SEGUNDA PARTE

Capítulo 1

Oklahoma

Desde pequeña, Morrigan sabía que era diferente. No sólo porque la estuvieran criando sus abuelos. Conocía a otros niños cuyos padres eran unos perdedores, y eran sus abuelos quienes tenían que cuidarlos. Tampoco era porque su madre y su padre estuvieran muertos, aunque no conocía a nadie más que no tuviera a ninguno de los dos progenitores vivos. Y no era porque los abuelos le enseñaran cosas extrañas sobre la religión; Oklahoma era parte del Cinturón de la Biblia, pero incluso en Broken Arrow había niños que creían en otras cosas diferentes al cristianismo. No muchos, pero los había.

Ella era diferente porque oía cosas que los demás no podían oír, y porque sentía cosas que los otros no sentían.

Suspiró, y continuó sacando los diarios de su armario para guardarlos en cajas.

Tomó uno de ellos y lo hojeó con inquietud. Le resultaba difícil pensar en su marcha. La Universidad de Oklahoma no estaba lejos, tan sólo a una hora y media de camino. Sin embargo, no era su hogar, y allí tendría que conocer a gente nueva. Hacer nuevos amigos. Morrigan frunció el ceño. Eso no se le daba bien, porque era tímida y callada. La gente lo malinterpretaba, y pensaban que era una estirada, así que siempre se había sentido como si tuviera que actuar en contra de su personalidad, sonreír y decir «hola» cuando lo único que quería era permanecer aparte y observar lo que ocurría, hasta que se sintiera cómoda. Por eso había tomado clases de teatro. Incluso había participado en varias de las obras del instituto. El abuelo y ella habían ideado aquel plan en la escuela primaria, para que ella aprendiera a actuar en su vida cotidiana.

Podía sonar engañoso, pero no lo era. Morrigan necesitaba encajar de alguna manera. Y no sólo por sí misma. Para sus abuelos era importante que tuviera amigos, que se comportara de una manera normal, aunque no lo fuera. Ellos eran los únicos que la entendían.

Morrigan lanzó uno de los diarios a la caja. El libro se abrió, y la escritura infantil llamó su atención. Lo tomó y leyó la página en la que se había abierto.

2 de abril (faltan veintiocho días para mi noveno cumpleaños)

Querido diario:

¡Estoy convencida de que los abuelos me van a regalar un caballo por mi cumpleaños! Y no sólo porque yo haya estado pidiéndoselo sin parar y demostrándoles que soy lo suficientemente responsable como para cuidar de un caballo. Me lo dice el viento. El viento me susurra que llega mi caballo, que será una yegua, y que debo quererla y cuidarla siempre. Y el viento casi siempre tiene razón.

Supongo que debería decirle al abuelo que el viento me habla, pero…

Morrigan no tuvo que pasar la página para recordar lo que había escrito aquel día, tantos años antes. Recordaba muy bien cómo era de niña. Una niña que adoraba, por encima de todo, los árboles, la tierra y a su preciosa yegua gris, la que le habían regalado por su noveno cumpleaños. Una niña que no buscaba constantemente cosas malas en las sombras, sino que creía que todas las voces de su imaginación eran buenas, sus amigos especiales, y que no era un bicho raro por ser capaz de sentir a los espíritus de la tierra.

Aquel día no. No iba a pensar en todo aquello aquel día. Agitó la cabeza. Aquel día estaba bastante ocupada haciendo el equipaje para marcharse de casa. Después iba a salir a dar una vuelta con sus amigas, antes de que todas se marcharan a diferentes universidades. La batalla entre el bien y el mal tendría que esperar hasta que ella estuviera instalada en su habitación de la residencia universitaria. Sin embargo, ¿de veras había una batalla entre el bien y el mal? ¿No era algo que sus abuelos, ya mayores y excéntricos, se habían inventado?

– No -se respondió a sí misma firmemente.

Para distraerse de sus dudas, abrió el diario por el día treinta de abril. Mientras leía lo que había escrito sobre sus emociones infantiles, sonrió y se relajó.

¡Querido diario!

¡Me han regalado un caballo! ¡Lo sabía! ¡Es la yegua más bonita y más increíble del mundo! Sólo tiene dos años. El abuelo dice que así tendremos tiempo de crecer juntas. Es una yegua de color gris tan claro que parece plateado. Creo que voy a llamarla Dove, porque es muy bonita y muy buena, como una paloma blanca. ¡Y es mía!

Los abuelos son los mejores; casi no importa que sean viejos.

Esta noche, mientras estaba cepillando a Dove, el abuelo comenzó a hablarme de una diosa de los caballos llamada Epona. También es la diosa de la fertilidad, de la naturaleza, y de muchas cosas más. Él me dijo que si estoy tan contenta con mi nueva yegua, tal vez debería darle las gracias a Epona, porque seguramente ella está atenta cuando una persona recibe su primer caballo. Me pareció una idea muy buena, así que cuando terminamos, me acurruqué junto al árbol del patio delantero y le di las gracias a Epona. Es un árbol muy grande, y he pensado que si ella es también la diosa de los árboles, seguramente éste le gusta mucho. Después tomé una de las sillas del jardín, la acerqué al árbol, me subí a ella de puntillas y puse mi piedrecita brillante favorita en una rama, todo lo alto que pude. Le dije a Epona que la piedra era para ella.

¿Y sabes lo que ocurrió? ¡Te juro que oí a alguien riéndose en las ramas superiores del árbol! ¡Era una mujer!

– Y al día siguiente, la piedrecita brillante había desaparecido… -susurró Morrigan.

Aquél era el momento en el que había comenzado su relación con Epona. A medida que se hacía mayor, los abuelos mencionaban con más frecuencia a la diosa, y Morrigan pensaba más y más en ella.

Morrigan no recordaba exactamente el momento en el que la voz de la mujer del viento se había convertido para ella en la voz de la diosa, sólo sabía que poco después de que la piedra desapareciera, había empezado a pensar mucho en aquella voz, que sonaba como la música, como el susurro de una diosa.

Hasta el día en que finalmente admitió ante su abuelo que el viento le hablaba. Nunca olvidaría la expresión de su cara. Había pasado de reírse por algo que había hecho Dove a quedarse pálido y serio en un segundo. Después se había sentado con ella y habían tenido una charla sobre el bien y el mal, y sobre cómo podrían afectar a su vida.

Morrigan dejó el diario que había estado leyendo junto a los demás, y rebuscó hasta que encontró el que quería. Rápidamente, lo abrió por la página que había escrito después de aquella charla.

13 de septiembre

Querido diario:

Supongo que es cierto lo que se dice sobre el número trece: da mala suerte. Hoy le he contado al abuelo que oigo voces en el viento, y se ha asustado. Y las cosas que él me dijo también me han asustado a mí.

Morrigan cerró los ojos. No tenía necesidad de leer aquella versión infantil de la conversación. La recordaba muy bien, y en aquel momento ya no tenía la inocencia de una niña para suavizar el impacto de sus palabras. Sus abuelos y ella se habían sentado a la mesa de la cocina.

– Morrigan, quiero que me escuches con atención -le dijo su abuelo.

– Creéis que estoy loca porque oigo al viento -dijo ella.

– ¡No, cariño! -respondió él-. No estás loca. Creemos que oyes voces en el viento. Es igual que cuando dibujabas piedras y árboles con corazones dentro, de muy pequeñita. ¿Te acuerdas de que nos hablaste de eso?

– Os dije que dibujaba corazones porque sabía que todos estaban vivos.

– Exacto -dijo el abuelo-. Lo de que el viento te hable es como el hecho de que sepas que los árboles y las piedras tienen espíritus.

– ¿El viento es otro espíritu del mundo? -preguntó Morrigan.

– No es tan fácil, cariño -le dijo la abuela-. Las piedras y los árboles son buenos. Pero la voz que oyes…

– Voces -dijo Morrigan-. No es siempre la misma voz, pero yo siempre pienso que es el viento.

Los abuelos me miraron durante un largo rato antes de continuar.

– Tú sabes que hay bien y mal en el mundo, ¿verdad?

– Sí. Ahora estamos estudiando la Segunda Guerra Mundial en Historia. Hitler era malo.

– Exacto.

– Y muchos niños creen en Satán. También es malo.

– Sí. Sin embargo, algunas veces identificar el mal no es tan fácil como identificar a Hitler o a Satán, como tampoco es fácil distinguir el bien, al principio.

Morrigan arrugó la nariz y preguntó:

– ¿Como las coles de Bruselas, que saben fatal, pero son buenas para mí?

El abuelo se echó a reír.

– Exactamente igual que las coles de Bruselas.

– Entonces, ¿quieres decir que las voces que escucho pueden ser malas?

– No todas, cariño -dijo la abuela.

El abuelo respiró profundamente y dijo:

– Tu madre también oía voces. Susurros. Algunos eran buenos, porque oía incluso la voz de Epona. Sin embargo, también oía una voz malvada, y la escuchó, y después de un tiempo, esa voz comenzó a cambiarla. Hasta que tú no naciste no se dio cuenta de que había cometido un error, ni de que había permitido que el mal se apoderara de ella.

– Pero tú dijiste que mi madre era una buena persona -dijo Morrigan. Tenía ganas de llorar.

– Y lo era. Tenía muchas cosas buenas dentro. Pero durante un tiempo, esas cosas estuvieron controladas por el susurro del mal.

– ¿Como las voces que oigo yo?

– Morrigan, creo que una de las voces que oyes es la de tu madre. Ella quiere vigilarte. Y creo que otra de las voces que oyes puede ser la de la misma Epona. La diosa tenía una relación muy estrecha con tu madre. Sin embargo, pienso que tal vez los susurros perversos que cambiaron a tu madre estén intentando influirte a ti también.

– No te estamos contando esto para asustarte, cariño -dijo la abuela.

– No, no. Yo hubiera preferido hablarte de esto cuando fueras un poco mayor, pero tú ya oyes las voces, así que es importante que sepas que tienes que tener cuidado -dijo el abuelo.

– Pero ¿cómo voy a saber si estoy escuchando la voz equivocada?

– Si hace que te sientas mal, no la escuches -dijo el abuelo con firmeza-. Si es algo egoísta, o malo, o una mentira, no lo escuches.

– Mira siempre hacia la luz, cariño. Los árboles, las piedras y los espíritus que crecen en la tierra no son malos -dijo la abuela.

– Y nosotros estamos aquí para ayudarte, cariño -dijo el abuelo, y me dio unas palmaditas en la mano.

– Siempre, nena. Siempre estaremos aquí para ti.

Morrigan sonrió al recordar que la abuela la había abrazado después de aquella conversación, y que el abuelo había creído que la distraía pidiéndole que cortara un bizcocho de chocolate en cuadrados. Sin embargo, ella no se había distraído, o por lo menos, no durante mucho tiempo. Aquella noche fue paseando hasta el prado del este, hacia el enorme sauce bajo el que estaba la lápida. Había una sola piedra para ambos, con una inscripción:


Shannon y Clint

Hija amada, y el hombre que nació para quererla


Morrigan no se había dado cuenta entonces, de niña, de que aquella lápida era muy rara. La mayoría de las lápidas tenían grabados los nombres completos y las fechas de nacimiento y muerte del difunto. Al final, ella le había preguntado al abuelo por aquella rareza, y él le había dicho que en la lápida se decía todo lo que era importante.

Aquel día, ella pasó a través de las ramas del sauce llorón que protegían la tumba, y apartó algunas hojas secas de la lápida. Después, trazó el nombre de su madre con el dedo.

– Ojalá estuvieras aquí -susurró-. O por lo menos, ojalá pudieras decirme cuál de las voces es la tuya…

Morrigan escuchó con todas sus fuerzas, con la esperanza de oír a su madre diciéndole que de verdad hablaba con ella a través del viento. Sin embargo, no oyó otra cosa que el ruido de las hojas del sauce llorón.

Un poco más tarde, cuando se estaba alejando de la tumba, se levantó una ráfaga de viento que la dejó fría e inmóvil. Y en aquel viento oyó de repente: «Escucha los deseos de tu corazón y me conocerás…».

Morrigan parpadeó y volvió al presente. Cerró el viejo diario y lo devolvió a la caja. No quería recordar más aquel día. Desde entonces, siempre había tenido presentes las palabras de sus abuelos. No necesitaba recordarlas. Tomó otro diario.

– Necesito algo alegre, algo ligero… -murmuró, y entonces, con un grito de alegría, encontró un diario de color rosa y lo abrió-. Éste. ¡Oh, sí, aquí está!

Sonrió mientras pasaba las páginas de aquel diario que había escrito a los trece años.

4 de noviembre

Querido diario:

¡Oh, Dios mío! ¡Hoy ha ocurrido algo estupendo! Desde luego, hacía muchísimo frío, pero Dove necesitaba hacer ejercicio, así que fui con ella hacia el prado, por la carretera del bosque de los robles, para poder galopar. A mitad de la galopada, unos patos salvajes salieron volando ruidosamente de entre unos arbustos, y asustaron mucho a Dove, y a mí también. Ella saltó, pero debió de tropezarse con algo, y yo salí despedida. Es increíble, porque yo nunca me caigo. De todos modos, no me hice daño. Lo que más me preocupaba era la pata de Dove. Comenzó a cojear un poco, y yo pensé que se le había roto, así que hice que se quedara quieta y le palpé la pata. Yo estaba muy asustada y temblaba, y lloraba, ¡y de repente me di cuenta de que me brillaban las manos! De verdad. Era como si me saliera luz de ellas, como si tuviera una vela o algo parecido por dentro. Estoy deseando que los abuelos lleguen a casa para contárselo.

PD: Dove tiene muy bien la pata.

Morrigan sonrió al recordar aquel suceso de su infancia, con la preciosa yegua gris que ahora estaba retirada en uno de los corrales del abuelo, para pasar los años de universidad de Morrigan dándose la gran vida, feliz y descansada.

Con una carcajada suave, Morrigan puso la palma de la mano hacia arriba y se concentró en ella. Después de largos instantes, apareció una pequeña chispa de luz, pero desapareció rápidamente, casi antes de que ella pudiera estar segura de haberla visto. Morrigan suspiró y se frotó las manos, y notó que todavía tenía la palma caliente y sensible. Pero nada más. Podía hacerlo otra vez, pero sólo un poco. Sus abuelos no tenían explicación para aquella extraña habilidad. Como ella, no sabían de dónde procedía ni lo que significaba.

Sin embargo, el viento no estaba tan perdido. Durante aquellos años, le había susurrado que tenía afinidad con las llamas y que podría crear luz, y otras cosas igualmente misteriosas. Morrigan no entendía lo que estaban intentando decirle las voces, y tenía miedo de pedirles que la ayudaran a entenderlo. ¿Y si le estaba pidiendo al mal que la ayudara? Todo era demasiado confuso.

– Morrigan, cariño, se está haciendo tarde.

Morrigan se sobresaltó al sentir la mano de su abuela en el brazo.

– ¡Oh, mierda, abuela! No te me acerques tan silenciosamente. ¡Me has dado un susto de muerte!

– Vigila ese lenguaje, cariño -dijo su abuela con severidad, pero sonrió para suavizar la reprimenda-. Y no me he acercado silenciosamente. Te llamado tres veces. Parece que estabas pensando en las musarañas.

Morrigan se sintió un poco tonta, allí sentada, en medio de sus diarios. No debería estar husmeando en el pasado ni en sus extrañas habilidades. Lo que tenía que estar haciendo era concentrarse en el futuro, en la universidad.

– Perdona, abuela -dijo rápidamente, mientras guardaban los diarios en la caja-. Me he distraído.

– Bueno, ven a la cocina. Se te está enfriando el desayuno, y esas chicas van a llegar en cualquier momento. Las Cuevas de Alabastro están a tres horas de distancia. Tienes que tomar una buena comida antes de irte -le dijo su abuela, mientras se alejaba por el pasillo hacia la cocina.

Morrigan se apresuró a obedecer y recogió los diarios, animada por los olores del beicon, del café y de las magdalenas de mora que llegaban desde la cocina. Seguramente, la abuela había preparado un almuerzo estupendo para ella y para sus amigas. Se quitó de la cabeza la extraña sensación que le producía pensar en el brillo de sus manos, se puso los zapatos y el jersey y se dirigió al calor familiar de la cocina.

Ignoró el eco de la risa que flotaba en el aire, a su alrededor.

Capítulo 2

– Mamá Parker es la mejor cocinera del mundo. Podría patearle el trasero a cualquiera en un concurso de cocina -dijo Gena.

– Sí, pero si te oyera decir «trasero» te regañaría y te mandaría que vigilaras tu lenguaje -dijo Morrigan.

– Yo nunca diría «trasero» delante de tu abuela. No quiero que se enfade conmigo. Tal vez dejara de cocinar para nosotras -respondió Gena.

– Oh, no -dijo Jamie.

– Mamá Parker es demasiado buena como para enfadarse. Además, eso no sería inteligente -intervino Lori-. Tendríamos que empezar a comer lo que cocina mi madre. Tendríamos que despedirnos de sus deliciosas empanadas de carne y de las galletas de chocolate y decirles «hola» a las hamburguesas con queso.

– Mi madre piensa que cocinar es pedir pizza. Y si tiene el día muy creativo, pide barritas de queso y salsa barbacoa -dijo Gena.

– Lo mismo que mi madre -dijo Jamie.

– Pues yo creo que deberíais aprender a cocinar. Tenéis dieciocho años y vais a ir a la universidad dentro de pocos días. ¿Qué vais a comer? -preguntó Morrigan.

– La comida de la residencia, por supuesto -respondió Jamie.

– Yo comeré cualquier cosa que cocine otra persona. Como por ejemplo la señora Taco Bell. Me encanta cómo cocina -dijo Lori.

– ¿Comer? -preguntó Gena con cara de asombro-. Durante los siguientes cuatro años yo pienso alimentarme de cerveza y jugadores de fútbol americano.

Sus tres amigas se echaron a reír histéricamente. Morrigan miró al cielo con resignación. Sí, las quería. Eran amigas suyas desde la escuela, pero siempre las había visto como niñas y se había visto a sí misma mayor y más madura. El hecho de que ella se sintiera y actuara de manera más parecida a una adulta le parecía bien, porque claramente, sus amigas necesitaban que alguien las cuidara. Sin embargo, últimamente aquello le irritaba cada vez más. ¿Acaso no iban a crecer nunca?

– Bueno, como queráis. Pero yo me alegro de no tener que depender de Taco Bell ni de Pizza Hut cuando esté lejos de casa.

Como demostración de lo que Morrigan pensaba acerca de su inmadurez, Gena le sacó la lengua y preguntó:

– Eh, ¿alguien sabe por qué estamos aquí, en vez de estar en las rebajas de Gap?

– Estamos aquí porque a Morrigan le gusta hacer cosas raras, y ésta es la última vez que vamos a poder hacer algo raro con ella, seguramente, hasta Navidad -respondió Lori.

– Yo no creo que las cosas que me gusten sean raras.

– Primer ejemplo: te pareció divertido que hiciéramos una marcha de diez kilómetros por un sendero del bosque, junto a la presa Keystone -dijo Lori-. Si no recuerdo mal, no fue divertido. Hacía mucho calor, yo sudé mucho, y encontré a una garrapata subiéndome por el muslo.

– Lo de la garrapata fue repugnante -dijo Gena.

– Segundo ejemplo: la acampada.

– ¡Oh, vamos! Eso fue en noveno curso.

– El paso del tiempo no lo ha hecho menos horrible -dijo Lori remilgadamente.

– No fue tan malo. A mí me parece que lo pasamos bien.

– Claro, porque a ti te gusta jugar a los boy scouts, y estar en el campo, y… y… te gusta la naturaleza -dijo Lori, como si fuera una enfermedad-. Las demás sólo nos acordamos de los mosquitos.

– Que eran como colibríes -dijo Gena.

– Y las serpientes -añadió Lori.

– Sólo hubo una -replicó Morrigan.

– Como si eso tuviera importancia -murmuró Gena.

– Pero era muy bonito -dijo Morrigan.

– ¿Bonito? No. Era sucio, hacía calor y estaba lleno de bichos. Mis zapatos Kenneth Cole son bonitos, eso sí. Los que no puedo ponerme hoy porque vamos a ir a una cueva desagradable, oscura, fría y llena de murciélagos.

– Espera, ¿hay murciélagos en la cueva? -preguntó Gena alarmada-. No me lo habíais dicho.

– Pues claro. Es una cueva. En las cuevas hay murciélagos -respondió Jamie.

Morrigan suspiró.

– Es verano. No vas a ver a los murciélagos. Están escondidos en las partes más oscuras y frescas de la cueva. Y de todos modos, si ves alguno, no te molestará.

– Bueno, y por fin, llegamos al tercer ejemplo -dijo Lori, haciendo una pausa dramática y alzando tres dedos extendidos-: Bailar desnudas, al aire libre, por la noche.

Jamie gruñó.

– ¿Tenemos que hablar de eso? -preguntó Gena mientras se abanicaba con la mano la cara ruborizada de vergüenza.

– Reconócelo. No habría estado tan mal si hubiéramos llevado zapatos, y si el asqueroso de Josh Riddle no nos hubiera espiado -dijo Morrigan.

– Todavía tengo pesadillas con ese chico -dijo Lori.

– ¿Y por qué lo hicimos? No lo recuerdo. Creo que mi mente lo ha bloqueado -dijo Jamie.

– Estábamos celebrando el Esbat -dijo Morrigan, y sus amigas la miraron con desconcierto-. Una celebración de la luna llena. Mi abuela me contó que algunos paganos honraban a la luna llena bailando desnudos, y a nosotras nos pareció divertido.

– No, a ti te pareció divertido. Nosotras te seguimos la corriente -corrigió Lori.

– ¿Sabéis? Me parece raro que mamá Parker sepa tanto de religiones raras. Es muy buena, como una abuela completamente normal. Y de repente, una noche llegas a su casa y la ves fuera, echando vino con miel alrededor de una hoguera que ha prendido en mitad del patio, y te sonríe y te dice algo como: «Estoy terminando la ofrenda de Imbolc a la diosa, cariño. Pasa. Hay galletas en la cocina» -comentó Gena.

– A mí no me parece raro -dijo Morrigan.

– No es que mamá Parker no me parezca estupenda. Me lo parece -contestó Gena rápidamente.

– Pero tienes que reconocer que no es exactamente lo más normal en Oklahoma.

Morrigan se encogió de hombros.

– Nunca he entendido por qué lo normal es tan bueno.

– Morrigan tiene razón -dijo Jamie-. Yo llevo toda la vida yendo a la iglesia metodista de Broken Arrow, y nunca me he divertido tanto como cuando pedimos los deseos de Easter en el árbol.

Todas las niñas sonrieron.

– Se dice los deseos de Eostre -dijo Morrigan.

– ¿Os acordáis de que mamá Parker plantó muchas flores alrededor del árbol? -preguntó Gena. Morrigan asintió.

– Narcisos, azafranes de primavera y jacintos. Yo la ayudé a plantar los bulbos el invierno anterior.

– Y entonces, cuando comenzaron a florecer, mamá Parker nos dio lazos de seda y cristales…

– Y esas estrellitas hechas de papel de aluminio -dijo Lori, interrumpiendo a Gena-. Y después nos dio tarjetas con flores silvestres, biodegradables, por supuesto, y nos dijo que escribiéramos nuestros deseos. Cuando terminamos, atamos las tarjetas a las ramas del árbol.

– Sí, y mamá Parker nos dijo que era otro modo de hacer nuestras plegarias de Semana Santa. Fue mucho más divertido que madrugar y sentarse en el banco duro de la iglesia -dijo Jamie.

– Fue estupendo -dijo Lori.

– Sí, es verdad -convino Gena.

– Entonces, ¿ya no os importan tanto mis rarezas? -preguntó Morrigan.

Mantuvo un tono de voz ligero, de broma, pero sabía que había una parte de sí misma que estaba esperando constantemente a que sus amigas se dieran cuenta, algún día, de que ella no encajaba, por muy buena que fuera su capacidad de interpretación. Entonces, ellas la abandonarían con las voces del viento y con sus preguntas sin respuesta.

– Morgie, cariño, ¡nos gustan tus rarezas! -le dijo Gena, y le rodeó los hombros con el brazo.

– Exacto. Sin tus rarezas no podríamos ser Las Cuatro Fantásticas -dijo Jamie.

– Por eso estamos aquí, para seguirte a esa cueva llena de murciélagos, cuando deberíamos estar de compras -dijo Lori.

– Bueno, deja ya de hablar de los murciélagos -dijo Gena.

Sonó una campanilla que a Morrigan le recordó la que debía de usarse, cientos de años antes, para avisar a los vaqueros de un rancho de la hora de la cena.

– ¡El viaje guiado de las tres al interior de la cueva sale en dos minutos! -anunció una voz masculina a través de un antiguo sistema de megafonía.

Las chicas recogieron los restos del picnic y metieron la cesta en el maletero del viejo Ford Escort de Morrigan. Ella tomó la linterna de emergencia que le había dado el abuelo y se la metió al bolso, y después, todas se pusieron a la cola que estaba empezando a bajar, desde la zona de merendero, por unas escaleras de piedra, hasta la entrada de la cueva principal.

Morrigan estaba impaciente. En aquella ocasión no sólo iba a acampar en el bosque, ni a dar un paseo por unas colinas. En aquella ocasión iba a entrar directamente a la tierra. Sentía la atracción hacia ella como sentía el cambio de temperatura.


«Ven…».

Aquella palabra le resonaba en los oídos.

– ¡Morgie! Vamos… por aquí.

Morrigan se dio cuenta de que se había quedado ensimismada en las escaleras, observando fijamente la entrada a la cueva. Parpadeó y vio a Gena haciéndole señas desde las sombras, donde estaba junto a Lori, Jamie y el resto del pequeño grupo al que se habían unido. Morrigan reaccionó y siguió apresuradamente a sus amigas.

«Ven…».

La palabra la envolvió, como la oscuridad fría de la caverna. En Oklahoma, en agosto, siempre hacía muchísimo calor, y Morrigan sintió al instante que respiraba mejor, que se adaptaba rápidamente a la diferencia de más de treinta grados. Respiró profundamente y percibió el increíble olor a tierra, rico, dulce y rocoso. Aquella esencia le invadió los sentidos y consiguió que se sintiera excitada y relajada al mismo tiempo.

«Este es el lugar al que perteneces…».

Al oír aquellas palabras, sintió que la verdad que contenían era poderosa, y fue incapaz de contenerse: atravesó el pequeño grupo para colocarse la primera, detrás del guía, al entrar a las entrañas de la cueva. Quería ser la primera que oliera, tocara y lo viera todo. El alma de Morrigan tembló de excitación. Ella ignoró las exclamaciones de sus amigas, que intentaban alcanzarla.

– Bueno, si todos están preparados, avancemos en grupo -iba diciendo el guía-. Por favor, recuerden que las luces se activan con un temporizador, así que tienen que permanecer cerca de mí, y que no deben alejarse.

¡Qué molesto! Ella no quería estar atrapada en el grupo de visitantes. Se moría de ganas de explorar aquel lugar asombroso por sí misma. Con irritación, Morrigan apartó los ojos de las paredes de la cueva para lanzarle al guía una mirada fulminante. Sin embargo, el corazón le dio un salto.

El guía era un tipo despampanante. Y la estaba mirando directamente a ella, como si pudiera leerle el pensamiento.

Capítulo 3

– ¿Listos? -preguntó el guía, mirándola directamente con sus ojos azules y brillantes. Morrigan asintió-. Muy bien -dijo él-. Oh, se me había olvidado presentarme formalmente. Me llamo Kyle, y hoy voy a ser su guía.

Aunque parecía que sólo estaba hablando con Morrigan, varias de las personas del grupo se echaron a reír y le dijeron «hola, Kyle», mientras él se daba la vuelta y abría una caja de metal, para accionar una serie de interruptores. Al instante, la cueva quedó bañada en luz blanca.

Morrigan sintió una punzada de irritación que hizo que se olvidara del guapo guía. La iluminación era incorrecta. Demasiado intensa, demasiado blanca, demasiado impersonal. El interior de la tierra debería estar iluminado con suavidad. Con piedras brillantes, o con llamas bajas…

– Vamos, Morgie, despierta. ¡Tenemos que continuar! -le dijo Lori. Su amiga le tiró del brazo al pasar a su lado.

Ella se zafó y siguió hacia delante, hasta que estuvo de nuevo en el principio del grupo. El guía se detuvo un poco más adelante. Habían llegado a una cavidad enorme, y a cada lado del camino que ellos debían seguir había montones enormes de piedras planas. Antes de que el guía comenzara a hablar de nuevo, Morrigan ya sabía lo que iba a decir.

– Esta es la parte más profunda de la cueva.

– ¡Exacto! -dijo Kyle, sonriendo a Morrigan. Aquella sonrisa la tomó por sorpresa, y ella se la devolvió nerviosamente.

Hasta aquel momento, no tenía ni idea de que había hablado en voz alta. Entonces, se quedó más sorprendida aún, al ver que el guía se ruborizaba, como si su sonrisa lo hubiera desarmado, y se daba la vuelta para dirigirse al resto del grupo.

– Como ha dicho la joven, ahora estamos en la parte más profunda de la cueva. De suelo a techo hay diecisiete metros, lo cual nos sitúa a veintisiete metros por debajo de la superficie de la tierra.

«¿La joven?», se preguntó Morrigan. «Él no debe de ser mucho mayor que yo».

A su lado, Lori se abrazó a sí misma y susurró:

– Me da escalofríos pensar en que estamos a veintisiete metros por debajo de la superficie. Esto sí que es una tumba profunda.

– No, no es eso en absoluto -dijo Morrigan, paseando la mirada por aquel lugar mágico-. No da miedo. Es bello, y completamente seguro.

¿«Seguro»? ¿Por qué había dicho eso?

Lori se dirigió hacia Kyle.

– Kyle, mi amiga dice que la cueva es completamente segura. ¿Qué dices tú?

– Bueno, no es segura al cien por cien.

Todos los integrantes del grupo, salvo Morrigan, se sobresaltaron un poco al oír aquello, así que el guía continuó apresuradamente:

– Conmigo están a salvo hoy. Pero la verdad es que esos enormes bloques de yeso que hay en el suelo, cerca de la entrada, y aquellos otros -dijo Kyle, señalando las piedras que había a cada lado de camino-, cayeron del techo de la cueva. La última vez que ocurrió algo similar fue en Navidad. Afortunadamente, en ese periodo las cuevas permanecen cerradas.

– ¿Y cómo se sabe que hoy no va a caer ninguna? -preguntó Lori.

– Tenemos monitores que revisan el techo diariamente. Si hay algo suelto, cerramos esa zona de las cuevas. No ha vuelto a soltarse nada desde diciembre.

Uno de los hombres de mediana edad del grupo, que tenía una gran barriga, soltó un resoplido.

– Tú no tendrás más de… dieciocho años. ¿No debería decirnos esto otra persona, como por ejemplo tu jefe, antes de seguir?

Morrigan pensó que Kyle se aturullaría y se ruborizaría, pero se quedó impresionada al ver cómo él respondía al hombre.

– Señor, yo soy el jefe. Soy el miembro más antiguo del grupo que trabaja aquí. Llevo seis años empleado en el parque, y en la actualidad, estoy terminando el proyecto final para licenciarme en Geología. No se preocupe, están seguros conmigo.

– Oh, entonces, bueno… -dijo el señor gordo, avergonzado, y todas las mujeres del grupo lo miraron con petulancia, eligiendo como favorito al joven y guapo geólogo por delante de él.

Morrigan tuvo ganas de decir que ella ya lo sabía, pero en realidad, Kyle no estaba de acuerdo con ella al cien por cien…

«Siempre es seguro para aquéllos que tienen afinidad con la tierra… si las piedras te hablan y te dicen cuándo y dónde van a caer…».

Aunque normalmente no lo hacía, Morrigan escuchó aquella voz que le resonó por la mente. Allí, en el útero de la tierra, la voz parecía maternal, inofensiva. Y ella se sentía tan bien allí… como si aquél fuera su sitio. Tal vez, la misma tierra la estuviera aislando de los susurros del dios oscuro. Tal vez allí, podía estar segura de que sólo escuchaba la voz de su madre.

– Justo después de esta curva vamos a entrar en los que llamamos la Sala del Campamento -dijo Kyle. El grupo había empezado a moverse otra vez, y él encendió otro conjunto de luces cegadoras-. Es posible que la gente usara esta sala como refugio, aunque nosotros no hemos hallado señales de ocupación. Está muy cerca de la entrada, así que es accesible. El suelo es llano, y las paredes tienen formaciones en plataforma. Además, hay un riachuelo que discurre por aquí, al otro lado de la cavidad, y trae agua fresca.

– Vaya. ¿Acampar aquí? Hace demasiado frío -dijo Lori con un estremecimiento-. Empeora algo de por sí horrible, como es una acampada.

– En realidad, la temperatura del interior de la cueva siempre se mantiene alrededor de los quince grados centígrados, en verano y en invierno -explicó Kyle.

– A mí me sigue pareciendo muy frío -murmuró Lori.

La queja de su amiga hizo que Morrigan se diera cuenta de que todo el mundo se había puesto el jersey o la chaqueta. Incluso Kyle llevaba una chaqueta de color caqui con el logotipo del Parque Estatal de Las Cuevas de Alabastro en el bolsillo delantero. Ella todavía tenía el jersey en la mano, porque no tenía frío. Se sintió tan falta de sintonía con los demás como siempre, y rápidamente, se colocó el jersey sobre los hombros.

– Esas rocas son muy bonitas -dijo Gena-. Mirándolas casi se me olvida que aquí viven murciélagos.

Morrigan siguió con la mirada la dirección que le indicaba su amiga, y vio una enorme piedra redonda sobre la cual brillaba un punto rosa. La piedra, redondeada por la erosión, resplandecía bajo aquella luz chillona.

– Es la piedra más grande de las cuevas, y es de selenita.

– La selenita no es rosa -dijo Morrigan.

Kyle la miró con sorpresa.

– Tienes razón, la selenita no es rosa. Eso es sólo nuestra iluminación creativa. Si te acercas a ella, o si miras la parte posterior, comprobarás que es transparente como el cristal. En realidad, es tan clara y tan fácil de cortar que los pioneros usaron láminas de esta piedra para ponerles ventanas a sus casas.

Sin pedir permiso, Morrigan se salió del camino bien marcado que debían seguir los grupos de visita y se acercó a la piedra. Vio con facilidad la transparencia de cristal de aquella roca. La tocó. Era suave y estaba fría. Morrigan posó la palma de la mano en la superficie.

– Eres muy bonita. No necesitas esa luz rosa tan tonta.

La superficie tembló como la piel de un animal.

«Bienvenida, Portadora de la Luz».

Aquellas palabras no estaban en el viento, a su alrededor, como las voces familiares que siempre había oído. Parecía que aquellas palabras habían viajado a través de la palma de la mano, de su piel, y que le habían anegado el cuerpo. Morrigan soltó un gritito y retrocedió con tanta brusquedad que se resbaló en el suelo húmedo y tuvo que agitar los brazos para no caerse.

Alguien la agarró con fuerza para que no perdiera el equilibrio.

– Cuidado. Ahí está muy resbaladizo.

Morrigan asintió y le dio las gracias a Kyle mientras volvían al camino. El sonrió tímidamente y le hizo un gesto al grupo para que continuara adelante. Mientras avanzaban, a Morrigan le trabajaba febrilmente la cabeza. ¿Qué estaba ocurriendo? No era posible que hubiera notado que la piedra se movía. Y aquella voz sólo podía ser la que ella llevaba oyendo toda la vida. ¿O acaso su rareza se había apoderado de ella totalmente y se había vuelto loca? Eso significaba que debería ir a un hospital psiquiátrico y no a la universidad.

Cuando Morrigan alcanzó de nuevo el primer lugar del grupo, Kyle se había detenido otra vez para dar más explicaciones sobre las cuevas. Esperó hasta que todo el mundo lo miró con expectación.

– Ésta es la primera de las cúpulas de la cueva. Es fácil ver, en las muescas y los surcos que hay en las rocas, que las cúpulas fueron creadas por remolinos. Antiguamente, estas cuevas estaban llenas de agua. Con los años, el agua dio estas formas únicas a las paredes. Hoy, claro está, lo único que queda de aquel río bravo es el riachuelo que corre paralelo a nuestro camino y un lago poco profundo que verán después.

A Morrigan, aquella cúpula le parecía bella y misteriosa, pero también familiar. ¿Cómo era posible? Era como si la conociera antes de que Kyle les hubiera llamado la atención sobre ella. Sin embargo, Morrigan nunca había estado en aquella cueva, ni en ninguna otra.

Mirando hacia arriba, Morrigan caminó lentamente hacia el borde del camino, donde la suave pared estaba adornada con cristales de selenita. Tenía ganas de pasar la mano por aquella superficie brillante. En realidad, sentía un impulso irrefrenable de tocarlo. Sin embargo, vaciló, temerosa y ansiosa al mismo tiempo.

– Ésta es mi parte favorita de la visita -dijo Kyle, y el tono de humor de su voz llamó la atención de Morrigan. Se volvió para mirarlo, y se dio cuenta de que él estaba con el resto del grupo, junto a otra de las cajas de luz-. Vamos a experimentar la oscuridad completa. Sólo van a ser sesenta segundos, pero será un minuto muy largo. El ojo necesita la luz para funcionar bien. Si vivieran en la oscuridad durante seis semanas, se quedarían ciegos. ¡Vamos a probar un poco de eso ahora!

Kyle apagó las luces, y la oscuridad se hizo densa e impenetrable.

Oyó suaves grititos de miedo fingido a medias, pero ella permaneció tranquila. En la oscuridad completa, parecía que sus sentidos se expandían, que su cuerpo era líquido y que podía ser absorbido por la materia de las cuevas.

Morrigan se dio cuenta de que aquello debería asustarle, pero en realidad, no le asustaba nada en absoluto.

Posó la mano contra la pared fría de la cueva, y sintió los cristales de selenita mezclados con el alabastro.

«Portadora de la Luz…».

Aquel nombre vibró en los cristales de selenita, que comenzaron a resplandecer. Morrigan apartó la mano de la pared y se la metió en el bolsillo del pantalón. El cristal se volvió oscuro de nuevo.

Cuando las luces se encendieron de nuevo, Morrigan intentó relajarse, hizo rotar los hombros y se reunió con sus amigas para continuar el itinerario.

– Tengo frío -dijo Jamie-. Me pregunto cuánto queda para terminar.

– El camino tiene más o menos medio kilómetro -dijo Morrigan distraídamente, y se preguntó por qué demonios lo sabía.

– Bien. Así que no nos queda demasiado -dijo Lori.

– ¿Eso era un murciélago? -preguntó Gena, que estaba mirando hacia las formaciones de la cúpula-. Creo que acabo de ver un murciélago.

Morrigan le dio la vuelta a su parloteo. A medida que avanzaban, pasó las yemas de los dedos todas las veces que pudo por la pared húmeda de la cueva. Cada vez que su piel rozaba la selenita, sentía una ráfaga de calor en el cuerpo. Sentía algo dentro de las piedras; era como si la cueva tuviera vida propia, y por algún milagro asombroso, la reconociera. La llamaba «Portadora de la Luz». Tenía la sensación de que había salido de Oklahoma y había entrado en otro mundo, y en aquella ocasión, a un mundo al que sí pertenecía. Sin embargo, ¿cómo era posible que se sintiera en casa dentro de una cueva?

Poco a poco, Morrigan notó más calor. Debían de estar cerca de la salida de la cueva. De mala gana, continuó detrás del grupo hasta que todos se detuvieron alrededor de Kyle.

– La salida moderna de la cueva está por allí -dijo Kyle, señalando hacia un lugar en el que el camino torcía suavemente a la izquierda-. Pero ésa es una salida artificial. Antes de que se construyera, la salida estaba aquí -añadió, y dirigió el foco de luz de la linterna hacia un túnel pequeño que se originaba en el camino principal-. Para salir por aquí, la gente tenía que agacharse y meterse por ahí. Hacían la mayor parte del recorrido a gatas, y algunas veces tenían que arrastrarse.

– Ay -dijo Gena-. Eso sí que me da claustrofobia. Preferiría volver a hacer todo el camino de vuelta que tener que hacer eso.

Kyle se rió.

– Gracias a la ingeniería moderna, no tienes por qué hacerlo.

– ¿Podemos utilizar la salida antigua si queremos? -preguntó Morrigan.

Todo el mundo se volvió a mirarla. Sus tres amigas tenían cara de espanto. Sin embargo, Morrigan no se molestó con ellas. Mantuvo la mirada fija en los ojos azules de Kyle.

– ¿No crees que te dará claustrofobia?

– No. Me gustaría usar la salida que preparó la Madre Naturaleza -dijo, y rebuscó en su bolso-. Además, tengo esto.

Kyle sonrió.

– Claro, adelante. Normalmente yo uso esa salida cuando no estoy guiando a un grupo -dijo, y miró al resto de los visitantes-. ¿Alguien quiere unirse a la señorita aventurera?

Todos se rieron y negaron con la cabeza. Lori iba a protestar, pero Morrigan la ignoró, encendió la linterna y pasó por delante de sus amigas, que la miraban boquiabiertas.

– Sólo tienes que llevar la linterna delante de ti y avanzar. No es muy largo. Nos veremos a unos diez metros de aquí, justo antes de la salida trasera -dijo Kyle, y sonrió-. Que te diviertas.

– Gracias -respondió Morrigan, devolviéndole la sonrisa, y preguntándose qué edad tenía.

Al principio, ella había pensado que era muy joven, pero él le había dicho al señor gordo que estaba terminando la carrera, así que debía de tener veintitantos años. Morrigan esperaba que fuera mayor. Los chicos jóvenes le daban dolor de cabeza. El último chico con el que había salido tenía diecinueve años, y por supuesto, se comportaba como si tuviera trece. Claro que eso no era una sorpresa para ella; se sentía muchos años mayor que sus amigas, y siglos mayor que los chicos con los que salían.

– ¿Vas a cambiar de opinión? No pasa nada.

Morrigan se sobresaltó al darse cuenta de que se había quedado absorta.

– ¡Oh, no! No, no voy a cambiar de opinión. Sólo estaba esperando a que me dijeras que puedo continuar.

– Oh -dijo Kyle, y se ruborizó de nuevo. A Morrigan le pareció que sus mejillas rosadas le daban un aspecto adorable-. Ya puedes salir.

– Muy bien, entonces. Nos vemos al otro lado -dijo Morrigan.

Se puso a gatas, encendió la linterna y entró al túnel, alejándose de las miradas de curiosidad del resto del grupo.

Capítulo 4

El túnel daba un giro brusco hacia la derecha. Morrigan siguió avanzando, y la cueva se la tragó. Sabía, por lógica, que estaba a pocos metros del resto del grupo, y que si se daba la vuelta, regresaría al camino bien señalado e iluminado. Sin embargo, la lógica tenía poco que ver con todo lo que había sentido desde que había entrado en la cueva. El túnel era estrecho y suave, y hacía un fresco muy agradable. Siguió gateando y disfrutando del sentimiento de protección que le producía aquel espacio reducido. Cuando el túnel se ensanchó lo suficiente como para que pudiera ponerse en cuclillas, se detuvo y extendió los brazos. Posó ambas manos en cada uno de los lados del túnel. Acarició la piedra, concentrándose y sintiendo cuidadosamente. Sí… sólo con tocar, sin mirar, sabía cuándo estaba rozando cristales de selenita.

«Portadora de la Luz…».

El nombre vibró por todo su cuerpo, y Morrigan sintió una ráfaga de excitación.

– Hola… -susurró con vacilación.

«Te oímos, Hija de la Diosa».

A Morrigan se le aceleró el corazón. ¿Hija de la Diosa? ¡Los cristales pensaban que ella era hija de una diosa! Sin embargo, el entusiasmo que le produjo aquella idea se desvaneció rápidamente. ¿Qué pasaría si los cristales supieran que se equivocaban? Ella no era hija de ninguna diosa. Sólo era una chica huérfana que tenía una familia extraña. Estaba segura de que, al igual que sus abuelos, su madre, Shannon, había creído que los árboles, las piedras y todos los componentes de la naturaleza, en general, tenían alma, y que un dios o una diosa no podían quedar confinados en un edificio. Sin embargo, Shannon Parker no era ninguna diosa. Su muerte era la prueba que Morrigan necesitaba para saberlo.

«Abraza tu legado».

Aquellas palabras no provenían de las piedras, pero le llegaron con familiaridad a través del aire fresco de la cueva. Morrigan susurró y murmuró:

– Me resulta difícil abrazar mi legado cuando ni siquiera sé lo que significa.

«Significa que estás tocada por lo divino».

Aquella respuesta inmediata dejó asombrada a Morrigan. Las voces del viento nunca le respondían. Nunca había tenido una conversación con ellas. Eran, normalmente, pensamientos que oía al azar, como si estuviera escuchando una conversación ajena. Sintió aprensión, pero la paz y el sentimiento de acogida que le proporcionaba la cueva superaron el agobio que le había producido aquella desviación de lo que consideraba normal.

– Estoy tocada por lo divino… si eso es cierto, entonces los cristales me reconocen de verdad -pensó. Extendió los dedos contra la piel de la cueva y se concentró-. Hola -dijo suavemente-. Gracias por reconocerme.

Al instante, comenzaron a calentársele las palmas de las manos. Los cristales temblaron y el calor se intensificó, y la roca de las paredes comenzó a resplandecer. Morrigan estaba muy intrigada, completamente concentrada en la luz que estaba creando. Era diferente de la pequeña llama que había brotado de sus manos. Aquélla nunca duraba mucho, y la dejaba sin aliento, un poco mareada.

Encender aquellos cristales hacía que se sintiera poderosa.

Sabía, sin ninguna duda, que podía apagar la linterna y crear tanta luz como para poder guiarse. Y no sólo estaba creando luz, sino también calor. Su piel estaba caliente. Era como si hubiera encontrado una fuente de poder a la que sólo ella podía acudir, y que vivía en los cristales de las cuevas.

– ¡Eh! ¿Estás bien ahí dentro?

Al oír la voz de Kyle repentinamente, Morrigan dio un respingo. Apartó las manos de las paredes del túnel, pero los cristales permanecieron encendidos. Ella los miró sobrecogida.

– ¡Sí! ¡Disculpa! -gritó Morrigan hacia el final del túnel-. Sólo me he parado para observar algunos de los cristales.

– Bueno, el grupo ya ha salido. Te estamos esperando -respondió él.

La selenita iluminada era preciosa, y hacía brillar el alabastro que la rodeaba, de modo que aquella parte del túnel resplandecía suavemente con una luz blanca, pura.

– ¿Morrigan? -la voz de Kyle sonó más cercana, y ella salió de su estado de trance y reaccionó.

– ¡Ya voy!

Se puso a gatas nuevamente y tomó la linterna. Justo antes de que tomar otro giro del túnel, que se abría a la salida, Morrigan miró hacia atrás. La luz de los cristales se estaba desvaneciendo, y mientras ella observaba, parpadeó poco a poco, y se apagó. Morrigan recorrió apresuradamente el resto del camino.

Kyle la estaba esperando.

– Siento haber tardado tanto -dijo ella-. No quería tener esperando a todo el mundo. Es que los cristales eran tan bonitos a la luz de la linterna que me distraje.

– Sí, sé a lo que te refieres -dijo el guía, mientras le hacía una seña para que ella lo siguiera hacia el exterior de la cueva.

Al salir a la superficie, sintió todo el calor de Oklahoma oprimiéndola, y vio el azul del cielo extendiéndose sin fin por encima de su cabeza. Tuvo tal sensación de pérdida al no estar ya en el interior de la cueva que estuvo a punto de echarse a llorar.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Aquí estás! -dijo Gena mientras Morrigan y Kyle se aproximaban al trolebús en el que esperaban todos.

– Está sana y salva -le dijo Kyle al grupo, y después sonrió a Morrigan-. Es una espeleóloga nata, lo cual significa que hay que sacarla a rastras de las cuevas.

– ¡Pues para ustedes dos! ¡Para mí es demasiado oscuro y claustrofóbico! -exclamó un hombre de mediana edad, cuya esposa asintió con tanto vigor, que varios de los miembros del grupo se echaron a reír.

Morrigan, aliviada al ver que el hombre había desviado la atención de ella, sonrió a Kyle con agradecimiento y subió al trolebús con los demás. Sus amigas le hicieron sitio mientras Kyle se sentaba tras el volante. Morrigan sólo quería volver a la cueva. Se agarró con fuerza al asiento para no bajarse. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué se sentía así?

– Bueno… -le susurró Lori con una sonrisa cómplice-. Dime la verdad. Has hecho todo eso para conseguir quedarte a solas con ese guía tan guapo, ¿a que sí?

– Sí, claro -respondió Morrigan automáticamente.

– Creo que le gustas -susurró Jamie-. No dejaba de mirarte. Es guapísimo. Si no le pides el teléfono, es que eres tonta.

– No sé si es lo suficientemente mayor. Ya sabéis que estoy harta de los chicos jóvenes -dijo Morrigan.

Lori soltó un resoplido.

– Tú eres mayor. Siempre has sido mayor.

Morrigan miró a Lori a los ojos. De repente, odiaba a sus amigas con una intensidad que la dejó sin respiración. Odiaba estar rodeada de chicas tontas que no tenían preocupaciones verdaderas, y ni la más mínima idea de lo que era sentirse desplazada siempre.

– Tienes razón. Siempre he sido mayor -respondió lacónicamente.

Después volvió la cabeza y miró hacia la cueva, mientras Lori, Gena y Jamie hablaban sin parar de lo guapo que era Kyle, tan rubio y tan alto.

Morrigan tenía que volver a casa rápidamente para poder hablar con las dos únicas personas que la entendían. Tal vez pudieran ayudarla a encontrarle sentido a todo lo que había ocurrido aquel día.

«Y tal vez haya cosas que no te han contado sobre tu madre…».

En aquella ocasión, Morrigan escuchó.

Capítulo 5

– Tenemos que hablar.

Sus abuelos la miraron a la vez. Estaban en su sitio de costumbre para pasar las veladas nocturnas, sentados el uno junto al otro en mecedoras gemelas, leyendo y haciendo caso omiso de la televisión. La abuela se había servido una copa de vino tinto. El abuelo se estaba tomando un café descafeinado.

– Cariño, ¿no querían entrar las chicas? He hecho tarta de cereza.

– No, las he llevado a casa. Tengo que hablar con vosotros.

Su abuelo se quitó las gafas de leer.

– ¿De qué se trata, Morgie?

– En las cuevas me ha pasado algo muy raro -dijo ella. En vez de sentarse en su sitio de siempre, se paseó de un lado a otro. Estaba llena de energía nerviosa, y no sabía por qué.

– Cuéntanoslo, cariño -dijo la abuela.

– De acuerdo. Empezó con la reacción que tuve al entrar en las cuevas. Me sentí como en mi verdadero hogar. Era como si ya hubiera estado allí… No. No lo estoy describiendo bien. Cuando entré en la cueva, era como si aquél fuera mi sitio, como si yo perteneciera a aquellas rocas. Ya sabéis que algunas veces me siento fuera de lugar -dijo, y sus abuelos asintieron. Lo entendían bien; la habían ayudado durante toda la vida-. No me sentí así en la cueva.

– Bueno, cariño, siempre te ha encantado estar al aire libre. Supongo que tiene sentido que tengas una reacción positiva a algo como relacionado con la tierra -dijo la abuela.

– Eso es lo que yo me dije al principio. Sin embargo, pasaron otras cosas que me dieron a entender que hay algo más. No es sólo que me guste la tierra.

– ¿Qué más pasó? -preguntó su abuelo.

– Los cristales de la cueva me llamaron «Portadora de la Luz» y me dieron la bienvenida. Y yo hice que resplandecieran.

Nadie dijo nada durante varios segundos. Morrigan se agarró las manos con fuerza y esperó. La abuela habló primero.

– Querida, ¿quieres decir que le transmitiste el fuego de tus manos a los cristales?

Morrigan negó con la cabeza.

– No, no fue así. Fue como si el fuego ya estuviera dentro de los cristales, y cuando los toqué, yo lo encendí.

– ¿Lo vieron tus amigas?

– No. Nadie lo sabe.

– Morrigan, cuando dices que los cristales te dieron la bienvenida y te llamaron «Portadora de la Luz», ¿te refieres a las voces del viento? -inquirió el abuelo.

– No. Fue muy diferente. ¡Fue increíble, abuelo! Toqué los cristales y cobraron vida. Sentí cómo temblaban, como si estuviera acariciando a un animal. Y entonces, a través de la mano, noté que me daban la bienvenida. No era una de las voces del viento. Era la voz de mi alma. Si mantenía la mano sobre los cristales, comenzaban a calentarse y a resplandecer.

Se sorprendió al ver una tristeza repentina en los ojos de su abuelo. Él le dio unos golpecitos en la palma de la mano y se giró hacia su esposa.

– Creo que ha llegado el momento de que se lo contemos todo -dijo.

– Lo sé -dijo la abuela.

A Morrigan se le encogió el corazón, y de repente, tuvo ganas de retirar todo lo que había dicho. Las palabras de su abuelo le daban miedo, y en lo más profundo de su alma sabía que después de que oyera lo que iban a decirle nunca volvería a ser la misma.

– Siéntate, cariño. Tengo que contarte una historia.

Morrigan se sentó en un taburete, frente a sus abuelos, y se mantuvo en silencio.

– ¿De qué se trata, abuelo?

– Tu madre no era Shannon.

Las palabras eran muy sencillas. La frase, muy corta. Sin embargo, para Morrigan, la voz de su abuelo se había convertido en un arma, y lo que le había dicho le había causado un dolor físico tan agudo que se estremeció.

– Cariño, no te asustes. No va a pasar nada -dijo la abuela. La abuela reaccionó ante su dolor, como hacía siempre, pero Morrigan no apartó los ojos de su abuelo.

– No entiendo lo que quieres decir. ¿Cómo que Shannon no era mi madre?

– Hace diecinueve años, Shannon fue a la subasta de una finca en el campo. En aquella subasta compró un ánfora, porque pensaba que era la reproducción de una antigua ánfora celta. En realidad, era el talismán de otro mundo, Partholon. Es un mundo parecido al nuestro, en el que incluso hay gente que es exactamente igual que la gente de nuestro mundo. Salvo que, en Partholon, la magia era real, y la diosa Epona era, o más bien es, la deidad principal.

– Epona… -susurró Morrigan.

– Sí. Fue Rhiannon, la Suma Sacerdotisa de Epona, su Elegida, la que envió ese talismán aquí, a Oklahoma, como cebo para atrapar a Shannon. Shannon y ella eran el reflejo la una de la otra. Eran tan parecidas que no había manera de distinguirlas, y por eso, la Suma Sacerdotisa pensó en intercambiar su lugar con el de Shannon. A través de aquella ánfora, Shannon fue transportada a Partholon y Rhiannon vino a Oklahoma.

– Pero ¿por qué? No lo entiendo. ¿Para qué quería venir la Suma Sacerdotisa de una diosa aquí?

– Rhiannon sabía que Partholon iba a sufrir la invasión de un ejército de demonios, así que le pareció buena idea marcharse.

– Eso no está bien. Si era la Suma Sacerdotisa, debía quedarse allí para ayudar a su pueblo.

– Sí, es cierto. Pero Rhiannon MacCallan era egoísta y caprichosa, y prefirió hacer lo más fácil, no lo correcto. Además, este mundo le atraía, junto con el poder que podía conseguir en él.

La abuela se inclinó hacia ella.

– Pero una de las razones por las que Rhiannon actuó así es que el dios oscuro le susurraba cosas para envenenarle el espíritu.

Morrigan entendió muchas cosas al oír aquello. Por eso, sus abuelos le advertían siempre que no escuchara a las voces que oía, aunque una de ellas pudiera ser la de su madre. Su madre…

– No hubo nadie que le dijera a Rhiannon que Pryderi era un dios oscuro. No se dio cuenta de que su infelicidad y los malos pensamientos que le invadían la mente estaban manipulados por el mal.

– Nadie se lo dijo, y ese mal acabó por consumirla -continuó el abuelo.

– ¿Y cómo sabéis vosotros todo esto? -preguntó Morrigan.

El abuelo respiró profundamente y exhaló un largo suspiro.

– Porque Rhiannon usurpó la vida de Shannon.

– No, no es así -dijo la abuela-. Rhiannon no se parecía en nada a Shannon, y no pudo usurpar su vida.

– Tu abuela tiene razón. Rhiannon no se hizo con la vida de Shannon, tal y como Shannon se hizo con la suya en Partholon. Rhiannon cambió y retorció las cosas, porque siempre estaba buscando más. Más poder. Más dinero. Más, costara lo que costara.

– Así conoció a tu padre.

Morrigan se volvió hacia su abuela.

– Clint Freeman.

– Sí, cariño.

– Era un hombre bueno. Tenía un vínculo con la tierra -dijo el abuelo, sonriéndola-. Creo que de ahí viene tu amor por la tierra. A él lo fortalecía físicamente. Shannon nos contó que Clint era el reflejo del Sumo Chamán de Partholon, con el que ella se había casado en lugar de Rhiannon.

– Espera. No lo entiendo. Has dicho que Rhiannon estaba aquí, y que Shannon estaba allí. Y ahora dices que Shannon os contó cosas. Entonces, ¿ella habla contigo desde Partholon?

– Bueno, lo ha hecho algunas veces, pero no muchas. La mayoría de las veces sueño con ella, y sé que lo que veo es real. Sin embargo, no es así como me enteré de que existía Partholon. Shannon volvió una vez a Oklahoma. Clint la trajo para intentar intercambiarla de nuevo por Rhiannon. Los tres coincidieron aquí durante unas semanas, porque Rhiannon resucitó a un demonio para utilizar su poder, y lo dejó suelto en este mundo.

– ¿Eso es lo que mató a mi padre?

– No -respondió el abuelo lentamente-. Tu padre se sacrificó para poder detener a Rhiannon. Con su sangre la aprisionó mágicamente en el interior de un árbol, y al mismo tiempo, envió a Shannon de vuelta a Partholon para que ella pudiera estar con su marido, el padre de su hija, que todavía no había nacido.

– ¿Y Rhiannon estaba embarazada de mí?

– Sí.

– Rhiannon es mi madre, y no Shannon.

– Sí. Tu madre es Rhiannon.

– Y vosotros sois los padres de Shannon. No los padres de Rhiannon.

En vez de responder, el abuelo dijo:

– Deberías saber que durante tu nacimiento había presente un chamán choctaw. Él te trajo con nosotros, y nos dijo que, antes de morir, Rhiannon rechazó al dios oscuro y se reconcilió con Epona.

A través de los zumbidos que tenía en la cabeza, Morrigan apenas podía oír lo que él le estaba diciendo.

– Por eso siempre me he sentido fuera de lugar. Es porque no estoy en mi sitio. No pertenezco a este mundo. Y no os pertenezco a vosotros.

– Pero cariño, ¡claro que sí! ¡Eres nuestra niña!

Morrigan negó con la cabeza.

– No. Soy la hija de Rhiannon MacCallan. Y ella no es vuestra hija. Mi madre no era Shannon, la mujer cuyas fotografías me habéis estado enseñando, y sobre quien me habéis estado contando historias durante toda la vida. Soy hija de Rhiannon.

Su voz sonaba extraña. Su tono era de enfado, de acusación. Vio que el dolor le oscurecía los ojos a su abuela y se los llenaba de lágrimas, pero no podía contenerse.

– Soy hija de una mujer tan mala que el padre de su hija se sacrificó para salvar al mundo de ella. Y de mí. Se mató para mantenerme alejada del mundo a mí también, porque yo era hija de Rhiannon, y por lo tanto, tal vez fuera como ella.

– No, Morrigan. Tú no eres como ella -dijo el abuelo con firmeza.

A Morrigan le latía el corazón con tanta fuerza que le hacía daño en el pecho.

– ¿Cómo se liberó Rhiannon de la magia? ¿Cómo nací yo? ¿La liberó Pryderi?

– Sí, la liberó el dios oscuro, pero Epona la perdonó.

– Y por eso me advertisteis que algunas de las voces que oía con el viento podían ser malvadas. Es porque mi madre era mala y escuchó a ese dios, así que es lógico que yo lo haga también.

– Cariño, queríamos asegurarnos de que estabas en guardia, de que no te hicieran daño las mismas cosas que tentaron y engañaron a Rhiannon -le dijo su abuela.

– Morrigan, escúchanos. Tú no eres mala, y ése no es el motivo por el que te hemos advertido. Tú eres como Shannon, no como Rhiannon.

– Pero yo no soy hija de Shannon. Habéis dicho que estaba embarazada al mismo tiempo que Rhiannon. Ella tiene a su hija en Partholon, ¿no?

– Sí. Shannon tiene una hija en Partholon -dijo su abuelo.

– Entonces, hay dos de nosotras, como Shannon y Rhiannon. Es irónico. Yo soy la que debería haber nacido allí, la que pertenece a aquel mundo. O no. Tiene una madre, y tienen que estar juntas. Soy yo la que está fuera de lugar en todas partes.

«Tú tienes la cueva y tienes tu herencia…», dijo alguien en el aire, alrededor de Morrigan.

– No soy tu nieta. No soy quien siempre he pensado que era -dijo, mientras empezaba a retroceder para salir de la casa.

– Claro que eres nuestra nieta. Esto no cambia nada. El único motivo por el que te hemos contado todo esto es que es evidente que estás empezando a mostrar los poderes de una diosa. Eso significa que Epona debe de estar contigo, incluso aquí, en Oklahoma -dijo el abuelo, hablándole suavemente, como si fuera una potrilla asustada.

– Es bueno tener cerca a Epona -dijo la abuela, sonriendo a través de las lágrimas-. Estoy segura de que la diosa tiene un plan para ti.

– ¿Y si no es Epona la que está cerca de mí? ¿Y si Pryderi me considera suya y ése es el motivo por el que oigo voces, y puedo hacer fuego, y los cristales me hablan y resplandecen cuando los toco?

– Pryderi no te ha marcado. Tú no eres mala, Morgie -dijo con ternura el abuelo.

A Morrigan se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Tú dices eso, pero no lo sabes con seguridad. Y yo tengo que saberlo con seguridad. Pase lo que pase, ya es hora de que acepte mi destino.

Se dio la vuelta y salió corriendo de la casa.

Sus abuelos corrieron a la puerta y la vieron alejándose por la carretera, en su Old Red.

– Lo superará -dijo mamá Parker, enjugándose las lágrimas de las mejillas-. Se le pasará el enfado, y volverá a casa, y todo se arreglará, ¿verdad, querido?

Richard la rodeó con un brazo.

– Eso espero. Morgie es una buena chica. Sólo está asustada, y en este momento, muy enfadada con nosotros.

Volvieron a sus sillas. Richard se movió lentamente, porque sentía la edad más que de costumbre. Intentó concentrarse otra vez en el libro que estaba leyendo, pero no pudo. Miró a mamá Parker. Ella estaba mirando por la ventana.

– Es una buena chica -repitió.

Su mujer asintió.

– Lo sé. Es que… creo que es demasiado para que pueda asimilarlo de una vez, y es tan joven…

Richard suspiró:

– Sí… sí… sí… -murmuró, y se irguió en la silla-. ¡Demonios!

– ¿Qué ocurre, cariño?

– Morrigan dijo algo de que había llegado la hora de aceptar su destino. ¿La habías oído decir algo así en sus dieciocho años de vida?

Mamá Parker hizo un gesto negativo con la cabeza.

– No, pero suena como algo que haya podido susurrarle Rhiannon -dijo.

– O Pryderi.

Richard se levantó y comenzó a ponerse los zapatos.

– Dijera lo que dijera aquel chamán indio, yo sigo dudando que haya alguna diferencia entre los dos.

– ¿Vamos a ir a buscar a Morrigan?

– Sí, claro que vamos a ir.

– Oh, bien, querido. Me siento muy aliviada -dijo mamá Parker, y se apresuró a recoger las llaves de la camioneta-. ¿Sabes adónde ha podido ir?

– Si no me equivoco, y sigue escuchando esos malditos susurros, ha vuelto a la cueva.

– Al lugar donde sus poderes se intensifican -dijo mamá Parker.

Richard gruñó.

– Sí. Lo que yo creo es que Morrigan tiene un poder que ellos quieren.

Mientras tomaba el viejo termo de uno de los armarios de la cocina y lo llenaba de café, pensó con ironía que, en lo referente a sus chicas, casi siempre acertaba. Lo cual no siempre había sido una buena cosa.

Capítulo 6

Partholon

– Eh, disculpa, Myrna. ¿Qué es lo que acabas de decir? A mí me ha parecido que decías que estás embarazada del trol y que te vas a casar con él, pero no sé si lo he oído bien.

– Me has oído bien, mamá. Salvo por la parte de que Grant es un trol. Sabes que te he pedido cientos de veces que dejes de llamarle eso.

– Es bajo, tiene la cabeza plana y la mordida cruzada. Para mí, eso es ser un trol.

– ¿De veras? Pues en realidad, es el futuro marido de tu hija, y padre de tu nieto.

Yo miré a mi alrededor, como si fuera a aparecer alguien por detrás de los rosales de mi maravilloso jardín.

– Tienes una hija, que se supone que está en el Templo de la Musa, culturizándose y aprendiendo a ser elegante, pero que en vez de eso está fornicando con un trol y…

– ¡Rhea! ¡Myrna! Aquí estáis.

Alanna entró en el jardín y se colocó entre mi hija y yo. Antes de que yo tuviera oportunidad de empezar de nuevo, oí unos sonidos de cascos que se acercaban, lo cual quería decir que se acercaba ClanFintan, mi marido y padre de la culpable. Me di la vuelta y comencé a cortar, tal vez demasiado vigorosamente, rosas violetas para hacer un ramo, e ignoré a mi amiga y a mi hija.

Noté que Alanna me miraba. Después se encogió de hombros y se abrazó a Myrna.

– ¡Mi dulce niña! Grant me ha dicho que has llegado esta mañana. Qué sorpresa. No te esperábamos hasta el invierno.

Yo solté un bufido al oír el nombre del trol, pero la llegada de ClanFintan amortiguó el sonido.

– ¡Papá!

No tuve que darme la vuelta para saber que Myrna se había lanzado a los brazos de su padre. Lo adoraba. «Como tú, Amada».

Mentalmente, hice un gesto de exasperación hacia mi diosa y murmuré:

– Vamos a ver lo que dice su querido papá de la noticia tan buena que va a darle.

«Paciencia, Amada».

Me di la vuelta y me crucé de brazos, mientras veía a ClanFintan con una sonrisa resplandeciente de padre orgulloso.

– Mi corazón está completo de nuevo, ahora que tengo a mis dos chicas conmigo.

Él me miró a los ojos, y su sonrisa me incluyó. Durante un segundo, olvidé que mi hija acababa de volverme loca. Sólo pude pensar en que después de veinte años, él era más guapo incluso que cuando lo conocí, y que aquellos años sólo me habían hecho quererlo más.

Entonces, recordé la razón por la que Myrna nos había hecho aquella visita sorpresa.

– Dile a tu padre por qué has venido a casa. Seguro que entonces no va a estar tan contento de verte -dije.

Myrna me miró con el ceño fruncido.

– No tienes por qué enfadarte, mamá. Esto es algo bueno.

Yo resoplé.

ClanFintan me miró con su cara de «deja que me encargue yo». Entonces, alcé las manos en una señal de rendición y él miró a Myrna.

– ¿Qué has hecho que haya molestado tanto a tu madre, Myrna?

– ¡Estoy embarazada, papá! ¡Y Grant y yo vamos a casarnos!

Oí que Alanna inhalaba una bocanada de aire bruscamente. ClanFintan nos miró a mi hija y a mí alternativamente.

– Te lo dije -le advertí.

– ¿Y dónde está Grant? -preguntó ClanFintan con severidad.

– Papá, está esperando a que yo os dé primero la noticia, y después se reunirá con nosotros.

ClanFintan arqueó una de sus cejas negras.

– ¿Y por qué no ha venido primero a vernos a tu madre y a mí para pedirnos permiso para casarse contigo? Eso hubiera sido lo más honorable.

– Porque no es tonto. Cualquiera con sentido común os tendría miedo. Sin embargo, aunque esté tan asustado, quería venir conmigo. Yo no se lo he permitido. Sabía que era mejor que yo hablara con vosotros primero.

– Muy bien. Has hablado con nosotros. Ahora ve a buscarlo para que tu papá pueda darle una buena tunda -dije yo agradablemente.

– ¿Estás segura de que estás embarazada? -preguntó Alanna. Su voz suave sonó extrañamente aguda, y llamó nuestra atención.

– Estoy segura -dijo Myrna con alegría.

Alanna cerró los ojos como si sintiera un dolor agudo. ¿Qué demonios? Cuando los abrió, me miró fijamente con una expresión llena de tristeza.

Entonces, yo lo entendí todo, y lentamente, temblando, retrocedí hasta que encontré el banco de mármol que había detrás de mí. Me senté antes de que me fallaran las rodillas.

– Oh, no… -fue todo lo que acerté a decir. Alanna se acercó a mí y me tomó de la mano.

– ¿Mamá?

– Myrna, estamos hablando del Grant a quien conoces desde niña, ¿no? ¿El hijo único de los McClures, que poseen los viñedos que están junto al templo?

– Por supuesto, mamá. No hay otro Grant -dije.

Vi en sus ojos que ella ya sabía aquello de lo que Alanna y yo acabábamos de darnos cuenta. Siguió hablando, pero mientras hablaba, se acercó a mí.

– Y no hay ningún otro hombre, ni ningún centauro, para mí. Quiero a Grant, y Grant es el padre de mi hijo. Pregúntale a Epona, mamá, ella lo sabe.

Oí la maldición que musitó ClanFintan, y supe que él también se había dado cuenta de lo que implicaba el anuncio de Myrna.

– Mamá… Desde hace mucho tiempo sabes que yo no voy a ser la próxima Elegida de Epona.

– No -susurré entre lágrimas-. No, no lo sabía.

«Escúchala, Amada. Myrna conoce bien su corazón, y acepta su destino».

– Sí. Sabes que Epona nunca me ha hablado -dijo Myrna-. Sé que la diosa me quiere, y yo la quiero a ella. Me encantan los rituales que tú presides, y también las celebraciones de bendición. Pero nunca he tenido el mínimo deseo de ser quien dirigiera esas celebraciones y esos rituales. Y, además, mamá, no tengo ninguna afinidad concedida por la diosa. Los árboles te saludan. Las piedras cantan tu nombre. Tu espíritu viaja durante el Sueño Mágico. Yo no tengo nada de eso, ni siquiera un poco.

Myrna hizo una pausa y se miró el regazo.

– Te quiero, y he intentado ser lo que tú querías que fuera. Pero lo que yo he querido siempre es ser madre, y ayudar a Grant a cuidar sus viñedos -dijo con la voz entrecortada, mientras empezaba a llorar-. Siento haberos decepcionado a papá y a ti.

A mí me dolía el corazón mientras la abrazaba.

– Oh, querida, tú nunca podrías decepcionarnos a tu padre y a mí. Te queremos.

Myrna se aferró a mí y todos los signos de su valor desaparecieron. Sentí que le temblaban los hombros mientras sollozaba. Y entonces, ClanFintan nos abrazó a las dos. Besó a nuestra hija y después me besó a mí.

– Si quieres a ese hombre, tráelo aquí y le daré mi bendición -dijo.

– ¿Me lo prometes? -preguntó Myrna entre lágrimas.

– Tienes el juramento del Sumo Chamán de Partholon -dijo él con solemnidad.

Entonces, Myrna me miró.

– Siento mucho no haber nacido para ser la Elegida de Epona, mamá. Sé que es lo que siempre quisiste para mí.

Yo miré a mi hija a los ojos y supe que, si le decía que estaba abatida porque ella no fuera a seguir mis pasos al servicio de Epona, le haría un daño irreparable. Y yo no podía hacer eso. Así pues, sonreí y me sequé las lágrimas con la manga de la túnica.

– Lo que siempre he querido es que seas feliz. Y si Grant te hace feliz, tendrá mi bendición. Y la de Epona.

Myrna sonrió entonces.

– ¡Oh, gracias, mamá! -exclamó.

Después de abrazarme, salió de la habitación en busca de Grant.

– Una nieta -dijo ClanFintan con un tono de melancolía-. No sabía que iba a ocurrir tan pronto, pero la idea no me resulta desagradable -añadió, y me acarició la mejilla-. Rezaré para que se parezca a su abuela.

– Si acaso es una niña.

Ahora que Myrna se había ido, ya no traté de disimular mi desilusión. Si Myrna hubiera venido a decirme que estaba embarazada y enamorada de uno de los varios Sumos Chamanes centauros que durante aquellos años habían intentando cortejarla, no tendríamos ninguna duda sobre el sexo de su primer hijo. La Elegida de Epona siempre se casaba con un Sumo Chamán centauro que la diosa elegía especialmente para ella. Su primer hijo era un regalo de Epona, y siempre era una niña. Myrna estaba embarazada de un humano común y corriente. Su hija no era un regalo de la diosa porque Myrna no iba a ser su Elegida. Yo tenía que aceptar el hecho de que Myrna no tenía ninguno de los dones que la diosa concedía a sus Encarnaciones, por muy imposible que pudiera parecerme.

«Myrna tendrá una niña sana y feliz. Y tú te equivocas en cuanto a tu hija, Amada. Ella sí tiene los dones de la diosa en su interior, y esos dones se los traspasará a la hija que tenga».

A mí se me cortó la respiración a causa de la inmensa alegría que me produjeron las palabras de Epona.

– ¡Myrna tendrá una hija! -exclamé.

Alanna se puso a aplaudir.

– La línea sucesoria de las hijas MacCallan continúa. Y aquí estoy yo, de brazos cruzados, como si no tuviera nada que hacer.

Yo miré a Alanna con las cejas arqueadas. Demonios, siempre estaba muy ocupada.

– A Myrna ni siquiera se le nota el embarazo todavía. Tenemos mucho tiempo para preparar la habitación y las cosas del bebé.

– Rhea, también tenemos que preparar la fiesta de la boda de la única hija de la Elegida de Epona -respondió ella pacientemente. Después me sonrió y salió apresuradamente de mi jardín.

– Amor mío, creo que lo mejor sería que nos reuniéramos con Myrna y con Grant en el Gran Salón. El compromiso de nuestra hija debería anunciarse con solemnidad y con alegría si realmente vamos a darle nuestra bendición.

Yo suspiré.

– Ya lo sé.

– Rhea, ¿de veras te ha afectado tanto la decisión de Myrna? Tú y yo ya habíamos hablado del hecho de que no parecía que tener deseos de convertirse en la Elegida de Epona.

– Tienes razón. En realidad, no puedo decir que me haya sorprendido. Sólo me pregunto… -me interrumpí, porque me sentía terriblemente desleal hacia mi hija.

– Te preguntas por la hija de Rhiannon.

– No es que quisiera que Myrna fuera distinta, de verdad -dije rápidamente-. La adoro. Siempre ha sido una hija maravillosa. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme si Morrigan es como Myrna. Epona acaba de decirme que le ha concedido dones a Myrna, pero que esos dones nacerán con su hija. Entonces, ¿Morrigan también tiene esos dones de la diosa latentes, o son más tangibles en ella? ¿Y qué pasa si los tiene, pero como está en Oklahoma es tan desgraciada como Myrna sería si la obligáramos a ponerse al servicio de Epona contra su voluntad?

– Morrigan está en manos de Epona. Tienes que confiar en que tu diosa y tu padre la van a cuidar.

– Confío en Epona y en mi padre, pero ojalá pudiera visitarlo durante el Sueño Mágico para poder ver lo que está pasando con Morrigan.

Mi espíritu sólo había vuelto a Oklahoma media docena de veces durante los dieciocho años anteriores, y en aquellas ocasiones sólo había permanecido allí brevemente, lo suficiente para decirle a mi padre que Myrna y yo estábamos bien. Durante aquellas visitas, sólo había visto tres veces a Morrigan, y una de ellas, el día en que nació. Siempre me había asombrado lo mucho que se parecía a mi hija. Sabía que aquel parecido era el único motivo por el que yo me sentía tan unida a ella. ¿Cómo no iba a preocuparme por ella? Además, yo era consciente, aunque ClanFintan y yo nunca hubiéramos hablado sobre ello, de que Morrigan podría haber sido hija mía. Tal vez, debería haber sido mía. De haberme quedado en Oklahoma, me habría casado con Clint Freeman, y sin duda, habríamos tenido hijos.

– Rhea, sabes que después de la última vez que Epona te permitió viajar a tu antiguo mundo durante el Sueño Mágico, estuviste enferma varios días.

Suspiré.

– Sí, lo sé. La diosa me dijo que viajar hasta allí es peligroso para mí. Está demasiado lejos como para separar mi alma y mi cuerpo, sobre todo ahora que voy envejeciendo. Se supone que tengo que conformarme sabiendo que Epona le envía a mi padre visiones para que él no se sienta completamente separado de mí.

ClanFintan sonrió.

– Ojalá pudiera tu padre cruzar la División y venir a Partholon. Durante todos estos años he echado de menos a su reflejo de este mundo, El MacCallan. Tenerlo aquí sería como tener a El MacCallan de vuelta entre nosotros.

– Mi padre y tú os llevaríais muy bien, si tú fueras capaz de soportar todas las preguntas que, con toda seguridad, te haría sobre la anatomía de los centauros.

Él se echó a reír.

– Se me olvidaba que en tu antiguo mundo los centauros sólo somos un mito.

– Bueno, mi padre no te permitiría que lo olvidaras. Pero yo también quisiera que pudiera venir.

– Tal vez haya un modo de…

– ¡No! El cambio de mundos requiere un sacrificio humano. Por mucho que nos añoremos el uno al otro, sé que mi padre no querría que nadie muriera para poder venir conmigo aquí. Además… tendrían que ser dos sacrificios, puesto que él no vendría sin mamá Parker. No, en realidad tendrían que ser tres, porque Morrigan no podría quedarse allí sola… No. Mi padre tendrá que quedarse en Oklahoma.

– Y tú te quedarás en Partholon.

ClanFintan no lo dijo como una pregunta, pero yo vi en sus ojos que él necesitaba que se lo dijera.

– Yo me quedaré en Partholon, contigo, para siempre -dije.

Me puse en pie y le rodeé la cintura con los brazos.

Él se inclinó y me besó. Yo le sonreí con coquetería.

– Eres muy sexy para ser abuelo.

Él se quedó un poco asombrado.

– Vamos a tener una nieta. Es algo raro, aunque maravilloso, el hacerse viejo.

– Sí -dije, y después añadí-: Si he contado bien los meses, seremos abuelos a principios de otoño.

– Me parece que el otoño es un momento magnífico para el nacimiento de un niño -dijo él con firmeza.

– Sí… -respondí yo.

Sin embargo, mi mente ya estaba divagando. El otoño era el momento del año en que la vida, y Partholon en general, se preparaba para el invierno. Normalmente, era la primavera la que se asociaba con los bebés y los comienzos. El otoño era la estación de los finales; la muerte de las hojas de los árboles, la última cosecha de los frutos del verano, la preparación para los días más cortos y más oscuros que se avecinaban. Fruncí el ceño y apoyé la mejilla en el pecho de mi marido, preocupándome por un complejo simbolismo como sólo podría preocuparse una ex profesora de literatura y lengua inglesa.

Epona, que normalmente me respondía y me decía lo tontas que eran mis imaginaciones, permaneció extrañamente callada.

Capítulo 7

Oklahoma

Morrigan llevaba conduciendo más de una hora cuando se dio cuenta de adónde iba. Miró el reloj del salpicadero. Eran más de las diez. Cuando llegara a las cuevas habrían pasado las doce.

– Me alegro -dijo en voz alta-. No quiero tener público para lo que voy a hacer.

¿Y qué iba a hacer?

En realidad, esa parte todavía no la había pensado bien. Sólo sabía que tenía que alejarse de sus abuelos, que en realidad no eran. Había alguien en Partholon que tenía de verdad una madre y un padre, y unos abuelos. Sus propios abuelos. Aunque en realidad tampoco eran de Morrigan.

Todo aquello le producía un dolor de cabeza tan grande como el de su corazón y su estómago.

– Pero entonces, ¿qué voy a hacer cuando llegue a la cueva? -se preguntó.

«Acepta tu destino…».

– No -dijo con firmeza-. No, no quiero oír nada que tú tengas que decirme al respecto.

Encendió la radio, para que su sonido amortiguara los susurros que pudieran aparecer en su mente. Morrigan necesitaba pensar con la cabeza clara, sin influencias de nadie en quien no pudiera confiar. Si a lo que se refería aquella voz con lo de que aceptara su destino era a que intentara averiguar exactamente qué poderes tenía y quién era de verdad, Morrigan suponía que eso era lo que estaba a punto de hacer.

Miró con un sentimiento de culpabilidad su teléfono móvil. Lo había apagado en cuanto había subido al coche. Sus abuelos estarían preocupados por ella, y ella odiaba causarles dolor. La querían, y ella lo sabía. Morrigan no dudaba de sus abuelos. Ya lamentaba las cosas tan duras que les había dicho. No se había enfadado con ellos, porque sabía que no era culpa suya que ella no fuera hija de Shannon. Incluso entendía el motivo por el que no se lo habían dicho. ¿Cómo iban a explicarle a una niña de diez, o de quince años, que en realidad era la hija de una sacerdotisa de otro mundo que se había vuelto malvada, que después había renunciado al mal, y había muerto? Ya era lo suficientemente difícil de entender para ella, que supuestamente era una muchacha madura de dieciocho años.

Así que aquél era el verdadero motivo por el que volvía a la cueva. Quería descubrir la verdad sobre su madre, tanto como deseaba descubrir la verdad sobre sí misma.


Morrigan aparcó su viejo coche rojo junto a la señal del Parque Estatal de Las Cuevas de Alabastro, que estaba a un lado de la carretera que llevaba a la tienda de regalos, al merendero y a la entrada principal de la cueva. Sus zapatillas deportivas hicieron crujir la gravilla, pero el cielo era tan grande, que el ruido fue amortiguado por las estrellas. La luna estaba en fase creciente, y asomaba por encima de las copas de los árboles que bordeaban la carretera. Notó la brisa suave y cálida en las mejillas, y sintió alivio al no oír ninguna voz en el viento.

Pasó junto a la cabaña del guardia del parque y por delante de la tienda de regalos, y siguió caminando, como había hecho aquel mismo día, hasta que llegó a las escaleras de piedra. Bajó por ellas y, rápidamente, perdió de vista la luz de la luna. Morrigan rebuscó en su bolso, sacó la linterna y siguió el haz de luz.

Sintió la abertura de la boca de la cueva antes de iluminarla con la linterna. Su aliento fresco le acarició la cara. Morrigan respiró profundamente aquel olor a tierra y se detuvo en la entrada.

Debería tener miedo. Debería estar aterrorizada. Estaba completamente sola, por la noche, fuera de casa, e iba a entrar a una cueva llena de murciélagos.

Sin embargo, la verdad era que se sentía eufórica, lo cual era otra prueba más de su rareza.

Morrigan irguió los hombros y entró en la cueva.

Allí, la oscuridad se hizo completa. Su pequeña linterna sólo era un alfiler en la impresionante negrura, y no podía iluminar más que un diminuto dardo de aquel vasto mundo subterráneo. Pero a Morrigan no le preocupaba la oscuridad; por el contrario, le resultaba calmante.

Como si lo conociera desde siempre, siguió con facilidad el camino que descendía hasta el vientre de la cueva. Cuanto más se adentraba en ella, más relajada se sentía. La tensión que le había atenazado los hombros durante todo el viaje se disipó. La preocupación que sentía por sus abuelos desapareció. La confusión que le creaban las voces del viento se minimizó.

Más tarde, se dio cuenta de que aquella relajación antinatural debería haberle servido de advertencia sobre lo que iba a ocurrir. Entonces sonrió y siguió entrando más y más a la cueva. Cuando llegó a la cavidad que Kyle había denominado la Sala del Campamento, entendió qué era lo que le atraía tanto.

– La piedra de selenita -susurró al iluminar con la linterna aquella piedra cargada de cristales y hacerla brillar como la luna sobre el agua.

Era mucho más bella en aquel momento que iluminada con aquella ridícula luz rosa. Se dirigió hacia ella con decisión, y entonces comenzaron los susurros.

«Sí… acércate a abrazar tu destino».

Morrigan se detuvo en seco y tomó aire profundamente, con enfado.

– No. No, maldita sea. Estoy cansada de que me manejen. Ya ni siquiera sé quién soy. ¿De qué destino estás hablando? ¿Y quién eres?

«Por primera vez en tu vida, sabes quién eres tú, Morrigan, hija de una Suma Sacerdotisa de Partholon».

Morrigan se estremeció al oír aquello.

«Tu herencia es divina, y tienes un poder que excede tu imaginación».

Morrigan se mordió el labio. Un poder que excedía su imaginación. ¡Vaya! Aquello debía de ser mucho poder, porque ella tenía una imaginación amplísima. Sería muy agradable sentir que era capaz de regir su propia vida. ¿Acaso el poder iba a darle aquella habilidad?

«Ven y acepta tu destino, tu futuro, Portadora de la Luz».

Aquel título, Portadora de la Luz… Era lo que le habían llamado los cristales, las mismas paredes de la cueva. Morrigan fijó la mirada en la piedra de selenita. No podía apartarse de ella, y su ansiedad juvenil hizo que olvidara a propósito sus preguntas sin respuesta. Conocer la identidad de aquella voz gentil que la guiaba le parecía mucho menos importante que conocer los secretos que había escondidos dentro de sí misma.

Morrigan sujetó la linterna con la mano izquierda, y posó la palma de la mano derecha en la piedra. La piedra tembló y se calentó. Morrigan dijo:

– Hola. Soy yo, la Portadora de la Luz. He vuelto.

«¡Portadora de la Luz! ¡Te damos la bienvenida!».

Las palabras surgieron de la gran piedra y entraron en su cuerpo a través de la palma de su mano.

– ¡Oh!

«Llama al espíritu de los cristales, tal y como es tu derecho, y ellos te responderán».

Morrigan asintió. Era incapaz de contener más la curiosidad, así que dejó la linterna en el suelo y puso ambas manos sobre la piedra.

– Eh… Soy Morrigan, hija de la Suma Sacerdotisa Rhiannon MacCallan de Partholon, y llamo al espíritu de los cristales.

«¡Te oímos, Portadora de la Luz!».

La superficie de la piedra se onduló. Morrigan sintió un cosquilleo con el calor que fluía de la piedra. Entonces, provocándole una explosión de sensaciones, la piedra se encendió, y no con la luz suave con la que brillaba la selenita cuando Morrigan estaba saliendo por el túnel, sino con una luz resplandeciente, tan brillante y tan blanca que Morrigan vio puntitos blancos.

Con los ojos empañados, Morrigan miró hacia el interior de la piedra, y vio la materia temblando, como cuando el viento soplaba por encima de la superficie de un lago en calma. Parpadeó con fuerza para aclararse los ojos y miró de nuevo hacia el interior de la piedra…

Entonces, exhaló un gran suspiro. A través de aquella enorme piedra de selenita, estaba viendo una cueva que era exactamente igual que aquélla en la que se encontraba, con la única diferencia de que en la otra cueva las paredes estaban adornadas con grabados muy complejos, y con mosaicos que le recordaban el delicado colgante de plata que el abuelo le había comprado a la abuela el año anterior en el Festival Escocés. La cueva que apareció ante sus ojos estaba llena de mujeres. ¿Qué estaba viendo? ¿Qué significaba aquello?

Entonces, el poder la golpeó y Morrigan perdió, con un jadeo, la visión de la otra cueva. Cerró los ojos y respiró profundamente varias veces para intentar controlar el calor blanco que la había inundado. Era como si estuviera conectada a toda la cueva, y no sólo a aquella piedra de luz. Se calmó, abrió los ojos de nuevo y miró hacia arriba. Los cristales de selenita del techo habían empezado a brillar como las estrellas en el cielo nocturno. ¡Ella estaba haciendo aquello! ¡Estaba dándoles vida a los cristales, haciendo que brillaran!

Morrigan se echó a reír de pura alegría. El sonido de felicidad reverberó por las paredes de la cueva.

«¡Regocíjate con el poder de tu herencia!».

– ¡Es increíble! -gritó Morrigan.

Tímidamente, apartó una de las manos de la piedra. Se concentró y la miró fijamente.

– Mantén tu luz -dijo en voz baja, con una voz grave. Después lo pensó mejor y añadió en un tono más engatusador-: Por favor, mantén tu luz.

Después, apartó la otra mano de la piedra.

La selenita se mantuvo encendida con una luz pura, plateada. Morrigan emitió un grito de alegría y se puso a bailar. Alzó las manos por encima de la cabeza, estiró los dedos hacia el techo y se concentró en los cristales superiores.

– ¡Encendeos!

El techo respondió con unos increíbles destellos que a Morrigan le cortaron el aliento.

– ¿Qué demonios pasa aquí?

Morrigan se dio la vuelta y vio a Kyle. Parecía que se había vestido apresuradamente, pues sólo llevaba unos vaqueros y un jersey de la Universidad de Oklahoma, puesto del revés, y tenía el pelo muy revuelto, como si se acabara de despertar. Estaba dentro de la Sala del Campamento, mirándola a ella y mirando los cristales encendidos con los ojos y la boca muy abiertos.

Capítulo 8

– ¡Kyle!

Morrigan notó que le ardían las mejillas. Nadie, aparte de sus abuelos, sabía que tenía unas habilidades tan extrañas. Nadie. Abrió la boca para ofrecer alguna excusa… cualquier cosa…

«¡Deja de negar lo que eres!».

Morrigan se sobresaltó. Aquellas palabras resonaron en el aire, a su alrededor. Morrigan sintió su ira, y entonces se dio cuenta de que también ella estaba enfadada. ¿Por qué debía excusarse? Alzó la barbilla y dijo:

– Yo he hecho esto. Yo he hecho que brillaran los cristales. Soy la hija de una sacerdotisa.

Kyle agitó la cabeza.

– Debo de estar durmiendo todavía. Esto tiene que ser un sueño.

La antigua Morrigan le hubiera dado la razón y habría salido corriendo, pero ella ya no era esa Morrigan, y estaba decidida a no volver a serlo.

– Date un pellizco para comprobar que no estás soñando. Yo he sido quien ha hecho esto -repitió-. Hoy, cuando he visitado la cueva, he sabido que tenía un vínculo con los cristales -dijo, y acarició la piedra de selenita con cariño. La piedra respondió con un fogonazo de luz que asombró todavía más a Kyle. Morrigan lo miró al oír su jadeo-. He vuelto porque tenía que aceptar mi destino.

– ¡Dios mío! ¡Eres tú, Morrigan! -dijo Kyle, que acababa de reconocerla en aquel momento.

– Sí, soy yo.

Morrigan pensó que estaba empezando a disfrutar de su reacción de absoluto desconcierto. No parecía que estuviera horrorizado, sólo pasmado. Entonces, recordó que pocas horas antes había flirteado con ella, y en aquel momento, apenas la reconocía.

– Entonces, ¿normalmente coqueteas con una chica y después se te olvida cómo es? ¿O sólo conmigo?

Él se pasó la mano por la frente.

– Claro que me acuerdo de ti. Pero estás distinta.

Morrigan soltó un resoplido de incredulidad.

– ¿Diferente? Sí, claro. Eso suena a excusa mala de adolescente -dijo, porque de repente, se sentía muy madura y superior.

– No es una excusa -respondió él-. Estás muy distinta. Te brilla la piel, y tus ojos son como dos topacios que tienen luz interior. Y tu pelo… -dijo, y se acercó a ella. Entonces le tomó un mechón de pelo del hombro, y ella se quedó asombrada-. Tu pelo es como el resto de tu cuerpo… de una belleza mágica.

Entonces, él le agarró suavemente el brazo e hizo que lo levantara para que ella pudiera mirárselo.

Tenía razón. Morrigan se dio cuenta de que le brillaba la piel. Se miró ambas manos y se dio cuenta de que aquel brillo era el mismo que el de la selenita.

– ¿Cómo es posible? -preguntó Kyle en voz baja.

Ella respondió automáticamente, sin mirarlo.

– Soy la hija de una suma sacerdotisa que fue elegida por la diosa Epona.

Morrigan sabía que había más cosas en la historia de su madre, pero decir aquello hacía que se sintiera muy bien. Más que bien, se sentía maravillosamente. A su alrededor, oyó una risa, pero no era una risa burlona ni malvada, sino una risa dulce y melódica que estaba hecha de pura felicidad. Era su madre. ¡Tenía que ser su madre! Continuó hablando en un tono maravillado:

– Tengo dones divinos porque llevo la sangre de generaciones de sacerdotisas en mi interior.

No estaba segura del motivo, pero sabía que estaba diciendo la verdad.

– Eres la cosa más bonita que he visto en mi vida.

Morrigan apartó los ojos de su propia piel brillante y se quedó sobrecogida ante la mirada de pura pasión de Kyle.

– Eres una diosa -susurró él.

Ella abrió la boca para corregirlo, para decirle que no era una diosa, sino la hija de la sacerdotisa de una diosa. Sin embargo, antes de que pudiera hablar ocurrieron dos cosas a la vez. El viento comenzó a soplar a su alrededor, llevándole unos susurros seductores que repetían las palabras de Kyle como un eco.

«Sí… eres una diosa… eres la belleza…».

Al mismo tiempo, Morrigan no podía dejar de mirar a Kyle. Sus ojos estaban llenos de adoración. Era tan guapo, tan deseable, tan sexy…

«Sí… eres una diosa… toma el placer de donde quieras…».

A Morrigan se le aceleró el pulso. El poder de los cristales todavía le vibraba por la sangre, ardiente, dulce y espeso, y descendía para causarle una ráfaga de calor entre las piernas. De repente, deseaba a Kyle con una fuerza para la que su escasa experiencia con el sexo no la había preparado.

Kyle se acercó a ella, atraído por la llama abierta de su magnetismo.

– Eres increíble. Tan sexy… Quiero acariciarte…

– Entonces, acaríciame -susurró Morrigan.

Él, sin titubear, le rozó la mejilla. Después movió la mano hacia abajo y le acarició la suavidad de la curva del cuello.

Morrigan se echó a temblar. No por los nervios de una virgen, sino por la ráfaga líquida de sensaciones que fluía desde las yemas de los dedos de Kyle hacia todo su cuerpo.

– Más -susurró ella.

Con un gemido, Kyle la tomó entre sus brazos y la besó. Ella recibió su lengua en la boca, y se hundió en su calor, y se bebió sus gemidos de deseo. Ella le rodeó los hombros con los brazos. Nunca había sentido nada parecido, tan fuerte y poderoso. Succionó sus labios y se estrechó contra él, frotando el cuerpo contra su dureza masculina.

– ¡Dios mío! Esto es como un sueño increíble -jadeó Kyle contra sus labios. Entonces la agarró por el trasero y la ciñó todavía más a él.

Morrigan se sentía horrorizada por su comportamiento, pero no podía parar. No quería parar. Su piel brillante ardía de calor, de necesidad, de lujuria. Estaba ahíta de poder. ¡Era una diosa!

– Morrigan Christine Parker, ¿qué demonios está pasando aquí?

La voz del abuelo fue como un jarro de agua fría. Ella se apartó de Kyle de un salto y balbuceó:

– ¡Abuelo!

Con la cara roja, y la cabeza dándole vueltas, vio a su abuelo por encima del hombro de Kyle. Parecía un cruce entre oso pardo y pez globo furioso y gigante. Llevaba un abrigo de caza viejo y tenía entre las manos la enorme linterna del establo. Y, ¡oh, no! La abuela estaba a su lado. Los dos estaban mirando a Kyle con severidad.

– Jovencito, ¿quién es usted y por qué tiene las manos encima de mi nieta?

Morrigan estuvo a punto de echarse a reír. Típico del abuelo. Ignoró el hecho de que los cristales estuvieran encendidos a su alrededor, por el único poder de la magia, y el hecho de que ella se hubiera escapado y de que seguramente él estaba muy preocupado. Y por supuesto, obvió el hecho de que ella también tenía las manos encima de Kyle. El abuelo entornó los ojos, y su expresión decía que no importaba que tuviera setenta y cinco años. Estaba más que dispuesto, y era más que capaz, de patearle el trasero a quien, en su opinión, se estaba aprovechando de su nieta, supuestamente inocente.

– Señor, lo siento mucho -dijo Kyle, mientras se pasaba la mano por el pelo-. Yo… yo… me he dejado llevar. Es tan guapa que… yo… -perdió el hilo de lo que quería decir. Estaba completamente avergonzado-. No quería faltarle el respeto.

Carraspeó, dio unos pasos hacia mi abuelo, y le tendió la mano.

– Me llamo Kyle Cameron. Soy jefe de los guías y conservador del Parque Estatal de Las Cuevas de Alabastro. He conocido a su nieta hoy, cuando sus amigas y ella estaban de visita en las cuevas.

El abuelo refunfuñó y le estrechó la mano a Kyle, aunque de mala gana, sin dejar de mirarlo con fijeza. Morrigan no tenía duda de que además le estaba estrujando la mano.

– Bueno, Kyle Cameron, ¿y siempre manoseas a las jovencitas el mismo día en que las conoces? ¿O este comportamiento tan caballeroso es sólo con mi nieta?

– Señor, yo…

– Abuelo, él…

– Cariño, mira los cristales -dijo la abuela-. Creo que Morrigan es quien los hace brillar.

Como de costumbre, la abuela era la voz de la razón.

El abuelo, por fin, se dio cuenta de que había algo más en la cueva que Kyle y ella. Observó la Sala del Campamento y lo vio todo, desde los cristales resplandecientes del techo a la gran piedra encendida.

– Selenita -dijo con un gruñido, pensativamente-. Los pioneros usaron lajas de esa piedra para hacer las ventanas de sus casas.

– Sí, señor, exactamente -dijo Kyle.

El abuelo lo miró como si no tuviera sentido común.

– Soy profesor de biología retirado, hijo. Sé más de los ecosistemas de Oklahoma que cualquier profesor que te diera clase en el instituto.

– Señor, yo estoy terminando la carrera. Y el doctorado.

Richard Parker arqueó las cejas.

– No me digas. ¿En qué especialidad?

– Geología.

Morrigan tuvo que contener una sonrisa. Su abuelo estaba doctorado en zoología.

– Ah -refunfuñó-. Entonces debes de tener más de dieciocho años.

– Veintidós, señor. Aprobé con buenas notas los exámenes y estoy haciendo el proyecto final.

– Ya -dijo el abuelo-. Pues deberías tener sentido común y no manosear a mi nieta.

– Querido, Morrigan y los cristales… -le dijo mamá Parker, y le dio un suave codazo.

Él volvió a gruñir, pero se concentró en su nieta.

– Morgie, ¿tú estás haciendo esto?

– Sí, abuelo.

– Ah, ¿entonces has decidido que somos tus abuelos otra vez?

Morrigan se miró los pies.

– Siento haber dicho eso, abuelo -dijo, y miró con timidez a mamá Parker-. Lo siento, abuela.

– ¡Oh, querida, no te preocupes! Sé que eran demasiadas cosas para asimilar de golpe.

– Sí, ha sido demasiado, pero no debería haberlo pagado con vosotros. Vosotros siempre seréis mis abuelos, pase lo que pase.

– Por supuesto que sí, Morgie -dijo el abuelo. Después carraspeó y continuó-: Puedes hacer que brillen los cristales. ¿Qué más puedes hacer?

– Las piedras me hablan. Y yo puedo oírlas.

Mamá Parker asintió pensativamente.

– Tienes afinidad con los espíritus de la tierra. Los druidas celtas y los chamanes nativos americanos han dejado escritos sobre eso.

– Shannon oía a los espíritus de los árboles. La saludaban llamándola Elegida de Epona, y compartían su poder con ella cuando los llamaba -dijo el abuelo.

– A mí me llaman Portadora de la Luz -dijo Morrigan suavemente.

– ¿Te han llamado «Diosa»? ¿Te han saludado como la Elegida?

Morrigan iba a decir que no, pero Kyle la interrumpió.

– ¡Es una diosa! -exclamó-. Si la hubiera visto hace un momento, entendería lo que quiero decir. Le brillaba literalmente la piel.

– Hijo, no es una diosa. Es la hija de la sacerdotisa de una diosa.

«¡No permitas que niegue tu divinidad!», le dijo el viento. Morrigan intentó ignorarlo, pero notó una punzada de ira por las palabras de su abuelo. Se sentía como si le estuviera robando algo que era, o debería ser, suyo.

– Mi madre era más que una sacerdotisa -dijo Morrigan, repitiendo las palabras que se movían en el viento, a su alrededor-. Era la encarnación de Epona, y tenía el poder de la diosa.

Su abuelo frunció el ceño.

– Morrigan, tu madre, Rhiannon, fue la Elegida de Epona y también Suma Sacerdotisa, pero perdió su favor, y los poderes que le había concedido.

– ¿Los perdió, o se los robaron?

Morrigan se oyó a sí misma formulando aquella pregunta con una voz fría y desconocida.

Su abuelo hizo una pausa y la miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Con quién estoy hablando? ¿Con Morrigan o con Rhiannon?

– ¿Es que ya no sabes si soy tu nieta o no? -Morrigan sintió un agudo dolor al pronunciar aquellas palabras. Sin embargo, en vez de lágrimas, sintió ira y tuvo la sensación de haber sido traicionada, y todo aquello formó una marea de amargura en su interior, le provocó un terremoto de emociones por dentro.

– ¡Ah, maldita sea! ¡Claro que sé que eres mi nieta! Sólo quiero que sigas siendo como ella, y no como una extraña locamente sedienta de poder.

Morrigan retrocedió como si la hubieran abofeteado.

– Durante toda la vida me has dicho que no estaba loca. ¿Cómo es que eso ha cambiado de repente?

– Morrigan Christine, yo no he dicho que estuvieras loca.

«Tú no eres ésa…».

– ¿Quién me puso el segundo nombre?

El abuelo pestañeó y se quedó desconcertado.

– Bueno, nosotros, cariño -dijo la abuela.

– Porque era el segundo nombre de Shannon -dijo Morrigan.

– No. Porque Christine es uno de mis nombres favoritos -dijo el abuelo con indignación.

– Mi madre no me lo puso. Yo no me llamo Morrigan Christine Parker. No soy esa chica, y Shannon Christine Parker no es mi madre. Yo me llamo Morrigan MacCallan, y soy hija de Rhiannon MacCallan, Elegida de Epona.

– Ella fue la Elegida, pero negó y traicionó a Epona, así que perdió el puesto -replicó el abuelo con la voz ronca.

– ¿Y cómo sabéis lo que pasó con tanta exactitud?

– Conocimos a Rhiannon. Y conocimos a Shannon. Tendrás que fiarte de nosotros y aceptar que te estamos diciendo la verdad.

Con un gruñido de frustración, Morrigan se dio la vuelta y se apoyó contra la piedra de selenita, intentando consolarse con los ecos de las palabras «Portadora de la Luz», que vibraban contra la palma de su mano. Estaba completamente confusa. Tenía un enredo en la cabeza, un lío de pensamientos y dudas. Su mundo se estaba haciendo añicos.

– ¡Morrigan! ¡Te he preguntado si tú estás haciendo esto!

La voz de Kyle penetró en su mente, y ella le clavó una mirada fulminante. Entonces, se preguntó por qué estaba tan pálido y tenía los ojos tan abiertos y tan oscuros.

– ¿Hacer qué? -le espetó.

– ¿Estás haciendo que retumbe la cueva?

– ¿Qué…?

Entonces, Morrigan miró hacia arriba, justo cuando del techo caía una enorme piedra.

«¡Ten cuidado, Portadora de la Luz! Estás en peligro. Debes marcharte rápidamente».

Y, a través de los cristales, tuvo el presentimiento de que si no salían de allí inmediatamente, todos iban a morir.

Capítulo 9

– ¡Abuelo! ¡Abuela! ¡Tenéis que marcharos de aquí! -gritó Morrigan.

Racionalmente, sabía que ella debía salir corriendo hacia la salida y llevarse a sus abuelos y a Kyle, pero no podía apartar las manos de la piedra de selenita.

– Morrigan, ¿qué sucede? -preguntó Kyle.

De repente, cayó otra piedra del techo, en aquella ocasión tan cerca de su abuelo que a Morrigan se le encogió el estómago.

«¡Peligro, Portadora de la Luz!», gritaban los cristales.

– ¡Tenéis que iros! ¡El techo se va a derrumbar! -les dijo, mientras las tremendas vibraciones, que ella había creído tan sólo el caos de sentimientos que tenía por dentro, comenzaban a rugir por toda la cueva. Apartó los ojos del cristal y chilló-: ¡Tú también, Kyle! ¡Sal de aquí!

– ¿Morgie? -dijo el abuelo, dando un paso hacia ella.

– ¡Vete, abuelo! ¡Yo también voy a ir! -mintió.

Entonces, vio que su abuelo asentía, tomaba del brazo a la abuela y comenzaba a guiarla hacia la salida. Después de unos instantes se detuvieron y se giraron hacia ella.

– ¡Vamos, Morrigan! -gritó él por encima del estruendo.

Ella sonrió con tristeza y pensó en lo mucho que quería su rostro curtido, de facciones marcadas, que le recordaba tanto a Rooster Cogburn en la vieja película de John Wayne, El rifle y la Biblia. No tuvo que mirar a la piedra para saber que había cambiado, y que de nuevo le permitía mirar la imagen de aquella otra cueva. Sabía lo que tenía que ser aquella imagen, en el fondo del alma lo había sabido desde el principio. Incluso sabía lo que tenía que hacer. Morrigan empujó la piedra, y sus manos se hundieron en ella, como si la materia de la que estaba hecho se hubiera vuelto gelatina.

– ¡Te quiero, abuelo! ¡Te quiero, abuela! -gritó-. Siento esto. ¡Lo siento mucho!

La expresión de su abuelo cambió de la preocupación a la desesperación.

– ¡No, Morrigan!

Dio un paso hacia ella, pero se vio obligado a parar porque del techo de la cavidad cayó una piedra enorme que se hizo pedazos en el suelo; provocó una nube de polvo que impidió que Morrigan siguiera viéndolo. Ya no lo veía, pero oía su voz, aunque el estruendo del derrumbe amortiguara sus palabras.

– ¡Morrigan, sal de ahí! No sabes lo que estás haciendo. Cruzar al otro lado no es fácil.

– ¡Morrigan, tenemos que irnos ahora mismo! -le dijo Kyle con urgencia. La tomó del brazo e intentó apartarla de la piedra.

Ella se zafó de su mano y respondió:

– No. Vete tú. Yo me quedo.

– ¡Eso es una locura! -gritó él, y señaló al techo-. Se está cayendo, y te va a matar. ¡No te conozco, pero siento hacia ti algo que nunca había sentido, y no quiero perderte antes de entenderlo!

Ella lo miró a los ojos, e ignorando un horrible sentimiento de desolación, respondió con crueldad y con dureza.

– Tienes razón. No me conoces. ¡Márchate y déjame en paz!

Entonces, canalizó el poder de los cristales y lo empujó. Y se quedó completamente asombrada al ver que él salía disparado a varios metros de distancia.

¡Vaya! ¡Podía hacer lo mismo que Tormenta, de X-Men!

– Márchate, Kyle -dijo con firmeza.

– ¡Morrigan! -volvió a gritar su abuelo.

– ¡Salid de aquí! -respondió ella, elevando la voz por encima del rugido de la caverna.

Kyle se estaba poniendo en pie, mirándola con una mezcla de reverencia y miedo. Sin embargo, parecía que no era capaz de marcharse.

– Morrigan, no me empujes. No quiero separarme de ti -dijo.

Entonces, dio un paso titubeante hacia ella.

Y, con un crujido horrible, el techo que había sobre él se desprendió. Morrigan observó con un espanto silencioso, sin gritar, cómo Kyle quedaba enterrado bajo una avalancha de piedras. Todo su cuerpo se echó a temblar, y no podía apartar los ojos de aquella pila de rocas y polvo. No veía a Kyle, pero sabía que tenía que estar muerto. Oh no, tal vez no lo estuviera. Tal vez debería intentar apartar las piedras. Usaría el poder de los cristales para ayudarlo.

Sin embargo, antes de que separara las manos de la piedra de selenita, las palabras «su corazón ya no late» pasaron desde el cristal a su cuerpo.

Entonces, el suelo comenzó a temblar de nuevo, y la tierra rugió.

«¡Estás en peligro, Portadora de la Luz!», le dijeron los cristales con insistencia.

¿Qué pensaba que estaba haciendo? Aquello no era ningún juego. Había provocado la muerte de un hombre. Tenía que salir de allí. Apartó las manos de la piedra y se dirigió hacia el camino de salida. Sin embargo, las piedras siguieron cayendo y le cortaron la escapada. Tosiendo, sin poder respirar por el polvo cada vez más denso del aire, volvió hacia atrás y cayó sobre la piedra de selenita. La piedra se hundió bajo el peso de su cuerpo.

«Escapa a través de la División, hija. El sacrificio de sangre ya se ha realizado».

Morrigan miró frenéticamente a su alrededor. La voz del viento le parecía demasiado real, como si le perteneciera a alguien que estuviera sentado a su lado. Era la voz de una mujer. La había oído más veces, entre la multitud de voces que poblaban su imaginación, aunque no a menudo. Y no era la única voz que había oído desde que había entrado en la cueva.

Las piedras siguieron cayendo a su alrededor, y Morrigan se quitó las lágrimas y la suciedad de los ojos.

«Debes escapar ya, hija», repitió la voz.

– ¡No te conozco! -sollozó.

«Sí me conoces. Cree en ti misma, y deja que te guíen los cristales».

Morrigan se dio la vuelta y miró la gran piedra, y se abrazó a ella.

– ¡Sácame de aquí! -le pidió.

«Te oímos, Portadora de la Luz…».

Mientras el mundo temblaba y se derrumbaba a su alrededor, Morrigan cayó hacia la masa cálida y suave de la piedra, que la engulló entre líquido y presión. Intentó tomar aire, pero no pudo. Intentó gritar, pero no pudo. Movió los brazos frenéticamente, presa del pánico. ¡Se estaba ahogando!

«Cree en ti misma, hija…».

¡Aquella voz! Morrigan abrió los ojos y se quedó sobrecogida. Frente a ella estaba la mujer cuya cara le había sonreído desde muchas fotografías. Tenía el pelo largo y rojizo, y llevaba una túnica de gasa. Estaba suspendida en el aire, como si flotara en el agua. La sonrisa de aquella mujer no era tan abierta y alegre como la de Shannon, pero era bondadosa, aunque también triste.

«Ven, hija. Te espera tu propio destino. Todavía tienes mucho que hacer».

Rhiannon le tendió la mano. Morrigan se aferró a ella y, de repente, sintió un tirón a través de la presión espesa y sofocante que la rodeaba, y cayó sobre la dureza de un suelo de piedra. No veía nada, y no podía respirar. Con un doloroso jadeo, vomitó la amargura de los pulmones.

Lo último que pensó Morrigan antes de sumirse en la inconsciencia fue que si había visto a su madre, probablemente ella también estaba muerta…

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