Capítulo 9

La boca de Rory quemó los labios de Jilly. La joven dejó escapar un suave gemido e intentó librarse de ese calor abrasador, pero Kincaid la sujetó firmemente. La manga de la camisa de seda de Rory rozó la piel de su espalda, ya que se le había subido el jersey.

Bruscamente la piel de Kincaid se separó de la suya. La cogió de los brazos, la apartó y masculló roncamente:

– Aquí no.

Convencida de que se había quemado, Jilly se tocó los labios con dedos temblorosos. Aspiró aire a bocanadas, pero el oxígeno se consumió rápidamente cuando Rory la aferró de la muñeca y la arrastró para cruzar la galería.

Con el rabillo del ojo pudo ver la dorada cabellera de Kim. Por suerte, su socia estaba lejos, en dirección contraria a la que había tomado Rory. Momentáneamente Jilly no supo por qué esa cuestión era tan importante, pero frunció el ceño y echó hacia atrás el brazo del que Rory tironeaba como si de una correa se tratase.

Kincaid se volvió.

– ¡No! -La paralizó con la mirada, que enseguida bajó hasta su boca-. Ni lo sueñes. Vendrás conmigo.

A Jilly le dio un vuelco el corazón. Pensó que debía resistirse, pero recordó el áspero calor de la boca de Rory, la forma astuta en la que ese calor se colaba por otras partes de su cuerpo y le proporcionaba una deliciosa calidez.

Rory tironeó nuevamente de ella y Jilly se dejó llevar. Se dijo que durante unos minutos se entregaría a ese impulso extraño y voluptuoso y que compartiría un beso, a lo sumo dos.

Rory ya le había dado tres besos cuando salieron. Jilly estaba tan mareada que le costaba respirar. Una suerte de intuición masculina había conducido infaliblemente a Kincaid hacia la puerta trasera de la galería. La abrió, hizo pasar a su acompañante y llegaron a la pequeña y solitaria zona de entregas. A renglón seguido la inmovilizó contra la pared de estuco y se dedicó a anular hasta el último de los pensamientos sensatos de la joven.

– Jilly… -susurró Rory, en tono tan tentador como si le contase un secreto-. Cariño, tienes que abrirte para mí.

En medio de la oscuridad casi absoluta, Rory parecía una sombra negra como la tinta. Aunque sus cuerpos apenas se tocaban, Jilly se sintió eróticamente encerrada; el estuco frío se pegaba a su espalda y la ardiente presencia de ese hombre rozó sus pezones.

– Ábrete para mí -insistió.

Jilly fue incapaz de pensar claramente y obedecer, por lo que preguntó desconcertada:

– ¿Te refieres a la puerta?

Rory apartó las manos apoyadas en la pared, a los lados de la cabeza de Jilly, y le cogió la cara.

– La boca, cariño, abre la boca.

– Ah…

Era cuanto Rory necesitaba. Le tocó la boca con los labios, con la suavidad de un beso infantil, e introdujo la lengua. La punta de su lengua tocó la de Jilly.

El cuerpo de la joven se estremeció.

Rory gimió, se apoyó en ella y la inmovilizó con su cuerpo abrasador. De repente a Jilly le flaquearon las rodillas. Esa lengua la recorría osadamente, por lo que volvió a estremecerse. Como si quisiera tranquilizarla, Rory le acarició las mejillas con los pulgares, pero ese contacto avivó el fuego desconocido que recorría su cuerpo.

La lengua de Rory abandonó su boca; Jilly deseó desesperadamente que volviera. El irresistible deseo la llevó a aplastarse contra su cuerpo espectacular.

Rory volvió a gemir y deslizó las manos hasta las caderas de Jilly. La estrechó contra su cuerpo y la inclinó. Su miembro inflamado presionó la uve de los muslos de Jilly, que se ruborizó. Rory volvió a hundir la lengua en la boca de la joven; el ardor de la piel de la muchacha no era nada en comparación con el fuego pecaminoso que corrió por sus venas o la humedad que súbitamente se deslizó entre sus muslos.

De pronto Jilly se dio cuenta de que gemía y tuvo que aferrarse a los hombros de Rory para no caer. Le clavó las uñas en los músculos tensos cuando Rory se deslizó por su boca con ritmo deliberado y la aplastó con las caderas.

Estremecida ante esa estimulación abrumadora, Jilly se entregó un poco más; abrió la boca y separó las piernas. La lengua de Rory volvió a penetrar en esos labios e introdujo una pierna entre las de ella. Su muslo tenso halló la fuente de la calidad humedad y presionó.

Jilly experimentó un potente escalofrío, su cabeza chocó contra la pared de estuco y el beso tocó a su fin.

– Tranquila, tranquila -musitó Rory. Mantuvo con el muslo esa deliciosa presión productora de cosquilleos al tiempo que con mucha delicadeza exploraba la nuca de la muchacha-. ¿Estás bien?

– Estoy mareada -reconoció Jilly, y notó cosquilleos de la cabeza a los pies: en las piernas, los brazos, el torso y el cerebro.

Kincaid rió suavemente.

– Querida, yo también.

Tras pronunciar esas palabras, Rory inclinó la cabeza y le besó el cuello.

Jilly volvió a gemir y se dio cuenta de que la succión y el calor de la boca de Rory y el roce del muslo entre sus piernas le impedían mantenerse quieta. Giró la cabeza hacia la pared para facilitarle el acceso; los labios de Rory continuaron su camino descendente y lamieron la piel que cubría la vena palpitante de su cuello.

Aquella lengua resultó ser muy lista y traviesa. Descendió un poco más y se dirigió hacia su canalillo. Los músculos de Jilly se tensaron y sus pezones se convirtieron en puntas más sensibles si cabe.

Rory presionó un poco más con el muslo, hizo estallar el cosquilleo desaforado que la joven experimentaba y dirigió la mano hacia el cuarto botón del jersey de Jilly.

Ella le cogió la mano. Ambos se sobresaltaron.

– Cariño… -susurró Rory con voz seductora y ronca-. Déjame.

Jilly no lo soltó, pero en su mente vio la imagen de sor Bernadette frente a la pizarra verde, con el hábito arremolinado a la altura de los tobillos y los zapatos ortopédicos negros al descubierto. «Debéis impedirlo, es lo que quieren los chicos malos», insistía la severa monja.

Jilly tragó saliva y tuvo la sensación de que el corazón estaba a punto de escapársele del pecho. Sor Bernadette nunca había explicado cómo había que comportarse si también la chica buena quería. Lo quería desesperadamente, con cada latido de su corazón y cada estremecimiento palpitante del ardor que notaba entre las piernas. Supo que debía impedir que Rory le tocase los pechos porque…

Kincaid volvió a besarla con labios ardientes, suaves y húmedos.

Debía impedirlo porque… No sabía por qué.

Rory levantó la cabeza y musitó con la respiración entrecortada:

– Por favor, cariño, ahora no seas pudorosa.

«Pudorosa… sor Bernadette…»

– No. -Jilly se apartó y se situó fuera de su convincente alcance. Había hecho votos, votos casi monjiles, y sabía que si Rory le acariciaba los pechos se olvidaría totalmente de lo que había prometido. Desde el primer momento ese hombre había sacado lo peor que había en ella-. Lo siento, pero no.

Desesperada por alejarse, Jilly se volvió y buscó a tientas el picaporte de la puerta de la galería.

– Jilly… -Kincaid avanzó hacia ella.

– ¡No!

Finalmente Jilly dio con el picaporte, lo accionó, entró en la galería y se perdió en medio del gentío.


Rory se detuvo en la puerta de un vestidor de grandes dimensiones y contempló la deliciosa vista de un trasero perfectamente redondo cubierto por una tela de algodón bordado. Apretó los dientes cuando Jilly se inclinó para recoger una percha que había caído a sus pies.

– Ah, estás aquí -comentó Kincaid. La joven lanzó un chillido, saltó medio metro y cayó de rodillas.

Rory se cruzó de brazos y no se sintió ni remotamente culpable por haberla asustado. En el pasado la habitación había sido de su padre y, vestidor incluido, contaba con una gruesa moqueta. Además, una ligera incomodidad no era nada en comparación con lo que Jilly le había hecho. Hacía tres noches la joven lo excitó hasta límites inimaginables, tanto que tuvo que pasar un cuarto de hora bajo el aire fresco de la noche para recuperar el control.

Ese rato bastó para que Jilly escapase.

Por otro lado, no le sirvió para recobrar la sensatez, ya que estaba firmemente empeñado en volver a estrecharla entre sus brazos.

Cuando por fin se serenó lo suficiente y regresó a la galería, el fogonazo de la cámara de un fotógrafo le permitió recobrar los cabales. ¡Dios, se habían salvado por los pelos de convertirse nuevamente en material de la prensa sensacionalista! De haber podido acceder a los impresionantes pechos de Jilly, sin duda le habría levantado la falda recta y la habría penetrado allí mismo, junto a la condenada pared de estuco.

De esa forma Celeb! on TV habría tenido un espectacular aumento de los índices de audiencia.

Y lo habría hecho caer tan bajo como a su abuelo y a su padre. Semejante idea le resultó repugnante. Lo que menos le apetecía era que Jilly se viese nuevamente comprometida.

Mientras Rory la observaba, la muchacha se liberó de varias prendas de seda revueltas que se encontraban en el suelo del vestidor y se puso en pie. Se volvió lentamente y lo miró con expresión cautelosa y curiosidad gatuna.

– ¿Qué quieres? -preguntó Jilly.

Rory sabía que era ella a quien quería… porque bajo aquellos ojos muy abiertos se acumulaba suficiente dinamita sexual como para hacer saltar por los aires esa monstruosidad llena de fantasmas, razón por la cual no podía permitirse acercarse a ella, existiera o no compromiso.

Kincaid suspiró.

– En cuanto te vi supe que me traerías problemas.

La nube plomiza que se cernía sobre él no dejó de oscurecerse porque, a pesar del riesgo de que entre ellos se produjese una explosión, tenía que pedirle un favor.

Jilly se replegó en el vestidor y se mordisqueó el labio inferior. Rory volvió a suspirar y acortó distancias. El vestidor estaba bien iluminado y percibió la respiración agitada y nerviosa de la joven cuando su pecho subió y descendió bajo la camisa de algodón bordada. Ella hizo un ademán distraído y varias prendas colgadas en la barra se balancearon.

– Me parece… Creo que esta mañana a primera hora tendría que haber hablado contigo.

Sin dejar de disfrutar de la evidente incomodidad de Jilly, Rory enarcó las cejas y apoyó el hombro en el marco de la puerta del vestidor.

– Soy todo oídos.

Ella volvió a mover las manos.

– Deberíamos hablar sobre lo que ocurrió la otra noche -propuso Jilly. A Rory le pareció buena idea, pues no había reflexionado sobre la reacción de la muchacha tras huir de él. De pronto se dio cuenta de que estaba agitada y nerviosa. Jilly añadió-: Lo siento.

Rory repitió para sus adentros que Jilly lo sentía y meditó sobre esas palabras. Le parecía bien que lo sintiera, tal vez incluso le permitiría sacar partido de la situación, que era algo que necesitaba desesperadamente, sobre todo porque era imprescindible que accediese a hacerle un favor.

– ¿Qué es lo que…?

El diálogo se interrumpió a causa de los gritos y el estrépito procedentes del pasillo situado al otro lado de la habitación. Greg, Iris, la señora Mack y Dios sabe quién más correteaban por esa ala de la casa y pronunciaban el nombre de aquella maldita artista de la fuga: la chinchilla Beso.

Rory masculló algo ininteligible, entró en el vestidor y entornó la puerta para amortiguar los ruidos del grupo que buscaba al animal.

– ¿Qué es lo que lamentas?

Titubeante, Jilly volvió a mordisquearse el labio inferior, por lo que Rory tuvo tiempo de examinar el estrafalario atuendo vintage que llevaba aquel día. Los vaqueros acampanados llevaban bordados de temas naturales; tuvo que reconocer que eran espectaculares. Hacía tres décadas una joven con demasiado tiempo libre había bordado a mano árboles, flores y mariposas de colores vibrantes, por lo que la tela de los vaqueros era prácticamente invisible. Rory entornó los ojos y se corrigió: una joven con demasiado tiempo libre y un gran sentido del humor. Un árbol de hojas verdes trepaba por la pernera izquierda y una de las ramas se extendía hasta la parte delantera del pantalón. Era un manzano.

Una jugosa fruta roja estaba bordada de tal modo que colgaba sobre la parte inferior de la abertura de la cremallera, justo encima de la uve de los muslos de Jilly.

¡Por Dios!

– No tendría que habértelo permitido -declaró Jilly de repente.

La mirada de Rory pasó de la manzana al rostro de la joven y vio que se había sonrojado. Frunció el ceño.

– ¿A qué te refieres?

– A que me besaste. -Jilly volvió a titubear-. Y… ya lo sabes… contra la pared.

– Estoy totalmente de acuerdo. -Le resultó imposible abstenerse de esbozar una lenta sonrisa-. Habría sido muchísimo mejor sobre unas sábanas de raso negro.

Jilly abrió desmesuradamente los ojos.

– ¿Cómo dices? ¡Claro que no! -Pese a esas palabras, Rory se dio cuenta de que ella imaginaba la situación. Jilly se puso de todos los colores-. ¿De ra… de raso negro?

Era la criatura ideal para tumbarla sobre unas sábanas de raso negro. Rory imaginó la piel clara de la joven y sus pecas doradas en contraste con la sedosa oscuridad.

– Querida, deberías buscarte amantes más competentes. El raso negro te sienta indiscutiblemente de maravilla.

La joven continuó en silencio unos segundos y negó con la cabeza, como si se liberase de una fantasía.

– No es eso, no lo entiendes. Intento decir que de ninguna manera quiero realizar esa clase de actividades. No es justo.

Rory tampoco estaba demasiado seguro de que volver a hacer con ella «esa clase de actividades» fuera muy sensato, pero que añadiera «no es justo» despertó su curiosidad.

– ¿De qué hablas?

Los labios exuberantes y tiernos de Jilly formaron un corazoncito.

– Sor Bernadette…

– No quiero que volvamos a hablar sobre tu educación conventual, ¿de acuerdo?

Ese tema despertaba todo tipo de fantasías impías en Rory, la mayoría de las cuales se centraban en torno a las sensuales curvas de Jilly, contenidas por un pícaro corsé y tapadas con un uniforme gris.

La joven bajó la mirada y continuó:

– Sor Bernadette nos habló de… de los hombres. Bueno, nos habló de los chicos, pero estoy segura de que lo que dijo se aplica a todos los seres de sexo masculino.

La situación resultaba cada vez más curiosa. Rory estaba tan cautivado que mantuvo el equilibrio sobre los talones y la animó a seguir hablando:

– Te escucho.

La joven arrastró los pies en medio de la ropa caída. Rory la miró y tuvo la sensación de que una de las pilas desordenadas se movía extrañamente.

– La monja explicó que si permites… -Jilly respiró hondo y volvió a empezar-: La monja explicó que cuando permites que un chico o un hombre te toquen…

– ¡Beso! ¡Beso!

A través de la puerta casi cerrada se colaron más silbidos, llamadas y ligeros chasquidos cuando el grupo de búsqueda de la chinchilla volvió a pasar cerca.

Empeñado en no dejarse interrumpir justo cuando la situación se ponía interesante, Rory se apoyó en la puerta del vestidor, que se cerró de forma sonora.

– ¿Que te toquen qué? -preguntó Kincaid con fingida inocencia.

– Que te toquen las… -Jilly se señaló la blusa-. Ya me entiendes.

Rory entornó los ojos. La blusa también era toda una propuesta erótica. En el «aire» azul cielo de la tela flotaban nubes y los petirrojos volaban. Las aves transportaban cerezas en los picos bordados y dos frutas suculentas parecían caer justo encima de los pezones de Jilly.

En ese momento fue Rory quien arrastró los pies y se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

– ¿Te refieres a que te toquen las cerezas? -preguntó, y apuntó con el mentón a la blusa de la joven.

Jilly bajó la cabeza, se ruborizó un poco más y levantó rápidamente la mirada antes de responder en un susurro:

– Sí.

Rory no pudo contenerse y precisó:

– Pero si yo no te toqué las cerezas.

– Tienes razón. -La muchacha carraspeó-. Lo que dices es verdad…

– Aunque te toqué la manzana. -Rory pensó que aquella situación era cada vez más divertida y desquitarse de Jilly con una ligera provocación casi compensaba el malestar que se estaba causando a sí mismo-. Dicho sea de paso, hay quienes lo consideran incluso más íntimo.

– ¿Mi manzana? -preguntó sin entender lo que decía; de pronto se quedó paralizada.

Al cabo de unos segundos movió las piernas y miró hacia abajo.

Rory también miró y tuvo que reprimir una carcajada tras descubrir otra imagen en el pantalón de Jilly: por el interior del muslo derecho de Jilly reptaba una serpiente bordada, cuya lengua bífida y su mirada lasciva se centraban en la manzana que estaba justo fuera de su alcance.

– ¡Dios mío! -exclamó Jilly, y su voz volvió a sonar débil.

Rory apretó los labios.

– ¿Eres capaz de adivinar qué diría sor Bernadette sobre ese bordado?

Jilly respiró hondo, como si intentara asimilar lo que acababa de ver.

– Diría que debo prestar más atención a la ropa que me pongo al levantarme.

¡Amén…!

La muchacha cruzó los brazos por debajo de las cerezas y lo miró furibunda.

– Sea como sea, no me tocaste la… no me tocaste la manzana.

Rory la miró falsamente ofendido.

– ¡Desde luego que te toqué la manzana! ¡Apoyé el muslo junto a esa fruta dulce y jugosa!

Kincaid pensó que tal vez se había excedido. Aunque le clavó la mirada y movió los labios, de la boca de Jilly no escapó sonido alguno. La culpa y el sentido común hicieron mella en Rory. Llegó a la conclusión de que con su mera presencia no podía hacerla sentirse tan incómoda como para que se negase a acceder a lo que quería pedirle.

– Hablemos de otra cosa.

Jilly tragó saliva.

– Solo cuando aceptes mis disculpas por el… bueno, por el estado en el que te dejé la otra noche. ¿Ya estás bien?

Dado que el «estado» al que suponía que Jilly se refería era el mismo en el que había entrado y salido desde el primer instante en el que la muchacha clavó su tacón en la calzada de acceso a Caidwater, Rory no supo exactamente por qué se disculpaba.

– ¿Por qué me preguntas si estoy bien?

– ¿Cuánto tarda en bajar?

Rory se dijo que dependía del tiempo que le llevase dejar de pensar en Jilly.

– ¿No te parece una pregunta excesivamente personal?

La muchacha parpadeó, por lo que resaltaron sus ojazos felinos.

– Tienes razón, lo lamento. Lo que pasa es que sor Bernadette nos explicó que los chicos se congestionan cuando… bueno, ya me entiendes… cuando permites que se acerquen demasiado a tus… cerezas. -Jilly suspiró, como si se alegrara de haberse despachado a gusto.

Rory se quedó de piedra y esperó que Jilly no resoplase mucho, ya que el más ligero movimiento podía tumbarlo. Abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla.

– ¿Estás hablando de la congestión testicular? ¿La monja os dijo que los chicos sufren orquitis?

Jilly volvió a ponerse roja como la manzana bordada en sus vaqueros.

– Creo que sí. Me parece que ese es el nombre, aunque no fue la monja, sino una de mis compañeras quien lo empleó.

Rory estaba pasmado. Aquella mujer no solo había transmitido un montón de desinformación a adolescentes impresionables, sino que ninguno de los hombres con los que Jilly había estado desde entonces se había tomado la molestia de explicarle algunas reacciones biológicas. Se imaginó a la menuda bomba sexual de tacones de vértigo deambulando de una fiesta hollywoodiense a otra y acostándose con hombres de los que se creía propietaria porque se habían acercado demasiado a su… a su fruta.

Semejante ideó le repugnó.

– ¡Malditos sean!

Como respuesta a la estentórea maldición, la ropa que se encontraba a los pies de Jilly empezó a moverse y apareció algo gris y peludo. A medida que el animal daba saltos por el vestidor, Jilly retrocedía más y más hacia un rincón. Cuando por fin Beso se perdió en un estante situado sobre una de las barras, Jilly miró hacia arriba con nerviosismo y observó la pila de cajas detrás de las cuales se había parapetado la chinchilla.

– Ahí está Beso -afirmó, aunque no hacía falta.

Tampoco fue necesario explicarle a Rory que el animal todavía la incomodaba.

Kincaid meneó la cabeza. ¡Condenada chinchilla! En lo que a él se refería, ya podía pasar el resto de su existencia en una caja de zapatos. Hacer que Jilly comprendiese la verdad era mucho más importante.

– Olvídate del ridículo roedor. Escúchame, Jilly, presta mucha atención. La congestión testicular no existe. -La muchacha parpadeó-. El viernes por la noche probablemente sufrí los mismos dolores y tensiones que tú. No debes pensar que, si lo rechazas, haces daño a un hombre. ¿Me has entendido?

Kincaid se dio cuenta de que parecía hosco y antipático pero, por todos los diablos, era lo que sentía. ¿Por qué los hombres con los que Jilly se había acostado habían permitido que siguiese creyendo en esos disparates?

– Solo pretendes ser amable.

– Te aseguro que no soy amable. -Dio un paso hacia ella y, acicateado por la exasperación, no hizo caso del agorero sonido procedente de las cajas apiladas sobre su cabeza-. ¿Por qué tendría que ser amable contigo? Tienes una profesión extraña y amigos incluso más raros. Me haces hablar de cerezas en lugar de pechos y de manzanas en vez del co… -Rory descubrió que era incapaz de pronunciar aquella palabra ante ella-, en vez de referirme a tu manzana.

– No quiero que pienses que te utilicé… No pretendo resultar provocadora -reconoció Jilly.

Rory se relajó ligeramente.

– Vamos, querida, sé que no eres una provocadora. Te garantizo que sé de mujeres provocadoras más de lo que puedes imaginar.

Jilly parecía tener sus dudas.

Rory titubeó, pero enseguida pensó en los hombres que en el pasado habían compartido la cama de Jilly y los que en el futuro la compartirían y se percató de que tenía la oportunidad de influir en la clase de individuos con los que ella se relacionaría en el porvenir.

– Jilly, escúchame bien. Jamás permitas que alguien diga que lo has provocado y que tienes que compensarlo. Es verdad que posees un cuerpo fenomenal y que, te pongas lo que te pongas, resultas indiscutiblemente atractiva, pero te garantizo que eres la mujer menos provocadora que conozco. Tus sentimientos están a flor de piel y se nota en tu mirada y en el modo en el que te ruborizas cuando hablas de cualquier asunto relacionado con el sexo o con los hombres.

Con la expresión Jilly dio a entender que no le creía.

Kincaid hizo un brusco gesto de impaciencia y su mano chocó con una de las prendas colgadas. Aferró el batín de seda y lo descolgó. Aún despedía el aroma de Daniel Kincaid, su padre, el perfume del poder y el egoísmo. Clavó la vista en la tela y se sorprendió, pues estaba pensando en contarle a Jilly lo que sucedió aquella noche. Los Kincaid pagaron un precio altísimo por evitar que ese asunto saliese a la luz.

De todos modos, la seguridad de la muchacha era más valiosa que aquel precio y su orgullo.

– Cielo, te aseguro que, después de aprender la lección que me dio el hombre que llevaba este batín, conozco perfectamente a las provocadoras y a las aprovechadas.

Jilly tragó saliva.

– ¿A quién pertenece?

– A mi padre, que asegura que Hugh Hefner le copió la postura con el batín -repuso, y rió sin estar realmente convencido-. Sea como sea, presenté a mi querido padre a la joven preciosidad que había conocido haciendo cola en el departamento de vehículos a motor. Era una muchacha encantadora, sencilla y que no tenía nada que ver con Hollywood. Vivía en el valle y, según dijo, soñaba con convertirse en maestra de guardería. Me conquistó en un abrir y cerrar de ojos, era una maestra de párvulos simpática, normal y profundamente sana. Le pedí que se casase conmigo. Era la clase de mujer capaz de dar a nuestros hijos todo lo que me faltó durante la infancia.

– ¿Querías tener hijos? -preguntó Jilly suavemente.

– Sí, desde luego, con ella quise tenerlos. Le regalé un soberbio anillo y ella me dio el sí que tanto ansiaba oír.

– ¿Qué pasó?

– Como ya he dicho, la presenté a la familia. Conoció al abuelo y a papá. Celebramos una fiesta de compromiso como las de antes, por todo lo alto. Dos días después regresé inesperadamente a casa y encontré a mi padre en la cama, en compañía de mi dulce y joven prometida. Por lo visto no era tan inocente como parecía. Lo cierto es que no le interesaba ser maestra de guardería. Solo aspiraba a convertirse en actriz de culebrones.

Jilly volvió a tragar saliva y murmuró:

– Lo siento.

Rory abrió los dedos y el batín de seda cayó al suelo.

– Jilly, no te lo he contado para que me compadezcas, sino para que sepas que no eres una mujer como esa. Detecto a esa clase de mujeres. Aunque seas algo rara y te vistas escuetamente, no eres provocadora ni aprovechada.

– De modo que soy rara y escueta en el vestir. Muchas gracias. -Puso cara de contrariedad-. Pero no soy estúpida.

Rory se movió incómodo. Después de contarle aquel episodio ya no supo qué decir.

– Bueno, de todos modos… -Carraspeó-. Espero que el fin de semana que viene estés libre.

Más le valía plantearlo directamente ya que, si parecía una elección, Jilly pensaría que podía escoger.

La joven parpadeó ante el giro repentino de la conversación.

– ¿Cómo dices?

– Nos vamos de viaje.

Jilly repitió lentamente la orden con incredulidad:

– Nos vamos de viaje.

Kincaid afirmó sin dudar.

– Así es. Tengo que reunirme en San Francisco con algunos miembros del Partido Conservador. El político que apadrina mi candidatura al Senado quiere conocer a la mujer con la que voy a casarme.

Rory no aclaró que solo había sido un comentario casual. Le habría sido fácil excusarse pero, por alguna razón, le agradó la perspectiva de contar con su compañía.

Jilly negó enérgicamente con la cabeza.

– Accedí a que dijeras que estábamos comprometidos, pero nunca accedí a interpretar el papel de futura esposa.

– ¡Qué pena! -exclamó Rory-. Lamentablemente, durante el fin de semana aparecieron más imágenes nuestras por televisión. Te han visto besándome en la inauguración de la galería, por lo que la prensa sensacionalista y los programas de televisión han vuelto a hablar de nosotros. Algunos importantes miembros del Partido Conservador se mueren de ganas de conocerte.

Todo eso era cierto y la perspectiva de interminables reuniones le había parecido más agradable si tenía cerca a Jilly.

– ¡Grrr…!

Kincaid levantó las manos.

– Oye, ¿qué quieres que le haga? Eso no ha sido idea mía.

Jilly entrecerró los ojos.

– No me cabe la menor duda. Estoy segura de que no elegirías viajar con una mujer con «una profesión extraña y unos amigos incluso más raros» y, menos aún, casarte con ella.

Rory tensó la mandíbula como reacción ante tanta testarudez.

– Verás, en esta cuestión no podemos elegir. Yo tengo una reunión en San Francisco y tú vendrás conmigo.

– Antes tendrás que pasar sobre mi cadáver escuetamente vestido.

– Escucha, Jilly, el senador quiere conocerte y es necesario que me ayudes.

– No tengo por qué ayudarte.

En lugar de ahorcarla por terca, Rory apretó los dientes y se dijo para sus adentros que con esa actitud no llegarían a ninguna parte.

– No te preocupes, más tarde te daré los detalles -añadió, y retrocedió hacia la puerta del vestidor.

– No pienso cambiar de parecer -replicó Jilly, enfadada.

Rory apretó las muelas. ¡Maldita sea! San Francisco le sentaría bien a Jilly y sería positivo para su propia tranquilidad de espíritu.

– Ya hablaremos más tarde. De momento me limitaré a…

Kincaid accionó el picaporte. No ocurrió nada. Volvió a girarlo y simultáneamente empujó la puerta con el hombro. Tampoco sucedió nada.

– ¿Qué pasa?

Rory fue incapaz de mirarla a la cara.

– La puerta tiene el cerrojo echado, está atascada o le pasa algo.

Jilly se lamentó.

– La señora Mack me advirtió que algunas puertas tienen problemas.

¡Fenomenal! Rory se dio cuenta de que estaba encerrado en el vestidor con una mujer que parecía una diosa sexual y que se comportaba como una mula contrariada.

– ¡Podrías habérmelo dicho! -se quejó Rory.

– ¿Cómo querías que supiera que cerrarías la puerta?

Rory se volvió, enfadado porque Jilly tenía razón y también a causa de que, como de costumbre, el desastre lo acechaba siempre que aquella mujer estaba cerca. Luchó con su contrariedad, perdió la batalla, la miró y contempló su llamativo y edénico atuendo.

– ¡Por amor de Dios, tendrías que haberlo sabido cuando empezaste a hablar de las ridículas cerezas y manzanas!

Desesperado por alejarse de Jilly, Rory dio una soberbia patada a la puerta.

Ese puntapié gratuito desató el caos.

Con asustados chillidos, Beso abandonó a la carrera su último escondite y las cajas cayeron sobre la cabeza de Rory. Jilly rió, pero enmudeció cuando el animal saltó del estante vacío al suelo y correteó alrededor de sus pies. La muchacha jadeó, se apartó de un brinco de la chinchilla y chocó contra el pecho de Rory. Este la rodeó automáticamente con los brazos y la giró, por lo que la espalda de Jilly quedó apoyada en la puerta; de esa manera estaba a salvo de las frenéticas carreras del roedor.

Beso rodeó el vestidor una… dos veces. Hubo otra embestida frenética, pero de repente el animal se tranquilizó; había encontrado otro escondite.

Ambos se quedaron quietos y contuvieron el aliento para evitar otra carrera desaforada de la chinchilla.

Sin dejar de rodear a Jilly con los brazos, Rory exhaló aire y comentó:

– Me parece que ahora estamos a salvo. -Jilly no se apartó en el acto ni él la soltó. La joven volvió a experimentar una peculiar calidez, casi ardor, y se le endulzó el aliento. Kincaid añadió-: Creo que deberíamos quedarnos quietos un rato.

Jilly se tomó en serio sus palabras.

– ¿No sería mejor golpear la puerta y llamar a alguien?

Rory sonrió para sus adentros y meneó la cabeza de forma casi imperceptible.

– Supongo que están buscando la chinchilla en la otra ala de la casa. Ya volverán, pero será mejor que Beso no sufra un nuevo ataque de pánico.

Jilly volvió a tensarse y abrió desmesuradamente los ojos.

– Tienes razón. La chinchilla debe estar tranquila.

– Además -añadió Rory suavemente-, así tendremos ocasión de hablar del fin de semana.

– No -replicó Jilly instantáneamente.

– Vamos, di que sí.

– No.

Rory sonrió.

– Si no aceptas volveré a besarte.

– ¡No!

– Te tocaré las cerezas.

– No. -Jilly lo estudió y sus ojos verdes adoptaron una mirada recelosa-. Recuerda que has dicho que no harás nada que yo no quiera.

Kincaid volvió a sonreír.

– En cuanto te bese querrás que vuelva a hacerlo.

Jilly intentó apartarse, pero Rory se lo impidió.

– Tranquila, con calma, acuérdate de la chinchilla loca.

La joven volvió a quedarse inmóvil en el acto.

– ¿Sabes una cosa? Detesto tu autosuficiencia. -Bajó la voz y lo imitó penosamente-: Querrás que vuelva a hacerlo.

Rory rió con suavidad y le alborotó los rizos de la frente.

– Querida, te aseguro que tu venganza consiste en que, pese a la infinidad de problemas que me causas, yo también lo deseo.

Jilly lo miró a los ojos.

– Vuelves a las andadas. No sé si sentirme piropeada u ofendida.

– Simplemente digo la verdad. No sé cómo hemos acabado en esta situación y, si a eso vamos, ni siquiera sé por qué nos hemos conocido, pero lo cierto es que, de momento, estamos comprometidos y debo reconocer que, por ahora, no me molesta en absoluto estrecharte en mis brazos.

Jilly entrecerró los ojos.

– De todas maneras, no pienso ir a San Francisco contigo.

Kincaid suspiró.

– Lo pasaremos bien. La ciudad es hermosa y dispondremos de una suite en uno de los mejores hoteles. Estoy seguro de que durante el día podrás pasear y comprar material para tu tienda. Por la noche cenaremos con el senador Fitzpatrick.

– ¿Has dicho el senador Fitzpatrick?

– Sí, el senador Benjamin Fitzpatrick. Es quien apadrina mi candidatura en el Partido Conservador. Quiere conocer a mi prometida. Verás, se trata de… un compromiso ineludible.

Rory pensó para sus adentros que solo alteraba ligeramente la verdad.

– El senador Benjamin Fitzpatrick -Jilly repitió lentamente el nombre como si fuese la primera vez que lo oía-. Tal vez pueda…

El escalofrío de la victoria recorrió la espalda de Rory, pero a él se sumó una repentina preocupación.

– Quiero que sepas que se trata de una de las últimas reuniones antes de anunciar mi candidatura. Si pudieras… bueno, si pudieras moderarte un poco, sería fantástico.

– ¿Has dicho que me modere? -preguntó Jilly en tono bajo.

Rory tragó saliva.

– Verás, me parece que el senador se sentirá incómodo si llevas ropa excesivamente llamativa. También te agradeceré que reduzcas al mínimo los comentarios sobre aromaterapia, astrología o cualquier otra cuestión por el estilo.

– Hummm… -La muchacha se mordisqueó el labio inferior como si estuviera pensando.

Kincaid se preguntó si, en realidad, disimulaba una sonrisa.

A Rory se le aceleró el pulso. Ansiaba que algo saliese bien en las pocas semanas previas a convertirse en el honrado y respetable candidato al Senado por el Partido Conservador. El día que se diese el pistoletazo de salida a la campaña se regodearía con la imagen de su disoluto abuelo revolviéndose en la tumba.

– Hummm… -repitió Jilly, que por lo visto no dejaba de reflexionar.

– ¿Estás diciendo que sí? -preguntó Rory, y procuró no mostrarse demasiado impaciente.

La muchacha meditó unos segundos más, lo miró, esbozó una ligera sonrisa y repuso:

– Sí.

En el caso de que reparase en el extraño brillo de esos ojos verdes, Kincaid no le dio importancia porque no podía permitirse el lujo de desconfiar. Se sintió tan aliviado que se apoyó en ella, con las palmas de las manos contra la puerta. Se prometió a sí mismo que solo daría un beso de agradecimiento a ese labio inferior mordisqueado, pero cuando su boca rozó los labios de Jilly, se abrió la puerta.

Jilly cayó hacia atrás y Rory hacia delante, por lo que le golpeó la barbilla con la frente. La muchacha se quejó, Rory gruñó y Beso chilló encantada cuando trepó por la espalda de Rory, saltó de su hombro a la melena de la muchacha y se lanzó de cabeza al suelo.

Rory se frotó la cabeza, Jilly se palpó delicadamente la barbilla y ambos fueron testigos de la huida de la chinchilla.

Kincaid dejó escapar otro suspiro de resignación, supuso que no sería el último que lanzaría en presencia de la joven y le dirigió una mirada de reojo al tiempo que preguntaba:

– ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar que ambos despertamos lo peor del otro?

Загрузка...