II. HOMBRES VENIDOS DE LA TIERRA O DEL CIELO

A principios de octubre del año 711 un escuadrón de jinetes musulmanes se acercaba a Córdoba, viniendo desde el sur. Acamparon frente a las murallas de la ciudad, al otro lado del río, en un bosque de alerces. Gastado por la furia de las inundaciones y por varios siglos de abandono, el poderoso puente que habían tendido los ingenieros romanos sobre el cauce del Guadalquivir estaba en ruinas, pero eso no sería un obstáculo para los invasores, porque el río, en los primeros días de otoño, llevaba poca agua y podía vadearse con facilidad. El gobernador visigodo de Córdoba, que contaba con una escasa guarnición de cuatrocientos soldados, sabía que esos jinetes se acercaban mucho antes de que los centinelas los avistaran en la lejanía de la llanura. De boca en boca habían llegado a la ciudad a lo largo de aquel verano espantosas noticias sobre la batalla perdida a mediados de julio por el ejército del rey Rodrigo en las marismas del Guadalete o Wadi-Lakka. Soldados fugitivos y casuales viajeros vendrían a la ciudad contando historias que exageraba el miedo, describiendo con pavor a esos guerreros de piel oscura y extrañas ropas y armas que habían desembarcado en abril junto a la roca desnuda de Gibraltar, en un paraje al que los mismos árabes llamaron después al-Yazirat al-Jadra: la isla verde, Algeciras. Su número era tan inconcebible como su crueldad y su audacia. Cinco siglos después, la Crónica General de Alfonso el Sabio guarda la memoria o la mitología de aquel espanto que sobrecogió en el otoño del 711 a los habitantes de Córdoba: «Los moros de la hueste todos vestidos de sirgo et de los paños de color que ganaran, las riendas de los sus caballos tales eran como de fuego, las sus caras dellos negras como la pez, el más fermoso dellos era negro como la olla, assí lucíen sus ojos como candelas; el su caballo dellos ligero como leopardo e el su caballero mucho más cruel et más dañoso que es el lobo en la grey de las ovejas en la noche».

Contaban que los moros mataban a los hombres, quemaban las ciudades y talaban los árboles y las viñas y todo lo verde que encontraban. Pero aquellos setecientos jinetes que llegaron a Córdoba no hicieron nada más que levantar sus tiendas en la orilla izquierda del río y vigilar desde la distancia los muros de la ciudad, como si esperaran algo o supieran que su sola presencia gangrenaba de miedo a los guardianes que los miraban desde las torres y espiaban de noche los fuegos de su campamento, la extraña salmodia de los muecines llamando a la oración. Entre ellos había muy pocos árabes. La mayor parte eran nómadas bereberes, convertidos no hacía mucho tiempo al Islam y animados por la esperanza del botín y por la certidumbre de ganar el Paraíso si morían en la guerra santa. Había también unos pocos libertos y cristianos renegados, como el jefe de la expedición, que se llamaba Mugit y llevaba el apodo de al-Rumí, el Romano. Los árabes llamaban rum o rumí a los antiguos súbditos europeos de Roma y a los bizantinos. El Mediterráneo, para ellos, era el mar de los Rum, y con ese mismo nombre calificaron luego a los cristianos del norte de España.

Al cabo de unos días en los que nada sucedió, emisarios a caballo cruzaron el lecho del Guadalquivir y ofrecieron una ventajosa capitulación a los habitantes de Córdoba. Tal vez se sirvieron de intérpretes judíos para entenderse con el gobernador, que prefirió resistir. En los últimos años las severas proscripciones de los concilios visigodos habían empujado a muchos judíos a huir al norte de África: si no abjuraban de su religión se les reducía a la esclavitud, se confiscaban sus bienes, les quitaban a sus hijos cuando cumplían los siete años para educarlos en la fe católica. Las crónicas y las leyendas sobre la conquista musulmana de España sugieren siempre una médula de traición para explicar el desastre: traición de los judíos, del conde Julián, de los nobles y obispos hostiles al rey Rodrigo. También por culpa de la traición y no de la falta de bravura nos dicen que fue tomada Córdoba. Los mensajeros de Mugit vuelven a su campamento y los soldados visigodos se disponen a la batalla, que ahora calculan inminente, pero tampoco ese día ocurre nada, sólo una amenazante quietud que durará hasta la noche. Imaginamos, en el interior de las murallas, una ciudad silenciosa, tibia en las primeras tardes del otoño, desierta por el miedo.

Un pastor ha indicado a los musulmanes que hay un punto débil en la fortificación, una brecha por la que podrán entrar con sigilo en Córdoba cuando se haga de noche. Incluso en la oscuridad les será fácil orientarse: bajo el trecho arruinado de la muralla por donde deben entrar crece una higuera. El pastor les dice que no encontrarán mucha resistencia: hay muy pocos soldados, y toda la gente principal ha huido a Toledo. La noche, muy oscura, se cierra en lluvia y granizo, las hogueras de las torres se apagan y los centinelas se cobijan en el interior de las almenas. Los hombres de Mugit van cruzando el río en silencio y uno de ellos, trepando por la higuera, logra subir a la hendidura en la muralla. Se quita el turbante y lo tiende a los que vienen tras él para que lo usen de escala. Degollaron a los centinelas de la puerta del puente y abrieron los cerrojos, dando paso a la caballería que esperaba frente a ella, avanzaron por calles oscuras en las que debió de sorprenderles que no hubiera nadie. El gobernador y los suyos se replegaron a una iglesia muy bien fortificada, la de San Acisclo, dejando la ciudad entera en manos de los invasores. Resistieron en ella durante tres meses, porque en el interior de la iglesia había un manantial subterráneo. En una de las escaramuzas, los defensores capturaron a un soldado de Mugit que era negro, circunstancia que los maravilló, pues nunca habían visto antes a un hombre de ese color, y suponían que estaba teñido. Lo lavaron con agua hirviendo y piedra pómez hasta hacerlo sangrar, y sólo entonces se convencieron de que su piel verdaderamente era negra. Pero el cautivo se les escapó, y pudo explicarle a Mugit de dónde procedía el venero de agua. Lo cegaron, y la resistencia ya fue imposible. Los musulmanes incendiaron la iglesia de San Acisclo y todos sus defensores murieron abrasados. Nos dicen que mucho después seguían llamándola iglesia de la hoguera o de los cautivos.

«Los santuarios fueron destroídos -cuenta la Crónica General-, las iglesias quebrantadas, los logares que loaban a Dios con alegría, esora le denostaban il maltraíen, las cruces et los altares echaron de las iglesias, la crisma et los libros et las cosas que eran por honra de la cristiandat todo fue esparcido y echado a mala part, las fiestas et las solemnias, todas fueron oblidadas, la honra de los santos et la beldad de la eglesia toda fue tornada en laideza et villanía, las eglesias et las torres o solíen loar a Dios es ora confessaban en ellas llamaban a Mohamat, las vestimentas et los calces et los otros vasos de los santuarios eran tornados en uso del mal et enlixados de los descreídos…».

Para lamentar la pérdida de España e incitar a la guerra contra los infieles, el cronista del siglo XIII adopta el tono de elegía de un pasaje bíblico. La invasión aparece ante nosotros como un cataclismo que asola el mundo con la furia de un apocalipsis, pero es probable que en la Córdoba recién conquistada por los jinetes de Mugit casi nadie tuviera ese sentimiento, inventado luego por la literatura. Salvo el gobernador y sus hombres, los cordobeses no habían resistido, de modo que las condiciones de la rendición no debieron de ser particularmente severas. Por un documento algo posterior conocemos las capitulaciones acordadas entre Abd al-Aziz, hijo de Musa, el jefe supremo de la invasión, y el príncipe visigodo Teodomiro o Tudmir, señor de la región de Murcia. Tudmir, según el pacto firmado ceremoniosamente ante testigos, adquiere la protección de Dios y del Profeta, y se le garantiza que no será destituido de su soberanía y que en nada se alterará su posición ni la de sus súbditos: «No serán reducidos a cautiverio ni separados de sus mujeres e hijos. No serán muertos. No serán quemadas sus iglesias ni despojadas de sus objetos de lujo. No se les obligará a renunciar a su religión…».

El fuego de los incendios y el estrépito de las armas y de los tambores de guerra quedan de pronto cancelados por las tranquilas palabras de un acuerdo firmado por hombres que hablan idiomas distintos y que tal vez se miran el uno al otro como seres exóticos: Tudmir, el godo, del que dicen que combatió junto al rey en el río Barbate, y Abd al-Aziz, cuya vida futura va a ser tan breve como singular: parece que se casó con la viuda de don Rodrigo, Egilona, formando el primer matrimonio mixto de musulmán y cristiana del que tenemos noticia después de la invasión, y fue también víctima del primer asesinato político ocurrido en al-Andalus: lo apuñalaron en Sevilla, mientras se inclinaba para orar. La Córdoba destruida y aterrorizada por los guerreros enemigos también puede ser una ciudad apacible en la que casi nada ha cambiado desde aquella noche en que las gentes bien escondidas en sus casas oyeron los gritos de los guardianes que morían y supieron que los recién llegados iban a ser los nuevos señores de la tierra. En Écija, algunas semanas antes, una muchedumbre de judíos y de siervos y esclavos rebeldes se habían sumado con entusiasmo al ejército invasor, menos odioso para ellos que los soeces terratenientes godos y los príncipes de la Iglesia. Es verdad, como dicen las crónicas cristianas, que el mundo estaba siendo conmovido hasta sus cimientos, pero puede que muy pocos hombres lo notaran, o que les llegase a importar: habían sufrido la escasez, las epidemias, la tiranía y el pillaje de los poderosos, los habían visto corromperse y exterminarse entre ellos, y los nombres de esos reyes y prelados y hasta sus dignidades y sus rostros sin duda no les eran menos lejanos que los de nuevos invasores. En Córdoba, Mugit al-Rumí ocupó el mismo palacio donde vivió Rodrigo cuando era gobernador de la Bética: tras una breve conmoción, la ciudad recobraría su apariencia de siempre, y al cabo de algún tiempo los guerreros la abandonaron para continuar su viaje hacia el norte, llevando ahora consigo un pesado botín. Como ya era su costumbre, confiaron a los judíos la administración de la ciudad y dejaron en ella una pequeña guarnición, porque no es seguro que tuvieran el propósito firme de enraizarse en el país.

Para nosotros, la Córdoba de aquellos años está casi completamente sumergida en el desconocimiento, como las ciudades sepultadas por el mar o bajo las cenizas de una erupción volcánica. Las excavaciones de los arqueólogos revelan que entre el nivel del suelo de la ciudad romana y el de la visigoda hay una capa de ruinas que en algunos lugares tiene un espesor de seis metros: piedras y mármoles deshechos, calcinados, ennegrecidos por el humo de los incendios, como en la Troya que exhumó Schliemann. Pero de los desastres que sufrió Córdoba durante la edad oscura que vino tras la caída del dominio de Roma no han quedado más testimonios que los escombros enterrados. La asolaron las incursiones de los vándalos, las guerras entre los visigodos y los bizantinos, se fue hundiendo despacio, como cualquier otra ciudad del imperio, en una larga decadencia que duraría cinco siglos. La Hispania romana, en la que habían vivido más de cuatro millones de personas, albergaba a poco más de dos millones cuando llegaron los árabes. Las ciudades se habían despoblado, y ya no eran seguros los caminos ni prosperaba el comercio. Las crónicas hablaban de un mundo sometido al ocaso y ahogado en la pobreza, de siervos y esclavos que huyen de la sujeción a la tierra y forman hordas de vagabundos dedicados al saqueo, de padres que matan a sus hijos para librarlos del horror de vivir. La peste, la sequía y el hambre vinieron antes que los árabes y fueron mucho más exterminadores que ellos. Los metales preciosos no fluían de mano en mano en las monedas: los reyes y los clérigos guardaban tesoros solemnes que alimentaban la imaginación y la codicia. En Toledo, Musa ibn Nusayr encontró la mesa del rey Salomón, que era de oro macizo con incrustaciones de esmeraldas, o toda ella de una sola pieza de esmeralda, según otros autores, y veinticuatro coronas de oro correspondientes a cada uno de los reyes visigodos, y veintidós libros cuya encuadernación estaba incrustada de pedrería. Algunos contenían textos bíblicos; había uno, chapado en plata, que trataba de las propiedades de las piedras, de los árboles y de los animales, y en el que había dibujados extraños talismanes, y otro que era un tratado de alquimia en que se explicaba la fórmula para fabricar jacintos.

Bajo las hermosas mentiras de la imaginación apenas hay nada. Sólo sabemos que en aquellos días Córdoba no era más que una sombra de su propio pasado en la que aún se mantenían en pie vastos edificios que nadie recordaba cuándo o por quién fueron levantados. «Basílicas, templos, anfiteatros sin destino -escribe Leopoldo Torres Balbás-, medio ocultos entre los escombros, surgirían como enormes fantasmas de ladrillo y de dura argamasa. Despojados de sus revestidos de piedra y mármol, dominan plazas y foros solitarios y calles yermas, últimos testigos aún enhiestos de una espléndida civilización urbana. Sobre sus escombros y con los materiales procedentes de ellos se levantarían pobres viviendas parásitas, incrustadas entre los restos de sus pórticos y de los grandes edificios abandonados». En Córdoba, a mediados del siglo VII -cuenta un escritor musulmán-, un cazador de altanería ha perdido su halcón y al ir a buscarlo se adentra sin darse cuenta en un bosque donde no ha estado nunca. Entre los árboles y la maleza descubre con sorpresa las ruinas de un palacio romano, oculto y desconocido, en el mismo interior de la ciudad. Tiempo después, el palacio será reconstruido y servirá de alojamiento al gobernador de la Bética, el duque Rodrigo, que aún no sabe que llegará a ser rey y que su nombre perdurará en las generaciones futuras no a causa de su heroicidad ni de su gloria, sino del recuerdo de su infamia.

El nombre de Rodrigo o Rodericus designa a un desconocido, igual que al decir Córdoba estamos designando a una ciudad inexistente. No sabemos cómo era su cara ni dónde murió. Cuando los guerreros del Islam desembarcaron en la costa de Algeciras, hacia finales de abril del 711, Rodrigo andaba por las tierras del norte intentando sofocar una revuelta de los vascones. En el poco tiempo que había pasado desde que lo eligieron rey no había conocido ni una hora de sosiego. Los hijos del difunto rey Witiza conspiraban contra él y le disputaban la corona. Los pastores salvajes de las montañas de Vasconia se habían alzado contra su dominio. Y hasta aquella región tan nublada y hostil que parecía extranjera llegaron emisarios del sur para avisarle de una invasión de hombres que venían del otro lado del mar.

En Córdoba reunió un ejército de cien mil soldados: exagerando el número de sus enemigos, los cronistas musulmanes agrandan la victoria de los dieciocho mil guerreros de Tariq ibn Ziyad, el general bereber que dirigió la expedición y que antes de la batalla del río Guadalete dicen que mandó quemar las naves que los habían traído del norte de África, para que no les quedara a los suyos ninguna posibilidad de huir. Ocho siglos después, en México, Hernán Cortés, que era gran lector de cronicones fantásticos y libros de caballería, imitará esta decisión insensata y heroica, aunque es posible que en ambos casos la Historia nos haya legado una mentira: para contarla nos basta su categoría de símbolo, la bravura simétrica de los dos soldados invasores. Tariq y Cortés se disponen a la batalla dando la espalda a la orilla del mar, donde arden las naves que los trajeron a un país desconocido. Cortés buscaba las maravillas de El Dorado, los reinos imaginarios de Amadís de Gaula; Tariq, una tierra de la que le habían dicho que era «fértil y bella como Siria, templada y dulce como el Yemen, abundante como la India en aromas y flores, parecida al Hiyaz en sus frutos, al Catay en los metales preciosos, a Adén en la fertilidad de sus costas». Una descripción del siglo XIII, recogida por Ibn al-Sabbat, atestigua la misma sensación de paraíso: «Posee al-Andalus un suelo generoso y bien abastecido de aguas. Es muy elevado el número de sus ríos y exiguo el de alimañas ponzoñosas. Su clima es moderado… Los recursos naturales son inagotables y sus frutos no tienen barbecho». Para llegar a esta tierra de promisión, Tariq y sus guerreros habían cruzado el estrecho en barcas de cabotaje, venciendo el miedo al mar de los primeros musulmanes. «Es un ser inmenso que lleva sobre su lomo a seres endebles, gusanos hacinados sobre trozos de madera», había escrito en una carta al califa Omar, uno de los generales que conquistaron Egipto. Y dicen que el califa al-Walid, cuando supo que Musa ibn Nusayr, el gobernador del norte de África, planeaba el paso a la península desde la costa de Tánger, intentó disuadirlo con esta advertencia: «¡Guárdate de exponer a los musulmanes a los peligros de una mar furiosa por sus violentas tempestades!».

Pero Dios les había prometido en el Corán el dominio de Oriente y de Occidente, y esa tierra azulada que vislumbraban al otro lado del mar era el último extremo del mundo y debía ser conquistada. Cuenta Ibn Habib que Musa ibn Nusayr -el moro Muza de nuestro romancero- no sólo era un militar siempre movido por la ambición y el arrojo, sino también un reputado astrólogo que había soñado o leído en los astros que su destino era conquistar Hispania. Una voz le dijo en sueños que había en alguna parte un viejo que le diría el nombre de aquel de sus generales a quien debía mandar a la cabeza del ejército. Encargó a uno de ellos, su liberto Tariq, que buscara a ese anciano de su sueño. Cuando Tariq lo encontró y le preguntó quién estaba predestinado a dirigir la invasión, el viejo se lo quedó mirando y le contestó: «Tú y un pueblo de tu misma fe. Llegarás a una colina oscura y al este habrá una región pantanosa y una figura que representa a un toro…». Junto a la roca de Gibraltar, en los pantanos de Algeciras, desembarcaron las tropas de Tariq. Hacían rápidas incursiones hacia el interior y esperaban la llegada de un ejército de enemigos que suponían innumerable. Gentes que los vieron irrumpir en aquellas marismas contaron la mala nueva de su advenimiento. «Señor -dice una carta apócrifa dirigida a Rodrigo-, aquí han venido hombres enemigos de la parte de África, que por sus rostros y trajes no sé si parecen llegados del cielo o de la tierra". Hombres a caballo, con vestiduras de colores vivos, con turbantes y barbas y altas banderas rígidas en las que hay bordados versículos del Corán. Así los vemos en la ilustración de un manuscrito del siglo XII: algunos de ellos hacen sonar largas trompetas, a los cristianos vencidos les recordarían las del Apocalipsis, y hay uno, montado sobre un mulo, que golpea simultáneamente dos tambores.

Las crónicas nos hacen imaginar que la invasión y la conquista sucedieron con la velocidad de una cabalgata fulminante. Nuestro sentido del tiempo no tiene nada que ver con el de aquellos hombres: lo que nos desconcierta, si comprobamos las fechas, es la extraña lentitud de todo. A mediados de abril desembarca el ejército musulmán; aproximadamente tres meses después tiene lugar la batalla del río Guadalete, y pasará todo el verano hasta que los jinetes de Mugit, separándose del grueso de la expedición, lleguen a Córdoba. Los personajes de nuestro pasado o de nuestra ficción cruzan un tiempo más denso y enrarecido que el que nosotros habitamos, con esperas lentísimas, con dilaciones baldías que dan a los acontecimientos un pesado aire de inmovilidad. Yuxtaponemos actos muy lejanos entre sí para que se nos haga inteligible el devenir de aquellas vidas, igual que el novelista elige y ordena a su placer algunos indicios singulares para imitar la sucesión sin fisuras del tiempo. Antes de avanzar, Tariq espera refuerzos del norte de África. Mientras tanto, en su alcázar de Córdoba, un solitario rey que no puede confiar en nadie lee las cartas de los mensajeros y procura organizar un ejército del que nos dicen todos los autores que mucho antes de comenzar la batalla estaba destinado al fracaso. «El exército era compuesto de toda broza -escribe el padre Mariana- y como gente allegadiza y poco exercitada ni tenían fuerza en los cuerpos ni valor en sus ánimos: los escuadrones mal formados, las armas tomadas de orín, los caballos o flacos o regalados, no acostumbrados a sufrir el polvo, el calor, las tempestades». Para los cronistas de los siglos futuros, Rodrigo es un rey culpable de soberbia y lujuria, y su culpa, como la de Edipo, trae consigo un adelanto del Juicio Universal. La peste que diezma a los habitantes de Tebas se convierte en España en la catástrofe de la invasión musulmana. Los árabes son los ejecutores del castigo de un Dios que no conoce la misericordia. Algunas veces la Crónica General se parece al relato de una epidemia: «Los cuerpos muertos a cada paso se hallaban tendidos por las calles y caminos, y no se oía por todas partes sino llanto y gemidos». Igual que Edipo, Rodrigo se niega a reconocer su delito y a aceptar los presagios, porque también a él lo pierde la voluntad de saber y la indiferencia a los augurios: «Pidió le dieran agua para beber e se la dieron e cuando la tomó en la mano se tornara en sangre». Tuvo sueños amenazadores y no hizo caso de ellos, supo que se habían visto en el cielo cometas que dejaban un largo rastro del color de la sangre y rayos que caían en las mañanas serenas. Se oyeron ladridos de perros, silbidos de serpientes, gritos de los difuntos aterrorizados en sus sepulturas. Temblaba la tierra, y en la oscuridad de la noche se escuchaba un estrépito de armas manejadas por sombras. Los árabes son la peste y las siete plagas de Egipto y el fuego de azufre que destruyó las ciudades de la Llanura. A Rodrigo sólo se le concederá un poco de piedad cuando ya esté vencido: «Se despeñó a sí mismo y a su reyno en su perdición como persona estragada por los vicios y desamparada de Dios».

Su primera perdición fue el deseo, que es siempre deseo de saber. Según la crónica del moro Rasis, «non cuidaba más que de folgar e aver vicio». Florinda, la hija del conde Julián, que algunos dicen que era el exarca bizantino de Ceuta, estaba bañándose con las piernas desnudas en un ribazo del Tajo cuando el rey la vio amparado tras una celosía. En una variante del romance viejo que cuenta la historia, Florinda invita a sus doncellas a medirse las piernas «con un listón amarillo», para saber cuál de todas las tiene más hermosas, «e tanto fatigado se vio el rey de su desseo que la forzó mal de su grado e la tuvo por su amiga». Poseída violentamente por Rodrigo, la hija de Julián escribe a su padre y éste trama la desaforada venganza de vender España a los árabes. La llamarán la Cava, la ramera, y a ella también le corresponderá una parte de la culpa, igual que a Eva, madre y sacrificadora de todo el género humano.

Pero Rodrigo también se perdió por haberse atrevido a mirar cosas que estaban prohibidas. Edipo interrogó a la Esfinge, y el orgullo de su victoria sobre ella -de la razón frente al mito- fue el preludio de su soberanía y de su desgracia. Los dioses ciegan a quienes quieren perder. En Toledo, capital de la monarquía visigoda, había una casa cerrada a la que llamaban la casa de Hércules, porque decían que el semidiós guardó en ella sus tesoros cuando anduvo por España y doblegó a los toros de Gerión. A nadie le estaba permitido entrar en aquella casa, y lo primero que hacían los reyes al ganar la corona era añadir un cerrojo más a su puerta. Sólo Rodrigo quiso forzarlos todos y entrar. Sobre el dintel había una leyenda escrita en griego: «El rey que abra esta casa y ponga al descubierto las maravillas que contiene encontrará cosas buenas y malas». Mandó que rompieran los cerrojos y a la luz de las antorchas vio que no había tesoros en las habitaciones vacías. «Sólo un arca -dice el padre Mariana-, y en ella un lienzo y en él pintados hombres de rostros y hábitos extraordinarios con un letrero en latín que decía: Por esta gente será en breve destruida España

Reconocería a esos hombres del vaticinio cuando los viera cabalgar con las espadas desnudas y los estandartes levantados, cuando comprendiera al oír sus gritos y sus tambores de guerra que todo su ejército y él mismo iban a ser rápidamente aniquilados por ellos. Avanzaba sobre un carro bélico con incrustaciones de marfil y llevaba sobre los hombros una capa de púrpura con bordados de oro. Más o menos así, con rigidez bizantina, está representado en un fresco que encontraron los arqueólogos en las ruinas de un palacio musulmán del desierto de Siria. Según otros, el rey cabalgó hacia los enemigos montado sobre su caballo Orelia y vistiendo una armadura de hierro. Duró ocho días la batalla. La táctica árabe era atacar en cargas fulminantes y retroceder luego hacia sus líneas para repetir el ataque aprovechando el desconcierto de los adversarios. A esa manera de pelear la llamaron los castellanos tornafuye. Había cuatro soldados cristianos por cada musulmán, pero el ejército de Rodrigo fue segado y deshecho, y era tal el número de los muertos que nadie los habría podido contar. Entendemos la furia de los guerreros de Tariq leyendo la arenga que atribuye el gran Ibn Jaldún al califa Alí:

«Alinead bien vuestras filas como un edificio sólidamente construido; colocad al frente a los hombres con escudos y en retaguardia a los descubiertos; apretad los dientes, que es el mejor medio de hacer rebotar los golpes de espada que os quieran asestar en la cabeza; arrojaos en medio de las lanzas de los enemigos, eso os salvará de sus puntas; bajad la vista, porque así se afirma el valor y se serena el corazón; guardad silencio, que eso aleja la flaqueza y conviene a la gravedad de un soldado; prestad atención a vuestras banderas, sostenedlas en alto. Sosteneos en un valor veraz y persistente, porque a fuerza de persistencia se logra la victoria…».

Al octavo día, diezmados no sólo por la muerte, sino también por la traición -los hijos de Witiza y los soldados del obispo don Opas se pasaron al enemigo en mitad del combate-, se retiran los cristianos vencidos. Se dice que algunos vieron huir al rey, y también que su caballo apareció solo en la orilla del río, junto a la corona y a la armadura de Rodrigo. Medio hundido en el barro había uno de sus borceguíes, adornado con perlas. También cuentan que Tariq cabalgó hacia él y lo traspasó con su lanza, y que envió a Damasco su cabeza conservada en salmuera. Otra historia asegura que Rodrigo fue perseguido por Musa ibn Nusayr hasta la Sierra de Francia, y que en aquellos parajes encontró una muerte heroica resistiendo sin esperanza a los árabes. En cualquier caso este hombre, que ya era un desconocido, se vuelve ahora decididamente invisible, y su porvenir tras la batalla es tan conjetural como el de otros reyes fracasados de los que nunca más se supo: el rey Arturo de Bretaña y don Sebastián de Portugal. De nuevo aquí las peripecias de la historia se comunican por pasajes secretos: cuando don Sebastián navegaba en el siglo XVI hacia otra guerra perdida contra los infieles, alguien cantó en su presencia un romance sobre don Rodrigo, y él le mandó callar porque entendía que esos versos guardaban un presagio maléfico. Pero a diferencia de don Sebastián y de Arturo, Rodrigo no tendrá a nadie que espere su vuelta. Rodrigo es un malvado melancólico al que absuelve tardíamente su valor o su simple derrota, un espectro culpable que sobrevive a la muerte de los suyos para que no acaben ni su vergüenza ni su penitencia. «Solo va el desventurado -dice el romance que escuchó don Sebastián- que no lleva compañía». Cabalga solo por caminos y serranías donde no encuentra a nadie, por un país desolado por el gran pánico de la invasión. Lo que los indicios históricos apenas nos permiten averiguar lo explica con magnífica literatura don Emilio García Gómez: «No hay en la Historia silencio más vasto y estremecedor que el que rodea la entrada de los musulmanes en España. Nada tenemos sino espantosa oquedad sobre lo que de verdad fue y lo que en realidad pensaron o hicieron en tan nunca vista coyuntura las infinitas gentes anegadas por la avenida».

Rey sin reino y guerrero sin armas, Rodrigo llega al cabo de muchos días de soledad a la choza de un ermitaño, le pide confesión, acepta con avaricia de suicida la atroz penitencia ordenada por una voz que baja del cielo: ha de tenderse en el fondo de una zanja donde duerme una culebra que tiene siete cabezas y es tan larga que su cuerpo enroscado da tres vueltas a la tumba voluntaria del rey. Hay una sórdida delectación en la lentitud con que el ermitaño y Rodrigo esperan la mordedura de la muerte. Rodrigo permanece inmóvil en la zanja, cubierta con una losa de piedra por el ermitaño, que reza en voz baja y de vez en cuando pregunta si se ha despertado la culebra. El animal y el hombre respiran en la oscuridad y al cabo de horas o de días el largo cuerpo escamoso empieza a removerse y silban las lenguas venenosas de sus siete cabezas. Cuando muera, el rey será absuelto, pero no por un hombre, porque el deseo y la soberbia y la necesidad de saber que han despeñado a Rodrigo y a sus súbditos en la perdición y el terror son delitos que sólo Dios puede perdonar. Desde lo hondo de la fosa, Rodrigo cuenta al ermitaño que la serpiente ha despertado por fin, que ya empieza a morderle por do más pecado había y que muy pronto la mordedura homicida taladrará su carne hasta llegar al corazón, fuente de mi gran desdicha. Cuando el rey muere, en el paroxismo masoquista de la expiación y del dolor, las campanas de todas las iglesias del mundo tocan a muerto sin que ninguna mano las haga tañer.

Pero en la Córdoba recién conquistada no sólo suenan ya las campanas al atardecer: también se oyen invocaciones de almuédanos que llaman a la oración declarando cinco veces al día la unidad y la omnipotencia solitaria de Dios. A pesar del cataclismo y de la derrota visigoda y de ese gran silencio de pánico y de incertidumbre que ha seguido a las batallas, la apariencia cotidiana de la ciudad ha cambiado muy poco. Los invasores incautan las propiedades de quienes han huido o han muerto, pero respetan escrupulosamente a los que quedaron, imponiéndoles, desde luego, un tributo personal, que no es más gravoso que los que antes existían. Los cristianos y los judíos, que son gentes del Libro -ahl al-kitab- porque han recibido una parte de la revelación (para los musulmanes, Abraham y Jesús son dos de los profetas legítimos que precedieron a Mahoma), pueden seguir practicando sus cultos, aunque no hacer alarde público de sus celebraciones ni construir nuevas iglesias o sinagogas. Desde ahora, la mitad de la basílica de San Vicente será utilizada como mezquita por los musulmanes, que tardarán más de medio siglo en tomarla entera para sí, cuando Córdoba sea ya la capital de un emirato alzado contra los designios remotos de los califas abbasíes. Hacia el 718, siete años después de que acamparan frente a la ciudad los jinetes bereberes de Mugit al-Rumí, el gobernador de esta provincia del Islam que ahora se llama al-Andalus ordena la reconstrucción de las viejas murallas y del puente sobre el Guadalquivir. Pero Córdoba es todavía una ciudad perdida en los límites occidentales del imperio, y ni siquiera ha nacido el hombre que peregrinará hacia ella desde las riberas de otro río sagrado, el Éufrates: un príncipe perseguido y proscrito que sobrevivirá al holocausto de su linaje y no se rendirá nunca al infortunio porque un astrólogo le vaticinó al nacer que sería el fundador de un reino.

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