Capítulo 11

Cerca de medianoche, después de hablar con demasiadas personas, Rory condujo a Jilly hacia la suite.

– ¡Espera, espera! ¡Vas demasiado rápido! -se quejó la joven.

Kincaid no se detuvo hasta que llegaron a la puerta. Nada dispuesto a separarse de ella, introdujo la tarjeta, la sacó con una mano y la abrió de un empujón. En cuanto entraron, la cerró de golpe, cogió a Jilly por encima de los codos y la giró hasta que quedaron cara a cara.

– Te mereces unos cuantos azotes -aseguró Rory.

La muchacha levantó la barbilla.

– ¿Por qué?

– Lo sabes perfectamente. Conoces al senador de toda la vida y no me lo dijiste.

Jilly meneó enérgicamente la cabeza.

– Lo que no sabía es lo que representaba para ti. Evito la política como otras personas las alturas. Te aseguro que no sabía que tío Fitz está relacionado con el Partido Conservador y contigo.

Rory no le soltó los brazos.

– No lo sabías hasta que quedamos encerrados en el vestidor.

A pesar de la escasa iluminación, Kincaid notó que la joven se ruborizaba.

– Bueno, sí, hasta que acabamos encerrados en el vestidor. Déjalo. Tuve que soportar tus advertencias de cómo debía vestirme y comportarme. Reconoce que te merecías un pequeño castigo.

Rory no estaba dispuesto a aceptar que era así.

– Tendrías que haberme dicho enseguida, en el vestidor mismo, que para ti el senador Fitzpatrick es el «tío Fitz». Tendrías que haberme avisado de que es un viejo y querido amigo de la familia, el viejo amigo de la familia que estuvo en la marina -concluyó apretando los dientes.

– ¿Por qué tendría que haberlo hecho? Te divertías mucho preocupándote por los perjuicios que una mujer como yo podría causar en tu trayectoria política.

Rory respiró hondo.

– Jamás he dicho eso.

Montada en sus tacones de chica mala, Jilly echó a andar hacia el dormitorio; de pronto se volvió y lo increpó:

– Pero es lo que siempre has pensado, ¿no? -Un brillo desconocido iluminó sus ojos.

– Jamás he dicho eso -repitió Rory, que se sintió arrinconado.

Como necesitaba aire, Kincaid se aflojó rápidamente la pajarita y se desabrochó el primer botón del cuello de la camisa.

– Ejem, ejem -masculló Jilly, y empezó a taconear con ritmo molesto e irritante. Varios rizos habían escapado de la diadema de terciopelo y se balanceaban sobre su frente-. Sabes perfectamente que este fin de semana no formaba parte del trato. Ahora que lo pienso, no recibo nada a cambio de las molestias que me he tomado.

Fingiendo contrariedad, la joven apretó los labios.

– Sí, claro, lo que faltaba -añadió Rory con voz baja.

También estaba bastante malhumorado porque, durante toda la velada, Jilly había estado tan ocupada con el senador que apenas la había visto. Había preferido pensar que estaba furioso con ella por no haberle dicho que lo conocía, pero en ese momento tuvo que reconocer que detestaba compartirla con el senador y con los demás. Habría preferido poder contemplar la boca de Jilly mientras hablaba y ver cómo subían y bajaban sus pechos cuando respiraba.

Al parecer, la muchacha había olvidado que estaba allí como su mujer, mejor dicho, como su prometida.

– ¿De modo que…? ¿De modo que te gustaría obtener algo a cambio? -inquirió, y su tono de voz reveló un ardor poco corriente y peligroso.

Rory volvió a experimentar el deseo de castigarla, un ansia tan incontrolable y salvaje como el aspecto que Jilly tenía con el esmoquin negro con las tiras laterales de raso.

La muchacha entrecerró los ojos y retrocedió un paso.

– Sí… bueno, no.

– Decídete de una vez. -Rory acortó distancias-. ¿Sí o no?

Esa mujer representaba la corrupción, la tentación y cada uno de sus oscuros pecados y sus deseos más íntimos. Por si eso fuera poco, estaba harto de contenerse.

Jilly apoyó una mano en su pecho, pero no lo apartó.

– Rory…

La joven abrió desmesuradamente los ojos cuando Kincaid la abrazó y la estrechó contra su pecho.

– Jilly, ¿sí o no?

El cuerpo menudo de ella se encendió junto al suyo. Rory notó cómo temblaba y la vio abrir los labios, tragar aire y volver a moverlos.

– Rory…

– ¿Sí o no? -susurró Kincaid, le pasó la mano por debajo de la melena y la cogió de la nuca.

Cuando Rory la tocó, Jilly se estremeció. Sus pupilas se dilataron, le rodeó el cuello con los brazos y le bajó la cabeza.

La boca de Jilly era como una droga. Rory se dijo que, en cuanto estuviera en Washington y se hubiese quitado esa adicción, prohibiría que existiera alguien como ella. El sabor de la muchacha se extendió por su torrente sanguíneo, se desplazó de forma ardiente y constante, y lo puso más erecto de lo que nunca había estado.

Era el castigo más dulce que Rory había conocido.

El magnate recorrió su boca con la lengua y Jilly aplastó el cuerpo contra el suyo, pero no dejó de moverse, inquieta. Deslizó las manos por la espalda de la joven para aplacarla y serenarse, pero los gemidos de Jilly eran tan eróticos que Rory no tuvo más remedio que levantar la cabeza para recuperar el aliento.

La cabeza de Jilly cayó hacia atrás, como si nada la sostuviese. Con los ojos cerrados y los labios mojados, Jilly parecía al borde del orgasmo. A Rory le daba vueltas la cabeza, gimió y pegó sus caderas a las de la muchacha. Jilly abrió ligeramente los ojos, que brillaron vorazmente.

Tanta luminosidad lo incendió. Inclinó la cabeza y le besó el cuello, lo mordió y lo chupó, insaciable. Sobresaltado por esa idea, levantó la cabeza otra vez y contuvo los impulsos que lo dominaron.

Jilly abrió los ojos lentamente, como si acabase de despertar, y murmuró:

– ¿Cómo lo consigues? Me excitas tanto…

Rory rió sin tenerlas todas consigo y la sujetó con una mano mientras con la otra apartaba la diadema de terciopelo de sus rizos extravagantes.

– Eres tú -repuso, y dejó caer la diadema-. Eres tú la que enciende nuestros encuentros.

Jilly agitó la cabeza y su melena se liberó. Deslizó las manos del cuello a los hombros de Rory y le quitó la chaqueta, que cayó al suelo.

– Es posible que así te refresques.

Kincaid pensó que era imposible que se enfriara porque, a renglón seguido, Jilly tironeó de los botones de su camisa. Se le aceleró el pulso al contacto con los dedos de la muchacha, que puso mala cara cuando torpemente consiguió separarlos de los ojales. Jilly retiró la camisa de los pantalones; Rory experimentó una deliciosa agonía cuando la tela se deslizó por encima de su erección. Los faldones aletearon sobre sus muslos.

– Ya está -musitó la joven, y retrocedió un minúsculo paso.

Rory se preguntó qué era lo que ya estaba y se dijo que hacían falta dos para jugar.

Sonrió parsimoniosamente y acercó las manos a los botones de la chaqueta del esmoquin de Jilly. Aunque la oyó tragar aire, no se atrevió a mirar su cara ni otra parte de su anatomía. Se concentró en sus propios dedos y desabrochó los botones sin rozar su piel.

Una vez desabrochada, la chaqueta se entreabrió y mostró dos dedos de piel y una tira fina del atormentador encaje negro, justo a la altura del canalillo. Rory dejó caer los brazos a los lados del cuerpo.

– Ya está -repitió con voz apenas audible.

Jilly exhaló un ligero gemido y los bordes de la chaqueta se abrieron un poco más. Rory levantó la cabeza y clavó la mirada en los ojos verdes de la joven.

– Sigo encendido -afirmó Kincaid, y sostuvo la mirada de la muchacha al tiempo que se quitaba la camisa.

Jilly dirigió la mano hacia el pecho desnudo de Rory y dejó de mirarlo para observar sus propios dedos. El vientre de Rory se tensó de expectación. ¡Por Dios, aquella mujer lo volvía loco!

Las yemas de cuatro dedos se encontraron con el muro de su pecho, justo por debajo de la clavícula. Apretó los dientes, los músculos y las rodillas y se mantuvo inmóvil mientras los dedos de Jilly se deslizaban hacia abajo, trazaban cuatro caminos y dejaban cuatro franjas claramente definidas de piel de gallina. La uña del dedo corazón de Jilly chocó con su tetilla, dura como una piedra y se sintió tan tenso que, pese a que gimió, el sonido no salió de su garganta cerrada.

Cuando los dedos de Jilly llegaron a la cinturilla del pantalón de Rory, ella apartó la mano. Miró a Kincaid. Su expresión transmitía algo… ¿incertidumbre, tal vez nerviosismo? Rory se dijo que estaba equivocado. Pese a que temblaba como una hoja al viento, Jilly parecía dominar demasiado bien esos juegos eróticos como para ponerse nerviosa en esa situación.

De todas maneras, Rory le acarició la mejilla ardiente con actitud reconfortante y afirmó:

– Ahora me toca a mí.

Introdujo las yemas de los dedos en la chaqueta del esmoquin de Jilly, a la altura de los hombros. Pretendía ir despacio y aumentar la expectación tal como ella había hecho, pero lo cierto es que no poseía el mismo autocontrol que la muchacha; de pronto no pudo seguir esperando.

Con un rápido movimiento le quitó la chaqueta de los hombros.

Jilly dejó escapar una exclamación de sorpresa.

Kincaid pensó que estaba a punto de morir. Desde que la conocía, esa chica se había propuesto matarlo y si sus tacones de buscona o su gusto decadente no acababan con él, lo fulminaría con la celestial abundancia de sus senos. Los pechos sobresalían por encima del borde del sujetador de encaje negro; eran redondos y de piel clara, con un tono tan puro como el de la nieve espolvoreada con pecas de un dorado angelical.

En ese momento decidió que necesitaba algo más antes de ser enterrado. Quería ver, saborear y poseer más, mucho más.

Le temblaban las manos mientras cogía las tiras del sujetador y las bajaba por los brazos de Jilly. Irregular y dolorosamente, el aire escapó de sus pulmones cuando tironeó de las tiras para pasar las copas de encaje por los pezones erectos de la mujer y bajar el sujetador hasta su cintura.

Jilly se tambaleó y musitó:

– Rory…

– Calla.

Kincaid deslizó un brazo por la espalda de la joven y rodeó un pecho con la mano del otro brazo. Ese peso ardiente y encantador se posó en su mano.

– Rory…

– Calla.

Él agachó la cabeza, su corazón alcanzó un ritmo alocado y temerario y le lamió el pezón. Jilly gimoteó y su cuerpo se arqueó como respuesta sincera y generosa que, por imposible que parezca, lo excitó un poco más y llevó a que su erección palpitase junto a la lana negra del pantalón. Volvió a lamerla y el sabor y el perfume de ella penetraron en su torrente sanguíneo como una droga que apartó de su mente cualquier deseo que no fuese el de poseerla.

El cuerpo de Rory tembló cuando la inclinó sobre su brazo, introdujo el pecho en su boca y le chupó el pezón con el anhelo de hartarse de su sabor. Como si Jilly estuviera muy lejos, Kincaid la oyó gritar quedamente y notó que su piel se encendía un poco más.

Rory tuvo la sensación de que el corazón le golpeaba el cuerpo y se desplazaba como una bola de la máquina del millón, una bola que iba de la entrepierna a la muñeca y de allí al pecho y a la garganta. Se dio cuenta de que ansiaba cada vez más a Jilly. Levantó la cabeza y con el pulgar y el índice presionó delicadamente el pezón húmedo mientras se disponía a lamer el otro.

Jilly había hundido las manos en el pelo de Rory, se frotaba contra él y con las caderas presionaba su erección. Kincaid notó que los movimientos de la mujer se aceleraban y que se lanzaba sobre él con un ritmo inconfundible. ¡Dios mío, casi ha llegado al orgasmo…!, pensó.

Presionó una vez más el pezón y soltó el pechó con el que había jugueteado. Siguió lamiendo el otro, atento al palpitar de su propia sangre, curiosamente sincronizado con los movimientos cimbreantes de Jilly. Sus dedos se deslizaron más allá del sujetador, que todavía rodeaba la cintura de la joven. Estiró la mano y la introdujo entre sus cuerpos hasta que las yemas rozaron la uve de los muslos de la muchacha. Jilly estaba tan embelesada que no pareció percatarse, pero Kincaid se estremeció ante el calor y la reveladora humedad que sus dedos encontraron.

– Oh, Jilly… -musitó junto a su pecho generoso y ardiente y, sabiendo lo que la muchacha necesitaba, la sujetó con firmeza y presionó enérgicamente con los dedos.

Jilly se estremeció de la cabeza a los pies y gimió. Su cuerpo pasó por una sucesión de temblores.

Rory reparó en el momento en el que la muchacha regresaba a la tierra. De mala gana apartó la boca de su pecho, subió por el cuello y selló con un beso esos labios suaves y sorprendidos. La miró a los ojos y le acarició tiernamente la mejilla.

– Ángel, ¿has tenido un buen vuelo?

Jilly estaba desconcertada.

– ¿Cómo dices?

Rory rió con serenidad, a pesar de que le dolía el cuerpo a causa de la necesidad de emprender su propio viaje.

– ¿Siempre reaccionas así?

La joven parpadeó.

– No te entiendo. -Jilly se movió y Rory la soltó; su desconcierto le resultó encantador y lo reconfortó la posibilidad de haber sorprendido a aquella bomba sexual. La mujer cubrió sus magníficos pechos con los brazos-. ¡Dios mío, Rory! -exclamó, y se sonrojó.

El hombre le pellizcó ligeramente la nariz.

– Ha estado bien. Cuando quieras puedo repetirlo.

Jilly meneó la cabeza con agitación y retrocedió.

– Claro que no, no puedes.

Rory dejó escapar una carcajada, a pesar de que la punta de los pezones sonrosados que entrevió a través de los dedos de Jilly agudizó el palpitar de su entrepierna.

– No vuelvas a comportarte como una niña educada en el convento. Jilly, cariño, tus compañeros han sido claramente mediocres si nadie te ha mostrado que posees capacidades… unas capacidades ilimitadas. -Jilly seguía escandalizada y Rory se aproximó-. Vamos, querida, te llevaré a la cama.

– No. Ya te he dicho que no puede ser. -La muchacha se agachó, recogió algo del suelo y lo utilizó para cubrir su desnudez. Era la camisa de Rory-. He hecho votos.

– ¿Qué dices?

– Digo que he hecho votos.

De repente la nube que era su compañera inseparable volvió a pesar como un yunque y cayó severa y agoreramente sobre su pecho.

– ¿Has hecho votos? ¿De qué clase de votos estás hablando?

Jilly desvió la mirada.

– Hummm… bueno, ya sabes.

Rory tuvo la sensación de que el sur de California se respiraba en el ambiente y, con él, el desastre.

– ¿A qué votos te refieres?

Jilly se humedeció los labios, todavía enrojecidos por los besos, y afrontó la mirada de Rory.

– He hecho voto de castidad. Hace cuatro años hice voto de castidad.

¡Ni soñarlo…! Rory se negó a creer que ella hubiese cometido tamaña estupidez.

– ¡Jilly, ya está bien! Basta con que digas que no quieres acostarte conmigo. -Estaba furioso consigo mismo, con Jilly y con lo mucho que le costaba pasar por alto la palpitante insistencia de su erección-. Simplemente porque hayamos… bueno, porque tú… simplemente porque hayas jugueteado no estás obligada a nada. Creo que ya te lo dije. No hace falta que te inventes retorcidas excusas.

Decididamente, Rory tendría que buscar la máquina del hielo y encontrar la forma de meterse en su interior, aunque, por otro lado, había hablado totalmente en serio.

Pese a esas palabras tranquilizadoras, la expresión de Jilly era de pena.

– Lo siento mucho, pero no se trata de una excusa, sino de un estilo de vida, de mi estilo de vida.

Kincaid se dijo que era imposible que hablase en serio, aunque parecía totalmente sincera. ¡Vaya con su estilo de vida!

– ¿Por qué? ¡No, no digas nada! -Rory se pellizcó el caballete de la nariz para aliviar un súbito dolor de cabeza-. No hace falta que me lo expliques. Es algo que decidiste con tu astróloga, ¿no?

– No, no tiene nada que ver con la astrología. -Jilly pasó los brazos por las mangas de la camisa y se la ciñó firmemente-. Tal vez no lo entiendas, pero tiene que ver con algo que dijiste antes… con convertirte en lo contrario de aquello para lo que te han criado.

Rory entornó los ojos, sin saber si creerla o no.

– Vale, pero tu abuela te envió al colegio de monjas y estudiaste con sor Bernice o como quiera que se llame. Tu abuela te educó para ser célibe.

– Cuando me mudé a FreeWest supuso que me convertiría en todo lo contrario. En su opinión, yo seguía los pasos de mi madre. Quería demostrarle lo mucho que se equivocaba con respecto a mí, mejor dicho, con respecto a mi madre y a mí. Por si no lo sabes, la castidad excluye todos los riesgos de la vida sexual. No hay enfermedades, embarazos no deseados ni se cometen errores emocionales.

Rory la miró pasmado. Desde su punto de vista, Jilly necesitaba dejar de tomarse tan en serio el aspecto sexual; aquella cuestión se solucionaría con un largo fin de semana en un lecho mullido y en compañía de un hombre ardoroso.

No estaba dispuesto a ofrecerse voluntariamente a cumplir esa tarea porque en la posición decidida de los hombros de Jilly y en la arruga que atravesaba su frente vio que conseguirlo exigiría más esfuerzos de los que estaba dispuesto a hacer, sobre todo por una chalada del sur de California que se había convertido en el azote de su existencia.

Por otro lado, era posible que, hasta cierto punto, entendiese su miedo a los errores emocionales.

Rory avanzó a grandes zancadas hacia la puerta de la suite y, con una desagradable sensación de contrariedad, dio una patada a la chaqueta del esmoquin y la apartó del camino. En realidad, tendría que haberse dado cuenta de la que se le venía encima. Aunque en realidad la había visto venir, pero era endiabladamente difícil mantenerse apartado de Jilly.

– Rory…

Kincaid se detuvo.

– Y ahora ¿qué quieres?

El tono de Jilly fue suave y arrepentido:

– Verás, si necesitas… si quieres que te haga algo…

¡Y un cuerno…! Rory volvió a patear la chaqueta y llegó a la puerta.

– Vaya, te lo agradezco, pero no necesito nada.

– ¿Adónde vas? -quiso saber Jilly.

Rory ni siquiera se tomó la molestia de mirarla cuando replicó:

– A buscar la máquina del hielo.


Jilly bizqueó para proteger sus ojos del resplandor que entraba por el parabrisas del Mercedes y miró de soslayo al conductor. Pese a la salida casi serena que Rory había hecho la noche anterior y a su expresión impasible en ese momento, su malestar era palpable. Solo había pronunciado una palabra desde que por la mañana salió de su dormitorio y fue «vamos», para indicarle que había llegado el momento de dirigirse al aeropuerto y coger el vuelo de regreso.

Durante el trayecto desde el aeropuerto de Los Ángeles hasta Things Past, Jilly se retorcía en el asiento, deseosa de romper el silencio monótono y agorero que solo interrumpía el ronroneo casi imperceptible del motor del coche de lujo; carraspeó.

Rory no apartó la mirada del asfalto.

Jilly ya no podía soportar el silencio ni la tensión.

– ¿No piensas decir nada?

Se produjo una pausa interminable.

– ¿Qué quieres que diga? -preguntó Rory, y movió únicamente la boca.

Jilly hizo un ademán de impaciencia.

– No lo sé. Podrías decir que lo comprendes, aceptar mis disculpas o gritarme. Podrías decir algo, da igual, lo que sea.

– Tal vez todavía no he acabado de asimilarlo.

Jilly no le creyó. La víspera lo había asimilado todo, hasta la última palabra. La cuestión era que no quería aceptarlo.

– ¿Entiendes lo que necesito demostrar? Cuando dije que me haría cargo del negocio de mi madre, la abuela intentó impedirme que dejase su casa y aseguró que me quería y me necesitaba. Como insistí en irme, me auguró todo tipo de cosas horribles, como el fracaso absoluto y la pobreza. Aseguró que, al igual que mi madre, me convertiría en una fulana y, embarazada, terminaría llamando a su puerta.

¡Jilly había reconocido perfectamente la desesperación contenida en las palabras de su abuela…! La anciana sabía que estaba a punto de perderla y, en el nombre del «amor», la había mantenido apartada de su madre y había intentado controlar su vida. Por eso había roto todos los vínculos con su abuela. También por ese motivo la víspera había hablado en privado con el tío Fitz para cerciorarse de que ningún integrante del Partido Conservador intentaría volver a reunirlas.

– Jilly, hay otros medios para evitar embarazos y ciertas enfermedades -puntualizó Rory.

– Ya lo sé.

Jilly pensó que algunas lecciones no se olvidan con facilidad y que, tras años de educación religiosa, no podía iniciar alegremente una relación sexual intrascendente.

Kincaid meneó la cabeza con incredulidad.

– En los últimos cuatro años, ¿nunca has sentido tentaciones?

– Jamás -respondió con gran ímpetu-. Mi amiga Kim y yo hicimos voto de castidad al mismo tiempo. Reconozco que todo comenzó como una estúpida broma mientras compartíamos una botella de vino barato, pero a la mañana siguiente descubrimos que tenía sentido. Y desde entonces lo ha tenido. Francamente, puedo asegurar que nunca he sentido la menor tentación.

– ¿Qué me dices de anoche?

¡Vaya preguntita! No encontraba la forma de explicar lo que había ocurrido la víspera… ni el resto de las ocasiones en las que había estado con Rory.

– Permitiste que te desvistiera -añadió Rory-. Me desnudaste y después dejaste que yo…

– ¡Ya, ya! ¡Lo recuerdo perfectamente! -Jilly evocó esos labios experimentados en su pezón, el roce de las mejillas cuando Rory se introdujo el pecho en la boca y los hábiles dedos que buscaron, acariciaron, presionaron y crearon oleadas perfectas y palpitantes de un placer delicioso y abrasador. Se retorció en el cuero mullido del asiento y carraspeó-. Sin duda, tiene que ver con una reacción alérgica o con algún déficit alimentario. -Esa explicación le pareció ridícula, pero necesitaba decir algo para dirigir el diálogo hacia un terreno menos íntimo-. Tal vez debería comer más verduras. ¿Podemos pasar por la tienda de productos dietéticos? -Se produjo una extraña pausa y de repente Rory masculló algo-. ¿Qué has dicho? -inquirió inocentemente Jilly.

– Rezaba para que, en cuanto me largue de Los Ángeles, se produzca un gran terremoto y esta mitad del estado se hunda en el Pacífico.

Jilly lo miró con expresión de contrariedad.

– No es posible que hables en serio.

– Cariño, no te imaginas hasta qué punto hablo en serio.

Rory se mostró tan seguro y huraño que Jilly se acurrucó junto a la ventanilla y aceptó de buena gana el silencio que volvió a instaurarse. Necesitaba alejarse de ese hombre. Pegó la nariz al frío cristal y deseó que no hubiese mucho tráfico a fin de llegar enseguida a su casa.


Rory subió el aire acondicionado del Mercedes e intentó experimentar un mínimo arrepentimiento por haber aguijoneado a Jilly con lo ocurrido la noche anterior. De todas maneras, esa bomba de sensualidad que tenía a su lado merecía sufrir un poco por lo que le había hecho. Pese a esa tontería acerca de la castidad y tras las vueltas en montaña rusa que había experimentado en las últimas veinticuatro horas, aquella mujer todavía poseía la capacidad de meterse en su sangre.

Lo ponía cabeza abajo. Aunque hacía una década que había asumido el control de su vida, había bastado esa mujer de absurdos rizos y chiflado estilo de vida para que perdiera las riendas. Dios, tenía que encontrar la manera de entenderse con ella antes de que toda su existencia se desmandase.

Incluso en ese momento sintió el calor penetrante de su piel en las yemas de los dedos y saboreó sus pezones como bayas en el paladar.

Lanzó una maldición. El coche se había desviado hacia la izquierda y pisaba las bandas rugosas. Corrigió rápidamente la dirección y se situó en el centro del carril.

Tomó una gran bocanada de aire para serenarse y miró por el retrovisor. Un Chevrolet destartalado se pegaba a la parte trasera del Mercedes. Miró a la izquierda, cambió de carril y volvió a echar un vistazo por el retrovisor. El Chevrolet había hecho lo mismo y prácticamente tocaba el parachoques del Mercedes.

– ¡Mierda! -espetó. Observó con atención los vehículos que los rodeaban, aceleró y volvió a cambiar de carril-. ¡Malditos sean! ¡Que se vayan todos al infierno! -Reparó en que Jilly no le quitaba ojo de encima, pero siguió concentrado en el tráfico. Otro vehículo, una furgoneta Dodge, se acercó por la derecha y se puso a su altura-. Nos siguen.

– ¡No puede ser!

– Claro que sí. Supongo que nos vieron en el aeropuerto.

Todos sabían que, con la intención de pillar a las celebridades por sorpresa y fotografiarlas, los paparazzi independientes estaban al acecho en el aeropuerto de Los Ángeles. Rory apretó los dientes y pisó a fondo el acelerador. El tráfico del domingo por la tarde era cada vez más intenso y no le gustó la forma en la que el Chevrolet y su compinche, el Dodge, intentaban encerrarlo.

– Ahí hay un hombre que me pide que abra la ventanilla -dijo Jilly.

– Ni se te ocu… -El contaminado aire de Los Ángeles invadió el Mercedes antes de que Kincaid terminase de pronunciar la frase.

El Dodge se acercó peligrosamente al costado en el que viajaba Jilly. A Rory se le hizo un nudo en la boca del estómago, pero con el Chevrolet que le pisaba los talones y el tráfico que rodaba por delante no tenía adonde dirigirse.

– ¡Jilly, déjate de tonterías! ¡Cierra la ventanilla!

Kincaid no se atrevió a apartar una mano del volante y accionar los mandos del conductor.

– Tienen que dejar de molestarnos -afirmó Jilly en medio de la ventolera-. Mi salida es la próxima.

El Dodge se acercó un poco más. Rory tensó los músculos de las piernas. Si ese conductor temerario provocaba un accidente y a Jilly le pasaba algo, lo haría picadillo con sus propias manos. Aunque tampoco descartaba la posibilidad de estrangular a Jilly.

La muchacha se asomó por la ventanilla y preguntó a gritos:

– ¿Qué quiere?

Rory maldijo para sus adentros. El conductor tomaba fotos con una mano mientras conducía con la otra. Rory aferró irreflexivamente el brazo de Jilly y la acercó a su cuerpo.

– ¡Idiota, quiere matarnos! ¡Haz el favor de cerrar la ventanilla!

– Lograrán que nos pasemos la salida -insistió Jilly-. No podemos perderla.

Rory apretó nuevamente los dientes.

– Tu salida me da lo mismo. Pase lo que pase, vendrás a Caidwater conmigo.

– ¡Quiero ir a mi casa! -Jilly se estiró para accionar el elevalunas y de repente el silencio reinó en el Mercedes-. Necesito ir a mi casa.

Rory paseó la mirada del Chevrolet que tenía detrás al Dodge situado a su derecha. Los condenados paparazzi no se daban por vencidos.

– No puede ser -apostilló, y se dio cuenta de que, si los fotógrafos lo seguían hasta Things Past, cometería una locura-. Si vamos a tu tienda, como mínimo uno de esos cabrones terminará con la cámara empotrada en la cara gracias a uno de mis puñetazos.

Al menos, en Caidwater podría interponer la verja entre los periodistas y Jilly.

Algo, tal vez la referencia a la violencia, llevó a la joven a guardar silencio, por lo que Rory se concentró en conducir en medio del intenso tráfico. Le dolía la nuca por la tensión acumulada e intentaba perder de vista sin correr riesgos a los coches que los perseguían. Los fotógrafos eran tan temerarios que en varias ocasiones Jilly dejó escapar una exclamación de sorpresa, con lo que se hizo eco de los temores de Kincaid.

La joven lo aferró del muslo cuando en el último momento Rory cambió de carril a fin de salir de la autopista. Lograron deshacerse del Chevrolet, pero el Dodge no dejó de perseguirlos.

– ¡Maldito sea! -espetó Rory. Tomó una decisión y se dirigió velozmente a la izquierda-. Cielo, empieza a rezar.

Kincaid contuvo el aliento y aceleró con la luz ámbar a punto de cambiar a rojo. Los bocinazos y el chirrido de los neumáticos a sus espaldas le demostraron claramente que la furgoneta había intentado seguirlos.

– No ha pasado -confirmó Jilly.

Inmediatamente Rory miró por el retrovisor. Varios coches estaban detenidos en el centro del cruce. El Dodge estaba bloqueado y no podía seguirlos.

Jilly apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos.

– Me parece que en la última media hora he envejecido cincuenta años.

Rory fue incapaz de explicar el efecto que la persecución había causado en él. Redujo la velocidad, observó a Jilly, extendió una mano temblorosa y le acarició el pelo.

– ¿Seguro que estás bien?

– Por supuesto. -Jilly levantó una mano y entrelazó sus dedos con los de Rory-. ¿Y tú?

Algo se retorció en el pecho del magnate y produjo una peculiar mezcla de alivio y ternura. Le resultó imposible articular palabra.

La muchacha giró la cabeza, abrió los ojos e insistió:

– Rory, ¿estás bien?

Ante esa expresión indescriptiblemente dulce y preocupada, a Kincaid se le secó la boca y tuvo que tragar saliva antes de responder:

– Yo también estoy bien. Gracias por preguntarlo.

Rory se dijo que no habían sido muchas las mujeres que se habían interesado por su bienestar.

En lugar de soltar la mano de Rory, Jilly la bajó, la deslizó por su mejilla tersa y cálida y musitó:

– Tengo la sensación de que alguien ha anudado hasta el último de mis músculos.

Kincaid pensó que él estaba igual.

– Comprendo perfectamente qué quieres decir. -Le lanzó otra mirada de soslayo. Jilly estaba pálida y su boca formaba una línea recta de tensión. Evidentemente, había apretado los dientes. A Rory le habría encantado cargarse a los cabrones que los habían perseguido-. ¿Qué tal si al llegar a casa nos metemos en la bañera de hidromasaje? -propuso espontáneamente.

– Rory…

Kincaid apartó la mano con delicadeza pero no le agradó el modo en el que la suya siguió temblando al pensar que Jilly había corrido peligro.

– Solo propongo que nos demos un baño -aseguró-. Durará el tiempo justo para cerciorarnos de que los fotógrafos se hartan de esperar que salgas de casa. -Aunque no estaba de humor, se obligó a sonreír, ya que la muchacha necesitaba relajarse tanto como él-. No tienes de qué preocuparte. Además, las mujeres mayores no me interesan.

Jilly pareció no entender la broma, pero de repente rió y le dio una palmada en el brazo.

– Vale, de acuerdo, me has convencido. Las de más de cincuenta años no recibimos invitaciones todos los días. Un baño de burbujas suena maravillosamente bien.


Media hora después, apoyado en los azulejos, Rory pensó que el hidromasaje caliente y burbujeante era una maravilla. Suspiró y el sonido retumbó en la estancia cavernosa en la que se encontraba el jacuzzi. Anochecía y a lo largo de la pared oriental de la estancia había ventanas en las que se reflejaban la piscina olímpica adyacente y el brillo tenue de las pocas luces que había encendido.

El sonido de pisadas le hizo levantar la cabeza. Jilly iba envuelta en una enorme toalla, aunque Rory vislumbró la tira del traje de baño alrededor del cuello.

– ¿Has encontrado en el vestuario algo que te vaya bien?

La joven carraspeó.

– Bueno… sí. En realidad, solo había una prenda de mi talla.

El notorio nerviosismo de Jilly puso instantáneamente en alerta a Rory. Como le había prometido un remojón tranquilo y sin sobresaltos, apoyó la cabeza en los azulejos y simuló que cerraba los ojos.

– En ese caso, métete en el agua.

A través de las pestañas vio que la joven titubeaba.

Al cabo de unos segundos, Jilly se desprendió de la toalla y en el acto se metió en el baño caliente.

Por desgracia, no fue lo bastante rápida. La imagen de Jilly con el minúsculo tanga del biquini negro quedó grabada en el cerebro de Rory, que se tensó y se incorporó.

– ¿Qué demonios te has puesto?

La muchacha se sumergió en las burbujas.

– ¡Pensé que no mirabas!

Kincaid se obligó a recostarse e intentó relajarse, pese a que tuvo la sensación de que la temperatura del agua había subido cuarenta grados.

– No estaba mirando, te he visto por casualidad -repuso, y se tildó de mentiroso.

– Es lo único que me iba -explicó Jilly a la defensiva-. Te aseguro que, de haber podido escoger, no es lo que habría elegido. -Rory masculló algo ininteligible, ya que se había evaporado cualquier perspectiva de relajación-. ¿Qué has dicho?

– He dicho que sin duda eres mi maldición.

Pese a la poca intensidad de la luz, Kincaid notó que la joven abría desmesuradamente los ojos y lo observaba furibunda.

– Pues yo también pienso que eres mi maldición.

– Tú eres mi maldición mucho más de lo que yo podría convertirme en la tuya.

Jilly se deslizó por el asiento sumergido y se aproximó a Rory.

– Lo dudo. Francamente, lo dudo mucho.

– Piensa un poco -propuso Rory, y señaló la nariz salpicada de pecas de la muchacha-. La condenada webcam de tu tienda me obligó a besarte.

Esa boca que había besado más de una vez y con tanto gusto se torció hacia abajo.

– Pues yo me vi obligada a aceptar ese beso.

– Por si eso fuera poco, ahora… ahora soy tu prometido -añadió, y se cruzó de brazos.

Jilly parpadeó y se deslizó un poco más cerca.

– ¡Pero qué dices…! También yo soy tu prometida, lo que es una maldición todavía mayor.

Enfrascada en la disputa, Jilly se olvidó de la pequeñez del biquini; se sentó con la espalda muy recta, por lo que la parte de arriba de sus generosos y mojados pechos quedó totalmente al descubierto. Rory se excitó un poco más al ver las burbujas que hicieron cosquillas en los pezones apenas cubiertos por los escuetos triángulos de tela negra. Recordó esa carne maravillosa en su boca, gimió y cerró los ojos.

– Sufro la maldición de desear a una mujer… de desearla tanto que me duele… de desear a una mujer que es célibe. A ver si eres capaz de superarlo.

Se produjo una larga pausa y al final Jilly respondió quedamente:

– Claro que puedo superarlo porque cada día y cada minuto me tientas para que rompa la promesa que he hecho.

Rory abrió lentamente los ojos. El vapor que despedía el agua caliente había rizado un poco más los tirabuzones que rodeaban el rostro de la joven y su cutis cremoso estaba cubierto por una lámina de humedad. Jilly lo miró con los ojos muy abiertos y cuando respiró hondo sus pechos salieron del agua.

A Kincaid le picaron las manos y su pene palpitó. Buscaba la forma de manejar la situación y desactivar la maldición y de golpe encontró la respuesta. Por Dios, era inevitable. No había pensado en otra cosa desde el instante en el que la conoció. Además, estaba hasta la coronilla, harto de sopesar siempre las consecuencias de sus actos, de ser tan responsable. Decidió olvidar las protestas de Jilly de la víspera y pensó que por fin le tocaba jugar a él.

Lenta, muy lentamente, estiró el brazo bajo el agua y encontró la pierna de Jilly. Deslizó un dedo por su muslo. La muchacha se estremeció.

– Rory…

– Cielo, no dudes, sobre todo porque por fin reconoces que sientes tentaciones y que no se trata de ningún déficit alimentario. -Inició otro provocador recorrido por su pierna-. Pasará lo mismo cada vez que estemos juntos a menos que hagamos algo con esta… a menos que relajemos la gran tensión que existe entre nosotros.

– ¿Qué es exactamente lo que quieres decir? -murmuró la joven.

Rory sacó la mano del agua y la cogió de la delicada curva del hombro. Vio que la piel de gallina se extendía por encima de sus pechos. ¡Dios santo! Se le secó tanto la boca que tuvo que tragar saliva antes de tomar la palabra:

– Escucha, ¿por qué no nos olvidamos momentáneamente de tu condenado celibato? De todas formas, cuando yo me vaya podrás volver a practicarlo.

Kincaid sonrió porque, desde su perspectiva, era absolutamente sensato. También le daba cierta satisfacción pensar que Jilly volvería a practicar la castidad en cuanto se marchase de Los Ángeles.

– Rory, ¿qué estás diciendo?

Jilly se mordisqueó el labio inferior y Kincaid pensó que estaba a punto de caer en la tentación. Evocó la noche anterior y supo que prácticamente no le costaría nada convencerla. Al fin y al cabo, ya era hora de que Jilly empezase a reconocer sus propios deseos.

Decidido a seducirla, Rory se inclinó.

– Es difícil… -murmuró Jilly, y su mirada se volvió soñadora.

– Lo sé -admitió Rory y se inclinó un poco más.

Tuvo el convencimiento de que Jilly estaba a pocos milímetros de dejarse vencer por la tentación.

– Es difícil… sobre todo porque soy virgen.

Rory se quedó de piedra.

– Eres virgen… -repitió como un imbécil, incapaz de creerlo.

Finalmente la verdad lo golpeó con la fuerza demoledora de un maremoto en el Pacífico.

A Rory le entraron ganas de chillar de impotencia. Se habría dado de cabezazos contra los azulejos. Sintió un desaforado deseo de encerrar a Jilly para que no volviese a confundirlo.

¿Cómo no se había dado cuenta? Era evidente que ella era virgen. Le había explicado con todo lujo de detalles su experiencia con las monjas y con su severa abuela.

La misma mujer que vivía al lado de una condonería y que rezumaba sexo por cada uno de sus poros era virgen.

Mientras su mente intentaba convencerse de que jamás un hombre la había poseído, Rory se apartó milímetro a milímetro e intentó hacer oídos sordos a la voz demoníaca que lo apremiaba a acortar distancias. El diablo parecía hablar en su cabeza: «¿Qué importancia tiene que sea virgen? Estás cachondo, ella también, y alguien tiene que hacerle vivir esa experiencia por primera vez, alguien tiene que ser el primero». Kincaid se estremeció.

– Rory…

No era capaz de hacerlo, al menos en esas condiciones.

Deseó desesperadamente golpearse la frente con los azulejos. Se preguntó por qué razón, por una vez en su vida, no tenía la poca conciencia de los Kincaid además de su apellido.

Rory no era de esa calaña y no podía permitir que una virgen, aunque fácilmente excitable, copulase con él por un capricho surgido de un biquini negro y de una persecución automovilística. Le parecía injusto, sobre todo porque sabía que le resultaría muy fácil convencerla. Dada la atracción innegable e indiscutiblemente explosiva que existía entre ambos, así como su experiencia y la falta de experiencia de Jilly, en siete minutos justos podría besarla, acariciarle los pechos y tumbarla sobre la toalla que había dejado caer antes de sumergirse en el baño de burbujas.

– Rory… -volvió a murmurar la muchacha, con un tono entre la vacilación y la tentación.

Pensándolo bien, lo lograría en cuatro minutos.

Kincaid se obligó a dejar de mirarla, salió del agua y se envolvió con la toalla para ocultar su erección.

– Jilly, esta noche, no -declaró. Deberían santificarlo por el sacrificio que acababa de hacer-. Vete a casa y piénsalo. Cuando tanto tú como yo queramos realmente que… cuando queramos que rompas tus votos, lo haremos. -De solo pensarlo su miembro se puso todavía más turgente-. No creo que tenga que ser en estas condiciones. Quiero que cuando lo hagas estés segura de tu decisión.

Su demonio interior rió maliciosamente, ya que no estaba nada impresionado por su magnanimidad.

Rory se alejó rígidamente del baño de burbujas; su cuerpo le hizo pasar un mal rato. ¡Vaya con el relajante remojón…! Esperaba que por la mañana Jilly tomase una decisión favorable, ya que no podría sobrevivir mucho tiempo en ese estado.

– Me vestiré y te llevaré a casa.

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