III. EL PRÍNCIPE FUGITIVO

Un paradójico destino convierte en persecución y aventura la vida de Abd al-Rahman ibn Muawiya, hijo de un príncipe omeya y de una esclava bereber, nieto del califa Hisham II y criado en uno de aquellos palacios como oasis fortificados que su familia había erigido en el desierto de Siria. Hasta los diecinueve años fue uno más entre los príncipes de un populoso linaje que ostentaba la primacía del Islam. Poco después era casi el único superviviente de un riguroso exterminio, un fugitivo que se escondía de los hombres como un leproso o un apestado. En su infancia había sido el nieto preferido del califa Hisham, y vivió con él en el palacio de al-Rusafa, una especie de edén con jardines y caudalosas aguas y torreones militares que estaba cerca del Éufrates. Un tío suyo, que adivinaba el porvenir de los hombres estudiando los rasgos de sus caras, declaró al verlo por primera vez, cuando jugaba con su hermano Yahya a la entrada de al-Rusafa: «El gran acontecimiento se aproxima y este niño será el hombre que sabéis. He reconocido los signos en su rostro y en su cuello».

Abd al-Rahman no supo entonces lo que querían decir esas palabras, pero sin duda las recordó muchos años después, al final de la huida y del infortunio, cuando su estandarte blanco ondeó sobre las torres de Córdoba y él se dio a sí mismo el título de emir y ordenó que su nombre fuera pronunciado en la oración de los viernes. En seis años lo perdió todo y lo ganó todo. Desconoció la piedad en la misma medida en que desconoció la sumisión. Tal vez en su primera juventud oyó muy pocas veces el nombre de Córdoba, y ni siquiera supo dónde estaba: en algún lugar hacia el oeste, al otro lado de los desiertos y del mar. Si el tiempo era más lento entonces, el espacio era mucho más dilatado. El viaje de Abd al-Rahman desde el Iraq hasta al-Andalus duró cinco años, y nunca estuvo seguro de continuar vivo cuando amaneciera. Por dondequiera que iba lo buscaban espías y ejecutores de sus enemigos abbasíes, que habían arrebatado el califato a su familia. Siendo ya rey de al-Andalus, se alzó contra él una sublevación alentada por el califa de Bagdad. Venció por las armas a los conspiradores y mandó cortar las cabezas de sus adalides. La del principal de ellos, que se llamaba al-Allah, hizo que la conservaran en salmuera y la envió a Oriente en el equipaje de un mercader que iba camino de Qayrawan, en Túnez. Cuando llegó a esa ciudad, el mercader, cumpliendo las órdenes exactas de Abd al-Rahman, abandonó la cabeza amojamada en una plaza del zoco, al amparo de la noche, dejando junto a ella la bandera negra que habían enarbolado los rebeldes y un pergamino en el que se contaba su derrota. A la primera luz del día alguien vio con espanto esa cara que parecía surgir de la tierra, esa bandera desgarrada y sucia de sangre. Desde Qayrawan la cabeza cortada llegó a Bagdad, y el califa, al mirar sus rasgos desfigurados por la muerte, los costurones abiertos de los párpados y de la boca, agradeció que Córdoba estuviera tan lejos y debió de entender que nunca doblegaría al último emir de los omeyas. «Loado sea Dios -cuentan que dijo-, porque ha puesto el mar entre ese demonio y yo».

Pero esa venganza sólo fue un episodio tardío y menor en el gran espectáculo de sangre que había derribado quince años atrás el poder de los omeyas, cuando comenzó en las provincias de Oriente la rebelión abbasí y el último califa de la dinastía, Marwan II, huyó derrotado por Siria y por Palestina y murió combatiendo en un lugar del alto Egipto llamado Busir. Los abbasíes usaban estandartes negros, y sus ejércitos invocaban la venida de un imán oculto que restauraría la pureza del Islam, corrompido por la arbitrariedad y las viciosas costumbres de los omeyas. De uno de ellos, al-Walid (durante cuyo reinado sucedió la conquista de España), decían que se emborrachaba sin tasa y que cuando tiraba al arco usaba como blanco un ejemplar del Corán. El primer califa abbasida, Abul Abbas, eligió para sí el sobrenombre de al-Saffah, «el derramador de sangre», pero no se cebó únicamente con los omeyas vivos. Mandó abrir en Damasco las tumbas de los antiguos califas, y las cenizas de Muawiya fueron esparcidas y malditas y el cadáver de Hisham fue clavado en una cruz y luego quemado en una hoguera. A uno de sus nietos -primo, pues, de Abd al-Rahman- le cortaron una mano y un pie y lo pasearon por los caminos y las ciudades de Siria montado en un burro y precedido por un heraldo que repetía en voz alta su nombre y su dignidad y lo injuriaba burlándose de su mutilación. La princesa Abda, hija de Hisham, fue apuñalada por no confesar dónde escondía su tesoro.

De pronto la persecución se interrumpió. El califa Abul Abbas dictó una amnistía para los supervivientes, que por orden suya fueron convocados a un banquete de reconciliación que se celebraría en Abu-Futrus, en Palestina. Unos setenta omeyas abandonaron sus refugios para acudir a él. Entre ellos no estaban Abd al-Rahman ni su hermano Yahya, tal vez porque recelaban o porque la noticia no les llegó a tiempo. Comenzado el banquete, un poeta cortesano llamado Subl recitó unos versos en los que exaltaba a los abbasíes y los animaba a exterminar para siempre a los omeyas. Cuando el poeta terminó, como si su último verso hubiera sido la señal que esperaban, hombres armados con palos de lanzas irrumpieron en el salón y se arrojaron sobre los vencidos, matándolos a golpes. Friedrich von Schack, que relata la historia como si describiera una matanza pintada por Delacroix, dice que sobre los muertos y los descalabrados moribundos se extendieron alfombras, y que el ruido de los platos y los vasos, de las carcajadas de los borrachos y de los instrumentos de los músicos, sonaba al mismo tiempo que los gemidos de las víctimas, por que la fiesta continuó en el salón lleno de sangre.

Ni Shakespeare en Titus Andronicus se atrevió a acumular tanto horror. La Historia se permite excesos que no toleraría la Literatura, pero en seguida la imita para contarnos la huida del príncipe que logró salvarse del lodazal de sangre de Abu-Futrus. Abd al-Rahman es el héroe al que rescata el destino para que pueda vengar a su familia asesinada y hacer que no sea borrado su nombre. Un mensajero fiel cabalga hacia el lugar donde Yahya y Abd al-Rahman están escondidos para contarles la matanza. Yahya está solo, porque su hermano mayor ha salido de caza. Pero unos jinetes a sueldo de los abbasíes han seguido al mensajero sin que él se diera cuenta, y rodean la casa en la que ha entrado y lo degüellan junto al príncipe. Otra vez el azar ha preservado la vida de Abd al-Rahman. Ahora huye hacia el Este, llevando consigo a dos de sus hermanas, a un hermano menor y a su propio hijo, Suleyman, que tiene cuatro años. De todos sus antiguos criados y esclavos sólo le queda uno, su liberto Badr, que no lo abandonará nunca. Cruza el Éufrates y se esconde en una pequeña aldea. Dozy supone que tenía el propósito de pasar a África: Levi-Provençal, que quería seguir huyendo hacia las llanuras más lejanas de Asia. Pero tal vez en lo único que pensaba era en seguir eludiendo el acoso y la obstinación de sus verdugos. Tenía diecinueve o veinte años, y hasta unos meses atrás había vivido en una culta indolencia, dedicado a escribir versos y a frecuentar jardines y mujeres: ahora, cruelmente despojado de todo, erraba por los desiertos como una alimaña, sin esquivar nunca a sus perseguidores. Cuando la extenuación le cerrara los ojos soñaría que estaba en al-Rusafa y oiría en sueños los pasos de sus enemigos acercándose. Desde el umbral de la choza de barro donde estaba oculto miraría la línea del horizonte imaginando que brotaban de ella las altas lanzas y los estandartes negros de los abbasíes.

Era preciso esperar hasta que terminaran los peores días de la persecución. Por muchos espías que lo busquen, un hombre puede volverse invisible en la anchura del mundo, en sus multitudes o en sus espacios vacíos. En esa aldea sin nombre Abd al-Rahman espera y desconfía del silencio y de la quietud de las cosas. Puede que Abul Abbas, el usurpador fanático, el que se honra en llamarse Derramador de Sangre, se haya fatigado de su propia crueldad. Abd al-Rahman aguarda y vigila y de vez en cuando se retira a dormitar a oscuras, porque padece una enfermedad de los ojos y tolera mal la hiriente luz del desierto. Una mañana, su hijo Suleyman entra llorando en la alcoba y busca refugio junto a él: mientras jugaba en la puerta de la choza ha visto aparecer en el horizonte desnudo un grupo de jinetes con banderas negras.

Los enviados del califa empiezan a registrar una por una las casas de la aldea y luego las incendian. Sin tiempo para llevar consigo más que unas pocas monedas de oro, Abd al-Rahman huye con su hermano menor, y cuando los soldados entran en la casa sólo hay en ella dos muchachas silenciosas y un niño que no para de llorar. Los dos príncipes omeyas abandonan la aldea y alcanzan la orilla del Éufrates. El río baja crecido, Abd al-Rahman anima a su hermano a lanzarse al agua con él. Nada con vigor y desesperación, y al volver la cabeza ve que los jinetes se han detenido en la orilla y que su hermano está quedándose atrás. Es demasiado joven y no tiene fuerzas para seguir nadando: sin duda teme ahogarse. Abd al-Rahman le grita que no se detenga, pero lo ve quedarse cada vez más lejos y oye que los soldados le dicen que vuelva, que no hay nada que temer. ¿No han respetado las vidas de las muchachas y del niño? Abd al-Rahman llega a la otra orilla chorreando y exhausto y sigue llamando a su hermano, ve que le da la espalda, que emerge lentamente del agua y camina sobre el cieno de la ribera para acercarse a los soldados y a sus estandartes negros. Desde la otra orilla del Éufrates, que nunca volverá a cruzar, Abd al-Rahman presencia la degollación de su hermano y escucha, como paralizado en un sueño, los gritos finales de su agonía y su terror.

Así empieza ese viaje a Occidente que terminará en Córdoba al cabo de cinco años. Abd al-Rahman es un Simbad clandestino, un Ulises que deberá inventarse una patria simétrica porque la suya le fue prohibida para siempre. Vive sin sosiego y peregrina escondiéndose por los territorios del Islam sin más compañía que la de su liberto Badr. En un poema escrito al final de su vida recordaba así aquellos años: «Vino acosado de hambre, ahuyentado por las armas, fugitivo de la muerte, cruzó el desierto, surcó el mar, superando olas y estériles campos». Alentado por Badr, protegido por su lealtad y su astucia, en las que tal vez cimenta una parte de su coraje, Abd al-Rahman llega al norte de África, a la provincia de Ifriqiya, cuyo gobernador, Ibn Habib, no había reconocido aún la legitimidad del califato abbasí. Allí al menos podía sentirse temporalmente a salvo de los emisarios del Derramador de Sangre. Pero Ibn Habib, que lo acogió con hospitalidad, recelaba de él. Había en su corte un adivino judío que le había pronosticado que un hombre que se peinaba con dos rizos sobre la frente fundaría un gran reino. Ibn Habib adoptó ese peinado, pero en cuanto vio por primera vez a Abd al-Rahman se dio cuenta de que también el príncipe omeya se peinaba así. Decidió inmediatamente matarlo, y el adivino judío le dijo: «Si lo matas, ciertamente que no será él el predestinado; y si lo dejas, puede que sea…».

De nuevo tuvo que huir Abd al-Rahman para no ser ejecutado. En ninguna ciudad estaría seguro: se adentró en los desiertos, buscando refugio entre las tribus bereberes, que no rendían sumisión al poder de nadie. No poseía nada y no sabía resignarse a nada que fuera indigno de su vasta ambición. «Se hallaba solo -dice una crónica anónima-, sin más auxilio que su inteligencia, sin más compañero que su firme voluntad». Tramaba intrigas inmediatamente fracasadas, huía de una tierra a otra cuando lo expulsaban y sin darse cuenta iba acercándose a las regiones occidentales de África. Muy pronto sólo tendría el mar frente a sí. Dozy nos lo retrata como un personaje de Stendhal: «Sueños ambiciosos cruzaban sin cesar por su cabeza de veinte años. Alto, vigoroso, valiente, habiendo recibido una esmerada educación y poseyendo talentos poco comunes, su instinto le decía que estaba llamado a brillantes destinos, y su espíritu aventurero y emprendedor se alimentaba con los recuerdos de su infancia, que, desde que llevaba una vida pobre y errante, se despertaron con mayor viveza».

Abd al-Rahman viajaba de Oriente a Occidente, pero muchos años antes su madre había recorrido a la inversa aquellos mismos caminos, cuando fue hecha esclava por los árabes que guerreaban contra las tribus bereberes y llevada a un harén de Siria. Si una esclava, embarazada de su dueño, paría un hijo varón, ganaba automáticamente la libertad y recibía el título de umm wallad, «la madre del hijo», que le otorgaba una posición de privilegio en la casa. Sin ningún otro lugar donde seguir escondiéndose, Abd al-Rahman, el príncipe desterrado, encontró la hospitalidad de la tribu de donde fue arrancada su madre cuando la apresaron como botín de guerra. El azar, que tantas veces lo había salvado, lo llevaba a los mismos lugares que ella no volvió a ver. Llamaban Nafza a aquella tribu; su territorio estaba en las proximidades de Ceuta. Como Musa ibn Nusayr cuarenta años atrás, Abd al-Rahman vislumbraría al otro lado del mar las costas azuladas de España. Igual que a él le daría miedo navegar sobre los abismos del agua, pero aquella tierra cercana y al mismo tiempo casi invisible y desconocida ejercería una influencia hipnótica sobre su voluntad. Se le habían ido cerrando todos los caminos que dejaba tras él. Veteranos de la antigua invasión le contaban que había en aquel país valles tan fértiles y ciudades tan espléndidas como las de Siria. Él venía de Mesopotamia, donde las Escrituras situaban el Paraíso Terrenal: había llegado cerca de la tierra donde según los griegos estaba el Jardín de las Hespérides.

Pero sabía algo más, y era que desde hacía tiempo vivían afincados en al-Andalus muchos clientes árabes y sirios de la familia Omeya, a la que seguían debiéndole la inalterable fidelidad exigida por las leyes tribales. En el Islam de entonces el Estado era una ficción casi del todo abstracta, una insegura escenografía copiada de los rituales de Bizancio y de la Persia sasánida. Como en los primeros tiempos del desierto, los árabes difícilmente respetaban otra lealtad que la de los lazos de parentesco y clientela, en cuyo vigor habían fundamentado el triunfo de su religión y la conquista del mundo. Lo que une a los hombres no es la fidelidad a una dinastía de la que todos son súbditos, sino a los vínculos de su propia sangre y a los antepasados de los que heredan la memoria y el nombre. En su al-Muqaddima o «Introducción a la Historia Universal», Ibn Jaldún, en el siglo XIV, llamó asabiya a esta ciega solidaridad, y explicó que gracias a ella los árabes sojuzgaron a sus enemigos, y también que por culpa de ella nunca lograron establecer imperios duraderos. La fuerza unánime de una tribu y de sus aliados conquista el poder, y esa misma fuerza, incapaz de disolverse en una comunidad exterior a ella misma, se gasta irreparablemente en furiosas disputas con las otras tribus. La asabiya es al mismo tiempo la energía igualitaria y la ruina de los árabes y de todos los nómadas, y el empeño incesante y baldío de los emires omeyas de al-Andalus será durante casi tres siglos hacer que prevalezca la autoridad del Estado sobre la turbulenta confusión de los clanes.

Desde el final de la conquista, cuando el avance de los ejércitos musulmanes se hizo más lento y se detuvo del todo en la batalla de Poitiers, que señaló el punto más alto de su expansión hacia el Norte, al-Andalus había vivido una guerra perpetua entre árabes y bereberes e incluso entre las mismas tribus árabes que trasladaron intacto a la nueva provincia el odio que ya las dividía en Oriente. No había más tierras que ocupar ni más tesoros que repartirse como botín de guerra. Los bereberes, confinados en general a las regiones montañosas, se rebelaban contra los árabes, que habían acaparado el dominio sobre las ciudades y los valles. Los árabes qaisíes guerreaban contra los yemeníes, y un poco tiempo antes de que Abd al-Rahman desembarcara en Almuñécar los habían vencido en la batalla de la Saqunda, un descampado frente a las murallas de Córdoba donde años más tarde creció un famoso arrabal. Eran los qaisíes quienes sustentaban el poder del wali o gobernador de al-Andalus, Yusuf al-Fihrí. En cuanto a los clientes omeyas, unos quinientos guerreros de caballería que llegaron a la península hacía más de diez años para combatir una insurrección de bereberes, habitaban ahora extensas posesiones rurales en los distritos del sur, agrupados según sus tribus de origen y conservando su propia organización militar. Debían sus tierras a los gobernadores de al-Andalus, que se las habían confiado a cambio de su disposición para el combate, pero más poderosa y más sagrada que esa dependencia política era la asabiya que los mantenía unidos entre sí y el vínculo de lealtad que los aliaba a los omeyas, aunque el último califa de la dinastía hubiera muerto en una guerra perdida y su familia hubiera sido exterminada. Tal vez habían oído vagamente la historia del príncipe fugitivo que se salvó de la matanza: era posible que hubiera muerto, que siguiera oculto entre los nómadas, resignado para siempre al infortunio y a la oscuridad. Pero en junio del 754, el jefe de los clientes omeyas, Ubayd Allah ibn Utman, recibió la visita de un desconocido que había cruzado el mar para traerle una carta. Era Badr, el incansable emisario, el liberto de Abd al-Rahman, que seguía esperando en el norte de África, aunque ya había perdido, sin que sepamos por qué, la hospitalidad de la tribu de su madre, y vivía ahora con la de los Magila, preguntándose acaso, mientras esperaba, a dónde podría ir si también se le cerraban los caminos de al-Andalus.

Aguardó más de un año. Se desesperaría mirando la extensión del mar por donde vio alejarse la nave de su mensajero, imaginando que si Badr tardaba tanto en volver era porque también él había acabado por abandonarlo. Para la tribu con la que vivía era más un rehén que un huésped. Desconfiaban de su soledad y de su orgullo y temían que su presencia fuera maléfica y les trajera el castigo de quienes llevaban persiguiéndolo tantos años. La fiebre perpetua de la ambición y la desgracia le brillaría en la mirada como una señal que apartara de él a los otros hombres. Era rubio y muy alto, pero le faltaba un ojo, por culpa de aquella enfermedad de la vista que le obligaba a permanecer en penumbra. La cuenca vacía, el ojo solitario y abierto, darían una expresión intranquilizadora a la juventud de su rostro. Aún no había cumplido veintiséis años.

Una tarde de principios de agosto, cuando habían pasado trece meses desde que Badr se marchó, Abd al-Rahman vio una nave que se acercaba a la costa. Incrédulo todavía, acostumbrado al desengaño, distinguió en la proa la cara de su liberto y oyó su voz que lo llamaba. Antes de que la quilla hendiera la arena, Badr se arrojó al agua y corrió a contarle las buenas nuevas que traía: los clientes omeyas estaban dispuestos a combatir en su favor, y también los árabes yemeníes; era preciso embarcarse de nuevo para llegar cuanto antes a la otra orilla del mar. Badr había venido con doce hombres y con una bolsa que contenía quinientas monedas de oro. Parte de ellas hubo que gastarlas en el rescate que exigían los rapaces Magila a cambio de la libertad del príncipe. Cuando la barca se hizo a la mar, un miembro de la tribu nadó hacia ella pidiendo a gritos más dinero, con desvergüenza de mendigo, porque había tocado a poco en el reparto. Queriendo izarse, puso las manos en la borda, y uno de los hombres de Badr se las cortó de un tajo. Era el 14 de agosto del año 755. Unas horas después, ya de noche, Abd al-Rahman ibn Muawiya al-Dajil -«El Servidor del Misericordioso, el hijo de Muawiya, el Inmigrado»- desembarcaba en la pedregosa playa de Almuñécar.

Pero Córdoba todavía estaba muy lejos y él no era más que el último nombre de una genealogía abolida, un extranjero sin raíces, un príncipe sin fortuna ni reino. El país al que llegó, asolado por cinco años de sequía y de hambre, era una tierra fronteriza en la que se sucedían sin tregua rebeliones de bereberes, de clanes árabes, de tribus vernáculas encastilladas en los desfiladeros del norte que luchaban contra los musulmanes igual que habían peleado durante siglos contra los romanos y los visigodos. Cuando Abd al-Rahman llegó a al-Andalus, el ejército del gobernador Yusuf al-Fihrí acababa de sufrir un gran descalabro en su lucha contra los vascones. Comparado con ellos, el príncipe omeya todavía no era un peligro, pero Yusuf, que se enteró de su aparición mientras viajaba hacia el norte con tropas de refresco, abandonó la ofensiva y volvió velozmente a Córdoba, procurando averiguar dónde estaba y a quiénes tenía a su lado. Abd al-Rahman, acogido por los sirios leales a su familia, se había establecido en el castillo de Torrox, cerca de Loja, en lo que era entonces la provincia de Ilbira. Aunque él no hiciera nada, aunque no se supiera aún por qué había venido a al-Andalus, su sola presencia era una amenaza. Los soldados del gobernador desertaban para pasarse a sus filas. Las lluvias del otoño, que convertían el polvo de los caminos en un lodo intransitable, obligaban a Yusuf y al príncipe desterrado a una inmovilidad idéntica. En esos tiempos la guerra es una tarea estacional, como la siembra o la recolección. Las expediciones se preparan entre febrero y abril, y las batallas, como las cosechas, tienden a ocurrir en verano. Recluido en el alcázar de Córdoba, Yusuf dedica el invierno a tantear los propósitos de su indudable enemigo. Le envía mensajeros, le ofrece tierras y dignidades y hasta la mano de sus hijas, lo invita a viajar a la capital. Pero Abd al-Rahman había perdido demasiadas cosas para resignarse a no poseerlo todo. En marzo del 756 emprende su lenta marcha hacia Córdoba seguido por un ejército de sirios, yemeníes y bereberes. En la mezquita de Archidona los sirios del Jordán lo proclaman emir. Cuando entra en Sevilla lo reciben clamorosamente, como a un rey largo tiempo esperado, y la multitud le rinde homenaje en las calles. Abd al-Rahman ha cruzado el mundo y ha conocido el miedo, el hambre y la desesperación para repetir el destino de sus antepasados.

Años atrás vivía escondido y lo buscaban sicarios: ahora cabalga a la luz del día, a la cabeza de un ejército, y sabe que las tropas del gobernador han salido de Córdoba y vienen hacia él por la orilla derecha del Guadalquivir. Pero Abd al-Rahman ya no seguirá huyendo. Su ejército avanza en dirección a Córdoba por la orilla izquierda del río. Al cabo de unos días, sus soldados y los del gobernador se encuentran frente a frente, separados por las aguas, hostigándose tal vez con bravatas inútiles, porque el río baja muy crecido y es imposible cruzarlo a caballo. Al mirar desde lejos las caras de sus enemigos, Abd al-Rahman se acordaría de cuando vio morir a su hermano en la ribera del Éufrates. Junto a un río miró de frente el horror: junto a otro, el Guadalquivir, iba a gustar la victoria y una postergada venganza, no contra Yusuf al-Fihrí, sino contra el pasado y la desgracia.

Los dos ejércitos que habían cabalgado en direcciones contrarias ahora marchan acompasadamente hacia Córdoba, el de Yusuf para defenderla, el de Abd al-Rahman para conquistarla. Las aguas pardas y rápidas del Guadalquivir corren entre ellos como una frontera que nadie puede todavía cruzar. De noche se encienden fogatas simultáneas y se oyen gritos y relinchos a cada lado del río. Algunas veces, Abd al-Rahman deja encendidas hogueras y ordena a los suyos que reanuden la cabalgata en silencio, amparados en la oscuridad. Desconoce el miedo, pero no desdeña ni la mentira ni la astucia, y nunca tendrá escrúpulos en manejar la traición. A principios de mayo mira por primera vez las murallas de Córdoba, pero un ejército enemigo y un río lo separan de la ciudad, tan cercana que puede oír en el aire perfumado y quieto de los atardeceres la llamada a la oración. El caudal del río ha bajado mucho, y descubre largas islas de arena rojiza donde crecen adelfas y cañaverales. Ya sería fácil vadearlo, pero ningún jinete se aventura todavía en su cauce. Abd al-Rahman envía un emisario al campamento de Yusuf con una carta en la que le promete que aceptará sus condiciones, renunciando a la soberanía de al-Andalus. Pero esa misma noche, sus soldados cruzan el río y sorprenden a traición a las tropas del gobernador. Enardecidos por el deseo de saquear la ciudad y de vengarse del desastre que sufrieron hacía diez años en la batalla de Saqunda, los yemeníes de Abd al-Rahman aniquilan al ejército de Yusuf, que pierde a un hijo en el combate. El quince de mayo, Abd al-Rahman entra en Córdoba, llevando atado a su lanza el turbante blanco que le ha servido de bandera. En la mezquita mayor, que todavía ocupa la mitad de una iglesia cristiana, recibe definitivamente su consagración como emir y las gentes de la ciudad le juran obediencia. Después de vivir tantos años en chozas de barro y en tiendas de nómadas, Abd al-Rahman ocupaba el palacio de los gobernadores de al-Andalus, el mismo del que salió el rey Rodrigo hacía casi medio siglo para perder su reino en la primera batalla contra los musulmanes.

Ya no permitiría que le arrebatara nadie lo que tanto tiempo y coraje le costó ganar. Lo defendió contra todos, contra sus enemigos y contra sus propios aliados, contra los cristianos del norte y los conspiradores venidos de Bagdad, incluso contra los ejércitos del emperador Carlomagno, que bajaron de Francia para poner sitio a Zaragoza y al retirarse sin poder conquistarla fueron diezmados en el paso de Roncesvalles por los salvajes montañeses de los Pirineos. Desde el primer día de su reinado, recién lograda la victoria, Abd al-Rahman ni siquiera pudo confiar en quienes le ayudaron con las armas, porque los yemeníes, a los que prohibió entrar a saco en Córdoba y apoderarse de los tesoros y de las mujeres del vencido Yusuf al-Fihrí, en seguida tramaron una celada para asesinarlo, y sólo recurriendo al terror de las ejecuciones en masa los pudo doblegar. Se dice que por orden suya fueron decapitados treinta mil yemeníes, y que hizo estrangular en secreto incluso a miembros de su propia familia que le parecían sospechosos de traición. Únicamente el ejercicio metódico de la crueldad y del recelo mantuvo firme su poder. El Ajbar Machmua, una recopilación anónima de tradiciones de donde procede casi todo lo que sabemos sobre él, lo retrata así: «Tenía la palabra fácil y sabía hacer versos; suave, instruido, resuelto, pronto a perseguir a los rebeldes, no permaneció largo tiempo en reposo o entregado a la holganza; no descansó en nadie el cuidado de los negocios y no confió sino en su propia inteligencia. Unía la bravura temeraria a una grandísima prudencia. Llevaba de ordinario vestiduras blancas». No conoció el sosiego en los treinta y dos años que le quedaban de vida, y sus peores enemigos no fueron los cristianos de más allá de las fronteras del norte, sino los mismos árabes y las tribus bereberes que de vez en cuando se alzaban animadas a la rebelión por predicadores fanáticos. Proscribió en su reino la bandera negra de los abbasíes. Dispuso que en la mezquita mayor se pronunciaran maldiciones contra ellos y que en las oraciones del viernes se suprimiera la mención canónica al califa de Oriente. Porque no podía confiar en la lealtad de nadie, reclutó un ejército de cuarenta mil mercenarios extranjeros. La poesía y la guerra eran en él vocaciones iguales. Le pertenecen estos versos:

Cuando en mi camino el sol del mediodía lanza sus rayos abrasadores,

es mi dosel la sombra de la bandera tremolante.

Más grato que jardines y alcázares excelsos

es para mí el desierto y la morada en la tienda.

Con el tiempo dicen que se volvió más huraño y despótico y que apenas salía de sus palacios por miedo a que lo asesinaran. El liberto Badr, que no lo había abandonado desde las peregrinaciones de su adolescencia, cayó también en desgracia y fue despojado de sus bienes y expulsado de Córdoba. El joven héroe de las fábulas se convierte en un tirano amargado y solitario, y nos parece que se desdobla en varios personajes, sin que podamos saber cuál de ellos es más verídico, o si alguno lo es. Abd al-Rahman escribe delicados versos sobre su nostalgia de Siria y también persigue como un delincuente a su hijo Suleyman y ordena que a un rebelde cautivo le corten las manos y los pies y lo ejecuten a mazazos para que sea más larga su agonía. Construye en las afueras de Córdoba un palacio semejante a aquel donde pasó su infancia y le da el mismo nombre, al-Rusafa, para habitar así el espacio íntimo de la memoria, pero es capaz de matar con sus propias manos a un adversario al que ha recibido a solas mintiéndole hospitalidad y perdón. Es un monarca justo y valiente que cabalga siempre a la cabeza de sus tropas y también «un déspota pérfido, cruel, vengativo y despiadado» -según le acusa Dozy-, un rey protegido por el terror y aislado por el odio. El califa abbasí Abu Chafar al-Mansur, que tal vez, desde tan lejos, temía que la furia del Inmigrado se dilatara hasta Bagdad, lo comparó a un ave de presa.

Pero ya no es posible saber quién fue Abd al-Rahman. Puede que no llegara a escribir todos los versos que se le atribuyen, pero la belleza de esas palabras, transmitidas por manuscritos inseguros, vertidas a una lengua que no existía cuando él vivió, hace que casi lleguemos a sentir que en Abd al-Rahman hay algo semejante a nosotros. Como esos hombres que cierran los ojos al abrazar a una mujer para imaginarse que abrazan a otra, Abd al-Rahman viviría en Córdoba como en un premeditado espejismo de Damasco, pero no le bastaba el recuerdo y quería tocar la materia misma de las cosas que añoraba. Enviados suyos viajaron a Siria para traerle árboles que no crecían aquí, palmeras y granados que hizo plantar en al-Rusafa y en los jardines del nuevo alcázar construido en el solar del palacio de los gobernadores, a la orilla del Guadalquivir. Cuando miramos hoy, sobre el perfil de los tejados de Córdoba, la copa de una palmera con sus racimos amarillos, estamos viendo un paisaje inventado hace mil doscientos años por la voluntad y la nostalgia de un hombre. Le debemos las primeras naves de la mezquita, el verde umbroso de los granados y el rojo brillante y translúcido de su fruto. Erigió sobre la gallardía y el crimen un reino aniquilado luego hasta sus cimientos y algunos palacios de los que ni siquiera han perdurado las ruinas. Lo que queda en el mundo de Abd al-Rahman son unas pocas columnas, unas siluetas familiares de árboles y algunos versos que no importa si de verdad escribió:

Contemplé una palma en al-Rusafa,

en el Occidente lejano, de su patria apartada.

Le dije: ambos estamos en una tierra extraña.

¡Cuánto hace que vivo apartado de los míos!

Creciste en un país donde eres extranjera

y, como yo, en el más alejado rincón mundo habitas.

Que las nubes del alba te concedan frescor en esta lejanía

y siempre te consuelen las abundantes lluvias.

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