Capítulo 13

Jilly logró esquivar los comentarios sobre el pacto al que habían llegado porque, repentinamente, Caidwater se llenó de gente. Se presentaron los organizadores para repasar los detalles de último momento de la reunión para recaudar fondos que Rory ofrecería en menos de dos semanas y luego apareció el proveedor del catering para consultar algunas cuestiones.

También estuvo ocupada con sus propias responsabilidades. Tal como estaba programado, recibió a los trabajadores del museo al que irían a parar los trajes más valiosos. Dedicó la tarde a pasar las prendas guardadas en bolsas de plástico a los percheros con ruedas del museo, que luego trasladaron al camión de la institución.

Anochecía cuando Jilly se despidió de los trabajadores en la entrada de Caidwater. Exhaló un largo suspiro, entró en la casa y oyó que Rory y algunas personas más, supuso que los organizadores de la fiesta para recaudar fondos, charlaban no muy lejos.

Se dijo que todavía no había llegado el momento. No estaba en condiciones de verse las caras con Rory, antes necesitaba darse ánimos. Cuando las voces sonaron más cerca, Jilly franqueó rápidamente la puerta que conducía a la sala de cine de Caidwater.

Aunque estaba a oscuras, allí tampoco se encontró a solas. En la pantalla se veía una vieja película en blanco y negro, con el sonido quitado; y a la luz parpadeante de la cinta vio que Greg se encontraba en la primera fila de las aproximadamente cien butacas de la sala.

El actor volvió la cabeza y dijo delicadamente:

– Jilly Skye, ven aquí.

La muchacha sonrió y caminó despacio por el pasillo ligeramente inclinado. Su sonrisa se hizo más amplia al ver que Iris estaba junto a Greg, con la cabeza apoyada en su hombro y profundamente dormida. Jilly ocupó la mullida butaca al otro lado de Greg y ladeó la cabeza para mirar la pantalla.

– ¿Qué estás viendo? -preguntó.

En la pantalla dos hombres discutían en una tienda de campaña iluminada por la parpadeante luz de un farol.

– A Roderick Kincaid en Vida en el desierto, muerte en el desierto.

– ¿Y por qué la vemos sin sonido…?

Greg acarició la larga melena rubia de Iris.

– Porque así siempre se duerme.

– Ah.

La joven se acomodó en el asiento. Ver la película en esas condiciones resultaba sorprendentemente tranquilizador. La ausencia de sonido le permitió distanciarse de lo que ocurría en la pantalla y ni siquiera parpadeó cuando un hombre desenfundó un arma y disparó contra el otro.

– ¿Te ocultas de alguien? -quiso saber Greg.

En ese instante, en la pantalla irrumpió un personaje nuevo, ataviado con la túnica de un jeque del desierto. Jilly se tensó y, a pesar de que sabía la respuesta de antemano, preguntó si era Roderick. Por fin encontraba la fuente de todas sus fantasías acerca del príncipe del desierto y la muchacha ingenua. Alguna vez debió de ver esa película y estaba claro que el rostro de Rory poseía la misma apostura que el de su abuelo.

– Según dicen, nuestra bisabuela era princesa de una tribu nómada del Sahara -explicó Greg-. Siempre pensé que era un invento de los estudios, pero te entran dudas cuando ves al viejo cabrón cubierto por una túnica.

Jilly lo observó curiosa.

– ¿Tú tampoco le tenías mucho aprecio a tu abuelo?

– Lo odiaba, sobre todo… sobre todo en los últimos tiempos de su vida, aunque hay que reconocer que fue un actor de primera.

Jilly asintió para manifestar su acuerdo, se repantigó en la butaca y apoyó la cabeza en el respaldo. La historia se desplegó en silencio en la pantalla, aunque apenas le prestaba atención porque solo pensaba en el modo en el que Roderick Kincaid había cambiado su vida. Aunque no llegó a conocerlo, sus elecciones afectaron irrevocablemente su existencia.

Sin Roderick Kincaid, no habría conocido a Kim; sin ella, Things Past no sería lo que era o tal vez se habría convertido en un éxito y, obviamente, no habría conocido a Rory… Y no se habría enamorado jamás.

Es verdad que alguna vez se habría planteado entablar una relación con un hombre apacible, delicado y que no intentase mandar ni dominarla, pero jamás lo habría amado.

Por otro lado, el camino no le habría resultado tan aterrador como el que ahora estaba a punto de emprender. Lo que pensaba hacer con Rory, lo que ya había accedido a hacer con él, sería efímero y probablemente acabaría por romperle el corazón.

En la pantalla, Roderick Kincaid galopó por las dunas a lomos de un corcel blanco. De repente tensó las riendas, desmontó y cayó de rodillas. Claramente angustiado, hundió las manos en la arena y las levantó. La cámara se aproximó a los granos que escapaban entre sus dedos.

A Jilly se le hizo un nudo en la boca del estómago. La imagen era la expresión de su situación: se estiraba para coger algo y lo tocaba, pero le resultaba imposible retenerlo. Pensó en voz alta y preguntó:

– Greg, ¿alguna vez has sentido… has tenido la sensación de que un sueño se te escapa entre los dedos?

Se hizo un largo silencio y la joven pensó que, al igual que Iris, el actor debía de haberse dormido. Al cabo de unos segundos Greg tomó la palabra en tono bajo y sereno:

– Jilly, quizá lo único que hay que hacer es cerrar la mano. Es suficiente con que cerremos la mano y no dejemos escapar el sueño.

Cuando Jilly se volvió para mirarlo, la puerta del cine se abrió bruscamente. Sin siquiera lamentarse por su cobardía, la muchacha se escurrió en la butaca con la esperanza de que quienquiera que fuese no la viera… pese a que sabía exactamente de quién se trataba.

Greg echó un vistazo por encima del hombro y comentó:

– Bueno, se acabó. Está claro que ha llegado el momento de hacer mutis por el foro.

Jilly estuvo a punto de rogarle que se quedase, pero se dio cuenta de que la presencia de Greg no modificaría el pacto que había establecido con Rory.

– Hasta luego -masculló la joven.

En medio de la oscuridad la muchacha detectó el fogonazo blanco de la sonrisa de Greg.

– Anímate, perro ladrador es poco mordedor.

El actor cogió a Iris en brazos y abandonó el cine.

Con el corazón desbocado, Jilly esperó a que Rory ocupase el lugar de Greg, pero se instaló en la butaca situada exactamente tras ella.

– Yo diría que Greg tiene razón -comentó Rory en tono desapasionado-. En el fondo creo que mis mordiscos te gustarán.

Jilly notó un nudo en la boca del estómago y se estremeció al pensar que ese hombre podía seducirla simplemente hablando en medio de la oscuridad. Tragó saliva y buscó la manera de salvar el pellejo. Dile que has cambiado de idea. Ya encontraría la manera de convencerlo de que se atuviese a razones con relación a Iris. Da la cara y dile que no comerciarás con tu cuerpo.

En ese instante Rory la tocó, apoyó ligeramente las manos en sus hombros, presionó con sus largos dedos los músculos tensos de la joven, los masajeó con delicadeza y deshizo hábilmente los nudos.

Jilly intentó fingir que se relajaba, pero a cada segundo que las manos de Rory seguían en contacto con su cuerpo, la tensión aumentaba más y más. Sus pechos se inflamaron, sus pezones se pusieron tan erectos que le dolieron y en la entrepierna notó una pesadez abrasadora que no había manera de satisfacer.

Rory le retiró el pelo del cuello y Jilly contuvo el aliento. La ardiente palma de su mano acarició la piel de la nuca de la muchacha, que estuvo a punto de pegar un respingo en la butaca afelpada. Reprimió un gemido e intentó aferrarse a los reposabrazos, pero en ese instante Rory volvió a acariciarla con delicadeza y Jilly se puso en pie de un salto.

– Ahora mismo, Rory -dijo roncamente. Ya no podía soportar más expectación sin estallar a causa de esa mezcla letal de nervios y deseo-. Quiero que sea ahora.


Rory refrenó su lujuria y dejó de aferrar con tanta fuerza la muñeca de Jilly mientras la conducía escalera arriba hasta su dormitorio. Le había dicho que quería que ocurriese de una vez. ¡Sorpresa, sorpresa!, pensó contrariado. Tendría que haber imaginado que la joven querría solventar lo más rápidamente posible la situación.

Aspiró aire para serenarse y se obligó a subir la escalera con más lentitud. Jilly lo había utilizado y, cuando la pilló, recurrió a su cuerpo para conseguir lo que quería. Claro que era él quien había planteado el pacto, pero, de todas maneras, la muchacha lo había traicionado.

Le habría gustado castigarla, anularla y poseerla en todas las posiciones imaginables hasta que la gatita sexual perdiera por completo la capacidad de arañar. Tal vez entonces podría conciliar el sueño. Quizá a partir de ese momento estaría en condiciones de asimilar la posibilidad de que Jilly dijese «necesito estar segura de que Rory confía en mí» sin sentirse interiormente tan mal.

Tuvo la sospecha de que el transcurso de una década no lo había vuelto mucho más sabio.

En cuanto entraron en el dormitorio, Rory cerró violentamente la puerta de madera maciza. Jilly se sobresaltó al oír el portazo. El sol se había puesto y la habitación estaba más oscura que el cine, por lo que no vio la expresión de la joven.

Rory le soltó el brazo, se llevó las manos a la hebilla del cinturón y ordenó:

– Desvístete.

Jilly sorbió aire; ese sonido entrecortado resonó en la atmósfera en penumbra.

Rory hizo una pausa. Sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y distinguió el perfil de la joven. La cabeza de Jilly miraba hacia la cama, un mueble inmenso de madera tallada, que acechaba en un rincón como el monstruo de una película de horror.

Kincaid se dijo que incluso a él ese trasto a veces le provocaba pesadillas.

– La llamo Quasimodo-explicó.

Rory notó que Jilly lo miraba fijamente.

– ¿Qué? ¿Cómo?

– Quasimodo-repitió.

La muchacha tragó saliva.

– ¿Has dicho que llamas Quasimodo a tu… a tus… a tus partes?

¡Mierda! Ella no le había entendido. ¿Era posible que Jilly pensara que apodaba a su pene con el nombre del jorobado de Notre-Dame? Las ganas de reírse, de cogerla de las mejillas y de borrar a besos la expresión horrorizada que imaginó que había puesto estuvieron a punto de hacer desaparecer su cólera… hasta que recordó que ella lo había dejado en ridículo y la corrigió con sorna:

– No, bomboncito, llamo así a la cama.

Rory habría jurado que la oyó suspirar aliviada.

– Pues es grande.

– Lo mismo que la cama.

Se hizo otro silencio y de repente Rory ya no quiso que Jilly siguiese metiendo la pata. La cogió del cuello y la acercó a su cuerpo.

– Jilly… -murmuró. Su melena rizada le hacía cosquillas en los labios-, vas a matarme.

La muchacha apoyó la frente en su pecho y la tensión zumbó como una cuerda de guitarra en su cuerpo rígido.

– Rory, yo…

– Calla, calla. -Le besó la frente, una mejilla y una oreja. Jilly se estremeció-. Cariño, concédenos un rato a Quasimodo y a mí.

Se dijo que debería desnudarla, tumbarla y hartarse de ella. Ya estaba bien, Jilly había accedido, se lo había pedido y ardía en deseos de hacerlo, era lo único que había querido hacer desde el instante en el que la joven puso en Caidwater sus pies con las uñas pintadas de rojo cereza. Empezó a juguetear con la melena oscura de Jilly y rozó ligeramente su mejilla tersa con la incipiente barba que le había crecido desde la mañana. Se regodeó y besó ese punto tierno y perfumado de detrás de la oreja de la joven.

Rory aferró los rizos oscuros y Jilly dejó escapar un sonido peculiar, una mezcla de zumbido y quejido. Su pene se puso duro como una barra de hierro. «Hazlo de una vez, desnúdala, poséela, desahógate», lo azuzó el demonio que llevaba dentro.

Algo en su interior despreció esa voz y levantó la melena de Jilly para inclinar la cabeza y besarle la nuca.

La muchacha tembló como una hoja azotada por el intenso y ardiente viento de Santa Ana. Rory cerró los ojos, se dominó tanto como pudo y la mordió.

El cuerpo de Jilly se sacudió y la muchacha gimió aguda y desesperadamente.

Entonces Rory la lamió.

– Te dije que mis mordiscos te gustarían -le susurró al oído, y con la lengua recorrió la carne de gallina que cubría el cuello de la joven.

Kincaid tocó el hueco situado por encima del último y diminuto botón del cuello del jersey ceñido y con lentejuelas que llevaba ella.

– ¿Cuántos? -preguntó Rory.

Jilly lo cogió de los brazos y él se dio cuenta de que el deseo hablaba por ella.

– ¿Cuántos quieres? -inquirió la muchacha.

Rory cerró los ojos y los apretó. Estaba convencido de que esa mujer iba a matarlo.

– ¿Cuántos botones? -logró preguntar finalmente.

No hacía falta que se tomase tantas molestias.

– ¿Botones? -repitió Jilly, sorprendida.

Rory se habría echado a reír y la habría besado con ternura a pesar de que lo había engañado, pero le desabrochó el primer botón y le besó el centímetro de piel que quedó al descubierto, justo por debajo del hueco del cuello.

– ¡Dios mío…! -musitó Jilly.

– Nena, sigue rezando.

Bajo los diez botones como perlas, la muchacha llevaba una prenda de raso y encaje blancos. Brilló en la oscuridad. Rory la desabrochó con un ligero ademán y con los nudillos rozó las curvas de los senos de Jilly.

– Quiero verte -declaró, e intentó apartarse para encender una lámpara.

– ¡No! -Jilly lo cogió de la mano y suavizó el tono de voz cuando añadió-: Por favor, Rory, me gusta… me gusta hacerlo a oscuras.

Kincaid meneó la cabeza y le cogió la mano.

– Cariño, ¿nadie te ha dicho que con las luces apagadas pierdes mucho? -inquirió, y pensó que los hombres que habían compartido la cama de Jilly…

– Rory, por favor.

Kincaid llegó a la conclusión de que, después de todo, no quería pensar en esos hombres.

– Está bien.

Jilly soltó los dedos de Rory. Este se dijo que había llegado el momento de hacerlo. La había desnudado a medias, contaba con su permiso y reinaba la oscuridad que ella quería.

Rory se preguntó por qué demonios titubeaba. Contrariado, estiró las manos, le quitó hábilmente el jersey y al mismo tiempo cogió las tiras del sujetador para terminar de desvestirla. La ropa de Jilly cayó sobre la mullida moqueta con un ruido casi imperceptible.

Presa del nerviosismo, la joven aspiró una gran bocanada de aire.

Rory volvió a tomárselo con calma. La cogió de los hombros, descendió por la piel ardiente de sus brazos y la acarició hasta las muñecas. En medio de la oscuridad sus pechos parecieron más claros, pero no los vio tan nítidamente como deseaba. Los senos se elevaron cuando levantó los brazos de la joven.

Recorrió con la lengua los salientes de los nudillos de Jilly, que jadeó. Por Dios, esa mujer tenía erotismo hasta en los recovecos más inverosímiles. Su erección presionó un poco más el pantalón cuando pensó en desnudarla y descubrir cada uno de esos escondrijos. Volvió a lamerla y la joven jadeó nuevamente.

– ¿Te gusta? -susurró Rory.

– Me… me gusta tanto como a ti.

El ligero e ingenioso requiebro de Jilly lo frenó. De repente recordó que aquella mujer podía parecer tan insegura como una estudiante en el asiento trasero del coche de su amiguito, aunque en realidad se trataba de una mujer convertida en un juguete sexual… y, por añadidura, como quería algo de él había dado el visto bueno a esos juegos.

Decidido a llevar la voz cantante, Rory retrocedió y se cruzó de brazos antes de ordenar secamente:

– Desnúdate. -Jilly paseó la mirada a su alrededor sin tenerlas todas consigo-. Nena, no estoy hablando con el empapelado, sino contigo. Quítate la ropa. -Ella se estremeció y esa muestra de vulnerabilidad estuvo a punto de llevarlo a hacer otra pausa, pero enseguida maldijo para sus adentros-. Tienes frío -añadió, pese a que sabía perfectamente que no era así-. Encenderé la chimenea.

Como quería verla en toda su plenitud, contemplar el cuerpo con el que Jilly había traficado y ser testigo de sus expresiones, Rory se dirigió a la chimenea alicatada de su dormitorio. En los meses de invierno, la señora Mack dejaba los leños preparados y una caja de cerillas a mano.

El chasquido del fósforo de madera resonó en la oscuridad. Rory se volvió cuando las llamas rodearon los leños.

Estuvo en un tris de caer de rodillas y la erección le rozó el vientre: Jilly estaba desnuda.

Como nada cubría sus curvas, por fin pudo apreciar ampliamente su exquisito cuerpo. Los hombros delicados conducían a los soberbios pechos de pezones sonrosados. También avistó la cintura de avispa, las caderas sinuosas y el triángulo de vello oscuro en la encrucijada de los muslos.

Con la esperanza de que Jilly no supiera que estaba temblando, Kincaid curvó dos dedos y murmuró:

– Ven aquí.

Jilly avanzó lentamente hacia él y la anaranjada luz del fuego parpadeó sobre su piel clara. Rory ansiaba notar la fiebre de su desnudez y saborear esa quemazón.

Cuando la joven se detuvo frente a él, Rory la miró y chupó decididamente las yemas de los pulgares con los que rozó una, mejor dicho, dos veces, los pezones intensamente erectos.

La muchacha curvó la espalda y cerró los ojos.

Rory le cogió los pechos y con los pulgares todavía húmedos le rodeó las puntas, sin tocarlas, en un juego de provocación tanto para ella como para sí mismo. Jilly volvió a curvarse como un gatito que se estira hacia el sol y Rory inclinó la cabeza y se introdujo un pezón en la boca.

Kincaid gimió ante ese sabor dulce y la tensión de la excitación. La aferró de las caderas, la estrechó contra sí y le chupó el pecho con más ahínco, como si quisiera devorarlo.

Jilly lo agarró del pelo, lo mantuvo a su lado y protestó cuando Rory levantó la cabeza.

– 'Tranquila… -musitó Kincaid junto a la piel tersa y ardiente de Jilly.

Se ocupó del otro pecho de la joven, lamió el pezón, se lo introdujo en la boca y jugueteó con él hasta que Jilly se retorció.

Entonces le dio un mordisco.

La muchacha jadeó, aplastó su cuerpo contra el de Rory y le clavó las uñas en el cuero cabelludo. Kincaid la aplacó con lengüetazos cálidos y deslizó las manos de las caderas a la redondez uniforme de su trasero.

– Bésame-susurró Jilly.

Rory no estaba dispuesto a besarla. Solo quería su cuerpo, sumergirse en su ardor, saciar el deseo con el que se había visto obligado a convivir desde que la conoció. Si la besaba le entregaría una parte de sí mismo y no estaba dispuesto a permitir que volviera a acercarse tanto.

Recorrió su cuello con la lengua, siguió la curva de la oreja y le mordisqueó el lóbulo. A pesar de que Rory puso el cuerpo de por medio para protegerla de lo más recio del calor del fuego, la piel de Jilly se calentó con cada lengüetazo y con cada caricia.

Jilly le cogió la cara e intentó que unieran sus labios, pero Rory esquivó su boca, le levantó la melena, se agachó y con la lengua trazó círculos en su nuca, al tiempo que hacía lo propio con las manos en las nalgas de la muchacha.

La respiración de Rory se tornó entrecortada. Las llamas y las sombras eran como ellos: calor y oscuridad entrelazados. Rory deslizó las yemas de los dedos por debajo del pliegue de las nalgas y llegó a la entrepierna.

– ¡Jilly…! -Pronunció su nombre como un gemido porque ella estaba mojada y resbaladiza y su calor interior se encontraba a pocos centímetros de sus dedos.

Había llegado el momento. Rory retrocedió para quitarse la ropa y se emborrachó con la mirada soñadora de Jilly, la nueva oscuridad de sus pezones y el sutil temblor de su cuerpo. La muchacha tenía los labios húmedos y entreabiertos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para apartar la mirada. Su cuerpo… lo que Rory ansiaba era su cuerpo.

– Ah… ah… ah… -murmuró el magnate, y la estrechó.

Jilly lo rodeó con los brazos e inclinó la cara hacia la de Rory, por lo que el reflejo del fuego encendió sus ojos. Toda ella era ardor y excitación. Rory aspiró el perfume de sus cabellos y, más embriagador todavía, el aroma de su piel. La cogió del muslo y le levantó la pierna para aplastarse contra ella. Jilly gimió.

Kincaid sonrió, se agachó para besarle el cuello y le cogió la mano para entregarle el sobre con el condón que había sacado del bolsillo del pantalón. Jilly retrocedió unos centímetros, miró el condón, luego a Rory y se humedeció los labios.

Rory se repitió que no iba a besarla.

Tampoco estuvo dispuesto a hacerlo cuando Jilly movió torpemente los dedos en su intento de romper el envoltorio del preservativo. Al final, dominado por la impaciencia, Rory se lo quitó, lo abrió con los dientes y se lo entregó. El corazón le golpeó violentamente el pecho cuando la muchacha retiró lentamente la funda de látex.

Pensó que, por sorprendente que pareciera, daba la sensación de que ella no sabía qué hacer con el condón. De todos modos, sabía perfectamente que el numerito virginal no era más que… no era ni más ni menos que eso, un numerito. Jilly miró el condón y el pene inflamado de Rory… y retrocedió un paso. Le temblaron los pechos cuando llenó de aire los pulmones.

Rory ya no podía esperar más. Le arrebató el condón, lo introdujo en su pene palpitante, la cogió de la muñeca para arrastrarla a la cama…

El fuego hizo de las suyas e iluminó los pechos y el vientre de la muchacha. Rory bajó la cabeza y con la lengua recorrió las tonalidades de su cuerpo, lamió los pezones y las costillas y hundió la lengua en su ombligo al tiempo que caía de rodillas.

– Rory…

Kincaid apoyó la boca justo por encima del triángulo de rizos y pasó la mejilla por la deliciosa elasticidad de su vientre. A Jilly le fallaron las rodillas y Kincaid la sujetó de las caderas y la ayudó a tumbarse en la moqueta. Sus rizos oscuros se desplegaron alrededor de su rostro y su boca también pareció oscura, de un rosa casi morado. Rory lo vio pese a que no se había permitido acariciarla ni saborearla.

Flexionó las piernas de Jilly a la altura de las rodillas, las separó, se situó entre ellas y se entusiasmó con los rizos húmedos de su pubis. Cerró los ojos, hizo denodados esfuerzos por dominarse y se obligó a apartarse de esa suavidad resbaladiza.

– Rory, por favor… -susurró la joven.

– Lo haré -prometió Kincaid-, pero antes… antes déjame…

Se interrumpió porque se dio cuenta de que no tenía que pedir permiso. Podía hacer lo que quisiera con ella, lo que le viniese en gana.

Rory recorrió los suaves pliegues de la mujer y vio que su pulgar se perdía entre ellos. Ejerció presión… Jilly jadeó, pero su cuerpo cedió y cerró los ojos cuando el magnate introdujo el dedo. Levantó las caderas de la moqueta y suplicó:

– Rory, por favor, bésame.

No estaba dispuesto a besarla, menos aún cuando los músculos del interior del cuerpo de Jilly le apretaron con tanta fuerza el pulgar. Retiró el dedo y volvió a introducirlo. La muchacha volvió a arquearse.

– Rory…

La miró a la cara. Jilly tenía los ojos cerrados y se mordía firmemente el labio inferior. Retiró el pulgar, humedeció los pliegues de su sexo con la humedad que había encontrado, buscó el clítoris pequeño y rígido y lo acarició. Jilly abrió las piernas mientras Rory contemplaba su bello, su bellísimo cuerpo, que se reveló, se suavizó y brilló a la luz del fuego.

Ese cuerpo era para él.

Rory hizo un último esfuerzo por contenerse y siguió jugando con esa belleza; acarició, trazó círculos, se hundió en ese cuerpo cada vez más dispuesto para comprobar la humedad y, por último, Jilly levantó las caderas, arqueó la espalda y gimoteó.

Se estremeció con un temblor tras otro y Rory resistió, con el pulgar firmemente apoyado en el clítoris palpitante.

La joven se quedó quieta y Rory se adentró en ese sexo húmedo y receptivo y la penetró. Jilly volvió a gemir.

¡Cielos! Rory se quedó petrificado y el cuerpo de la muchacha palpitó ardientemente alrededor de su erección. La notó cerrada, demasiado cerrada.

La miró a la cara y apretó los dientes para defenderse de su propio deseo de seguir penetrando en ese calor exquisito. Jilly volvió a morderse el labio inferior y su cuerpo entero se defendió del dolor de la penetración.

Rory pensó en ese dolor y se dio cuenta de que Jilly era virgen.

La muchacha había vuelto a engañarlo.

Repentinamente Jilly se relajó. Sus músculos internos no dejaron de aferrado con firmeza, pero separó los muslos y le rodeó la cintura con las piernas. Rory se internó un poco más.

– Jilly…

– Dime -susurró en tono ronco a causa de la satisfacción recién descubierta y del deseo renovado.

La muchacha lo agarró de los hombros y levantó las caderas, por lo que Rory se hundió un poco más en ella.

Ya nada podía impedirle penetrarla hasta las últimas consecuencias, cerrar los ojos y encontrar el ritmo que avivase el ardor y enardeciera el fuego de su sangre. Con cada empujón Jilly alzaba las caderas para acudir a su encuentro y lo recibía cada vez más profundamente.

En el último momento, Rory abrió los ojos. El fuego había teñido de dorado las mejillas de Jilly, que resplandecía cómo un ángel erótico y tentador. El placer se acumuló en el cuerpo de Rory y se preparó para la embestida final. Al alcanzar el orgasmo, Rory fundió sus labios con los de Jilly y le supo a gloria.

Cuando acabó, Kincaid se apartó del cuerpo menudo de la joven y respiró rápida y entrecortadamente.

– Jilly, ¿por qué? -inquirió en tono ronco.

La joven meneó la cabeza y clavó la mirada en el techo. Rory suspiró, se puso en pie, la cogió en brazos y se debatió para controlar la peligrosa mezcla de ternura y cólera. Al llegar a la cama, retiró la colcha y depositó a Jilly sobre las sábanas.

Como la muchacha temblaba, Kincaid la peinó, se peinó los cabellos y escrutó su rostro.

– Jilly, ¿por qué? -repitió severamente-. ¿Por qué demonios ahora y por qué me has elegido?

La joven volvió a menear la cabeza. Rory se sintió tan impotente que habría aporreado las paredes. ¿En esa maldita casa nada era como debía ser? En el invierno hacía tanto calor como en verano y los hombres hechos y derechos tenían tías de cuatro años.

La gatita confabuladora y mentirosa había resultado ser virgen. La escuela religiosa, las monjas y el voto de castidad no eran mentiras.

– Quiero ir a casa -dijo Jilly.

Rory accedió porque supuso que ella no pronunciaría una sola palabra más.


Jilly guardó para sí los motivos por los que había accedido a cumplir el pacto con Rory con la misma firmeza con la que reprimió las lágrimas. Solo se permitió pensar en la belleza del cuerpo de Rory a la luz de las llamas, en las ardientes caricias de sus dedos y en los eróticos pellizcos de sus mordiscos. Así logró llegar a su casa, pasar la noche e ir al día siguiente a Caidwater.

Esa actitud también le permitió regresar al dormitorio de Rory. Esa misma noche y las cuatro siguientes, cuando terminó su jornada laboral, llamó diligentemente a la puerta del dormitorio del dueño de la casa. No hablaban, solo se oían los roncos gruñidos de Rory y los suaves gemidos de la joven. Cada cópula resultó más enternecedora y desenfrenada que la anterior, y cada vez que Kincaid la hizo estremecer, Jilly se mordió el labio inferior para que las palabras «te quiero» no escapasen de su boca.

A Rory le gustaba tener el mando y el poder, y ella sabía que minaría los suyos si llegaba a sospechar que se había enamorado de él. Así actuaba la gente dominante, la que utiliza tus sentimientos para manipularte. Jilly se dijo que no podía permitirlo. Dejaría que se aprovechase tan maravillosamente como lo hacía de su cuerpo, pero no le entregaría su corazón. La abuela le había enseñado que jamás debía renunciar a él.

El quinto día, a medida que se acercaba a la puerta del dormitorio de Rory, Jilly vio que Greg la franqueaba y la cerraba al salir. El actor se detuvo y la observó con suma atención.

Cohibida, ella se pasó los dedos por el pelo alborotado. Tenía la melena llena de polvo, notaba la piel arenosa y estaba tan cansada que fue incapaz de inventarse una excusa para explicar los motivos por los que se dirigía al dormitorio de Rory. Por la mañana la señora Mack la había acompañado a un pequeño desván en el que hasta entonces no había estado y había dedicado la jornada a examinar viejas cajas y baúles.

Greg pareció captar la situación en un abrir y cerrar de ojos.

– Te hará daño -afirmó quedamente-. No creó que quiera herirte, pero lo que le ha ocurrido a lo largo de la vida lo ha insensibilizado.

Jilly se encogió de hombros, como si le diera lo mismo; ni siquiera quiso descubrir si la mirada de Greg denotaba compasión.

– Jilly, no puedes ni imaginar lo mucho que vivimos mientras crecimos. Estuvimos rodeados de fotógrafos, juergas, borracheras, drogas… En la escuela los compañeros hablaban de lo que pasaba en casa. Algunos hacían lo imposible para conseguir invitaciones para la siguiente orgía de los Kincaid.

A la joven se le encogió el corazón.

– Y Rory lo odiaba.

Greg asintió.

– Fue muy sórdido. Mi hermano siempre intentó protegerme de las peores situaciones, pero a él no hubo quien lo amparase.

– De modo que… -Jilly tragó saliva-. De modo que le hicieron daño.

La muchacha llegó a la conclusión de que los comentarios de la gente, lo que pensaban de su familia, la mujer que había intentado casarse con él e incluso su padre le habían hecho daño.

Greg la miró a los ojos.

– Por eso ahora se protege a sí mismo y también por eso no se preocupará por ti.

Jilly clavó la vista en las punteras sucias de sus zapatillas altas de color rosado.

– ¿Por qué supones que es eso lo que espero de él?

– Porque tú y yo somos iguales… -Jilly apenas oyó la respuesta. Enseguida la voz de Greg sonó más nítida-. ¿No lo entiendes? Rory es muy terco y cínico.

Repentinamente hastiada de todo, Jilly suspiró. No quiso pensar en lo que más adelante tendría que pagar por haberse enamorado de Rory.

– Ya sé cómo es -confirmó-. Solo quiero estos días para mí. ¿No puedo tenerlos?

Evitó la mirada del actor y se dispuso a dar los pocos pasos que la separaban de la puerta del dormitorio de Rory. Greg la cogió del hombro y no la soltó.

– ¿Sabes lo que haces?

Ella sonrió débilmente, extendió la mano con la palma hacia arriba y la cerró lentamente.

– Greg, estoy a punto de rematar este asunto e intento disfrutarlo mientras pueda.

En esta ocasión el actor no la retuvo y, cuando llamó a la puerta, Jilly vio que Greg ya no estaba en el pasillo. Se le aceleró el pulso cuando el picaporte se movió y la puerta comenzó a abrirse.

Rory apoyó el hombro en el marco de la puerta, pero su pose contradecía la intensidad de su expresión. Jilly había aprendido a reconocer sus gestos, los resueltos planos del rostro que el deseo recalcaba incluso más. A pesar del cansancio, el ardor y el deseo hicieron mella en ella y le dolieron los pechos.

La víspera apenas habían cerrado la puerta cuando Rory le arrancó la ropa y la hizo suya allí mismo. El recuerdo la estremeció y agudizó sus ansias. Como de costumbre, bastaba una simple mirada para que Rory sacase lo peor que había en ella. La joven tragó saliva.

Kincaid frotó suavemente con los nudillos una mancha que Jilly tenía en la mejilla.

– Tienes la cara sucia-comentó.

Jilly bajó los ojos como reacción a ese gesto inesperadamente tierno y se balanceó sobre sus pies.

Rory la cogió de los brazos con sus manos grandes y firmes.

– Te meteré en la bañera -propuso.

– Verás, no puedo…

– Calla…

Kincaid prácticamente la llevó en brazos hasta el cuarto de baño. Ese espacio alicatado era tan decadente como él la hacía sentir a ella; lentamente la desvistió mientras se llenaba la enorme bañera instalada por debajo del nivel del suelo.

Jilly tembló y se humedeció los labios. Rory la trataba con tanta delicadeza que cada movimiento de sus manos parecía una caricia.

– Rory…

Jilly intentó abrazarlo, pero Kincaid le apartó las manos y la introdujo en la bañera llena de agua deliciosamente tibia. Se arrodilló en el suelo, a su lado, se arremangó y recorrió su cuerpo con una pastilla de jabón que olía a él.

A la joven se le llenaron los ojos de lágrimas. Rory no cesó de tocarla y acariciarla; deslizó los dedos por todos los rincones: entre los dedos de las manos, en medio de los dedos de los pies y alrededor de los pechos.

Jilly se dijo que eso era peor que hacer el amor, le pareció mucho más íntimo y peligroso. Tanta dulzura y solicitud podían convertirse en su ruina. Rory cogió la alcachofa de la ducha y le mojó totalmente la cabeza; le puso champú y masajeó su cuero cabelludo con tanta delicadeza que la muchacha se habría puesto a ronronear.

La sacó de la bañera segundos antes de que se quedase dormida y la secó con toda la delicadeza del mundo. Como si fuera etérea, la llevó en brazos al dormitorio y la depositó entre las sábanas de Quasimodo. Cuando Jilly intentó abrazarlo lánguidamente, Kincaid la evitó y la arropó. La muchacha cerró los ojos y murmuró:

– Solo necesito unos segundos para recuperarme.

La mano que Rory apoyó en su mejilla resultó dolorosamente tierna.

– Tómate todos los segundos que necesites.


Greg vio que Iris guardaba un conejo rosa de trapo y su cepillo del pelo en la mochila morada.

– Bicho, solo vas a cenar a casa de la señora Mack, no estarás fuera diez años. ¿Estás segura de que necesitas todo eso?

Iris no le hizo caso y frunció el ceño mientras introducía en la mochila los pies de una muñeca bebé. De repente se mostró más contrariada, sacó la muñeca de la mochila, se la acomodó bajo el brazo y masculló casi para sus adentros:

– No estoy dispuesta a encerrar a Margarita en la mochila.

Iris siempre bautizaba a sus muñecas con nombres de flores.

Hacía algo más de cuatro años, Kim y él estaban en uno de los jardines de Caidwater. Kim paseaba con un libro en la mano; era el que solía utilizar para identificar diversas clases de flores. Greg simuló que estaba interesado, aunque en realidad su única fascinación era observarla. De pronto Kim dejó escapar una exclamación y apoyó la mano en el vientre redondeado. Luego sonrió con una actitud que Greg jamás olvidaría y lo miró.

Estaba indescriptiblemente entusiasmada, segura y feliz. «Se llamará Iris -dijo Kim-. En este mismo instante, la niña acaba de elegir su nombre.»

En ese momento el corazón de Greg escogió a la mujer que amaría durante el resto de su vida.

Y ahora la cría bautizada aquel día estaba sentada en la cama y mimaba a una muñeca de pelo esponjoso.

– Tú sí que eres mi bicho especial -susurró Iris, y besó una sonrosada mejilla de plástico.

Greg cerró los ojos unos segundos. «Bicho» era el mote que le había puesto y le llegó al alma oír que su querida niña lo utilizaba para dirigirse a su muñeca preferida.

Iris levantó la cabeza y lo miró.

– ¿Estarás en casa cuando vuelva?

Greg mantuvo un tono optimista.

– Te aseguro que estaré cuando despiertes por la mañana. La señora Mack te traerá y te meterá en la cama después de cenar y de que veas un vídeo con su nieta.

Iris besó la coronilla de Margarita y volvió a mirarlo.

– ¿Adónde irás?

Greg sonrió a la hija de su corazón.

– Como mi pequeña estará ocupada, iré a Malibú a echar un vistazo a la nueva casa.

Aunque con cuatro años de retraso, por fin se había decidido a reconstruir su vivienda de la playa.

Iris jugueteó con los cabellos de su muñeca.

– ¿Qué pasa con mi cuarto? -preguntó bruscamente-. ¿Ya lo has pintado de amarillo? Lo quiero amarillo.

Greg tragó aire con dificultad. Ya habían hablado de ese tema. Iris sabía que, cuando dejase Caidwater, se trasladaría con Rory al norte de California. Greg no cejaba en el empeño de convencer a su hermano, por lo que en la casa de Malibú había una habitación espaciosa, pintada de color crema, pero no estaba dispuesto a prometer a Iris cosas que no sabía si podría cumplir.

– Cielo, Rory quiere tenerte con él, pero pase lo que pase nos veremos constantemente.

Iris estrechó a Margarita contra su pecho y murmuró:

– Quiero estar contigo.

Nada le habría impedido coger en brazos a la pequeña. La abrazó con todas sus fuerzas y los talones de plástico de Margarita se clavaron en sus costillas.

– Yo también, Bicho, no sabes hasta qué punto me gustaría estar contigo.

– Entonces dile a Rory que no me iré con él, no permitas que me vaya -insistió impetuosamente.

«No permitas que me vaya…» Las palabras resonaron en la mente de Greg cuando se sentó en la cama y acunó a Iris. Durante el último mes, en varias ocasiones había intentado que Rory entrase en razón, pero estaba claro que su hermano se tomaba en serio sus obligaciones con respecto a Iris, y no lo censuraba por ello. En cada ocasión en la que Rory se había negado a dejar que Iris se fuera con él, Greg se había mordido la lengua y se había dicho que ya llegaría su oportunidad.

Estaba claro que el paso del tiempo no haría cambiar de parecer a Rory.

Greg cerró los ojos y aceptó la realidad. Había sido demasiado paciente. Como siempre, interpretaba al personaje dócil y apocado que, para conseguir lo que quiere, apela a la esperanza más que a los actos. De hecho, había abrigado la esperanza de que Rory se diese cuenta de que Iris le pertenecía.

Había abrigado la esperanza de que, un día, Kim regresaría y lo amaría. Le había contado que la había buscado y, aunque era cierto, también en ese aspecto se había dado fácilmente por vencido.

Había renunciado demasiado pronto.

Y todavía seguía dándole vueltas a la cuestión más dolorosa: ¿hasta qué punto era culpable de la difícil situación en la que se encontraba? ¿Era su castigo por querer a Kim?

La señora Mack se detuvo en el umbral de la habitación de Iris.

– ¿Hay por aquí una niña que quiere patatas fritas?

A regañadientes, Greg soltó a la niña. Iris salió después de dirigir una última mirada atrás y hacer un ligero mohín.

Greg se frotó los muslos y pensó en las elecciones que había hecho y en su pasado. Cuando en Caidwater todo se volvió contra Rory, su hermano se marchó e hizo su vida. Cuando descubrió que estaba sola y sin hogar, Kim construyó una nueva existencia para sí misma. ¿Por qué no tenía el mismo valor que ellos? Maldita sea, ¿por qué no podía conseguir lo que más quería?

Kim… Iris… No, esta vez no permitiría que se fueran.

Greg levantó las manos y cerró los puños. ¡Esta vez no las perdería!

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