15 Más fuerte que la ley escrita

En medio de la fría oscuridad de la noche, Egwene se despertó aturdida por unos sueños agitados e inquietantes, aún más perturbadores porque no los recordaba. Estaban siempre abiertos a ella, tan claros como palabras impresas en una hoja, pero esta vez habían sido confusos y aterradores. Tenía muchos de esos sueños últimamente, y salía de ellos deseando correr, escapar, incapaz de recordar de qué pero siempre intranquila, siempre temblorosa. Por lo menos no le dolía la cabeza. Por lo menos se acordaba de otros sueños que sabía que eran importantes, si bien era incapaz de interpretarlos: Rand llevando diferentes máscaras, hasta que de repente una de ellas dejaba de ser una careta y era su verdadero rostro; Perrin y un gitano abriéndose paso frenéticamente a golpe de espada y de hacha a través de zarzas, ignorantes del precipicio que se abría un poco más adelante. Y las zarzas chillaban con voces humanas que ellos no percibían; Mat, pesando en una balanza gigantesca a dos Aes Sedai, y de su decisión dependía… Egwene no sabía qué; algo inmenso, tal vez el mundo. Había tenido otros, casi todos teñidos de sufrimiento. Recientemente, todos sus sueños sobre Mat eran vagos y llenos de dolor, como sombras arrojadas por pesadillas, casi como si el propio Mat no fuese real. Aquello la hacía temer por él, abandonado en Ebou Dar, y le producía una gran congoja haberlo enviado allí, por no mencionar al pobre Thom Merrilin. Sin embargo, los sueños que no recordaba eran peores, de eso no le cabía duda.

El sonido de voces susurrantes que discutían la había despertado; la luna llena seguía brillando en lo alto, arrojando luz suficiente para distinguir a dos mujeres encaradas a la puerta de la tienda.

—A la pobre le duele la cabeza todo el día, y apenas descansa por la noche —susurraba ferozmente Halima, puesta en jarras—. Déjalo para mañana.

—No tengo intención de discutir contigo. —La voz de Siuan era puro hielo. La mujer se echó la capa hacia atrás con la mano enguantada, como preparándose a pelear. Sus ropas eran adecuadas para el tiempo que hacía, con el vestido de paño grueso puesto sin duda encima de tantas enaguas como le cabían—. Apártate, y deprisa, ¡o usaré tus tripas para cebo! ¡Y ponte algo de ropa decente!

Con una suave risa, Halima se irguió desafiante y, si acaso, se plantó más directamente en el paso de Siuan. El camisón blanco le ceñía el cuerpo, pero era lo bastante decente para el propósito que servía, aunque era un milagro que la mujer no se congelase de frío con aquella fina prenda de seda.

Los rescoldos de ascuas en los braseros de trípode se habían apagado hacía mucho tiempo, y ni los paños de lona asaz remendados ni las capas de alfombras extendidas sobre el suelo conservaban ya el calor. El aliento de las dos mujeres formaba un tenue vaho al hablar.

Egwene apartó las mantas y se sentó cansinamente en el estrecho catre. Halima era una mujer del campo con un ligero barniz de sofisticación, y a menudo no parecía tener en cuenta el debido respeto a las Aes Sedai, o incluso parecía pensar que no debía deferencia a nadie. Hablaba a las Asentadas como lo habría hecho con las amas de casa de su pueblo, con una guasa, un desenfado y una familiaridad que a veces resultaban escandalosos.

Por su parte, Siuan se pasaba el día dejando paso a mujeres que habían obedecido prestamente sus órdenes un año antes, sonriendo y haciendo reverencias a casi todas las hermanas del campamento. La mayoría de ellas seguía culpándola de los problemas de la Torre y pensaba que aún no había expiado suficientemente su castigo por ello. Todo ello bastaba para que el amor propio de cualquiera estuviese a flor de piel. Unido lo de la una con lo de la otra, era como arrojar una linterna encendida a la carreta de un Iluminador, pero Egwene confiaba en evitar la explosión. Además, Siuan no habría acudido en plena noche si no hubiese sido imprescindible.

—Regresa a la cama, Halima. —Sofocando un bostezo, Egwene se agachó para buscar a tientas las medias y los zapatos debajo del catre. No encauzó para encender una lámpara; prefería que nadie advirtiera que la Amyrlin estaba despierta—. Vamos, necesitas descansar.

Halima protestó, quizá con más contundencia de lo que habría sido correcto para dirigirse a la Sede Amyrlin, pero a no tardar se encontraba de nuevo en el pequeño jergón que se había instalado para ella en la tienda, a pesar del escaso espacio que quedaba con el lavabo, el espejo de cuerpo entero, un enorme sillón y cuatro grandes arcones, apilados unos sobre otros. En ellos se guardaban todos los vestidos que seguían llegando de las Asentadas, quienes todavía no se habían dado cuenta de que, por joven que fuese Egwene, no lo era tanto como para encandilarla y distraerla de otros asuntos con sedas y encajes. Halima yació enroscada, observándola en la oscuridad, al tiempo que se pasaba un peine de marfil por el cabello, se ponía unas manoplas gruesas y se echaba una capa forrada con piel de zorro sobre el camisón de tupido paño. Camisón que no le habría importado que fuera más gordo con ese tiempo. Los ojos de Halima parecieron captar la débil luz de la luna y brillar sombríamente, sin apenas pestañear.

Egwene no creía que la mujer se sintiese celosa de su puesto cercano a la Sede Amyrlin, habida cuenta de su intrascendencia, y la Luz sabía que no era dada a los chismorreos, pero Halima mostraba una curiosidad inocente por todo, tanto si era de su incumbencia como si no. Razón suficiente para escuchar lo que Siuan tuviese que decirle en otra parte. Ahora todas sabían que Siuan había unido —en cierto modo— su suerte a la de Egwene, de mala gana y a disgusto, según pensaban ellas. Veían la situación de Siuan Sanche en parte divertida y en parte digna de lástima, que tuviera que rebajarse a unirse a la mujer que ostentaba el título que otrora fue suyo, a una mujer que sólo sería una marioneta una vez que la Antecámara dejase de luchar sobre quién tiraba de las cuerdas. Siuan era lo bastante humana como para albergar ciertos chispazos de resentimiento, pero hasta entonces se las habían ingeniado para mantener en secreto que su consejo distaba mucho de ser ofrecido a regañadientes. De modo que soportaba la lástima y la sorna lo mejor que podía, y todo el mundo pensaba que la experiencia vivida la había cambiado tanto como había ocurrido con su rostro. Esa creencia debía mantenerse, o Romanda, Lelaine y a buen seguro el resto de la Antecámara encontrarían el modo de apartarla —a ella y a sus consejos— de Egwene.

El frío del exterior fue como una bofetada en el rostro y se coló bajo su capa; su camisón podría haber sido tan fino como el de Halima por la escasa protección que le ofrecía. A pesar del resistente cuero y la buena lana, Egwene sentía los pies como si estuviese descalza. Zarcillos de gélido aire se enroscaron en sus orejas, mofándose de la espesa piel del forro de la capucha. Asaltada por el vehemente deseo de regresar a su cama, necesitó recurrir a toda su fuerza de voluntad para hacer caso omiso del helor del ambiente. El cielo estaba surcado de nubes, cuyas sombras se desplazaban sobre la brillante blancura que cubría el suelo, un manto liso roto por los bultos oscuros de las tiendas y las formas más altas de las carretas cubiertas, que ahora tenían largos patines de madera en lugar de ruedas. Muchos de los vehículos ya no se estacionaban lejos de las tiendas, sino que se dejaban en el mismo sitio donde se habían descargado; nadie tenía valor de hacer que los carreteros realizasen ese trabajo extra al final de una dura jornada. No se movía nada, salvo aquellas sombras deslizantes. Los amplios surcos que se habían pisoteado a través del campamento a guisa de caminos se encontraban vacíos. El silencio era tan límpido y profundo que casi lamentó romperlo.

—¿Qué ocurre? —preguntó quedamente mientras lanzaba una mirada cautelosa a la pequeña tienda cercana que compartían sus doncellas, Chesa, Meri y Selane, tan oscura y silenciosa como las demás. El agotamiento cubría el campamento como un manto tan grueso como la nieve—. No otra revelación como la de las Allegadas, espero. —Chasqueó la lengua, irritada. También ella estaba exhausta tras largos y fríos días sobre la silla del caballo y acusaba la falta de reposo por no dormir bien; de otro modo no habría dicho eso—. Lo siento, Siuan.

—No tenéis que disculparos, madre. —Siuan también mantuvo un tono bajo y miró en derredor para comprobar si había alguien observando en las sombras. Ninguna de las dos quería encontrarse en la disyuntiva de tener que hablar de las Allegadas con la Antecámara—. Sé que debería habéroslo dicho antes, pero parecía algo sin importancia. Jamás imaginé que esas chicas hablaran siquiera con una de ellas. Es tanto lo que tengo que transmitiros. Pero intentaré entresacar lo sustancial y ceñirme a ello.

Egwene logró contener un suspiro merced a un gran esfuerzo. Aquélla era la misma disculpa, casi palabra por palabra, que Siuan le había ofrecido con anterioridad. En varias ocasiones. Lo que realmente quería decir era que intentaba hacerle engullir más de veinte años de experiencia como Aes Sedai y más de diez como Amyrlin, y todo ello en unos meses. A veces Egwene se sentía como un pato al que se engorda para llevarlo al mercado.

—Bien, ¿y qué es importante esta noche?

—Gareth Bryne os aguarda en vuestro estudio. —Siuan no levantó la voz, pero su tono adquirió un timbre cortante, como le ocurría cada vez que hablaba de lord Bryne. Sacudió iracundamente la cabeza bajo la amplia capucha de la capa e hizo un ruido como un gato escupiendo—. Vino soltando nieve, me sacó de la cama y apenas me dio tiempo para vestirme antes de subirme casi de un tirón a la parte trasera de su silla de montar. No me explicó nada; ¡se limitó a soltarme al borde del campamento y enviarme a buscaros como si fuese una sirvienta!

Firmemente, Egwene ahogó una creciente esperanza. Había habido demasiadas desilusiones, y lo que fuera que hubiese llevado a Bryne en mitad de la noche más probablemente sería un posible desastre que lo que ella esperaba. ¿Cuánto faltaba aún para la frontera de Andor?

—Veamos qué quiere.

Se encaminó hacia la tienda a la que todos habían dado en llamar el estudio de la Amyrlin, ciñéndose bien la capa. No temblaba, pero empeñarse en que el calor o el frío no la afectaban no hacía que desaparecieran. Podía pasarlos por alto hasta el momento en el que el sol le achicharraba el cerebro o el frío le gangrenaba manos y pies. Consideró lo que Siuan había dicho.

—¿No estabas durmiendo aquí, en tu tienda? —inquirió Egwene con tiento. La relación de la otra mujer con lord Bryne era la de amo y sirvienta, bien que de un modo bastante peculiar, pero Egwene esperaba que Siuan no estuviese dejando que su terco orgullo la condujera a permitirle que se aprovechara. No podía imaginarlo, ni de él ni de ella, aunque tampoco hacía tanto tiempo que no habría imaginado a Siuan aceptando esa situación en absoluto. Y todavía no se explicaba por qué motivo lo hacía.

Resoplando sonoramente, Siuan avanzó a zancadas y a punto estuvo de caer al resbalarle los zapatos. La nieve pisoteada por incontables pies no había tardado en convertirse en una placa de hielo. Egwene caminaba escogiendo cuidadosamente dónde pisar. Cada día ocurrían accidentes con huesos rotos que las hermanas, agotadas por el viaje, tenían que Curar. Se retiró la capa lo suficiente para ofrecer un brazo, buscando por igual el apoyo que podía dar como recibir. Siuan se agarró mientras respondía, rezongando.

—Cuando hube terminado de limpiar el otro par de botas y la silla de repuesto de ese hombre, se había hecho muy tarde para regresar a través de este camino resbaladizo. Tampoco es que me ofreciese más que unas mantas en un rincón; ¡Gareth Bryne, no! ¡Me hizo sacarlas del fondo de un arcón mientras él se iba la Luz sabe dónde! ¡Los hombres son una calamidad, y ése el que más! —Sin mediar interrupción, cambió de tema—. No deberíais permitir que Halima duerma en vuestra tienda. Además de fisgona, es otro par de oídos de los que debéis tener cuidado. Aparte de que habéis tenido suerte de no entrar y encontrarla «entreteniendo» a un soldado.

—Me alegra que Delana pueda prescindir de Halima por las noches —repuso firmemente Egwene—. La necesito. A menos que pienses que la Curación de Nisao podría dar mejores resultados con mis jaquecas si lo intenta por segunda vez. —Los dedos de Halima parecían extraer el dolor a través del cuero cabelludo; sin eso le habría sido imposible dormir en absoluto. Los esfuerzos de Nisao no habían surtido el menor efecto, y ella era la única Amarilla a la que Egwene confiaría su problema. En cuanto a lo demás… Le dio a su voz un tono aún más severo—. Me sorprende que sigas prestando oídos a esos chismes, hija. El hecho de que a los hombres les guste mirar a una mujer no significa que ella lo provoque, y tú deberías saberlo bien. He visto a unos cuantos mirándote y sonriendo. —Adoptar aquel tono le costaba menos que antes.

Siuan le dirigió una mirada de reojo, sobresaltada, y al cabo de un momento masculló una disculpa. Quizás era sincera. En cualquier caso, Egwene la aceptó. Habida cuenta de la repercusión negativa que tenía lord Bryne en el carácter de Siuan, añadido el asunto de Halima, por si fuera poco, Egwene pensó que podía felicitarse por no haberse visto obligada a tomar una actitud más estricta. La propia Siuan afirmaba que no soportaba las tonterías, y ella, desde luego, no podía permitirse el lujo de aguantarlas de Siuan, precisamente.

Agarradas del brazo, siguieron caminando en silencio; el frío convertía en vaho sus alientos y les calaba hasta los huesos. La nieve era una maldición y una lección. Aún podía oír a Siuan disertando sobre lo que ella llamaba la «Ley de consecuencias no pretendidas», más fuerte que cualquier ley escrita. «Tanto si lo que uno hace tiene el resultado buscado como si no, sí tendrá al menos tres consecuencias que jamás esperaría, y una de ellas es generalmente desagradable».

Las primeras lloviznas habían sido motivo de asombro, a pesar de que Egwene ya había informado a la Antecámara de que se había hallado el Cuenco de los Vientos y se había utilizado. Era lo máximo que podía arriesgarse a decirles de lo que Elayne le había contado en el Tel’aran’rhiod; gran parte de lo ocurrido en Ebou Dar era justo el tipo de cosa que comprometería gravemente la estabilidad de su posición, bastante insegura ya dadas las circunstancias.

Aquella primera rociada provocó un estallido de júbilo. Habían detenido la marcha a mediodía, se habían encendido hogueras y se había festejado bajo la menuda lluvia, con oraciones de gracias por parte de las hermanas y bailes entre sirvientes y soldados. A decir verdad, también algunas de las Aes Sedai habían bailado.

Pocos días después, las suaves lluvias se habían convertido en aguaceros, seguidos de fuertes borrascas. La temperatura bajó de golpe y las borrascas dieron paso a tormentas de nieve. Ahora, y con Egwene apretando los dientes por la lentitud con que avanzaban, tardaban cinco días en cubrir la misma distancia que antes recorrían en uno, y eso si sólo estaba nublado, porque cuando nevaba ni siquiera se ponían en marcha. Resultaba muy fácil pensar en tres —o más— consecuencias no pretendidas, y la nieve era posiblemente la menos desagradable de ellas.

Al aproximarse a la tienda pequeña y llena de parches que llamaban el estudio de la Amyrlin, una sombra se movió junto a una de las altas carretas, y Egwene contuvo el aliento. La sombra se concretó en una figura que se retiró la capucha lo suficiente para revelar el rostro de Leane y después volvió a desaparecer en la oscuridad.

—Vigilará y nos avisará si se acerca alguien —susurró Siuan.

—Bien pensado —respondió Egwene también en un susurro. Podría habérselo advertido antes. ¡Por un momento había temido que fuese Romanda o Lelaine!

El estudio de la Amyrlin estaba a oscuras, pero lord Bryne aguardaba pacientemente en el interior, envuelto en su capa, una sombra entre las sombras. Egwene abrazó la Fuente y encauzó, pero no para encender la linterna colgada del poste central o una de las velas, sino para crear una pequeña esfera de luz tenue que flotó en el aire por encima de la mesa plegable que utilizaba como escritorio. Era una luz muy pequeña y muy débil, que difícilmente sería advertida desde el exterior y que podía apagarse con rapidez. No podía correr el riesgo de que la descubrieran.

Algunas Sedes Amyrlin habían gobernado desde una posición fuerte, otras se las ingeniaron para alcanzar un equilibrio con la Antecámara, y otras tuvieron tan poco poder como ella o incluso menos, en contadas ocasiones y todo ello bien oculto en las historias secretas de la Torre Blanca. Varias habían desperdiciado poder e influencia, cayendo desde una posición fuerte a otra débil, pero en más de tres mil años muy pocas habían logrado imponerse para marcar nuevos criterios. Egwene habría querido saber cómo se las habían ingeniado Myriam Copan y ese puñado de mujeres para conseguirlo. Si a alguien se le había ocurrido ponerlo por escrito, hacía mucho que las páginas se habían perdido.

Lord Bryne inclinó respetuosamente la cabeza, sin mostrar sorpresa por sus precauciones. Sabía que corría un gran riesgo al reunirse con él en secreto. Confiaba mucho en ese hombre canoso y robusto de rostro franco y curtido, y no sólo porque no tuviese más remedio. Llevaba una capa de grueso paño rojo, forrada con piel de marta y ribeteada con la Llama de Tar Valon; era un regalo de la Antecámara, pero él había dejado claro media docena de veces en las semanas previas que pensara lo que pensara la Antecámara —¡y no estaba ciego para no darse cuenta de por dónde iban los tiros!— ella era la Amyrlin y él seguía a la Amyrlin. Oh, nunca lo había dicho directamente, pero sí con cuidadosas insinuaciones que no dejaban lugar a dudas. Había casi tantas corrientes ocultas en el campamento como Aes Sedai, algunas lo bastante fuertes para derribarlo, si la Antecámara se enteraba de esa reunión. Egwene confiaba en él más que en cualquiera, a excepción de Siuan y Leane, o Elayne y Nynaeve, quizá más que en cualquiera de las hermanas que le habían jurado lealtad en secreto, y habría querido tener el valor de confiar aún más en él. La esfera de luz arrojaba sombras débiles e intermitentes.

—¿Tenéis noticias, lord Bryne? —preguntó, conteniendo la esperanza. Podía imaginar hasta una docena de posibles mensajes que lo hubiesen hecho acudir en plena noche, cada uno de ellos con sus riesgos y trampas. ¿Había decidido Rand añadir más coronas a la de Illian? ¿Los seanchan habían tomado alguna otra ciudad? ¿La Compañía de la Mano Roja se movía de repente por su cuenta, en lugar de seguir de cerca a las Aes Sedai? ¿O…?

—Hay un ejército al norte de nuestra posición, madre —contestó con tanta calma como si anunciara que se aproximaba otra tormenta de nieve en lugar de un ejército. Sus manos enguantadas descansaban ligeramente sobre la larga empuñadura de la espada—. Andoreños, en su mayoría, pero con un número considerable de murandianos. Mis exploradores de larga distancia trajeron la noticia hace menos de una hora. Lo dirige Pelivar, y Arathelle está con él. Ambos son Cabezas Insignes de dos de las casas más fuertes de Andor, y los acompañan al menos otras veinte. Al parecer avanzan deprisa hacia el sur. Si mantenemos el mismo paso de marcha, cosa que desaconsejo, nos daremos de frente con ellos dentro de dos días, tres a lo sumo.

Egwene mantuvo el gesto impasible, ocultando el alivio. Era lo que había estado esperando, deseando; lo que había empezado a temer que no ocurriese nunca.

Sorprendentemente, fue Siuan quien ahogó una exclamación y se llevó la mano enguantada a la boca demasiado tarde. Bryne la miró con una ceja enarcada, pero la mujer se recobró enseguida, asumiendo la máscara de serenidad Aes Sedai tan certeramente que casi podía olvidarse de su rostro juvenil.

—¿Tenéis reparos en luchar contra vuestros compatriotas? —demandó—. Hablad, hombre. Aquí no soy vuestra lavandera.

En fin; sí que había una fisura en su máscara de serenidad.

—Como ordenéis, Siuan Sedai. —En la voz de Bryne no había el menor atisbo de sorna, pero aun así la boca de Siuan empezó a atirantarse a la par que la expresión de frialdad se evaporaba rápidamente. Él hizo una ligera reverencia, reglamentaria pero aceptable—. Combatiré contra quien la Amyrlin quiera que combata, naturalmente.

Ni siquiera allí se mostraría más explícito. Los hombres aprendían a actuar cautamente frente a Aes Sedai. Y también las mujeres. Egwene pensó que la cautela se había convertido en una segunda piel para ella.

—¿Y si no seguimos adelante? —preguntó. Tanto hacer planes, sólo Siuan y ella y en ocasiones Leane, y ahora todavía tenía que andarse con pies de plomo, con tanta precaución como en el helado pasaje del exterior—. ¿Y si nos quedamos aquí?

—Si conocéis un modo de que den un rodeo sin luchar —contestó el hombre sin la menor vacilación—, todo eso está muy bien, pero en algún momento de mañana alcanzarán una excelente posición defensiva, con uno de los flancos protegidos por el río Armahn y el otro por una extensa turbera, así como pequeños arroyos al frente que desbaratarían la cohesión de un ataque. Pelivar se instalará allí, a la espera; conoce su trabajo. Arathelle intervendrá si hay conversaciones, pero dejará las picas y las espadas para él. No podemos llegar a ese punto antes que ellos y, de todos modos, esa posición no es de utilidad para nosotros teniéndolos al norte. Si tenéis intención de luchar, mi consejo es que nos pongamos en camino hacia las lomas que cruzamos hace dos días. Podemos llegar allí antes que ellos sin forzar la marcha si salimos al amanecer, y Pelivar lo pensaría dos veces antes de atacarnos en esa posición aunque contara con una fuerza tres veces superior a la que tiene.

Moviendo los dedos de los pies casi congelados dentro de las medias, Egwene suspiró con fastidio. Había una diferencia entre impedir que el frío te afectara y no sentirlo. Escogiendo con cuidado las palabras y sin dejar que la baja temperatura la distrajera, preguntó:

—¿Si se les ofrece la oportunidad de hacerlo, parlamentarían?

—Probablemente, madre. Los murandianos no cuentan realmente; sólo están aquí para sacar cualquier ventaja que puedan de la situación, igual que los campesinos que tengo a mis órdenes. Son Pelivar y Arathelle los que importan. Si tuviese que apostar, diría que sólo quieren impediros entrar en Andor. —Sacudió la cabeza sombríamente—. Pero lucharán si no tienen más remedio, si se ven obligados a hacerlo, aunque ello implique enfrentarse a Aes Sedai en lugar de a simples soldados. Imagino que habrán oído las mismas historias que nosotros sobre esa batalla en algún punto del este.

—¡Tripas de pescado! —gruñó Siuan. Adiós a la calma Aes Sedai—. ¡Rumores sin fundamento y chismes disparatados no son una prueba de que hubiese una batalla, zopenco, y, si la hubo, unas hermanas no se habrían involucrado en ella!

Ese hombre realmente hacía que perdiera los estribos. Cosa curiosa, Bryne sonrió. Lo hacía a menudo cuando Siuan daba rienda suelta a su genio. En cualquier otro lugar o en cualquier otra persona, Egwene habría descrito la sonrisa como cariñosa.

—Mejor para nosotros si lo creen así —le dijo Bryne a Siuan suavemente.

El rostro de ella se ensombreció de tal modo que cualquiera habría dicho que Bryne se estaba mofando. ¿Por qué una mujer normalmente sensata permitía que le crispara los nervios? Fuera por la razón que fuese, Egwene no tenía tiempo para ello esa noche.

—Siuan, veo que alguien olvidó llevarse el vino con especias. No puede haberse agriado con esta temperatura. Caliéntalo, por favor. —No le gustaba rebajar a la mujer delante de Bryne, pero había que frenarla y aquél parecía el modo más suave de hacerlo. Vaya, realmente no tendrían que haber olvidado la jarra de plata sobre su mesa.

Siuan ni siquiera pestañeó, pero por su expresión desairada —borrada rápidamente— nadie habría imaginado que lavaba la ropa interior del hombre.

Sin hacer comentarios, encauzó ligeramente para calentar el recipiente de plata y llenó dos copas limpias, la primera de las cuales tendió a Egwene. Se quedó con la segunda, mirando fijamente a lord Bryne mientras bebía un sorbo y dejando que él mismo se sirviera.

Mientras se calentaba los dedos con la copa, Egwene sintió un fugaz acceso de irritación. Quizás era parte de la reacción retardada de Siuan por la muerte de su Guardián. Aún seguía sollozando sin razón aparente de vez en cuando, aunque intentaba ocultarlo. Apartó el asunto de su mente. Esa noche, aquello era un termitero al lado de montañas.

—Quiero evitar una batalla si es posible, lord Bryne. El ejército es para Tar Valon, no para entablar una guerra aquí. Enviad a alguien para acordar una reunión lo antes posible entre la Sede Amyrlin y lord Pelivar y lady Arathelle y cualquier otro que penséis que debería estar presente. Aquí no. Nuestro destartalado campamento no les impresionaría gran cosa. Lo antes posible, repito. No me importaría que fuese mañana mismo, si puede arreglarse.

—Eso es demasiado pronto, madre —argumentó suavemente él—. Si envío jinetes tan pronto como esté de vuelta en el campamento, dudo que puedan regresar antes de mañana por la noche.

—Entonces sugiero que volváis allí cuanto antes. —¡Luz, que fríos tenía los pies y las manos! Y también sentía frío en la boca del estómago. No obstante, su voz siguió sonando tranquila—. Y quiero que mantengáis en secreto esa reunión, así como la existencia de ese ejército, a la Antecámara el mayor tiempo posible.

En esta ocasión le estaba pidiendo que corriese un riesgo tan grande como el que corría ella. Gareth Bryne era uno de los mejores generales vivos, pero la Antecámara estaba irritada porque no dirigía el ejército a su gusto. Habían agradecido su famoso nombre al principio, ya que había atraído soldados a la causa. Ahora el ejército lo formaban más de treinta mil hombres armados, y seguían acudiendo más desde que las nevadas comenzaron, de modo que pensaban que ya no necesitaban a lord Gareth Bryne. Y, por supuesto, estaban las que opinaban que nunca lo habían necesitado. No se limitarían a echarlo por esto; si la Antecámara decidía actuar, Bryne podría acabar en el tajo del verdugo por traición.

Él no parpadeó ni hizo preguntas. Tal vez sabía que no recibiría respuestas. O quizá creía que las sabía.

—No hay mucho movimiento entre mi campamento y el vuestro, sin embargo, son demasiados los hombres que conocen la noticia a estas alturas para que se mantenga en secreto mucho tiempo. De todas formas, haré todo lo posible.

Así de simple. Se había dado el primer paso por el camino que la llevaría a ocupar la Sede Amyrlin en Tar Valon o, por el contrario, la pondría bajo el férreo control de la Antecámara, sin más posibilidades que ver si era Romanda o Lelaine quien le diría lo que tenía que hacer. De algún modo, un momento tan trascendental debería haber ido acompañado por fanfarrias y trompetas o, al menos, por un trueno en el cielo. Así era como ocurría siempre en las historias.

Egwene dejó que la esfera de luz se apagara, pero cuando Bryne se daba media vuelta para marcharse, lo cogió del brazo. Era como agarrar una gruesa rama bajo la manga de la chaqueta.

—Hay algo que quería preguntaros hace tiempo, lord Bryne. Imagino que no os gusta la idea de llevar a unos hombres agotados por la larga marcha a sitiar Tar Valon directamente. ¿Cuánto tiempo querríais que descansaran antes de empezar?

Por primera vez no respondió de inmediato, y a Egwene le habría gustado que la esfera de luz siguiese encendida para ver su expresión. Le pareció que fruncía el entrecejo.

—Aun dejando a un lado a la gente pagada por la Torre, la noticia de un ejército en marcha vuela tan rápido como un halcón —dijo por fin, muy despacio—. Elaida sabrá la fecha exacta de nuestra llegada, y no nos dará ni una hora de respiro. ¿Sabéis que está incrementando los efectivos de la Guardia de la Torre? A cincuenta mil hombres, por lo visto. Sin embargo, si fuera posible, pediría un mes para descansar y recobrar las fuerzas. Con diez días bastaría, pero un mes sería lo mejor.

La joven le soltó el brazo e hizo un gesto de asentimiento. Aquella pregunta sobre la Torre hecha de pasada dolía. El hombre era muy consciente de que la Antecámara y los Ajahs le contaban sólo lo que querían que supiera, nada más.

—Supongo que tenéis razón —manifestó sin alterarse—. No habrá tiempo para descansar una vez hayamos llegado a Tar Valon. Enviad a vuestros jinetes más veloces. No habrá problemas, espero. Pelivar y Arathelle los escucharán, ¿verdad? —No era fingido su tono de ansiedad. No serían sus planes lo único que se iría al traste si ahora tenían que luchar.

El tono de Bryne no varió un ápice, que Egwene notara, pero de algún modo su voz sonó tranquilizadora.

—Mientras haya luz suficiente para que distingan las plumas blancas, entenderán que es una tregua y escucharán. Será mejor que me marche ya, madre. Hay un largo trecho y una dura cabalgada, incluso para hombres con caballos de refresco.

Tan pronto como la lona de entrada de la tienda cayó detrás de él, Egwene soltó un hondo suspiro. Tenía tensos los hombros, y esperaba que el dolor de cabeza empezara en cualquier momento. Por lo general Bryne la hacía sentirse relajada, como si le transmitiese su seguridad. Esta noche había tenido que manipularle, y creía que él lo sabía. Para ser varón, era muy observador. Sin embargo, era mucho lo que había en juego para confiar más en él hasta que se manifestase abiertamente. Quizá sirviese un juramento como el que Myrelle y las otras habían prestado. Bryne seguía a la Amyrlin, y el ejército seguía a Bryne. Si el general pensaba que ella iba a sacrificar hombres inútilmente, unas pocas palabras por su parte podrían ponerla en manos de la Antecámara como un lechón servido en bandeja. Bebió un buen trago y el calorcillo del vino con especias irradió por su cuerpo.

—Más nos vale que lo crean —murmuró—. Ojalá hubiese algo que pudieran creer. Aunque no sea más que eso, Siuan, espero lograr al menos liberarnos de los Tres Juramentos.

—¡No! —exclamó la otra mujer, que parecía escandalizada—. Incluso intentarlo podría ser desastroso, y si tenéis éxito… La Luz nos asista, pero si tenéis éxito destruiréis la Torre Blanca.

—¿De qué hablas? Intento seguir los Tres Juramentos, Siuan, puesto que nos atenemos a su cumplimiento, por ahora, pero los Juramentos no nos ayudarán contra los seanchan. Si las hermanas han de encontrarse en peligro de muerte antes de responder a un ataque, sólo será cuestión de tiempo que todas acaben muertas o con el collar ceñido al cuello. —Por un instante volvió a sentir el roce del a’dam en la garganta, convirtiéndola en un perro sujeto a una correa. Un perro bien entrenado y obediente. Se alegró de que la oscuridad dentro de la tienda ocultara su temblor. También ocultaba el rostro de Siuan, con excepción de la mandíbula, que se movía sin emitir sonidos.

—No me mires así, Siuan. —Resultaba más fácil estar enfadada que asustada; más fácil enmascarar el miedo con la ira. ¡Jamás volverían a subyugarla de ese modo!—. Has sacado el máximo provecho desde que te liberaste de los Juramentos. Si no hubieses mentido descaradamente, seguiríamos en Salidar, sin un ejército, cruzadas de brazos y esperando que ocurriese un milagro. Bueno, lo estarías tú. Jamás me habrían convocado para que fuese Amyrlin sin tu mentira sobre Logain y las Rojas. Elaida gobernaría con pleno poder y al cabo de un año nadie recordaría cómo había usurpado la Sede Amyrlin. Ella sí destruiría la Torre, sin lugar a dudas. Sabes que llevaría mal todo el asunto de Rand. No me sorprendería que hubiese intentado secuestrarlo a estas alturas, de no ser porque está preocupada por nuestra causa. Bueno, quizá secuestrarlo no, pero sí habría hecho algo. Probablemente, las Aes Sedai estarían luchando con los Asha’man, sin importar que el Tarmon Gai’don esté a la vuelta de la esquina.

—Mentí cuando pareció necesario hacerlo —manifestó Siuan—. Cuando pareció oportuno. —Sus hombros se hundieron; hablaba como si estuviese confesando un delito que ni siquiera admitía para sus adentros—. A veces pienso que se ha vuelto muy fácil para mí decidir lo que es necesario y oportuno. He mentido a casi todo el mundo. Excepto a vos. Pero no creáis que no lo he pensado. Para empujaros hacia una decisión o para apartaros de otra. No fue el deseo de conservar vuestra confianza lo que me frenó. —Siuan tendió una mano en la oscuridad, suplicante—. La Luz sabe cuánto significan para mí vuestra amistad y vuestra confianza, pero no fue por eso. Tampoco el hecho de saber que me arrancaríais la piel a tiras o me echaríais si lo descubríais. Comprendí que debía cumplir los Juramentos con alguien o me perdería completamente. De modo que no os miento ni a vos ni a Gareth Bryne, cueste lo que cueste. Y tan pronto como sea posible, madre, volveré a prestar los Tres Juramentos con la Vara Juratoria.

—¿Por qué? —inquirió quedamente Egwene. ¿Que Siuan se había planteado mentirle? Desde luego que le habría arrancado la piel por eso. Sin embargo, su ira había desaparecido—. No apruebo la mentira, Siuan. No por costumbre. Pero a veces es realmente necesario mentir. —La época pasada con los Aiel surgió de manera fugaz en su mente—. Siempre y cuando estés dispuesta a pagar por ello, claro. He visto hermanas cumplir castigos por cosas menos importantes. Eres una de las primeras de una nueva clase de Aes Sedai, Siuan, libre y sin ataduras. Te creo cuando dices que no me mentirás. —¿Ni a lord Bryne? Eso era muy curioso—. ¿Por qué renunciar a la libertad?

—¿Renunciar? —Siuan se echó a reír—. No renunciaré a nada. —Irguió la espalda y su voz empezó a cobrar firmeza, y luego pasión—. Los Juramentos son los que nos convierten en algo más que un simple grupo de mujeres entrometiéndose en los asuntos del mundo. O que siete grupos. O que cincuenta. Los Juramentos nos mantienen unidas, son una serie de creencias establecidas que nos vinculan a todas, un único hilo ensartado a través de cada hermana, viva o muerta, hasta la primera que puso las manos en la Vara Juratoria. Son los que hacen de nosotras Aes Sedai, no el saidar. Cualquier espontánea puede encauzar. Puede que las personas examinen desde seis direcciones distintas lo que decimos, pero cuando una hermana manifiesta «esto es así», saben que es verdad y confían. Por los Juramentos. Por ellos, ninguna reina temerá que las hermanas destruyan sus ciudades. El peor villano sabe que su vida no corre peligro con una hermana a menos que intente hacerle daño. Oh, los Capas Blancas los denominan mentiras, y hay quienes tienen ideas muy peregrinas sobre lo que conllevan, pero existen muy pocos sitios donde no pueda ir una Aes Sedai o no se escuche lo que tenga que decir, gracias a los Juramentos. Los Tres Juramentos representan lo que significa ser Aes Sedai. Arrojadlos a un montón de basura y sólo seremos arena arrastrada por la marea. ¿Renunciar, decís? Lo que haré será ganar.

—¿Y los seanchan? —Egwene frunció el entrecejo. Lo que significaba ser Aes Sedai. Casi desde el primer día que llegó a Tar Valon se había esforzado para convertirse en Aes Sedai, pero nunca se había planteado realmente qué era lo que convertía a una mujer en Aes Sedai.

De nuevo Siuan rió, aunque en esta ocasión había un timbre cansado, agrio en su risa.

—Lo ignoro, madre. La Luz me asista, no lo sé. Pero hemos sobrevivido a la Guerra de los Trollocs, a los Capas Blancas, a Artur Hawkwing y a todo lo demás habido entremedias. Podemos encontrar un modo de ocuparnos de esos seanchan sin destruirnos a nosotras mismas.

Egwene no lo tenía tan claro. Muchas de las hermanas del campamento consideraban a los seanchan un peligro tan grande como para que el asedio a Elaida esperase. Como si esperar no cimentara la posición de Elaida en la Sede Amyrlin. Muchas otras parecían pensar que por el simple hecho de volver a unir a la Torre, costase lo que costase, los seanchan se desvanecieran sin más en el aire. La supervivencia perdía gran parte de su atractivo si significaba sobrevivir subyugada, y Elaida no sería mucho menos restrictiva que los seanchan. Lo que significaba ser Aes Sedai.

—No es preciso mantener a distancia a Gareth Bryne —dijo de repente Siuan—. Ese hombre es una tribulación andante, cierto. Si no cuenta como penitencia por mis mentiras, entonces ser desollada viva tampoco me redimirá. Cualquier día de éstos voy a empezar a darle de bofetadas una vez por las mañanas y dos por las tardes, como norma general, pero podéis contarle todo. Sería una ayuda si lo entendiese. Se está fiando de vos, y se le hace un nudo en el estómago por la incertidumbre de si sabréis lo que estáis haciendo. No lo deja traslucir, pero sé que es así.

De repente, todas las piezas encajaron en la mente de Egwene como las de un rompecabezas de herrero que un momento antes se encontraban desmontadas. Piezas conmocionantes. ¡Siuan estaba enamorada de ese hombre! El concepto que tenía sobre esa relación cambió de golpe. Y no necesariamente para mejor. Una mujer enamorada dejaba a un lado entendederas y lucidez cuando se encontraba cerca del hombre en cuestión, como ella misma sabía muy bien. ¿Dónde estaría Gawyn? ¿Se encontraría bien? ¿Se hallaba a resguardo o pasando frío? No, debía dejar de pensar en él. Sobre todo habida cuenta de lo que tenía que decir. Adoptó su mejor tono de Amyrlin, firme e imperativo.

—Puedes dar de bofetadas a Bryne o acostarte con él, Siuan, pero habrás de andarte con mucho cuidado. Que no se te escape nada que aún no debe saber. ¿Me has entendido?

Siuan se irguió bruscamente.

—No tengo costumbre de dejar suelta la lengua como una vela rota, madre —repuso acaloradamente.

—Me alegra mucho saberlo, Siuan. —A despecho de que por su aspecto no parecían llevarse muchos años, Siuan era lo bastante mayor para ser su madre. Sin embargo, en ese momento Egwene se sentía como si se hubiesen intercambiado sus edades. Ésta podía ser la primera vez que Siuan tenía que vérselas con un hombre no como Aes Sedai, sino como mujer. «Unos cuantos años creyéndome enamorada de Rand —pensó con amarga ironía—, unos pocos meses colgada de los dedos de los pies por Gawyn, y sé todo lo que hay que saber».

»Creo que ya hemos terminado aquí —continuó mientras enlazaba su brazo con el de Siuan—. Casi. Vamos.

Aunque las paredes de lona no habían parecido ofrecer demasiada protección, al salir de la tienda los dientes del frío se clavaron de nuevo en ella. La luna brillaba casi lo suficiente para leer a su luz y se reflejaba en la nieve, pero era un brillo gélido. Bryne había desaparecido como si nunca hubiese estado allí. Leane, cuya esbelta figura quedaba desdibujada bajo capas de ropa de lana, apareció justo lo suficiente para decir que no había visto a nadie y después se alejó apresuradamente en la noche sin dejar de lanzar ojeadas alrededor. Nadie sabía que existiese una conexión entre ella y Egwene, y todo el mundo pensaba que Leane y Siuan estaban prácticamente a matar.

Sujetando la capa lo mejor que podía con una sola mano, Egwene se concentró en pasar por alto el intenso frío mientras Siuan y ella caminaban en dirección opuesta a Leane. Y también ojo avizor por si acaso había alguien fuera. Aunque, bien pensado, nadie que hubiese salido a esas horas lo habría hecho por casualidad.

—Lord Bryne tenía razón con respecto a que sería mejor que Pelivar y Arathelle creyesen esas historias —le dijo a Siuan—. O al menos que lo dudaran. Que no se sintiesen tan seguros como para luchar o hacer cualquier otra cosa salvo parlamentar. ¿Crees que acogerían bien la visita de Aes Sedai? Siuan, ¿me estás escuchando?

La otra mujer dio un respingo y dejó de mirar a lo lejos. Había ido caminando sin perder el paso, pero entonces resbaló y a punto estuvo de dar con los huesos en el helado sendero, recuperando el equilibrio justo a tiempo de no tirar también a Egwene.

—Sí, madre, por supuesto que os escucho. Quizá no se muestren exactamente acogedores, pero dudo que rechacen a unas hermanas y les hagan dar media vuelta.

—Entonces quiero que despiertes a Beonin, Anaiya y Myrelle. Saldrán a caballo y se dirigirán hacia el norte en menos de una hora. Si lord Bryne espera una respuesta a última hora de mañana, el tiempo apremia. —Lástima que no supiera la ubicación exacta del otro ejército, pero preguntárselo a Bryne habría levantado sospechas. Descubrirlo no sería demasiado difícil para unos Guardianes, y esas tres hermanas tenían cinco entre todas.

Siuan escuchó en silencio sus instrucciones. No sólo a esas tres se las iba a sacar del sueño. Para el amanecer, Sheriam, Carlinya, Morvrin y Nisao sabrían lo que tenían que decir durante el desayuno. Había que plantar semillas; semillas que no pudieron sembrarse antes por miedo a que brotaran demasiado pronto, pero ahora disponían de muy poco tiempo para crecer.

—Será un placer sacarlas de las mantas —dijo Siuan cuando Egwene terminó de hablar—. Más vale que empiece, si tengo que patear de aquí para allí sobre esta… —Soltó el brazo de Egwene e hizo intención de dar media vuelta, pero se detuvo y la miró con expresión seria, incluso adusta—. Sé que queréis ser otra Gerra Kishar, o puede que incluso una segunda Sereille Bagand. Tenéis la condición necesaria para igualar a cualquiera de ellas. Pero id con cuidado, no vayáis a acabar siendo otra Shein Chunla. Buenas noches, madre. Que durmáis bien.

Egwene la siguió con la mirada mientras se alejaba, una figura envuelta en la capa que resbalaba de vez en cuando en el hielo y maldecía furiosamente en voz casi lo bastante alta para entender lo que decía. Gerra y Sereille eran recordadas entre las Amyrlins más grandes. Ambas habían elevado la influencia y el prestigio de la Torre Blanca a unos niveles rara vez igualados desde antes de Artur Hawkwing. También las dos controlaban la propia Torre, Gerra manipulando hábilmente una facción de la Antecámara contra otra, y Sereille por pura fuerza de voluntad. Shein Chunla era otra historia; una mujer que había abusado del poder de la Sede Amyrlin, poniendo en su contra a casi todas las hermanas de la Torre. Para el mundo, Shein había muerto ocupando su cargo, unos cuatrocientos años atrás, pero la verdad, guardada en el más absoluto secreto, era que había sido depuesta y enviada al exilio de por vida. Incluso las historias secretas pasaban muy por encima ciertos detalles, pero aun así resultaba bastante obvio leer entre líneas que, tras descubrir el cuarto complot para colocarla nuevamente en la Sede Amyrlin, las hermanas que custodiaban a Shein la habían asfixiado con la almohada mientras dormía. Egwene tuvo un escalofrío; se dijo que era por el frío.

Se dio media vuelta y echó a andar lentamente de regreso a su tienda. ¿Que durmiese bien? La henchida luna se encontraba baja en el cielo y aún faltaban horas hasta que el sol saliera, pero Egwene no estaba segura de que pudiese conciliar el sueño.

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