La herencia italiana

Lo stesso

Tengo dos amigas italianas que viven en París. Hasta hace un par de años no se conocían, no se habían visto, yo las presenté un verano, yo fui el vínculo y me temo que sigo siéndolo, aunque ellas no se han vuelto a ver. Desde que se conocieron, o mejor, desde que se vieron y ambas saben que conozco a ambas, sus vidas han cambiado demasiado rápido y no tanto paralelamente cuanto consecutivamente. Ya no sé si debo cortar con la una para liberar a la otra o cambiar el sesgo de mi relación con la otra para que la una desaparezca de la vida de aquélla. No sé qué hacer, no sé si hablar.

En principio no tenían nada que ver, aparte de un común y considerable interés por los libros, y sus respectivas bibliotecas por tanto, hechas ambas con paciencia y devoción y esmero. La más antigua amiga, Giulia, era sin embargo una aficionada: hija de un viejo embajador misino (neofascista, es decir), estaba casada, tenía dos hijos, alquilaba algunos pisos de su propiedad en Roma, vivía de ello y no trabajaba, disponía de casi todo su tiempo para su pasión, leer, y, en el máximo de la sociabilidad, recibir a escritores en pálida emulación de las salonnières francesas del XVIII como Madame du Deffand (los tiempos no dan para más). La más reciente amiga, Silvia, era en cambio una profesional: dirigía una colección, era algo más joven, soltera, sin patrimonio, vivía con ciertos apuros gracias a entrevistas y artículos librescos para la prensa de su país; no recibía a nadie sino que salía a encontrarse con los escritores en los cafés, en los cines, acaso para cenar. A mí mismo, aunque extranjero para ellas y extranjero en la ciudad, Silvia salía a encontrarme y Giulia me recibía. Cuando Giulia me recibía, el marido solía irse durante esas horas porque odiaba todo lo español. Era un hombre mayor, veinte años más viejo que su mujer, también escritor (pero de tratados de ingeniería), poseía una incierta fortuna de la que se servía Giulia con moderación. Hubo un verano en el que el marido debió ausentarse de más por razones profesionales. Desde la ventana de la cocina, Giulia empezó a fijarse en un joven que vivía un piso más abajo. Lo veía siempre sentado, con unas gafas puestas y sin camisa, aparentemente estudiando. Más tarde se lo cruzó en la escalera, y antes de que regresara el marido ambos eran amantes, se escribían cartas de buzón a buzón, sin remite. Tan sólo un mes después el marido pidió el divorcio y abandonó la casa. El vecino subía y bajaba.

Fue por entonces cuando la otra amiga, Silvia, me anunció que se iba a casar. Uno de aquellos escritores mayores con los que salía al café o al cine se le había hecho demasiado acostumbrado para prescindir de él. Era un hombre veinte años mayor que ella, muy inteligente (decía), escribía tratados sobre el Islam, gozaba de cierto renombre y de una fortuna personal heredada de su primera mujer, muerta diez años antes. Lo único que me alertó ya entonces fue que, según me contó Silvia entre risas, odiaba todo lo español, por lo que tal vez ella tendría que seguir viéndome en los cafés y los cines cuando estuviera en París. Pensé que aquel odio podía ser musulmán.

Mientras tanto Giulia, la primera amiga, se dedicó a llevar con el falso estudiante (las gafas lo juvenilizaban, era un hombre de treinta y tantos, la edad de ella, y tenía un buen trabajo, psicólogo de una multinacional) el tipo de vida que por edad y carácter su marido no había querido o podido llevar: no sólo en verano, como hace buena parte de la población mundial, sino en todos los periodos de vacaciones efectuaban complicados viajes a lugares remotos: en el plazo de nueve meses visitaron Bali, Malaysia, por fin Tailandia. Fue en Tailandia donde el psicólogo o falso estudiante se puso enfermo por causas desconocidas, despertando su caso tanto interés entre los doctores del hospital que hasta el médico de la Reina se acercó por allí a echarle un vistazo. Nadie supo qué había tenido, pero al cabo de quince angustiosos días sanó y pudieron regresar a París.

Más o menos fue por entonces cuando, inesperadamente (del matrimonio habían transcurrido meses, en vez de años), Silvia, durante un periodo de inmovilidad de su marido islámico debido a una caída por las escaleras de su nueva casa conyugal (tantas casas en París sin ascensor), conoció en un cine (al que esta vez fue sola) a un joven de su edad por el que al cabo de unas semanas de más cine y cafés e inmovilidad marital había concebido una pasión tan fuerte que no tuvo más remedio que plantearse un divorcio raudo y reconocer su error (esto es, su impaciencia, o su debilidad, o su sumisión al hábito, o su resignación). Aquel joven era bastante más rico que el viejo escritor: se trataba del subdirector de una empresa conservera de mejillones y atún, y debía viajar de continuo a lejanos países para hacer adquisiciones o llevar a cabo transacciones oscuras. Con él fue Silvia a la China y luego a Corea y más tarde al Vietnam. Fue en este último país donde el subdirector conservero cayó enfermo de gravedad por causas desconocidas y debió aplazar sus múltiples compraventas durante dos semanas, las imprevistas que tardó en volver.

Nunca he hablado de Silvia con Giulia ni de Giulia con Silvia, pues ninguna de las dos es persona interesada en la vida de los demás ni me parece educado contar a otros oídos lo que en principio sólo se brindó a los míos. Ahora, sin embargo, tengo mis dudas, ya que este verano he visitado a Giulia en París y su situación es un poco grave: desde que decidieron tener un solo piso hace tres meses, el falso estudiante o psicólogo ha resultado ser un tipo con muy mal carácter: ahora odia los libros y ha obligado a Giulia a deshacerse de su biblioteca; le da palizas, es un violento; y últimamente, mientras ella se fingía dormida, lo ha visto dos veces a los pies de la cama acariciando una navaja (una de las veces, dice, la afilaba con un suavizador como un barbero antiguo). Giulia confía en que sea algo pasajero, una secuela de la enigmática enfermedad tailandesa o un trastorno debido al calor intolerable de este verano que nunca acaba. Ojalá sea así, pero habida cuenta de que Silvia y su conservero están pensando en tener sólo un piso, quizá debería hablar ahora con ella, para que al menos salve la biblioteca e intente convencer a su hombre de usar máquina de afeitar.

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