Todo mal vuelve

Para el médico nocturno, que no quiso ser ficticio

Hoy he recibido una carta que me ha hecho acordarme de un amigo. La escribía una desconocida, de mí y del amigo.

A él lo conocí hace quince o dieciséis años y dejé de tratarlo hace dos, a causa de su muerte y no de otra cosa, aunque nunca nos vimos mucho, dado que él vivía en París y yo en Madrid. Yo visitaba su ciudad con razonable frecuencia, él muy rara vez la mía. Sin embargo no nos conocimos en ninguna de ellas, sino en Barcelona, y antes de vernos por primera vez yo ya había leído un texto suyo que me había mandado la editorial madrileña a la que por entonces ofrecía consejo (mal remunerado, como suele ser el caso). Aquella novela o lo que quiera que fuese era muy difícilmente publicable, y de ella no recuerdo apenas nada: sólo que tenía inventiva verbal y gran sentido del ritmo y considerable cultura (el autor conocía la palabra ‘pecio’) y que por lo demás era casi ininteligible, o para mí lo era: si fuera un crítico tendría que decir que se trataba de un continuador aumentativo de Joyce, pero menos pueril o senil que el último Joyce al que seguía a distancia. Aun así lo recomendé y mostré mi aprecio relativo en un informe, y eso hizo que su agente me llamara (aquel escritor con vocación de inédito tenía sin embargo agente) para establecer una cita con ocasión de un viaje de su representado a Barcelona, donde vivía su familia y también vivía yo, hace quince o dieciséis años.

Se llamaba Xavier Comella, y siempre me cupo la duda de si los negocios a los que veladamente se refería de vez en cuando como ‘los negocios de la familia’ serían la cadena de tiendas de ropa del mismo nombre en esa ciudad (jerseys eminentemente). Dado el carácter iconoclasta de su texto, yo esperaba encontrarme a un individuo barbado y selvático o bien a un iluminado con atuendo algo polinesio y colgantes metálicos, pero no fue así: por la boca del metro de Tibidabo, donde habíamos quedado, apareció un hombre poco mayor que yo, de veintiocho o veintinueve años entonces, y mucho mejor trajeado (soy persona de orden, pero él llevaba corbata y gemelos, lo cual era raro para nuestra edad y la época, corbata de nudo estrecho); con un rostro enormemente anticuado, parecía salido de los mismos años de entreguerras de los que procedía su literatura: el pelo rubiáceo echado hacia atrás y levemente ondulado como el de un piloto de caza o un actor francés en blanco y negro -Gérard Philipe, o Jean Marais en su juventud-; los iris color jerez con una mancha oscura en el blanco del ojo izquierdo que hacía a su mirada mirar herida; la mandíbula fuerte, como si la tuviera apretada siempre, una dentadura agradable y recia, un cráneo bien visible a través de la frente limpia, uno de esos cráneos que parecen a punto de estallar permanentemente, no tanto por su tamaño, que era normal, cuanto porque al hueso frontal no parece bastarle la piel tirante para contenerlo, tal vez era efecto de un par de venas verticales, demasiado protuberantes y azules. Era agraciado y amable, o aún más, extraordinariamente educado, asimismo para su edad y la época más bien grosera, uno de esos hombres con los que uno prevé que no se podrá tomar confianzas y sí en cambio confiar en ellos. Tenía un deliberado aspecto extranjero o tal vez extraterritorial que acentuaba su enajenación del tiempo que le había tocado, labrado sin duda el aspecto por sus siete u ocho años ya fuera de nuestro país: hablaba español con la grata entonación de los catalanes que no han hablado apenas catalán (suaves la c y la z, suaves la g y la j) y con un poco de titubeo antes de arrancar las frases, como si tuviera que llevar a cabo una mínima traducción mental previa, las tres o cuatro primeras palabras de cada oración. Sabía varias lenguas y leía en ellas, incluido el latín, de hecho comentó que había venido leyendo las Tristia de Ovidio en el avión de París, y lo comentó no tanto con pedantería cuanto con la satisfacción que produce el logro de lo que cuesta esfuerzo. Tenía algo de mundo y le gustaba tenerlo y hacerlo ver, durante la larga conversación que mantuvimos en el bar de un hotel cercano hablamos demasiado de literatura y pintura y música, es decir, de los asuntos que fácilmente se olvidan, pero algo me explicó de su vida, de la que tanto en aquella ocasión como durante los posteriores años en que nos tratamos hablaba siempre con una contradictoria mezcla de discreción e impudor. Esto es, lo contaba todo o casi todo, cosas muy íntimas, pero con una seria naturalidad -o era tacto- que en cierto sentido le restaba importancia, como quien considera que todo lo extraño y terrible y angustioso y triste que puede ocurrirle a uno no es otra cosa que lo normativo y el sino de todos, luego también del que escucha, que no deberá sorprenderse. No por eso carecía del ademán confidencial, pero quizá más como parte del bagaje de gestos del hombre atormentado que porque tuviera verdadera conciencia de lo que era en principio incontable, o uno hubiera dicho que lo era. En aquella primera oportunidad me contó lo siguiente: había estudiado medicina pero no la ejercía, sino que vivía, enteramente dedicado a la literatura, de una larga herencia o de rentas familiares, quizá procedentes de un abuelo textil, ya no recuerdo bien. Disponía de ellas y las había explotado desde hacía siete u ocho años, los que llevaba en París, adonde se había trasladado gracias a ese dinero huyendo de la para él mediocre y átona vida intelectual barcelonesa, que por lo demás no había tenido tiempo de conocer más que por la prensa, dada su juventud al partir. (Creció en Barcelona pero había nacido en Madrid, al ser su madre de esta ciudad.) En París se había casado con una mujer llamada Éliane (siempre la nombraba así, jamás le oí decir ‘mi mujer’), cuyo gusto para los colores, dijo, era el más exquisito que pudiera encontrarse en un ser humano (no pregunté, pero supuse que en tal caso sería pintora). Tenía un amplio y ambicioso proyecto literario del cual había realizado ya el veinte por ciento, señaló con precisión, aunque todavía nada se había publicado: dejando de lado a sus allegados, yo era la primera persona que se interesaba por sus escritos, que comprendían no sólo novelas, sino ensayos, sonetos, teatro y hasta una pieza para marionetas. Era evidente que confiaba mucho en que prevaleciera mi criterio en el seno de la editorial, sin saber que la mía era sólo una voz entre muchas, y no de las más autorizadas, dada mi juventud. Me dio la impresión de que tenía que ser bastante feliz, o lo que por eso suele entenderse: parecía muy enamorado de su mujer, vivía en París mientras en España acabábamos de salir del franquismo si es que habíamos salido, no tenía que trabajar ni más obligaciones que las que se impusiera él mismo, probablemente llevaba una interesante o amena vida social. Y sin embargo ya en aquel primer encuentro había en él un elemento de turbiedad y desazón, como si de él emanara una nube de sufrimiento, o quizá era una polvareda que iba condensando para luego sacudírsela y dejarla atrás. Cuando me habló de lo mucho que elaboraba sus textos, de las infinitas horas que había empleado para escribir cada una de las páginas que yo había leído, creí que era sólo eso: una concepción anticuada como él mismo, casi patética de la escritura, un llamamiento al dolor necesario para conseguir que las palabras transmitan algo de conmoción sin que importe su significado, como lo logran la música o el color sin figura o deberían lograrlo las matemáticas, dijo. Le pregunté si también le había costado horas una de sus páginas más fáciles de recordar, en la que aparecía tan sólo, cinco veces por línea, el gerundio ‘cabalgando’, así: ‘cabalgando cabalgando cabalgando cabalgando cabalgando’, lo mismo en todas las líneas. Me miró con sorpresa -unos ojos ingenuos- y al cabo de unos segundos se echó a reír. ‘No’, contestó, ‘esa página no me llevó horas, desde luego. Hay que ver cómo eres’, añadió con inesperada simpleza, y volvió a reír.

Llegaba siempre con un poco de retraso a las bromas, o, mejor dicho, a las leves tomaduras de pelo que sobre todo más adelante yo me permitía para rebajar la intensidad de lo que en ocasiones me contaba o decía. Era como si no comprendiera el registro irónico a las primeras de cambio, como si también en esto tuviera que efectuar una traducción: al cabo de unos momentos de desconcierto o asimilación se echaba a reír abiertamente con una carcajada casi femenina de tan generosa, como admirado de que alguien tuviera capacidad para la chanza en medio de una conversación seria si no solemne o incluso dramática, y lo apreciara mucho, la chanza y la capacidad. Eso suele ocurrirles a las personas que creen no tener un átomo de frivolidad; él tenía, pero lo ignoraba. Al ver su reacción aventuré alguna guasa más (quizá deba decir que es mi principal manera de mostrar simpatía y afecto), y le dije más tarde: ‘La verdad es que sólo te falta poder publicar para tener una vida idílica, de cuento de Scott Fitzgerald antes de que a los personajes se les tuerzan las cosas.’ Esto le hizo ensombrecerse un poco, se me ocurrió que tal vez por la mención de un autor que no debía interesarle nada, aún menos que a mí. Me contestó con gravedad: “También me sobra algo.’ Hizo una pausa teatral, como si dilucidara si iba a contarme o no lo que ya tenía en la punta de la lengua. Yo guardé silencio. Él lo soportó (soportaba el silencio mejor que nadie); yo no. Pregunté: ‘¿Qué es?’ Esperó aún un poco y luego contestó: ‘Soy melancólico.’ ‘Vaya’, dije yo sin poder evitar sonreír, ‘suelen recurrir a eso quienes tienen privilegios excesivos que hacerse perdonar. Pero es una enfermedad antigua, y como tal no será grave, supongo: nada clásico es muy grave, ¿verdad?’

En él casi nunca había doble intención, y se apresuró a deshacer lo que juzgó que era un equívoco. ‘Padezco de depresión melancólica casi continuamente’, dijo; ‘vivo medicado y eso lo amortigua, y si interrumpiera la medicación me suicidaría, es casi seguro. Antes de irme a París lo intenté ya una vez. No es que me hubiera ocurrido nada concreto, ninguna desgracia, es simplemente que sufría y no soportaba vivir. Esto puede sucederme de nuevo en cualquier instante, desde luego me sucedería si interrumpiera la medicación. Eso me dicen y probablemente tienen razón, yo soy médico.’ No le echaba dramatismo, hablaba de ello con absoluto desapasionamiento, en el mismo tono en que me había contado lo demás. ‘¿Cómo fue esa vez?’, pregunté yo. ‘En la casa de campo de mi padre, en Gerona, cerca de Cassá de la Selva. Me apunté al pecho con una carabina, sujetando la culata entre las rodillas. Me temblaron, flaquearon, la bala se incrustó en una pared. Era demasiado joven’, añadió a modo de disculpa, y sonrió amablemente. Era un hombre muy atento y no me dejó pagar.


Nos escribimos, empezamos a vernos cuando yo iba a París, quizá es que fui pocos meses después a reponerme de algún disgusto, allí podía alojarme en casa de una amiga italiana cuya compañía siempre me ha divertido y por lo tanto me ha consolado. La de Xavier Comella me interesó y me distrajo entonces, más adelante se convirtió en algo que pedía la repetición, como pasa con la de las personas con que uno cuenta también en ausencia.

Xavier vivía temporalmente en casa de su suegro con su mujer Éliane, francesa de origen y rasgos chinos, delicada hasta la náusea como cumple a toda mujer oriental que se precie de refinada, y ella además lo era. Su fantástico gusto para los colores, tan encomiado por su marido, no tenía por destino ningún lienzo, sino la decoración, me pareció que hasta entonces más de casas de amistades y conocidos que de verdaderos clientes, también la del restaurante de su padre, el suegro, que nunca visité pero que según Xavier era ‘el más exquisito restaurante chino de Francia’, lo cual tampoco era decir demasiado o al menos era enigmático. En presencia de su mujer las atenciones de quien iba siendo mi amigo se extremaban, hasta el punto de resultar a veces ligeramente fastidiosas: me rogaba que no fumara porque ella se mareaba con el humo; en los cafés había que sentarse siempre en las terrazas acristaladas por el mismo motivo y porque allí corría mejor el aire, y disponernos de manera que ella quedara de espaldas a la calzada, pues la aturdía la visión del tráfico; no se podía ir a un local ni a un cine que estuvieran medio llenos porque a Éliane la angustiaban las masas, ni por supuesto a ninguna cava o tugurio, porque le causaban claustrofobia; también había que evitar los espacios muy amplios como la Place Vendôme, porque asimismo padecía de agorafobia; no podía estar de pie sin andar más tiempo del que dura un semáforo, y si había que hacer una cola para un teatro o un museo, aunque fuera de pocos minutos, Xavier acompañaba a Éliane hasta algún café cercano y la depositaba allí -tras comprobar que no había ninguna amenaza, lo cual llevaba su tiempo, de tan variadas- para que esperara sentada y a salvo; entre unas cosas y otras, cuando él regresaba a mi lado para solidarizarse con mi lento avance yo ya había sacado los billetes o entradas y había que volver a buscarla: para entonces ella había pedido ya un té y había que esperar a que se lo tomara: en más de una ocasión la función empezó sin nosotros o hubimos de ver el museo a paso de carga. Salir con los dos era un poco empalagoso, no sólo por estas servidumbres e inconvenientes, sino porque el espectáculo de la adoración no es nunca agradable de contemplar, menos aún si el que adora es alguien a quien se tiene aprecio: inspira pudor, da vergüenza, en el caso de Xavier Comella era como estar asistiendo a la manifestación -o a parte- de su intimidad más apasionada, lo cual es algo que toleramos sólo en nosotros mismos -como nuestra propia sangre, como nuestras uñas cortadas-. Y quizá era aún más embarazoso porque viendo a Éliane uno podía entenderlo, o imaginarlo: no es que fuera una descomunal belleza y era más bien callada (por supuesto no pedía ni protestaba de nada porque eso no casaba con el refinamiento, ni le hacía falta: Xavier era solícito y cabal intérprete de sus necesidades), en el recuerdo es para mí una figura completamente difuminada, pero su mayor atractivo -y era muy alto- residía probablemente en que también en presencia, en presente, uno la sentía ya como un recuerdo, un esfumado y tenue recuerdo y como tal armonioso y pacífico, sedante y un poco nostálgico e inaprehensible. Tenerla en los brazos debía de ser como abrazar lo que se ha perdido, a veces sucede en sueños. Xavier me dijo una vez que estaba enamorado de ella desde los catorce años: no me atreví a preguntar cómo y dónde la había conocido tan pronto, yo no pregunto mucho. Me ha quedado una imagen de los dos juntos que predomina sobre todas las otras: en un mercado de flores y plantas al aire libre empezó a llover una mañana con bastante fuerza, pero la excursión se había hecho para que Éliane eligiera las primeras peonías del año y también otros ramos, de modo que a nadie se le ocurrió ni hubo lugar a ponerse a cubierto, sino que Xavier abrió su paraguas y cuidó de que a ella no le cayera una gota durante su recorrido minucioso e inalterable, siguiéndola a un par de pasos con su bóveda impermeable en alto y empapándose él a cambio como un lacayo devoto y acostumbrado. Unos pasos detrás iba yo, sin paraguas pero sin atreverme a desertar del cortejo, lacayo de inferior categoría, menos ferviente y sin recompensa.

Cuando quedábamos sin ella él hablaba y contaba más, también más que en las cartas, afectuosas pero muy sobrias, a veces de un laconismo tan tenso que presagiaba algún estallido -como su frente de piel tirante y abombadas venas- que se produciría ya fuera del sobre. Fue sin ella delante como me habló de sus prontos violentos tan difíciles de imaginar, y a lo largo de trece o catorce años yo no asistí a ninguno, si bien es verdad que nos veíamos sólo de tarde en tarde y su vida se me aparece ahora como un libro deteriorado con numerosas páginas sin imprimir, o como una ciudad que uno ha visto sólo de noche y de paso, aunque muchas veces. Una vez me contó que en una reciente visita a Barcelona había aguantado en silencio las amonestaciones burlescas de su padre, separado de su madre y vuelto a casar, hasta que en un arrebato había empezado a destrozarle la casa, había arrojado muebles contra las paredes y derribado arañas, rasgado cuadros y arrasado estantes, por supuesto reventado la televisión. Nadie lo paró: él se calmó al cabo de un par de minutos demoledores. Lo contaba sin complacencia, pero también sin arrepentimiento ni pesar. A este padre yo lo conocí en París, con su nueva mujer holandesa que llevaba un brillante incrustado junto a una de las aletas de la nariz (una adelantada a su época). Llamado Ernest, no se parecía a Xavier más que en la frente huesuda: era mucho más alto y con el pelo negro sin una cana, tal vez teñido, un hombre presumido, indulgente y despreocupado, levemente altanero para con su propio hijo, a quien era evidente que no se tomaba en serio, aunque tal vez eso no tenía nada de particular, puesto que nada parecía tomarse de esa manera. Producía el efecto de un niño pijo enquistado, aún dedicado a ver concursos de hípica, tirar al plato y -aquella temporada- hojear tratados de filosofía hindú: uno de esos individuos, cada vez más raros, que parecen estar siempre en batín de seda. Tampoco Xavier se lo tomaba a él en serio, pero no podía mostrarse asimismo altanero, en parte porque le irritaba, también porque ese rasgo no lo había heredado.

Fue también sin Éliane delante como a los dos o tres años de nuestros primeros encuentros me contó Xavier la muerte de su hijo recién nacido, no recuerdo si estrangulado por su propio cordón umbilical, o sin duda no, pues lo que sí recuerdo es uno de sus comentarios tan parcos (ni siquiera me había dicho que lo esperaran): ‘Para Éliane ha sido más grave que para mí’, dijo. ‘No sé cómo va a reaccionar. Lo peor es que el niño llegó a existir, así que no podremos olvidarlo, ya le habíamos dado nombre.’ No le pregunté cuál era ese nombre, para no tener que recordarlo yo también. Años más tarde, hablándome de otra cosa -pero quizá no pensaba en otra cosa-, me escribió: ‘Lo que es repulsivo es tener que enterrar lo que acaba de nacer.’ Aún no se había separado de Éliane -o Éliane de él- el día que me habló de un proyecto literario que precisaba de un experimento, me dijo: ‘Voy a escribir un ensayo sobre el dolor. Pensé primero en hacer un tratado estrictamente médico y titularlo Dolor, anestesia y diestesia, pero he de ir más allá, lo que en realidad me interesa del dolor es el misterio que representa, su carácter ético y su descripción en palabras, y todo eso es algo cuya posibilidad tengo a mano: he planeado suspender dentro de pocos días mi medicación contra la depresión melancólica y ver qué pasa, ver hasta dónde puedo aguantar y examinar el proceso de mi dolor mental que acaba por hacerse físico en formas diversas, pero sobre todo a través de unas migrañas inconcebibles. La palabra migraña parece siempre leve por culpa de las esposas insatisfechas o esquivas, pero encierra uno de los mayores padecimientos que puede conocer el hombre, eso desde luego. Cabe la posibilidad de que si quiero detener el experimento sea demasiado tarde, pero no puedo dejar de llevar a cabo esta investigación.’ Xavier Comella había seguido escribiendo más novelas y más poesía y unas ‘imaginarias’ -en el sentido de ‘guardias’y una epistemología, de todo lo cual habíamos logrado que la editorial madrileña que nos había hecho conocernos aceptara por fin publicar su novela Vivisección, mucho más extensa que la que yo había leído; sin embargo aún no había visto la luz a causa de inacabables retrasos, y él estaba trabajando en una traducción de La anatomía de la melancolía de Burton por encargo de la misma editorial, que lo había elegido para la tarea también por su profesión. Seguía siendo un autor inédito, y de vez en cuando, desesperado, tomaba la decisión de seguir siéndolo para siempre: cancelaba contratos que luego había que reconstruir, suerte que el editor era un hombre paciente, arriesgado y afectuoso, lo casi nunca visto. ‘No tienes curiosidad por ver tu libro publicado’, le dije yo. ‘Sí, claro que sí’, contestó, ‘pero no puedo esperar, y con el ensayo sobre el dolor habré completado el sesenta por ciento de mi obra’, volvió a señalar con la acostumbrada precisión. ‘El día que te conocí me dijiste que sin tu medicación lo más probable era que te suicidaras, y si eso ocurriera tu obra se quedaría tan sólo en el cincuenta por ciento o quizá menos, depende del porcentaje que lleve tu ensayo. Y el cincuenta por ciento es poca cosa, ¿no?’ Se echó a reír con retraso como solía y me dijo con la extraña simpleza verbal en que incurría a veces: ‘Tienes unas salidas…’ Yo no me preocupé demasiado, siempre pensaba que su verdad era exagerada cuando me contaba los episodios más dramáticos y aparatosos.

Durante los siguientes meses sus cartas se hicieron aún más austeras de lo habitual, y su letra infantil más apresurada. Sólo al despedirse decía alguna frase sobre sí mismo o su estado o sobre la marcha de su experimento: ‘Hoy por hoy la máxima velocidad hacia el futuro sigue siendo insuficiente y no envejecemos respecto a él sino respecto a nuestro pasado. Mi futuro perfecto tiene prisa; mi pasado perfecto no tiene frenos.’ O bien: ‘Siempre he vivido con la aprensión de tener que callarme un día, definitivamente. En fin, amigo, estoy más pusilánime que nunca.’ Pero poco después: ‘Cada vez soy más invulnerable por dentro y combustible por fuera.’ Y más adelante: ‘Ni vivir ni morir sino quizá durar sea lo más heroico en el hombre.’ Y en la siguiente carta: ‘¿Qué pensarán de nosotros? ¿Qué pensamos de nosotros? ¿Qué pensarás de mí? No quiero saberlo. Mas la pregunta me produce cierto abatimiento. Ni más ni menos.’ ‘Como te dije en el curso de nuestra conversación frente al Luxemburgo’, decía una vez refiriéndose a la obra cuyo advenimiento invocaba, ‘mi puerta de entrada consiste en provocar una recaída en el cólico endógeno y cuando los meandros de los setenta primeros escolios te conduzcan al último comprenderás el porqué, tanto más si recuerdas lo que te comenté respecto a las condiciones privilegiadas que reúne mi enfermedad. Desde luego ese regreso al Hades es un poco bestia y soy el primero en reprochármelo, pero, ¿cómo contentarse con atunes cuando se tiene aparejo para tiburón?’ Y aún: ‘No estoy otra vez muy mal. Es la misma vez.’ Hubo de interrumpir el experimento antes de lo esperado: él calculaba que necesitaría seis meses para alcanzar el culmen, y a los cuatro hubo de ser hospitalizado durante dos semanas, incapaz de aguantar sin su medicación y aún sin los medios para ponerse a escribir. Sé que su familia y los médicos lo regañaron mucho.

Poco después se produjeron reveses y cambios encadenados, aunque él me los transmitía espaciadamente, sin duda por delicadeza: sólo cuando hacía algún tiempo que había ocurrido me comunicó la separación de Éliane. No me dio explicaciones lineales, pero a lo largo de nuestra charla -esta vez en Madrid, en una visita a un hermano que ahora vivía aquí- me las dio a entender, y entendí estas cuatro: un hijo muerto no une necesariamente, sino que a veces separa si la cara del uno no hace sino recordarle esa muerte al otro; los años de espera de algo concreto, un libro y su publicación, quedan justamente quebrados cuando lo esperado llega; lo que nace en la infancia no se acaba nunca, pero tampoco se cumple; el dolor propio no es que se pueda, se tiene que soportar, pero lo que no se puede es pedir que asistamos al que se inflige a sí mismo el otro, porque nunca veremos su necesidad. Aquella ruptura no supuso, con todo, el fin de la adoración: Xavier confiaba en que se demorara el divorcio, también en que Éliane no abandonara París, le ofrecían un trabajo excelente como decoradora en Montreal.

Más tarde me comunicó que su herencia o sus rentas habían llegado a su término (tal vez eran cantidades que el padre desviaba de los negocios de la familia y se cansó de seguir con la práctica). Hasta entonces su único trabajo remunerado había sido la traducción monumental de Burton, a cuyo cincuenta por ciento aún no había llegado; desconocía los horarios, por supuesto madrugar. Decidió ejercer entonces su carrera olvidada e inició las gestiones para hacerlo en París, de donde en ningún caso quería moverse mientras Éliane permaneciera allí. Esperó la nacionalidad y el doctorado de estado, tuvo que trabajar al principio como enfermero, luego en un dispensario (‘Hombres y mujeres, ancianos y adolescentes transformados en lampistería: allá voy para arbitrar entre horrores y bagatelas’). Estuvo a punto de incorporarse a Médecins du Monde o Médecins sans Frontières, organizaciones que lo habrían enviado una temporada a Africa o a Centroamérica con los gastos pagados pero sin darle un salario, de allí habría vuelto con los bolsillos sin peso. Ya no dispuso de todo su tiempo para escribir, y disminuyó la velocidad con que iba cubriendo su famoso ciento. De Éliane no quería hablar mucho, sí lo hacía en cambio de otras mujeres jóvenes o no tanto, entre ellas mi amiga italiana que yo le había presentado años atrás: según él ella fue muy cruel; según ella sólo se defendió: tras pasar una noche juntos él salió de la casa de ella para regresar a las pocas horas con su equipaje, ya dispuesto a vivir allí. Fue expulsado con indignación femenina. Yo escuché ambas versiones y no opiné, solamente lo lamenté.

Ya no era un autor inédito, pero su novela en España no tuvo ventas ni apenas reseñas, como era de prever. Cuando yo iba a París solíamos quedar a cenar o almorzar en el Balzar o en Lipp, y eso no cambió, pero ahora permitía que yo invitara, cuando él había impuesto siempre la ley de la hospitalidad: tú eres un forastero y esta es mi ciudad.

Seguía vistiendo bien -lo recuerdo mucho con gabardina elegante-, como si a eso no pudiera renunciar por educación, tal vez la única herencia del padre. Quizá, sin embargo, ya no combinaba los colores tan adecuadamente, como si eso hubiera dependido del excepcional sentido de Éliane para ellos y para cuanto fuera ornamento. Una vez la mencionó en una carta: ‘De la raíz separada de Éliane brotan con furia retoños de rayo por los que se me va la mitad de la vida’, dijo. Durante dos años en que no nos vimos cambió un poco físicamente, y con su tacto de siempre me lo advirtió: ‘No sólo estoy cansado mentalmente sino además en pésima forma física. Testigo de cargo es la alopecia galopante que me obliga a llevar gorra para protegerme del malhumorado otoño de esta latitud.’ Tuvo que trasladarse a un barrio más bien magrebí. En uno de mis viajes no contestaba al teléfono aunque yo sabía que estaba en París. Pensé que tal vez se lo habían cortado, cogí el metro y me presenté en su remota y desconocida casa, es decir, en lo que resultó ser su cuarto, tan exiguo y tan poco amueblado, paradero de la desolación. Pero en realidad de esa escena sólo recuerdo su cara de alegría al verme en el umbral. Sobre su mesa de trabajo había un vaso de vino.


Las cosas fueron mejorando un poco mientras yo me alejaba y viajaba a Italia y ya no a París, cuando viajaba. Xavier Comella encontró por fin un empleo perfecto para sus propósitos, si bien -en consonancia- no le procuraba demasiado dinero: médico interino o de reemplazo en un hospital, casi sólo trabajaba cuando lo precisaba o quería: siempre que cubriera un mínimo de suplencias al mes, quedaba a su voluntad aumentar el número según sus fuerzas o necesidades, y eso le permitió volver a tener tiempo para la impaciente ejecución de su obra. Esa impaciencia yo no la entendía muy bien, habida cuenta de que tras Vivisección nada más veía la luz: ni su novela Hécate, ni la titulada La Espada sin filo, ni su Tratado de la voluntad ni sus poemas que me mandaba a veces eran aceptados por ninguna editorial. Recuerdo dos versos de una ‘imaginaria’ que recibí: ‘Vigilia de tu geminado espíritu / Es el sueño en que por cuerpo me niego.’ Cuanto escribía seguía siendo difícilmente comprensible, cuanto escribía tenía brío. Yo lo leía poco, él seguía traduciendo la Anatomía.

Hacía ya diez u once años que nos conocíamos cuando una mañana volvimos a estar sentados en la acristalada terraza de un café de Saint-Germain. Había ennoblecido de aspecto y había aprendido a peinarse el pelo que le iba escaseando como si se le hubiera vuelto más rubio. Lo vi animado tras aquellos años en que había padecido males, y me informó de los importantes avances de sus escritos, había llegado al ochenta y tres y medio por ciento de la totalidad de su obra, según me dijo, ya asumiendo mi ironía al respecto. Luego hizo su ademán confidencial y se puso más serio: le faltaban sólo dos textos para terminar, una novela que se titularía Saturno y el aplazado ensayo sobre el dolor. La novela sería lo último por sus complicaciones técnicas, y ahora se sentía con fuerzas para volver a su experimento y suspender de nuevo su medicación. Confiaba en aguantar esta vez lo bastante para poder ponerse a escribir sabiendo cuanto debía saber. ‘En estos años de ejercicio de mi profesión he visto mucho dolor, e incluso lo he administrado: lo he combatido y lo he permitido, según lo que fuera más beneficioso para el paciente; lo he suprimido de cabo a rabo con morfina y otros medicamentos y drogas que no se hallan en el mercado y a los que sólo los médicos tenemos acceso, muchos son un secreto tan bien guardado como si fuera de guerra, lo que dan las farmacias y los dispensarios es una mínima parte de lo que existe; pero de todo hay un mercado negro. El dolor lo he visto, lo he observado, lo he graduado, lo he mensurado, pero ahora me toca sufrirlo de nuevo, y no sólo el físico, con el que es fácil dar, sino el psíquico, el dolor que hace que la cabeza pensante no desee otra cosa que dejar de pensar, y no puede. Tengo el convencimiento de que el mayor dolor es el de la conciencia, contra el que no hay apenas remedio ni amortiguamiento, ni más cesación que la muerte, y aun así de eso no estamos seguros.’ Esta vez no intenté disuadirlo, ni siquiera de la manera oblicua y levísima en que lo había hecho ante su primer anuncio de la investigación personal. Nos teníamos mucho respeto, sólo le dije: ‘Bueno, tenme al tanto.’

No se puede afirmar que lo hiciera, esto es, no me fue informando de su proceso ni de su razonamiento, quizá porque no podía hablar de ello más que indirectamente y a través de sensaciones y síntomas y estados de ánimo, a los que no tenía inconveniente en hacer referencia, y así, en sus cartas de los siguientes meses -yo estaba en Madrid o en Italia- no contaba mucho de lo que le ocurría o pensaba, letras más lacónicas que de costumbre, pero de vez en cuando soltaba una frase que me ensombrecía, nítida o enigmática, confesional o críptica según los casos: de las segundas, que solían venir al final de las cartas, justo antes de la despedida o incluso después, en un post-scriptum, he vuelto a leer hoy unas cuantas: ‘Dolor pensamiento placer y futuro son los cuatro números necesarios y suficientes de mi interés.’ ‘Nada mancha más que el exceso de pudor: paga antes de ser tu propio Shylock.’ ‘Hagamos lo posible por no soltarnos del vagón de cola.’ ‘Si no desiertas del desierto el desierto se hará transitivo y te desertará y transitivo no en el te sino en el hacerte desierto.’ ‘Un fuerte abrazo y no des descanso a nadie. Te lo podrían hacer pagar.’ Esas cosas decía. Entre las primeras hay una continuidad, incluso un progreso: ‘Ni me apetece escribir, ni me apetece ejercer, ni viajar, ni pensar, ni tan siquiera desesperar’, decía, y a la siguiente: ‘Leo por simulacro de ocupación.’ Algo después pensé que se había recuperado un poco, ya que mencionaba abiertamente -la única vez- la prueba en la que estaba inmerso: ‘De mi experiencia ética del dolor endógeno sigo a la espera de que estalle la bomba de relojería que monté a principios de verano pero no sé el día ni la hora. Ya lo ves, pero no te pares mucho a mirarlo, es demasiado patético para merecer consideración, y si algo de titánico hay en todo ello la verdad es que me siento francamente enano.’ Yo no sé qué le respondía, ni si le preguntaba, uno olvida sus propias cartas en cuanto las echa al buzón, o aun antes, en cuanto lame el sobre y lo cierra. Él seguía dándome el escueto parte de su inactividad: ‘Un poco de medicina, muy poco de pluma, algo más de recogimiento. La hojarasca húmeda.’ Yo recordaba que en su primero y fracasado intento había hablado de seis meses como del tiempo que habría necesitado resistir sin su medicación para alcanzar lo que buscaba, y por eso esperé que con la llegada del invierno su bomba de relojería estallara o bien tuviera que detenerla, aunque fuera para ir de cabeza al hospital otra vez. Pero esa estación sólo contribuyó a su empeoramiento, que él sin embargo no debió juzgar suficiente: ‘Yo estoy como exangüe desde hace dos meses. Ni escribo, ni leo, ni escucho, ni veo. Oigo truenos, eso sí, pero no sé si es una tormenta que se aleja o se acerca, ni si es pasada o futura. Aquí termino: el buitre me picotea ya el hemisferio izquierdo.’ Supuse que se refería a la migraña que lo torturaba.

Luego pasaron casi dos meses sin ninguna noticia, y al cabo de ese tiempo recibí en Madrid una llamada de Éliane. Tras su separación no había mantenido con ella ningún contacto, pero no tuve capacidad para la sorpresa, sino que en seguida pensé lo peor. ‘Xavier me ha pedido que te llame’, me dijo en francés con ese tiempo verbal que tan poco indica sobre cuándo ocurrió lo ocurrido, y antes de que continuara dudé si se lo habría pedido antes de morir o en aquel mismo instante, si estaba vivo. ‘Ha tenido una recaída muy fuerte y está hospitalizado, quizá para un poco de tiempo; por ahora no podrá escribirte, y no quería que te preocuparas demasiado. Ha estado mal, pero ya está mejor.’ Había en sus palabras tanto convencionalismo como era admisible en una llamada así, pero me atreví a preguntarle dos cosas aunque eso supusiera violentar a un recuerdo, es decir, a quien ya era dos veces recuerdo: ‘¿Ha intentado suicidarse?’ ‘No’, contestó, ‘no ha sido eso, pero ha estado muy mal.’ ‘¿Vas a volver con él?’ ‘No’, contestó, ‘eso es imposible.’

Durante los dos últimos años de nuestra amistad nos escribimos menos y nos tratamos menos, yo fui sólo una vez a París, él ya nunca volvió a Madrid. Fue dejando de contestar a mis cartas o tardaba demasiado, y todo requiere un ritmo. Hay más cosas de él muy desoladas, pero no quiero contarlas ahora, yo no las viví y las supe sólo por sus confidencias. La última vez que nos vimos fue en un viaje mío muy breve, almorzamos en el Balzar; había engordado un poco -abomoado el pecho- y no le sentaba mal. Sonreía a menudo, como alguien para quien es un acontecimiento salir a almorzar. Me contó con cautela y pocas palabras que durante nuestro silencio por fin había escrito el ensayo sobre el dolor. Creía que eso se lo publicarían, pero sobre el texto no dijo más. Ahora ya estaba entregado al último, al Saturno, y lo escribía sin pausa pero con gran dificultad. Todo aquello me resultó algo ajeno: su vida se me había hecho todavía más fragmentaria, más fantasmal, como si en las últimas páginas del libro deteriorado aparecieran ya sólo los signos de puntuación, o como si hubiera empezado a sentirlo como recuerdo también a él, o quizá como alguien ficticio. Estaba casi calvo pero su rostro seguía siendo agraciado. Pensé que sus venas aún más visibles parecían altorrelieves. Allí nos despedimos, en la rue des Écoles.

Después de eso sólo recibí ya una carta, y un telegrama, la primera al cabo de bastantes meses, y en ella decía: ‘No te escribo porque al final tenga algo que decirte, sino precisamente porque el tiempo pasa y cada vez me deja menos para contar. Nada positivo. Horrible invierno, lleno de recesos rellenos de remolinos. Sedimentos y caos. Un silencio editorial desmaterializante. Un divorcio con Éliane. Y náusea frente a toda creación. La semana pasada fue de un tedio coagulante. Anteanoche fue peor: me despertó un alarido, mío.’ Y el post-scriptum tras la firma decía: ‘Así que sólo ennegreceré un poco más mi cenicienta materia.’

No me preocupé especialmente y no contesté porque al cabo de dos semanas viajaba de nuevo a París. Esto fue hace dos años, o algo más. Llevaba ya tres días en la ciudad, alojado como siempre en la casa de mi amiga italiana, y todavía no lo había llamado, esperando a desembarazarme primero de mis ocupaciones allí. Llevaba tres días cuando regresé de la calle a la casa y la amiga italiana que fue cruel con él o se defendió de él me dio la noticia de su voluntaria muerte, anteayer. Ya no era demasiado joven, no falló; era médico, fue preciso; y evitó todo dolor. Días después logré hablar con su madre, a la que nunca conocí: me dijo que Xavier había terminado el Saturno dos noches antes de anteayer (el ciento por ciento, se acabó la vida al acabarse el papel). Había hecho dos copias, había escrito tres cartas que se encontraron sobre la mesa junto a un vaso de vino: para ella, para la agente que no tuvo éxito, para Éliane. En la carta a la madre le explicaba el rito: pensaba leer unas páginas, oír algo de música, beber algo de vino antes de acostarse. Al teléfono ella no me supo decir qué música ni qué líneas, y no he vuelto a preguntarlo para no tener que recordar eso también. De las más de mil páginas de la Anatomía de Burton llegó a traducir setecientas -el sesenta y dos por ciento-, y el resto aún aguarda a que alguien se decida a concluir la tarea. No sé qué se ha hecho de su ensayo sobre el dolor.

El telegrama lo hallé a mi regreso a Madrid. Lo había escrito un vivo pero yo leí a un muerto. Decía esto: “TODO BIEN VA NADA VA BIEN TODO MAL VUELVE MI MEJOR ABRAZO XAVIER.”

Hoy he recibido una carta que me ha hecho acordarme de este amigo. La escribía una desconocida, de mí y de él.

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