TRES

El convento de Santa Clara era un edificio cuadrado frente al mar, con tres pisos de numerosas ventanas iguales, y una galería de arcos de medio punto alrededor de un jardín agreste y sombrío.

Había un sendero de piedras entre matas de plátano y helechos silvestres, una palmera esbelta que había crecido más alto que las azoteas en busca de la luz, y un árbol colosal, de cuyas ramas colgaban bejucos de vainilla y ristras de orquídeas. Debajo del árbol había un estanque de aguas muertas con un marco de hierro oxidado donde hacían maromas de circo las guacamayas cautivas.

El edificio estaba dividido por el jardín en dos bloques distintos. A la derecha estaban los tres pisos de las enterradas vivas, apenas perturbados por el resuello de la resaca en los acantilados y los rezos

y cánticos de las horas canónicas. Este bloque se comunicaba con la capilla por una puerta interior, para que las monjas de clausura pudieran entrar en el coro sin pasar por la nave pública, y oir misa y

cantar detrás de una celosía que les permitía ver sin ser vistas. El precioso artesonado de maderas nobles, que se repetía en los cielos de todo el convento, había sido construido por un artesano español que

le dedicó media vida por el derecho de ser sepultado en una hornacina del altar mayor. Allí estaba, apretujado tras las losas de mármol con casi dos siglos de abadesas y obispos, y otras gentes principales.

Cuando Sierva María entró en el convento las monjas de clausura eran ochenta y dos españolas, todas con sus servicios, y treinta y seis criollas de las grandes familias del virreinato. Después de hacer sus votos de pobreza, silencio y castidad, el único contacto que tenían con el exterior eran las escasas visitas en un locutorio con celosías de madera por donde pasaba la voz pero no la luz.

Estaba junto a la puerta del torno, y el uso era reglamentado y restringido, y siempre en presencia de una escucha.

A la izquierda del jardín estaban las escuelas, los talleres de todo, con una población profusa de novicias y maestras de artesanías. Estaba la casa de servicio, con una cocina enorme de fogones de leña, un mesón de carnicería y un gran horno de pan. Al fondo había un patio siempre empantanado por las lavazas donde convivían varias familias de esclavos, y por último estaban los establos, un corral de chivos, la porqueriza, el huerto y las colmenas, donde se criaba y se cultivaba cuanto hacía falta para el buen vivir.

Al final de todo, lo más lejos posible y dejado de la mano de Dios, había un pabellón solitario que durante sesenta y ocho años sirvió de cárcel a la Inquisición, y seguía siéndolo para clarisas descarriadas. Fue en la última celda de ese rincón de olvido donde encerraron a Sierva María, a los noventa y tres días de ser mordida por el perro y sin ningún síntoma de la rabia.

La tornera que la había llevado de la mano se encontró al final del corredor con una novicia que iba para las cocinas, y le pidió que la llevara con la abadesa. La novicia pensó que no era prudente someter al fragor del servicio a una niña tan lánguida y bien vestida, y la dejó sentada en uno de los bancos de piedra del jardín para recogerla más tarde. Pero la olvidó de regreso.

Dos novicias que pasaron después se interesaron por sus collares y sus anillos, y le preguntaron quién era. Ella no contestó. Le preguntaron si sabía castellano, y fue como hablarle a un muerto.

«Es sordomuda», dijo la novicia más joven.

«O alemana», dijo la otra.

La más joven empezó a tratarla como si careciera de los cinco sentidos. Le soltó la trenza que tenía enrollada en el cuello y la midió por cuartas. «Casi cuatro», dijo, convencida de que la niña no la oía.

Empezó a desbaratarla, pero Sierva María la intimidó con la mirada. La novicia se la sostuvo y le sacó la lengua.

«Tienes los ojos del diablo», le dijo.

Le quitó un anillo sin resistencia, pero cuando la otra trató de arrebatarle los collares se revolvió como una víbora y le dio en la mano un mordisco instantáneo y certero. La novicia corrió a lavarse la sangre.

Cuando cantaron la tercia Sierva María se había levantado una vez para tomar agua en el estanque. Asustada, regresó al banco sin beber, pero volvió cuando se dio cuenta de que eran cánticos de monjas. Quitó la nata de hojas podridas con un golpe diestro de la mano, y bebió en el cuenco hasta saciarse sin apartar los gusarapos. Luego orinó detrás del árbol, acuclillada y con un palo listo para defenderse de animales abusivos y hombres ponzoñosos, como se lo enseñó Dominga de Adviento.

Poco después pasaron dos esclavas negras que reconocieron los collares de santería y le hablaron en lengua yoruba. La niña les contestó entusiasmada en la misma lengua. Como nadie sabía por qué estaba allí, las esclavas la llevaron a la cocina tumultuosa, donde fue recibida con alborozo por la servidumbre. Alguien se fijó entonces en la herida del tobillo y quiso saber qué le había pasado. «Me lo hizo madre con un cuchillo», dijo ella. A quienes le preguntaron cómo se llamaba, les dio su nombre de negra: María Mandinga.

Recuperó su mundo al instante. Ayudó a degollar un chivo que se resistía a morir. Le sacó los ojos y le cortó las criadillas, que eran las partes que más le gustaban. Jugó al diábolo con los adultos en la cocina y con los niños del patio, y les ganó a todos. Cantó en yoruba, en congo y en mandinga, y aun los que no entendían la escucharon absortos.

Al almuerzo se comió un plato con las criadillas y los ojos del chivo, guisados en manteca de cerdo y sazonados con especias ardientes.

A esa hora todo el convento sabía ya que la niña estaba allí, menos Josefa Miranda, la abadesa. Era una mujer enjuta y aguerrida, y con una mentalidad estrecha que le venía de familia. Se había formado en Burgos, a la sombra del Santo Oficio, pero el don de mando y el rigor de sus prejuicios eran de dentro y de siempre. Tenía dos vicarias capaces, pero estaban de sobra, porque ella se ocupaba de todo y sin ayuda de nadie.

Su rencor contra el episcopado local había empezado casi cien años antes de su nacimiento. La causa primera, como en los grandes pleitos de la historia, fue una divergencia mínima por asuntos de dinero y jurisdicción entre las clarisas y el obispo franciscano. Ante la intransigencia de éste, las monjas obtuvieron el apoyo del gobierno civil, y ese fue el principio de una guerra que en algún momento llegó a ser de todos contra todos.

Respaldado por otras comunidades, el obispo puso el convento en estado de sitio para rendirlo por hambre, y decretó el Cessatio a Divinis. Es decir: el cese de todo servicio religioso en la ciudad hasta nueva orden. La población se dividió en pedazos, y las autoridades civiles y religiosas se enfrentaron apoyadas por unos o por otros. Sin embargo, las clarisas seguían vivas y en pie de guerra al cabo de seis meses de asedio, hasta que se descubrió un túnel secreto por donde las abastecían sus partidarios. Los franciscanos, esta vez con el apoyo de un nuevo gobernador, violaron la clausura de Santa Clara y dispersaron a sus monjas. Se necesitaron veinte años para que se calmaran los ánimos y se restituyera a las clarisas el convento desmantelado, pero al cabo de un siglo Josefa Miranda seguía cocinándose a fuego lento en sus rencores. Los inculcó en sus novicias, los cultivó en sus entrañas más que en su corazón, y encarnó todas las culpas de su origen en el obispo De Cáceres y Virtudes y en todo el que tuviera algo que ver con él. De modo que su reacción era previsible, cuando le avisaron, de parte del obispo, que el marqués de Casalduero había llevado al convento a su hija de doce años con síntomas mortales de posesión demoníaca. Sólo hizo una pregunta:

«¿Pero es que existe un tal marqués?» La hizo con doble veneno, porque era asunto del obispo, y porque siempre negó la legitimidad de los nobles criollos, a los cuales llamaba «nobles de gotera».

A la hora del almuerzo no había podido encontrar a Sierva María en el convento. La tornera le había dicho a una vicaria que un hombre de luto le entregó al amanecer una niña rubia, vestida como una reina, pero no había averiguado nada sobre ella, porque era justo el momento en que los mendigos estaban disputándose la sopa de cazabe del domingo de ramos. Como prueba de su dicho le entregó el sombrero de cintas de colores. La vicaria se lo mostró a la abadesa cuando estaban buscando a la niña, y la abadesa no dudó de quién era. Lo agarró con la punta de los dedos y lo reparó a la distancia del brazo.

«Toda una señorita marquesa con un sombrero de maritornes», dijo. «Satanás sabe lo que hace».

Había pasado por ahí a las nueve de la mañana, camino del locutorio, y se había demorado en el jardín discutiendo con los albañiles los precios de una obra de aguas, pero no vio ala niña sentada en el banco de piedra. Tampoco la vieron otras monjas que debieron pasar por allí varias veces. Las dos novicias que le quitaron el anillo juraron que no la habían visto cuando pasaron por allí después de que cantaron la tercia. La abadesa acababa de hacer la siesta cuando oyó una canción de una sola voz que llenó el ámbito del convento. Tiró del cordón que pendía al lado de su cama, y una novicia apareció al instante en la penumbra del cuarto. La abadesa le preguntó quién cantaba con tanto dominio

«La niña», dijo la novicia.

Todavía adormilada, la abadesa murmuró: «Qué voz tan bella». y enseguida dio un salto:

«¡Cual niña!»

«No sé», le dijo la novicia. «Una que tiene el traspatio alborotado desde esta mañana».

«¡Santísimo Sacramento!», gritó la abadesa.

Saltó de la cama. Atravesó el convento a las volandas, y llegó hasta el patio de servicio guiándose por la voz. Sierva María cantaba sentada en un banquillo, con la cabellera extendida por los suelos, en medio de la servidumbre hechizada. Tan pronto como vio a la abadesa dejó de cantar. La abadesa levantó el crucifijo que llevaba colgado del cuello.

«Ave María Purísima», dijo.

«Sin pecado concebida», dijeron todos.

La abadesa blandió el crucifijo como un arma de guerra contra Sierva María. «Vade retro», gritó. Los criados retrocedieron y dejaron a la niña sola en su espacio, con la vista fija y en guardia.

«Engendro de Satanás», gritó la abadesa. «Te has hecho invisible para confundirnos».

No lograron que dijera una palabra. Una novicia quiso llevarla de la mano, pero la abadesa se lo impidió aterrada. «No la toques», gritó. y luego a todos:

«Nadie la toque».

Terminaron por llevarla a la fuerza, pataleando y tirando al aire dentelladas de perro, hasta la última celda del pabellón de la cárcel. En el camino se dieron cuenta de que estaba embarrada de sus excrementos, y la lavaron a baldazos en el establo.

«Tantos conventos en esta ciudad y el señor obispo nos manda los zurullos», protestó la abadesa.

La celda era amplia, de paredes ásperas y el techo muy alto, con nervaduras de comején en el artesonado. Junto a la puerta única había una ventana de cuerpo entero con barrotes de madera torneada y los batientes atrancados con un travesaño de hierro. En la pared del fondo, que daba al mar, había otra ventana alta condenada con crucetas de madera. La cama era una base de argamasa con un colchón de lienzo relleno de paja y percudido por el uso. Había un poyo para sentarse y una mesa de obra que servía al mismo tiempo de altar y lavatorio, bajo un crucifijo solitario clavado en la pared. Allí dejaron a Sierva María, ensopada hasta la trenza y tiritando de miedo, al cuidado de una guardiana instruida para ganar la guerra milenaria contra el demonio.

Se sentó en el catre, mirando los barrotes de hierro de la puerta blindada, y así la encontró la criada que le llevó el platón de la merienda a las cinco de la tarde. No se inmutó. La criada trató de quitarle los collares y ella la agarró por la muñeca y la obligó a soltarlos. En las actas del convento que empezaron a levantarse esa noche la criada declaró que una fuerza del otro mundo la había derribado.

La niña permaneció inmóvil mientras la puerta se cerró y se oyeron los ruidos de la cadena y las dos vueltas de la llave en el candado. Vio lo que había de comer: unas piltrafas de cecina, una torta de cazabe y una jicara de chocolate. Probó el cazabe, lo masticó y lo escupió. Se acostó boca arriba. Oyó el resuello del mar, el viento de agua, los primeros truenos de abril cada vez más cerca. Al amanecer del día siguiente, cuando volvió la criada con el desayuno, la encontró durmiendo sobre los matorrales de paja del colchón, que había destripado con los dientes y las uñas.

Al almuerzo se dejó llevar de buenos modos al refectorio de las internas sin votos de clausura. Era un salón amplio, con una bóveda alta y ventanas grandes, por donde entraba a gritos la claridad del mar y se oía muy cerca el estruendo de los cantiles. Veinte novicias, jóvenes la mayoría, estaban sentadas frente a una doble fila de mesones bastos.

Tenían hábitos de estameña ordinaria y la cabeza rapada, y eran alegres y bobaliconas, y no ocultaban la emoción de estar comiendo su pitanza de cuartel en la misma mesa de una energúmena.

Sierva María estaba sentada cerca de la puerta principal, entre dos guardianas distraídas, y apenas si probaba bocado. Le habían puesto una bata igual a la de las novicias, y las chinelas todavía mojadas.

Nadie la miró mientras comían, pero al final varias novicias la rodearon para admirar sus abalorios. Una de ellas trató de quitárselos. Sierva María se encabritó. A las guardianas que trataron de someterla se las quitó de encima con un empellón. Se subió en la mesa, corrió de un extremo al otro gritando como una poseída verdadera en zafarrancho de abordaje. Rompió cuanto encontró a su paso, saltó por la ventana y desbarató las pérgolas del patio, alborotó las colmenas y derribó las talanqueras de los establos y las cercas de los corrales. Las abejas se dispersaron y los animales en estampida irrumpieron aullando de pánico hasta en los dormitorios de la clausura.

No ocurrió nada desde entonces que no fuera atribuido al maleficio de Sierva María. Varias novicias declararon para las actas que volaba con unas a las transparentes que emitían un zumbido fantástico. Se necesitaron dos días y un piquete de esclavos para acorralar el ganado y pastorear las abejas hasta sus panales y poner la casa en orden.

Corrió el rumor de que los cerdos estaban envenenados, que las aguas causaban visiones premonitorias, que una de las gallinas espantadas se fue volando por encima de los tejados y desapareció en el horizonte del mar. Pero los terrores de las clarisas eran contradictorios, pues a pesar de los aspavientos de la abadesa y de los pavores de cada quien, la celda de Sierva María se convirtió en el centro de la curiosidad de todas.

La queda de la clausura regía desde que cantaban las vísperas, a las siete de la noche, hasta la prima para la misa de seis. Las luces se apagaban y sólo permanecían las de las pocas celdas autorizadas. Sin embargo, nunca como entonces era tan agitada y libre la vida del convento. Había un tráfico de sombras por los corredores, de murmullos entrecortados y risas reprimidas. Se jugaba en las celdas menos pensadas, lo mismo con baraja española que con dados cargados, y se bebían licores furtivos y se fumaba tabaco liado a escondidas desde que Josefa Miranda lo prohibió dentro de la clausura. Una niña endemoniada dentro del convento tenía la fascinación de una aventura novedosa.

Aun las monjas más rígidas escapaban de la clausura después del toque de queda, y se iban en grupos de dos o tres para hablar con Sierva María.

Ella las recibió con las uñas, pero pronto aprendió a manejarlas según el humor de cada quien y de cada noche. Una pretensión frecuente era que les sirviera de estafeta con el diablo para pedirle favores imposibles. Sierva María imitaba voces de ultratumba, voces de degollados, voces de engendros satánicos, y muchas se creyeron sus picardías y las sentaron como ciertas en las actas. Una patrulla de monjas travestidas asaltaron la celda una mala noche, amordazaron a Sierva María y la despojaron de sus collares sagrados. Fue una victoria efímera.

En las prisas de la huida, la comandante del atraco dio un traspié en las escaleras oscuras y se fracturó el cráneo. Sus compañeras no tuvieron un instante de paz mientras no devolvieron a su dueña los

collares robados. Nadie volvió a perturbar las noches de la celda.

Para el marqués de Casalduero fueron días de luto. Más había tardado en internar a la niña que en arrepentirse de su diligencia, y sufrió un pasmo de tristeza del que nunca se repuso. Merodeó varias horas alrededor del convento preguntándose en cuál de sus ventanas incontables estaba Sierva María pensando en él. Cuando regresó a la casa vio a Bernarda en el patio tomando el fresco de la prima noche. Lo estremeció el presagio de que iba a preguntarle por Sierva María, pero apenas lo miró.

Soltó los mastines y se acostó en la hamaca de la alcoba con la ilusión de un sueño eterno. Pero no pudo. Los alisios habían pasado y era una noche ardiente. Las ciénagas mandaban toda clase de sabandijas aturdidas por el bochorno y ráfagas de zancudos carniceros, y había que quemar bostas de vaca en los dormitorios para espantarlos. Las almas se hundían en el sopor. El primer aguacero del año se esperaba entonces con tanta ansiedad como había de rogarse seis meses después que escampara para siempre.

Apenas despuntó el alba el marqués se fue a casa de Abrenuncio. No había acabado de sentarse cuando sintió por anticipado el inmenso alivio de compartir su dolor. Fue a su asunto sin preámbulos:

«He depositado la niña en Santa Clara».

Abrenuncio no entendió, y el marqués aprovechó su desconcierto para el golpe siguiente.

«Será exorcizada», dijo.

El médico respiró a fondo y dijo con una calma ejemplar:

«Cuénteme todo».

Entonces el marqués le contó: la visita al obispo, sus ansias de rezar, su determinación ciega, su noche en blanco. Fue una capitulación de cristiano viejo que no se reservó ni un secreto para su complacencia.

«Estoy convencido de que fue un mandato de Dios», concluyó.

«Quiere decir que ha recuperado la fe», dijo Abrenuncio.

«Nunca se deja de creer por completo», dijo el marqués. «La duda persiste».

Abrenuncio lo entendió. Siempre había pensado que dejar de creer causaba una cicatriz imborrable en el lugar en que estuvo la fe, y que impedía olvidarla. Lo que le parecía inconcebible era someter una hija al castigo de los exorcismos.

«Entre eso y las hechicerías de los negros no hay mucha diferencia», dijo. «y peor aún, porque los negros no pasan de sacrificar gallos a sus dioses, mientras que el Santo Oficio se complace descuartizando inocentes en el potro o asándolos vivos en espectáculo público».

La participación de monseñor Cayetano Delaura en la visita al obispo le pareció un precedente siniestro. «Es un verdugo», dijo, sin más vueltas. y se perdió en una enumeración erudita de antiguos autos de fe contra enfermos mentales ejecutados como energúmenos o herejes.

«Creo que matarla hubiera sido más cristiano que enterrarla viva», concluyó.

El marqués se santiguó. Abrenuncio lo miró, trémulo y fantasmal con sus tafetanes de duelo, y volvió a ver en sus ojos las luciérnagas de la incertidumbre que nacieron con él.

«Sáquela de ahí», le dijo.

«Es lo que quiero desde que la vi caminando hacia el pabellón de las enterradas vivas», dijo el marqués. «Pero no me siento con fuerzas para contrariar la voluntad de Dios».

«Pues siéntase», dijo Abrenuncio. «Tal vez Dios se lo agradezca algún día».

Esa noche el marqués solicitó una audiencia al obispo. La escribió de su puño y letra con una redacción enmarañada y una caligrafía infantil y la entregó en persona al portero para estar seguro de que llegaba a su destino.

El obispo fue notificado el lunes de que Sierva María estaba lista para los exorcismos. Había terminado la merienda en su terraza de campánulas amarillas, y no le prestó una atención especial al recado. Comía poco, pero con una parsimonia que podía prolongar el ritual por tres horas. Sentado frente a él, el padre Cayetano Delaura le leía con una voz bien impostada y un estilo algo teatral.

Ambas cosas convenían a los libros que él mismo elegía a su gusto y criterio.

El viejo palacio era demasiado grande para el obispo, que se bastaba de la sala de visitas y el dormitorio, y la terraza descubierta donde hacía las siestas y comía hasta que empezaba la estación de lluvias. En el ala opuesta estaba la biblioteca oficial que Cayetano Delaura había fundado, enriquecido y sostenido de mano maestra, y que se tuvo en su tiempo entre las mejores de las Indias. El resto del edificio eran once aposentos clausurados, donde se acumulaban escombros de dos siglos.

Salvo la monja de turno que servía la mesa, Cayetano Delaura era el único que tenía acceso a la casa del obispo durante las comidas, y no por sus privilegios personales, como se decía, sino por su dignidad de lector. No tenía ningún cargo definido, ni más título que el de bibliotecario, pero se le consideraba como un vicario de hecho por su cercanía del obispo, y nadie concebía que éste tomara sin él alguna determinación de importancia.

Tenía su celda personal en una casa contigua que se comunicaba por dentro con el palacio, y en la cual estaban las oficinas y las habitaciones de los funcionarios de la diócesis, y las de media docena de monjas al servicio doméstico del obispo. Sin embargo, su verdadera casa era la biblioteca, donde trabajaba y leía hasta catorce horas diarias, y donde tenía un catre de cuartel para dormir cuando lo sorprendiera el sueño.

La novedad de aquella tarde histórica fue que Delaura había trastabillado varias veces en la lectura. Y más insólito aún que saltó una página por error y continuó leyendo sin advertirlo. El obispo lo observó a través de sus espejuelos mínimos de alquimista, hasta que pasó a la página siguiente.

Entonces lo interrumpió divertido:

«¿En qué piensas?»

Delaura se sobresaltó.

«Debe de ser el bochorno», dijo. «¿Por qué?» El obispo siguió mirándolo a los ojos. «Seguro que es algo más que el bochorno», le dijo. y repitió en el mismo tono: «¿En qué estabas pensando?»

«En la niña», dijo Delaura.

No hizo ninguna precisión, pues desde la visita del marqués no había para ellos otra niña en el mundo. Habían hablado mucho de ella. Habían repasado juntos las crónicas de endemoniados y las memorias de santos exorcistas. Delaura suspiró:

«Soñé con ella».

«¿Cómo pudiste soñar con una persona que nunca has visto?», le preguntó el obispo.

«Era una marquesita criolla de doce años, con una cabellera que le arrastraba como la capa de una reina», dijo. «¿Cómo podía ser otra?»

El obispo no era hombre de visiones celestiales, ni de milagros ni flagelaciones. Su reino era de este mundo. Así que movió la cabeza sin convicción, y siguió comiendo. Delaura reanudó la lectura con más cuidado. Cuando el obispo terminó de comer, lo ayudó asentarse en el mecedor. Ya instalado a gusto, el obispo dijo:

«Ahora sí, cuéntame el sueño».

Era muy simple. Delaura había soñado que Sierva María estaba sentada frente a la ventana de un campo nevado, arrancando y comiéndose una por una las uvas de un racimo que tenía en el regazo.

Cada uva que arrancaba retoñaba en seguida en el racimo. En el sueño era evidente que la niña llevaba muchos años frente a aquella ventana infinita tratando de terminar el racimo, y que no tenía prisa, porque sabía que en la última uva estaba la muerte.

«Lo más raro», concluyó Delaura, «es que la ventana por donde miraba el campo era la misma de Salamanca, aquel invierno en que nevó tres días y los corderos murieron sofocados en la nieve».

El obispo se impresionó. Conocía y quería demasiado a Cayetano Delaura para no tomar en cuenta los enigmas de sus sueños. El lugar que ocupaba, tanto en la diócesis como en sus afectos, lo tenía bien ganado por sus muchos talentos y su buena índole. El obispo cerró los ojos para dormir los tres minutos de la siesta vespertina.

Mientras tanto, Delaura comió en la misma mesa, antes de rezar juntos las oraciones de la noche. No había acabado cuando el obispo se estiró

en el mecedor y tomó la decisión de su vida:

«Hazte cargo del caso».

Lo dijo sin abrir los ojos y soltó un ronquido de león. Delaura acabó de comer y se sentó en su poltrona habitual bajo las enredaderas en flor.

Entonces el obispo abrió los ojos.

«No me has contestado», le dijo.

«Creí que lo había dicho dormido», dijo Delaura.

«Ahora lo estoy repitiendo despierto», dijo el obispo. «Te encomiendo la salud de la niña».

«Es lo más raro que me haya acaecido jamás», dijo Delaura.

«¿Quieres decir que no?»

«No soy exorcista, padre mío», dijo Delaura.

«No tengo el carácter ni la formación ni la información para pretenderlo. y además, ya sabemos que Dios me ha asignado otro camino».

Así era. Por gestiones del obispo, Delaura estaba en la lista de tres candidatos al cargo de custodio del fondo sefardita en la biblioteca del Vaticano. Pero era la primera vez que se mencionaba entre ellos, aunque ambos lo sabían.

«Con mayor razón», dijo el obispo. «El caso de la niña, llevado a bien, puede ser el impulso que nos falta».

Delaura era consciente de su torpeza para entenderse con mujeres. Le parecían dotadas de un uso de razón intransferible para navegar sin tropiezos por entre los azares de la realidad. La sola idea de un encuentro, aun con una criatura indefensa como Sierva María, le helaba el sudor de las manos.

«No, señor», decidió. «No me siento capaz».

«No sólo lo eres», replicó el obispo, «sino que tienes de sobra lo que a cualquier otro le faltaría: la inspiración.

Era una palabra demasiado grande para que no fuera la última. Sin embargo, el obispo no lo conminó a aceptar de inmediato sino que le concedió un tiempo de reflexión, hasta después de los duelos de la Semana Santa que empezaba aquel día.

«Ve a ver ala niña», le dijo. «Estudia el caso a fondo y me informas».

Fue así como Cayetano Alcino del Espíritu Santo Delaura y Escudero, a los treinta y seis años cumplidos, entró en la vida de Sierva María y en la historia de la ciudad. Había sido alumno del obispo en su célebre cátedra de teología de Salamanca donde se graduó con los honores más altos de su promoción. Estaba convencido de que su padre era descendiente directo de Garcilaso de la Vega, por quien guardaba un culto casi religioso, y lo hacía saber de inmediato. Su madre era una criolla de San Martín de Loba, en la provincia de Mompox, emigrada a España con sus padres. Delaura no creía tener nada de ella hasta que vino al Nuevo Reino de Granada y reconoció sus nostalgias heredadas. Desde su primera conversación con él en Salamanca, el obispo De Cáceres y Virtudes se había sentido frente a uno de esos raros valores que adornaban a la cristiandad de su tiempo. Era una helada mañana de febrero, y a través de la ventana se veían los campos nevados y al fondo la hilera de álamos en el río. Aquel paisaje invernal había de ser el marco de un sueño recurrente que iba a perseguir al joven teólogo por el resto de su vida.

Hablaron de libros, por supuesto, y el obispo no podía creer que Delaura hubiera leído tanto a su edad. Él le habló de Garcilaso. El maestro le confesó que lo conocía mal, pero lo recordaba como un poeta pagano que no mencionaba a Dios más de dos veces en toda su obra.

«No tan pocas veces», dijo Delaura. «Pero eso no era raro aun en los buenos católicos del Renacimiento».

El día en que él hizo sus primeros votos, el maestro le propuso que lo acompañara al reino incierto de Yucatán, donde acababa de ser nombrado obispo. A Delaura, que conocía la vida en los libros, el vasto mundo de su madre le parecía un sueño que nunca había de ser suyo. Le costaba trabajo imaginarse el calor opresivo, el eterno tufo de carroña, las ciénagas humeantes, mientras desenterraban de la nieve los corderos petrificados.AI obispo, que había hecho las guerras de África, le era más fácil concebirlos.

«He oído decir que nuestros clérigos enloquecen de felicidad en las Indias», dijo Delaura.

«Y algunos se ahorcan», dijo el obispo. «Es un reino amenazado por la sodomía, la idolatría y la antropofagia». Y agregó sin prejuicios:

«Como tierra de moros».

Pero también pensaba que ese era su atractivo mayor. Hacían falta guerreros tan capaces de imponer los bienes de la civilización crístiana como de predicar en el desierto. Sin embargo, a los veintitrés años, Delaura creía tener resuelto su camino hasta la diestra del Espíritu Santo, del cual era devoto absoluto.

«Toda la vida soñé con ser bibliotecario mayor», dijo. «Es para lo único que sirvo».

Había participado en las oposiciones para un cargo en Toledo que lo pondría en el rumbo de ese sueño, y estaba seguro de alcanzarlo. Pero el maestro era obstinado.

«Es más fácil llegar a santo como bibliotecario en Yucatán que como mártir en Toledo», le dijo. Delaura replicó sin humildad:

«Si Dios me concediera la gracia, no quisiera ser santo sino ángel».

No había acabado de pensar en la oferta de su maestro cuando fue nombrado en Toledo, pero prefirió a Yucatán. Nunca llegaron, sin embargo. Habían naufragado en el Canal de los Vientos después de setenta días de mala mar, y fueron rescatados por un convoy maltrecho que los abandonó a su suerte en Santa María la Antigua del Darién. Allí permanecieron más de un año, esperando los correos ilusorios de la Flota de Galeones, hasta que al obispo De Cáceres lo nombraron interino en estas tierras, cuya sede estaba vacante por la muerte repentina del titular. Viendo la selva colosal de Urabá desde el batel que los llevaba al nuevo destino, Delaura reconoció las nostalgias que atormentaban a su madre en los inviernos lúgubres de Toledo. Los crepúsculos alucinantes, los pájaros de pesadilla, las podredumbres exquisitas de los manglares le parecían recuerdos entrañables de un pasado que no vivió.

«Sólo el Espíritu Santo podía arreglar tan bien las cosas para traerme a la tierra de mi madre», dijo.

Doce años después el obispo había renunciado al sueño de Yucatán. Había cumplido setenta y tres bien medidos, estaba muriéndose de asma, y sabía que nunca más vería nevar en Salamanca. Por los días en que Sierva María entró en el convento tenía resuelto retirarse una vez allanado para su discípulo el camino de Roma.

Cayetano Delaura fue al convento de Santa Clara al día siguiente. Llevaba el hábito de lana cruda a pesar del calor, el acetre del agua bendita y un estuche con los óleos sacramentales, armas primeras en la guerra contra el demonio. La abadesa no lo había visto nunca, pero el ruido de su inteligencia y su poder había roto el sigilo de la clausura. Cuando lo recibió en el locutorio a las seis de la mañana le impresionaron sus aires de juventud, su palidez de mártir, el metal de su voz, el enigma de su mechón blanco. Pero ninguna virtud habría bastado para hacerle olvidar que era el hombre de guerra del obispo. A Delaura, en cambio, lo único que le llamó la atención fue el alboroto de los gallos.

«No son sino seis pero cantan como ciento», dijo la abadesa. «Además, un cerdo habló y una cabra parió trillizos». Y agregó con ahínco: «Todo anda así desde que su obispo nos hizo el favor de mandarnos este regalo emponzoñado».

Igual alarma le causaba el jardín florecido con tanto ímpetu que parecía contra natura. A medida que lo atravesaban le hacía notar a Delaura que había flores de tamaños y colores irreales, y algunas de olores insoportables. Todo lo cotidiano tenía para ella algo de sobrenatural. A cada palabra, Delaura sentía que era más fuerte que él, y se apresuró a afilar sus armas.

«No hemos dicho que la niña esté poseída», dijo,

«sino que hay motivos para suponerlo».

«Lo que estamos viendo habla por sí», dijo la abadesa.

«Tenga cuidado», dijo Delaura. «A veces atribuimos al demonio ciertas cosas que no entendemos, sin pensar que pueden ser cosas que no entendemos de Dios».

«Santo Tomás lo dijo ya él me atengo», dijo la abadesa: «A los demonios no hay que creerles ni cuando dicen la verdad» En el segundo piso empezaba el sosiego. A un lado estaban las celdas vacías cerradas con candado durante el día, y enfrente la hilera de ventanas abiertas al esplendor del mar. Las novicias no parecían distraerse de sus labores, pero en realidad estaban pendientes de la abadesa y su visitante mientras se dirigían al pabellón de la cárcel. Antes de llegar al final del corredor, donde estaba la celda de Sierva María, pasaron por la de Martina Laborde, una antigua monja condenada a cadena perpetua por haber matado a dos compañeras suyas con un cuchillo de destazar. Nunca confesó el motivo. Llevaba allí once años, y era más conocida por sus evasiones frustradas que por su crimen. Nunca aceptó que estar presa de por vida fuera igual a ser monja de clausura, y era tan consecuente que se había ofrecido para seguir cumpliendo la condena como sirvienta en el pabellón de las enterradas vivas. Su obsesión implacable, a la que se consagró con tanto ahínco como a su fe, era la de ser libre aunque tuviera que volver a matar.

Delaura no resistió la curiosidad un tanto pueril de asomarse a la celda por entre las barras de hierro de la ventanilla. Martina estaba de espaldas. Cuando se sintió mirada se volvió hacia la puerta, y Delaura padeció al instante el poder de su hechizo. Inquieta, la abadesa lo apartó de la ventanilla.

«Tenga cuidado», le dijo. «Esa criatura es capaz de todo».

«¿Tanto así?», dijo Delaura.

«Así de tanto», dijo la abadesa. «Si de mí dependiera estaría libre desde hace mucho tiempo.

Es una causa de perturbación demasiado grande para este convento».

Cuando la guardiana abrió la puerta, la celda de Sierva María exhaló un vaho de podredumbre. La niña yacía bocarriba en la cama de piedra sin colchón, atada de pies y manos con correas de cuero.

Parecía muerta, pero sus ojos tenían la luz del mar.

Delaura la vio idéntica a la de su sueño, y un temblor se apoderó de su cuerpo y lo empapó de un sudor helado. Cerró los ojos y rezó en voz baja, con todo el peso de su fe, y cuando terminó había recobrado el dominio.

«Aunque no estuviera poseída por ningún demonio», dijo,

«esta pobre criatura tiene aquí el ambiente más propicio para estarlo».

La abadesa replicó: «Honor que no merecemos».

Pues habían hecho todo para mantener la celda en el mejor estado, pero Sierva María generaba su propio muladar.

«Nuestra guerra no es contra ella sino contra los demonios que la habiten», dijo Delaura.

Entró caminando en puntillas para sortear las inmundicias del piso, y asperjó la celda con el hisopo del agua bendita, murmurando las fórmulas rituales. La abadesa se aterrorizó con los lamparones que iba dejando el agua en las paredes.

«¡Sangre!», gritó.

Delaura le impugnó su ligereza de juicio. No porque el agua fuera roja tenía que ser sangre, y aun siéndolo, no tenía por qué ser cosa del diablo.

«Más justo sería pensar que sea un milagro, y ese poder es sólo de Dios», dijo. Pero no era lo uno ni lo otro, porque al secarse en la callas manchas no eran rojas sino de un verde intenso. La abadesa enrojeció. No sólo las clarisas, sino todas las mujeres de su tiempo tenían vedada cualquier clase de formación académica, pero ella había aprendido esgrima escolástica desde muy joven en su familia de teólogos insignes y grandes herejes.

«Al menos», replicó,

«no neguemos a los demonios el poder simple de cambiar el color de la sangre».

«Nada es más útil que una duda a tiempo», replicó Delaura en el acto, y la miró de frente: «Lea San Agustin».

«Muy bien leído que lo tengo», dijo la abadesa.

«Pues vuelva a leerlo», dijo Delaura.

Antes de ocuparse de la niña le rogó de muy buen tono a la guardiana que saliera de la celda.

Luego, sin la misma dulzura, le dijo a la abadesa:

«Usted también, por favor».

«Bajo su responsabilidad», dijo ella.

«El obispo es la jerarquía máxima», dijo él.

«No tiene que recordármelo», dijo la abadesa,

con un sesgo de sarcasmo. «Ya sabemos que ustedes son los dueños de Dios».

Delaura le regaló el placer de la última palabra.

Se sentó en el borde de la cama y revisó a la niña con el rigor de un médico. Seguía temblando, pero ya no sudaba.

Vista de cerca, Sierva María tenía rasguños y moretones, y la piel estaba en carne viva por el roce de las correas. Pero lo más impresionante era la herida del tobillo, ardiente y supurada por la chapucería de los curanderos.

Mientras la revisaba, Delaura le explicó que no la habían llevado allí para martirizarla, sino por la sospecha de que un demonio se le hubiera metido en el cuerpo para robarle el alma. Necesitaba su ayuda para establecer la verdad. Pero era imposible saber si ella lo escuchaba, y si comprendía que era una súplica del corazón.

Al término del examen, Delaura se hizo llevar un estuche de curaciones, pero impidió que entrara la monja boticaria. Ungió las heridas con bálsamos y alivió con soplos suaves el escozor de la carne viva, admirado de la resistencia de la niña ante el dolor. Sierva María no contestó a ninguna de sus preguntas, ni se interesó por sus prédicas, ni se quejó de nada.

Fue un comienzo descorazonador que persiguió a Delaura hasta el remanso de la biblioteca.

Era el ámbito más grande de la casa del obispo, sin una sola ventana, y las paredes cubiertas por vidrieras de caoba con libros numerosos y en orden. En el centro había un mesón con cartas de marear, un astrolabio y otras artes de navegación, y un globo terráqueo con adiciones y enmiendas hechas a mano por cartógrafos sucesivos a medida que iba aumentando el mundo. Al fondo estaba el rústico mesón de trabajo con el tintero, el cortaplumas, las plumas de pavo criollo para escribir, el polvo de cartas y un florero con un clavel podrido. Todo el ámbito estaba en penumbra, y tenía el olor del papel en reposo, y la frescura y el sosiego de una floresta.

Al fondo del salón, en un espacio más reducido, había una estantería cerrada con puertas de tablas ordinarias. Era la cárcel de los libros prohibidos conforme a los espurgatorios de la Santa Inquisición, porque trataban de «materias profanas y fabulosas, y historias fingidas». Nadie tenía acceso a ella, salvo Cayetano Delaura, por hacerla pontificia para explorar los abismos de las letras extraviadas.

Aquel remanso de tantos años se convirtió en su infierno desde que conoció a Sierva María. No volvería a reunirse con sus amigos, clérigos y laicos, que compartían con él los deleites de las ideas puras, y organizaban torneos escolásticos, concursos literarios, veladas de música. La pasión se redujo a entender las marrullerías del demonio, y a eso consagró sus lecturas y reflexiones durante cinco días con sus noches, antes de volver al convento. El lunes, cuando el obispo lo vio salir con paso firme, le preguntó cómo se sentía.

«Con las alas del Espíritu Santo», dijo Delaura.

Se había puesto la sotana de algodón ordinario que le infundía un ánimo de leñador, y llevaba el alma acorazada contra el desaliento. Falta le hacían.

La guardiana contestó sus saludos con un gruñido, Sierva María lo recibió con un mal ceño, y era difícil respirar en la celda por los restos de comidas viejas y excrementos regados por el suelo. En el altar, junto a la lámpara del Santísimo, estaba intacto el almuerzo del día. Delaura cogió el plato y le ofreció a la niña una cucharada de frijoles negros con la manteca cuajada. Ella lo esquivó. Él insistió

varias veces, y la reacción de ella fue igual. Delaura se comió entonces la cucharada de frijoles, la saboreó, y se la tragó sin masticar con gestos reales de repugnancia.

«Tienes razón», le dijo.

«Esto es infame».

La niña no le prestó la menor atención. Cuando le curó el tobillo inflamado se le crispó la piel y sus ojos se humedecieron. Él la creyó vencida, la alivió con susurros de buen pastor, y al fin se atrevió a zafarle las correas para darle una tregua al cuerpo estragado. La niña flexionó los dedos varias veces para sentir que aún eran suyos y estiró los pies entumidos por las amarras. Entonces miró a Delaura por primera vez, lo pesó, lo midió, y se le fue encima con un salto certero de animal de presa. La guardiana ayudó a someterla y a amarrarla. Antes de salir, Delaura sacó del bolsillo un rosario de sándalo y se lo colgó a Sierva María encima de sus collares de santería.

El obispo se alarmó cuando le vio llegar con la cara arañada y un mordisco en la mano que dolía de sólo verlo. Pero más lo alarmó la reacción de Delaura, que mostraba sus heridas como trofeos de guerra y se burlaba del peligro de contraer la rabia. Sin embargo, el médico del obispo le hizo una curación severa, pues era de los que temían que el eclipse del lunes siguiente fuera el preludio de graves desastres.

En cambio, Martina Laborde, la vulneraria, no halló la menor resistencia en Sierva María. Se había asomado en puntillas a la celda, como al azar, y la había visto amarrada de pies y manos en la cama.

La niña se puso en guardia, y mantuvo sus ojos bajos y alerta hasta que Martina le sonrió. Entonces sonrió también y se entregó sin condiciones. Fue como si el alma de Dominga de Adviento hubiera saturado el ámbito de la celda.

Martina le contó quién era, y por qué estaba allí para el resto de sus días, a pesar de que había perdido la voz de tanto proclamar su inocencia. Cuando le preguntó a Sierva María las razones de su encierro, ella pudo decirle apenas lo que sabía por su exorcista:

«Tengo adentro un diablo».

Martina la dejó en paz, pensando que mentía, o que le habían mentido, sin saber que ella era una de las pocas blancas a quienes les había dicho la verdad. Le hizo una demostración del arte de bordar, y la niña le pidió que la soltara para tratar de hacerla igual. Martina le mostró las tijeras que llevaba en el bolsillo de la bata con otros útiles de costura.

«Lo que quieres es que te suelte», le dijo.

«Pero te advierto que si tratas de hacerme mal tengo cómo matarte».

Sierva María no puso en duda su determinación.

Se hizo soltar, y repitió la lección con la facilidad y el buen oído con que aprendió a tocar la tiorba. Antes de retirarse, Martina le prometió conseguir el permiso para ver juntas, el lunes próximo, el eclipse total de sol.

Al amanecer del viernes, las golondrinas se despidieron con una amplia vuelta en el cielo, y rociaron calles y tejados con una nevada de añil nauseabundo. Fue dificil comer y dormir mientras los soles del mediodía no secaron el fiemo empedernido y las brisas de la noche depuraron el aire.

– Pero el terror prevaleció. Nunca se había visto que las golondrinas cagaran en pleno vuelo ni que la hedentina de su estiércol estorbara para vivir.

En el convento, desde luego, nadie dudó de que Sierva María tuviera poderes bastantes para alterar las leyes de las migraciones. Delaura lo sintió hasta en la dureza del aire, el domingo después de la misa, mientras atravesaba el jardín con una canastilla de dulces de los portales. Sierva María, ajena a todo, llevaba todavía el rosario colgado del cuerpo, pero no le contestó el saludo ni se dignó mirarlo. Él se sentó a su lado, masticó con deleite una almojábana de la canastilla, y dijo con la boca llena:

«Sabe a gloria».

Acercó a la boca de Sierva María la otra mitad de la almojábana. Ella la esquivó, pero no se volvió hacia la pared, como las otras veces, sino que le indicó a Delaura que la guardiana los espiaba.

Él hizo un gesto enérgico con la mano hacia la puerta.

«Quítese de ahí», ordenó.

Cuando la guardiana se apartó, la niña quiso saciar sus hambres atrasadas con la media almojabana, pero escupió el bocado. «Sabe a mierda de golondrina», dijo. Sin embargo, su humor cambió.

Facilitó la curación de las peladuras que le escocían la espalda, y le prestó atención a Delaura por primera vez cuando descubrió que tenía la mano vendada. Con una inocencia que no podía ser fingida le preguntó qué le había pasado.

«Me mordió una perrita rabiosa con una cola de más de un metro», dijo Delaura.

Sierva María quiso ver la herida. Delaura se quitó la venda, y ella tocó apenas con el índice el halo solferino de la inflamación, como si fuera una brasa, y rió por primera vez.

«Soy más mala que la peste», dijo.

Delaura no le contestó con los Evangelios sino con Garcilaso:

“Bien puedes hacer esto con quien pueda sufrirlo”

Se fue enardecido por la revelación de que algo inmenso e irreparable había empezado a ocurrir en su vida. La guardiana le recordó al salir, de parte de la abadesa, que estaba prohibido llevar comida de la calle por el riesgo de que alguien les mandara alimentos envenenados, como ocurrió durante el asedio. Delaura le mintió que había llevado la canastilla con licencia del obispo, y sentó una protesta formal por la mala comida de las reclusas en un convento célebre por su buena cocina.

Durante la cena le leyó al obispo con un ánimo nuevo. Lo acompañó en las oraciones de la noche, como siempre, y mantuvo los ojos cerrados para pensar mejor en Sierva María mientras rezaba. Se retiró a la biblioteca más temprano que de costumbre, pensando en ella, y cuanto más pensaba más le crecían las ansias de pensar. Repitió en voz alta los sonetos de amor de Garcilaso, asustado por la sospecha de que en cada verso había una premonición cifrada que tenía algo que ver con su vida. No logró dormir. Al alba se dobló sobre el escritorio con la frente apoyada en el libro que no leyó. Desde el fondo del sueño oyó los tres nocturnos de los maitines del nuevo día en el santuario vecino. «Dios te salve María de Todos los Ángeles», dijo dormido. Su propia voz lo despertó de pronto, y vio a Sierva María con la bata de reclusa y la cabellera a fuego vivo sobre los hombros, que tiró el clavel viejo y puso un ramo de gardenias recién nacidas en el florero del mesón. Delaura, con Garcilaso, le dijo de voz ardiente: «Por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir y por vos muero». Sierva María sonrió sin mirarlo. Él cerró los ojos para estar seguro de que no era un engaño de las sombras. La visión se había desvanecido cuando los abrió, pero la biblioteca estaba saturada por el rastro de sus gardenias.

Загрузка...