La ciudad que había sido un solar de ruinas y la capital de una provincia lejana se convierte de pronto en el destino y en el sueño materializado de un hombre. Crece con la vigorosa lentitud de la vegetación sobre una tierra fértil, se hace al mismo tiempo más intrincada y más vasta, sus murallas vencidas por el abandono vuelven a levantarse, se dilatan y multiplican en torno a los nuevos arrabales como las ondulaciones circulares del agua. Desde los tiempos de la conquista, los musulmanes habían usado como mezquita mayor la mitad de la basílica de San Vicente, pero durante el reinado de Abd al-Rahman se les quedó pequeño aquel espacio de oración, y el emir compró a los cristianos la parte que les correspondía pagándoles cien mil dinares y autorizándoles, en compensación, a que construyeran nuevas iglesias extramuros de la medina. En el solar de la basílica se levantaron las primeras naves de aquel edificio que seguiría extendiéndose igual que la misma Córdoba hasta los días de al-Mansur: el número de las columnas crece como el de los habitantes de la ciudad, porque hombres venidos de los lugares más remotos encuentran en ella una patria, como el Inmigrado: parientes suyos que viajan desde Siria y a los que él ofrece su hospitalidad, ahora poderosa, comerciantes judíos del norte de África, soldados y pastores bereberes, esclavos negros y valiosos eunucos traídos por los mercaderes desde las tierras de los rum, esclavas rubias y de ojos azules que habitan en los harenes y poseen la misma sabiduría en las artes del amor que en las de la música y la literatura: algunas de ellas serán madres o concubinas predilectas de los emires, como una navarra de nombre Subh, Aurora, a la que amó hasta el final de su vida al-Hakam II.
La Córdoba de los omeyas es un laberinto de callejones y columnas y palacios cerrados y también de rostros y de idiomas, una ciudad mestiza donde los cristianos y los judíos hablan y escriben en árabe aunque sigan conservando su lengua y donde nadie, ni siquiera los más altivos aristócratas que remontan su linaje a las tribus primitivas, puede alardear de una improbable limpieza de sangre: el gran Abd al-Rahman III, descendiente de los primeros califas del Islam, también era nieto de una princesa cristiana, y a uno de los hijos del temible al-Mansur le llamaban familiarmente Sanchol, es decir, Sanchuelo, del mismo modo que hay nombres como Ibn Quzman, o Garciyya -García- o Lupp -Lope- o Ibn al-Qutiyya, que significa «el hijo de la Goda», Ibn Antunyan, Serbandus, Ibn Albar… Los cristianos mozárabes practican libremente sus cultos, aunque no pueden celebrar procesiones públicas ni tañer las campanas más que los domingos, y están sujetos, como los judíos, al pago de un tributo. Su comunidad sigue rigiéndose por las leyes visigodas, y conservan sus propios magistrados, sus clérigos y sus obispos, que se reúnen en concilios y ostentan algunas veces cargos políticos en la administración del Estado: un obispo de Córdoba fue embajador de Abd al-Rahman III. A los cristianos que eligieron convertirse al Islam los llamaban muwaladum o muladíes, y eran musulmanes de pleno derecho, si bien alentó muchas veces en ellos un sentimiento de inferioridad y de agravio hacia los árabes: con frecuencia, para igualarse a ellos, se inventaban antepasados orientales -Ibn Hazm, que era de Niebla, decía proceder de Persia-. De estirpe muladí fueron algunos de los más obstinados rebeldes de al-Andalus, como los habitantes del arrabal de la Saqunda, en Córdoba, que estuvieron a punto de tomar por asalto el palacio del emir, o como el turbulento bandido Ibn Hafsun, que abjuró doblemente del cristianismo y del Islam y mantuvo durante casi medio siglo una sublevación invencible en la serranía de Málaga.
Abd al-Rahman I hizo de Córdoba la sede de un reino precario y menor y no supo que había fundado la capital de Occidente, de un mundo áspero y rural en el que los caminos eran inseguros y las ciudades hoscas aldeas fortificadas contra las invasiones. En Córdoba, Abd al-Rahman se salva y se justifica, se hace rey y tal vez tirano y funda una dinastía rebelde que va a durar cerca de trescientos años: gracias a él y a su linaje, Córdoba, en correspondencia a lo que les entregó, recibe una gloria que será recordada y exaltada al cabo de un milenio. Su esplendor y su nombre se prolongan hasta este mismo momento en que yo escribo, y mis palabras, este libro, son consecuencia de actos no extinguidos aún, rescoldos de un fuego que el tiempo no ha podido apagar. El eco de aquellos días no se ha borrado. Queda en los libros, en la imaginación, en la memoria, en las ruinas. Viajeros muertos hace mil años siguen trayendo noticias de aquella ciudad que buscamos en la ciudad de ahora, viva moneda que nunca se volverá a repetir. En las vidas de las ciudades, como en las de los hombres, hay unas horas de plenitud enterradas luego bajo la ceniza. La Córdoba de los omeyas prosperó para después perecer, se hizo grande y poderosa para ser luego asolada. Pero ya escribió Ibn Jaldún que el porvenir de las ciudades y de las dinastías es la segunda decadencia.
La Corduba latina es ahora Qurtuba. En Bizancio, en Bagdad, en lo más hondo de Germania, decir su nombre equivale a enunciar los atributos de la maravilla. «Joya brillante del mundo -declamó en latín la abadesa Hroswitha-, ciudad nueva y magnífica, orgullosa de su fuerza, celebrada por sus delicias, resplandeciente por la plena posesión de todos los bienes». El mismo entusiasmo se repite en la Crónica del moro Rasis, que llama a Córdoba madre de ciudades y dice que fue siempre morada de los mayores príncipes y casa de los reyes, «e de todas partes vienen a ella, e ella a en sí muchas bondades, e siempre fue muy noble e fermosa, e hay en ella muy fermosas cosas e muy fermosas vistas».
El viajero Ibn Hawqal, que posiblemente era un espía de los califas de Oriente, escribió en el siglo X que ninguna ciudad del Magrib, de Egipto ni de Siria era tan grande como ella, y que los cordobeses preferían los placeres de la indolencia al ejercicio de la guerra. Ibn Hayyan dice que contenía mil seiscientas mezquitas: al-Bakrí reduce su número a cuatrocientas setenta y seis. En ambos casos las cifras no aluden tanto a la exactitud como a la sorpresa por lo ilimitado. Según un censo elaborado en tiempos de al-Mansurel Almanzor de los romances cristianos había en la ciudad 213.007 casas ocupadas por la plebe y la clase media, 60.300 por los altos empleados y la aristocracia, 600 baños públicos, 80.455 tiendas: si esos datos fueran ciertos arrojarían la cantidad imposible de un millón de habitantes. El severo arqueólogo don Leopoldo Torres Balbás reduce la cifra a cien mil. Lo que sabemos seguro es que el foso que se excavó en torno a la ciudad a principios del siglo XI tenía un perímetro de veintidós kilómetros y delimitaba un espacio de cinco mil hectáreas, que sigue siendo un tamaño mayor que el de la ciudad actual. Arrabales enteros de Córdoba fueron despoblándose y desaparecieron después de la conquista cristiana. Pero los mejores palacios y quintas de recreo y los jardines públicos ya habían sido destruidos mucho antes, cuando el Estado se hundió en la confusión y el desastre de la guerra civil, al principio del segundo milenio.
La ciudad guarda dentro de sus muros varias ciudades y su corazón es la medina, que tiene su propia muralla, levantada sobre las ruinas de la muralla romana, y en la que se abren siete puertas: la del Puente, también llamada de la estatua, porque dicen que sobre ella había una imagen de la Virgen María o de una deidad pagana, posiblemente una figura alegórica de la constelación de Virgo; la puerta Nueva, construida en tiempos de al Hakam II; la puerta de Toledo o de Roma, que desembocaba en la antigua Vía Augusta; la puerta del Osario, o del León, o de los Judíos, por la que se iba a la quinta de al-Rusafa; la puerta de los Nogales, la de los Gallegos, la de Sevilla o de los Especieros, cerca de la cual hubo un bazar de especias y perfumes, y en la que nos cuenta Ibn Hazm que un amigo suyo vio por primera vez a una esclava literata y cantora de la que se enamoró instantáneamente. Una calle principal cruzaba de norte a sur la medina desde la puerta del Osario a la del Puente, pasando entre la mezquita mayor y los edificios del alcázar. Sobre esa calle, y para que nadie lo viera cuando acudía a orar, hizo construir Abd Allah un pasadizo elevado. De ella partían calles más estrechas que se ramificaban como venas cada vez más delgadas y en las que se abrían callejones ciegos y oscuros, los adarves, que daban acceso a las viviendas particulares y tenían verjas o puertas que se cerraban por la noche.
En el Islam la ciudad no posee entidad jurídica, no hay un poder municipal que la rija y menos aún que dictamine las normas de su crecimiento. La única autoridad, nombrada por el cadí o directamente por el soberano, es el saib al-suq, el señor del zoco, que se llamó luego muhtasib, de donde viene la hermosa palabra castellana almotacén. «Debía vigilar y hacer cumplir los preceptos y los deberes religiosos -dice Torres Balbás-, velaba al mismo tiempo por las costumbres públicas, el mantenimiento de la probidad en las transacciones de comerciantes y artesanos; la comprobación de sus pesos y medidas y el castigo de sus fraudes; la calidad de los productos industriales y de las mercancías puestas a la venta; el cumplimiento de las obligaciones de los funcionarios, el mantenimiento del orden y la limpieza en los mercados y lugares públicos…». Pero el muhtasib no intervenía en nada referente a la anchura o al trazado de las calles ni a la altura de los edificios, así que la ciudad proliferaba como un extraño organismo vivo que se configuraba en laberinto, ocupando todo espacio vacío, ascendiendo para buscar el aire libre y la luz como los árboles en una selva, extendiéndose más allá de las fortificaciones cuando éstas no bastaban para contenerla.
En torno a la medina de Córdoba surgieron hasta veintiún arrabales, y cada uno tenía sus propios muros, sus casas de baño, su mezquita y su zoco. El más nombrado fue el de la Saqunda, en la orilla izquierda del Guadalquivir, frente a la puerta de la Estatua. Lo habitaban comerciantes y artesanos muladíes que en tiempos de al-Hakam I, nieto de Abd al-Rahman el Inmigrado, se rebelaron contra una subida de los impuestos, animados por los alfaquíes o teólogos, que reprobaban el hecho de que fuera un cristiano quien los recaudara. Una encrespada multitud cruzó el puente y rodeó el alcázar queriendo derribar sus puertas. Pero los soldados del emir -los llamaban los mudos o los silenciosos, porque eran esclavos extranjeros y no entendían el árabe- los sorprendieron por la espalda y se entregaron a una matanza que duró tres días. El arrabal entero fue saqueado como una ciudad recién conquistada al enemigo. A trescientos supervivientes los ejecutaron y crucificaron luego sus cadáveres y a los demás se les perdonó la vida a condición de que abandonaran al-Andalus para no volver nunca. Algunos de ellos se establecieron en Fez, en un barrio que todavía se llama de los andaluces. Otros viajaron mucho más allá y emprendieron guerras insensatas y coronadas por el éxito, como la conquista de Alejandría y la de Creta, donde, aunque parezca mentira, el cordobés Umar al-Ballutí fundó un reino independiente que perduró más de un siglo y medio. En cuanto al arrabal de donde fueron expulsados aquellos hombres tan indomables y audaces como los extremeños de Pizarro, el emir al-Hakam dispuso que fuera arrasado hasta los cimientos y que sembraran sobre las ruinas para que no quedase traza de él y que nunca más se construyera allí ningún edificio. Asolado por la muerte, aquel lugar se convirtió luego en un cementerio. Lo primero que veían los viajeros al llegar a Córdoba por el camino del sur eran las pequeñas lápidas blancas con inscripciones funerales: para llegar a la ciudad de los vivos, escribe Torres Balbás, tenían que cruzar primero la ciudad de los muertos.
Fundar un cementerio era un acto piadoso; el que lo hiciera gozaría en la otra vida de beneficios semejantes a los que merecían quienes edificaban una mezquita, abrían un pozo o reparaban un puente. Aparte de los cementerios judío y cristiano, había doce para los musulmanes en los alrededores de Córdoba, y los viernes por la tarde las mujeres salían de sus casas para visitarlo, gozando así de una valiosa oportunidad de caminar al aire libre y de cruzar rápidas miradas con los desconocidos. Vestidos de blanco, que era el color del luto, los amigos de un muerto se reunían alrededor de su tumba. Pululaban entre ellas músicos y narradores de historias, y jóvenes que espiaban los rostros sin velo de las enlutadas. Fuera de las casas cerradas y del recinto asfixiante de la ciudad, a la orilla del río, el cementerio era un lugar de paseo y de gozo, y, para irritación de los hirsutos teólogos, algunas veces los deudos de los muertos bebían vino sobre las sepulturas, y los amantes que en la ciudad no podían ni mirarse se encontraban abiertamente caminando entre ellas. El poeta muladí Ibn Quzmán, que frecuentaba los prostíbulos y las tabernas y escribía en el dialecto entre árabe y romance que se hablaba en los zocos, pidió que lo enterraran envuelto en pámpanos y que derramaran vino sobre su cadáver. Ocultas en el interior de tiendas de seda, las mujeres de la aristocracia oraban por sus difuntos y tal vez aguardaban a un amante. El territorio de los muertos no era, como entre nosotros, un espacio clausurado y prohibido. Los vivos permanecían aliados a ellos y pisaban sin miedo la misma tierra que los acogía.
Pero no sólo los cementerios circundaban la ciudad: antes de llegar a ella, en las dos riberas del Guadalquivir, había casas de campo, grandes palacios o pequeñas quintas medio escondidas entre los árboles frutales y los canteros de las huertas. Dice el poeta Ibn Hammara que aquellas fincas, las almunias, aparecían entre el verdor de la vegetación como perlas blancas engastadas en medio de esmeraldas. Cuando se hacía más intenso el calor, sus dueños abandonaban la ciudad para retirarse a ellas, y sólo volvían cuando se terminaba la vendimia. Alrededor de Córdoba las almunias trazaban una umbría de oasis. El nombre de cada una de ellas es una invocación, porque sólo en las palabras queda algo de aquellos lugares desaparecidos: Palacio del Jardín, de las Flores, del Enamorado, de Damasco, Pradera de Oro, Campo del Azud, Pradera de Aguas Rumorosas. Si faltaban pozos o arroyos, altas norias elevaban hacia sus estanques el agua del río, que se derramaba luego en las fuentes y en la geometría recóndita de las acequias. «Córdoba es cercada de muy fermosas huertas -leemos en la Crónica del moro Rasis-, e los árboles dan muy fermoso fruto de comer, e son árboles muy altos, e son árboles de muchas naturas, e a par de la puente hay muy buen llano plantado de muchos y buenos árboles. E contra septentrión yace la sierra muy bien plantada de viñas e de árboles, e de la sierra traen al alcázar el agua por caños de plomo, e de todas partes vienen en Córdoba a maravilla por la ver».
Henri Péres ha establecido el delicado catálogo de las flores y de las plantas preferidas por los poetas de al-Andalus: el arrayán, la margarita, la violeta, el narciso, el lirio azul, el alhelí amarillo, la azucena blanca, el nenúfar, la rosa roja, el jazmín, la amapola, la flor del lino, la del almendro, la del granado, la del haba, la de la enredadera, la del manzano, la del peral, la del limonero, la del naranjo, la del membrillo, y también de los frutos que degustaban más asiduamente, los higos, las habas, las alcachofas, las granadas, los dátiles, las cerezas. Ibn Sad al-Jayr dice de una granada madura que abre la boca como un león para dejar ver los dientes tintos en sangre; Abul Hasan ibn Hayy, que las manzanas encarnadas son las que han sentido turbación en el momento del encuentro, y las amarillas las que han sufrido el dolor de la separación. Los musulmanes andalusíes, que no encontraban hermosura, sino terror, en la naturaleza salvaje y en el mar, veían en cada huerto una prefiguración del Paraíso, y el cuidado de la tierra y de los árboles no era menos minucioso que el de los versos que los describían. Ibn Jafaya, al que llamaban al-Yannan -el jardinero-, dejó escrito: «El paraíso, en al-Andalus, tiene una belleza que se muestra como la de una desposada, y el soplo de la brisa está deliciosamente perfumado».
Pero igual que la ciudad, a pesar de las murallas, se disolvía sin ruptura en las casas blancas que punteaban el verdor de los alrededores, también los árboles y los jardines ingresaban en ella, ahora escondidos al otro lado de las tapias de los palacios, como en los cármenes de la Granada nazarí. En los jardines del alcázar eran enterrados los emires, y hubo un poderoso aristócrata que dejó dispuesto antes de morir que el jardín de su casa, que estaba cerca de la puerta de los Judíos, se convirtiera en paseo público. «Era el más hermoso y admirable de los lugares y el más completo por su belleza -escribe Al-Fath ibn Jayan-: su patio era de mármol de un blanco muy puro. Un arroyuelo lo atravesaba como una serpiente de vivos movimientos, y un aljibe acumulaba límpidas aguas. El cielo de este pabellón era de estalactitas teñidas de oro y lapislázuli. El jardín tenía avenidas de árboles armoniosamente trazadas y sus flores sonreían dulcemente en los capullos. El sol, tan espesa era la enramada, no podía ver la tierra, y la brisa se cargaba de perfumes al soplar desde el jardín». Allí estaban juntas las tumbas de dos amigos que no quisieron separarse ni después de la muerte, y cerca de ellos fue enterrado el poeta Ibn Suhayd, que vivió para contar el recuerdo de los mejores días de Córdoba y murió en 1035, cuatro años después de que se extinguiera el califato omeya.
Antes de pasar el puente y de entrar en la ciudad por la puerta de la Estatua, el viajero que hubiera cruzado los caminos sombreados de árboles y el cementerio de la Saqunda vería un gran espacio abierto, la musalla, un oratorio al aire libre que tenía un pequeño mihrab para señalar la dirección en la que debían inclinarse los fieles. En la musalla terminaban las procesiones de rogativas que se celebraban en los años de sequía, y cerca de ella, en otra explanada abierta, la musara, se reunía la multitud en los días de las grandes fiestas -la del final del Ayuno y la de los Sacrificios- y había carreras de caballos, desfiles militares y partidos de polo, juego éste que según cierta tradición musulmana es uno de los tres que gustan de presenciar los ángeles: los otros son el tiro con arco y el acto del amor. Y justo al pie de la muralla, bordeando la ribera derecha del río, se prolongaba un paseo empedrado, el rasif, en el que había una hilera de álamos y algunas veces también una hilera de cruces, porque era allí donde se exhibían públicamente los cuerpos de los ajusticiados: a los olores de Córdoba que nos ha trasmitido la literatura hay que sumar el hedor de la carne humana corrompida. No en vano asegura Ibn Jaldún, que lo sabía todo, que en las ciudades la atmósfera está viciada por la mezcla de exhalaciones pútridas que provienen de la gran cantidad de inmundicias, y que sólo gracias al movimiento continuo de una numerosa población se producen ondulaciones del aire que dispersan los vapores inmóviles.
Pero cuando de verdad comenzaba el reino de los olores era al traspasar las grandes puertas herradas, cuando el viajero entraba en la calle principal que dividía en dos la medina, dejando a un lado, a la izquierda, el alcázar del emir, del que cuenta hiperbólicamente al-Maqqari que era el palacio más grandioso que había existido desde los tiempos del profeta Moisés, y a la derecha el muro largo y terroso de la mezquita mayor. Como Marrakesh o Xauen para el viajero de nuestros días que llega de Europa, la Córdoba de entonces provocaría una gozosa excitación de todos los sentidos, que se confundirían en una embriaguez simultánea al mismo tiempo que se afilaban en la pureza química de sus percepciones singulares. Tetuán significa la ciudad de los ojos. Córdoba sería una ciudad de pupilas, de incesantes miradas, de roces de cuerpos en la angostura de los callejones, de perfumes densos y de aguas fecales que corrían libremente en arroyos bajo los pies de los caminantes, de sonidos fatigados de pasos, de voces que gritaban en tres idiomas y se borraban entre sí y se quedaban en silencio cuando venía sobre los tejados la solitaria voz de un almuédano. En Córdoba se escucharía siempre ese rumor de la vida que ya no existe en nuestras ciudades y no sabemos recordar: un rumor monótono como el de un río, como la voz de muchas aguas de la que se habla en el Génesis: Buhoneros, músicos, narradores de cuentos, mendigos tirados en el suelo, domadores de monos, adivinos, aguadores, sahumadores que por una moneda humedecían las manos con perfume o salpicaban el cabello, o acercaban un pañuelo empapado a la nariz de quien no quisiera notar los turbios olores de la calle, novias hieráticas y adornadas como ídolos a las que llevaban en procesión hacia el lugar de su boda, ladrones, locos sueltos, porque sólo a los furiosos los encerraban, monjes huraños, rabinos que movían rítmicamente la cabeza y oraban en silencio separando apenas los labios, guardianes negros o rubios, arrieros guiando recuas de asnos inverosímiles que podían adentrarse en los callejones más estrechos, epilépticos verdaderos o fingidos que se arrojaban al suelo y se revolcaban para incitar la piedad o el miedo de quienes pasaban junto a ellos. Había artífices de sombras chinas y vendedores de amuletos que agitaban cabezas disecadas de pájaros. Olía a pan, a guiso de cordero, a especias, a cuero macerado, a rincones y portales húmedos donde la luz del día no entraba nunca. En cada barrio había una calle reservada a las tiendas de comidas: carnicerías que mostraban corderos y cabras despellejados y grandes trozos de vaca, verdulerías con hortalizas frescas del valle del Guadalquivir, fruterías, tiendas de especieros en las que también se vendía aceite, manteca salada, huevos, azúcar, miel, obradores de reposteros que ofrecían a gritos sus dulces, a los que eran muy aficionados los andalusíes, zaguanes donde los cocineros guisaban a la vista de la gente y donde podían comprarse cabezas de cordero asadas, pescado frito, salchichas picantes, mientras un humo espeso de olores invadía el aire y desconsolaba el estómago de los hambrientos.
La muchedumbre plebeya, la amma, que merecía el desprecio de los poderosos y los literatos, anegaba calles y zocos con un desasosiego como de colonia de insectos y en los tiempos de escasez se arremolinaba a las puertas de los depósitos de grano del emir. Los muros del alcázar no existían sólo para prevenir ataques de los enemigos exteriores: como la Alhambra, el alcázar de Córdoba era una recelosa fortificación construida para defender al rey de los motines de sus súbditos, y por eso tenía puertas que permitían salir de la ciudad sin pasar por sus calles. Cuando la sublevación del arrabal de la Saqunda, al-Hakam I, que veía desde una terraza el alud furioso de la muchedumbre y no estaba seguro de que sus mercenarios la pudieran contener, volvió serenamente a su tocador y se perfumó la cabeza con almizcle y algalía. Alguien, extrañándose de que actuara así en un trance tan desesperado, le preguntó por qué lo hacía, y el emir le contestó: «Éste es el día en que debo prepararme para la muerte o para la victoria, y quiero que la cabeza de al-Hakam se distinga de las de los otros que perezcan conmigo».
La ciudad es una yuxtaposición de rostros, de palabras y olores, de jirones de otras ciudades posibles: hay un arrabal para los judíos y otro para los tejedores muladíes y mozárabes, y los alfareros y los curtidores tienen los suyos en el exterior de las murallas. Hay un barrio donde se congregan los leprosos, y cada oficio tiene una calle o un zoco al que le da su nombre: los pergamineros, los vendedores de libros, los silleros, los cedaceros, los sastres, los buhoneros de ropas usadas, las mujeres de las mancebías… El artesano trabaja a la vista de todos en un pequeño portal y vende allí mismo su mercadería. El zoco puede ocupar una sola calle en un distante arrabal o extenderse a lo largo de barrios enteros al oriente de la gran mezquita, en la Axarquía, donde están los almacenes de los mercaderes opulentos y los depósitos de seda de la alcaicería, amplios edificios con varios pisos rodeados de galerías que dan a un patio central y cuyas habitaciones superiores sirven de hospedaje para los viajeros y algunas veces también ocultan lupanares.
A la caída de la noche las calles del laberinto se despueblan. Ahora, en la completa oscuridad, es mucho más fácil perderse, y el que camina solo puede quedar atrapado tras una puerta que se cierra a su espalda al final de un callejón o morir degollado por los ladrones nocturnos: en tiempos de al-Mansur, cuando había tantos y tan fieros que nadie se atrevía a salir de noche, patrullas militares que se alumbraban con antorchas rondaban las calles para prenderlos. Al anochecer se extenderían poderosamente la soledad y el silencio y se oirían en él los pasos de los guardianes y el chirrido de los cerrojos que clausuraban las puertas de las casas y de los callejones de los zocos. La noche convertía a la ciudad en una región desconocida: puertas cerradas, calles quebradas por esquinas y pasadizos que no conducían a ninguna parte, casas sin ventanas de las que no podía venir ninguna luz, ni la de los candiles de aceite. Córdoba, que durante el día muestra públicamente el flujo de la vida con obscenidad de vísceras derramadas sobre el mostrador de una carnicería, tiene también, sobre todo de noche, un reverso de secreto y de escondida quietud. Hay una cara de la ciudad que permanece siempre en sombra, un espacio interior concebido para ofrecer a quien le habita un refugio invisible. La casa es el centro del laberinto de Córdoba, y el desorden de las calles, su juego de trampas sucesivas, parece trazado para que ningún extraño pueda vulnerarlo.
A los viajeros que visitaban Granada en el siglo XIX nada los sorprendía más que el contraste entre los paredones desnudos de la Alhambra y el esplendor que se guardaba tras ellos. Nuestras calles son mucho más pudorosas que las musulmanas, pero nuestras casas, en comparación con las suyas, son impúdicas: tienen portales abiertos y grandes ventanas, tienen fachadas que declaran a quien se detenga a mirarlas el poderío o la penuria de quienes viven en ellas. Por eso nada es más ajeno a la Córdoba islámica que los patios actuales de la ciudad, que se exhiben sin recelo a cualquiera que pase, como mujeres demasiado seguras de su belleza. El interior de la casa musulmana era un lugar inaccesible para la mirada de un extraño, que sólo podía ver, escribe Levi-Provençal, «un muro de varios metros de alto, sin ventanas, y con un simple enlucido de argamasa». Muchas veces, ni la puerta podía verse, porque estaba al fondo de un adarve, un callejón sin salida que se cerraba de noche y por el que sólo pasaban los que vivían en su vecindad inmediata, interponiendo así una frontera de vacío y silencio entre el tumulto de la calle y el ámbito seguro de la intimidad. Los adarves, los zaguanes y los patios culminan una orfebrería de penumbra en esta ciudad donde el calor del verano es tan inmisericorde como un castigo bíblico y donde con frecuencia la vida, en ese tiempo, es para los débiles y los desposeídos, que viven hacinados en ínfimos patios de vecindad y zahúrdas oscuras, una suma de avatares atroces.
La casa es inviolable: toda visita que no sea de amigas de la dueña o de vendedores de perfumes o telas está prohibida. Algunas veces, como en la España católica de la Celestina, los amantes se sirven de tales mujeres para sus conspiraciones. Dice Ibn Hazm en El collar de la paloma: «Las personas más empleadas por los amantes para comunicarse con los que aman son: o bien criados, o bien, por el contrario, personas respetables y fuera de toda sospecha, por la piedad que aparentan o por la avanzada edad a que han llegado. ¡Cuántas hay así entre las mujeres! Sobre todo las que llevan báculo, rosarios y los dos vestidos encarnados… También suelen ser empleadas las personas que tienen oficios que suponen trato con las gentes, como son, entre mujeres, las curanderas, las aplicadoras de ventosas, las vendedoras ambulantes, peinadoras, plañideras, cantoras, echadoras de cartas, maestras de canto, mandaderas, hilanderas, tejedoras…». Si vienen los amigos del hombre, éste no les permitirá llegar al patio: los recibe en una habitación que da al zaguán, y cuando se marchan los despide allí mismo. Del patio, a donde se abren sus puertas, llega la luz a las habitaciones. Si la casa es próspera, habrá una fuente o un pozo en el centro. Quien vive allí, a un paso de las calles de Córdoba, sólo oye el agua y tal vez el zureo de las palomas en el terrado. El mobiliario es muy escaso y muy fácil de transportar, como el de una tienda de nómadas: en las casas de los ricos, tapices de lana o de seda para cubrir las paredes y alfombras de colores vivos en el suelo, y esteras de junco o de esparto en las de los pobres; divanes a lo largo de la pared y mesas bajas y redondas para la comida. No hay armarios, sino alacenas y baúles de madera de pino donde se guarda la ropa y la vajilla. En la despensa, en tinajas de barro, se almacenan las provisiones, la harina, el aceite de oliva, el vinagre, la carne salada o conservada en manteca, las uvas pasas, los higos secos y dulces. Hasta hace muy poco, los olores de aquellas despensas y alacenas de los musulmanes andaluces todavía nos eran familiares: ahora sólo permanecen en la memoria de algunos.
Con las primeras luces, después de la ablución matinal, el dueño de la casa, que posee la única llave de la despensa y administra severamente los alimentos del día, sale a sus asuntos y las mujeres se quedan solas con los hijos, y con las esclavas y los eunucos, si él es un poderoso. El matrimonio es un rígido contrato estipulado notarialmente por los padres de los novios, y la poligamia un lujo que casi nadie puede permitirse. Si un hombre logra el dinero preciso para comprar una esclava, la preferirá rubia y de pelo corto, o negra, traída de África por los mercaderes. Cuando la esclava le da un hijo, adquiere en la casa una posición de privilegio, especialmente si sabe tocar el laúd y recitar versos y es más joven que la esposa, y participa libremente en los banquetes de los hombres.
La primera tarea de las mujeres que no tienen quien les sirva es amasar el pan, que se lleva a cocer a un horno público. Un mozo de la tahona reparte luego por las casas los panes recién hechos, grandes hogazas olorosas dispuestas en una tabla que sostiene sobre su cabeza, y que dejarán por donde pase el rastro de su aroma caliente. A media mañana el hombre regresa del zoco con la compra, o se la hace traer a un esportillero a cambio de unas monedas. La comida de mediodía es muy frugal, sobre todo en verano: pan, ensalada de lechuga, aceitunas, queso. Desde abril hasta octubre se prodigan en la mesa los frutos de las huertas de al-Andalus cuya sabrosa variedad admiran los viajeros de Oriente, las alcachofas, las berenjenas, el melón, las ciruelas, los melocotones, las sandías, las granadas, los membrillos, las manzanas y las cerezas de Granada, las naranjas, los limones y los plátanos de Almuñécar, las uvas y los higos de Málaga. En casa de los pobres, la carne sólo se comía en las grandes fiestas, como la de los Sacrificios, cuando cada padre de familia adquiría un cordero, aunque le costase quebrantos y deudas: el resto del año, como en la Europa cristiana, la alimentación común era el pan y las sopas de harina, la harisa, una papilla de trigo cocido con grasa a la que a veces se añadía un poco de carne picada, y también los purés de lentejas, de habas de garbanzos, las sopas de levadura y de hierbas, hinojo, ajo, alcarabea. El vino, prohibido por el Corán, no faltaba en las mesas de Córdoba. En el arrabal de la Saqunda, junto al puente, hubo una famosa bodega regentada por taberneros mozárabes, pero no eran sólo cristianos los que acudían a ella, para escándalo de los severos alfaquíes. De al-Hakam I dicen que era tan dado a la bebida como poco adicto a las costumbres piadosas, y en la mezquita mayor, durante la oración de los viernes, se levantaban voces anónimas que le gritaban: «¡Borracho, ven a rezar!».
La casa era el reino secreto de las mujeres, de las voces que hablaban en voz baja, una claustrofobia de paredes cerradas y de gestos y pasos amortiguados por el silencio, el centro mismo del mundo y el retiro absoluto. Sólo en ella se hacía visible la palidez de los rostros sin velo, lo que nadie podía mirar, lo que ni siquiera nos está permitido que adivinemos. Mujeres que hilan o amasan el pan, que suben a las azoteas para contemplar un largo paisaje de alminares y tejados, de palmeras solas y montañas azules. Mujeres sentadas al fondo de habitaciones umbrías, escuchando una ciudad tan lejana como el ruido del mar. Algunas veces sus amantes, para enviarles una carta -dice Ibn Hazm-, usan palomas mensajeras. El corazón de Córdoba es una cámara sellada: el vaticinio de las estancias umbrosas que según el Corán gozan en la otra vida los creyentes. Con orgullo, con una irreverencia que afirma el gusto soberano de vivir en el mundo, Ibn Jafaya escribió:
No existe el jardín del Paraíso sino en vuestras moradas.
Si yo tuviera que elegir, con éste me quedaría.
No penséis que mañana entraréis en el fuego eterno:
no se entra en el Infierno tras vivir en el Paraíso.