar las estrellas.

A menudo se sentía absolutamente destrozado, pero no hubiera cambiado aquella fabulosa experiencia por diez años de monótona paz en Bora Bora.

Sentir de noche el viento en el rostro y observar cómo las afiladas proas gemelas abrían un ancho surco fosforescente en las negras aguas del océano, sabiendo que milla tras milla le iban ganando terreno a sus enemigos, constituía a su modo de ver una experiencia de la que ningún muchacho de su edad había disfrutado anteriormente, y en más de una ocasión se dijo a sí mismo que aunque al final de aquel inolvidable viaje el Consejo no le otorgase el ansiado título de navegante, habría valido la pena tomar parte en tan magnífica aventura, puesto que le proporcionaría recuerdos que habrían de perdurar hasta el fin de sus días.

Cuando la vista se le nublaba de tanto estudiar el firmamento, cerraba unos instantes los ojos para evocar de inmediato la espléndida figura de Maiana, y el simple hecho de pensar en ella abrigando el convencimiento de que todos sus sacrificios tendrían como recompensa el amor de la criatura más prodigiosa que el Gran Taaroa hubiese creado, le daba fuerzas para volver con renovados bríos a la difícil tarea de aprenderse el camino de todas las estrellas del universo en su avance por la curva bóveda del cielo.

El cachazudo y glotón «Hombre-Memoria» le dedicaba un par de horas cada tarde, recitando con su monótona voz de siempre la lista de todos los «Avei'á» posibles entre el norte y el este, lo cual contribuía en gran manera a que cuando llegaban las tinieblas Tapú Tetuanúi supiese reconocer con mayor rapidez las diferentes constelaciones.

Una de aquellas oscuras noches que el muchacho dedicaba al estudio y la evocación ocurrió un desgraciado incidente que le afectó sobremanera, pues de improviso tuvo la extraña sensación de que algo le rozaba la mejilla, casi al instante escuchó un seco golpe seguido de un alarido de dolor y cuando acudieron algunos hombres con antorchas, fue para descubrir, horrorizados, que en su alocado vuelo huyendo de los depredadores, un gran pez volador se había incrustado violentamente en el ojo derecho del primer timonel.

El pobre Moeteráuri había caído hacia atrás de resultas del brutal impacto y tan sólo la red de protección de popa le había salvado de precipitarse al mar para pasar a ser pasto de los pequeños tiburones que solían seguir la estela de la nave.

Por lo general, tales tiburones no solían constituir un peligro demasiado grave para los tripulantes, pero un hombre ensangrentado y semiinconsciente hubiese significado una presa fácil, aunque más bien cabía suponer que no hubieran sido los escualos, sino cualquiera de los misteriosos visitantes nocturnos que ascendían desde las profundidades, los que hubieran dado buena cuenta del desgraciado timonel.

Tapú Tetuanúi había advertido tiempo atrás que a medida que se alejaban de las islas, adentrándose en aguas cada vez más oscuras, la cantidad de tan inquietantes huéspedes aumentaba, en especial en las noches en las que alguna nube ocultaba por completo las estrellas. La superficie del mar parecía plagarse entonces de fosforescentes fantasmas que inducían a imaginar que se estaban abriendo paso por entre espíritus y demonios.

Si agitaba junto a la borda de sotavento un ascua de la hoguera, al instante un par de enormes ojos del tamaño de un coco le devolvían una luz verdosa y fosforescente, y aunque en un principio lo achacó a seres sobrenaturales, «Miti Matái» le aseguró que se trataba de gigantescos calamares que se aventuraban a ascender desde los abismos cuando imperaban por completo las tinieblas.

En otras ocasiones, y siempre con el mar en calma, las manchas fosforescentes se deslizaban a pocos metros por debajo de la nave adoptando caprichosas formas inconcretas, como si se tratara de un curioso transformista que de improviso se dividiera en dos o más trozos para volver a unirse nuevamente a su antojo.

Cabía suponer que se trataba de bancos de diminutos peces o masas de plancton, pero resultaba evidente que no era así, puesto que cuando alguna vez tropezaba con uno de los cascos del catamarán el ruido era seco, como si éste hubiese chocado con un cuerpo duro y compacto.

— El océano está plagado de misterios que ni aun yo sabría desvelarte — admitió el «Navegante Mayor» durante una de aquellas ocasiones en que un gigantesco fantasma fosforescente danzaba en torno a ellos sin aparentes intenciones agresivas —. Y en eso estriba su mayor atractivo. Por mucho que los estudiemos, y por mucho que nos traslademos conocimientos de generación en generación, a diez metros bajo nosotros comienza un auténtico «Quinto Círculo» que jamás conseguiremos conquistar. Y puedes jurar que de ése sí que jamás regresó nadie.

— Vetea Pitó es capaz de bucear hasta casi veinte metros — le hizo notar el muchacho.

— En la laguna o en los arrecifes de coral — replicó el otro con sorna —. Pero pídele que se sumerja a veinte metros aquí, en mar abierto, y verás lo que te contesta. No… — señaló convencido —. Todo cuanto se encuentra bajo las quillas pertenece al dios Tané, que acostumbra a castigar muy duramente a quien se atreve a husmear en sus dominios.

— ¿Lo has visto alguna vez? — quiso saber Tapú Tetuanúi.

— ¿A Tané? — repitió el otro —. ¡Naturalmente! ¿Acaso tú no?

El muchacho negó desconcertado.

— ¿Dónde podría verle? — quiso saber.

— ¿Al Dios del Mar? En el mar — fue la respuesta —. Al amanecer, cuando los tonos grises se adueñan de las olas, y en los atardeceres, cuando el agua toma el color y la textura del mango maduro. — Abrió las manos como queriendo abarcarlo todo a su alrededor —. Tané está en el sabor del aire que respiramos y en el olor que se nos mete en la piel, y quien no sepa verlo así y respetarle por ello, jamás podrá conducir su embarcación más allá del «Segundo Círculo».

— ¿Llegaremos en este viaje al «Quinto Círculo», allí donde las aguas se solidifican convirtiéndose en enormes montañas blancas? — inquirió excitado Tapú Tetuanúi para el que el legendario viaje de su capitán constituía casi una obsesión.

— Desde luego que no — negó el «Navegante Mayor», seguro de lo que decía —. Ese lugar queda muy al sur, mientras que ahora nos dirigimos al nordeste, por lo que muy pronto el calor se volverá tan insoportable que las aves no alzarán el vuelo al mediodía, y las aguas se quedarán muy quietas porque ni tan siquiera el «Mara'amú» se atreve a penetrar en tal infierno.

— ¿Qué haremos entonces? — quiso saber el muchacho.

— Remar. Pasaremos las noches remando y los días al pairo, y te garantizo que llegará un momento en que te odiarás a ti mismo por haber puesto tanto empeño en embarcar.

«Miti Matái» sabía muy bien de qué hablaba, puesto que dos semanas más tarde los alisios comenzaron a perder su intensidad al tiempo que la fuerte corriente subecuatorial les empujaba con violencia por el costado de estribor, obligando a la nave a derivar hacia el oeste con tal ímpetu que a menudo ni siquiera se hacía necesario bogar para advertir que progresaban con sorprendente rapidez.

— No debemos dejarnos engañar por esta corriente — puntualizó sin embargo el «Navegante Mayor» —. Es cierto que ahora nos conduce hacia poniente, pero en cuanto nos descuidemos comenzará a derivar hacia el sur y en ese caso jamás podríamos aproximarnos a un objetivo que por lo que sabemos debe estar al noroeste. Dentro de unos días deberemos empezar a remar con fuerza, o será ya demasiado tarde y no habrá forma de volver.

Pese a que se encontraban muy cerca ya de los límites del «Cuarto Círculo», a punto por tanto de penetrar en aquel «Quinto Círculo» del que los habitantes de Bora Bora lo desconocían todo, «Miti Matái» tenía plena conciencia de que navegaban por regiones en las que las corrientes tenían mucha más importancia que los propios vientos, dado que sobre la línea del ecuador viajaba una de esas fuertes corrientes en dirección este, mientras que tanto a diez grados al sur como a diez grados al norte su dirección se invertía.

Debía permanecer muy atento por tanto a dejarse llevar por una sin correr el riesgo de que al abandonarla, la opuesta le obligara a desandar lo andado, en un auténtico juego de estrategia en el que lo más importante era aprovechar los restos del alisio y la fuerza de los brazos para intentar continuar su largo viaje hacia «El Infinito Mar de las Infinitas Islas».

Para los antiguos polinesios, «El Infinito Mar de las Infinitas Islas» no era otra cosa que la región que más tarde los europeos denominarían Micronesia, y no cabe duda de que tanto unos como otros supieron bautizar aquel curioso mundo, puesto que la casi desconocida Micronesia se extiende a todo lo largo y lo ancho de un océano del tamaño de Estados Unidos, por el que se desparraman dos mil ochocientos islotes cuyas tierras emergidas apenas superan los tres mil kilómetros cuadrados de extensión.

Qué resultaría de dividir la isla de Mallorca en dos mil ochocientos pedazos y distribuirlos caprichosamente por un mar tres veces mayor que el Mediterráneo es algo harto difícil de imaginar, pero si se tiene en cuenta que la inmensa mayoría de tales islotes no alcanzan por lo general más altura que la de una simple palmera, se comprenderá que resulta sumamente sencillo navegar por la Micronesia sin divisar nunca más que agua.

De hecho, durante el primer viaje alrededor del mundo, Fernando de Magallanes pasó de largo por la región sin tropezar — y esto lo hizo en el último momento — más que con Guam, a la que denominó «Isla de los Ladrones» por encontrarla plagada de bandidos y piratas, y más tarde, tanto Alvaro de Mendaña como su viuda, Isabel Barrete, o Pedro Fernández de Quirós navegaron de igual modo por la región sin avistar unas tierras que a menudo llegaban a convertirse en invisibles.

Los archipiélagos de las Carolinas, las Marianas o las Marshall, no son a decir verdad más que puñados de diminutos atolones o pequeñas cumbres volcánicas que apenas afloran sobre la superficie del océano, tan separadas a menudo las unas de las otras, que no se entiende muy bien por qué extraña razón se les ha llegado a considerar auténticos archipiélagos.

Nadie sabe — ni probablemente sabrá nunca — cuántos son esos islotes ni en qué punto exacto se encuentran, y no resultaría aventurado afirmar que hoy en día se conocen mucho mejor los cráteres de la luna, que las tierras emergidas de Micronesia.

No obstante, el Marara, había puesto proa hacia allí con la loca esperanza de encontrar en tan gigantesco pajar la aguja en la que se refugiaban los salvajes que habían arrasado Bora Bora aun a sabiendas de que todo ello se encontraba ya en el corazón del tan temido «Quinto Círculo».

Fue por ello por lo que una mañana en la que el mar parecía una balsa de aceite y el calor de las primeras horas auguraba una sofocante jornada en la que el sol convertiría la cubierta del catamarán en una plancha de cocina, «Miti Matái» reunió a su agobiada tripulación para puntualizar sin más preámbulos:

— Sobre la medianoche de ayer atravesamos los límites de nuestro «Cuarto Círculo», por lo que ni yo, ni nadie que haya nacido en las islas de Sotavento tiene la más mínima idea de lo que podemos encontrar de aquí en adelante. Es como si se hubiera acabado nuestro mundo. — Carraspeó porque tenía conciencia de la importancia del momento, y con voz más severa aún que de costumbre, añadió —: Lo advierto para que tengáis muy claro cuáles son mis limitaciones, porque cuanto haga a partir de hoy tendrá que estar basado únicamente en el instinto.

Resultaba evidente que tanto para Tapú Tetuanúi como para el resto de los presentes, el instinto del «Navegante Mayor» de Bora Bora era lo más valioso que habían poseído desde el momento mismo en que atravesaron el Paso de Teavanuí, y por lo tanto nadie pareció sorprenderse cuando Roonuí-Roonuí alzó la voz para replicar con absoluta calma:

— Nos has traído hasta aquí, y ni por un solo instante hemos abrigado la más mínima duda sobre tu capacidad como capitán de esta nave. — Sonrió por primera vez en mucho tiempo —. De igual modo, tampoco ponemos en duda que sabrás tomar la decisión más correcta en cada momento. No tienes más que decir lo que tenemos que hacer y te obedeceremos.

Se escuchó un murmullo de aprobación y aunque estaba claro que «Miti Matái» esperaba una respuesta semejante, esa unanimidad pareció reconfortarle.

— ¡Bien…! — añadió a los pocos instantes —. Si todos estáis de acuerdo, mi recomendación es que a partir de hoy los hombres más fuertes dediquen las horas más calurosas del día a dormir y las noches a remar, mientras las mujeres y un pequeño retén de los más débiles se ocupan de la guardia de día para aprovechar el poco viento que soplará de ahora en adelante… ¿Alguna pregunta?

El obeso y siempre sudoroso «oripo» alzó la mano y su voz temblaba ligeramente al inquirir:

— ¿Me consideras fuerte o débil?

— Siempre has sido fuerte — le hizo notar el «Navegante Mayor» sin poder evitar una leve sonrisa —. Pero si encajas tu enorme trasero en uno de los cascos, jamás podremos sacarte de allí, o sea que lo mejor que puedes hacer es dedicarte a pescar y a tratar de recordar cuanto sepas sobre «El Infinito Mar de las Infinitas Islas».

— Poco sé — fue la sincera respuesta —. Pero haré cuanto esté en mi mano por refrescarme la memoria.

Por desgracia, aquel grasiento gigantón era ya un hombre agotado al que la excesiva gula parecía haber hecho perder las prodigiosas facultades que hicieran de él, muchos años atrás, el «oripo» más respetado de las islas, al que venían a consultar desde Rairatea e incluso la lejana Tahití sobre cuanto se refiriese a la historia de los antepasados comunes, acciones de guerra, o árboles genealógicos.

Su portentosa memoria le había convertido de igual modo en uno de los más fiables consultores sobre estrellas y constelaciones, pero podía llegar a creerse que su desmedida afición a comer como un cerdo y atiborrarse de toda clase de bebidas fermentadas había acabado por embotarle cuerpo y mente, hasta el punto de que sus ahora vacilantes respuestas comenzaban a ser puestas con frecuencia en entredicho.

El tiempo que llevaba a bordo de una nave en la que no podía dar sus diarios paseos en los que recorría bamboleante la totalidad del perímetro de la isla, parecía haber precipitado su decadencia, pasando a convertirse de una casi imprescindible ayuda, a una muy pesada carga.

El hecho de que hubiesen alcanzado la noche antes las fronteras del fatídico «Quinto Círculo» lo relegaba además a la función de trasto inútil respecto a posibles consultas sobre el «Compás de Estrellas», dado que en aquel punto geométrico — casi a caballo sobre la línea del ecuador — el paisaje celeste comenzaba a variar radicalmente.

También a «Miti Matái» le afectaba de forma notable el cambio de hemisferio, puesto que de su vista habían ido desapareciendo los «Avei'á» que tan bien conocía, y nuevas constelaciones sobre las que sabía muy poco se adueñaban noche tras noche de la bóveda del cielo.

— ¿Qué he de hacer ahora? — quiso saber el desconcertado Tapú Tetuanúi, al que se le antojaba absurdo observar a unas estrellas que de poco le servirían ya —. ¿Continúo estudiándolas o espero a que regresemos al «Cuarto Círculo»?

— Espera a que volvamos, si es que volvemos — le replicó con calma el «Navegante Mayor» —. Ahora de lo único que tenemos que preocuparnos es de encontrar la forma de regresar a este mismo punto. Si ésta ha sido nuestra puerta de salida, ésta deberá ser nuestra puerta de entrada.

El resto del día, con un mar que semejaba una versión infinita de la laguna de Bora Bora, pues ni la más minúscula ola ni un soplo de viento alteraba su superficie, transcurrió en absoluta calma y casi absoluto silencio, pues se podría pensar que aquella treintena de hombres y mujeres necesitaban ese silencio para hacerse a la idea de que acababan de atravesar el umbral de lo desconocido.

El mar seguía siendo el mismo, pacífico y amable, pero el cielo era ya otro, y para los navegantes de una isla polinésica, ese cielo tenía mucha más importancia que el propio mar o la propia tierra.

Por si todo ello no bastara, esa misma noche ocurrió algo que acabó de impresionarles, pues de improviso, y cuando una luna en creciente que no bastaba para romper por completo las tinieblas se había alzado apenas sobre la línea del horizonte, dos brillantes luces hicieron su aparición surgiendo de levante, y se fueron aproximando hasta rebasarles a poco más de media milla por la banda de estribor.

Eran como los ojos de un monstruo de los más profundos abismos, pero aguzando la vista, los tripulantes del Marara, llegaron a la conclusión de que no se trataba de una bestia marina, sino de la más gigantesca y extraña nave que hubieran visto nunca, puesto que calcularon que debía tener más de cincuenta metros de eslora por seis de puntal, coronada por altísimos palos de los que colgaban enormes velas blancas que parecían montañas capaces de atrapar hasta el menor hálito de viento que pudiese soplar sobre el océano.

¿Qué embarcación era aquélla — si es que se trataba de una embarcación — y qué clase de gigantes la tripularían?

Por supuesto nadie a bordo del catamarán había visto — ni tan siquiera había oído hablar — de la existencia de semejante tipo de embarcación, y aunque algunos sostuvieron que se trataba de una simple alucinación o un efecto óptico, «Miti Matái» concluyó por ordenar al «Hombre-Memoria» que registrase el hecho de que un inmenso buque de origen desconocido les había sobrepasado limpiamente a poco de penetrar en el «Quinto Círculo».

El desconcertante episodio quedó inscrito de igual modo al día siguiente sobre la piel del vientre de Vetea Pitó, cuyo cuerpo comenzaba a aparecer ya cubierto de complejos tatuajes que se suponía que les habrían de servir para encontrar el camino de regreso a casa cuando llegara el momento de virar en redondo.

El más negro pesimismo se adueñó por aquel entonces del «Pez Volador», y aunque nadie se atrevió a mencionar siquiera la posibilidad de retornar a Bora Bora, en el ánimo de algunos anidaba la idea de que la tarea que se habían propuesto rebasaba con mucho sus posibilidades de victoria.

Las «Pahí-Vahínes» se esforzaban por hacer lo más agradable posible la vida de los hombres, cantando, bailando y esmerándose a la hora de convertir las cenas en auténticos banquetes, y a los postres el «Hombre-Memoria» solía contar viejas historias en las que procuraba hacer hincapié sobre las más heroicas hazañas de sus antepasados.

Como si comprendiera que había llegado el momento de levantar el ánimo de su decaída tripulación, el propio «Miti Matái» tomó al fin una tarde la palabra, para hacer un detallado relato del fabuloso viaje que todos los presentes habían estado deseando escuchar de sus labios desde el ya muy lejano día en que lo llevara a cabo.



El día que el anciano rey Matuá comprendió que muy pronto Taaroa lo llamaría a su presencia, decidió que había llegado el momento de abdicar en su hijo Pamáu, por lo que ordenó que se enviaran embajadores a las islas del «Primer Círculo» para que sus dignatarios tuvieran ocasión de acudir a la proclamación, circunstancia que aprovecharían para sellar nuevos lazos de amistad entre pueblos que llevaban años en paz.

— Recuerdo aquella ceremonia — señaló el «oripo» —. Fue muy hermosa y tuve que aprenderme infinidad de nombres nuevos.

— ¡Dichoso tú que la viste…! — replicó «Miti Matái» —. Yo no estuve presente, porque mi padre, que era por aquel entonces «Navegante Mayor» de Bora Bora, recibió el encargo de dirigirse al sur, al archipiélago de las Tubuai, cuyo rey era tío segundo de Pamáu. — Hizo una corta pausa, pues le agradaba que quienes se sentaban a su alrededor tuvieran oportunidad de ir captando hasta el último detalle de la historia —. Recuerdo — añadió al fin — que a mi padre aquel viaje se le antojó terriblemente inoportuno por la época del año y los vientos contrarios, pero como sabido es que la muerte no admite esperas ni depende de viento alguno, nos hicimos a la mar tal como nos habían ordenado.

— El rey murió sin tiempo de ver proclamado a su hijo — confirmó el «Hombre-Memoria» seguro de sí mismo —.

Expiró en el momento justo en que «La Gran Dama Solitaria» hacía su aparición por Punta Matira y fue la estrella que inició su «Avei'á» hacia el paraíso.

— Sí — admitió el «Navegante Mayor» —. Y debió ser esa muerte la que desencadenó todas las fuerzas de los abismos, porque cuando nos encontrábamos navegando por entre las Tubuai, la pequeña isla que acabábamos de dejar a popa estalló de improviso como si el mundo entero se hubiese hecho pedazos, piedras y bolas de fuego cayeron sobre cubierta matando a dos nombres, y a los pocos instantes una ola más alta que el mismísimo monte Otemanu nos alzó sobre su cresta y nos arrastró a tal velocidad, que ni un delfín hubiera conseguido darnos alcance.

— ¿Entonces no fue un ciclón como siempre se ha dicho? — se sorprendió Tapú Tetuanúi —. Fue el «tsunami».[5]

— Los ciclones, aunque en realidad no creo que fueran auténticos ciclones, sino más bien tormentas propias de aquellas latitudes, llegaron más tarde — admitió el otro —. En un principio fue el «tsunami», pero lo que en verdad importa es que habíamos perdido el control de la nave, y que durante días y noches aquellas inconcebibles olas que se seguían como se siguen los atunes en verano nos fueron empujando hacia el sur sin que jamás entendiéramos cómo era posible que continuáramos a flote.

— Debió ser una experiencia terrible — musitó «Vahíne Tipanié» con voz temblorosa —. Mi tío Mai fue uno de los que murió a bordo de aquella nave.

— Recuerdo a Mai — replicó «Miti Matái» —. Era un hombre valiente, aunque ignoro por qué extraña razón una mañana amaneció con todo el cabello blanco. Un mes después murió de frío.

— ¿Cómo puede nadie morir de frío? — quiso saber la propia «Vahíne Tipanié» —. Es algo que jamás he conseguido explicarme. ¿Cómo puede ser tan intenso ese frío?

— Tampoco yo conseguiría explicártelo — admitió su interlocutor agitando negativamente la cabeza —. Y aún hoy, que tanto tiempo ha pasado, me pregunto si fue verdad que lo sufrí en propia carne, o se trató de una pesadilla y jamás viví nada de todo aquello… — Hizo una nueva pausa, pero resultaba evidente que ahora no lo hacía por los demás, sino que era él mismo quien estaba absorto en sus amargos recuerdos —. Algunas noches, cuando al amanecer el viento sopla con fuerza metiendo la humedad en los huesos, me empapo el cuerpo con la intención de volver a sentir lo que sentí en aquella ocasión, pero es como tratar de comparar el brillo de una estrella con la luz del sol.

Cuantos le escuchaban guardaron silencio, como si se esforzaran por imaginar lo que sería un frío capaz de matar a una persona, y al cabo de un largo rato «Miti Matái» decidió retomar el hilo de su relato allí donde lo había dejado.

— Como os digo — añadió —, una vez que las inmensas olas cesaron, comenzó a soplar un violento «Pafa'ité» del noroeste, que como sabéis es un viento totalmente opuesto al «Mara'amú», pero tan insistente como él, y que es el que domina con fuerza en todos los mares que se extienden al sur de las Tubuai.

— ¿Y los remos? — quiso saber Chimé de Farepíti —. ¿Por qué no remabais?

— ¿Remar? — se asombró el otro —. Apenas nos quedaban fuerzas para achicar hora tras hora un agua que penetraba por todas las junturas… Éramos como una brizna de hierba con la que el viento y el mar jugaban a su antojo, y os aseguro que sin que pudiera explicar la razón, el frío nos agarrotaba las manos dejándonos los dedos como garfios.

— ¡No es posible! — exclamó en tercera fila una voz anónima.

— ¡Lo es! — insistió el «Navegante Mayor» —. El frío provoca reacciones muy extrañas, como paralizarte los miembros, obligarte a temblar y castañetear los dientes sin conseguir evitarlo por más que lo intentes.

— ¡Debió ser espantoso!

— Tanto… — admitió — que si «Teatea-Maó» hubiese hecho su aparición habríamos agradecido que nos devorara. — Sonrió con amargura —. Pero ni siquiera los tiburones se atreven a adentrarse en aquellas aguas. Tan sólo las ballenas y las focas resisten el frío, y pronto descubrimos que hasta los «Mahi-Mahi» habían dejado de acompañarnos, por lo que ni siquiera teníamos nada ya con lo que alimentarnos.

Todos los presentes parecieron estar intentando imaginar lo absurdo que sería un mar del que incluso los fieles «Mahi-Mahi» que les seguían a todas partes hubieran decidido alejarse, aunque para la mayoría aquélla era una hipótesis fuera de toda consideración.

— ¿Crees que ése es el infierno que Tané reserva a los malvados? — inquirió de improviso «Vahíne Áute», que siempre había mostrado un profundo interés por el destino de las almas.

— Si lo creyera estaría admitiendo que mi padre, y todos mis compañeros de aquel viaje, están en el infierno — le hizo notar «Miti Matái» —. Y no puede ser así ya que eran hombres buenos y justos.

— ¿Qué significado tiene entonces la existencia de semejante lugar? — quiso saber la buena mujer, que era de las que creían que todo en este mundo debe tener una justificación sobrenatural.

— ¿Significado? — repitió confuso «Miti Matái» —. No tiene por qué tener ningún significado, del mismo modo que no lo tiene el hecho de que ahora, aquí, haga un calor agobiante. — Abrió las manos como para indicar que era un hecho natural al añadir —: En el norte siempre hace más calor, y en el sur, más frío.

— ¿Por qué?

— ¿Cómo que… «por qué»? — intervino impaciente el obeso «Hombre-Memoria» —. Porque nadie concebiría un mundo en el que hiciera frío en el norte y calor en el sur. Son leyes de la naturaleza.

— Sin embargo — le interrumpió el «Navegante Mayor» —, tal vez a «Vahíne Aute» no le falte razón a la hora de plantear esa pregunta. Por lo que me contaba mi padre, ahora estamos llegando al punto de máximo calor, que luego comienza a amainar. — Se diría que aquélla era una cuestión que nunca se hubiera planteado con anterioridad —. Podría darse el caso de que navegando hacia el norte encontráramos otra vez el frío.

— Resultaría absurdo — puntualizó Roonuí-Roonuí —. Sería como admitir que existe un mundo al revés del nuestro, donde lo de arriba está abajo, y lo de abajo, arriba.

No era ni el lugar ni el momento idóneo para que unos hombres que ni siquiera sabían con exactitud lo que era el auténtico frío, resolvieran complejas cuestiones geográficas, en especial si se tiene en cuenta que a ningún polinesio se le había pasado por la mente la posibilidad de que la Tierra fuera redonda, por lo que al poco «Miti Matái» decidió recuperar el hilo de su historia, que era lo que en verdad importaba.

— Mis compañeros comenzaron a morir de hambre y frío, y cuando un amanecer apareció ante nosotros una gigantesca isla blanca gritamos de alegría imaginando que al fin habíamos encontrado un lugar en el que buscar refugio y alimento. — Guardó silencio como si a él mismo le costara aceptar que aquello había ocurrido —. Sin embargo, cuando pusimos el pie en ella descubrimos que no se trataba de tierra, sino de agua, tan fría, que se había solidificado.

— ¿Cómo se entiende…? — se vio obligado a inquirir Vetea Pitó —. He oído esa historia anteriormente, pero por más que le he dado vueltas no concibo cómo el agua se pueda convertir en una isla sólida, blanca y, además, fría… ¿Es cosa de brujería?

— Es cosa de los dioses — replicó el «Navegante Mayor» con absoluta calma —. El sol, el mar, el día, la noche y las estrellas existen porque Taaroa los creó así, y de igual modo allá, al sur, se complació en crear tales prodigios. — Se encogió de hombros —. Ni siquiera yo, que soy el único sobreviviente de aquel nefasto viaje, puedo explicar la razón, pero de lo que debéis estar seguros es de que no miento en lo más mínimo.

— Nadie insinúa que mientas — se apresuró a responder el buceador —. Estoy convencido que todo lo que cuentas es cierto, pero es que no consigo asimilarlo… ¡Continúa, por favor!

— ¡Bien…! — fue la respuesta —. Aquello significó un duro golpe, y algunos hombres se dejaron morir sobre la isla. — Agitó la cabeza repetidas veces —. Debía ser una muerte agradable puesto que todos sonreían… — Lanzó un hondo suspiro —. Pero lo más curioso, lo que acabó de desconcertarnos, fue el hecho de que a los dos o tres días no comenzaron a descomponerse y oler mal, sino que seguían intactos, como si en realidad estuviesen dormidos.

Aquello colmaba la credulidad de unos seres acostumbrados a que en el calor tropical de Bora Bora un cadáver comenzase a pudrirse a las pocas horas, por lo que se hizo un silencio que podría interpretarse como que el más hondo escepticismo acababa de adueñarse del Marara.

— ¿No se descomponían? — repitió Roonuí-Roonuí —. ¿Y estaban muertos?

— ¡Totalmente…! — Los observó y no pudo por menos que sonreír con amargura —. ¿Comprendéis por qué me resisto tanto a contar cuanto ocurrió? Al final todos ponen esa misma cara.

— ¡Es que son cosas muy raras! — le hizo notar «Vahíne Tiaré».

— ¡Y tan raras! — admitió el otro, convencido —. Llegamos a creer que tan sólo estaban dormidos, por lo que los colocamos bajo el cobertizo de proa y seguimos viaje… — Suspiró de nuevo y esta vez mucho más profundamente —. Mi padre fue de los últimos en caer — musitó con voz quebrada —. Se quedó muy quieto, aferrado con tanta fuerza al timón, que cuando intenté abrirle la mano uno de sus dedos se partió como si se hubiese tratado de una rama seca.

Se le habían saltado las lágrimas y sus tripulantes permanecieron muy quietos, respetando el dolor de un hombre al que todos amaban y admiraban.

Cuando habló de nuevo, un nudo le atenazaba la garganta.

— Le recé a Taaroa y a Tané para que estuviese efectivamente dormido, pero dos días más tarde mejoró el tiempo y comenzamos a alejarnos de aquel infierno abominable. — Su voz se quebró —. Y en cuanto calentó el sol los cuerpos dejaron de ser como de piedra y al poco tiempo comenzaron a descomponerse.

— ¿Cuántos continuabais aún con vida? — quiso saber Tapú Tetuanúi.

— Tres, pero en tan mal estado, que éramos como cadáveres ambulantes, pues a Tamasese Tefaatáu se le habían agarrotado las manos y los pies, y a su hermano, que era muy fuerte, ya no le regía el cerebro. Me ayudó a devolver los cuerpos al mar, pero cuando advirtió que a Tamasese se le iban poniendo cada vez más negros los brazos y las piernas, y que al final también moría entre horribles dolores, se quedó como alelado, incapaz de responder cuando le hablaba o entender las más sencillas órdenes.

— ¿Como «El loco de Aponapu»? — quiso saber «Vahíne Tiaré».

— Más pacífico. Era sólo una cosa sentada en proa con las piernas colgando sobre el agua y la vista fija en el horizonte. Una mañana ya no estaba allí.

Era algo como para reflexionar, y todos los presentes guardaron una vez más silencio, hasta que la misma «Vahíne Tiaré» se decidió a preguntar:

— ¿Qué se siente al quedarse completamente solo en una nave más allá del «Quinto Círculo»?

— Nada — murmuró casi entre dientes el capitán del Marara —. No sientes más que un profundo vacío y un desesperante deseo de morir. Durante todo un día me asaltó la tentación de lanzarme al agua y acabar de una vez, pero el sol brillaba con fuerza, el mar estaba en calma, comprendí que lo peor había pasado ya que los vientos y las corrientes me empujaban de nuevo hacia el norte, y decidí que regresaría a Bora Bora costase lo que costase.

Fue Tapú Tetuanúi quien de nuevo inquirió señalando cuanto le rodeaba.

— ¿Pero cómo? — insistió —. ¿Cómo puede un hombre solo manejar una nave casi tan grande como ésta?

— Era bastante más pequeña — puntualizó el «Navegante Mayor» —. Pero aun así comprendí que no conseguiría gobernarla y la desmonté. La convertí en una embarcación de un solo casco con un corto patín que me ayudaba a equilibrarla aprovechando la mitad del palo y lo que quedaba de las velas. El resto lo abandoné.

Lo observaron con admiración.

— ¿Fuiste capaz de transformar un catamarán en una piragua, tú solo y en alta mar?

— Mi vida dependía de ello — fue la respuesta —. Y nadie sabe de lo que es capaz hasta que se enfrenta a la muerte. — Sonrió como si se hubiera tratado de una travesura infantil —. Al fin y al cabo siempre ha sido más fácil destruir algo que construirlo. — Cambió el tono de voz —. Con la nueva embarcación las cosas resultaron mucho más fáciles. Navegaba de noche y dormía de día. La lluvia me proporcionaba agua dulce y pronto comenzaron a hacer de nuevo su aparición los «Mahi-Mahi», con lo que nunca me faltó alimento. — Agitó la cabeza como burlándose de sí mismo —. Fue entonces cuando alcancé «La Tierra Infinita».[6]

— ¿Pero existe realmente? — se sorprendió Roonuí-Roonuí, como si le costara dar crédito a semejante fantasía —. Los viejos relatos hablan de ella, pero jamás creí que fueran ciertos.

— Pues lo son — insistió «Miti Matái» en un tono que obligaba a pensar que estaba diciendo la verdad —. Yo la vi, aunque no llegué a desembarcar en ella.

— ¿Por qué?

— Era una costa muy agreste, con olas enormes y una fuerte corriente que me arrastraba hacia el norte, siempre paralela a tierra, y sin permitirme maniobrar. A lo lejos se divisaban montañas enormes, todas blancas.

Chimé de Farepíti alzó la mano casi con timidez e inquirió desconcertado:

— ¿Cómo es posible que ante nosotros se extienda «El Infinito Mar de las Infinitas Islas», y sin embargo, en dirección contraria se levante una «Tierra Infinita»?

— En realidad «La Tierra Infinita» se alza en todas direcciones — le hizo notar el «Navegante Mayor» —. Deben ser esas tierras altas las que configuran el confín del mundo impidiendo que el agua del mar se derrame. — Tomó una calabaza de las que las mujeres utilizaban para preparar la comida y la colocó ante él —. El mundo es como este recipiente, que está provisto de bordes para mantener dentro el agua. — Marcó un punto —. Hace miles de años nuestros antepasados salieron de aquí, del borde que está más al oeste, y en aquella ocasión yo llegué al otro lado; es decir, al borde que está más al este.

— ¿Quiere eso decir que estuviste en el confín del universo?

— Imagino que sí — admitió con absoluta naturalidad.

— ¿Y que si atravesáramos «El Infinito Mar de las Infinitas Islas» también llegaríamos al otro confín?

— Quiero pensar que es posible. — Se encogió de hombros como aceptando que todo eran suposiciones —. Está claro que el mundo tiene que acabar en alguna parte, y ése puede que sea el lugar.

— ¿Y por qué tiene que acabar? — quiso saber Vetea Pitó —. ¿Por qué no puede ser «Realmente Infinito»?

— Porque cada día el sol sale por levante, cruza sobre nosotros, se oculta por poniente, pasa por debajo, y vuelve a salir otra vez por levante. Si el mundo fuera «Realmente Infinito», está claro que no podría hacerlo. — Hizo una nueva pausa —. Lo mismo ocurriría con la luna y las estrellas.

— Si tú llegaste al confín por el este, ¿cómo crees que es de grande el mundo? — se interesó en esta ocasión Roonuí-Roonuí.

— No lo sé — fue la sincera respuesta —. Las más antiguas tradiciones cuentan que nuestros antepasados tardaron años en llegar, desde el este, a Bora Bora, pero yo tardé únicamente ocho meses en volver de «La Tierra Infinita». A mi modo de ver eso quiere decir que Bora Bora está más cerca del confín situado al este, que del situado al oeste.

— Pero Bora Bora es el ombligo del mundo — protestó Chimé de Farepíti.

— Todas las islas se consideran el ombligo del mundo — le hizo notar el capitán del Marara —. Y en realidad todas lo son para sus habitantes, pero eso no quiere decir que estén exactamente en el centro. He viajado mucho — añadió sin petulancia alguna —. Y he llegado a la conclusión de que el verdadero centro del universo debe encontrarse en algún lugar del océano que en nada se diferencia de cuanto le rodea. Cuando al fin conseguí abandonar la fuerte corriente que me empujaba al norte, y emproar de nuevo hacia adonde yo calculaba que debía quedar Bora Bora, los vientos me condujeron a una perdida y solitaria isla; el lugar más desolado que Taaroa creó jamás en un momento de desidia, pero sus habitantes también opinaban que la suya era una tierra hermosa, y también la consideraban «EН Ombligo del Mundo».

— ¿Era la famosa isla de los gigantes de piedra?

— Exactamente. Sus antiguos habitantes la llamaban «Te Henúa», que en su dialecto significa literalmente «El Ombligo del Mundo», o «Mate Ki te Rangi», que también significa «Los Ojos que Miran al Cielo», porque los cráteres de sus volcanes parecen estar siempre observando las estrellas, pero su auténtico nombre es «Rapa-Nui»,[7] o «Gran Rapa», porque se parece mucho a una pequeña isla, también llamada Rapa, del archipiélago de las Tabuai, de la que al parecer provienen sus primeros pobladores.

— ¿Y cómo son?

— Como nosotros, aunque viven en un constante terror a sufrir invasiones, por lo que han levantado enormes estatuas de piedra a todo lo largo de la costa, lo cual obliga a pensar a los que llegan que quienes han sido capaces de construir semejantes monumentos, deben ser gente muy poderosa. — «Miti Matái» lanzó un resoplido y guiñó un ojo a «Vahíne Áute» que era quien tenía más cerca —. No puedo negar que yo también me asusté cuando descubrí aquellos monstruos, pero como hacía meses que no había puesto pie en tierra más que para pisar la isla blanca y fría, me armé de valor y decidí desembarcar pasara lo que pasara.

— ¿Y qué pasó? — quiso saber de inmediato Tapú Tetuanúi, que seguía, fascinado, el relato de su ídolo.

— En un primer momento creí que iban a matarme — fue la tranquila respuesta —. Aquella gente imagina que todo el que llega es un espía, o el adelantado de una expedición armada. Luego — añadió —, cuando les hice un relato detallado de mi viaje, cambiaron de opinión.

— ¿Fueron amables?

— Amables no es la palabra apropiada. Se limitaron a ser corteses, convencidos de que yo daba por concluido mi viaje, y mi intención era quedarme entre ellos para siempre. — Chasqueó la lengua y movió repetidamente la cabeza como si a él mismo le asombraba semejante actitud —. Supongo que el lamentable estado de mi embarcación, que se caía a pedazos, les impulsó a creer que a nadie se le pasaría por la cabeza la idea de intentar atravesar con ella las más de dos mil millas de océano que me separaban de Bora Bora.

— Una conclusión muy lógica — le hizo notar «Vahíne Tipanié».

— Para ellos, que con el tiempo han perdido su amor al mar. Pero no para el hijo del «Navegante Mayor» de Bora Bora, que lo único que deseaba era regresar a casa. — Sonrió a sus recuerdos —. Dejé que creyeran lo que quisieran, tomé por esposa a la hija de uno de sus caciques,iy pasé varios meses recuperando fuerzas y acostumbrándome a lo que significaba moverme fuera del diminuto espacio de una piragua. No puedo negar que fueron hermosos tiempos — concluyó —. Muy hermosos.

— ¿Y por qué no te quedaste? — insistió la buena mujer —. ¿Acaso no amabas a tu esposa?

— La amaba — admitió él —. Pero mi corazón seguía perteneciendo a Bora Bora. «Rapa-Nui» es una isla inhóspita, barrida por el viento y en la que la gente vive atemorizada, pues ni siquiera están en paz consigo mismos. Cada clan quiere imponer su ley, por lo que todo son odios y rencores, y mi padre me enseñó que cuando el odio se apodera del corazón, es como si las chinches se apoderaran de tu cama. Nunca vuelves a dormir en paz. Por ello una noche le supliqué a mi esposa que le asegurase a su pueblo que jamás le contaría a nadie dónde estaba su isla y me marché.

— ¿Cómo?

— En mi piragua.

— ¡Pero si estaba destrozada…!

— Lo estaba, pero yo había ido recogiendo resina y fabricando cabos a base de una planta que ellos llaman «hauhau», por lo que los primeros días me mantuve al pairo, taponando las principales vías de agua. Luego, cuando llegué al convencimiento de que no me buscaban, regresé para esconderme en uno de los islotes que se alzan al sudeste de «Rapa-Nui», y allí permanecí un mes, concluyendo las reparaciones y aprovisionándome de huevos. Cuando todo estuvo listo, me hice de nuevo a la mar, y cuatro meses más tarde desembarqué en Bora Bora.

— Recuerdo muy bien el día de tu regreso — musitó el «Hombre-Memoria» —, y recuerdo muy bien la canción que cantábamos en tu honor.

— ¡Oh, vamos! — protestó «Miti Matái» que pareció sospechar sus intenciones —. ¡Era una soberana estupidez! No irás a ponerte a cantarla ahora.

— ¿Por qué no? — fue la respuesta —. Tú la aborreces, pero a mí siempre me gustó.

El gordinflón se aclaró la voz, dejó escapar una risita de conejo y comenzó a cantar desafinadamente:


¡Vuelve el héroe! — grita el pueblo,

el hijo más amado de Bora Bora.

¡Vuelve el héroe! — grita el pueblo,

el que venció al mar, y venció al viento.

Tané le dio sabiduría,

Taaroa le dio fuerza,

Oró le dio valor.

¡Ahí llega el elegido de los dioses!

«El Navegante Mayor», hijo de Navegante.

¡Vuelve el héroe! — grita el pueblo.

Y en Bora Bora jamás nacerá

ni un héroe más grande,

ni un navegante mejor.

Su nombre pasará a la historia,

y todos los «oripo» lo recordarán:

¡«Miti Matái»!

¡«Miti Matái»!

El valiente que sin ayuda,

se apoderó del viento

y se adueñó del mar.


— Me sigue pareciendo absolutamente estúpida, y el día que la compusiste deberían haberte cortado la lengua — sentenció convencido el capitán del Marara, al tiempo que se ponía en pie dando dos imperiosas palmadas para ordenar —: ¡Y ahora ha llegado el momento de ponerse a remar!

Remaron toda la noche.

Y la siguiente.

Y la tercera noche.

Y la novena.

Y remaron hasta perder la noción del tiempo, adentrándose palada a palada en el más remoto, vacío y desconocido de los océanos — también el más profundo — y el que más temor infundía a unos hombres que habían nacido amando a los océanos.

De tanto en tanto, y cuando más impenetrables resultaban las tinieblas por culpa de las nubes o una ligera lluvia que no alcanzaba a alterar la superficie del agua, «Miti Matái» pedía a su gente que permaneciera muy quieta, y trepado al mástil de proa, dejaba transcurrir largas horas contemplando con fijeza las aguas, como si pretendiera leer en ellas un mensaje secreto.

— ¿Por qué haces eso? — quiso saber Tapú Tetuanúi, que continuaba, ansiando aprender cuanto pudiera enseñarle su maestro.

— En estas noches oscuras — fue la respuesta —, sobre todo si llueve, a veces se distingue bajo el agua un rayo luminoso que se mueve muy lentamente. Son olas profundas, que han chocado contra un arrecife, y que al regresar provocan esa luminosidad fosforescente. Si encontramos esa luz, nos bastará con seguirla en dirección opuesta para llegar a tierra.

— ¿Tan perdidos estamos?

— Más de lo que imaginas — admitió el «Navegante Mayor» —. Como la cosa siga así tendré que tirar al agua un cochino, aunque ese sistema no sea de mi agrado.

Hacía referencia al último y más desesperado recurso de los antiguos polinesios, que cuando se sentían totalmente desorientados lanzaban un cerdo al agua, pues sin que se sepa exactamente la razón, un puerco nunca opta por regresar a la nave de la que ha sido expulsado, sino que tras unos momentos de duda comienza a nadar directamente hacia tierra, aunque dicha tierra se encuentre a cientos de millas de distancia.

Ese inexplicable y portentoso sentido de orientación de los cerdos permitía a los capitanes elegir el rumbo correcto, pero presentaba el notorio inconveniente de que la mayoría de las veces los tiburones que rondaban por las proximidades o incluso las temibles barracudas, no le daban tiempo al pobre bicho a decidir hacia adónde se dirigía, pasando a formar parte de un suculento almuerzo antes de haber sido de utilidad a sus dueños.

Resultaba bastante infrecuente, no obstante, que un buen navegante tuviese que recurrir a tales argucias, puesto que, por lo general, un océano tan extenso como el Pacífico Sur, que para la mayoría de los marinos de otras latitudes no era más que aguas vacías, para los polinesios constituía, en circunstancias normales, un lugar en el que podían orientarse con relativa facilidad.

Esto se explica por el hecho de que mientras para cualquier marino una isla no es más que un pedazo de tierra y su tamaño únicamente depende de su superficie emergida, para los polinesios cualquier isla ofrecía una serie de elementos reconocibles a más de cuarenta millas de sus costas.

El vuelo de las aves, el choque de las olas, el reflejo en las nubes, el tipo de peces, o la vegetación que flotaba en una u otra dirección — sin contar con el misterioso rayo nocturno de las profundidades o el instinto de los cerdos — indicaban a un «Gran Navegante» que a esas cuarenta millas encontraría tierra, lo cual significa que si se traza un círculo con un radio de cuarenta millas en torno a cada isla del Pacífico Sur, la extensión de aguas auténticamente vacías se reduce de forma considerable.

Pero resultaba evidente que el Marara, ya no se encontraba en el Pacífico Sur, sino en «El Infinito Mar de las Infinitas Islas», a más de cinco grados al norte de la raya del ecuador, a punto de recibir por popa la contracorriente ecuatorial, y a punto también de recibir los alisios del hemisferio norte; el temido «Ha'apiti Fa'arúa», un viento racheado y caprichoso con el que los habitantes de Bora Bora no estaban acostumbrados a navegar.

Y las islas eran tan escasas, tan diminutas, y se encontraban tan desparramadas, que se diría que no había forma humana de localizarlas.

Por fortuna, chubascos intermitentes les abastecían de agua dulce, y a su alrededor pululaban los peces voladores, los atunes, los bonitos y sobre todo los «Mahi-Mahi» en tal portentosa cantidad, que ni aun por lo más remoto les cruzaba por la mente la idea de que pudieran llegar a pasar dificultades en cuanto a la subsistencia se refería.

Los sabrosos «Mahi-Mahi» constituían desde siempre un «maná» que les permitía pasar meses en alta mar, ya que son muy ricos en proteínas, dado que pertenecen a la familia de lo que los europeos llaman «dorados», pese a que su cabeza sea mucho más redondeada, con una gruesa frente muy dura y prominente.

Pueden alcanzar los dos metros de longitud y cincuenta kilos de peso, y aunque suelen dedicar sus esfuerzos a la tarea de capturar «peces voladores», se diría que su mayor placer estriba en vagabundear en torno a cualquier objeto flotante para dejarse atrapar con suma facilidad en cuanto se les ofrece un trozo de carnada en la punta de un anzuelo.

Curiosamente, en el momento de ser izados a bordo cambian su hermoso color plateado por otro de un dorado sucio salpicado — de manchas azules, aunque en cuanto finaliza la agonía recuperan su primitivo aspecto.

Los hombres del Marara los capturaban con arpones, o por medio de anzuelos de nácar, hueso y madera que fabricaban pacientemente con ayuda de rudimentarias limas de coral, para empatarlos más tarde al extremo de una fina pero resistente liña que las mujeres trenzaban a partir de fibra de «roa», un arbusto de los altos valles húmedos.

Esas liñas y esos anzuelos era cuanto los eternos viajeros del Pacífico necesitaban para sobrevivir, y como para ellos una gran piragua meciéndose en medio del océano constituía un «hábitat» en el que se sentían tan a gusto como un campesino en su casa de piedra cuando llega el invierno, nada tiene de sorprendente que los tripulantes del catamarán no experimentasen la más mínima preocupación por su supervivencia, y si alguna necesidad tenían de pisar tierra, estaba relacionada únicamente con su deseo de encontrar una pista que les condujera a la lejana isla de sus brutales agresores.

Por fin, una de aquellas oscuras noches en las que el «Navegante Mayor» pasaba horas en el mástil, se dejó deslizar ágilmente hasta cubierta para ordenar de inmediato al timonel que pusiera rumbo al norte.

Al mediodía siguiente fue el gordo «oripo» el que se apresuró a anunciar a pleno pulmón que había visto tierra.

A decir verdad no era más que un atolón de poco menos de un kilómetro de diámetro, dominado por una enorme laguna central, pero era al fin y al cabo un lugar en el que hacer reparaciones, atiborrarse de toda clase de frutas, y mejorar por unos días la dieta a base de cangrejos, ostras, pulpos, langostas y pequeños peces de aguas poco profundas.

Pero lo más importante de su estancia en el deshabitado atolón no fue el reposo ni las reparaciones, sino el hecho de que de inmediato advirtieron síntomas de que era aquél un lugar visitado con una cierta frecuencia, lo que indicaba que debía vivir gente a poca distancia.

Tres días más tarde «Miti Matái» decidió reemprender viaje hacia el norte, y en poco más de una jornada avistaron una «auténtica» isla provista de una «auténtica» montaña con «auténticos» habitantes que no se mostraron sin embargo en absoluto felices al ver aparecer una nave que tenía todo el aspecto de venir de muy lejos.

El «Pez Volador» fondeó a tiro de piedra de la costa, abatió palos y velas, hizo sonar la caracola en señal de paz, y envió por último dos parlamentarios que mantuvieron un largo y difícil diálogo con unas gentes de enrevesado lenguaje que presentaban todo el aspecto de desconfiar profundamente de cuantos se aproximaran a sus dominios.

Tenían razones sobradas para ello, puesto que en total apenas superaban el centenar de personas, incluidos ancianos y niños.

Su capacidad de defensa ante un ataque foráneo resultaba por tanto casi nula, y por lo que los tripulantes del catamarán pudieron averiguar más tarde, tales ataques solían tener lugar con harta y desagradable frecuencia.

Los míseros pobladores de «Jailali» — que así aseguraron que se llamaba la isla — no tenían en tales circunstancias más opción que ocultarse en las cuevas de la montaña, donde se veían obligados a aguardar pacientemente a que sus agresores arrasaran con cuanto quisieran.

Cuando se les mostró la piel del salvaje admitieron que en alguna ocasión habían sufrido — muchos años atrás — el asalto de individuos que lucían tatuajes bastante parecidos, pero reconocieron que no podían asegurar si se trataba de la misma gente, y no tenían tampoco la más mínima idea de quiénes eran, ni de dónde provenían.

— Probablemente del oeste — fue cuanto se comprometieron a asegurar —. Todo lo malo llega siempre del oeste.

Puntualizaron, no obstante, que en los últimos tiempos sus pescadores habían avistado — siempre mar adentro — enormes naves que provenían del este, altas como montañas y que exhibían blancas velas que semejaban monstruosas alas de gaviota.

— También nosotros vimos una — puntualizó «Miti Matái» —. Y pese a que era de noche y no se distinguía bien, debo reconocer que jamás imaginé que pudieran construirse piraguas de ese tamaño. ¿Cómo pueden navegar sin balancín y con tanta carga en los palos?

Aquélla era una pregunta que al parecer los hombres de «Jailali» se habían hecho a menudo, por lo que de inmediato se entabló una acalorada discusión de tipo más bien filosófico.

Para los pescadores que las habían visto más de cerca, se trataba de simples naves tripuladas por hombres, mientras que para el Sumo Sacerdote y algunos de los más escépticos navegantes, debía tratarse del «Carro del Dios Tané», que, según las más antiguas tradiciones, un día se haría a la mar para anunciar a los humanos que un nuevo «Gran Diluvio» estaba a punto de producirse.

En ese inmenso carro recogería a los justos, a los que pondría a salvo sobre la cumbre de una montaña el día en que volviera a lucir el arco iris.

Fuera como fuese, el hecho indiscutible era que existía, lo cual mantenía muy inquietos, por una y otra razón, a unos nativos a los que siempre parecían sobrar razones para sentirse inquietos.

Como a su escaso sentido de la hospitalidad, su enrevesado dialecto, y su falta de colaboración, se unía el hecho evidente de que ni siquiera las muchachas parecían tener interés en establecer relaciones íntimas con los recién llegados, «Miti Matái» llegó muy pronto a la conclusión de que lo único que obtendría en caso de permanecer en la isla era quizá una desagradable sorpresa en forma de inesperada agresión, por lo que en cuanto advirtió que comenzaba a oscurecer, dio orden de hacerse de nuevo a la mar.

Siempre sabía lo que se podía esperar de ese mar, pero no siempre lo que se podía esperar de los hombres.

Once días más tarde apareció ante las proas gemelas un nuevo atolón que apenas se alzaba una decena de metros sobre la superficie de las aguas, y en esta ocasión el concepto del mundo tal como siempre lo habían conocido las gentes de Bora Bora sí que cambió de forma harto notable.

La corriente nordecuatorial sobre la que se deslizaban les empujaba directamente hacia la isla, por lo que si la suerte hubiera querido que se la toparan de noche habrían acabado por naufragar en las traicioneras aristas de sus arrecifes de coral, aunque por fortuna el sol brillaba muy alto cuando apareció de improviso como mágicamente emergida del fondo del océano y «Vahíne Áute» alcanzó a distinguirla a tiempo de dar la voz de alarma para que los remeros tomaran los canaletes y empeñaran todas sus energías en conjurar el manifiesto peligro.

Otros no habían corrido, no obstante, la misma suerte, puesto que cuando bordeaban la costa de sotavento descubrieron de improviso que casi una docena de personas les hacían desesperadas señas desde tierra.

Eran sin duda personas, ¿pero qué clase de personas?

Tapú Tetuanúi jamás olvidaría — al igual que el resto de sus compañeros de aventura — la impresión que le produjeron aquellos míseros náufragos que gritaban y agitaban los brazos, puesto que incluso desde tan lejos se advertía que nada tenían que ver con el resto de los seres humanos que hubieran visto hasta el presente.

Al muchacho le sorprendió en primer lugar que fueran cubiertos de los pies a la cabeza con largas túnicas de múltiples tonalidades, y cuando los observó más de cerca se quedó boquiabierto al advertir que los cabellos de lo que probablemente era una mujer, aparecían de color amarillo, como de paja seca, enmarcando un rostro de piel blanquísima en el que destacaban unos redondos ojos azules que recordaban a los de un ciego.

— ¿Qué es eso? — se horrorizó «Vahíne Tipanié» —. Parecen fantasmas.

Le asistía tanta razón, que incluso el valeroso «Miti Matái» permaneció un largo rato como desconcertado y sin atreverse a ordenar a los remeros que se aproximaran a tierra.

Se mantuvieron por tanto a la expectativa, atemorizados por el aspecto de aquellos seres que se movían agitando al viento sus absurdos vestidos y portando algunos de ellos a la cintura una especie de larguísimos cuchillos que lanzaban destellos al sol, y era todo tan confuso, tan fuera de todo conocimiento y toda lógica, que al fin el «Navegante Mayor» optó por volverse al «Jefe de los Guerreros», como solicitando su opinión o dejando en sus manos la decisión de acudir en ayuda de aquellos desgraciados o continuar hacia el oeste ignorando su presencia.

Fue Vetea Pitó el que indicó con un gesto unos arrecifes que se alzaban como a media milla de distancia, y entre los que a medida que derivaban hacia el norte comenzaban a distinguirse los restos de un enorme navío que había quedado allí atrapado, y que con sus gigantescos palos y su único casco ahora destrozado, les hizo comprender que se trataba de la misteriosa embarcación que les adelantara una oscura noche tanto tiempo atrás.

Nada parecía aprovechable en ella, más que la madera, y la atención de los tripulantes del Marara se volvió de nuevo hacia quienes aullaban en tierra haciendo angustiosos aspavientos, gritando frases incomprensibles, y mostrando, con inequívocos gestos, que tenían la imperiosa necesidad de beber.

— ¡Mala cosa la sed! — masculló al fin «Miti Matái» —. Creo que deberíamos ayudarles.

— Puede ser peligroso — señaló Roonuí-Roonuí no demasiado convencido de sus propias palabras —. Recuerda que lo único que importa es nuestra misión.

— ¡Pero hay niños! — protestó «Vahíne Tiaré» —. No podemos dejar que esas pobres — criaturas mueran de sed.

Había, en efecto, dos niños semidesnudos, y los cabellos de uno de ellos aparecían también muy claros mientras sus ojos recordaban de igual modo los de un ciego.

Aquel detalle pareció decidir al «Navegante Mayor», que hizo un gesto a Tapú Tetuanúi y Chimé de Farepíti.

— Llevadles agua y tratad de averiguar si son hostiles — les apuntó severamente con el dedo —. ¡Y no corráis riesgos inútiles!

Los muchachos se apresuraron a lanzarse al mar para empujar ante ellos una rudimentaria balsa en la que las mujeres habían colocado varias calabazas y una docena de cocos, y a medida que se aproximaba a la playa el corazón de Tapú Tetuanúi comenzó a latir con más y más violencia, como si en lugar de estar a punto de poner el pie en una isla fuese a ponerlo en las mismísimas puertas del infierno.

Dos de los extranjeros se habían introducido en el mar para acudir a recoger la balsa, y en cuanto la dejaron en sus manos regresaron rápidamente a tierra, donde el resto de sus acompañantes se abalanzaron sobre las calabazas y los cocos, bebiendo con tal ansia que resultaba evidente que a punto estaban de perecer, y que sin la milagrosa llegada del catamarán probablemente no hubieran resistido mucho tiempo.

Tapú Tetuanúi y Chimé de Farepíti observaban la escena, incapaces de decidirse a continuar su avance, pero incapaces también de dar media vuelta y regresar a bordo, como si se tratase de simples peces deslumbrados por una luz demasiado brillante.

Al fin, cuando resultó evidente que habían satisfecho sus más perentorias necesidades, los monstruosos seres se volvieron a ellos parloteando lo que en apariencia eran frases de agradecimiento, al tiempo que hacían amistosos gestos para que se aproximaran, dando a entender que no tenían la más mínima intención de hacerles daño.

Los dos muchachos se volvieron al Marara, como pidiendo instrucciones, pues aunque el pánico les impulsaba a escapar, la curiosidad vencía cualquier otro sentimiento, y al fin permitieron que uno de los niños llegara hasta ellos, y tomando al «Gigante de Farepíti» de la mano, le condujera mansamente hacia la playa.

Tapú les siguió, y apenas pusieron los pies sobre la arena las mujeres se arrodillaron besándoles las manos, mientras los hombres les daban afectuosas palmaditas en la espalda intentando hacerse entender en un lenguaje seco, gutural y absolutamente incomprensible.

No obstante, lo primero que llamó la atención a los polinesios fue el descubrir que aquella gente — en especial las mujeres — apestaban a tripas de tiburón, con un hedor profundo y ácido que provenía al parecer de las pesadas vestimentas con las que se cubrían, aunque hubo, eso sí, otras muchas cosas en ellos que les fascinaron al instante, en especial una serie de objetos que se colgaban al pecho y que eran como dos palitos cruzados, de un material tan brillante que lanzaba violentos destellos que casi herían los ojos al reflejar los rayos del sol.

Ni Tapú Tetuanúi, ni Chimé de Farepíti habían visto nunca nada semejante, al igual que ni siquiera habían oído hablar del material con que estaban fabricados los largos y afiladísimos cuchillos que algunos hombres portaban a la cintura.

Para alguien que, como ellos, no había tenido el más mínimo contacto con ninguna clase de metal, se trataba de una experiencia fascinante, ya que una espada toledana se convertía a sus ojos en lo más duro, reluciente y mortífero que existiera sobre la faz de la tierra.

Cruces de oro, espadas de acero y cacerolas de cobre, constituían objetos ajenos a la mentalidad de los nativos de Bora Bora, y el simple hecho de rozarlos con la punta de los dedos les produjo la misma sensación que hubieran experimentado de haber conseguido tocar de improviso las estrellas.

Al advertir su asombro y desconcierto, uno de los hombres — tan barbudo que apenas se le distinguían en el rostro más que los ojos — les colocó sobre la palma de la mano pequeñas piedras amarillas, planas y redondas, y sobre las que podía distinguirse con toda nitidez un rostro humano y extraños signos, y al contemplarlas Tapú Tetuanúi abrigó la casi absoluta seguridad de que le habían hecho donación de un mágico talismán que abría todas las puertas.

¿Pero cómo era posible que unos seres que poseían objetos tan fascinantes, cuchillos tan mortíferos y vestidos tan prodigiosos, pudiesen estarse muriendo de sed en un perdido islote en mitad del océano?

¿Y cómo era posible que tales semidioses apestaran de forma tan hedionda?

Tapú Tetuanúi se sentía totalmente aturdido, y otro tanto le ocurría a Chimé de Farepíti, y era el suyo un desconcierto comprensible si se tiene en cuenta el hecho de que jamás, en miles de años de historia, ningún miembro de su raza se había enfrentado con anterioridad a seres humanos llegados del otro extremo del planeta.

No podían ni tan siquiera imaginarlo, pero la suerte había querido que el Marara fuese a encontrar en su largo camino a los supervivientes del San Juan Nepomuceno, un pesado galeón que habiendo zarpado del Perú en la primavera de 1663 rumbo a Manila, jamás llegará — como tantos otros que siguieron idéntica ruta — a su destino en las Filipinas.

La compasión venció al temor, visto sobre todo que aquella pobre gente más parecían cadáveres ambulantes que agresivos piratas, por lo que al fin el catamarán se aproximó a la playa, y las «Pahí-Vahínes» pudieron dar rienda suelta a sus sentimientos atendiendo a unos pobres desgraciados que ofrecían todo el aspecto de tener ya un pie en la tumba.

De hecho, un extremo de la playa aparecía sembrado de sencillas tumbas sobre las que habían clavado dos palos en forma de cruz, y en una especie de choza que habían alzado con algunos restos del naufragio, una mujer y dos hombres agonizaban.

Debía hacer más de un mes que el San Juan Nepomuceno había topado en plena noche con aquel islote perdido en mitad del océano, y en verdad que había navegado con mala estrella, pues podría creerse que no existía a todo lo largo y lo ancho del Pacífico un lugar más desolado y sin recursos para la supervivencia.

Arenas, rocas y matojos era cuanto ofrecía, amén de arrecifes de coral capaces de rajar un grueso casco de madera como si se tratara de una simple hoja de platanera, pero muy pronto los hombres y mujeres del «Pez Volador» descubrieron, espantados, que en aquel perdido atolón de la Micronesia proliferaban por millones unos odiados enemigos…



¡Piojos!

Aquellos semidioses, dueños de infinidad de objetos maravillosos que aparecían regados por todas partes, dueños también de pedazos de sol con rostro humano que regalaban como quien regala una concha marina, y dueños de gigantescas velas fabricadas con la más resistente, flexible y sorprendente «tapa»[8] que nadie hubiese imaginado, se encontraban no obstante invadidos por pulgas, chinches, piojos y una feroz sarna que les dibujaba túneles bajo la piel, y que les obligaba a rascarse desaforadamente a todas horas del día y de la noche.

Estaban tan sucios pese a tener el mar tan cerca, que resultaba de todo punto inconcebible que prefirieran mantenerse dentro de aquellas pesadas y calurosas vestimentas a introducirse en el agua y refrescarse librándose al propio tiempo de tanta mugre y tanto parásito, por lo que en cuanto advirtió el estado en que se encontraban, «Miti Matái» dio orden de que no se les permitiera aproximarse bajo ningún concepto al Marara, que hizo fondear a un centenar de metros de la costa manteniendo siempre una guardia de seis hombres a bordo.

— ¡Alejaos de ellos! — fue su perentoria orden —. Si permitimos que nos transmitan sus piojos, el resto del viaje se convertirá en un infierno.

¿Pero cómo evitar que alguno de aquellos millones de parásitos les asaltase, y cómo librarse de ellos si en aquel perdido islote no existía la planta de la que las mujeres extraían la savia que los aniquilaba?

Causaba espanto advertir cómo aquellas hediondas gentes convivían con la más inconcebible miseria corporal sin hacer el más mínimo esfuerzo por librarse de ella, como si se tratara de simples animales que no tuviesen la suficiente capacidad de raciocinio como para comprender que la existencia diaria resultaba mucho más agradable sin verse obligados a rascarse a todas horas, y sin tener que soportar una pestilencia que casi obligaba a vomitar.

Un viejo cerco de sudor agrio se les concentraba en las telas a la altura de las axilas, y se podría asegurar sin miedo a equivocarse que cada costura de esas telas se había convertido en nido de liendres, al igual que lo eran unos largos cabellos que parecían no haber sido lavados en meses y aun en años.

Pero todo ello, con ser malo, pasó a un segundo lugar cuando a las pocas horas de haber puesto el pie en la isla, los asombrados polinesios descubrieron estupefactos, que amén de lo anterior, los extranjeros habían traído consigo una ingente cantidad de repelentes roedores de casi medio metro de largo y aire agresivo, que solían aprovechar la oscuridad de la noche para lanzarse en manada sobre los alimentos que acababan de desembarcar.

— «Ratas» — fue la primera palabra que aprendieron de los desconocidos semidioses — y fue en verdad una palabra odiosa que les obligaba a estremecerse.

Habían surgido del casco varado en el arrecife, nadando hasta la costa para adueñarse al instante de la isla, y cuando en la oscuridad sus ojos brillaban reflejando el fuego de las hogueras, obligaban a pensar en seres demoníacos, capaces, si el hambre les acuciaba, de lanzarse al unísono sobre cualquier ser viviente y destrozarle.

Tanto «Miti Matái» como Roonuí-Roonuí coincidieron en señalar que no se podía consentir que unos seres humanos en semejantes condiciones les acompañasen en su larga travesía, por lo que se planteó de inmediato el dilema de abandonarlos a su suerte, conscientes de que no conseguirían sobrevivir en la isla, o proporcionarles su propio medio de transporte confiando en que supieran encontrar el camino de vuelta a sus hogares.

Por fortuna, habían descubierto entre los arrecifes una especie de pequeña embarcación desfondada que debía servir de lancha auxiliar del buque naufragado, y el carpintero del Marara fue de la opinión de que con un poco de suerte estaría en condiciones de repararla utilizando para ello la gran cantidad de excelente madera del casco del galeón.

Le había sorprendido, no obstante, que las junturas de ambas naves no estuvieran «cosidas» al estilo polinesio, sino que se mantuvieran unidas entre sí por medio de «largas agujas» de un durísimo material semejante al parecer al de los cuchillos, las cruces o las monedas que con tanta generosidad les habían regalado.

— No cabe duda de que con ese sistema se facilita mucho la tarea, y las uniones resultan más firmes — admitió el carpintero —. Pero no tengo ni la menor idea de cómo se las ingenian para introducirlas tan profundamente en la madera.

Al día siguiente, el propio «Miti Matái» se esforzó por explicar por gestos al más anciano de los náufragos que su única esperanza de salvación se centraba en la recuperación de la lancha, pese a que el otro insistía una y otra vez en trasladarse — junto a su gente — a bordo del Marara.

La decisión del «Navegante Mayor» — que negaba una y otra vez con la cabeza — acabó por obligarle a aceptar la solución propuesta, por lo que al mediodía, españoles y polinesios unieron sus esfuerzos con el fin de arrastrar lo que quedaba del bote hasta la playa.

Era una fuerte chalupa de unos siete metros de eslora por dos de manga, provista de un corto mástil al que podría adaptar uno de los foques del galeón, y aunque se encontraba en bastante mal estado a causa de las afiladas puntas de los corales, resultaba evidente que no constituiría empresa imposible ponerla de nuevo a flote.

Cuando uno de los niños apareció con un martillo y un serrucho mostrándole al asombrado carpintero cómo se manejaban, éste quedó tan maravillado, que durante más de tres horas no hizo otra cosa que serrar tablones y repartir martillazos.

Sin embargo, el choque de las mujeres de Bora Bora con los objetos metálicos y de cristal fue mucho más impactante, puesto que el hecho de descubrir que existían cuchillos que cortaban casi sin presionar, cacerolas que podían colocarse directamente sobre el fuego y espejos en los que reflejarse, las fascinó a tal punto que cabía imaginar que ya su vida giraría eternamente en torno a tales cuchillos, espejos y cacerolas, que por fortuna para ellas abundaban en los restos del galeón y entre los arrecifes de las proximidades.

Para el joven Tapú Tetuanúi la auténtica revelación fue una ballesta.

El día que observó cómo uno de aquellos hombres malolientes, montaba una pesada ballesta, le ajustaba una flecha y atravesaba con ella un grueso madero colocado a más de treinta pasos de distancia, llegó a la conclusión de que acababa de ser testigo del más extraordinario milagro que pudiera tener lugar sobre la tierra.

Que un pesado dardo con punta de metal fuese capaz de cruzar el aire más rápido que la vista para impactar con tal violencia que hubiera sido capaz de matar a dos hombres a la vez, era cosa que tan sólo podía atribuirse a la inconcebible magia de unos seres que, pese a sus miserias, deberían provenir a buen seguro de algún lugar situado más allá de las más lejanas estrellas.

No obstante, cuando por gestos se les preguntaba de dónde venían, nunca miraban al cielo, sino que tomando un coco se limitaban a marcar un punto, indicando al parecer que era allí donde estaban ahora, para hacerlo girar y señalar el lado opuesto, en un absurdo y ridículo intento de invitarles a creer que la Tierra era redonda y ellos habían nacido al otro lado.

— ¿Por qué dicen eso? — quiso saber Vetea Pitó, que no concebía las razones de tal engaño —. Nadie admitirá que viven en un coco por grande que sea.

— Quizá lo hagan por la misma razón por la que nosotros no queremos confesar que provenimos de Bora Bora — le hizo notar «Miti Matái» —. Su isla, o su estrella, si es que provienen de una estrella, debe haber quedado desguarnecida y no desean que nadie pueda averiguar dónde se encuentra.

— ¿Quién podría subir a una estrella si es que viven en una de ellas? — argumentó el «oripo» —. ¿O quién soñaría con llegar a una isla tan lejana?

— Lo ignoro — admitió con humildad el «Navegante Mayor» —. Pero no debemos descartar que exista más gente de su especie que también disponga de barcos enormes con los que llegar a todas partes. — Se encogió de hombros admitiendo su ignorancia —. Tal vez sea de ellos de quienes tratan de ocultarse.

— ¿Crees que son dioses?

— No entiendo mucho de dioses — fue la respuesta —. Únicamente el «tahúa» estaría capacitado para decidir si lo son o no, pero por desgracia a los Sumos Sacerdotes no suele gustarles pronunciarse sobre casi nada. Nunca conocí a ninguno que dijera lo que realmente piensa.

— ¿Y tú qué piensas?

El capitán del Marara meditó largo rato, como si él mismo tratara de convencerse de algo que no tenía muy claro, y por último, puntualizó:

— Creo que en muchas cosas son superiores a nosotros, pero en otras muchas, también, notablemente inferiores. — Hizo un amplio gesto a su alrededor señalando la isla —. Si no hubiéramos llegado tan a tiempo, ya estarían muertos, y eso demuestra que son humanos.

— ¿Y todo lo que tienen?

— Sólo son cosas.

— Se han adueñado del sol y de la luna. — Chimé de Farepíti mostró la brillante moneda de oro que le habían regalado —. ¿Acaso no es esto un pedazo de sol, y no está hecho de luna ese cuchillo?

— Puede que se trate de trozos de luna y sol que cayeron sobre su isla — aventuró «Miti Matái» —. Los recogieron y los convirtieron en cuchillos y cacerolas.

Tenía todos los visos de ser una hipótesis bastante razonable, teniendo en cuenta, además, que el «oripo» registraba en su memoria el curioso acontecimiento — ocurrido generaciones atrás — de la caída de un enorme pedazo de sol que alzó enormes nubes de vapor en el momento de impactar contra el océano muy cerca de Bora Bora.

— Tal vez si hubiese chocado directamente contra la isla, a estas alturas también nosotros tendríamos cuchillos y cacerolas — argumentó el cada día más seboso gordinflón.

— O tal vez la hubiera destruido — puntualizó irónicamente Roonuí-Roonuí —. Estoy de acuerdo con «Miti Matái», y creo que no tienen nada de dioses. Son simple gente, y gente muy sucia. Lo único que debemos hacer es ayudarles y seguir nuestro camino.

Decidieron por tanto de común acuerdo que así lo harían, pero resultaba evidente que por muy mugrientos y apestosos que se les antojasen, los pasajeros del San Juan Nepomuceno ejercían una irresistible fascinación sobre los tripulantes del Marara.

Y viceversa.

Se trataba de dos culturas que muy poco tenían en común, pero que habían coincidido en el limitadísimo espacio de un desolado islote de Micronesia, y al igual que los nativos se asombraban ante los adelantos de los españoles, éstos no podían dejar de admirar la sorprendente capacidad de adaptarse a un medio tan hostil, de sus «salvajes» amigos.

Lo que para ellos no había sido más que un desierto de arena y roca en el que ir pereciendo uno tras otro, aquellos primitivos seres semidesnudos lo convertían con absoluta naturalidad en un lugar casi paradisíaco merced a su desconcertante habilidad a la hora de aprovechar recursos.

Durante días y semanas los españoles habían padecido el insoportable tormento de la sed, que se había llevado a la tumba a muchos de sus compañeros y sin embargo, las gentes del «Pez Volador» les demostraron, en el simple transcurso de una noche, que habían tenido al alcance de la mano agua suficiente para mantener con vida a una población cuatro veces superior.

La sencilla solución consistía en levantarse una hora antes del amanecer, e ir sacudiendo en el interior de una gran calabaza los millones de gotas de rocío que el relente de la noche había ido depositando sobre las hojas de los arbustos, sin dar tiempo a los primeros rayos del sol a evaporarlas.

Si aun así ese agua no bastaba, la segunda opción era pescar cualquiera de los millones de peces que pululaban entre los arrecifes, prensarlos entre dos piedras y recoger el líquido que soltaban, que aunque amargo y poco apetecible, bastaba no obstante para calmar la sed en momentos de apuro.

Luego, el resto de ese pez se empapaba bien de agua de mar y se asaba a fuego muy lento, con lo que no había perdido apenas, ni su primitiva textura, ni su característico sabor.

Dada la riqueza del océano que les rodeaba y la abundancia de «miki-mikis», unos achaparrados arbustos de hojas lanceoladas que crecían casi sobre el mar, no sólo el pasaje del San Juan Nepomuceno, sino incluso el de toda una escuadra, habría conseguido sobrevivir allí durante meses, por lo que al habilidoso Tapú Tetuanúi le resultaba de todo punto incomprensible que unos seres a los que instintivamente continuaba considerando superiores, pudieran resultar, no obstante, tan ineptos y vulnerables frente a lo que no se le antojaban más que sencillos avatares de la subsistencia cotidiana.

Le desconcertaba, sobre todo, el miedo que emanaba de cada poro de su cuerpo, y que no parecía responder al hecho de que no hubiesen conseguido reponerse aún de los horrores del naufragio, sino más bien una especie de íntimo convencimiento de que jamás conseguirían regresar a sus lejanísimos hogares del otro extremo del planeta.

Europeos en su mayoría — aunque había también una mujer y un niño nacidos ya en las colonias — los pasajeros del San Juan Nepomuceno sabían que se encontraban casi en las antípodas de su lugar de origen, a miles de millas de Manila, que seguía siendo el único lugar mínimamente «civilizado» de aquella parte del mundo, y donde ni siquiera tenían noticias de su posible arribada.

Desde el momento en que zarparon del Perú tenían plena conciencia de que no dependían más que de sí mismos, y que si el mar se los tragaba pasarían años antes de que sus parientes comenzasen a preocuparse por su ausencia.

Estaba previsto que desde Manila el galeón continuase viaje a Sevilla bordeando África y el Cabo de Buena Esperanza, aunque lo más probable sería que tampoco en Sevilla tuviesen puntual información de si habían partido o no del puerto de El Callao.

¿Cómo no estar asustados, si sus vidas dependían de un puñado de «salvajes» que se mantenían a distancia y ni siquiera les permitían poner los pies en su nave?

Por lo que los nativos les habían dado a entender, su intención era repararles la chalupa para que pudiesen continuar viaje en ella, y no cabía por menos que preguntarse qué remotas posibilidades tenían de llegar a Filipinas en tan frágil embarcación si incluso las burdas cartas marinas de que disponían en un principio habían ido a parar al fondo del océano.

Su miedo se hallaba por tanto plenamente justificado, aunque muy alejado de la capacidad de comprensión de aquellos que, como Tapú Tetuanúi, consideraban el islote y su entorno un «hábitat» casi idóneo para la supervivencia.

El muchacho comprendía, no obstante, que tuviesen un lógico deseo de volver a sus casas — tal como lo tenía él mismo en muchos malos momentos — y hubiese dado cualquier cosa por entender su complicado lenguaje con el fin de darles ánimos inculcándoles el convencimiento de que en cuanto el carpintero hubiese concluido la reparación de la chalupa dotándola de un balancín lateral y una hermosa vela, estarían en condiciones de navegar hasta el mismísimo confín del universo.

Pero aparte de «ratas», «oro», «espada» y «cacerola», muy pocas palabras más le resultaban comprensibles, aunque hubo una que, muy pronto, vino a amargarle de modo harto notable la existencia.

La aprendió el día en que Vetea Pitó surgió del agua asegurando que había descubierto un enorme pedazo de sol brillando en el fondo del arrecife, justo en el punto en el que el galeón se partiera en dos, y cuando trasladaron allí el Marara y con sumo esfuerzo consiguieron extraer del agua el pesado objeto de extraño aspecto, todos los presentes quedaron estupefactos en el momento en que el grueso badajo que colgaba en su interior golpeó contra las relucientes paredes.

El primer tañido casi dejó sordos a unos seres que jamás habían escuchado el sonido de un instrumento metálico cuyas notas eran cien veces más potentes que las de la más gigantesca caracola.

¡«Campana»!

¡Qué palabra tan nefasta!

La campana del San Juan Nepomuceno se convirtió de inmediato en el objeto más prodigioso que los tripulantes del catamarán hubiesen admirado nunca, puesto que aparte de ser sin ninguna clase de dudas el mayor pedazo de metal que habían visto, tenía la virtud de producir las más hermosas notas que cupiera imaginar.

Esa noche nadie consiguió pegar ojo en la isla.

Siempre había alguien, incluido el circunspecto Roonuí-Roonuí o las tres deslumbradas «Vahínes», que no pudiese resistir la tentación de agitar repetidamente el badajo, hasta el punto de que llegó un momento en que el «Navegante Mayor» tuvo que echar mano de toda su autoridad para evitar que más de uno acabara volviéndose loco.

En especial Vetea Pitó no cabía en sí de gozo, ya que, en buena lógica, la campana era suya, y tanto Tapú Tetuanúi como el bueno de Chimé de Farepíti advirtieron que el corazón se les encogía cuando el buceador señaló en voz alta que en cuanto regresara a Bora Bora la colgaría a la puerta de su casa para que la hermosa Maiana la pudiera tocar a todas horas.

La suerte estaba echada.

¿Quién podría competir por el amor de una mujer, cuando lo que ofrecía su rival era un gigantesco pedazo de sol que además cantaba?

Por unas horas Tapú Tetuanúi odió con todas sus fuerzas a los apestosos seres capaces de adueñarse del sol y de la luna.

La siempre solícita «Vahíne Tiaré» pareció comprender su angustia y acudió a consolarle, aunque escaso era el consuelo que podía proporcionarle, y pobres los argumentos con los que levantarle el ánimo.

— Tal vez a Maiana no le guste — fue cuanto se le ocurrió decir.

El desconsolado muchacho la observó de medio lado y sin necesidad de abrir los labios le hizo comprender la magnitud de semejante estupidez.

— ¡Está bien! — admitió la otra —. Seguro que le gusta, pero tú puedes ofrecerle otras muchas cosas: «cacerolas», «espadas», «espejos»…

— Vetea Pitó le ofrecerá «cacerolas», «espadas», «espejos», y además… una «campana». ¡La única que existe!

De momento, y visto que los malolientes extranjeros no parecían experimentar el más mínimo interés por recuperar tan prodigioso tesoro, la campana quedó colgando del palo de popa del «Pez Volador», aunque su capitán se vio obligado a puntualizar que nadie tenía derecho a tocarla más de tres veces al día, y siempre a horas en las que no alteraran el descanso de los restantes miembros del pasaje.

Mientras tanto, en tierra, la reparación de la falúa continuaba a buen ritmo, y el carpintero — que había sido elegido entre los discípulos predilectos de Tevé Salmón — consideró de magnífico augurio el hecho de que el día en que al fin se disponía a botarla comenzara a llover a cántaros.

Fue una hermosa jornada de bailes, cantos y rezos, en el que hasta el más pequeño de los niños se afanó recogiendo agua en cuanto recipiente resultaba apto para contenerla.

Ese agua, y el hecho de que desde el momento en que se puso a flote la chalupa provista ahora de un largo balancín demostrara ser una embarcación segura y fiable, pareció serenar los ánimos de los españoles, contribuyendo a espantar a la mayoría de sus más terroríficos fantasmas.

La sed y la incapacidad de abandonar aquel árido pedazo de tierra les había mantenido hasta el presente como agarrotados, por lo que descubrir que tenían agua dulce más que suficiente y disponían de una razonable embarcación, les tranquilizó al punto de comenzar a pensar seriamente en la partida.

Era muy poco lo que estaban en condiciones de llevarse, visto que era muy escaso el espacio del que disponían, por lo que no dudaron a la hora de regalar a sus nuevos amigos cientos de objetos que les resultaban inservibles, incluidos tres juegos de soberbias velas de fuerte lona, que era sin sombra de duda lo que más llamaba la atención de «Miti Matái».

Aquel flexible aparejo de tan escaso peso y fácil maniobrabilidad le permitiría aumentar sensiblemente la altura de los palos apresando una cantidad de viento como jamás soñara anteriormente ningún «Navegante Mayor» de Bora Bora.

El Marara se convertiría a partir de aquel instante en la nave más veloz que hubiera surcado jamás la Micronesia, y tras cerciorarse de que no llevaban a bordo ratas, pulgas, chinches o piojos, los satisfechos polinesios dijeron adiós a los malolientes náufragos españoles para poner proa, una vez más, a mar abierto.



— ¡Al fin una isla alta! — exclamó «Miti Matái» catorce días más tarde.

— ¿Dónde? — se sorprendió el desconcertado Tapú Tetuanúi, cuya magnífica vista no distinguía más que la monotonía de un mar y un cielo uniformemente azules salpicados en el horizonte por pequeñas nubes blancas.

Su maestro le indicó con gesto desganado una de aquellas lejanas nubes que se encontraba situada a la altura de la amura de babor.

— Allí.

— ¡Pues yo no veo más que una nube! — protestó el muchacho.

El «Navegante Mayor» le dedicó una larga mirada de reconvención.

— ¿Te has fijado bien en ella? — inquirió.

El otro aguzó la vista, se esforzó estrujándose el cerebro para tratar de diferenciarla de cualquier otra nube de este mundo, y por último negó convencido.

— No noto ninguna diferencia — confesó.

— No la notas, porque no te has fijado en ella — fue la respuesta —. Pero si hubieras estado atento, te habrías dado cuenta de que a pesar de que sopla una ligera brisa del nordeste, esa nube lleva en el mismo lugar mucho rato, lo cual indica que algo le impide avanzar… — Le dio un cariñoso coscorrón que le obligó a rascarse, más dolido por su estupidez que por el golpe —. ¿Y qué es lo que puede impedir el avance de una nube en pleno mar?

— Una isla — admitió Tapú Tetuanúi con el tono de quien reconoce su profunda ignorancia.

— Y una isla de por lo menos ochocientos metros de altura — le observó de nuevo —. ¿Qué conclusión sacas de todo ello?

— ¿Conclusión? — repitió —. ¿A qué tipo de conclusión te refieres?

— Al tipo de isla. ¿Qué clase de isla debe ser?

— Una isla de más de ochocientos metros de altura.

— ¡Eso ya lo he dicho yo! — le propinó un nuevo coscorrón —. ¿Qué más?

Resultaba desesperante, y si no se considerara tan hombre y hubiese pasado ya por tantas vicisitudes, a Tapú Tetuanúi se le hubieran saltado de nuevo las lágrimas ante la impotencia que experimentaba al no conseguir hallar respuesta alguna a las preguntas de aquel a quien tanto admiraba.

— No se me ocurre nada — admitió al fin.

— Lo suponía — fue el socarrón comentario —. Se trata de un volcán.

— ¿Cómo lo sabes?

— Piensa.

El pobre chico podría haberse pasado cuatro días pensando, pero a no ser que hubiese distinguido un penacho de humo sobresaliendo de la nube, no hubiera conseguido establecer por qué demonios la isla que se escondía bajo aquella pequeña nube — si es que en verdad se escondía alguna — tenía que ser volcánica.

Cuando al cabo de un rato el capitán del Marara, llegó a la conclusión de que su torpe alumno se mantenía en la inopia, se armó una vez más de paciencia y señaló:

— Una isla «normal», que alcanzase los ochocientos metros de altura sobre el nivel del mar necesitaría una base muy amplia ya que tendría que ir ascendiendo paulatinamente desde el fondo del océano, que aquí tiene miles de brazas de profundidad. — Hizo una corta pausa para que captara bien lo que quería decirle —. Y de ser así, ya tendríamos que estar navegando sobre la parte sumergida de esa base, con lo que habríamos advertido un cambio en el color y el movimiento del agua. — Abrió las manos queriendo demostrar que el razonamiento era en realidad muy simple —. Como aún no hemos notado nada, debemos entender que la base de la isla es relativamente pequeña, lo que constituye un síntoma inequívoco de que surgió del fondo a causa de una violenta erupción. Se trata, por tanto, de un volcán que se hunde abruptamente.

¡La madre que te parió!

Tapú se libró muy mucho de dejar escapar la expresión en voz alta, pero no pudo evitar exclamarlo para sus adentros al tiempo que apretaba con rabia los dientes, puesto que resultaba del todo punto descorazonador caer en la cuenta una vez más de que no era más que un pobre imbécil cuya ignorancia tan sólo resultaba comparable a su petulancia al imaginar que alguien se atrevería a concederle algún día el título de «Gran Navegante».

Y lo peor de todo, lo más desesperante y que acababa por sacarle de quicio obligándole a dar vueltas más tarde en la cama llamándose imbécil una y otra vez, se centraba en el hecho indiscutible de que todo cuanto «Miti Matái» solía explicarle respondía a una sencilla lógica, aunque se tratase de una lógica que exigía, eso sí, una gran experiencia y una casi inhumana capacidad de observación.

¿Cómo podía un ser «normal» caer en la cuenta de que entre las incontables nubes que se deslizaban por el horizonte había una en concreto que llevaba largo rato detenida en el mismo punto?

¿Y cómo podía un ser «normal» darse cuenta de que la profundidad y el movimiento del mar bajo la nave no habían sufrido alteraciones?

¡Era cosa de brujos!

O era más bien cosa de «magia»; la magia que permitió a los antiguos navegantes polinesios convertirse en los dueños absolutos de una tercera parte del planeta.

La circunferencia de ese planeta en torno al ecuador es de trescientos sesenta grados, y de esos trescientos sesenta grados, exactamente ciento veinte corresponden a la distancia que separa las costas de Nueva Guinea del Perú.

Los polinesios reinaron por tanto sobre un tercio del mundo, y lo hicieron por medio de aquella «magia» que tanto obsesionaba a un Tapú Tetuanúi, que soñaba con convertirse también él en un «brujo», que al igual que el fabuloso «Miti Matái» supiese descubrir islas ocultas tras las nubes, adivinar de qué clase de isla se trataba, o captar en el rumor de una ola que le susurraba al oído que existía tierra a setenta millas de distancia.

Pero pese a que aquella supuesta isla se encontrase a menos de esas setenta millas, el capitán del Marara no ordenó poner proa hacia ella, sino que prefirió seguir el mismo rumbo, hasta sobrepasarla por el norte.

Sólo entonces, y a punto ya de oscurecer, giró noventa grados y permitió que el viento los tomara por popa.

Sobre la medianoche hizo arriar unas velas que sólo se izaron nuevamente cuando faltaban menos de dos horas para el amanecer, por lo que la primera claridad les sorprendió a menos de media milla de lo que era en verdad un cono volcánico que parecía emerger abruptamente de las profundidades del océano, con laderas cortadas a cuchillo sobre el mar, excepto en la costa de sotavento, en la que se abría una abrigada playa de arena muy negra protegida por un pequeño promontorio que se adentraba como un sucio dedo de grandes rocas en el azul océano.

El sol rozaba todavía el horizonte cuando ya habían circunnavegado la isla en todo su perímetro, cerciorándose de que no se distinguían grandes catamaranes que indicasen que desde allí habían partido sus salvajes atacantes, y pronto pudieron darse cuanta de que ni siquiera se encontraba habitada por gente marinera, puesto que curiosamente las viviendas no se alzaban junto al agua, sino que se ocultaban en el interior de la espesura, fuera del alcance de la mirada de los extraños.

«Miti Matái» maniobró con habilidad hasta aproximarse a unos cien metros de la negra playa, aunque manteniendo siempre la proa cara al océano y todos los hombres en los remos por si se hacía necesario emprender de improviso una rápida huida.

A la media hora escasa se demostró una vez más que su instinto no solía fallarle, visto que poco a poco fueron surgiendo de la espesura hasta medio centenar de guerreros fuertemente armados que comenzaron a aullar blandiendo amenazadoramente sus lanzas con la aparente intención de obligarles a alejarse de aquellas aguas, y resultó inútil que desde la embarcación indicaran por gestos que venían en son de paz, se hiciera resonar infinidad de veces la caracola, e incluso — como postrer recurso — se repicara con violencia la campana.

Lo único que se obtuvo por este último procedimiento fue que durante unos minutos los hostiles nativos permaneciesen como atontados, para lanzar de inmediato sobre la nave una auténtica lluvia de piedras y alguna que otra lanza que no alcanzaron, por fortuna, su objetivo.

— ¿Qué hacemos ahora? — inquirió «Vahíne Áute» —. Por lo visto no quieren saber nada de nosotros.

— Eso está claro — admitió «Miti Matái» —. Pero lo que también está claro es que no tienen nada que ver con los salvajes que nos atacaron. Son más oscuros y sus tatuajes parecen muy simples.

Efectivamente, por lo que se distinguía a aquella distancia, los furibundos guerreros apenas mostraban más que suaves tatuajes azulados en brazos y piernas, que poco o nada tenían en común con los recargados y casi geométricos dibujos de «la bestia».

Tras una paciente espera en la que resultó evidente que bajo ningún concepto se les permitiría desembarcar en la isla, el «Navegante Mayor» tomó una decisión, y ordenando que trajeran la piel humana que guardaba en un cesto, la hizo extender sobre dos palos cruzados.

— Necesito un voluntario que la lleve hasta el promontorio y la clave entre las rocas — pidió.

— ¡Iré yo! — se ofreció de inmediato Roonuí-Roonuí —. Es mi obligación.

— No — le atajó secamente «Miti Matái» —. Tú eres el jefe de los guerreros y tu obligación es dirigirles en la batalla. — Hizo un gesto a un mozarrón que había alzado también la mano —. Ve con cuidado — pidió —. Y si se aproximan demasiado, vuelve.

El aludido se introdujo en el agua tomando la piel como si se tratara de un estandarte, nadó manteniéndola en alto para que los de tierra pudieran observarla, llegó al punto indicado sin que los guerreros le acosasen, clavó la estaca entre dos rocas, y regresó de inmediato.

Los nativos tardaron en aproximarse a la piel, pero cuando al fin lo hicieron su primera reacción fue de incontenible alegría, pasando de inmediato a gritarle mil incomprensibles insultos para acabar escupiéndole con rabia.

Al poco se reunieron en conciliábulo y llegaron sin duda a la conclusión que el capitán del Marara había supuesto que llegarían: alguien que llevaba a bordo la piel de un enemigo, tenía que ser considerado amigo.

Uno tras otro los guerreros se fueron retirando en silencio para tomar asiento bajo los cocoteros de la playa, hasta que junto a la piel tan sólo quedó el que parecía ser su jefe y que se encontraba visiblemente desarmado.

Sólo entonces hizo gestos a los del catamarán para que se aproximaran.

En esta ocasión Roonuí-Roonuí no permitió que nadie ocupara su puesto, y lanzándose al agua nadó con vigorosas brazadas hasta el punto en el que el otro aguardaba.

La conversación fue larga y sobre todo laboriosa, puesto que el dialecto de aquellas primitivas gentes se diferenciaba notablemente del de los habitantes del Pacífico Sur, aunque conservaran las suficientes palabras comunes como para hacer posible un sencillo intercambio de ideas.

Roonuí-Roonuí explicó la razón del viaje del Marara y el deseo de venganza que anidaba en el corazón de cuantos iban a bordo, y su interlocutor consiguió de igual modo hacerle entender que los hombres que lucían tan horrendos tatuajes habían sido desde siempre sus más encarnizados enemigos, crueles asesinos que cada seis o siete años les asaltaban por sorpresa, llevándose a sus mujeres y a sus hijos y degollando sin compasión a quien trataba de oponérseles.

Los conocían por el apelativo de «Te-Onó» («Barracudas»), porque al igual que dicho pez, atacaban siempre en manada, a traición, y sin ningún tipo de compasión ni aun para con los más débiles. Añadió también que en determinadas ceremonias practicaban el canibalismo aunque más como rito religioso que por auténtica necesidad de alimentarse.

Cuando Roonuí-Roonuí quiso saber dónde se encontraba su isla, el otro respondió que poco más de veinte días de navegación hacia el sudoeste, en un punto que personalmente no se sentía capaz de determinar con exactitud, aunque de inmediato puntualizó que quien sí sabría hacerlo sería su «Navegante Mayor» que sin lugar a dudas estaría encantado de mostrarle al capitán del Marara el «Avei'á» que debía seguir para encontrar a tan odiados enemigos.

Se llegó por tanto al acuerdo de que Roonuí-Roonuí permaneciese en tierra en calidad de rehén, mientras el «Navegante Mayor» de la isla embarcaba en el catamarán, para pasar la noche en alta mar indicándole a «Miti Matái» el rumbo que debía seguir para conseguir arribar sin pérdida posible a las costas de los sanguinarios «Te-Onó».

Tapú Tetuanúi fue testigo de primera fila durante la larga conversación que mantuvieron los dos pilotos, y pese a que desde un primer momento resultó evidente que los limitados recursos del indígena, poco o nada tenían que ver con los vastísimos conocimientos astronómicos de «Miti Matái», el buen hombre sabía lo suficiente como para que su colaboración resultase a la postre inestimable.

El principal problema se circunscribía al hecho de que, por lógica, los nombres de las estrellas y constelaciones no coincidían en ambos dialectos, por lo que los dos hombres tuvieron que pasarse desde el oscurecer al alba marcando puntos en el cielo e intercambiándose información sobre los distintos «Avei'á» que se podían elegir para llegar sin pérdida posible a su destino.

Sin embargo, cuando ya a plena luz del día retornaron a la negra playa, el capitán del Marara, parecía tener muy claro hacia adónde tenía que dirigirse, y cómo era en líneas generales la isla que encontrarían al llegar.

Roonuí-Roonuí le sorprendió no obstante con la noticia de que cuatro guerreros locales a los que los «Te-Onó» habían diezmado a sus familiares tiempo atrás, solicitaban unirse a la expedición, para lo cual, amén de sus armas y su capacidad de lucha, aportarían una pequeña canoa que el catamarán podría llevar a remolque, así como abundante provisión de carne y frutas frescas.

«Miti Matái» aceptó la propuesta, no sólo por el hecho de que tenía conciencia de que la fruta resultaba imprescindible si no quería que la tripulación comenzara a debilitarse por culpa de una dieta limitada desde hacía demasiado tiempo en exclusiva al pescado, sino en especial porque consideró que aquella embarcación auxiliar sería muy útil a la hora de aproximarse sigilosamente a una isla enemiga.

Como los cuatro guerreros se comprometían a regresar por su cuenta en el momento mismo en que la acción hubiera finalizado, el resto del día se dedicó a la tarea de cargar víveres, por lo que — en cuanto las primeras estrellas hicieron su aparición — el «Navegante Mayor» se encontraba en disposición de elegir aquellas que habrían de conducirle hasta las playas de los aborrecidos «Te-Onó».

A pesar de que el mapa celeste fuese distinto, y lo fueran también el nombre de las constelaciones, su infalible instinto y su ilimitada capacidad de observación le habían permitido hacerse ya una clara idea de cómo era el mundo en el temido «Quinto Círculo» y cómo tenía que comandar su embarcación para no errar el camino.

Por su parte, los miembros de su tripulación se sentían cada vez más excitados, puesto que habían pasado once meses desde la terrible noche en que Bora Bora fuera saqueada, y por primera vez todo parecía indicar que el día de la ansiada venganza estaba cerca.

Los hombres afilaban una y otra vez sus armas, las «Pahí-Vahínes» ofrecían sacrificios a Oró, dios de la guerra, y la mayor parte de las conversaciones giraban en torno a la princesa Anuanúa y las nueve muchachas.

La suerte que pudieran haber corrido — y el ansia de venganza — era lo único que en realidad les preocupaba, ya que habían llegado a la conclusión de que el cinturón real de plumas amarillas podía volver a tejerse, y la «Gran Perla Negra» no era más que un símbolo que habría perdido gran parte de su valor al pasar por las manos de unos impíos salvajes.

Además, por grande que fuera una perla, nunca sería más que algo vulgar e insignificante frente a la hermosa campana que fascinaba a cuantos navegaban en el catamarán y que casi la veneraban, aunque también en cierto modo la odiaran.

Nadie se sentía capaz de rechazar la tentación de hacerla repicar, pero tampoco nadie conseguía evitar sentirse molesto por el hecho de que otro la tocara, y podría asegurarse que su agudo tintineo les enervaba siempre que no fueran ellos los que lo produjeran, como si tal sonido pudiera compararse a los ansiosos jadeos de una mujer en el momento de hacer el amor, que irritan a cuantos lo escuchan con excepción de aquel que los provoca.

La obsesión general con el escandaloso instrumento había llegado a tales extremos, que «Miti Matái» se veía obligado a cortar de raíz continuas disputas, y no hacía falta conocerle demasiado como para comprender que hubiese preferido no tener que viajar con tan molesta compañía.

Pero pese a detentar un poder dictatorial a bordo de la nave, era demasiado justo como para tomar decisiones sobre un objeto que moralmente pertenecía a Vetea Pitó, quien desde el día que encontrara «El Sol que Canta», se había convertido a los ojos de todos en el hombre más rico del planeta.

Nadie dudaba ya de que se trataba, en efecto, de un pedazo de sol, puesto que cuando sus rayos lo golpeaban, refulgía hasta cegar los ojos, y se calentaba a tal punto que resultaba imposible tocarlo sin abrasarse.

Los habitantes de Bora Bora jamás habían poseído nada que tuviese tan portentosa capacidad de «capturar» la luz y el calor, por lo que resultaba imposible convencerles de que todos aquellos maravillosos objetos que los españoles les habían regalado no estaban efectivamente fabricados con un material caído de los cielos.

Debido a ello, la mayoría de los tripulantes quedaron estupefactos la tórrida mañana de calma chicha y asfixiante bochorno en que Vetea Pitó surgió de pronto del tingladillo de proa, para cortar de un solo tajo el grueso cabo que mantenía la campana sujeta al palo, para arrojarla a un océano en el que desapareció de inmediato.

— ¿Por qué has hecho eso? — quiso saber «Miti Matái», en cuyo tono de voz no se advertía reconvención, sino tan sólo simple curiosidad.

— Estaba harto de ella — fue la sencilla respuesta —. Y a ti tampoco te gustaba.

El «Navegante Mayor» le observó de medio lado para acabar por responder con socarronería:

— Si tuvieras que tirar por la borda todo lo que no me gusta, acabarías rendido. — Le hizo un gesto para que tomara asiento a su lado —. Y ahora dame una explicación que en verdad me convenza — pidió.

El buceador se acomodó junto al «Navegante Mayor» de Bora Bora, y tras meditar unos instantes, como si intentara llegar a lo más hondo de sus sentimientos, acabó por encogerse de hombros con aire de fastidio.

— Ya nadie me quería — musitó al fin.

— ¿Qué pretendes decir con eso?

— Que todos me miraban como si me odiaran. — Hizo un gesto hacia Tapú Tetuanúi que se encontraba en proa estudiando con atención el horizonte —. Creo que hasta él, que siempre ha sido mi mejor amigo, tenía la sensación de que le había traicionado. — Alzó la vista como si mirándole a los ojos su interlocutor pudiera comprenderle mejor —. Yo sueño con Maiana — añadió —. Pero no quiero que se case conmigo tan sólo porque por casualidad encontré un «Sol que Canta». No sería justo. — Hizo una nueva pausa para continuar serenamente —. Dentro de unos días habrá lucha y no me gustaría que Tapú y Chimé se enfrentaran a la muerte teniendo la impresión de que les hice trampas… ¿Lo entiendes?

— Lo entiendo… — admitió convencido «Miti Matái».

— Ahora que ya los tres somos de nuevo iguales podremos volver a hablar de Maiana, de lo mucho que la queremos, y de lo que ocurrirá el día que regresemos a Bora Bora… — Vetea Pitó sonrió con timidez —. Siempre es mejor que sea su corazón el que decida.



La isla estaba justo en el lugar indicado, aunque dada la extraordinaria velocidad que conseguía alcanzar el Marara con las nuevas velas, llegaron a ella cuatro días antes de lo previsto.

Como resulta lógico imaginar, «Miti Matái» supo que se encontraban frente a ella mucho antes de que hiciera su aparición en el horizonte, por lo que nadie se extrañó cuando en un momento dado ordenó abatir los mástiles y continuar el resto del camino a remo.

Una hora más tarde la oscura línea de una costa alta y cubierta de espesa vegetación fue surgiendo lentamente ante la proa, para desaparecer poco tiempo después con la caída de la noche.

Sólo entonces el «Navegante Mayor» ordenó alzar de nuevo palos y desplegar velas, para continuar aproximándose al amparo de la oscuridad hasta que pudieron distinguir la blanca línea de espuma que formaban las olas al romper contra los arrecifes de coral que rodeaban la isla en la casi totalidad de su perímetro.

— ¡Bien! — señaló el capitán del Marara —. Al parecer esa laguna tan sólo tiene dos entradas que podrían estar vigiladas, por lo que los exploradores deberán cruzarla a nado tras atravesar a pie el arrecife. — Se volvió a Roonuí-Roonuí —. ¿Has elegido a tus hombres? — quiso saber.

— Iremos tres — replicó de inmediato el «Jefe de los Guerreros» —. La isla es grande y necesitaremos por lo menos un par de días para explorarla, así que volved a recogernos pasado mañana por la noche.

Tapú Tetuanúi hubiera dado años de vida por haber sido elegido para tan arriesgada misión, pero sabía con toda certeza que aquélla era una empresa reservada a los mejores guerreros; hombres entrenados para deslizarse por la espesura sin agitar ni una hoja, o para degollar a un enemigo sin que les temblara el pulso.

No sintió envidia, sin embargo, de Chimé de Farepíti, que fue uno de los escogidos para remar en la pequeña canoa hasta los arrecifes, aunque durante las horas que ésta tardó en ir y volver permaneció tan en tensión, que en el momento en que Vetea Pitó tomó asiento a su lado dio un salto como si acabaran de quemarle con una brasa al rojo vivo.

— ¡Tranquilo…! — le susurró su amigo —. Todo saldrá bien.

— ¿No tienes miedo? — se sorprendió.

— Ya habrá tiempo de tenerlo — fue la socarrona respuesta —. De momento estamos seguros a bordo del barco más rápido que existe… ¿Te has fijado en cómo vuela con esas velas? ¿De qué estarán hechas?

— No tengo ni idea, pero son mil veces más ligeras y flexibles que las nuestras.

— Las he estudiado de cerca y son como millones de sedales entrelazados entre sí. — El buceador agitó la cabeza con incredulidad al añadir —: No sé cómo diablos se las arreglan para apretarlos de ese modo, pero si aprendiéramos a hacerlo, nuestros barcos serían siempre los más veloces del océano.

Tapú hizo un gesto para que guardara silencio porque le había parecido escuchar el falso canto de una gaviota, «Miti Matái» respondió en el acto a lo que debía ser una contraseña preestablecida, y a los pocos instantes la proa de la piragua surgió de las tinieblas para arbolearse por la banda de sotavento.

El «Gigante de Farepíti» y otros cuatro remeros saltaron ágilmente a la nave mayor al tiempo que exclamaban.

— ¡Ya podemos irnos!

Los dos días siguientes los pasaron al pairo haciendo conjeturas sobre lo que ocurriría en el futuro, o escuchando los picantes relatos de las «Pahí-Vahínes», que una vez más echaban mano de todos sus recursos en sus deseos de aliviar la tensión de unos hombres que estaban a punto de entrar en combate a miles de millas de sus hogares.

Nadie a bordo del Marara había tomado parte anteriormente en una aventura semejante.

Nadie había matado nunca a nadie.

Durante los treinta últimos años Bora Bora había vivido en paz con sus vecinos, y pese a haber recibido un duro entrenamiento teórico, ni siquiera Roonuí-Roonuí y sus exploradores contaban con una experiencia real de lo que significaba acabar con una vida humana.

Tan sólo la noche del trágico asalto se habían visto obligados a empuñar las armas para algo más que «jugar a la guerra», y todos tenían plena conciencia de que la nefasta experiencia no podía haber sido más negativa. Salvo «la bestia» que Tapú Tetuanúi hiriera casi por accidente, el resto de sus agresores habían conseguido regresar a sus naves sin sufrir ni el más leve rasguño.

Y ahora pretendían no obstante derrotarles en su propio feudo, siendo como eran, además, muy superiores en número.

Tumbado sobre cubierta, cara al cielo, Tapú Tetuanúi no pudo por menos que preguntarse si en el fondo todo aquello no constituía más que una gigantesca insensatez producto de la ira de todo un pueblo herido en su orgullo, y si en verdad había valido la pena que lo más escogido de la juventud de Bora Bora corriese el riesgo de desaparecer por culpa de un absurdo deseo de venganza.

Por otra parte, nadie podía asegurar que a aquellas alturas la princesa Anuanúa y la mayoría de las muchachas siguieran con vida, con lo que, aun en el caso de triunfar en el enfrentamiento armado, lo único que habrían conseguido los hombres del Marara sería emprender un largo viaje de regreso con las manos vacías.

Aun así, allí estaban, achicharrándose al sol, pero dispuestos a seguir adelante costase lo que costase.

Al segundo día calmó el escaso viento y el bochorno aumentó hasta límites insoportables mientras el océano se tornaba de un gris que imitaba las hojas de las espadas, contribuyendo a dar la sensación de que en lugar de sobre agua, el Marara flotaba sobre un mar de mercurio.

Hasta el último pasajero del catamarán permaneció durante horas como en estado cataléptico, hasta que de improviso «Miti Matái» introdujo la mano en el mar, calculó su temperatura, observó el cielo, aspiró profundo y acabó por susurrar como para sí aunque la mayoría pudieron oírle:

— Tifón.

— ¿Tifón? — repitió alarmada «Vahíne Áute» irguiéndose de un salto —. ¿Dónde? ¿Cuándo?

El «Navegante Mayor» agitó la cabeza y sonrió apenas con la manifiesta intención de tranquilizarla.

— En ninguna parte… ¡Aún!

— ¿Qué pretendes? ¿Asustarnos? — intervino de inmediato el «Oripo» al que habían comenzado a temblarle las flácidas carnes.

— En absoluto — fue la respuesta —. Pero como el mar continúe calentándose, entra dentro de lo posible que se forme un tifón. — Sonrió de nuevo al tiempo que hacía un gesto hacia el horizonte —. Pero tampoco es seguro.

— Por desgracia, tus sospechas casi siempre suelen cumplirse — le hizo notar Tapú Tetuanúi —. ¿Has soportado muchos tifones?

— Más de los que hubiera deseado — admitió el otro —. Y lo único que puedo decir de ellos es que siempre les precedió este bochorno y este mar que parece convertirse en una sopa.

— Tenía entendido que los tifones se presentaban de improviso; como surgidos de la nada.

El «Navegante Mayor» le dirigió una severa mirada con la que parecía sorprenderse por su ignorancia.

— Nada que se relacione con la naturaleza sucede de improviso — puntualizó —. Siempre avisa de sus intenciones con suficiente antelación… — Abrió las manos en un cómico ademán de impotencia —. Lo que ocurre es que la mayoría de las veces no sabemos escuchar lo que dice o interpretar sus señales.

— ¿Y ahora están claras? — quiso saber «Vahíne Áute».

— No del todo — admitió el capitán del Marara —. Tan sólo he dicho que si el mar continúa calentándose, se puede formar un tifón. — Hizo una seña con la cabeza hacia adelante para añadir con humor —: Por fortuna, tenemos una isla cerca.

— ¿Una isla? — protestó el «Oripo» —. ¡Vaya una isla! La isla de nuestros peores enemigos.

— Nuestro peor enemigo sigue siendo «Teatea-Maó» — le hizo notar «Miti Matái» —. Y luego, un tifón. — Chasqueó la lengua en son de burla —. Pero son, al propio tiempo, los peores enemigos de los «Te-Onó» y lo mejor que podemos hacer es aliarnos con los unos, contra los otros.

— ¿Aliarnos con los «Te-Onó»? — se asombró un incrédulo «Hombre-Memoria» —. ¡Pero si son unos salvajes!

— ¡Tané me libre! — rió el otro —. ¡Jamás se me ocurriría aliarme con los «Te-Onó» contra un tifón. Prefiero aliarme con un tifón contra los «Te-Onó».

— ¡No te entiendo! — protestó su seboso interlocutor —. ¿De qué demonios estás hablando?

— Tampoco es necesario que me entiendas — fue la respuesta —. Lo más probable es que todo sean imaginaciones mías y ni siquiera se forme ese tifón.

— ¿Y cuándo podremos saberlo?

— Mañana… — sonrió de nuevo el otro —. O al amanecer se alza la brisa, o al oscurecer se abrirá la caja de los vientos.

Esa noche, y bajo un calor tan agobiante que casi impedía bogar a los remeros, se aproximaron de nuevo a las costas de la isla, donde recogieron a Roonuí-Roonuí y sus exploradores que aparecían tan excitados que casi les costaba trabajo hacerse entender dada la velocidad con que pretendían explicar cuanto habían visto.

— ¡Son ellos, no cabe duda! — exclamaron atropelladamente —. Los mismos tatuajes, la misma cabeza rapada con dos muñones a los lados, y el mismo tipo de mazas… ¡Qué gente tan horrenda!

— ¿Y Anuanúa? — quiso saber de inmediato «Miti Matái».

— No la hemos visto — se apresuró a responder el «Jefe de los Guerreros» —. Ni a las restantes muchachas… — Hizo una pausa —. Tampoco hay grandes embarcaciones. — Señaló con el dedo a «Miti Matái» —. Tenías razón y hemos sido más rápidos.

— ¿Estás seguro?

— Por lo menos en la isla no están — confirmó Roonuí-Roonuí —. Sólo hemos visto piraguas de pesca.

— ¿Y si nos hubiéramos equivocado de isla? — hizo notar el «Navegante Mayor» —. Puede que existan muchas otras con gente de la misma raza.

Roonuí-Roonuí negó con un brusco movimiento de cabeza.

— ¡Es ésta! — insistió.

— ¿Cómo lo sabes?

— Porque lo presiento — replicó con naturalidad —. Y porque no hemos visto ni una sola nave de guerra en una isla de guerreros… — Hizo una corta pausa para añadir como si con ello dejara zanjado el tema —: Y porque tampoco hemos visto guerreros.

— ¿Que no habéis visto guerreros? — repitió el «Oripo», tan feliz como si le acabaran de hacer un espléndido regalo —. ¿Cómo es eso?

— No en la cantidad que debería haber teniendo en cuenta el tamaño de la isla — fue la respuesta —. Y los que hay, o son demasiado jóvenes, o demasiado viejos. La mayoría de los hombres en edad de luchar deben estar ausentes. — Hizo una significativa pausa para concluir con intención —: Con los barcos…

— En ese caso, ¿cuántos guerreros quedarán? — quiso saber «Miti Matái».

— Unos cincuenta.

— ¡Cincuenta! — no pudo evitar exclamar Vetea Pitó —.

Eso quiere decir que casi nos duplican en número… — Lanzó un sonoro silbido —. Sin contar lo que puedan ayudarles los muchachos, las mujeres e incluso los viejos…

— Tenemos a nuestro favor el factor sorpresa — replicó Roonuí-Roonuí —. Por lo que nos han contado sobre ellos, se consideran desde siempre el pueblo más fuerte de «El Infinito Mar de las Infinitas Islas», e imponen su ley asaltando, matando y robando porque están convencidos de que sus vecinos de los dos primeros «Círculos» no se atreverán a tomar represalias… — Sonrió mostrando amenazadoramente los dientes —. Pero en esta ocasión han ido demasiado lejos; han atacado Bora Bora, y Bora Bora no perdona.

— ¿Tienes algún plan?

— Pasarles a cuchillo esta misma noche… — Se volvió a «Miti Matái» —. Eso era lo que habías propuesto, ¿no es cierto?

— Lo es… — admitió el aludido —. Aunque no sé si contamos con suficientes fuerzas como para lograrlo. ¿Cuántos son entre todos? — quiso saber —. ¿Contando ancianos y niños?

— Unos cuatrocientos.

— Muchos me parecen.

— Pero no hemos llegado hasta aquí para echarnos atrás — protestó Roonuí-Roonuí —. Al menos yo.

— Ni tú, ni nadie — convino «Miti Matái» —. Pero lo que en verdad importa es asegurar la victoria, y si, como sospecho, se confirma la formación de un tifón, las cosas resultarían mucho más cómodas. Propongo esperar a ver si en verdad llega o no ese tifón.

Esperaron de nuevo en mar abierto, y con la aparición del sol resultó evidente que la jornada iba a ser tan agobiante o más que la anterior, por lo que en cuanto advirtieron que el mar se calentaba hasta un punto en que incluso los fieles «Mahi-Mahi» desaparecían en las profundidades y ni un alcatraz ni aun la más humilde gaviota abandonaba la distante isla, el «Navegante Mayor» se reafirmó en su convencimiento de que al anochecer «La Caja de los Vientos» se abriría de par en par.

La treintena de hombres y mujeres del «Pez Volador» pasó el resto del día a la sombra de unas velas colocadas ahora en forma de toldo, repasando punto por punto su estrategia, y determinando con notable precisión cuál sería el cometido de cada cual en cuanto pusieran el pie en tierra.

Cuando las primeras rachas de viento y unas deshilachadas nubes rojas confirmaron que el violento ciclón tomaba cuerpo, se pusieron una vez más en marcha, y era ya noche cerrada en el momento de aproximarse al paso que se abría al norte, mientras ese mismo viento lloraba entre las jarcias como si se estuviera lamentando por los desastres que iba a provocar.

El mar, fuera del arrecife, comenzaba a encresparse, pero en cuanto penetraron en la inmensa laguna tan sólo tuvieron que preocuparse de que los traidores bajíos y de que el temporal no les arrojase violentamente contra la costa.

A fuerza de remos alcanzaron en la oscuridad el punto elegido: una aislada bahía resguardada a los vientos de levante, pues «Miti Matái» sabía por experiencia que en aquella parte del océano los tifones se dirigían siempre del sudeste al noroeste.

En proa, dos hombres sondeaban continuamente la profundidad, y cuando se supo sobre un fondo de arena de unos cinco metros, el «Navegante Mayor» ordenó fondear.

Diez guerreros saltaron al agua con las armas a punto, para distribuirse rápidamente por la playa dispuestos a repeler cualquier improbable ataque en las tinieblas de una noche inclemente, y minutos después, la canoa auxiliar comenzó a desembarcar cuanto se encontraba a bordo: desde los ya escasos animales domésticos, a velas y mástiles, pasando por los víveres y los objetos de uso personal.

En cada viaje regresaban con pesadas rocas que iban depositando en el fondo de los cascos.

El viento arreciaba por momentos y las primeras hojas de palmera volaban libremente por los aires.

Cuando del Marara no quedó más que el puro esqueleto tal como había salido de las manos de Tevé Salmón, «Miti Matái» dio orden de que se llenaran de agua los cascos, con lo que a los pocos minutos el catamarán desapareció de la superficie de la laguna, para ir a reposar sobre un fondo de arena.

Aunque en un principio pareciese una maniobra absurda, su capitán sabía muy bien que aquél era el lugar en que se encontraría más seguro durante las próximas horas.

Ningún viento, por violento que fuera, conseguiría estrellarlo contra la costa, y en el interior de una laguna protegida por anchos arrecifes de coral las olas jamás tendrían ocasión de dañarle a cinco metros de profundidad.

Ya en tierra, alzaron la canoa, hasta adentrarla en la maleza, enterrándola en una fosa poco profunda, con lo que tampoco el huracán conseguiría afectarla, y concluida la tarea fueron a buscar refugio a la minúscula cueva en que Roonuí-Roonuí y sus exploradores habían permanecido ocultos los dos días anteriores.

— ¡Bien! — señaló entonces el «Jefe de los Guerreros» que tomaba a partir de aquel instante el mando del grupo —. Ahora lo que importa es descansar porque mañana nos espera un día muy duro.

Resultaba, no obstante, muy difícil soportar la tensión de cuanto sabían que se les avecinaba teniendo que escuchar cómo un viento de más de ciento cincuenta kilómetros por hora parecía pretender llevarse la isla por delante, por lo que cuando los árboles comenzaron a quebrarse con violentos chasquidos, y el rugir del océano rompiendo contra el arrecife se convirtió en un estruendo que rebotaba contra el fondo de la caverna, ni tan siquiera el cachazudo «Hombre-Memoria» consiguió conciliar el sueño.

Tapú Tetuanúi llevaba semanas preparándose anímicamente para luchar contra salvajes, pero no lo estaba en absoluto para enfrentarse a las desatadas fuerzas de una naturaleza que parecía dispuesta a destruir de un solo golpe todo cuanto había ido construyendo a lo largo de siglos, por lo que la medianoche le sorprendió suplicando al dios Tané que aquél fuera su primer y último tifón, puesto que no se sentía con fuerzas como para enfrentarse por segunda vez a una experiencia tan traumática.

Desde donde se encontraba, acurrucado a escasos metros de la entrada de la caverna, distinguía con toda claridad los terroríficos rayos que surcaban el cielo como lanzas de destrucción y muerte para ir a estrellarse contra las copas de las palmeras que saltaban hechas añicos, o se precipitaban sobre gigantescas olas cuyas crestas refulgían con una luz verdosa que les confería un aspecto casi sobrenatural.

La isla — y sus gentes — estaba siendo rigurosa y sistemáticamente machacada por el viento, el mar, los rayos y una lluvia torrencial que muy pronto convirtió las laderas de las colinas en un lodoso tobogán por el que se deslizaban rocas y árboles en dirección a la laguna, mientras las chozas se derrumbaban, el techo del gran «Marae» se hundía, y las piraguas varadas en la playa eran arrastradas mar afuera al igual que la media docena de hombres que intentaron salvarlas.

De los graneros ya no quedaba nada, y la mayoría de los animales huían alocadamente de una muerte que la mayor parte de las veces les estaba aguardando al final del camino.

Por más que lo hubieran buscado, los hombres de Bora Bora jamás hubieran conseguido encontrar un aliado más eficaz y destructivo.

Poco antes del amanecer el viento decayó hasta alcanzar, con la primera claridad del día, una calma casi total, pero cuando Roonuí-Roonuí hizo ademán de alertar a sus hombres para que se aprestaran a la lucha, «Miti Matái» se apresuró a tranquilizarle haciéndole ver que tan sólo se trataba del paréntesis del ojo de un huracán que volvería muy pronto, con igual o más fuerza, aunque esta vez sin previo aviso.

Así fue en efecto, y cuando lo hizo el «Navegante Mayor» estaba ya en condiciones de calcular su duración, al extremo de que, pasado el mediodía, ordenó que se encendiese una pequeña hoguera en la que pusieron a quemar delgadas ramas de afiladas puntas.

Con ellas, los guerreros se dedicaron a pintarse unos a otros negros dibujos que imitaban toscamente los tatuajes de la piel de «la bestia», al tiempo que las «Vahínes» les rapaban la cabeza dejándoles tan sólo dos cortos mechones en los parietales, consiguiendo de esa forma que al concluir su tarea la mayoría de los hombres de Bora Bora pudieran pasar muy bien por auténticos «Te-Onó», siempre que no se les observara de cerca.

Aunque se veían obligados a esperar, eso sí, a que dejara de llover.

Lo hizo a media tarde, el viento se marchó en pos de la lluvia, y cuando un tímido sol que parecía abrumado por cuanto había visto ese día, hizo su aparición, Roonuí-Roonuí se puso al frente de sus hombres, decidido a tomar cumplida venganza por las infinitas ofensas recibidas.

En la cueva tan sólo quedaron las mujeres, el seboso «Oripo», Vetea Pitó, que no tenía derecho a exponerse puesto que llevaba tatuado en su cuerpo el camino de regreso a casa, y «Miti Matái», cuya vida era sagrada puesto que de él dependían las vidas de todos.

El resto, Tapú Tetuanúi incluido, iniciaron su sigiloso avance por entre la espesura con una orden muy clara y muy concisa: ¡Matar!

Y mataron.

Pese a que ninguno de ellos lo hubiera hecho anteriormente, en esta ocasión lo hicieron a conciencia, pues sabían que de su eficacia a la hora de aprovechar la confusión dependía el éxito o el fracaso de su empresa.

Ni un solo «Te-Onó» podía imaginar que tras el paso de un terrorífico tifón que había arrasado por completo sus hogares, hicieran su aparición unos vengativos guerreros llegados de una lejana isla de la que ni siquiera habían oído hablar, y menos aún que de pronto surgieran de la espesura con sus propios tatuajes. Su sorpresa y desconcierto alcanzaron tales proporciones, que cuando consiguieron darse cuenta del engaño se encontraban ya con un cuchillo en la garganta o un pedazo de acero en el corazón.

Las dagas y espadas españolas causaron terribles estragos entre quienes no contaban más que con pesadas mazas o lanzas con punta de hueso para defenderse, y a decir verdad, la desigual «batalla» se convirtió a la larga en una feroz masacre en la que en especial los cuatro guerreros llegados de la isla volcánica, dieron muestras de una crueldad y un sadismo aberrantes.

Al caer la noche, ni un solo «Te-Onó» en edad de empuñar un arma seguía con vida, al tiempo que las mujeres, los ancianos y los niños se agolpaban temblorosos en las ruinas de lo que había sido un espléndido «Marae».

Jamás un pueblo perdió tanto en tan poco tiempo.

Jamás una venganza fue tan completa.

Jamás la destrucción y la muerte se apoderaron de toda una isla con tanta impunidad.

Cuando «Miti Matái» se enfrentó a las miradas de aquellas mujeres y aquellos niños pareció experimentar por primera vez en su vida vergьenza de sí mismo, apresurándose a señalar que si se volvía a atentar contra cualquiera de aquellos desgraciados, se negaría, como capitán del Marara, a que un solo guerrero volviera a subir a bordo.

— Os quedaréis aquí a hacerle frente a sus hombres cuando vuelvan — señaló con firmeza —. Hemos venido a recuperar lo que es nuestro, no a demostrar que somos más crueles que nadie.

Roonuí-Roonuí, que por unas horas parecía haberse emborrachado de sangre y sed de venganza, recuperó de inmediato el control sobre sí mismo ordenando que quien causara algún nuevo desmán fuera ejecutado en el acto, con lo que con la llegada de las tinieblas la paz pareció volver al fin a la maltratada isla.



Tapú Tetuanúi pasó la noche enfermo.

Sentía unos incontenibles deseos de vomitar cada vez que recordaba el horror que había experimentado al atravesar con su espada el pecho de un adolescente, y aún resonaban en sus oídos los estertores de agonía de una víctima cuyos desorbitados ojos mostraban todo el asombro que le producía una muerte que llegaba en forma de arma desconocida y reluciente empuñada por alguien que, hasta segundos antes, había considerado amigo.

El muchacho tuvo que hacer un gran esfuerzo y remontarse a la nefasta noche del ataque a su propia isla para conseguir de algún modo serenar su ánimo y justificar su acción, puesto que por profundo que fuera su odio hacia aquellos salvajes, más profunda era su repulsa a causar un daño tan irreparable.

Soñar con una sangrienta venganza era una cosa, y llevarla a cabo otra muy diferente que por desgracia poco o nada tenía que ver con lo que había imaginado.

Venir desde tan lejos y pasar tantas dificultades para atravesarle el corazón a un chicuelo que apenas alcanzaría su edad, era algo que comenzaba a antojársele absurdo, sobre todo si, como suponía, ya la princesa Anuanúa y el resto de las muchachas estaban muertas.

Y quedaba por último la cuestión, aún no del todo aclarada, de que fuera aquélla en verdad la isla de la que habían partido sus asaltantes.

El simple hecho de pensar que tal vez hubieran cometido un trágico error y toda aquella pobre gente nada tuviera que ver con «la bestia», le erizaba hasta el último cabello, y tan sólo cuando al amanecer Roonuí-Roonuí consiguió que una de las mujeres admitiese que el grueso de los guerreros habían partido hacía ya dos años a bordo de cinco gigantescos catamaranes, se sintió en cierto modo aliviado.

Vetea Pitó, que había tenido suerte al no participar directamente en la masacre, hizo cuanto estuvo en su mano por consolar a su amigo obligándole a entender que si los «Te-Onó» no fueran la clase de asesinos que siempre fueron, a nadie se le hubiera ocurrido venir a acosarles a su propia guarida.

— Puede que el que mataste aún fuera muy joven — señaló —. Pero seguro que hubiera tomado parte en la próxima expedición, y quizá hubiera raptado y violado a la mismísima Maiana… ¿Te imaginas a «nuestra Maiana» en manos de esa gente? — inquirió para negar una y otra vez con la cabeza —. Son alimañas — concluyó —. Hay que acabar con ellas antes de que acaben con nosotros.

— Me hizo tanto daño… — se lamentó Tapú.

— ¿A ti…? — se asombró el buceador —. ¡Daño el que le han hecho a Puní, que ha perdido un brazo, o a los tres guerreros que han muerto tan lejos de Bora Bora…! ¡Y daño el del pobre Tupaia que soñaba con recuperar a su hija y ha descubierto que no está aquí…! Eso es auténtico «daño». Lo otro tan sólo es un mal trago al que tienes que acostumbrarte. ¡Ojalá me hubieran dejado partirle el corazón a una docena de esos hijos de perra!

— ¡No sabes lo que dices! — protestó su amigo —. ¡No tienes ni idea de lo mal que se pasa…! El pobre chico abría la boca buscando aire y me miraba… ¡Cómo, cómo me miraba!

— Probablemente de la misma manera que el rey Pamáu miró a quienes lo asesinaron en su propia cama… — le hizo notar el otro —. ¡Oh, vamos, Tapú! — concluyó impaciente —. Luchamos por embarcarnos porque nos considerábamos hombres… ¡Compórtate como un hombre!

Tapú Tetuanúi hubiera deseado responder que quien se enfrenta durante meses al océano, o quien sufre, sin rechistar, los embates de un tifón, se está comportando evidentemente como un hombre sin necesidad de matar adolescentes, pero tenía plena conciencia de que había llegado hasta allí para llevar a cabo una misión, y no era cuestión de lamentarse sobre el papel que le había tocado desempeñar en ella.

Sin duda las cosas hubieran sido muy diferentes, si en lugar de un chiquillo hubiera sido un gigantesco guerrero el que se hubiera cruzado en su camino, pero también entraba dentro de lo posible, que en ese caso hubiera sido él quien llevara la peor parte.

No le dejaron tampoco demasiado tiempo para meditar sobre ello, puesto que a media mañana el gordo «Oripo» apareció degollado de oreja a oreja entre unos matojos, y poco más tarde fue uno de los cuatro guerreros de la isla volcánica el que resultó apuñalado por la espalda.

Roonuí-Roonuí se apresuró a convocar una asamblea general que tuvo lugar en la playa, justo frente al «Marae» en que se amontonaban los prisioneros.

— Resulta evidente que hemos dejado algunos «Te-Onó» sueltos por la isla — señaló —. Y que nos pueden ir cazando uno por uno. ¿Qué hacemos?

— Tú tienes el mando — le recordó «Miti Matái» —. Y debes ser tú quien decida.

— Es que no se trata de una simple cuestión militar — le hizo notar el otro —. Es mucho más delicado, porque tan sólo podemos hacer dos cosas: o ejecutar públicamente tres prisioneros por cada uno de los nuestros que caiga asesinado, o internarnos en la espesura a intentar cazar a esos fugitivos.

— Me repugna la idea de ejecutar mujeres y niños — replicó agriamente el «Navegante Mayor» volviéndose al resto de los asistentes cuya expresión demostraba que estaban de acuerdo con él —. La historia de Bora Bora no debe contar con la mancha de una acción semejante.

— ¿Y crees que es preferible que nos asesinen un par de hombres cada noche?

— Desde luego que no, y por lo tanto no nos queda más remedio que ir a buscarlos.

— ¿Adónde? — quiso saber Roonuí-Roonuí —. Ya no contamos con el factor sorpresa, y nos esperarán en cada recodo del camino para irnos aniquilando uno por uno impunemente.

No le faltaba razón, puesto que aunque la isla no fuera demasiado grande: unos veinte kilómetros de largo por doce de ancho, ofrecía no obstante infinidad de quebradas, cuevas, ensenadas y espesos bosques de vegetación selvática que constituían un seguro refugio para un número muy considerable de emboscados.

Se daba por tanto la paradójica situación de que los hombres de Bora Bora se habían convertido al propio tiempo en guardianes de todo un pueblo, y virtuales cautivos de algunos de sus miembros.

— ¿Qué hacemos? — insistió Roonuí-Roonuí —. Por lo que a mí respecta no estoy dispuesto a enviar a mis hombres tierra adentro para que los vayan cazando tontamente uno tras otro.

— Pues por lo que a mí respecta, no estoy dispuesto a que se tomen represalias — replicó seguro de sí mismo «Miti Matái» —. No pretendo discutir tu autoridad, pero deberías pensártelo antes de hacer algo de lo que te avergonzarías toda la vida.

— Ofréceme alguna otra opción… — pidió el «Jefe de los Guerreros».

— Lo haré en cuanto la encuentre. Déjame pensarlo.

Estuvieron de acuerdo en aplazar un par de días la decisión, aunque procurando que a partir de aquel momento nadie corriese riesgos innecesarios, al tiempo que dedicaban el resto del día a la delicada tarea de rescatar el Marara del fondo de la laguna.

Para conseguirlo se desenterró en primer lugar la canoa, que no había sufrido daños apreciables al paso del tifón, y en ella se dirigieron al punto exacto en que había sido hundido el catamarán con el fin de que Vetea Pitó y los mejores buceadores fueran extrayendo una tras otra las piedras con que se habían rellenado sus cascos.

Una vez libre de la pesada carga, la embarcación emergió por sí misma lo suficiente como para que se pudiera achicar el agua que contenían los cascos, con lo que a media tarde, el «Pez Volador» se encontraba de nuevo en disposición de iniciar una larga y difícil singladura, y Tapú Tetuanúi no pudo por menos que admirarse una vez más por la increíble sabiduría del «Navegante Mayor».

Se hacía necesario tener un extraordinario conocimiento de cuanto se refiere al mar para llegar a la conclusión de que donde más segura se encontraba una embarcación durante un tifón, era en el fondo de ese mismo mar, siempre que se tratase de una cerrada laguna.

Cuando a la caída de la tarde el Marara se aproximó a un «Marae» repleto de prisioneros, éstos parecieron no dar crédito a sus ojos al descubrir un altivo catamarán que surgía como caído de los cielos, sin alcanzar a sospechar siquiera que había surgido, por el contrario, del fondo del océano.

Comprendían ahora cómo habían llegado a la isla sus brutales enemigos, pero seguían sin explicarse dónde diablos había estado oculta su enorme nave el día de la tormenta.

Roonuí-Roonuí y la mayoría de sus hombres habían despejado una amplia extensión de terreno en torno al «Marae», acumulando leña con la que encender hogueras en cada esquina, de tal forma que en cuanto oscureció, las «Vahínes» y la tripulación se trasladaron a bordo para pasar allí la noche, mientras que los mejores guerreros montaban guardia en tierra corriendo escaso riesgo de ser sorprendidos desde las tinieblas.

Tapú Tetuanúi hubiera deseado formar parte de este último grupo, pero «Miti Matái» se lo impidió:

— Eres demasiado importante como para permitir que te maten — dijo —. Al faltar el «Hombre

— Memoria», entre los tatuajes de Vetea Pitó, la habilidad del timonel y tus rudimentarios conocimientos sobre las estrellas podríais conducir la nave de regreso a Bora Bora si me ocurriese algo. — Sonrió con intención —. No es que te considere ya un auténtico navegante, pero empiezas a ser un aceptable marino.

A Tapú Tetuanúi le llenó de orgullo el hecho de que el «Navegante Mayor» le diera tal muestra de confianza pese a que él mismo no se considerase aún más que un simple aprendiz, y por primera vez desde que saliera de Bora Bora dio por buenas las interminables horas que había pasado al relente estudiando las estrellas hasta que se le nublaban los ojos.

No pudo evitar preguntarse, no obstante, si se consideraba en verdad capacitado como para encontrar el camino de regreso a través de aquel infinito océano, y mentalmente le rezó al dios Taaroa para que no le ocurriese nada a quien sí sabría conducir la nave a buen puerto.

Tapú Tetuanúi había conseguido hacerse una idea bastante aproximada de qué estrellas cruzaban sobre Bora Bora en cada época del año, pero dudaba mucho de su habilidad para conseguir que las proas gemelas del «Pez Volador» le obedecieran a la hora de intentar seguir un rumbo exacto, puesto que determinar dónde estaba su isla, era una cosa, pero saber llegar a ella, otra muy diferente.

Durante las tres noches que siguieron no ocurrió nada digno de mención, pero pese a las precauciones que se habían tomado, al amanecer del cuarto día les horrorizó descubrir que la pobre «Vahíne Áute» había sido degollada mientras dormía plácidamente junto a la banda de estribor del Marara.

Alguien se había deslizado aprovechando la oscuridad, nadando en silencio hasta alcanzar la nave, para limitarse a alzar el brazo y cortarle el cuello a quien encontró a mano, sin detenerse a comprobar que su víctima era una mujer indefensa.

La primera reacción de Roonuí-Roonuí fue degollar de igual forma a tres rehenes arrojando sus cadáveres a la espesura, por lo que «Miti Matái» se vio obligado a emplear toda su habilidad para explicarle al más anciano de los cautivos que si volvía a ocurrir un hecho semejante se tomarían sangrientas represalias. A continuación le dejó en libertad para que fuera a reunirse con los suyos pese a que no se le advertía demasiado convencido de que tal decisión solucionara los problemas.

Por si acaso, esa noche ordenó encender antorchas y montar guardia a bordo del Marara.

La situación se iba haciendo no obstante cada vez más tensa y en cierto modo insostenible, puesto que no existía forma humana de alimentar a todo un pueblo durante días y semanas, teniendo en cuenta, además, que el tifón había destruido la práctica totalidad de sus provisiones, así como las piraguas con las que solían pescar fuera del arrecife.

El agua potable tampoco abundaba junto al «Marae», por lo que se veían obligados a permitir que las mujeres fueran a buscarla a un lejano manantial pese a que de tanto en tanto alguna decidiera no regresar.

Se diría que a las «Te-Onó» no les importaba abandonar a sus hijos que se pasaban luego las horas llorando, lo cual contribuía a poner cada vez más nerviosos a sus guardianes.

¿Cuánto tiempo podrían resistir en semejantes condiciones?

Habían partido de Bora Bora con la intención de participar en una rápida y aseada operación de rescate, para descubrirse cada vez más empantanados en una absurda labor de carceleros de unos repelentes seres que parecían vivir pendientes del más mínimo descuido para lanzarse a su garganta.

Trepados a las más altas palmeras, los vigías se mantenían atentos al horizonte, ansiando distinguir las naves enemigas, pero se diría que el océano — o tal vez el tifón — se las habían tragado definitivamente.

— ¿Qué haremos si no vuelven? — quiso saber Chimé de Farepíti expresando lo que empezaba a ser ya una preocupación que asaltaba a la mayoría de los componentes de la expedición, una tarde en que se encontraba sentado junto a sus dos amigos en la popa del catamarán —. No me apetece la idea de quedarme aquí el resto de mi vida.

— Supongo que llegará un momento en que «Miti Matái» nos ordenara zarpar — señaló Vetea Pitó —. Él es el único que puede forzar a Roonuí-Roonuí a emprender el regreso.

— Si Roonuí-Roonuí no quiere irse, no nos iremos — argumentó Tapú Tetuanúi seguro de lo que decía —. Más de la mitad de los tripulantes son «Arioi».

— A bordo todos obedecen a «Miti Matái» — le recordó Chimé.

— Cuando están navegando — puntualizó Tapú —. Pero hasta que Roonuí-Roonuí no se decida a embarcar, él es quien manda. — Lanzó un sonoro resoplido —. No me gustaría asistir a un enfrentamiento entre ambos.

— Se respetan demasiado para enfrentarse — le hizo notar Chimé de Farepíti.

— Lo sé, pero temo que Roonuí-Roonuí se niegue a regresar con las manos vacías. Vino a por la princesa Anuanúa y no volverá sin ella porque imagina que si consigue salvarla, le nombrará regente hasta su mayoría de edad.

— Probablemente no sería un mal regente — le hizo notar Vetea Pitó —. No peor que cualquier otro.

— Lo sería si no fuese también uno de los principales líderes de la Secta — replicó Tapú Tetuanúi —. Cinco o seis años bajo la regencia de un fanático «Arioi» podrían llevar a Bora Bora a una guerra civil. El rey Pamáu, y su padre, el rey Matua gobernaron con mucha inteligencia, sin prohibir la Secta, pero sin permitirle acceder a los más altos cargos porque estaban conscientes del peligro que representa. Los «Arioi» se consideran los elegidos de los dioses, pero son muchos los que opinan que los dioses están demasiado ocupados como para perder su tiempo eligiendo a nadie.

— Pues yo cada día pienso más seriamente en unirme a ellos — masculló Vetea Pitó casi entre dientes.

— ¿Tú…? — inquirió Chimé de Farepíti dejando escapar una escandalosa carcajada —. ¿Tú «Arioi»…? ¡No me hagas reír! Tú eres el último tipo de este mundo que podría ser «Arioi».

— ¿Por qué? — se ofendió visiblemente amoscado el buceador.

— Porque como bien ha dicho Tapú, los que se afilian a la Secta son gente ambiciosa o que se considera superior. — Abrió las manos como si la explicación fuera evidente —. Y tú, que eras el único dueño de una portentosa campana, — no dudaste en arrojarla al mar porque te molestaba sentirte diferente… — Dejó escapar una nueva carcajada —. ¡Ese día el indignado Roonuí-Roonuí estuvo a punto de estrangularte, mientras que por el contrario «Miti Matái» aplaudió tu gesto — le apuntó con el dedo —. Eso es lo que marca al diferencia entre ser o no ser un «Arioi», y tú no lo eres.

Podría creerse que el descubrimiento de las peculiaridades de su propio carácter por parte de uno de sus mejores amigos desconcertaba a Vetea Pitó, quien se sumió de improviso en un hosco silencio del que tuvo que sacarle Tapú Tetuanúi.

— ¡Vamos! — dijo golpeándole con fuerza el antebrazo —. ¡Anima esa cara! El mundo no se acaba con los «Arioi». Hasta ahora te ha ido bastante bien.

— Me hacía ilusión.

— ¡Tú eres tonto! — le recriminó —. ¿Cómo puede hacerte ilusión que alguien como Roonuí-Roonuí te ordene lo que tienes que hacer? Tu vida es tuya.

Dos días más tarde ocurrió algo que vino a encrespar aún más los ánimos de los «Te-Onó», puesto que aprovechando que se encontraban de guardia, los tres guerreros de la isla volcánica desaparecieron llevándose con ellos a seis muchachitas de entre diez y doce años.

Debían tenerlo todo muy bien planeado, ya que habían escondido agua y víveres en algún islote del arrecife, eligiendo con sumo cuidado a sus víctimas de forma que una hora antes del amanecer las obligaron a subir a bordo de su canoa para poner proa al mar y perderse de vista antes de que las gentes de Bora Bora tuvieran ocasión de caer en la cuenta de lo que había ocurrido.

Tal deserción aumentaba de forma considerable los problemas de Roonuí-Roonuí, visto que le quedaban ahora menos de una docena de hombres útiles, para mantener el orden entre unos rehenes que se encontraban visiblemente soliviantados a causa del secuestro de las muchachas.

— Si deciden lanzarse contra nosotros aunque tan sólo sea con palos y piedras nos costará mucho trabajo dominarlos — le hizo notar «Miti Matái» —. Y no me veo asesinando mujeres y niños.

— ¿Y qué pretendes que hagamos? — quiso saber Roonuí-Roonuí con acritud —. ¿Huir? ¿Qué diríamos en Bora Bora? ¿Que tuvimos miedo de un puñado de viejos, mujeres y niños?

— Jamás me avergonzaría aceptar que tuve miedo a provocar una masacre.

— Puede que tú no, pero yo sí. Al salir juré que si la princesa Anuanúa seguía con vida, regresaría con ella, y aún nadie me ha demostrado que haya muerto. — Le miró con fijeza a los ojos al añadir —: Si quieres puedes marcharte, pero mis hombres y yo nos quedaremos, ocurra lo que ocurra.

— Sabes bien que no me iré — fue la respuesta —. Pero sabes también que nuestra posición resulta insostenible.

— ¿Se te ocurre algo mejor?

— Podríamos llevarnos a los rehenes más importantes a la pequeña península del norte, donde nos haríamos fuertes a la espera de la llegada de las naves… ¡Si es que llegan!

El «Jefe de los Guerreros» no necesitó más que un par de minutos de reflexión para aceptar la idea, por lo que los días que siguieron fueron de una febril actividad, ya que había que almacenar agua y víveres en la diminuta península, a la que se accedía por un estrecho istmo de blanquísima arena que se alzaba en el extremo menos poblado de la isla.

Cuando todo estuvo listo, Roonuí-Roonuí eligió una veintena de mujeres y niños a los que trasladó a la península dejando al resto de los prisioneros en libertad, no sin haberse cerciorado de que estaban conscientes de que cualquier intento de agresión significaría la ejecución de los rehenes, amén de una terrible represalia sobre el resto de la isla.

A Tapú Tetuanúi los tiempos que siguieron se le antojaron en verdad nauseabundos, pues fueron días y semanas de otear el horizonte, consciente de que se perdía la vida tontamente bajo la continua mirada hostil de veinte pares de ojos que parecían seguirles a todas partes, y de otros muchos ojos más que, desde el otro lado del istmo, también parecían estar atentos al más mínimo error que cometiesen.

Eran de nuevo prisioneros de sus propios prisioneros, pero ahora lo eran en un espacio tan minúsculo que a menudo se descubrían los unos a los otros dando vueltas y más vueltas como bestias enjauladas.

Los días se hacían interminables.

Las noches, infinitas.

Ya ni siquiera los bailes y los chistes de las «Vahínes» les divertían, pues de tan repetidos acababan por volverse insoportables, sobre todo ahora que — al faltar una de ellas — las otras dos parecían haber perdido las ganas de reír y cantar.

Se echaban de menos los hermosos relatos del obeso «Hombre-Memoria», y la forzada inactividad consiguió que la nostalgia se fuera apoderando, sutil y silenciosamente, de todos los corazones.



Aburrimiento.

El aburrimiento puede minar el espíritu, deteriorándolo mucho más profundamente que los más fuertes embates de la adversidad, puesto que existen mil formas de hacer frente a esa adversidad, pero existen muy pocas de encarar el aburrimiento cuando alcanza los límites que estaba alcanzando en aquel calcinado rincón del Pacífico.

Se supone que los hombres de mar están acostumbrados a la monotonía de una vida en la que cada día es igual o semejante al anterior o al que habrá de venir, pero poco o nada tenía que ver la rutina de a bordo, en la que casi todo estaba previsto y existía un tiempo marcado para realizar cada labor, con la vaciedad de la vida en un lugar en el que no había absolutamente nada que hacer.

La mayoría de los viejos marinos aman ese tipo de monotonía que acaba por convertirse en un ritual, tanto más apreciado cuanto más minucioso, con mil pequeños trabajos que se ejecutan de forma casi automática, pero que sirven para tomar conciencia de que aquél es el oficio elegido y debe llevarse a cabo con la precisión que exige.

Calcular la posición del barco, su velocidad y su deriva, estudiar los cambios del mar y el cielo; revisar cada detalle de la nave; hacer la guardia, comer a unas horas determinadas, pescar, descansar…: cada cosa tiene su tiempo, y el empleo preciso de ese tiempo ahuyenta el aburrimiento, pero aquella desolada península era como una balsa de arena encallada al sol del trópico, y lo único que se podía hacer era buscar la sombra de una palmera bajo la que amodorrarse observando el vuelo de las gaviotas.

Tapú Tetuanúi se convirtió, no obstante, en el miembro de la tripulación del Marara que menos tiempo tenía para aburrirse, visto que «Miti Matái» parecía decidido a depositar en sus manos la responsabilidad de devolver la nave a Bora Bora.

— Presiento que no concluiré este viaje — le confesó un día en que se sentaban a solas frente al tranquilo océano —. Y Moeteráuri, que por lógica debería sustituirme en el mando, no está en condiciones de hacerlo desde que aquel pez volador le dejó tuerto. Sufre terribles dolores de cabeza, a veces pierde la visión del otro ojo, y sospecho que ya ni siquiera distingue bien las estrellas… — Lanzó un hondo suspiro evidenciando que lamentaba sinceramente la desgracia del que había sido durante años su hombre de confianza —. Te puede ser de mucha utilidad a la hora de dirigir la embarcación hacia el punto que pretendas llevarla, pero no creo que lo sea a la hora de elegir tu destino.

— Hablas como si estuvieses muerto — le hizo notar el muchacho —. Y no creo que exista razón para hacerlo.

— Existe — fue la respuesta —. Tané me condujo hasta el confín del universo y me permitió regresar, pero tiene una norma muy estricta: nadie vuelve por segunda vez del «Quinto Círculo».

— Al fin y al cabo eso no es más que una leyenda — protestó Tapú.

— Una leyenda que se ha cumplido durante más de dos mil años acaba por convertirse en realidad — «Miti Matái» le golpeó con afecto la pierna —. Pero no tienes por qué apenarte por mí — añadió —. Mi destino ha sido el más maravilloso que hombre alguno haya tenido, y he visto lo que nadie vio. Éste es un buen momento para ponerle punto final, siempre que me vaya con el convencimiento de que mi nave regresa a puerto. — Le sonrió con dulzura —. Y serás tú quien la conduzca.

— ¿Cómo? — se asombró el atemorizado muchacho —. Aún no sé nada de nada.

— ¡Eso es muy cierto! — admitió el otro, burlón —. Pero precisamente porque sabes que no sabes, lo único que tendrás que hacer se seguir fielmente mis instrucciones…

Tales instrucciones se hallaban recogidas en tres lugares: el cuerpo de Vetea Pitó, sobre cuya piel aparecían infinidad de signos que servían de recordatorio de lo que había sido el viaje de ida; una gran carta marina tejida a base de hojas de palma, en la que pequeñas conchas representaban las islas, mientras que ramas y plumas de colores marcaban los vientos y las corrientes, y, por último, la cubierta del catamarán, en la que «Miti Matái» había ido grabando a fuego infinidad de estrellas y constelaciones, de forma que el muchacho pudiera «leer» de proa a popa todos los «Avei'á» posibles en ruta hacia el este o hacia el este-sudeste, que serían las que lógicamente tendría que seguir para conseguir avistar las costas de Bora Bora.

— Pero recuerda que estos «Avei'á» tan sólo te serán de utilidad cuando hayas abandonado el «Quinto Círculo» y estés de nuevo en el hemisferio sur, donde las estrellas son ya «Las Nuestras» — le hizo notar el «Navegante Mayor» —. A partir de ese momento, lo que tienes que hacer es elegir la primera estrella que aparezca en el horizonte, procurar que coincida con la marca que he grabado en cubierta y seguirla. — Le llevó a otro punto del barco —. Aquí, a estribor, te he marcado cuál será la situación exacta de Bora Bora según el «Compás de Estrellas» durante los próximos ocho meses… ¿Serás capaz de interpretarlo?

— Supongo que sí — señaló el muchacho con cierta timidez.

— Con que lo supongas no basta — fue la severa respuesta —. Tienes que saberlo tal como te sabes el nombre de Maiana, porque de ello dependerá la vida de todos. — Golpeó repetidamente la cubierta con el dedo —. Te pasarás las horas estudiando hasta que estés en condiciones de decirme, sin la menor vacilación, qué significa cada una de estas marcas, y en qué posición se encontrará Bora Bora en cada momento de tu viaje… ¿Está claro?

¡Dioses Misericordiosos!

Se le secaría el cerebro…

Se le fundirían las ideas…

Se quedaría ciego antes de conseguir desentrañar aquel complejo galimatías de marcas y pequeñas quemaduras que pretendían representar estrellas y constelaciones en su progresión por los cielos siempre en relación con la posición de Bora Bora.

Por suerte, Vetea Pitó y Chimé de Farepíti — tal vez porque no tenían otra cosa mejor que hacer — acudieron en su ayuda, y juntos dedicaban la mayor parte de la jornada a la paciente labor de ir desentrañando el complejo mapa celeste en que se había convertido gran parte de la cubierta del catamarán.

«Miti Matái» le aclaraba todas las dudas, aunque algunas veces se advertía que estaba a punto de perder la paciencia ante la magnitud de la ignorancia del muchacho y Moeteráuri, el tuerto timonel que también solía tomar parte en las reuniones, se veía obligado a hacerle notar que en realidad no se trataba tanto del hecho de que Tapú fuera demasiado torpe, sino que más bien era excesivo el volumen de información que pretendía hacerle asimilar de un solo golpe.

— Llevas casi cuarenta años siguiendo noche tras noche los «Avei'á» — le recordó —, Y te resulta demasiado familiar todo cuanto tratas de explicar. Para ti es como andar por los senderos de Bora Bora. Pero a alguien que nunca hubiera puesto los pies en la isla no le podrías indicar que detrás del astillero de Tevé Salmón encontrará una quebrada que le llevará a la plantación de «pandanus» de los Tefaatáu, y que a cinco minutos de marcha estará en casa de Hiro Tavaeárii — negó convencido —. No es tan sencillo. Estás hablando de miles de estrellas que se mueven cada noche de este a oeste y que además varían de posición continuamente.

— Lo sé — era siempre su respuesta —. Entiendo que es muy difícil, pero no le queda más remedio que aprenderlo.

— ¡Si al menos viviera el «Hombre-Memoria»…! — se lamentaba Tapú Tetuanúi.

— En este caso me alegro de que no esté — sentenció el capitán del Marara.

— ¡No digas eso! Sé que le apreciabas.

— Mucho, pero en la situación a que había llegado hubiera acabado por empujarte contra la «Tierra. Infinita». En lo que a estrellas se refiere, es preferible no saber nada, a saberlo mal, porque si no tienes idea de hacia adónde se dirige una estrella, no se te ocurre seguirla, pero si la sigues erróneamente puedes ir a parar al fin del mundo.

— ¡Ahí vienen…!

La noticia les cogió por sorpresa pese a llevar más de un mes esperándola y de inmediato Tapú Tetuanúi y sus amigos treparon a sendas palmeras para observar cómo, en efecto, tres enormes catamaranes acababan de hacer su aparición en el horizonte.

Tres de los cinco que partieran de aquel mismo lugar dos años antes, y de los cuatro que asaltaran Bora Bora hacía ya catorce meses.

Hasta el último tripulante del Marara sabía de antemano lo que tenía que hacer, por lo que media hora más tarde, los víveres, el agua y los rehenes se encontraban a bordo, lo que permitió largar amarras para que los remeros comenzaran a bogar con fuerza saliendo a mar abierto por el paso de poniente, fuera del campo de visión de quienes llegaban por levante.

A unas cuatro millas de la costa «Miti Matái» ordenó a sus hombres que cesasen de remar para ponerse al pairo.

Tapú Tetuanúi hubiera dado cualquier cosa por ver la cara de los «Te-Onó» al descubrir que por su isla había pasado un huracán en forma de tifón, y otro aún peor en forma de guerreros sedientos de venganza, así como por ser testigo de cómo se les agriaba la expresión de alegría por el triunfante regreso, al advertir que durante su ausencia lo habían perdido prácticamente todo.

Era el dulce momento de la venganza.

El momento de regodearse con la ira de quienes llegaban cargados con un botín que no les compensaría después de tanto esfuerzo.

El momento de sentarse a esperar.

A media tarde, y siguiendo unas instrucciones que Roonuí-Roonuí había dejado muy claras al más anciano de los «Te-Onó», una de las grandes embarcaciones hizo su aparición en el paso de poniente y se aproximó muy despacio impulsada únicamente por seis remeros.

«Miti Matái» ordenó avanzar hacia ella conservando una prudente distancia hasta cerciorarse de que no había guerreros a bordo, y que aparte de los remeros tan sólo se encontraba ocupada por un puñado de mujeres, la mayoría de las cuales les saludaban felices.

La princesa Anuanúa parecía erguida en proa, luciendo el «Maro'urá» — el amarillo cinturón real — e incluso desde tan lejos Tapú Tetuanúi abrigó la sensación de que había cambiado, pasando de ser una escuálida adolescente sin apenas formas, a una hermosa mujer hierática y altiva.

A medida que se iban aproximando descubrieron que de las nueve muchachas de Bora Bora sólo quedaban siete, aunque distinguieron tres más que les resultaban absolutamente desconocidas.

Arbolearse a la nave enemiga resultó sumamente delicado, y los primeros que la abordaron fueron Roonuí-Roonuí y sus hombres que se apresuraron a colocarse junto a los remeros, amenazándoles con largas espadas y afiladas dagas españolas que les producían un visible desconcierto pese a que se trataba sin duda de auténticos guerreros, fuertes, curtidos por el sol y cubiertos de horrendos tatuajes.

Tapú Tetuanúi no pudo evitar sentirse fascinado por la proximidad de los «Te-Onó», los piratas más temidos del Pacífico desde las costas de Nueva Guinea a las de América, asesinos sin entrañas cuyos desfigurados rostros mostraban ahora una profunda impotencia mientras sus ojos refulgían de odio y en ocasiones enseñaban los amarillos dientes como dando a entender a sus enemigos que pronto o tarde acabarían por devorarles.

El intercambio de rehenes se hizo de forma rápida y eficaz; Roonuí-Roonuí ordenó luego a los remeros que lanzaran al agua sus «pagayas» para que tardasen en recuperarlas y comenzar a bogar de nuevo, y en cuanto saltó a la cubierta del «Pez Volador», «Miti Matái» viró en redondo para alejarse cuanto antes de la isla.

Tan sólo entonces los tripulantes del Marara lanzaron lo que parecía ser un alarido de victoria, motivado por el hecho de que la princesa Anuanúa, siete de las muchachas, el cinturón real, e incluso la «Gran Perla Sagrada» estaban a salvo.

Había sido un viaje largo y duro, pero había valido la pena.

Su alegría duró, sin embargo, tan sólo unos minutos; justo el tiempo que la princesa Anuanúa tardó en plantarse ante el sonriente «Miti Matái», para espetarle directamente y sin preámbulos:

— Muerto mi padre, te ordeno, como Reina de Bora Bora, que me devuelvas a tierra, junto a mi esposo, el rey Octar.

Si el mundo se hubiese detenido; si el océano se hubiese solidificado, o si el sol hubiese comenzado a correr de oeste a este, ni el capitán del Marara ni ninguno de sus hombres hubiesen quedado más petrificados por el asombro de lo que se quedaron en aquel inolvidable momento.

— ¿Cómo has dicho? — alcanzó a balbucear al fin el «Navegante Mayor» de Bora Bora.

— Te he «ordenado» que me devuelvas junto al padre de mi hijo. Un niño debe nacer en la isla de la que va a ser Rey.

Se hizo un largo y tenso silencio; quizá el más largo, o al menos el más tenso, de que Tapú Tetuanúi hubiera sido nunca testigo, pues al igual que el resto de sus compañeros, el muchacho contemplaba a la princesa Anuanúa como si se tratara de un ser caído de otro planeta.

Era la misma, no cabía duda; con los mismos ojos y el mismo rostro que habían visto un millón de veces jugando frente al «palacio» del rey Pamáu, pero salvo por esos rasgos nada más hubiera hecho pensar que aquella odiosa mujer que se encaraba retadora al gran «Miti Matái» tenía algo en común con la encantadora criatura que todos amaban y respetaban como futura reina de Bora Bora.

Al fin, el capitán del Marara se volvió a Ihona, la mayor de las muchachas recién liberadas, e inquirió con acritud:

— ¿De qué demonios está hablando?

— De Octar; el rey de los «Te-Onó». Un gigante con un pene inmenso que desgarró a mi hermana Purúa causándole la muerte y casi nos destroza a todas. — Hizo una corta pausa para añadir con gesto de asco —: Es una especie de monstruo grasiento y maloliente, pero a ella le gusta.

— Octar te arrancará la lengua — masculló Anuanúa mordiendo con ira las palabras —. Y te sacará el corazón para comérselo.

— No sería el primero… — fue la seca respuesta —. Y me consta que tomaste parte en la fiesta en que se comieron a Purúa. ¡Maldita hija de perra!

— ¡Calla! — le reprendió autoritario Roonuí-Roonuí —. ¿Cómo te atreves a hablarle así a la Reina de Bora Bora.

— ¿«Reina de Bora Bora»? — repitió Ihona — ¡«Reina de los caníbales», más bien! Aun me resuenan en los oídos sus aullidos de placer mientras se revolcaba con ese cerdo en el mismo momento en que mi pobre hermana agonizaba. Si este bicho es la «Reina de Bora Bora», prefiero no volver a poner los pies en la isla. Ni yo, ni ninguna de nosotras.

Bastó una mirada para comprender, sin necesidad de que pronunciaran una sola palabra, que el resto de las mujeres estaban de acuerdo con lo que había dicho, puesto que instintivamente se habían apartado de Anuanúa como quien se aleja de un peligroso «nohú» cargado de veneno.

Se diría que por primera y única vez en su vida «Miti Matái» se encontraba tan desconcertado que no sabía qué actitud adoptar, ni a quién solicitar ayuda, y por último inquirió roncamente:

— ¿Es eso cierto? ¿Hacías el amor con el asesino de tu padre mientras Purúa agonizaba?

— No tengo por qué dar cuenta de mis actos — fue la helada respuesta —. La ley especifica que soy la Reina. — Sonrió cínicamente —. De otro modo jamás hubiera permitido que me cambiaran por esos rehenes. ¡Devuélveme a la isla!

— Pero la ley de igual modo especifica que a bordo de una nave la autoridad del capitán está por encima de la del Rey — intervino de improviso un exaltado Tapú Tetuanúi que ante la feroz mirada con que Anuanúa le fulminaba añadió visiblemente atemorizado —: Lo dice la ley…

— ¿Qué absurda ley es ésa? — inquirió agresivamente la princesa —. ¡Que venga el «Hombre-Memoria» y me la aclare!

— El viejo «Oripo» murió. Lo degollaron los «Te-Onó» — replicó con desconcertante calma Vetea Pitó al tiempo que apuntaba con el dedo hacia su amigo —. Ahora es Tapú quien más sabe de leyes, y lo que él diga, es lo que cuenta. — Abrió las manos con un ademán que parecía querer explicarlo todo —. Era el discípulo predilecto de Hiro Tavaeárii…

— Pues yo no acepto esta ley — sentenció impasible Anuanúa.

En esta ocasión Tapú Tetuanúi necesitó pensárselo dos veces, consultar con la mirada a sus compañeros, y armarse de todo el valor de que disponía, para balbucear como si se estuviera disculpando:

— Pues esa ley forma parte del conjunto de decretos que se refieren a la gobernabilidad de la isla, el sexto de los cuales especifica que la monarquía debe ser hereditaria. — Hizo una corta pausa —. Pero si no aceptas la primera ley, significa que tampoco aceptas la sexta, y en ese caso dejas de ser la legítima heredera del rey Pamáu.

Podría creerse que estaban a punto de enzarzarse en una absurda discusión de tipo legal en mitad del océano, y tal vez hubiera sido realmente así de no darse el caso de que en ese momento uno de los vigías dio la voz de alarma indicando la punta de la isla en la que acababan de hacer su aparición dos enormes catamaranes que avanzaban rápidamente hacia ellos.

La nave que había servido para hacer el intercambio de prisioneros regresaba lentamente hacia tierra, pero las dos restantes presentaban ahora un aspecto impresionante debido al hecho de que más de cuarenta guerreros remaban con increíble brío en cada una de ellas, por lo que «Miti Matái» apartó sin contemplaciones a la princesa para concentrarse en estudiar la nueva situación y calibrar la verdadera magnitud del peligro que se cernía sobre el Marara.

Faltaba poco más de una hora para el oscurecer, pero resultaba evidente que al increíble ritmo que progresaban sus enemigos caerían sobre ellos mucho antes de que la noche acudiera a protegerles, ya que apenas soplaba una ligera brisa en dirección a tierra, y el mar aparecía en calma, como si los elementos hubieran optado por aliarse a los sanguinarios «Te-Onó».

Cundió el pánico.

Las muchachas rompieron a llorar ante el temor de que su recién recuperada libertad fuera tan sólo un espejismo, los hombres advirtieron que el corazón se les encogía, y un nerviosísimo Roonuí-Roonuí comenzó a dar apresuradas órdenes aprestando a los guerreros para la desigual contienda.

Tapú Tetuanúi desenvainó al instante la larga espada regalo de sus amigos españoles, pero ni siquiera su acerado filo fue capaz de cortar el nudo de terror que se le había instalado en la garganta al advertir cómo las altas y agresivas proas se iban aproximando.

A bordo del «Pez Volador» reinó por unos instantes un indescriptible caos en el que únicamente dos personas parecían conservar la calma: el meditabundo «Navegante Mayor», cuyos ojos no perdían detalle de cuanto ocurría a su alrededor, y la ahora sonriente Anuanúa, mientras que a Tapú Tetuanúi le acudían de inmediato a la mente,las palabras que el «Navegante Mayor» pronunciara tiempo atrás: «El Marara es un barco muy rápido, pero jamás resistiría el abordaje de una nave de guerra.»

Durante el intercambio de rehenes el muchacho había tenido ocasión de estudiar el barco de los «Te-Onó», por lo que se veía obligado a admitir que, efectivamente, los cascos del catamarán se quebrarían como un huevo ante el embate de unas altas, afiladas y poderosas proas que parecían diseñadas expresamente para causar destrozos.

¿Qué posibilidades de sobrevivir tendrían en mitad del océano, habiendo quedado a merced de semejantes asesinos?

Se volvió a sus amigos.

Vetea Pitó aparecía muy pálido, pero empuñando también con firmeza su arma, mientras que por su parte el forzudo Chimé de Farepíti apretaba los dientes mientras aferraba con las dos manos una enorme maza con la que parecía dispuesto a aplastar el cráneo de quien intentara aproximársele.

«Vahíne Tiaré» y «Vahíne Tipanié» se esforzaban por calmar a las aterrorizadas muchachas.

Los catamaranes continuaban su implacable avance cada vez más veloces.

«Miti Matái» decidió al fin impartir órdenes, y eran órdenes escuetas y muy precisas que en un principio desconcertaron a su gente, pese a lo cual se apresuraron a ejecutar sin aventurar inútiles preguntas.

El sol declinaba a punto ya de ocultarse tras una rojiza nube…

Los «Te-Onó» se encontraban tan cerca que casi se podían distinguir sus horrendos tatuajes.

El Marara viró en redondo para ofrecerles las proas, como si estuviera dispuesto a atacar en el momento de ser atacado.

Tapú Tetuanúi clavó la vista, fascinado, en el «Navegante Mayor», que tenía el rostro alzado, pendiente de los plumones que colgaban de los obenques.

Era el rostro más sereno y seguro de sí mismo que hubiera visto nunca, por lo que instintivamente aflojó la presión que ejercía sobre la empuñadura de la espada.

Pasaron, interminables, los minutos.

Se escucharon con absoluta nitidez las voces provenientes de las naves enemigas.

El sol decidió ocultarse por completo tras la roja nube, y casi al instante una leve ráfaga de viento agitó los plumones.

— ¡Largar velas!

Los hombres obedecieron, y Tapú Tetuanúi fue testigo de algo que jamás hubiera imaginado: dos blancas, fuertes y flexibles velas españolas se desplegaron de lado a lado de la embarcación, desde la punta de los mástiles al extremo de los balancines, formando enormes triángulos atravesados sobre la cubierta de tal forma que capturaban hasta el menor soplo de brisa que le llegara por popa.

La nave dio un salto.

— ¡Todos a popa! — ordenó de nuevo «Miti Matái».

Corrieron a obedecer, y en cuanto lo hicieron las dos proas gemelas se elevaron casi un metro sobre el agua, de tal modo que ahora eran las afiladas quillas en forma de «uve» las que cortaban el agua como cuchillas.

El Marara crujió amenazadoramente, pero comenzó a ganar velocidad.

Con la puesta del sol el viento arreciaba.

— ¡Reforzar los obenques! ' — aulló el «Navegante Mayor» —. ¡Que no cedan los mástiles!

Eran marinos; los mejores que existían sobre la faz de los océanos, y dos de ellos treparon ágilmente a los mástiles que temblaban bajo la tremenda tensión de las velas para tensar sendos cabos que se sujetaron a las popas.

Los cascos también se estremecían, lamentándose por el esfuerzo que se les exigía, pero resistían.

El «Pez Volador» comenzó, realmente, a «volar».

Metro a metro ganó velocidad, aproximándose, como una gigantesca gaviota que rozase apenas la superficie del agua, a unos barcos cuyos asombrados remeros habían dejado de bogar.

«Miti Matái» hizo un gesto a Tapú para que fuese a echarle una mano al timonel, que se las veía y deseaba para mantener la caña en posición.

Fue un espectáculo irrepetible, sobrecogedor y fascinante.

A menos de cien metros del enemigo, el «Navegante Mayor» gritó de nuevo:

— ¡Todo a estribor! ¡Tensad por la banda de babor…!

El catamarán comenzó a virar en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

Perdía velocidad a ojos vista, pero conservaba el suficiente impulso como para cruzar como una exhalación ante los enfurecidos «Te-Onó» que se negaban a dar crédito a lo que veían.

Cuando se encontraba a unos setenta metros de su banda de babor, y a unos cuarenta por delante de sus proas, el capitán del Marara ordenó de nuevo:

— ¡Todo a babor! ¡Velas a la primera posición!

La nave trazó un prodigioso zigzag y pareció frenarse en seco, pero cuando de nuevo el viento la alcanzó por la popa tensando el trapo, reanudó su andadura y comenzó a dejar atrás a las embarcaciones enemigas, cuyos burlados tripulantes hacían inútiles esfuerzos por virar en redondo intentando seguirla.

Tapú Tetuanúi pudo distinguir con toda claridad la horrenda figura de un gigante cubierto de tatuajes que gritaba amenazas blandiendo una larga lanza, y no necesitó que nadie se lo aclarase para saber que aquel espantoso individuo no era otro que el sádico Rey de los temibles «Barracudas».

Fue en ese momento cuando la princesa Anuanúa hizo ademán de lanzarse al agua, pero «Miti Matái» — que permanecía atento a sus más mínimos movimientos — la aferró por un brazo para arrojarla sobre cubierta y pisarle el estómago manteniéndola inmóvil pese a que trataba de zafarse aullando insultos.

Cuando el sol concluyó de ocultarse tras la línea del horizonte, los «Te-Onó» no eran más que pequeños puntos que se perdían en la distancia.

El «Pez Volador» seguía volando.



Con el amanecer cesó el viento.

Pero no se advertía ya rastro alguno de los «Te-Onó», ni de su isla, que había quedado muy atrás, al noroeste.

Lo único que había preocupado hasta el momento al capitán del Marara era poner la mayor cantidad de agua posible entre su barco y los de sus perseguidores, aprovechando al máximo ese viento, aunque viéndose obligado, eso sí, a disminuir de forma notable la superficie del velamen, ya que ni los mástiles ni las «costuras» del navío hubieran soportado durante mucho tiempo la enorme presión a que se habían visto sometidos en un primer momento.

De hecho, el casco de estribor se había resentido, dos hombres tenían que achicar agua continuamente, y al hábil carpintero le resultaba prácticamente imposible cerrar las anchas grietas mientras se encontraran navegando.

Cuando al cabo de un largo rato los vigías confirmaron que no se distinguía rastro alguno de embarcaciones en cuanto abarcaba la vista, el «Navegante Mayor» ordenó poner el «Pez Volador» al pairo para que en la quietud de un océano que parecía ahora una balsa de aceite se le pudiesen reparar los desperfectos.

Para lograrlo, sus tripulantes se fueron desplazando paulatinamente hacia la banda de babor, permitiendo así que el patín derecho se elevara lo suficiente como para dejar al aire la zona afectada, aunque procurando siempre mantener un delicado equilibrio que no pusiera en peligro la embarcación.

El carpintero comenzó a moverse entonces con la agilidad de un mono, colgándose por el costado con ayuda de un grueso cabo, y «remendando» las junturas por medio de una larga aguja de hueso que uno de sus ayudantes le devolvía de inmediato desde el interior del casco.

Un observador ajeno a la cultura de aquel pueblo nacido para la vida en alta mar, no hubiera conseguido dar crédito a una maniobra que se estaba desarrollando a más de sesenta millas de la costa y con cuatro mil metros de agua bajo la quilla, y que constituía, sin género de dudas, la máxima demostración de hasta qué punto el ser humano está capacitado para adaptarse a cualquier medio.

Reparar con la única ayuda de cabos hechos con fibra de coco una nave de treinta metros de longitud manteniéndola en equilibrio sobre uno de sus cascos constituía, evidentemente, una hazaña que ningún marino occidental se hubiera sentido capaz de realizar, pero los hombres y mujeres del Marara, lo llevaban a cabo con la naturalidad de un hecho cotidiano, y mientras el carpintero y sus ayudantes trabajaban, el resto se concentraba en escuchar en respetuoso silencio el amargo relato que de su cautiverio estaban haciendo las muchachas, ya que constituía una horrenda historia que les obligaba a arrepentirse por no haber pasado a cuchillo a toda una raza de seres abominables, acostumbrados a cometer las más inhumanas aberraciones.

— El primer día — comenzó Ihona —, el rey Octar, que ejerce un dominio tiránico sobre sus hombres, nos violó a cuatro, y a mi hermana Purúa la desgarró de tal forma que acabó muriendo desangrada. Octar no es un hombre normal, sino una especie de loco enorme que se vanagloria de poseer el pene más gigantesco que nadie haya tenido jamás y de estar dispuesto a utilizarlo a cualquier hora del día y de la noche.

Se hizo un incómodo silencio, en el que los hombres del Marara, parecieron estar intentando hacerse una ligera idea de la magnitud y la potencia de un miembro capaz de destrozar a alguien que, como Purúa, había hecho en su día el amor con la mayoría de los presentes, y tras darles tiempo para reflexionar, otra de las muchachas añadió roncamente:

— Fue como una pesadilla porque además nos obligaba a ser testigos de lo que hacía con nuestras compañeras, sabiendo como sabíamos que a continuación nos tocaría a nosotras. Por mi parte, puedo jurar que si no hubiera estado atada me habría arrojado al mar, prefiriendo ser pasto de las auténticas barracudas a tener que pasar por semejante prueba y tan terrible humillación.

— ¡Hijo de perra! — masculló un indignado Vetea Pitó.

— El resto de los hombres, e incluso la veintena de mujeres que iban con ellos, también miraban y se reían por que ver a su jefe actuar de aquella forma les excitaba hasta el punto de que al poco comenzó una asquerosa orgía que nada tenía de humana, y en la que nosotras llevábamos siempre la peor parte. — La muchacha dejó escapar un corto sollozo para añadir con un esfuerzo —: ¡Me duele tan sólo recordarlo…!

«Vahíne Tiaré» le acarició dulcemente el cabello, intentando consolarla, al tiempo que señalaba:

— Si no quieres, no sigas.

— Quiero seguir — replicó con serenidad —. Quiero que todos sepan lo que nos hicieron sufrir, para que si alguno de esos monstruos se cruza en su camino, no tenga el menor remordimiento a la hora de aplastarle la cabeza.

La voz se le quebró, y fue de nuevo Ihona la que recuperó el hilo del relato.

— Cuando nos hubo violado a todas, Octar nos entregó a sus hombres, y aunque después de haber pasado por sus manos cualquier cosa parecía soportable, fueron tantos y de igual modo tan brutales, que prefiero no extenderme en detalles.

— ¿Cómo se comportaba Anuanúa? — quiso saber «Miti Matái»

— No lo sé — fue la sincera respuesta —. No teníamos tiempo de pensar o darnos cuenta de cuanto ocurría a nuestro alrededor, pero lo que resulta evidente es el hecho de que Octar había decidido no tocarla de momento, tal vez por considerarla demasiado niña, o tal vez porque, vista su fragilidad, temía matarla al igual que había matado a Purúa, y la reservaba para más adelante. Además, una noche asaltaron una isla y raptaron a estas tres, y a otra más que también ha muerto, y se dedicaron a divertirse de igual modo con ellas.

— ¡Taaroa sea loado! — exclamó «Vahíne Tipanié».

— Taaroa no existe — replicó Ihona mordiendo las palabras —. Mil veces le llamamos rogando que acudiera en nuestra ayuda, y jamás acudió. Para mí ha muerto. Todos los dioses han muerto para nosotras.

Resultaba sumamente doloroso escuchar semejante afirmación de labios de una criatura que apenas comenzaba a vivir, pero se hacía necesario ponerse en su lugar para captar el auténtico significado de sus palabras, teniendo en cuenta, además, que la tristeza de sus ojos y el amargo rictus de su rostro mostraban, mejor que cualquier discurso, la auténtica naturaleza de sus padecimientos.

Por su parte, la princesa había desaparecido desde el momento mismo en que «Miti Matái» dejó de mantenerla inmóvil contra cubierta, ocultándose en un rincón del tingladillo de proa, de donde no había salido ni para beber agua, como si de improviso hubiera decidido borrarse a sí misma de la faz del planeta.

— Un día — recomenzó otra de las muchachas —, y mientras nos encontrábamos en una pequeña isla deshabitada, a Anuanúa le bajó de improviso su primera menstruación, y Octar pareció captarlo al instante, puesto que comenzó a olfatear como un perro en celo, para agarrarla por un brazo y desaparecer con ella, que ni siquiera hizo la menor intención de rebelarse. — Lanzó un resoplido, como si le costara aceptar la realidad de su relato —. No les vimos durante dos días y dos noches, pero cuando empezábamos a temer que también la hubiera destrozado, hicieron su aparición como dos enamorados, y resultó evidente que a partir de aquel instante Anuanúa había pasado de ser Reina de Bora Bora, a convertirse en Reina de los «Te-Onó».

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