Sangre de lanza

Para Luis Antonio de Villena

Me despedí para siempre de mi mejor amigo sin saber que lo estaba haciendo, porque a la noche siguiente, con demasiado retraso, lo descubrieron tirado en la cama con una lanza en el pecho y una mujer desconocida al lado, también muerta pero sin el arma homicida en el cuerpo porque el arma era la misma y se la habían tenido que arrancar tras clavársela, para mezclar su sangre con la de mi mejor amigo. Las luces estaban encendidas y la televisión, y así sin duda habían permanecido durante todo aquel día, el primero de mi amigo sin vida o del mundo sin su mundana presencia desde hacía treinta y nueve años, bombillas incongruentes con el sol severo de la mañana y quizá no tanto con el cielo tormentoso de la tarde, pero a Dorta le habría molestado el dispendio. No sé bien quién paga los gastos de los muertos.

Tenía la frente abombada por un golpe previo, no era un chichón o si lo era ocupaba la superficie entera, la piel tirante sobre el cráneo elefantiásico, como si se hubiera frankensteinizado en la muerte, el arranque del pelo con una pequeña calva que nunca había tenido. Ese golpe debería haberlo dejado fuera de combate, pero al parecer no le había hecho perder del todo el conocimiento, porque tenía los ojos abiertos y las gafas puestas, aunque podía habérselas colocado después el lancero, como escarnio, uno no necesita gafas cuando es seguro que ya no va a ver más nada: toma, cuatro ojos, para que veas bien claro el camino del infierno. Llevaba el albornoz que utilizaba siempre a modo de bata, compraba uno nuevo cada pocos meses y este último fue amarillo, quizá debería haber evitado el color, como los toreros. Tenía sus zapatillas calzadas, zapatillas duras y rígidas como de americano, una especie de mocasín bien escotado por el empeine, sin ribetes y con el tacón muy plano, uno se siente más seguro si oye sus propios pasos. Las dos piernas desnudas asomaban por entre los faldones, vi que aunque era hombre velludo tenía las canillas calvas, hay quien pierde el pelo de esa zona por el roce eterno de los pantalones, o de los calcetines si son altos, medias de sport las llaman y él las usaba siempre, nunca se le vio franja de carne con las piernas cruzadas en público. Las sangres habían manado lo suficiente durante horas -con las luces encendidas y atareados testigos en la pantalla- para empapar el albornoz y las sábanas y arruinar el suelo de madera. La cama, sin colcha por el calor, no había sido abierta, el embozo intacto. Se lo veía pálido en las fotos, como a todos los cadáveres, con una expresión en él desusada, pues era homore festivo y risueño y bromista y la cara se aparecía seria, más que aterrorizada o estupefacta con un gesto de amargura, o tal vez -más sorprendente- de mero desagrado o fastidio, como si se hubiera visto obligado a algo no demasiado grave pero contrario a sus inclinaciones. Como morir parece grave al que muere si sabe que muere, no podía descartarse que le hubieran clavado la lanza estando él tan aturdido por el golpe previo que no hubiera tenido mucha conciencia de lo que ocurría, y eso podría explicar que tampoco hubiera reaccionado mientras hundían y sacaban con anterioridad el arma del pecho de la desconocida. La lanza era suya, traída unos años antes como recuerdo de un viaje a Kenia que le pareció detestable y del que vino lamentándose, como de costumbre cuando se ausentaba. Yo la vi más de una vez, metida descuidadamente en el paragüero, Dorta pensaba siempre que habría de colgarla algún día, uno de esos adornos fantaseados al verlos en manos ajenas y que ya no nos gustan tanto cuando por fin llegan a casa. Dorta no los coleccionaba pero de vez en cuando cedía al impulso de un capricho, sobre todo en países a los que sabía que no volvería. Quienes lo querían mal vieron algo de sarcasmo en la forma de su muerte, a él le gustaban mucho los bastones metálicos y puntiagudos, de esos tenía unos cuantos. Poca originalidad, una pedantería.

La mujer estaba casi desnuda, con unas braguitas tan sólo, en la casa no había rastro de las demás prendas con las que tendría que haber llegado, como si el lancero las hubiera recogido escrupulosamente tras sus asesinatos y se las hubiera llevado, nadie va así por la calle o en taxi por mucho calor que haga, quiero decir desnuda hasta tal extremo. Quizá era también un escarnio: ahí te quedas en pelotas, puta, así te irán follando en el camino hacia el infierno. Un engorro innecesario para un asesino en todo caso, todo lo que queda acusa, lo que queda en nuestras manos. La mujer tenía unos treinta años, tanto por el aspecto como por el informe del forense según dijeron, y podía ser una inmigrante por lo primero, cubana o dominicana o guatemalteca por ejemplo, la tez bronceada y los labios cuarteados y gruesos y los pómulos atrevidos, pero también hay muchas españolas que son así, en el sur y en el centro y hasta en el norte, no digamos en las islas, la gente se distingue menos de lo que quisiera. Ella sí tenía los ojos cerrados y una expresión de dolor en el rostro, como si no hubiera muerto en el acto y le hubiera dado tiempo a hacer el gesto involuntario, el dolor espantoso del hierro en la carne entrando y ya entrado, los dientes apretados instintivamente y la visión cegada, su desnudez sentida de pronto como una indefensión suplementaria, no es lo mismo que un arma blanca traspase primero una tela por fina que sea a que alcance la piel directamente, aunque el resultado no se diferencie en nada. O así lo creo, nunca he sido herido de este modo, toco madera, cruzo los dedos. En la mujer podía verse el boquete a la altura del nacimiento del pecho izquierdo, el uno y el otro me parecieron blandos en la medida en que se discernían y en que yo los miré por vez primera en las fotos, y fueron escasas ambas medidas. Pero uno se acostumbra a imaginar la textura y el volumen y el tacto de las mujeres al primer golpe de vista, más aún en estos engañosos tiempos, de haber sido rica se los habría siliconado, a su edad sobre todo, un tipo de blandura consustancial, que no depende de los años. Estaban manchados, la sangre seca. Tenía el pelo largo y alborotado y rizoso, parte de la melena le tapaba la mejilla derecha de forma poco natural, como si le hubiera dado tiempo a intentar cubrirse la cara con el cabello empujándolo con la mano, un último ademán de pudor o vergüenza para su posteridad anónima. En cierto sentido sentí más pena por ella, tuve la sensación de que su muerte era secundaria, que la cosa no iba en realidad con ella o que era sólo parte de un decorado. En la boca tenía restos de semen y el semen era de Dorta, según dijeron. También dijeron que ella tenía algunas caries, una dentadura de pobre, o víctima de los caramelos. Dijeron también que en ambos organismos había sustancias, esa fue la palabra, pero no mencionaron cuáles. No tengo mucho problema para imaginármelas.

Los dos estaban sentados, o mejor dicho no estaban del todo tumbados, más bien recostados, aunque en el caso de mi amigo no me ahorraron un detalle desagradable: la lanza herrumbrosa había penetrado con tanta fuerza que la punta nunca afilada ni bruñida ni tan siquiera limpiada desde que llegó de Kenia -pero tan aguda- había alcanzado la pared tras atravesar su tórax, dejándolo prendido a la cal como un insecto. Si a Dorta se le hubiera contado esto de otro, se habría estremecido pensando en el yeso dejado en el interior del cuerpo por la retirada de la lanza, alguien tuvo que sacarla, seguramente con más esfuerzo que quien la clavó en los dos pechos, el femenino y el masculino. El arma no había sido arrojada desde ninguna distancia, sino que se había embestido con ella más bien de abajo arriba, quizá a la carrera, quizá no, pero en el segundo caso la persona que la hubiera empuñado tenía que ser muy fuerte o alguien acostumbrado a clavar bayonetas. La alcoba era amplia, permitía coger carrerilla, toda la casa de Dorta era amplia, piso antiguo remozado, heredado de sus padres, él descuidaba todo menos dos espacios, el salón y el dormitorio, era grande para él. Acababa de cumplir los treinta y nueve años, se lamentaba de los cuarenta a la vuelta de la esquina, vivía solo pero invitaba a menudo a gente, de uno en uno.

Lo peor de estas edades es que a uno le parecen ajenas -me había dicho la noche de su muerte, durante la cena. Su cumpleaños había sido una semana antes, pero yo no había podido felicitarlo al estar él aquel día ausente en Londres. No había podido hacerle las tradicionales bromas por tanto, yo tenía tres meses menos y me permitía llamarlo ‘viejo’ durante ese periodo. Ahora tengo dos años más de los que él tuvo nunca, doblé mi esquina-. Hace unos días leí en el periódico una noticia que hablaba de un hombre de treinta y siete años, y en efecto la asociación de esa edad y la palabra ‘hombre’ me pareció adecuada, para ese individuo al menos. Para mí, en cambio, no lo sería. Yo todavía espero inconscientemente que se refieran a mí como a ‘un joven’ y desde luego cuento con que me tuteen, y figúrare, soy ya dos años mayor que ese hombre de la noticia. Los años deberían cumplirlos siempre los otros, hacernos ese favor. Es más: al igual que antiguamente los ricos pagaban a un individuo pobre para que hiciera el servicio militar o fuera a la guerra por ellos, debería ser posible comprar a alguien que cumpliera por nosotros los años. De vez en cuando nos quedaríamos con alguno, este año es mío, ya estoy harto de tener treinta y nueve. ¿No te parece una excelente idea?

A ninguno pudo ocurrírsenos que treinta y nueve sería en su caso el número fijo, del que podría hartarse hasta el fin de los tiempos sin posibilidad de cambiarlo y sin remedio. Así eran las ideas de Dorta cuando estaba animado y de buen humor, ideas poco excelentes y disparatadas, a veces ñoñas y pueriles invariablemente, y esto último tenía justificación al menos conmigo porque nos conocíamos desde niños y es difícil no seguir mostrándose un poco como se fue al principio con cada persona que conocemos: si uno fue caprichoso, deberá serlo indefinidamente de vez en cuando; si uno fue cruel, si fue frívolo, si fue enigmático, esquivo o débil o amado, ante cada uno tenemos nuestro repertorio, en el que se admiten variaciones pero no renuncias, si alguien rió una vez deberá reír siempre o será rechazado. Y por eso a Dorta lo llamé siempre Dorta y así lo recuerdo, en el colegio uno se conoce por el apellido hasta la adolescencia. Y del mismo modo que si continúa el trato uno ve en el adulto el rostro del niño con quien se compartió pupitre superpuesto siempre, como si los posteriores cambios o la acentuación de unos rasgos fueran máscara y juego para disimular la esencia, así los logros o reveses de las edades del otro se aparecen como irreales o más bien ficticios, como proyectos o fantasías o figuraciones o miedos de los que la niñez está poblada, como si entre esos amigos cuanto acontece siguiera pareciendo y se siguiera viviendo como una espera -el estado principal de la infancia, no es ni siquiera el deseo-, lo presente y también lo pasado y hasta lo remoto. Poco o nada entre esa clase de amigos puede tomarse demasiado en serio porque se está acostumbrado a que todo sea fingimiento, introducido explícitamente por aquellas fórmulas que después se abandonan para ir por el mundo, ‘Vamos a jugar a esto’, ‘Vamos a hacer como que’, ‘Ahora soy yo quien mando’ (se abandonan sólo verbalmente, en realidad todo sigue). Por eso puedo hablar de su muerte con desapasionamiento, como si fuera algo aún no acaecido sino instalado en la espera eterna de lo que no es verosímil y no es posible. ‘Supón que me matasen con una lanza.’ En Madrid, una lanza. Pero a veces sí me viene el apasionamiento -o es injustamente por lo mismo, porque puedo imaginar la angustia y el pánico aquella noche de quien sigo viendo como un niño asustadizo y resignado al que hube de defender a menudo en el patio, y que luego se disculpaba y me regalaba algún libro o tebeo por haberme forzado a entrar en combate con los matones cuando no me tocaba -aunque nunca pidió mi auxilio, se dejaba pegar o empujar, eso era todo; pero yo lo veía-, a gastar mis energías en alguien que no podía nunca vencer en lo físico y cuyas gafas rodaban por tierra casi todos los días de tantos cursos. No es perdonable que hubiera de morir con violencia, aunque no se enterara de su propia muerte. Pero esto es retórico, quién no se entera. Yo no estuve allí para verlo y entrar en combate, aunque por poco.

Su estancia en Londres había coincidido con una subasta literaria e histórica de la casa Sotheby’s a la que lo animaron a asistir unos amigos diplomáticos. En ella se vendían toda clase de papeles y también objetos que habían pertenecido a escritores y políticos. Cartas, postales, billets-doux, telegramas, manuscritos completos, borradores, archivos, fotos, un mechón de Byron, la larga pipa que fumó Peter Cushing en El perro de Baskerville, colillas de Churchill no muy apuradas, pitilleras inscritas, historiados bastones, amuletos experimentados. No había sido un bastón llamativo lo que hizo aflorar su impulso de comprador inconstante durante las pujas, sino un anillo que había pertenecido a Crowley, Aleister Crowley, me explicó benévolo, escritor mediocre y deliberadamente demente que se hacía llamar ‘La Gran Bestia’ y ‘El hombre más perverso de su tiempo’, todos sus objetos particulares con el 666 grabado, el número de la Bestia según el Apocalipsis, hoy juguetean con esa cifra los grupos de rock con ínfulas demoniacas, también parece que se encuentra oculto en muchos ordenadores, siempre el número de los bromistas, los vivos no saben lo antiguo que es todo, comentó Dorta, lo difícil que resulta ser nuevo, qué saben los jóvenes de Crowley el orgiástico y el satanista, seguramente un bendito conservador ingenuo para nuestros tiempos, un hombre en el fondo piadoso que convirtió a su discípulo Victor Neuburg en zebra por fallar repetidamente durante una invocación del Diablo en el Sáhara, me contó Dorta, y cabalgó sobre él hasta Alejandría, donde lo vendió a un zoológico que se ocupó del discípulo torpe o bien zebra durante dos años, hasta que Crowley le permitió finalmente recobrar la figura humana, en el fondo un hombre compasivo. Neuburg fue editor más tarde.

Un anillo mágico, así lo presentaba el catálogo, con una esmeralda oval preciosa engastada en el aro de platino con la inscripción ‘Iaspar Balthazar Melcior’, había la duda de si me iría al dedo pero aun así pujé como un loco, por encima de mis posibilidades. -Todo esto Dorta lo había contado mientras le duró el ánimo, cuando estaba contento peroraba incansablemente, luego solía apagarse y entonces me preguntaba por mí y por mi vida, dejaba que fuera yo quien hablara, dos monólogos seguidos más que un verdadero diálogo.- Los compradores fueron cayendo menos un tipo con cara germánica, una de esas narices de cuya punta parece estar a punto de caer siempre una gota, daban ganas de alcanzarle un pañuelo y mandarlo a una esquina, una nariz de tapir, un tipo de facciones irritantes, iba bien trajeado pero con botas vaqueras de piel de cocodrilo, imagínate el efecto, era imposible no fijarse en ellas y no enfurecerse. Yo subía y él subía el precio, invariablemente y sin mover un músculo, se limitaba a alzar la nariz como si fuera un juguete mecánico, yo miraba hacia él de reojo cada vez que aumentaba mi puja y allí veía la nariz falsamente húmeda irguiéndose como la banderita de los semáforos prehistóricos, ¿o eran los taxis los que la llevaban?, en fin, impidiéndome cada vez el paso y obligándome a hacer rápidas conversiones mentales de esterlinas en pesetas para darme cuenta de que estaba ya ofreciendo un dinero del que no disponía.

¿No? Tan caro no pudo ponerse ese anillo mágico, Dorta -le dije con guasa. No tenía demasiado dinero, pero aparentaba tenerlo, sus gestos eran de derrochador y no solía privarse de sus antojos, delante de testigos al menos, la mezquindad una lacra. Claro que sus antojos no eran excesivos, o no exigían fuertes desembolsos, como se decía antiguamente, o eso creía yo, no conozco todos los precios. En todo caso no le faltaba para pagar sus placeres vitales.

Bueno, sí, habría podido seguir algo más, pero eso me habría supuesto luego pequeños sacrificios, que son los que más detesto, son los pequeños los que lo hacen sentirse a uno miserable. Y en verano cuesta más renunciar a nada. De manera que aquel sujeto levantaba la nariz una y otra vez como si fuera un paso a nivel estropeado, hasta que uno de mis acompañantes me sujetó por el codo y me impidió alzar la mano. ‘No te lo puedes permitir, Eugenio, te vas a arrepentir’, me dijo en voz baja, y la verdad es que no sé por qué me lo dijo en voz baja, allí el español no lo entendía nadie. Pero era cierto y no me zafé de su mano y me sentí miserable, me entró una enorme depresión al instante, aún me dura, y aún tuve que ver cómo la nariz goteante se levantaba todavía más mirándome con desafío, como diciéndome: ‘Te vencí, ¿qué te creías?’ Inmediatamente se fue haciendo ruido con sus botas vaqueras de cocodrilo, no se quedó al resto de la subasta, o quizá volvió luego para otros lotes, no lo sé, porque el que se marchó fui yo al cabo de un par de pujas más. Fue una humillación como pocas, Víctor, y además en el extranjero.

Me llamó ‘Víctor’ y no ‘Francés’, por el apellido como solía. Sólo me llamaba ‘Víctor’ cuando no estaba bien o se sentía desamparado. Yo nunca lo llamé ‘Eugenio’, en ningún caso. Dorta tenía no sólo mucho de Dorta el niño, sino también de su madre y sus tías, a las que yo había visto tantas veces a la salida del colegio o en sus diferentes casas, invitado por el hijo o sobrino. De vez en cuando salía de su boca alguna frase que pertenecía sin duda a esas señoras anticuadas y cándidas que habían dominado su mundo en gran medida. Se le escapaban, no las rehuía sino que probablemente se complacía en perpetuarlas así, verbalmente, con sus expresiones perdidas: ‘Y además en el extranjero.’

¿Para qué diablos querías el anillo? -le pregunté- No te dará por creer ahora en magias, espero. ¿O es que quieres convertir en jirafa a alguien?

No, descuida. Se me antojó, me hizo gracia, era llamativo y tenía historia, exhibirlo aquí habría invitado a mucha gente a preguntarme, cualquier cosa es útil para el acercamiento en los bares. Si creo en las magias es en los otros, no en mí, desde luego; no me he visto tocado por ninguna en toda la vida, como bien sabes. -Y añadió sonriendo:- De hecho, al perder el anillo, me arrepentí de no haber pujado por el lote anterior en tu nombre, no salió tan caro. ‘El talismán mágico de Crowley para la potencia sexual y el poder sobre las mujeres’, así decía el catálogo, qué te parece, un bonito medallón de plata con su 666 preceptivo. Se lo llevó también el germánico o lo que fuera, sólo que ahí no tuvo mi competencia, quizá por eso salió menos caro. Me resta el consuelo de haberlo obligado a gastar de más con el anillo. Qué te parece, ‘poder sobre las mujeres’. Llevaba las iniciales ‘AC’ además del número grabado. Te habría ayudado.

Me reí de su malicia siempre benigna conmigo, no necesariamente con otros, su lengua era su única arma.

Dentro de un par de años sin lugar a dudas, ya lo preveo. Pero aún no tengo demasiadas quejas en esos dos aspectos.

¿Ah, no? Cuenta, cuéntame.

Tal vez fue entonces cuando yo pasé a hablar en aquella última cena y él escuchó con interés pero también con algo de abatimiento; que callara demasiado rato solía significar que estaba preocupado por algún asunto o momentáneamente descontento consigo mismo o con su vida, a todos nos pasa de vez en cuando pero nos dura poco si los motivos son leves, como la inquietud por el futuro impreciso o los arrepentimientos cotidianos, para los que no hay mucho tiempo, el verdadero arrepentimiento necesita perduración y tiempo. Cuando muere un amigo quisiéramos recordarlo todo de la última vez que lo vimos, la cena vivida como una más que de pronto adquiere un inmerecido rango y se empeña en brillar con un fulgor que no fue suyo; intentamos ver significado en lo que no lo tuvo, intentamos ver señas e indicios y acaso magias. Si el amigo ha muerto de muerte violenta lo que intentamos ver son quizá pistas, sin darnos cuenta de que también pudo no ocurrir nada esa noche, y entonces todas serían falsas. Recuerdo que se pasó la sobremesa fumando con gusto unos cigarrillos indonesios que había traído de Londres con aroma y sabor a clavo. Me regaló un paquete que aún tengo, Gudang Garam la marca, un paquete rojo y estrecho, ‘12 kretek cigarettes’, no sé lo que significa ‘kretek’, será palabra indonesia. La advertencia no se andaba por las ramas: ‘Smoking kills’, dice sin más, ‘Fumar mata’. No desde luego a Dorta, lo mató una lanza africana. Cuando yo paré de contar mis anodinas historias él volvió a adueñarse de la charla con nuevos bríos tras regresar del cuarto de baño, pero ya sin jovialidad ninguna. Acarició con el índice el dibujito en relieve que había en la cajetilla, parecía un tramo de rieles formando curva, un paisaje ferroviario, a la izquierda unas casas con tejados triangulares, infantiles, quizá una estación, todo en negro, dorado y rojo.

Este verano no voy a pasarlo bien, me parece -dijo. Estábamos a finales de julio, más tarde pensé que era raro que el verano entero le pareciera aún futuro aquella noche.- Me va a resultar difícil, estoy un poco desquiciado, y lo peor es que lo que siempre me divirtió me aburre. Hasta escribir me aburre. -Hizo una pausa y añadió sonriendo débilmente, como si hubiera cometido una falta impropia:- El último libro ha sido un buen fracaso, más de lo que te imaginas. Estoy acabando a toda prisa una cosa nueva, a los fracasos no hay que darles tiempo, es lo peor que puede hacerse porque en seguida lo impregnan y lo contaminan todo, cualquier aspecto de la existencia, hasta el más remoto, el más alejado de la esfera en que se produjo el desastre, como una mancha de sangre. Aunque uno se arriesgue a empalmar dos seguidos y acaba aún más manchado. Hay gente que así se hunde. Esta noche me toca un editor con el que ya he contratado esto sin terminarlo, he quedado a tomar la primera copa con él, está de paso en Madrid y ahora exige que lo distraiga. Un tipo sin escrúpulos y algo tardo de palabra, un lastre. Pero él no está escarmentado conmigo y le ha gustado arrebatarme a los otros. Es un decir, arrebatarme, tal como están las cosas. Pronto no va a quedarme ni el nombre que suena. Eso que se dice, ‘un nombre que suena’, una firma.

Sus noches empezaban realmente después de la cena. Tras el editor vendría lo más festivo, terrazas y discotecas y grupos noctámbulos hasta el amanecer o casi, no era extraño que esperara ser visto aún como un joven. Lo cierto es que parecía mayor, supongo, a mí me costaba distinguir eso, pero la gente que nos conocía a ambos se sorprendía al enterarse de que habíamos sido compañeros de clase, y no es que a mí no se me noten mis años. Lo vi preocupado, pesimista, inseguro, quizá dominado por el descubrimiento reciente de que lo que tarda en llegar además no dura, un éxito relativo en su caso, que debería haber ido a más y había ido a menos demasiado pronto, acostumbrándolo a lo bueno sólo lo justo. Prefiero no decir nada de sus novelas, al cabo de dos años ya no las lee nadie, ya no está el autor en el mundo para defenderlas y seguir emitiendo, aunque su muerte violenta hizo que esa obra póstuma e inconclusa se vendiera estupendamente al principio, tuvo sus titulares extraliterarios durante unas semanas, el editor sin escrúpulos se apresuró a sacarla. Yo ya no quise leerla.

Al poco ya no hubo más titulares ni letra pequeña ni nada, Dorta fue olvidado inmediatamente, sus libros curiosos sin verdadera valía y su asesinato sin resolución y por tanto abandonado, lo que no avanza ni sigue emitiendo está condenado a una disolución muy rápida. La policía archivó o no el caso, no sé cómo funciona su burocracia, desde el primer momento no me pareció que tuvieran mucho interés en averiguar nada -gente perezosa, el castigo final les pilla lejos- una vez que supieron que lo más misterioso y raro tenía una explicación sencilla, aquella lanza turística. Pero eso no era lo más misterioso ni lo más raro, sino la mujer desconocida a su lado conteniendo su semen en las encías, porque Dorta era un homosexual -cómo decirlo-, un homosexual sin fisuras, y supongo que retrospectivamente lo había sido desde el primer día en el patio y en clase, aunque ni él ni yo supiéramos por entonces ni durante muchos venideros años la existencia de esa palabra ni de lo que denomina. Tal vez lo sabían o intuían mejor los matones del colegio, y por eso lo maltrataban. Me atrevería a decir que no había conocido mujer en su vida, fuera de algún besuqueo voluntarioso en la adolescencia, cuando salirse de la uniformidad es muy grave si uno no quiere permanecer aislado y todos hacen esfuerzos por llamar la atención y a la vez asimilarse. Sus noches eran a menudo de búsqueda, pero el acercamiento en los bares para el que todo resultaba útil no tenía como destino a mujeres precisamente. Tampoco era lo bastante rijoso para hacer excepciones o contentarse si alguna se le ponía a tiro o se le ofrecía, y era improbable que sucediera eso, ellas notan el deseo del otro aunque sea remolón y tibio y ninguna pudo sentir nunca el suyo. Lo más disparatado de su muerte era eso, más incluso que la violencia, de la que había sido víctima leve en dos o tres ocasiones, irse a la cama con desconocidos siempre más fuertes y jóvenes y más pobres supongo que entraña sus riesgos. Nunca me dijo si pagaba o no y yo no le preguntaba, quizá hubo de hacerlo según se convirtió en ‘un hombre’, para su extrañeza; sé que hacía regalos y colmaba caprichos conforme a sus posibilidades y su entusiasmo, una forma de compra menos cruda que la de los billetes, en el fondo anticuada, respetable, atenta y que le permitiría engañarse a ratos. Si lo hubieran encontrado junto a cualquier muchacho la cosa no me habría parecido extraña, en la medida en que no será extraña la muerte de alguien que siempre asistió a nuestra vida, muy escasa esa medida. Ni siquiera la edad de la dominicana o cubana se ajustaba a las preferencias, hasta un chico de esos años habría tenido poco interés para Dorta, demasiado viejo. Dudé un instante si decírselo al inspector que me interrogó y me mostró aquellas fotos póstumas. Dorta había sido prudente mientras vivía su madre, aún lo era un poco porque vivían las tías, aunque no se enteraban de nada; en sus libros no había nada muy confeso, sólo insinuaciones. Dudé si decírselo a aquel inspector, yo creo, por un absurdo orgullo masculino: tal vez no estaba mal que creyera que mi mejor amigo había pasado su última noche con una mujer por su gusto y costumbre, como si eso fuera algo más digno y más meritorio. Me avergoncé de la tentación en seguida y aún es más, pensé que la mujer podía ser otro elemento de escarnio, como las gafas puestas: en la boca de una tía hasta el fin de los tiempos, maricón de mierda. Y le comuniqué al inspector lo increíble de la circunstancia, aquella escenificación tan inexplicable, Dorta junto a una mujer en la cama, restos de su semen en los intersticios de la dentadura picada o en las estrías y arrugas de los labios grandes. Pero el inspector me miró con reproche y sorna, como si de pronto me juzgara mal amigo o majara por querer ensuciar la memoria de Dorta con evidentes patrañas cuando él ya no estaba allí para defenderse ni desmentirme, aquel inspector Gómez Alday participaba de mi mismo orgullo masculino, sólo que en él no estaba recóndito.

Se lo aseguro -insistí al ver su mirada-, mi amigo no estuvo con una mujer en su vida.

Pues entonces se le ocurrió estar con una en su muerte, por poco no fue demasiado tarde para probar -contestó malhumorado y despreciativo. Encendía cada cigarrillo con la colilla del anterior, bajo en alquitrán y en nicotina-. ¿Qué me está usted contando, vamos a ver? Me encuentro con un tío al que habrá ensartado un marido o un chulo por haberse llevado a la mujer o a la puta a mamársela a domicilio. Y me viene usted con que era jula. Vamos hombre -dijo.

¿Es así como se lo explica? ¿Un marido o un chulo? Y a santo de qué, un chulo.

No lo sabe, eh, sabe poco. A veces se les cruzan los cables como a cualquiera. Las mandan a trotar y luego se vuelven locos pensando en lo que estarán haciendo con el cliente. Y entonces matan a lo bestia, los hay muy sentimentales, a mí qué me cuenta. El asunto parece claro, no me venga con historias, ni siquiera ha habido robo, sólo la ropa de ella, sería un chulo fetichista. Lo único, que no sabemos quién era la tía mamona ni vamos a saberlo seguramente. Sin papeles, sin ropa, con aspecto de sudaca, de ella no debe de haber constancia en ninguna parte, el único que tendrá constancia será el que le metió el lanzazo.

Le digo que es imposible que mi amigo levantara a una tía. -Los policías intimidan siempre, acabamos hablando como nos hablan para congraciarnos, y ellos hablan como el hampa.

¿Qué quiere, darme trabajo? ¿Que me meta en los tugurios de julas a bailar agarrado y a que me toquen el culo cuando lo que hay por medio es una puta? Venga ya, no voy a perder el tiempo y el humor con eso. Si a su amigo le iban los tíos, explíqueme usted lo ocurrido. Y aunque le fueran: la noche que a mí me importa le dio por irse de putas, ya ve usted, de eso hay poca duda, también es casualidad, qué inoportuno. Lo que hiciera todas las demás noches de su vida me trae sin cuidado, como si se follaba a su abuelo. -Ahora fui yo quien lo miró a él con reproche y sin ninguna sorna. Él se las vería con estas cosas a diario, pero yo no, y estaba hablando de mi mejor amigo. Era un hombre algo grueso, alto, con una calva romana y unos ojos soñolientos que de vez en cuando se despertaban como en medio de un mal sueño, repentinos fogonazos antes de volver a su sesteo aparente. Se dio cuenta y añadió en tono más conciliador y paciente:- A ver, explíqueme lo que pasó según usted, cuente su cuento, haga el favor.

No lo sé -dije vencido-. Pero parece una composición, ya le digo. Tendría usted que averiguarlo, es su trabajo.

El inspector Gómez Alday interrogó asimismo al editor sin escrúpulos con quien Dorta había tomado una copa en Chicote, había aparecido con su mujer, los tres se fueron de allí hacia las dos y se despidieron. Los camareros, que conocían a Dorta de vista y nombre, confirmaron la hora. Allí se habían encontrado con otro amigo mío y sólo conocido de Dorta, se hace llamar Ruibérriz de Torres, pero éste se había parado a hablar con ellos nada más cinco minutos, hasta que llegaron dos mujeres con las que había quedado. También los vio salir hacia las dos por la puerta giratoria, les dijo adiós con la mano, me contó que el editor era un pasmado y su mujer muy simpática, Dorta no había dicho apenas palabra, cosa rara. El matrimonio cogió un taxi en Gran Vía y se retiró a su hotel, no sin antes asustarse de que Dorta, según les anunció, se fuera a ir andando, les comentó que iba a un sitio cercano y lo vieron encaminarse hacia arriba, hacia la Telefónica o Callao, por tramos con una fauna que a ellos, barceloneses, les pareció de espanto y como para no dar dos pasos. No corría una gota de aire.

En el hotel, pura rutina, confirmaron la hora de llegada del editor y señora, hacia las dos y cuarto: algo ridículo, a él la falta de escrúpulos no le llegaría a tanto. A Dorta lo mataron entre las cinco y las seis, como a su inverosímil y postrero ligue. Yo pregunté por mi cuenta a los escasos amigos de Dorta que conocía un poco, amigos de farras y de tugurios julaicos, ninguno había coincidido esa noche con él en los sitios habituales, ‘le tour en rose’, como él lo llamaba. Ellos preguntaron a su vez a los camareros de esos locales, nadie lo había visto, y era raro que no hubiera pasado por uno u otro a lo largo de la noche. Quizá sí había sido una noche especial en todo. Quizá se había enrollado por la calle impensadamente con gente insólita de otros ámbitos. Quizá lo habían secuestrado y lo habían obligado a ir con los secuestradores a casa. Pero no se habían llevado nada, sólo alguien la ropa de la mujer, que tal vez era de la banda. El lancero. No sabía qué pensar y por lo tanto pensaba absurdos. Quizá tenía razón Gómez Alday, tal vez le había dado por coger a una puta primeriza y desesperada, una inmigrante en busca de cualquier dinero, con un marido que no se lo consentiría y que habría sospechado. Cuestión de mala suerte, demasiada.

El inspector me enseñó aquellas fotos que miré por encima. Aparte de las que reproducían el decorado entero, había un par de cada cadáver tomadas más de cerca, lo que se llama plano americano en cine. Los pechos de la mujer eran blandos definitivamente, bien formados y sugerentes pero blandos, la vista y el tacto se nos acaban confundiendo, los hombres a veces vemos como tocamos, a veces ofendemos con eso. Pese a los ojos apretados y el gesto de dolor se la veía guapa, aunque eso no se sabe seguro nunca con una mujer desnuda, hay que verla también vestida, de poco sirven las playas para saber sobre esto. Tenía las aletas de la nariz dilatadas, el mentón corto y redondeado, el cuello largo. Mis vistazos fueron rápidos a las seis o siete fotos y sin embargo me atreví a pedir una copia de la de la mujer de cerca, a Gómez Alday, quien me miró ahora con desconfianza y sorpresa, como si me hubiera descubierto una anomalía.

¿Para qué la quiere?

No lo sé -respondí yo perdido. Realmente no lo sabía, tampoco es que quisiera mirarla más en aquellos momentos, un cuerpo ensangrentado, un boquete, las pestañas densas, la expresión doliente, los pechos blandos y muertos, no era grato. Pero pensé que me gustaría tenerla para quizá mirarla más adelante, quizá al cabo de los años, después de todo era la última persona que había visto vivo a Dorta, exceptuando al asesino. Y lo había visto bien de cerca.- Me interesa. -Era pobre como argumento, incluso grotesco.

Gómez Alday me miró ahora con uno de sus fogonazos, no duró apenas nada, en seguida sus ojos volvieron a su aspecto dormitante. Pensé que estaría pensando que yo era un morboso, un enfermo, pero tal vez entendía mi petición y el deseo, al fin y al cabo teníamos el mismo tipo de orgullo. Se levantó y me dijo:

Esto es material reservado, sería completamente irregular que le diera una copia. -Y a la vez que decía esto metió la foto en la fotocopiadora que tenía en el despacho.- Pero usted puede haber hecho una fotocopia aquí en mi ausencia, cuando salí un momento, sin que yo me haya enterado. -Y me extendió la hoja con la reproducción imperfecta y brumosa pero reproducción al fin. Duraría sólo unos años, las fotocopias acaban borrándose, uno no se da cuenta de que empalidecen.

Ahora han pasado dos de esos años, y sólo durante los primeros meses tras la muerte de Dorta seguí dándole vueltas a aquella noche, me duró el horror algo más que el regocijo y la saña a los periódicos impacientes y a las televisiones desmemoriadas, no hay mucho que hacer cuando no hay ayuda ni avances y los medios de comunicación ni siquiera sirven de recordatorio. No es que yo lo necesitara en lo personal, pocas cosas en mí palidecen: no hay día que no me acuerde de mi amigo de infancia, no hay día en que no me pare a pensar en él en algún instante por uno u otro motivo, en realidad no se puede dejar de contar con la gente por el hecho accidental de que ya no vamos verla. A veces creo que ese hecho no sólo es accidental, sino intrascendente, el hábito y lo acumulado bastan para que la sensación de presencia sea siempre más fuerte y no se desvanezca, cómo se podría si no echar de menos. Pero sí se difumina el final si uno no saca de él nada en limpio y además puede teñir cuanto vino antes. Ese final se sabe, pero no aparece en primer plano. No fue así en los primeros meses, cuando las pesadillas se apoderan del sueño y los días comienzan todos con la misma imagen insistente, que parece una figuración y sin embargo pertenece a lo acaecido, uno se da cuenta mientras se lava los dientes, o mientras se afeita: ‘Qué tonto soy, si es cierto.’ Repasé muchas veces la conversación de la cena última, y el filo de las repeticiones me hizo ver que nada era significativo tras haberle otorgado significación a todo durante un periodo. Dorta se divertía fingiendo excentricidades, pero no creía en magias de ningún tipo ni tampoco en ultramortalidades y ni siquiera en azares, no en mayor grado que yo, y yo no creo en casi nada. La historia de la subasta de Londres era puramente anecdótica, lo vi claro pronto si alguna vez tuve dudas, la clase de cosas que a él le gustaba inventar o hacer más que nada para contarlas luego, a mí o a otros, a sus ignorantes idolatrados o a sus señoras sociales, sabiendo que distraían. Que hubiera pujado por un anillo mágico de aquel chiflado demonólogo Crowley no era sino la prueba: era más vistoso relatar el forcejeo por ese objeto que por una carta autógrafa de Wilde o Dickens o Conan Doyle. Una zebra. Y además no se lo había llevado, lo más disparatado habría sido que la broma le hubiera costado una buena suma imprevista. Quizá ni siquiera había existido el individuo germánico de las botas vaqueras, qué fantasía. Y aunque se hubiera alzado con la esmeralda: no cabía pensar en persecuciones ni en sectas, en venganzas a lo Tutankhamon ni en conjuras a lo Fu-Manchú, todo tiene su límite, hasta lo inexplicable.

Fue al cabo de un par de meses -la prensa ya no se interesaba y era dudoso que la policía lo hiciera- cuando se me ocurrió una posibilidad tan aceptable que no comprendí cómo no había pensado antes en ella. Llamé a Gómez Alday y le dije que quería verlo. Lo noté aburrido e intentó que le contara por teléfono el hallazgo, andaba muy mal de tiempo. Insistí y me citó en su despacho a la mañana siguiente, diez minutos, me advirtió no disponía de más para escuchar hipótesis que le complicaran la vida. Fuera lo que fuese lo recibiría con escepticismo, me advirtió también, para él la cosa estaba clara, sólo que no era fácil dar con aquel lancero: en la lanza había muchas huellas entre ellas sin duda las mías, casi todos los visitantes de la casa la tocábamos o la sopesábamos o la blandíamos un instante al verla sobresaliendo en el paragüero de la entrada. Me encontré al inspector con color sano y más pelo, no supe decirme si se trataba de un implante aprovechando el agosto o de una distribución más inflada y artística de su peinado romano. Mientras le hablé mantuvo los ojos opacos, como un animal dormido al que se transparentaran las pupilas bajo los párpados:

Mire, yo no sé demasiado de las andanzas de mi amigo, me contaba algo a veces sin entrar en detalles. Pero no descarto que pagara a algunos de los chicos con los que iba. Al parecer no era infrecuente que algunos presumieran de heterosexuales, aceptaban el viaje como excepción o eso decían, se empeñaban en dejar muy claro que a ellos las tías. Esa noche mi amigo pudo encapricharse de uno, y el machito decirle que o le conseguía una mujer también o nada. Soy capaz de ver a mi amigo metiendo al muchachito en un taxi y recorriendo pacientemente la Castellana. Lo veo hasta divertido, preguntándole qué le parecía esta o aquella, opinando él mismo como si fueran dos compinches de aventuras, dos puteros en noche de sábado. Por fin cogen a la cubana y se van los tres a la casa. El muchachito insiste en que Dorta se la tire para que él lo vea, algo así. Las tragaderas de mi amigo no son ilimitadas dadas sus inclinaciones, pero se deja hacer por la mujer, una cosa pasiva, todo sea por complacer al otro y conseguir sus propósitos más tarde. El machito se pone histérico cuando le llega el turno, se pone violento, va por la lanza que le ha hecho gracia al entrar en el piso, o a lo mejor ya la tenían en el dormitorio por indicación del propio Dorta, para que el chico hiciera poses con ella como una estatua, juegos así le gustaban. Y se carga a los dos, por la encerrona, aunque fuera consentida. Ha pasado muchas veces, arrepentidos, ¿no? Se echan atrás cuando ya no hay vuelta. Usted sabrá de casos. Lo he pensado y me parece posible, eso explicaría unas cuantas cosas que no casan.

La mirada de Gómez Alday siguió siendo neblinosa y holgazana, pero le salió una voz de irritación y desprecio:

Menudo amigo está usted hecho. Qué tiene contra él, sólo quiere echar mierda sobre su cadáver o qué, vaya historietas, tiene usted la mente enferma -dijo. No es que yo conociera mucho, pero el inspector no tenía ni idea de las prácticas y cambalaches nocturnos habituales. Las exigencias. Su orgullo sería más puro que el mío, pensé.- Pero ni siquiera me vale como mierda rebuscada, le falta a usted un dato que supimos a los pocos días. Su amigo llegó en efecto en taxi y acompañado a su casa, pero iba solo con la puta, los dos armando ya escándalo, la tía con las tetas fuera y él jaleándola, según dijo el taxista. Vino a contárnoslo cuando leyó de la matanza y vio en el periódico la foto de Dorta. Así que el lancero tuvo que llegar después: el chulo siguiendo a la puta o el marido a la mujer, o los dos ambas cosas, marido y chulo, mujer y puta. Ya se lo dije.

O pudo estar ya en la casa -contesté yo, picado por la reprimenda injusta-. A lo mejor el machito, una vez metidos en faena sin éxito, obligó a mi amigo a salir solo de caza y llevarle la pieza.

Ya. ¿Y su amigo habría salido a recorrer las calles, dejándolo solo en el piso?

Me quedé pensando. Dorta era aprensivo y cauto. Podía ponerse tonto una noche, pero no hasta el punto de propiciar que lo desvalijara un chapero mientras se lanzaba a buscarle una niña.

Supongo que no -contesté exasperado-. Qué sé yo, quizá llamó al chapero, lo hizo venir luego, las secciones de anuncios de los periódicos están llenas de ofrecimientos para cualquier hora.

Gómez Alday tuvo ahora uno de sus fogonazos, pero fue más de impaciencia que de otra cosa.

¿Y entonces para qué la tía, dígame, a ver? Para qué se la habría llevado, eh. Qué empeño tiene en que se culpe a una maricona. ¿Qué tiene usted contra ellos?

Nunca he tenido nada. Mi mejor amigo era lo que usted ha dicho, quiero decir que lo llamaron así muchas veces. No me cree, pregunte por ahí, pregunte entre los escritores, le contarán, son chismosos. Pregunte en los tugurios, también es su término. Me he pasado la vida defendiéndolo.

Lo que cuesta creer es que fuera usted amigo suyo. Además, ya le dije que a mí sólo me interesaba su última noche, ninguna otra. Es la única que me atañe. Ande, lárguese.

Me fui hacia la puerta. Ya con la mano en el picaporte me volví y le pregunté:

¿Quién descubrió los cadáveres? Los encontraron de noche, ¿no?, a la noche siguiente. ¿Quién subió a la casa? ¿Por qué subió nadie?

Nosotros -dijo Gómez Alday-. Nos avisó una voz de hombre, nos dijo que allí teníamos pudriéndose dos animales muertos. Eso dijo, dos animales. Probablemente el marido se angustió de pensar que allí estaba su puta, tirada y con un agujero sin que se enterara nadie. Le vendría el sentimentalismo de nuevo. Colgó en seguida tras dar las señas, no sirve de mucho. -El inspector hizo girar su silla y me dio la espalda como si hubiera puesto punto final a su trato conmigo mediante su respuesta. Vi su nuca ancha mientras me repetía:- Lárguese.

Dejé de darle vueltas al asunto, supuse que la policía nunca averiguaría nada. Dejé de darle vueltas durante dos años, hasta ahora, hasta una noche en que había quedado a cenar con otro amigo, Ruibérriz de Torres, muy distinto de Dorta y no tan antiguo, siempre va con mujeres que le dan buen trato y no es apocado, menos aún resignado. Es un sinvergüenza con el que me llevo bien, aunque sé que algún día me hará objeto de la deslealtad que tiene hacia todo el mundo y ahí se acabará la camaradería. Está enterado de cuanto pasa en Madrid, se mueve por todas partes, conoce o se las arregla para conocer a quien se proponga, es un hombre de recursos, su único problema es que lo lleva pintado en el rostro, la capacidad de estafa y la voluntad de dolo.

Estábamos cenando en La Ancha, en la terraza de verano, el uno enfrente del otro, su cabeza y su cuerpo me tapaban la mesa siguiente, en la que no tuve por qué fijarme hasta que la mujer que ocupaba en ella el lugar de Ruibérriz, es decir, el que estaba frente al mío, se agachó lateralmente a recoger su servilleta, volada por un poco de aire que se levantó a los postres. Asomó por su izquierda mirando hacia delante, como hacemos cuando recogemos algo que está a nuestro alcance y que sabemos exactamente dónde ha caído. Sin embargo se confió y falló, y por eso hubo de tantear con los dedos durante unos segundos, siempre con la cara mirando hacia nosotros, quiero decir hacia nuestra posición, porque no creo que posara los ojos en nada. Fueron unos segundos -uno, dos, tres y cuatro; o cinco-, los suficientes para que yo viera la cara y el largo cuello estirado en el pequeño esfuerzo de recuperación o búsqueda -la lengua en una comisura-, un cuello muy largo o más largo quizá por efecto del escote veraniego, un mentón corto y redondo y las aletas de la nariz dilatadas, unas pestañas densas y unas cejas como pinceladas, la boca grande y los pómulos altos, la tez oscura por naturaleza o piscina o playa, eso era difícil decirlo al primer golpe de vista, aunque mi primer golpe de vista sea a veces como una caricia, otras veces como un verdadero golpe. La melena era negra y de peluquería y rizada, vi un collar o una cadena, atisbé el escote rectangular, un vestido con tirantes sobre los hombros, blancos los tirantes y también el vestido, oí ruido de pulseras. Los ojos fueron lo que vi menos, o acaso los pasé por alto por la costumbre de no verlos nunca en la fotografía, apretados allí, cerrados allí con el gesto de dolor de quien murió con gran daño. Oh sí, en verano las mujeres se asimilan unas a otras más que en invierno y en primavera, y más aún para los europeos si son o parecen americanas, a todas podemos verlas como si fueran la misma, en verano ocurre mucho, algunas noches no distinguimos. Pero ella en verdad se parecía. Eso era mucho decir, lo sé bien, el parecido entre una mujer de carne y hueso con movimiento y una mera fotocopia de comisaría, entre los colores brillantes y el blanco y negro brumoso, entre las carcajadas y la parálisis, entre unos dientes luminosos y unas muelas picadas que jamás fueron vistas sino descritas, entre una vestida sin apuros visibles y una desnuda indigente, entre una viva y una muerta, entre un escote veraniego y un boquete en el pecho, entre la lengua suelta y el silencio eterno de los cuarteados labios, entre los ojos abiertos y los ojos cerrados, tan risueños. Y aun así se parecía, se parecía tanto que ya no pude apartar la vista, eché inmediatamente mi silla a un lado, hacia mi derecha, y como aun así no alcanzaba más que a verla a medias e intermitenternente -tapada por Ruibérriz y por su acompañante, los dos se movían-, me cambié sin más de sitio pretextando que me molestaba el aire, y pasé a sentarme -desplazados el plato del postre y mis cubiertos y vasos- a la izquierda del amigo, para ver sin obstáculos y miré sin pausa. Ruibérriz se dio cuenta en seguida, con él no hay mucho disimulo posible, de manera que le dije, sabiéndolo comprensivo ante semejantes accesos:

Hay ahí una mujer que me ha dejado sin aliento. Aunque sea mucho pedirte, no te vuelvas hasta que yo te diga. Y es más, te advierto ya una cosa: si ella y el hombre con quien está cenando se levantan, yo saldré tras ellos escopetado, y si no, esperaré lo que haga falta a que acaben para luego hacer lo mismo. Si quieres vienes conmigo y si no te quedas y ya haremos cuentas.

Ruibérriz de Torres se alisó el pelo con coquetería. Le bastaba saber que había una mujer notable en las inmediaciones para segregar virilidad y ponerse presumido. Aunque él no la viera ni ella a él; todo un poco animalesco, se le hinchó el niki.

¿Es para tanto? -me preguntó inquieto, se le iba el cuello. A partir de ahora no iba a ser posible hablar de nada más, y era culpa mía, yo no le quitaba el ojo a la chica.

Puede que para ti no -contesté-. Para mí sí puede serlo. Para tanto y más.

Ahora veía también de medio perfil al acompañante, un hombre de unos cincuenta años con aspecto adinerado y tirando a tosco, si ella era una puta el tipo era un inexperto e ignoraba que podía haber ido más al grano, sin el trámite de la cena en terraza. Si ella no lo era, el trámite estaba justificado, lo que lo estaría menos sería que la mujer hubiera aceptado salir con un individuo tan poco atractivo, aunque para mí siempre han sido un misterio las decisiones de las mujeres en lo relativo a sus devaneos como a sus amores, a veces una aberración según mi criterio. Lo que era seguro es que no estaban casados ni comprometidos ni nada, quiero decir que estaba claro que aún no habían yacido, según la expresión anticuada. El hombre hacía demasiados esfuerzos por mostrarse ameno y atento: llenaba puntualmente la copa de ella, parloteaba anécdotas u opiniones para no caer en el silencio que disuade de cualquier contacto, le encendía los cigarrillos con un mechero antiviento, de brasa como los de los coches, no hacen todo eso los españoles si no buscan algo, no cuidan su comportamiento.

A medida que la fui miranda mi convencimiento inicial disminuyó, como pasa con todo: a la seguridad sigue incerteza y a la incertidumbre ratificación, en general cuando es demasiado tarde. Supongo que según iban pasando minutos la imagen de la mujer viva se me imponía sobre la de la muerta, desplazándola o desdibujándola, admitiendo por tanto siempre menos comparación, menos semejanza. Se comportaba naturalmente como una mujer ligera, lo cual no significaba que hubiera de serlo, para mí no podía serlo en la medida en que aún se le superponía la desolación de las luces y la televisión encendidas durante todo un día y del semen inmerecido en la boca y del agujero en el pecho que aún se merecía menos. Lo miré, miré sus pechos, los miré por hábito y también porque eran lo que más conocía de la asesinada además del rostro, traté de que ahí se produjera también el reconocimiento pero fue imposible, estaban cubiertos por sostén y vestido, aunque pudiera vislumbrarse su inicio en el escote ni sobrio ni exagerado. Se me cruzó como un rayo el pensamiento indecente de que tenía que ver como fuera esos pechos, estaba seguro de reconocerlos si los veía al descubierto. No sería tarea fácil, menos aún aquella noche, en la que su acompañante tendría esas mismas intenciones y no me cedería el sitio.

De pronto olí el olor, un olor dulzón y pastoso, un aroma inconfundible, no supe si me lo traía por vez primera el cambio de dirección del aire -el salto de viento- o si era el primer cigarrillo con sabor a clavo que se fumaba en la mesa contigua a la nuestra, un buen cigarrillo distinto con el café o la copa, como quien se concede un cigarro. Miré rápidamente las manos del hombre, veía la derecha, manoseaba el mechero con ella. La mujer sí tenía un cigarrillo en la izquierda, y el hombre alzó entonces su brazo izquierdo para pedirle al camarero la cuenta con un gesto, la mano vacía, luego en aquel momento de olor exótico sólo fumaba ella, fumaba un Gudang Garam indonesio que crepita al quemarse con lentitud, yo había tenido un paquete hacía dos años, lo último que recibí de Dorta, y lo había hecho durar pero no tanto, al mes de dármelo él se me había acabado, fumé el último pitillo en memoria suya, bueno, cada uno y todos, guardé el paquete rojo vacío, ‘Smoking kills’, eso dice. Cómo era posible que a ella -si es que era ella- le hubiera durado tanto el que le habría regalado también mi amigo, la misma noche.

Dos años, los cigarrillos ‘kretek’ estarían secos como el serrín, un paquete abierto, y sin embargo aquel olor era penetrante.

¿Hueles lo que yo huelo? -le pregunté a Ruibérriz, que se estaba hartando.

¿Puedo mirarla ya? -dijo.

¿Lo hueles? -insistí.

Sí, no sé quién está fumando incienso o algo, ¿no?

Es clavo -contesté yo-. Tabaco con clavo.

El gesto del hombre al camarero me permitió hacerle yo a otro el mismo gesto de la escritura y estar listo cuando se levantó la pareja. Sólo entonces di permiso a Ruibérriz para que se volviera; se volvió, decidió acompañarme. Los seguimos a unos pocos pasos, vi a la mujer de pie por vez primera -la falda corta, los zapatos con los dedos al aire, las uñas pintadas- y durante esos pasos oí también su nombre, el que no había tenido nunca para mí ni para Gómez Alday ni quién sabía si para Dorta. ‘Hay que ver qué bien te mueves, Estela’, le dijo el tosco, no lo bastante para no estar en lo cierto en su comentario, que contenía más admiración que requiebro. Nos separamos un momento Ruibérriz yo, él fue hasta el coche para poder recogerme en cuanto ellos subieran al suyo, no eran gente de taxi. Cuando lo hicieron monté yo en el nuestro y rodamos siguiéndolos a escasa distancia, no había demasiado tráfico pero sí el suficiente para que no tuvieran por qué notarnos. El trayecto fue breve, llegaron a una zona de chalets urbanos, Torpedero Tucumán la calle, un nombre cómico para dirigirle una carta. Aparcaron y entraron en uno de ellos, de tres pisos, había luces encendidas ya en todos, como si hubiera bastante gente en la casa, tal vez acudían a alguna fiesta, después de la cena la fiesta, en verdad cuánto trámite el de aquel sujeto.

Ruibérriz y yo aparcamos sin salir del coche por el momento, desde allí veíamos las luces pero nada más, la mayoría de las persianas bajadas a medias y había visillos que no movía el aire, habría que haberse acercado hasta alguna ventana de la planta baja y haber espiado por una ranura, puede que acabemos haciéndolo, pensé rápidamente. En seguida nos pareció, sin embargo, que no podía tratarse de ninguna fiesta, porque no salía música de aquellas ventanas abiertas ni tampoco rumores de conversación anárquica ni risotadas. Sólo estaban subidas las persianas en dos habitaciones del tercer piso y allí no se veía a nadie, sólo una lámpara de pie, paredes sin libros ni cuadros.

¿Qué te parece? -le pregunté a Ruibérriz.

Que no tardarán demasiado en salir. Ahí no hay mucha diversión que no sea privada, y esos dos no pasarán juntos la noche, no ahí al menos, sea lo que sea la casa. ¿Has visto quién abrió, si tenían llave o llamaron?

No he podido, pero creo que no llamaron.

Puede ser la casa de él, y si es así ella saldrá dentro de un par de horas, no más. Puede ser la de ella, y entonces será él quien salga, al cabo de menos tiempo, digamos una hora. Puede ser una casa de masajes, así les gusta llamarlas ahora, y entonces será también él quien se vaya, pero dale sólo media hora o tres cuartos. Por último podría haber ahí dentro unas cuantas timbas selectas, pero no lo creo. Sólo en ese caso podrían pasarse la noche ahí metidos, perdiendo y recuperando. Tampoco me pega que sea la casa de ella. No, no lo será.

Ruibérriz conoce bien los territorios de la ciudad, tiene costumbre y ojo. No hace muchas preguntas y es capaz de averiguar lo que sea o encontrar a quien sea mediante dos llamadas y quizá otras tantas hechas luego por sus interlocutores.

¿Por qué no me averiguas qué casa es esa? Yo me quedo aquí esperando, por si salen los dos o uno antes de lo previsto. No te llevará nada de tiempo saberlo, estoy seguro, puede que baste con mirar la guía de calles.

Se quedó mirándome con los brazos bronceados sobre el volante.

¿Qué pasa con esa tía? Qué pretendes. No la he visto demasiado bien, pero quizá no sea por fin para tanto.

Para ti no probablemente, ya te lo he dicho. Déjame ver qué pasa esta noche y otro día te cuento el relato completo. Por lo menos tengo que saber dónde para, dónde vive, o dónde se acuesta esta noche, cuando le dé por acostarse.

No es la primera vez que me pides que espere a un relato, no sé si te das cuenta.

Pero a lo mejor es la última -le contesté yo. Si le contaba en seguida que creía estar viendo a una muerta, era posible que no me echara ninguna mano, esas cosas le ponen nervioso, como a mí normalmente, no creemos en casi nada.

Descendí del coche y Ruibérriz se lo llevó para hacer sus averiguaciones. En aquella zona no había comercios ni cines ni bares, una calle residencial aburrida y arbolada, sin apenas iluminación, sin nada ante lo que disimular o con lo que distraer una espera. Si me veía un vecino me tomaría por un merodeador sin duda, no había ningún pretexto para estar allí de pie, solo, en silencio, fumando. Crucé a la otra acera por si desde allí veía algo en el piso de arriba, el único con los vanos despejados. Vi algo, pero fue muy raudo, cómo una mujer grande que no era Estela pasaba y desaparecía y volvía a pasar en la dirección contraria al cabo de unos segundos y desaparecía de nuevo empeorando mi visión tras su paso, ya que al salir apagó la lámpara: como si hubiera entrado un momento a coger algo. Crucé otra vez y me acerqué sigilosamente como un ladrón antiguo a la cancela; la empujé y cedió, estaba abierta, se dejan así cuando hay una fiesta o si el lugar es de mucho paso. Seguí avanzando con tanto cuidado que de haber estado pisando arena mis huellas no habrían podido quedar en ella, me aproximé lentamente a una de las ventanas del piso bajo, la que quedaba a la izquierda de la puerta de entrada desde mi perspectiva. Como en casi todas, la persiana estaba bajada pero de manera que a través de las ranuras pudiera pasar el aire cálido que ya había parado, es decir, no a cal y canto. Detrás había visillos inmóviles, aquella habitación tendría refrigeración o sería una sauna. Los pasos que uno ve posibles a menudo acaba dándolos sin querer solamente porque son posibles y se nos han ocurrido, y así se cometen tantos actos y tantos asesinatos, a veces la idea conduce al hecho como si no pudiera sostenerse y vivir en tanto que idea tan sólo, como si hubiera una clase de posibilidades que no se aguantan y se desvanecen si no son puestas en ejecución al instante, sin que nos demos cuenta de que también así se han desvanecido y han muerto, ya no serán posibilidades sino pasado. Me encontré en la situación que había previsto desde el coche, con los ojos pegados a la rendija que quedaba a la altura de mi mirada mirando, escudriñando, tratando de distinguir algo a través de un espacio tan exiguo y de la tela transparente y blanca que dificultaba todavía más el discernimiento. También allí había sólo una luz de lámpara baja, gran parte de la habitación estaba en penumbra, era como tratar de desentrañar una historia de la que nos escamotean los principales datos y sólo sabemos detalles sueltos, mi visión borrosa y el punto de vista tan reducido.

Pero me pareció verlos y los vi, a los dos, a ellos, a Estela y al hombre tosco subidos el uno encima del otro, fuera del haz de luz, se acabaron los trámites, en una cama o quizá era colchón o era el suelo, al principio no distinguía siquiera quién era quién, dos masas carnales enlazadas oscuras, allí había desnudez, me dije, la mujer tendría al descubierto los pechos que yo necesitaba ver, o quizá no, quizá no, podría haberse dejado puesto el sostén todavía. Había movimiento o sería forcejeo, pero apenas si salía ruido, ni gruñidos ni gritos ni placeres ni risas, como una escena de película muda que jamás fue vista en los cines decentes mudos, un ceñudo y sofocado esfuerzo de cuerpos seguramente entregados más a otro trámite nuevo -el polvo- que al deseo verdadero, sin deseo no sólo el de ella sino el de él igualmente, pero era arduo decir dónde acababa uno y empezaba otro o cuál era cuál, algo grotesco debido a la oscuridad y el velo, cómo es posible no distinguir el de una mujer juvenil del de un hombre tosco. De pronto se alzaron con claridad un tórax y una cabeza con un sombrero puesto, entraron en el haz de luz un instante antes de volver a hundirse, el hombre se había calado un sombrero vaquero para echar su polvo, santo cielo, pensé, qué mamarracho. De modo que era él quien estaba arriba o encima, al alzarse me pareció ver también su torso velludo y prieto y desagradable, ancho y sin curvatura, poco ágil. Bajé los ojos a la siguiente ranura por si a esa altura vislumbraba a la mujer y sus pechos, pero allí perdía enteramente la perspectiva y volví al intersticio de arriba, esperando a que él tal vez se cansara y quisiera descansar debajo, era raro no saber si era cama o colchón o suelo, y aún más rara la amortiguación del sonido, un silencio como de mordaza. Luego percibí laboriosidad en el animal sudoroso y bicéfalo en que se habían convertido pasajeramente, van a cambiar de postura, pensé, van a intercambiar los puestos para prolongar la duración del trámite, lo cual es a su vez otro trámite, ya que en realidad no varían los elementos.

Oí el cerrojo de la puerta y me escabullí hacia la izquierda, logré doblar la esquina de la casa antes de que una voz de mujer despidiera a quienes se estaban yendo (‘Anden, y vayan con Dios’, como si fuera mexicana), un crítico literario al que conozco de vista, una cara de primate purísimo y pantalones rojos y botos como de excursionista, un segundo mamarracho, si aquello era una casa de putas no me extrañaba que aquel individuo hubiera de visitarlas, pagar siempre, lo mismo que el otro, un tipo con pelo cano a cepillo y cabeza de huevo invertido y una boca reptiliácea, grueso y con gafas y con corbata. Salieron ufanos y golpearon la cancela con engreimiento, nadie los vería, la calle tan sola y oscura, el segundo tipo tenía acento canario y era un tercer mamarracho, por su pinta y por su conducta, un chulo impostado. Cuando ya no oí sus pasos volví a mi ranura, habían transcurrido un par de minutos o tres o cuatro y ahora el hombre y Estela ya no estaban entrelazados, no habían cambiado de figura sino que se habían interrumpido, el final o una pausa. El sujeto estaba de pie, o de rodillas sobre el colchón, el haz de luz lo iluminaba, a ella menos, reclinada o sentada, veía su melena de espaldas, el hombre tosco le agarró la cabeza con las dos manos y se la hizo girar un poco, ahora vi el rostro de ambos y el cuerpo erguido de él con su vello proliferante y su sombrero ridículo, me pareció que empezaba a apretarle la cara a Estela con los dos pulgares, qué fuerza pueden tener dos pulgares, era como si la acariciara pero haciéndole mal, como si excavara en sus pómulos altos o le diera un masaje cruel que ahonda cada vez más intenso, empujaba sus mejillas hacia dentro como si fuera a hundírselas. Me alarmé, pensé por un instante que iba a matarla y que no podía matarla porque ya estaba muerta y porque yo tenía que ver sus pechos y hablar algo con ella, preguntarle por aquella lanza o por aquel boquete -el arma no estaba en ella, había salido-, y por mi amigo Dorta que recibió su sangre en la lanza. El hombre cedió en su presión, la soltó, hizo restallar sus nudillos apretándoselos, murmuró unas palabras y se apartó unos pasos, quizá no era nada, quizá era sólo el recordatorio de algunos hombres a algunas mujeres de que pueden hacerles daño si quieren. Se quitó el sombrero, lo tiró al suelo como si ya no le sirviera, empezó a buscar su ropa en una silla, sería él quien se marchara. Ella se dejó caer y se quedó inmóvil, no parecía dañada, o acaso tenía costumbre de recibir violencias.

Víctor -oí la voz de Ruibérriz que me llamaba quedamente desde el otro lado de la cancela. No le había oído llegar, ni a su coche.

Con la cabeza vuelta hacia el chalet -a veces cuesta apartar la vista- salí a encontrarme con él tan aéreamente como había entrado, lo cogí de una manga y lo arrastré a la otra acera.

¿Qué hay? -le dije- ¿Qué has sabido?

Lo previsible, casa de putas, abierta a todas horas, se anuncia en los periódicos, superchicas, europeas y americanas y asiáticas, dicen entre otras cosas. Te advierto que no serán muchas más de cuatro gatas. El teléfono viene en la guía a nombre de Calzada Fernández, Mónica. Así que saldrá él, si no ha salido.

Debe de estar a punto, ya han acabado y se está vistiendo. Han salido unos puteros que van por ahí de literarios, creerán que son armas y letras -le dije yo -. Hay que alejarse de aquí un momento, porque luego entro yo, en cuanto él salga.

Qué dices, te has vuelto loco, vas a ponerte en fila después de ese palurdo? ¿Qué te ha dado con esa mujer?

Volví a cogerlo de la manga y lo llevé más lejos, bajo los árboles, hasta un punto en el que seríamos invisibles para quien saliera. Ladró un perro perezoso del vecindario, calló en seguida. Sólo entonces le contesté a Ruibérriz:

No me ha dado nada de lo que tú crees, pero le tengo que ver los pechos esta misma noche, es lo único que cuenta. Y si es una puta mejor que mejor: le pago, se los veo a conciencia, puede que hablemos un rato y largo.

¿Puede que hablemos un rato y largo? Eso no te lo crees ni tú. No es para tanto, pero para más que mirar ya da. ¿Qué hay con sus pechos?

Nada, te lo contaré mañana porque a lo mejor no hay nada que contar tampoco. Si quieres seguir al tipo en el coche cuando se vaya, bien, aunque no creo que importe. Si no, gracias por la pesquisa y déjame ahora, ya me apaño solo. La verdad, no se te resiste nada.

Ruibérriz me miró con impaciencia pese al halago final. Pero suele aguantarme, es un amigo. Hasta que deje de serlo.

El tipo me trae sin cuidado, y ella también, para el caso. Si estás listo aquí te quedas, ya me dirás mañana. Andate con ojo, tú no frecuentas estos sitios.

Se fue Ruibérriz y ahora sí oí el motor de su coche a lo lejos mientras se abría la puerta de la casa (‘Vaya con Dios’, tal vez de nuevo, no me pudo llegar desde donde estaba). Vi al hombre tosco ya fuera del recinto, sí oí la cancela ruidosa. Echó a andar con cansancio en la dirección contraria a la mía -concluida su noche de fingimiento y esfuerzo, yo pude ir avanzando ya a sus espaldas mientras él se perdía en la fronda negra en busca de su automóvil. Tenía mucha impaciencia, y aun así aguardé unos minutos fumando otro cigarrillo antes de empujar la cancela. En la habitación de los trámites seguía habiendo luz, la misma lámpara, la persiana bajada con sus rendijas, no aireaban inmediatamente.

Llamé al timbre, de ring antiguo, no de campanas. Esperé. Esperé y una mujer grande me abrió la puerta, la había visto en el tercer piso, parecía una de nuestras tías cuando éramos niños, tías de Dorta o tías mías, llegada desde los años sesenta sin alterar su peinado rubio de platillo volante ni su maquillaje de pincel y polvera y hasta tenacillas.

¿Sí, buenas noches? -dijo interrogativamente.

Quisiera ver a Estela.

Se está duchando -contestó ella con naturalidad, y añadió sin recelo, sólo haciendo gala de buena memoria:- Usted por aquí no ha venido antes.

No, me ha hablado de ella un amigo. Estoy en Madrid de paso y me ha hablado bien de ella un amigo.

Bueenoo -arrastró las vocales con tolerancia, tenía acento gallego-, a ver qué se puede hacer. Tendrá que esperar un poco, eso seguro. Pase.

Un saloncito en penumbra con dos sofás enfrentados, se accedía a él en seguida desde la entrada, bastaba seguir andando. Las paredes casi vacías, ni un libro ni un cuadro, sólo una foto apaisada de gran tamaño pegada a una tabla gruesa, como había en los aeropuertos y agencias de viajes, antes. La foto era de rascacielos blancos, el letrero no dejaba lugar a la conjetura, ‘Caracas’, nunca he estado en Caracas. Tal vez Estela era venezolana, pensé al instante, pero las venezolanas no suelen tener los pechos blandos, o su fama es de lo contrario. Quizá tampoco Estela, quizá no era la muerta y era todo un espejismo alcohólico y veraniego y nocturno, mucha cerveza con limón y mucho calor, ojalá fuera así, pensé, las historias asumidas en el tiempo ya no deben cambiarse, aunque se hayan encajado sin explicación en su día: su falta de explicación acaba constituyéndose en la historia misma, esa es la historia, si ya se la ha asumido en el tiempo. Me senté, tía Mónica me dejó a solas, ‘Voy a averiguar para cuánto rato tiene’, dijo. Esperé su regreso, sabía que tendría que producirse antes de la aparición deseada, un edecán la señora. Y sin embargo no fue así, la señora tardó, no volvía, tuve ganas de buscar el cuarto de baño en que se estuviera duchando la puta y entrar y verla sin más espera, pero la asustaría, y a los dos cigarrillos fue ella quien descendió por las escaleras con el pelo mojado y bravío, en albornoz pero calzada con sus zapatos de calle, los dedos al aire, las uñas pintadas, las hebillas sueltas como único signo de que también sus pies estaban en casa, de retirada. El albornoz no era amarillo, sino azul celeste.

¿Tiene mucha prisa? -me preguntó sin preámbulos.

Mucha. -No me importaba lo que pudiera entender, al cabo de un rato entendería bien, y era ella quien debía darme explicaciones. Miraba sin curiosidad, sin mirar del todo, no como Gómez Alday pero sí como alguien que no aguarda sorpresas en su circunstancia. Era una mujer guapa imperfecta, o a pesar de sus imperfecciones resultaba guapa, al menos para el verano.

¿Quieres que me vista o va bien así? -pasó a tutearme, quizá se sintió con derecho tras saber de mi urgencia. Vestirse para desvestirse, pensé, por si quería yo ver lo segundo.

Va bien así.

No dijo más, hizo un gesto con la cabeza hacia una de las puertas de la planta baja y echó a andar hacia allí como una oficinista que va a buscar un impreso, la abrió. Yo me puse en pie y la seguí en el acto, debía de notar mi impaciencia equívoca, no parecía atemorizarla, más bien otorgarle superioridad sobre mí, sus maneras eran condescendientes, qué errada estaba si era ella y tenía que responder de una noche antigua y quizá ya olvidada. Entramos, era la misma habitación aún no aireada en la que acababa de debatirse con el tipo tosco, había allí un olor ácido pero más soportable de lo que habría supuesto. Un ventilador giraba en el techo, desde mi rendija no había podido verlo. Allí estaba el sombrero vaquero, tirado en el suelo, para uso de clientes quizá con complejos o con cabeza de huevo invertido, de alquiler también el sombrero. Un elemento vaquero en la última noche de Dorta, me había hablado de unas botas inverosímiles, de piel de cocodrilo.

Ella se sentó en la cama que no era colchón ni cama, uno de esos lechos japoneses bajos que no recuerdo cómo se llaman, creo que están de moda.

¿Te han dicho ya el precio? -la pregunta era desganada, mecánica.

No, pero no importa, lo hablamos luego. No habrá problemas.

Con la señora -dijo Estela-. Lo hablas con la señora. -Y añadió:- Bueno, ¿cómo lo quieres? Aparte de rápido.

Abrete el albornoz.

Obedeció, se desanudó el cinturón dejando ver algo, pero no me bastaba. Parecía aburrida, parecía hastiada, si antes no había habido deseo ahora habría rechazo tácito. Su acento era centroamericano o caribe, sin duda ya endurecido por una estancia en Madrid de años.

Abretelo más, del todo, bien abierto, que te vea -dije, y mi voz debió de sonar alterada, porque ella me miró por vez primera del todo y con una ráfaga de aprensión. Pero se lo abrió, se lo abrió tanto que hasta los hombros le quedaron al descubierto como a una estrella antigua de cine en noche de gala, maldita la gala que había esta noche, allí estaban, los pechos bien conocidos en blanco y negro, allí los reconocí en color sin dudar un instante pese a la penumbra, los pechos sugerentes y bien formados pero de consistencia blanda, cederían en las manos como bolsas de agua, seguía siendo pobre para meterse plástico, durante dos años yo los había mirado ensangrentados en una fotocopia cada vez más languideciente, más veces de las que habría debido, más de lo que lo imaginé que lo haría cuando le hice a Gómez Alday mi extravagante petición morbosa, era un hombre comprensivo. En los pechos algo menos morenos que el resto no había ningún boquete ni raja ni cicatriz ni tajo, toda la piel uniforme y lisa y sin ninguna herida excepto por los pezones, demasiado oscuros para mi gusto, uno se acostumbra a saber qué le gusta y qué no al primer golpe de vista.

Y en seguiria me vinieron agolpados demasiados pensamientos, la mujer viva y siempre viva por tanto, el gesto de dolor en la foto, los ojos apretados y también los dientes, aquellos ojos cerrados no eran ojos de muerta porque los muertos no hacen ya fuerza y todo cesa cuando expiran, incluso el daño, cómo no había pensado que aquella expresión era la de alguien vivo o la de alguien muriendo, pero nunca la de alguien ya muerto. Y aquellas bragas, por qué su cadáver tenía puestas las bragas, por qué conservar una prenda cuando se llega tan lejos, las bragas las conserva solamente alguien vivo. Y si ella estaba viva podía también estarlo mi mejor amigo, Dorta el bromista y el resignado, qué clase de broma me había gastado haciéndome creer en su asesinato y en su condena, qué clase de broma si estaba vivo.

De dónde has sacado los cigarrillos -le dije.

¿Qué cigarrillos? -Estela se puso alerta de pronto, y repitió para ganar tiempo:- ¿Qué cigarrillos?

Los que estuviste fumando antes, en el restaurante, con sabor a clavo. Déjame ver el paquete.

Instintivamente se cerró el albornoz, sin anudárselo, como para protegerse de su descubrimiento, estaba allí con un tipo que la había observado y seguido desde La Ancha o tal vez desde antes, todo aquel rato. Mi tono debía de ser lo bastante nervioso y colérico, porque señaló su bolso dejado en una silla, la silla que había aguantado la ropa del hombre tosco.

Están ahí. Me los dio un amigo.

Le había metido miedo, noté que me tenía miedo y que haría lo que le dijese por eso. Ya no había superioridad ni condescendencia, sólo miedo de mí y de mis manos, o de un arma blanca que hiciera boquete o rajara. Cogí el bolso, lo abrí y saqué el paquete estrecho, rojo y dorado y negro, con su tramo de rieles curvos en relieve y su anuncio, ‘Smoking kills’, fumar mata. Kretek.

¿Qué amigo? ¿El que estaba contigo? ¿Quién es?

No, yo no sé quién es él, él quería salir a cenar esta noche, ya yo estuve con él sólo otra vez.

Ah cómo detesto a los hombres que hacen daño a las mujeres y cómo me detesté a mí mismo -o fue luego- cuando le agarré el brazo a Estela y le volví a abrir su albornoz de un manotazo dejándola desprotegida y pasé mi pulgar por el canal de sus pechos como si de allí quisiera sacarle algo, lo pasé varias veces apretando mientras decía:

Dónde está el borquete, ¿eh? Dónde está la lanza, ¿eh? Dónde está toda la sangre, qué pasó con mi amigo, quién lo mató, tú lo mataste. ¿Quién le puso las gafas, di, se las pusiste tú, de quién fue la idea, fue tuya?

La tenía inmovilizada con su brazo retorcido y más retorcido a la espalda, y con la otra mano, con mi pulgar tan fuerte, le apretaba el esternón arriba y abajo, o se lo aplastaba, o se lo frotaba sintiendo a ambos lados el verdadero tacto de los pechos vistos tantas veces con mis ojos táctiles.

Yo no sé nada de lo que pasó, no me dijeron -dijo gimiendo-, él ya estaba muerto cuando yo llegué. A mí sólo me llamaron para hacer las fotos.

¿Te llamaron? ¿Quién te llamó? ¿Cuándo?

Nunca se sabe lo que pueden hacer nuestros pulgares, se habría alarmado alguien que me hubiera visto por la rendija de la persiana, los pulgares que no son nuestros parecen siempre imparables o incontrolables y que para ellos será siempre tarde. Pero estos eran míos. Me di cuenta de que no hacía falta asustarla más ni hacerle más daño, dejé de hacérselo, la solté, noté mis dedos calientes por el roce, como si ardieran momentáneamente, ese mismo ardor estaría en el canal de sus pechos como un aviso y un recordatorio, contaría lo que supiera. Pero antes de que hablara, antes de que se recobrara y hablara ya la idea me atravesó la cabeza, por qué los habían descubierto a la noche siguiente, tan tarde y con demasiado retraso, los dos cadáveres que sólo era uno, quizá para pensar y prepararlo todo y hacer las fotos, y quién hizo esas fotos que nunca se publicaron, tampoco la de ella, ni siquiera el rostro medio tapado por su cabellera echada hacia delante por su propia mano bien viva, sólo retratos de mi amigo Dorta en mejores tiempos, una composición esa cabellera que encubría un poco, la noticia contó lo que la policía dijo, no hubo versión de vecinos y las fotos las vi yo tan sólo, en el despacho de Gómez Alday tan sólo, las enseñaría a un juez como mucho.

La policía me llamó. El inspector me llamó, me dijo que me necesitaba para posar con un cadáver de muerte violenta. A veces hay que hacer cualquier cosa, hasta acostarse con un muerto. Aunque estaba ya muerto el muerto, te lo aseguro, yo con él no hice nada.

Dorta estaba muerto. Durante unos instantes había vuelto a vivir para mi sospecha, en realidad nada extraño: el hábito y lo acumulado bastan para que la sensación de presencia nunca se desvanezca, no ver a alguien puede ser accidental, hasta intrascendente, y no hay día que no me acuerde de mi amigo de infancia con quien ninguna mujer nunca hizo nada, ni vivo ni muerto, eso preocupaba a Estela, la pobre: ‘Estaba ya muerto el muerto, te lo aseguro’; y ni sangres mezcladas ni semen ni nada, todo aquello lo había inventado Gómez Alday para contármelo a mí o a cualquier otro curioso o metomentodo y que yo lo asumiera en el tiempo, los periódicos se cansan pronto y no dieron tantos detalles, sólo que había habido sexo entre los cadáveres cuando aún no lo eran.

Y te mancharon bien, ¿eh? Con sus pegotes de sangre y todo.

Sí, me mancharon el pecho con ketchup y esperaron a que se secara y tiraron las fotos luego. No llevó mucho tiempo, con el calor fue rápido, el joven las hizo. Me dieron unos miles y me dijeron que me callara bien. -Con su pulgar hizo el gesto de cerrarse la boca, como una cremallera. Seguía hablando pero me iba perdiendo el miedo, no dejaría de hablar por eso, aunque habría notado que por mi cabeza había cruzado esa expresión o ese pensamiento, ‘la pobre’, todos notamos eso, y nos tranquiliza.- De eso hace ya bastante tiempo. Si hablas te mando a latigazos de vuelta a Cuba en un barco negrero, me dijo, eso dijo el inspector. Y ahora qué pasará con eso, ahora qué, me volverá para Cuba.

El joven -dije yo, y mi voz sonó aún alterada, aún no se podía estar del todo a salvo conmigo-, qué joven. Qué joven.

El muchacho que estuvo con él todo el rato, estaba en el servicio militar, tenía que volver al cuartel, hablaron de eso. -Y aún se atrevió Gómez Alday, pensé, aún se atrevió a decir que el lancero podía ser alguien acostumbrado a clavar bayonetas, ahí te pudras con el corazón lleno de hierro aunque no estemos en guerra, un saco más, saco de harina saco de plumas saco de carne, kretek kretek.- Ya yo no sé más, llegué y me fui de allí por la tarde, con mi dinero y los cigarrillos, esos me los robé de la casa al salir cuando no me vieron, dos cartones. Aún me quedan tres o cuatro paquetes, los fumo lento y a la gente le impresionan, aún huelen mucho.

El motivo para fumarlos no era muy distinto del que tenía Dorta, algo en común tenían, él y Estela. Me senté a su lado en la cama baja y le pasé la mano por el hombro.

Lo siento -le dije-. El muerto era amigo mío y yo vi esas fotos.

Demasiadas veces tiene razón Ruibérriz de Torres, a todos nos conoce mucho. Después de todo yo llevaba tiempo viendo de tarde en tarde aquella cara doliente y aquellos pechos quietos y muertos y ensangrentados, y me daba alegría verlos en movimiento y vivos y recién duchados, aunque mi amigo en cambio siguiera muerto y hubiera habido tanto engaño. También fue una forma de pagarle y compensarle a la mujer el mal rato, aunque podía haberle dado el dinero por nada, o por la información tan sólo. Pero al fin y al cabo: tampoco iba a conciliar el sueño hasta que llegara la hora de las oficinas y las comisarías, aunque algunas de éstas pasan la noche en vela.

Dejé dinero en el saloncito al salir, quizá de más, quizá de menos, la tía Mónica se habría acostado hacía horas. Cuando me fui la mujer dormía. No pensé que la fueran a volver a Cuba, como ella decía.

Gómez Alday tenía aún mejor aspecto que la última vez que lo había visto, hacía casi dos años. Había ganado con el tiempo, lo habrían ascendido, estaría más tranquilo. Ahora que sabía que no compartía mi orgullo estúpido comprendí que se cuidara, los que lo tenemos nos cuidamos menos; no tuve tiempo ni humor para preguntas amables. No se negó a recibirme, no se levantó de su silla giratoria cuando entré en su despacho, se limitó a mirarme con sus ojos velados que no denotaron gran sorpresa, si acaso fastidio. Me recordaba.

¿Qué hay? -me dijo.

Hay que he hablado con Estela, su muerta, y no a través de su fotografía. A ver qué me cuenta usted ahora de su lancero.

El inspector se pasó una mano por la cabeza romana que cada vez parecía tener más pelo, él sí ganaba para sus injertos, pensé un segundo, los pensamientos inoportunos vienen en cualquier instante. Cogió un lápiz de su mesa y tamborileó con él sobre la madera. Ya no fumaba.

Así que se ha puesto a hablar -contestó-. Cuando llegó se llamaba Miriam, si es que se refiere a la puta cubana.

¿Qué pasó? Va a tener que contármelo. Usted no quiso investigar con los julas, para qué iba a perder el tiempo. No sé ni cómo se atrevió a llamarlos así.

Gómez Alday sonrió un poco, quizá un fantasma de rubor. No parecía más alarmado que un muchacho al que se ha descubierto en un embuste. Un embuste menor, algo que no tendrá consecuencias más allá de la riña. Tal vez sabía que yo no iba a irle a nadie más con el cuento, quizá lo supo antes de que lo supiera yo mismo. Tardó en contestar, pero no porque vacilara: era como si estuviera sopesando si yo merecía la confesión.

Bueno, hay que disimular, verdad -dijo por fin, e hizo una pausa, aún no había decidido. Luego siguió:- Yo no sé si conoce a estos chicos, algo le contó su amigo, verdad. Si son muy jóvenes no tienen sentido alguno de la fidelidad, tampoco de la oportunidad, se van con cualquiera una noche si los seducen con cuatro halagos, no digamos con algo de fama o un buen recorrido por los sitios caros. Salen por ahí, no tienen otra cosa que hacer, salen dispuestos a ser seducidos. Usted no sabe, son mucho más vanidosos que las mujeres. -Gómez Alday se detuvo, hablaba como si nada de aquello tuviera gran importancia y perteneciera a un pasado remoto, y es verdad que el pasado se hace remoto cada vez más pronto.- Bueno, el que estaba conmigo entonces. Me lo levantó una noche su amigo, por la calle, yo estaba de guardia. No me haga hablar mal de él, era su amigo, pero se pasó con el chico, la dichosa lanza, y éste se asustó y se puso nervioso con sus jueguecitos, usted lo dijo, me acuerdo, ocurre a veces, los arrepentidos, se pueden arrepentir por muchos motivos, también se asustan con lo que está fuera del programa. Perdió la cabeza y le arreó en la frente, y luego lo ensartó, vaya lanzazo, como si hubiera sido una bayoneta. No era mal chico, créame, estaba en la mili, aunque hace tiempo que no sé de él, lo mismo que aparecen desaparecen, no son sentimentales, a diferencia de los chulos de putas y los maridos. Me llamó aterrado, había que componer algo y alejar sospechas. -Gómez Alday pareció desamparado y débil por un momento, el pasado se hace remoto de golpe cuando desaparece de nuestra vida la persona que constituía el presente, el hilo de la continuidad se rompe y de pronto ayer queda muy lejos.- Qué quiere que le diga, qué iba a hacer sino echarle una mano, qué se gana con arruinar dos vidas en vez de una sola, sobre todo si la primera está despachada del todo.

Me quedé mirando su figura algo gruesa, se la veía alta hasta sentada en su silla. A él no le costaba sostenerme la mirada, sus ojos soñolientos podrían no haber parpadeado ni haberse desviado nunca, hasta el infierno sus ojos de bruma.

Ya no hubo más debilidad en aquel rostro, fue un segundo.

¿Quién le puso las gafas? -dije por fin- ¿A quién se le ocurrió ponérselas?

El inspector hizo un gesto de impaciencia, como si mi pregunta le hubiera hecho pensar que yo no merecía a la postre la explicación ni el relato.

Déjese de historias -dijo-. No me pregunte por travesuras en medio de un homicidio. Haga sólo preguntas que importen.

¿Y qué -le hice caso-, nadie quiso ver el cuerpo de la muerta tan viva? El juez, el forense.

Se encogió de hombros.

No sea ingenuo. Aquí y en la morgue hacemos lo que queremos. Se investiga lo que interesa y nadie hace preguntas a quien no debe. De algo tuvieron que servirnos cuarenta años de hacer lo que nos diera la gana sin rendir cuentas a nadie, un aprendizaje largo. Me refiero a Franco, no sé si se acuerda. Aunque es parecido en todas partes, se aprende de muchas formas.

Gómez Alday no carecía de humor. No era alguien a quien debiera hacérsele tal pregunta, pero se la hice:

¿Por qué apoyó tanto al chico? Aun así, se jugó usted mucho.

Hubo un fogonazo breve en los ojos adormecidos antes de que repitiera un gesto que ya le había visto con anterioridad: hizo girar su silla y me dio la espalda como si con ello pusiera punto final a su trato conmigo tan esporádico.

Vi su nuca ancha mientras me decía:

Me lo jugué todo. -Calló un momento y luego añadió desenfadadamente:- ¿Qué, usted no ha estado enamorado nunca?

Di media vuelta y abrí la puerta para marcharme. No contesté nada, pero me pareció recordar que sí.

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