24 El momento de las armas

Doce leguas al este de Ebou Dar, los raken planeaban en el amanecer de un cielo surcado de nubes, para aterrizar sobre un llano alargado, señalado como el campo de los voladores con cintas de colores en lo alto de largos palos. La hierba reseca se hallaba pisoteada y roturada desde hacía días. Toda la gracia de las criaturas en el aire desaparecía tan pronto como sus garras tocaban el suelo en una carrera torpe, manteniendo en alto los correosos remos de treinta pasos o más de envergadura, como si el animal quisiera alzar de nuevo el vuelo. Tampoco había belleza alguna en la imagen de un raken lanzado a una desmañada carrera por el campo y batiendo las alas nervadas, con los voladores agachados sobre la silla como para levantar a la bestia en el aire por pura fuerza, hasta que finalmente se alzaban en el aire a trancas y barrancas, con las puntas de las alas casi rozando las copas de los olivos que crecían al final del campo. Sólo a medida que ganaban altura y giraban en dirección al sol, remontándose hacia las nubes, los raken recuperaban su magnífica grandiosidad. Los voladores que aterrizaban no se molestaban en desmontar. Mientras una de las personas que prestaban servicios en tierra sostenía un cesto en alto para que el raken engullera enteras las frutas arrugadas con pasmosa rapidez, uno de los voladores entregaba su informe de reconocimiento a otra persona del servicio en tierra de más rango, y su compañero se inclinaba por el lado contrario para recibir nuevas órdenes de manos de un volador demasiado veterano para montar las bestias a menudo. De ese modo, casi inmediatamente después de haberse parado en el suelo, se hacía dar media vuelta al raken y se lo dirigía, caminando patosamente, hacia donde otros cuatro o cinco esperaban su turno para realizar aquella larga y desgarbada carrera hacia el cielo.

A galope tendido, esquivando formaciones de caballería e infantería en movimiento, los mensajeros llevaban los informes de reconocimiento en vuelo hasta la enorme tienda de mando, sobre la que ondeaba la bandera roja. Había altivos taraboneses lanceros e impasibles piqueros amadicienses en perfectas formaciones cuadradas, los petos con rayas horizontales de los colores de los regimientos a los que pertenecían. Los hombres de la caballería ligera altaranesa, agrupados desordenadamente, hacían cabriolear sus monturas, vanagloriándose de las franjas rojas que cruzaban en zigzag sus pechos, tan distintas a los indicativos que llevaban todos los demás. Los altaraneses ignoraban que esas franjas señalaban a las tropas irregulares de dudosa fiabilidad. Entre los soldados seanchan, tenían representación los regimientos de renombre distinguidos por dignidad y honor, procedentes de todos los rincones del imperio: hombres de ojos claros de Alqam; hombres de piel dorada oscura de N’Kon; hombres negros como el carbón de Khoweal y Dalenshar. Había morat’torm sobre sus monturas sinuosas, de escamas broncíneas, que hacían resoplar y piafar de miedo a los caballos, e incluso unos cuantos morat’grolm con sus animales achaparrados y con pico, pero algo que siempre acompañaba a un ejército seanchan brillaba por su ausencia en ese momento. Las sul’dam y las damane seguían en sus tiendas. Al capitán general Kennar Miraj le estaban dando mucho que pensar.

Desde su asiento en el estrado podía ver claramente la mesa de los mapas, donde subtenientes destocados de sus yelmos comprobaban los informes y colocaban marcas para representar las fuerzas en el campo de batalla. Una pequeña bandera de papel se erguía sobre cada marcador, con símbolos en tinta que indicaban el tamaño y la composición de la fuerza. Encontrar mapas decentes en esas tierras era casi imposible, pero el mapa copiado sobre la gran mesa era suficiente. Y preocupante, por lo que le indicaba. Discos negros representando puestos avanzados invadidos o dispersados. Demasiados, salpicando toda la mitad oriental de las montañas Vemir. Cuñas rojas, que señalaban escuadrones en movimiento, cubrían la zona occidental casi con igual profusión, todas ellas apuntando en retroceso hacia Ebou Dar. Y dispersos entre los discos negros, destacaban diecisiete blancos. En ese momento, un joven oficial con el uniforme marrón y negro de los morat’torm situó cuidadosamente el decimoctavo. Fuerzas enemigas. Unos pocos podían ser los mismos avistados dos veces, pero la mayoría de ellos estaban demasiado distantes entre sí, había un desajuste en los tiempos de avistamientos.

A lo largo de las paredes de la tienda, escribientes con sencillas chaquetas marrones, marcadas únicamente con la insignia de rango entre amanuenses en los anchos cuellos, esperaban en sus escritorios, pluma en mano, a que Miraj diera órdenes que redactarían para su posterior distribución. Ya había impartido las órdenes que podía dar. Había noventa mil soldados enemigos en las montañas, casi el doble de la cifra que podría reunir allí, incluso con las tropas nativas. Un contingente increíble, sólo que los exploradores no mentían; a los mentirosos los degollaban sus propios compañeros. Demasiados, saliendo de la tierra como los gusanos trampa de Sen T’jore. Al menos aún tenían ante ellos más de ciento cincuenta kilómetros de montañas que cubrir si se proponían amenazar Ebou Dar. Casi trescientos, para los discos blancos situados más al este. Y después otros ciento cincuenta de territorio accidentado, con estribaciones y colinas. Sin duda, el general enemigo no podía tener intención de permitir que sus fuerzas dispersas se enfrentaran por separado. Reunirlas llevaría un tiempo. En ese momento, el tiempo era lo único que Miraj tenía a su favor.

Las solapas de la entrada se abrieron y la Augusta Señora Suroth entró en la tienda, con la orgullosa cresta de cabello negro cayendo por su espalda, el vestido plisado, blanco como la nieve, y la sobreveste ricamente bordada, de algún modo sin rastro del barro que había fuera. Miraj la hacía todavía en Ebou Dar; debía de haberse trasladado por aire en un to’raken. Iba acompañada por un pequeño séquito, pequeño comparado con el que solía llevar. Un par de Guardias de la Muerte, con los borlones negros en las empuñaduras de sus espadas, sostenían abiertos los paños de la entrada, y se veían más de ellos en el exterior, hombres de rostros pétreos, con uniformes en rojo y verde. La representación de la emperatriz, así viviera eternamente. Incluso la Sangre los tenía en cuenta. Suroth pasó ante ellos como si fueran unos servidores más, como la da’covale de figura exuberante, que apenas ocultaba el blanco vestido casi transparente, y dorado cabello tejido en multitud de finas trenzas, que llevaba la dorada escribanía de la Augusta Señora dos pasos detrás de ella, dócilmente. La Voz de la Sangre de Suroth, Alwhin, una mujer de gesto ceñudo, con vestido verde, la parte izquierda de la cabeza afeitada y el resto de su cabello castaño claro tejido en una trenza, seguía de cerca a su señora. Mientras Miraj descendía los peldaños del estrado, reparó, estupefacto, que la segunda da’covale que seguía a Suroth, una mujer de cabello oscuro, pequeña y delgada bajo el diáfano vestido, ¡era damane! Una damane con ropas de propiedad era algo inaudito, ¡pero aún más extraño era el hecho de que Alwhin la condujera por un a’dam!

No dejó traslucir su estupefacción mientras hincaba la rodilla en el suelo y murmuraba:

—Que la Luz sea con la Augusta Señora Suroth. Honor y gloria a la Augusta Señora Suroth.

Todos los demás se postraron sobre la lona del suelo, con la mirada baja. Miraj era de la Sangre, aunque en un grado demasiado bajo para afeitarse los laterales de la cabeza, como Suroth, y sólo llevaba lacadas las uñas de los meñiques. Demasiado bajo para manifestar sorpresa si la Augusta Señora permitía a su Voz seguir actuando como sul’dam después de haber sido ascendida a so’jhin. Tiempos extraños en tierras extrañas, donde el Dragón Renacido caminaba y las marath’damane andaban libres para matar y esclavizar a su antojo.

Suroth apenas le dedicó una mirada superficial antes de volverse para estudiar el mapa de la mesa, y si estrechó sus ojos negros por lo que vio, tenía razón para hacerlo. Bajo su mando, los Hailene habían conseguido mucho más de lo que nadie se habría atrevido a soñar, reclamando grandes extensiones de las tierras robadas. Sólo los habían enviado para preparar el camino y, después de Falme, algunos habían pensado que ni siquiera eso sería posible. Tamborileó los dedos sobre la mesa, con irritación, las largas uñas lacadas en azul de los dos primeros dedos repicando con fuerza. De haber continuado los éxitos, podría haberse afeitado completamente la cabeza y haberse pintado una tercera uña de cada mano. No habría sido la primera vez que se consiguiera la adopción en la familia imperial por logros tan grandes. Y si se sobrepasaba, si llegaba demasiado lejos, podía encontrarse con las uñas cortadas y metida en un vestido translúcido, al servicio de algún miembro de la Sangre, si no vendida a un granjero para ayudarlo a labrar sus tierras o a sudar en un almacén de mercancías. En el peor de los casos, Miraj sólo tendría que cortarse las venas.

Siguió observando a Suroth en silencio, pacientemente, pero, antes de ser ascendido a la Sangre, había sido un teniente explorador, un morat’raken, y no podía evitar estar pendiente de todo lo que lo rodeaba. Un explorador vivía o moría por lo que veía o dejaba de ver, y lo mismo ocurría con los demás. Los hombres seguían tendidos de bruces en el suelo; daba la impresión de que algunos de ellos casi ni respiraban. Suroth tendría que haberlo llevado aparte para dejarlos que continuaran con su trabajo. Los soldados apostados en la entrada de la tienda cerraron el paso a una mensajera y la hicieron dar media vuelta. ¿Tan funesto era el mensaje que la mujer había intentado pasar entre unos Guardias de la Muerte?

La da’covale que llevaba la escribanía atrajo su atención. Ceños fugaces asomaban en su bonita cara de muñeca, aunque sólo se borraban durante segundos. ¿Una propiedad denotando ira? Y había algo más. La mirada de la mujer se desviaba continuamente hacia la damane, que permanecía con la cabeza agachada pero, aun así, echaba ojeadas alrededor con curiosidad. El aspecto de la da’covale de ojos castaños y el de la damane de ojos claros eran completamente diferentes, aunque había algo que las hacía semejantes. Algo en sus rostros. Extraño. No habría podido calcular la edad de ninguna de ellas.

Por rápido que fue su vistazo, Alwhin reparó en ello. Dio un tirón de la correa plateada del a’dam que puso a la damane postrada boca abajo en el suelo. A continuación chasqueó los dedos, señaló la lona con la mano que no estaba obstaculizada por el brazalete del a’dam y luego torció el gesto cuando la da’covale de cabello dorado no se movió.

—¡Abajo, Liandrin! —siseó casi entre dientes.

Lanzando una mirada a Alwhin —¡una mirada feroz!— la da’covale se puso de rodillas, pero el malhumor se plasmaba en sus rasgos.

Realmente extraño. Aunque en absoluto importante. Esperó, manteniendo el gesto impasible a pesar de estar reventando de impaciencia. Impaciencia y no poco desasosiego. Había sido ascendido a la Sangre después de cabalgar ochenta kilómetros en una sola noche, con tres flechas clavadas en el cuerpo, para informar de que un ejército rebelde marchaba contra la propia Seandar; la espalda todavía le dolía.

Por fin Suroth se volvió de espalda a la mesa de mapas. No le dio permiso para levantarse, y menos lo abrazó como a uno de la Sangre. Tampoco había esperado que lo hiciera. Estaba muy por debajo de ella.

—¿Estás listo para marchar? —demandó secamente.

Al menos no le había hablado a través de su Voz. Delante de tantos oficiales a su mando, la vergüenza lo habría hecho ir con los ojos bajos durante meses, si no durante años.

—Lo estaré, Suroth —contestó sosegadamente, mirándola a los ojos. Era de la Sangre, por bajo que fuese su nivel—. Las tropas enemigas tardarán al menos diez días en agruparse, y pasarán otros tantos hasta que hayan salido de las montañas. Mucho antes de ese momento, yo…

—Podrían estar aquí mañana —espetó ella—. ¡Hoy! Si vienen, Miraj, lo harán mediante el antiguo arte de Viajar, y parece más que probable que vengan.

Miraj oyó rebullir a los hombres tendidos en el suelo antes de que pudieran contenerse. ¿Suroth perdido el control sobre sus emociones y farfullando de leyendas?

—¿Estáis segura? —Las palabras le salieron antes de poder frenarlas.

Si antes pensó que la mujer había perdido el control, ahora no le cupo duda alguna. Sus ojos echaban chispas. Aferró los bordes de la sobreveste temblándole las manos, los nudillos blancos.

—¿Dudas de mí? —gruñó con incredulidad—. Baste decir que tengo mis fuentes de información. —Y estaba tan furiosa con esas fuentes como con él, comprendió el general—. Si vienen, habrá quizás unos cincuenta de esos presuntuosamente llamados Asha’man, pero no más de cinco o seis mil soldados. Al parecer no ha habido más desde el principio, digan lo que digan los exploradores.

Miraj asintió lentamente. Cinco mil hombres, desplazándose de algún modo mediante el Poder Único; eso explicaría muchas cosas. ¿Cuáles serían las fuentes de Suroth, que conocía con tanta precisión los números? No era tan necio como para preguntarle. Ciertamente tenía Escuchadores y Buscadores a su servicio. Y también vigilándola. Cincuenta Asha’man. La mera idea de un hombre encauzando lo hacía desear escupir de asco. Los rumores afirmaban que el Dragón Renacido, el tal Rand al’Thor, los estaba reuniendo de todas las naciones, pero jamás habría imaginado que hubiese tantos. El Dragón Renacido podía encauzar, se decía. Quizás eso fuese verdad, pero él era el Dragón Renacido.

Las Profecías del Dragón se conocían en Seanchan incluso antes de que Luthair Paendrag diera comienzo a la Consolidación. En una versión viciada, se decía, muy distinta a la real y pura interpretación divulgada por Luthair Paendrag. Miraj había visto varios volúmenes de El Ciclo Karaethon impresos en esas tierras, y también estaban viciados —¡en ninguno de ellos se mencionaba que estaría al servicio del Trono de Cristal!—, pero las Profecías aún ocupaban las mentes y los corazones de los hombres. No pocos esperaban que el Regreso se produjera pronto, que esas tierras fueran reconquistadas antes del Tarmon Gai’don y que así el Dragón Renacido pudiera ganar la Última Batalla para gloria de la emperatriz, así viviera eternamente. Sin duda, la emperatriz querría que se enviara a al’Thor ante su presencia, a fin de ver qué clase de hombre le servía. No habría dificultades con al’Thor una vez que se hubiese arrodillado ante ella. Pocos eran capaces de zafarse del sobrecogimiento y el temor reverencial que se experimentaba ante el Trono de Cristal, con el ansia de obedecer secando la boca. Sin embargo, parecía obvio que meter al tipo en un barco resultaría más fácil si la derrota de los Asha’man —había que acabar con ellos, ni que decir tiene— se retrasaba hasta que al’Thor se encontrara ya de camino a Seandar por el Océano Aricio.

Eso lo llevaba de nuevo al problema que había estado intentando soslayar, comprendió con un sobresalto. No era un hombre que eludiera las dificultades, cuanto menos hacer caso omiso de ellas, como si no existieran, pero ésta era totalmente diferente a cuantas se había enfrentado hasta entonces. Había combatido en dos docenas de batallas donde ambos bandos utilizaban damane, y conocía sus métodos. No era sólo cuestión de atacar con el Poder. Sul’dam experimentadas podían ver lo que las damane o las marath’damane hacían, del mismo modo que las damane veían lo que hacían otras y así podían defenderse. ¿Serían capaces las sul’dam de ver también lo que hacía un hombre? Peor…

—¿Me proporcionaréis sul’dam y damane? —preguntó. Respiró hondo, a pesar de sí mismo, y añadió—: Si siguen enfermas, será una lucha corta y sangrienta. Por nuestra parte.

Sus palabras causaron un nuevo rebullir en los hombres que esperaban tumbados boca abajo. La mitad de los rumores que corrían por el campamento se referían a la enfermedad que había confinado a sul’dam y damane en sus tiendas. Alwhin reaccionó de un modo muy obvio, algo totalmente impropio en una so’jhin, al asestarle una mirada feroz. La damane se encogió otra vez y empezó a temblar donde seguía postrada. Cosa extraña, a la da’covale de cabello dorado también la sacudió un estremecimiento.

Sonriendo, Suroth se deslizó hacia donde estaba arrodillada la da’covale. ¿Por qué le sonreía a una servidora cuyo adiestramiento dejaba mucho que desear? Empezó a acariciar las trencillas de la mujer postrada, y en la boca, roja y lozana como un capullo de rosa, de la mujer apareció un mohín huraño. ¿Acaso había sido una noble de esas tierras? Las primeras palabras de Suroth respaldaron esa suposición, aunque obviamente iban dirigidas a él:

—Los fracasos pequeños acarrean consecuencias de poca importancia; los grandes fracasos se pagan cara y dolorosamente. Tendrás las damane que pides, Miraj. Y enseñarás a esos Asha’man que más les habría valido quedarse en el norte. Los barrerás de la faz de la tierra, Asha’man, soldados, todos ellos. Del primero al último, Miraj. He hablado.

—Se hará como decís, Suroth —contestó—. Serán destruidos. Del primero al último.

Ahora ya no había nada más que pudiera decir. Sin embargo, habría querido que le hubiese contestado si las sul’dam y damane seguían enfermas.


Rand sofrenó a Tai’daishar y le hizo dar media vuelta, cerca de la cresta de la pelada y rocosa colina, para ver cómo su pequeño ejército se desplegaba a medida que salía por los agujeros abiertos en el aire. Se aferraba con fuerza a la Fuente Verdadera, tanto que parecía temblar. Con el Poder hinchiéndolo, las agudas puntas de la Corona de Espadas que se hincaban en sus sienes se percibían más punzantes que nunca y, a la par, completamente disociadas, y el frío de media mañana, intenso e imperceptible a la vez. Las heridas jamás curadas de su costado eran un dolor amortiguado y lejano. Lews Therin parecía jadear de incertidumbre. O tal vez de miedo. Quizá, después de haber estado tan cerca de la muerte la víspera, ya no tenía tantas ganas de morir. Claro que no siempre quería perecer. La única constante en el hombre era el deseo de matar; y resultaba que en ese deseo se incluía a sí mismo muy a menudo.

«Muy pronto habrá muerte de sobra para cualquiera —pensó Rand—. Luz, en los últimos seis días la ha habido para hartar hasta la náusea a un buitre». ¿Habían sido sólo seis días? Lews Therin no contestó. Sí, era el momento para corazones encallecidos. Y también para estómagos con aguante. Se inclinó un momento para tocar el bulto alargado y envuelto en un paño que llevaba bajo la correa del estribo. No. No era el momento, todavía. Tal vez no lo fuera en absoluto. La incertidumbre rieló en el exterior del vacío, y puede que algo más. Nada de eso, esperaba. Incertidumbre, sí, pero lo otro no había sido miedo. ¡No lo había sido!

La mitad de las colinas circundantes estaban cubiertas de olivos achaparrados y retorcidos, veteados por la luz del sol, por donde los lanceros ya avanzaban a lo largo de las hileras para asegurarse de que el terreno se encontraba despejado. No se veía señal alguna de trabajadores en los olivares, ni de granjas, ni estructuras de ninguna clase. Unos cuantos kilómetros al oeste, los montes eran más oscuros, más selváticos. Los legionarios, que salían al trote en filas debajo de la posición de Rand, se pusieron en formación; los seguía un irregular cuadro formado por los illianos voluntarios, ahora incorporados a la Legión. Tan pronto como las filas estuvieron alineadas, se quitaron de en medio para dejar paso a los Defensores y los Compañeros. El terreno parecía arcilloso en su mayor parte, y las botas y los cascos resbalaban en la fina capa de barro. Increíblemente, sin embargo, sólo había unas pocas nubes en el cielo, blancas y esponjosas. El sol semejaba una pálida bola amarilla. Y por el aire no volaba nada más grande que un gorrión.

Dashiva y Flinn se encontraban entre los hombres que mantenían abiertos los accesos, al igual que Adley, Hopwil, Morr y Narishma. Algunos de los accesos se hallaban fuera del alcance de la vista de Rand, detrás de las plegadas colinas. Quería que todo el mundo cruzara cuanto antes y, con excepción de unos pocos soldados que escudriñaban el cielo, todos los hombres de chaqueta negra que no habían salido ya a explorar mantenían un tejido, incluso Gedwyn y Rochaid, aunque ambos miraban con una mueca de desagrado el tejido, el uno al otro o en dirección a él. Rand suponía que ya no tenían costumbre de hacer algo tan simple como mantener abierto un acceso para que pasaran otros.

Bashere subía la cuesta a medio galope, obviamente a sus anchas consigo mismo y con su bayo de corta alzada. Llevaba la capa echada hacia atrás a pesar del frío matinal, que no era tan intenso como en las montañas, pero aun así invernal. Saludó con un breve cabeceo a Anaiyella y a Ailil, y como respuesta sólo tuvo miradas desabridas. Bashere sonrió a través del espeso bigote, curvado en las puntas como cuernos; no fue una mueca del todo agradable. Albergaba tantas dudas sobre esas mujeres como el propio Rand. Y ellas lo sabían, al menos en lo tocante al recelo de Bashere. Apartando rápidamente la vista del saldaenino, Anaiyella volvió a acariciar el cuello de su castrado; Ailil asía las riendas con excesiva firmeza.

La pareja no se había alejado mucho de Rand desde el incidente en la cresta del risco, e incluso habían hecho instalar sus tiendas cerca de la suya la noche anterior. Enfrente, en la cara de una colina cubierta de hierba seca, Denharad giró la cabeza para mirar las mesnadas de las dos mujeres, formadas detrás de él, y luego volvió de inmediato a observar a Rand. Seguramente también atisbaba a Ailil y tal vez a Anaiyella, pero a él no le quitaba ojo, eso sin duda. De lo que Rand no estaba seguro era de si la actitud de las mujeres se debía a que aún temían cargar con la culpa si lo mataban o simplemente querían presenciarlo si ocurría. Otra cosa de la que estaba seguro era de que si querían verlo muerto no les daría esa oportunidad.

«¿Quién conoce el corazón de una mujer? —rió socarronamente Lews Therin—. A la mayoría no le dará ni frío ni calor aquello por lo que un hombre mataría, y la mayoría te matará por algo que dejaría indiferente a un hombre».

Rand hizo caso omiso de él. El último acceso visible para Rand se cerró. Los Asha’man montados en sus caballos se encontraban demasiado lejos para que supiera con seguridad si todavía asían el saidin, pero eso le daba igual mientras él estuviese en contacto con el Poder. El patoso Dashiva intentó montar rápidamente y a punto estuvo de irse de bruces al suelo, dos veces, antes de conseguir encaramarse a la silla. La mayoría de los hombres de chaqueta negra emprendieron galope hacia el norte o hacia el sur.

Los demás nobles se agruparon rápidamente con Bashere en la ladera, justo debajo de Rand, los de mayor rango y los que ostentaban más poder delante y en el centro, tras alguno que otro empujón en los casos en que la precedencia era dudosa. Tihera y Marcolin ocupaban extremos opuestos, a ambos lados del grupo de nobles, poniendo empeño en mantener el gesto impasible; cabía la posibilidad de que se les pidiera opinión, pero sabían que las decisiones finales correspondían a otros. Weiramon abrió la boca con aire grandilocuente, sin duda para lanzarse a otra espléndida perorata sobre la gloria de seguir al Dragón Renacido. Sunamon y Torean, acostumbrados a sus discursos y lo bastante poderosos para no tener que andarse con contemplaciones con él, arrimaron sus caballos y empezaron a hablar en voz baja. El semblante de Sunamon traslucía una dureza poco habitual en él, y Torean parecía presto para enzarzarse por una linde a despecho de las cuchilladas de satén rojo en las mangas de su chaqueta. Bertome y algunos de los otros cairhieninos no estaban callados en absoluto, y se reían las bromas. Todos estaban hasta la coronilla de las pomposas parrafadas de Weiramon. El ceño de Semaradrid se acentuaba cada vez que miraba a Ailil y Anaiyella —no le gustaba que permanecieran cerca de Rand, en especial su compatriota—, así que quizá su aire avinagrado tenía una causa más profunda que la pesada verborrea de Weiramon.

—A unos quince kilómetros de aquí —empezó Rand en voz alta—, sus buenos cincuenta mil hombres se preparan para marchar. —Eso lo sabían, pero consiguió que todas las miradas convergieran en él y que cesaran las conversaciones. Weiramon cerró la boca de golpe, malhumorado; le encantaba oírse. Gueyam y Maraconn, dándose tironcitos de las puntiagudas barbas ungidas, sonrieron con expectación, los muy necios. Semaradrid tenía el aspecto de quien se ha comido una fuente entera de ciruelas verdes; los semblantes de Gregorin y de los tres lores de los Nueve que lo acompañaban mostraban una sombría determinación, simplemente. Ellos no eran necios—. Los exploradores no han visto señales de sul’dam o damane —continuó Rand—, pero incluso sin ellas, incluso con los Asha’man, ese contingente basta para causarnos muchas bajas si alguien olvida el plan. Sin embargo, estoy seguro de que nadie lo olvidará.

Nada de cargas sin orden previa en esta ocasión. Eso lo había dejado más claro que el agua y con una rigurosidad estricta. Y tampoco nada de salir a galope a tontas y a locas porque a alguien le pareciera que quizás había visto algo. Weiramon sonrió, arreglándoselas para hacer el gesto tanto o más untuoso que los del propio Sunamon.

Era un plan sencillo, a su modo. Avanzarían hacia el este en cinco columnas, todas ellas con Asha’man, e intentarían caer sobre los seanchan al mismo tiempo. O con la mayor sincronización que fuera posible. Los planes sencillos eran los mejores, había insistido Bashere. «Si uno no se da por satisfecho con toda una carnada de gordos jabatos —había rezongado el general saldaenino—, si uno se empeña en meterse a todo correr en la maleza para encontrar a la vieja tarasca, entonces es mejor no complicarse ni pasarse de listo, o se acabará con las tripas desparramadas de una colmillada».

«Ningún plan de batalla sobrevive al primer contacto —dijo Lews Therin. Durante un instante siguió pareciendo cuerdo. Durante un instante—. Algo va mal —gruñó de repente. Su voz empezó a ganar intensidad y luego dio paso a una violenta risotada de incredulidad—. No puede ser, pero es. Algo extraño, algo equivocado, se desliza a trompicones, brinca, se retuerce. —Sus risas se tornaron sollozos—. ¡No puede ser! ¡Debo de estar loco!»

Y desapareció antes de que Rand tuviera tiempo de hacerlo callar. Maldito, nada iba mal con el plan, o Bashere lo habría cazado al vuelo.

Lews Therin estaba loco, sin lugar a dudas. Pero mientras Rand al’Thor siguiese cuerdo… Una broma muy pesada para el mundo, si el Dragón Renacido perdía la chaveta antes de que la Última Batalla hubiese empezado.

—Ocupad vuestros puestos —ordenó, acompañando las palabras con un movimiento del Cetro del Dragón. Tuvo que contener las ganas de reír que le produjo esa broma.

El grupo grande de nobles se separó a su mandato, arremolinándose y murmurando mientras tomaban posiciones. El modo en que Rand los había dividido no les gustaba a muchos. Aunque hubiese habido desmoronamientos en las barreras en la conmoción del primer combate en las montañas, habían vuelto a levantarse casi de forma inmediata.

Weiramon estaba ceñudo por no haber podido hacer su discurso, pero tras realizar una rebuscada reverencia, señalando con la puntiaguda barba a Rand como una lanza, cabalgó hacia el norte seguido de Kiril Drapaneos, Bertome, Doressin y varios lores de segunda fila cairhieninos, todos ellos con semblante pétreo por el hecho de estar al mando de un teariano. Gedwyn cabalgaba al lado de Weiramon, casi como si fuese él quien dirigía el grupo, y por ello se ganó miradas funestas que fingió no advertir. También Gregorin se dirigió hacia el norte, con un sombrío Sunamon —que intentaba simular que se encaminaba en la misma dirección por casualidad— y Dalthanes, a la cabeza de cairhieninos de menor rango. Jeordwyn Semaris, otro de los Nueve, siguió a Bashere hacia el sur, con Amondrid y Gueyam. Esos tres habían aceptado al general saldaenino casi con entusiasmo por el mero hecho de que no era teariano ni cairhienino ni illiano, dependiendo de la nacionalidad de cada cual. Rochaid parecía intentar lo mismo con Bashere que Gedwyn con Weiramon, pero Bashere parecía hacer caso omiso. A cierta distancia del grupo de Bashere, avanzaban Torean y Maraconn con las cabezas juntas, sin duda echando pestes porque se hubiese puesto a Semaradrid por encima de ellos. En realidad, Ershin Netara no dejaba de echar ojeadas a Jeordwyn, y se alzaba sobre los estribos para mirar atrás en dirección a Gregorin y a Kiril, aunque era más que improbable que pudiera verlos después de sobrepasar la colina. Semaradrid, más tieso que un palo, parecía tan imperturbable como Bashere.

Era el mismo método utilizado por Rand desde el principio. Confiaba en Bashere, y creía que podía fiarse de Gregorin; en cuanto a los demás, no se atreverían a pensar siquiera en volverse contra él teniendo tantos extranjeros alrededor, tantos viejos enemigos y tan pocos amigos. Rand rió quedo mientras los veía alejarse de la ladera de la colina en la que se encontraba. Lucharían por él, y lo harían bien porque no tenían otra opción. Igual que él.

«Demencial», siseó Lews Therin. Rand rechazó la voz, furioso.

No se encontraba solo, por supuesto. Tihera y Marcolin tenían a la mayoría de los Defensores y los Compañeros montados en filas entre los olivos, en las colinas que flanqueaban la que ocupaba él. Los demás estaban más lejos, como una pantalla contra cualquier sorpresa. Una compañía de legionarios esperaba pacientemente en la hondonada, a sus pies, bajo la atenta mirada de Masond, y detrás de ellos, otros tantos hombres vestidos con las mismas ropas que llevaban cuando se rindieron en el brezal, en Illian. Trataban de emular la tranquilidad de los legionarios —de los otros legionarios, ahora—, pero su intento no tenía mucho éxito.

Rand miró de soslayo a Ailil y Anaiyella. La teariana le dirigió una sonrisita tonta, que enseguida se borró. El rostro de la cairhienina era puro hielo. No podía olvidarlas, ni a Denharad y sus mesnaderos. Su columna, en el centro, sería la más numerosa y la más fuerte con bastante margen. Un margen muy, muy amplio.

Flinn y los hombres que Rand había escogido después de los pozos de Dumai cabalgaron colina arriba en su dirección. El hombre calvo y de mayor edad siempre iba a la cabeza, aunque todos, excepto Adley y Narishma, lucían ahora el alfiler del dragón además del de la espada, y Dashiva lo había llevado antes incluso. En parte se debía a que el hombre más joven defería en Flinn por su larga experiencia como portaestandarte en la Guardia Real andoreña, y en parte porque a Dashiva no parecía importarle. Sólo parecían divertirle los demás; es decir, cuando encontraba un momento para hacer otra cosa que hablar consigo mismo. Casi siempre daba la impresión de no percatarse de lo que pasaba ante sus narices.

Por esa razón, fue una sorpresa cuando Dashiva taconeó patosamente su montura y se adelantó a los demás. Aquel rostro poco agraciado, tan a menudo abstraído o divertido con sus propios pensamientos, mostraba una expresión ceñuda. Y fue algo más que una sorpresa cuando asió el saidin tan pronto como llegó junto a Rand y tejió una barrera alrededor para que nadie los oyera. Lews Therin no malgastó saliva —si es que una voz incorpórea tenía saliva— con rezongos sobre matar; se lanzó sobre la Fuente con gruñidos amenazadores e intentó arrebatarle el Poder a Rand. Y, del mismo modo repentino, se calló y desapareció.

—Pasa algo raro con el saidin aquí, algo que no va bien —dijo Dashiva, en absoluto distraído. De hecho se mostraba… preciso. Y malhumorado. Como un maestro reprendiendo a un alumno particularmente torpe. Incluso dio un golpecito a Rand con el índice—. No sé qué es. Nada puede distorsionar el saidin y, si pudiera, lo habríamos notado en las montañas. Bueno, ayer había algo allí, pero muy débil… Aquí lo noto claramente, sin embargo. El saidin está… ansioso. Lo sé, lo sé. El saidin no está vivo. Pero… late. Es difícil de controlar.

Rand se obligó a aflojar los dedos, prietos sobre el Cetro del Dragón. Siempre había tenido la seguridad de que Dashiva estaba casi tan loco como Lews Therin. Sin embargo, generalmente el hombre mantenía mejor el control, aunque de manera precaria.

—He encauzado durante más tiempo que tú, Dashiva. Lo que te pasa es que sientes más la infección. —No podía suavizar el tono. ¡Luz, aún no podía perder la razón, y los otros tampoco!—. Vuelve a tu puesto. Nos pondremos en marcha enseguida.

Los exploradores no tardarían en regresar. Incluso en aquel terreno menos accidentado, aun limitados a la distancia que alcanzaban con la vista, no podían tardar mucho en recorrer los quince kilómetros Viajando.

Dashiva no mostró la menor intención de obedecer. Por el contrario, abrió la boca con gesto iracundo y luego la cerró de golpe. Temblando de manera visible, respiró hondo.

—Soy muy consciente de cuánto tiempo lleváis encauzando —dijo en un tono frío, casi despectivo—, pero sin duda hasta vos podéis sentirlo. ¡Sentidlo, vamos! No me gusta la palabra «raro» aplicada al saidin, y no quiero morir ni… ¡Ni consumirme porque estéis ciego! ¡Mirad mi salvaguardia! ¡Miradla!

Rand no salía de su asombro. Dashiva haciéndose valer ya era muy peculiar, pero ¿Dashiva de mal genio? Y entonces miró la salvaguardia. La miró realmente. Los flujos deberían haber sido tan firmes como los hilos de una lona fuerte. Vibraban. La salvaguardia era sólida como debía ser, pero los hilos individuales del Poder titilaban con un débil movimiento. Morr había dicho que el saidin se sentía raro cerca de Ebou Dar y en un radio de ciento cincuenta kilómetros. Ahora se encontraban a menos de ciento cincuenta kilómetros de la ciudad.

Rand se centró en sentir el saidin. Aunque era consciente de él en todo momento —cualquier otra cosa habría significado la muerte o algo peor—, se había acostumbrado al forcejeo con el Poder. Luchaba por su vida, pero la lucha había pasado a ser algo tan natural como la propia vida. La lucha era la vida. Se obligó a sentir ese forcejeo, a sentir su vida. Frío que pulverizaría rocas. Fuego que las volatilizaría. Inmundicia que haría que una nauseabunda cloaca pareciera un jardín florido. Y… una especie de pulsación, como algo palpitando dentro de su puño. No era la clase de vibración que había sentido en Shadar Logoth, cuando la infección de la mitad masculina de la Fuente había resonado con la maldad de ese lugar y el saidin había palpitado a su compás. Aquí, la inmundicia era intensa, pero estable. Era el propio saidin el que parecía lleno de corrientes, de repentinos flujos. Ansioso, lo había descrito Dashiva, y Rand entendía por qué.

En la ladera, detrás de Flinn, Morr se pasó los dedos por el pelo y miró en derredor con inquietud. Flinn rebullía en la silla y toqueteaba la espada en la vaina alternativamente. Narishma, que escudriñaba el cielo en busca de criaturas voladoras, parpadeaba con excesiva frecuencia. En la mejilla de Adley, un músculo se contraía en un tic. Todos ellos mostraban algún signo de nerviosismo, y no era de extrañar. Rand experimentó un gran alivio. No eran señales de demencia, después de todo. Dashiva sonrió, una mueca sesgada y ufana.

—No puedo creer que no lo notaseis antes. —En su voz había un timbre rayano en el desdén y la sorna—. Habéis estado asiendo el saidin prácticamente día y noche desde que emprendimos esta absurda expedición. Esto sólo es una simple salvaguardia, pero no quería formarse, y luego se unió bruscamente, como soltándose de golpe de mis manos.

La línea azul pateada de un acceso rotó en lo alto de una de las peladas colinas, casi un kilómetro al oeste; un soldado salió por él tirando de su caballo y montó rápidamente, de regreso de su exploración. Incluso a esa distancia, Rand pudo distinguir el débil brillo de los tejidos que rodeaban el acceso antes de desvanecerse. El jinete no había llegado al pie de la colina cuando se abrió otro en la cima, y lo siguieron un tercero, un cuarto, y más, uno detrás de otro, casi tan deprisa como el hombre precedente se quitaba de en medio para dejar paso al próximo.

—Pero se formó —dijo finalmente Rand. Y también los accesos de los exploradores—. Si el saidin es difícil de controlar, siempre lo ha sido, y sigue haciendo lo que quieres. —Pero ¿por qué la dificultad aumentaba allí? Un interrogante para otro momento. Luz, ojalá Herid Fel no hubiese muerto; el viejo filósofo podría haber tenido la respuesta—. Regresa con los otros, Dashiva —ordenó, pero éste se quedó mirándolo sin salir de su asombro, y Rand tuvo que repetirlo para que el hombre dejara que la salvaguardia se desvaneciera para, acto seguido, hacer girar bruscamente el caballo sin saludar siquiera y taconear al animal cuesta abajo.

—¿Algún problema, milord Dragón? —dijo con una sonrisa tonta Anaiyella. Ailil se limitó a mirarlo con frialdad.

Viendo que el primer explorador se dirigía hacia Rand, los demás se desplegaron hacia el norte y el sur, donde se unirían a una de las otras columnas. Encontrarlas a la antigua usanza sería más rápido que buscarlas con accesos. Nalaam sofrenó su caballo delante de Rand y saludó golpeándose con el puño en el pecho. ¿Había una mirada desquiciada en sus ojos? Tras saludar, Nalaam presentó su informe. Los seanchan no estaban acampados a quince kilómetros, sino que se encontraban a ocho o nueve de distancia, marchando hacia el este. Y tenían decenas y decenas de sul’dam y damane.

Rand impartió órdenes mientras Nalaam se alejaba a galope, y su columna emprendió la marcha hacia el oeste. Los Defensores y los Compañeros cabalgaban a uno y otro flanco, y los legionarios iban en retaguardia, justo detrás de Denharad. Era una advertencia a las nobles y a sus mesnaderos, por si hacía falta recordárselo. De hecho, Anaiyella miraba hacia atrás cada dos por tres, y el empeño de Ailil para no hacerlo resultaba harto significativo. Rand, junto con Flinn y los demás Asha’man, formaban la fuerza ofensiva principal, igual que ocurría en las otras columnas. Asha’man para atacar y hombres con armas tradicionales para guardarles las espaldas mientras ellos mataban. Al sol todavía le faltaba un largo trecho para llegar al cenit. Nada había cambiado para modificar el plan.

«La locura aguarda a algunos —susurró Lews Therin— y se acerca sigilosamente a otros».


Miraj cabalgaba cerca de la cabeza de su ejército en marcha hacia el este, a lo largo de la calzada embarrada que serpenteaba entre ondulados olivares y bosques discontinuos. Cerca, pero no a la cabeza. Un regimiento completo, en su mayoría de seanchan, cabalgaba entre él y los exploradores de avanzada. Había conocido generales que querían ir al frente de las tropas. Casi todos estaban muertos. Y también casi todos habían perdido la batalla en la que murieron. El barro impedía que se levantara polvo, pero la noticia de un ejército en marcha se propagaba con tanta rapidez como un fuego arrasador en los llanos Sa’las, cualquiera que fuese el país. Aquí y allí, entre los olivos, se veía una carretilla o una podadora abandonada, pero hacía mucho que los trabajadores habían desaparecido. Con suerte, lograría pasar inadvertido a sus oponentes al igual que ellos procurarían no llamar su atención. Con suerte, y a falta de raken, sus oponentes no sabrían que iba a caer sobre ellos hasta que fuera demasiado tarde. A Kennar Miraj no le gustaba confiar en la suerte.

Aparte de suboficiales, listos para trazar mapas o escribir órdenes, y mensajeros dispuestos a llevarlas, sólo lo acompañaban Abaldar Yulan, un hombre fiero, negro como el carbón, lo bastante menudo para que su castrado marrón pareciera inmenso en comparación, que tenía lacadas las uñas de los meñiques en color verde y que llevaba una peluca negra para ocultar su calvicie, y Lisaine Jarath, una mujer canosa, oriunda de la misma Seandar, cuyo rostro regordete y pálido y ojos azules eran un modelo de serenidad. Todo lo contrario que Yulan; el capitán del Aire de Miraj a menudo fruncía el entrecejo por las reglas que rara vez le permitían ya montar un raken, pero ahora su gesto ceñudo se marcaba tanto que parecía llegarle al hueso. El cielo estaba despejado, un tiempo perfecto para los raken, pero por orden de Suroth ninguno de sus voladores subiría a la silla ese día, no allí. Había muy pocos raken como para arriesgarlos sin necesidad. La calma de Lisaine era motivo de mayor inquietud para Miraj. Más que la superiora Der’sul’dam a su mando, era una amiga con la que había compartido muchas tazas de kaf y no menos partidas de guijas. Era una mujer animada, siempre parloteando con entusiasmo y buen humor. Ahora mostraba una gélida calma, tan silenciosa como todas las sul’dam a las que había intentado sonsacar.

Al alcance de su vista había veinte damane que flanqueaban a los jinetes, cada cual caminando junto a la montura de su sul’dam. Éstas se inclinaban en las sillas cada dos por tres para dar unas palmaditas en la cabeza de su damane, y se erguían para volver a agacharse al momento y acariciarle el cabello. A él le parecía que las damane estaban bastante serenas, pero saltaba a la vista que no ocurría lo mismo con las sul’dam. Y la vivaz Lisaine cabalgaba más callada que una piedra.

Un torm apareció al frente, corriendo columna abajo, bastante apartado a un lado, al borde de la arboleda, pero aun así los caballos cabeceaban y respingaban cuando la criatura de escamas broncíneas pasaba a su altura. Un torm entrenado no atacaría a un caballo —a no ser que lo acometiera el frenesí de matar, razón por la que no eran válidos para las batallas—, pero los caballos entrenados para no asustarse por la proximidad de torm escaseaban tanto como las propias bestias.

Miraj envió a un flaco subteniente, llamado Varek, a recoger el informe de exploración del morat’torm. A pie, y al infierno si Varek perdía sei’taer por ello. No estaba dispuesto a perder tiempo mientras Varek intentaba controlar una montura conseguida en la zona. El hombre regresó más deprisa de lo que había ido, hizo una brusca reverencia y empezó a dar el informe antes incluso de haber erguido del todo la espalda.

—El enemigo se encuentra a menos de ocho kilómetros al oeste, milord capitán general, marchando en nuestra dirección. Se ha desplegado en cinco columnas, espaciadas entre sí unos dos kilómetros aproximadamente.

Adiós a la suerte. Pero Miraj había considerado cómo atacaría él a cuarenta mil y cincuenta damane con una fuerza de sólo cinco mil. A no tardar, salían hombres a galope con órdenes de desplegarse para hacer frente a una maniobra envolvente, y los regimientos que iban tras él empezaron a virar hacia las arboledas, acompañados por sul’dam y damane.

Ajustándose la capa para resguardarse de un repentino viento helado, Miraj reparó en algo que le hizo sentir aún más frío. Lisaine observaba también a las sul’dam que desaparecían entre los árboles; había empezado a sudar.


Bertome cabalgaba con fácil soltura, dejando que el viento ondeara su capa hacia un lado, pero estudiaba el terreno boscoso al frente con una cautela que no se esforzaba en ocultar. De sus cuatro compatriotas que cabalgaban detrás de él, sólo Doressin era realmente experto en el Juego de las Casas. Ese necio perro teariano, Weiramon, estaba ciego. Bertome asestó una mirada fulminante a la espalda del engreído bufón. Weiramon cabalgaba bastante adelantado al resto, enfrascado en una conversación con Gedwyn, y si Bertome necesitaba más pruebas de que el teariano sonreiría incluso por lo que vomitara una cabra, la tenía en cómo toleraba a ese joven monstruo de ojos ardientes. Advirtió que Kiril lo miraba de reojo, y frenó un poco su rucio para apartarse más del imponente hombretón. No sentía animosidad hacia el illiano, pero detestaba que la gente lo mirara desde arriba. Estaba deseando volver a Cairhien, donde no tendría que estar rodeado de gigantes desgarbados. Sin embargo, Kiril sería excesivamente alto, pero no estaba ciego. También había enviado a doce exploradores por delante. Weiramon había mandado a uno.

—Doressin —llamó quedamente Bertome, y luego, un poco más alto—. ¡Doressin, zoquete!

El huesudo hombre dio un brinco de sobresalto en la silla. Al igual que Bertome y que los otros tres, se había afeitado y empolvado la parte delantera de la cabeza; el estilo caracterizado de soldado se había puesto muy de moda. Doressin debería haberlo llamado sapo a su vez, como habían hecho desde la infancia, pero en cambio azuzó a su caballo para acercarse a Bertome. Estaba preocupado y lo ponía de manifiesto con unas profundas arrugas en la frente.

—¿Te das cuenta de que el lord Dragón quiere que muramos? —susurró mientras echaba una ojeada a la columna que los seguía—. Rayos y centellas, sólo escuché a Colavaere, pero he sabido que era hombre muerto desde que la asesinó.

Durante un momento Bertome observó la columna de mesnaderos, que se extendía sinuosa hacia atrás, entre las onduladas colinas. En ese paraje los árboles raleaban más que al frente, pero bastaban para cubrir un ataque hasta no tenerlo encima. El último olivar se encontraba un kilómetro y medio más atrás. Los hombres de Weiramon cabalgaban en primer lugar, por supuesto, con aquellas chaquetas ridículas de mangas abullonadas con cuchilladas blancas, y a continuación los illianos de Kiril, en tonos verdes y rojos tan chillones que avergonzarían a un gitano. Sus propios hombres, decentemente vestidos en color azul oscuro bajo los petos, a los que aún no tenía a la vista, iban con los de Doressin y los demás, precediendo únicamente a la compañía de legionarios. A Weiramon le había sorprendido que la infantería pudiera mantener el paso, aunque no había marcado uno demasiado rápido.

Realmente no era a los mesnaderos a los que Bertome miraba, sin embargo. Siete hombres cabalgaban delante incluso de las tropas de Weiramon, hombres de rostros duros y ojos fríos como la muerte, vestidos con chaquetas negras. Uno de ellos llevaba un alfiler de plata, en forma de espada, prendido en el cuello alto de la chaqueta.

—Un modo muy complicado de llevarlo a cabo —respondió secamente a Doressin—. Y dudo que al’Thor hubiese enviado a esos tipos con nosotros si sólo fuéramos a meternos en una picadora de carne. —Aún con ceño, Doressin abrió la boca, pero Bertome se le anticipó—. Necesito hablar con el teariano. —Le desagradaba ver a su amigo de la infancia en esas condiciones. Al’Thor lo había desquiciado.

Absortos en la conversación, ni Weiramon ni Gedwyn lo oyeron acercarse. Gedwyn jugueteaba ociosamente con las riendas, y su semblante traslucía un frío desdén, en tanto que el del teariano estaba congestionado.

—Me importa poco quién sois —decía al hombre de chaqueta negra en voz baja y dura, escupiendo saliva—. No correré más riesgos sin la orden directa de los labios de…

De repente los dos repararon en el cairhienino, y Weiramon cerró la boca de golpe. Miró a Bertome ferozmente, como si quisiera matarlo. La sonrisa siempre presente del Asha’man se borró. El viento sopló, frío y cortante, arrastrando las nubes, pero no igualaba el helor de los ojos de Gedwyn. No sin cierto sobresalto, Bertome se dio cuenta de que también él habría querido fulminarlo con la mirada.

La expresión mortífera y fría de los ojos de Gedwyn no cambió, pero el rostro de Weiramon sufrió una llamativa transformación. El enrojecimiento se difuminó lentamente mientras aparecía una repentina sonrisa, una mueca untuosa con sólo un ligerísimo atisbo de insultante prepotencia.

—He estado pensando en vos, Bertome —dijo efusivamente—. Una lástima que al’Thor estrangulara a vuestra prima. Con sus propias manos, según tengo entendido. Francamente, me sorprendió que acudieseis cuando os convocó. Lo he visto vigilándoos. Me temo que planea algo más… interesante para vos que simplemente patear el suelo con los talones mientras sus dedos se aprietan sobre vuestra garganta.

Bertome contuvo un suspiro, y no sólo por la torpeza de aquel necio. ¿Tanto pensar para salir con la idea de manipularlo con la muerte de Colavaere? Había sido su prima favorita, pero ambiciosa en extremo. Saighan tenía buena base para reclamar el Trono del Sol, pero no habría podido retenerlo contra el poderío de Riatin o Damodred, cualquiera de los dos, cuanto menos unidos ambos; no sin la abierta aprobación de la Torre Blanca o del Dragón Renacido. Con todo, había sido realmente su prima favorita. ¿Qué buscaba Weiramon? Ciertamente, no lo que parecía a primera vista. Ni siquiera ese zopenco teariano era tan estúpido.

Antes de que tuviera tiempo de formular una respuesta, un jinete apareció a galope entre los árboles, en dirección hacia ellos. Un cairhienino, y mientras el hombre sofrenaba tan bruscamente su montura que el animal se sentó en las patas traseras, Bertome reconoció a uno de sus propios mesnaderos, un tipo desdentado, con chirlos en ambas mejillas. Doile, creía recordar que se llamaba. De las heredades de Colchaine.

—Milord Bertome —jadeó el hombre al tiempo que hacía una precipitada reverencia—. Dos mil taraboneses vienen a galope pisándome los talones. ¡Y los acompañan mujeres! ¡Con rayos en los vestidos!

—Pisándole los talones —murmuró desdeñosamente Weiramon—. Veremos qué tiene que decir mi hombre cuando regrese. Ciertamente, no veo a ningún…

Un griterío a corta distancia lo hizo enmudecer, así como la trápala de cascos, y entonces aparecieron a galope lanceros, una creciente marea extendiéndose entre los árboles. Directamente hacia Bertome y los demás. Weiramon se echó a reír.

—Mata a quien quieras y donde quieras, Gedwyn —dijo mientras desenvainaba la espada con una floritura—. ¡Yo uso mis propios métodos, y no hay más que hablar! —Cabalgó hacia sus tropas, agitando el arma por encima de su cabeza y gritando—: ¡Saniago! ¡Por Saniago y la gloria!

—No era de sorprender que no añadiera un grito por su país a los lanzados por su casa y su mayor amor.

Espoleando su montura en la misma dirección, Bertome alzó su propia voz:

—¡Por Saighan y Cairhien! —Aún no era necesario blandir la espada—. ¡Por Saighan y Cairhien! —¿Qué se había traído entre manos ese hombre?

El trueno retumbó y Bertome alzó la vista al cielo, perplejo. No había muchas más nubes que antes. No; Doile —¿o era Dalyn?— había mencionado a esas mujeres. Y entonces olvidó todo sobre lo que quiera que ese necio teariano quería cuando los taraboneses de rostro velado con malla descendieron como una avalancha por las colinas arboladas en su dirección, al tiempo que la tierra explotaba y del cielo llovían rayos.

—¡Por Saighan y Cairhien! —bramó.

El viento sopló con más fuerza.


El choque de los jinetes se produjo en lo más denso de la floresta, donde las sombras caían como un pesado manto. La luz pareció perder fuerza y las nubes espesarse allá arriba, pero resultaba difícil asegurarlo encontrándose bajo el dosel del bosque como techo. Las ensordecedoras explosiones parecían ahogar el choque metálico de las armas, los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos. A veces el suelo se sacudía. A veces el enemigo lanzaba gritos:

—¡Den Lushenos! ¡Por den Lushenos y las Abejas!

—¡Por Annallin!

—¡Haellin! ¡Haellin! ¡Por el Gran Señor Sunamon!

El último fue el único grito que Varek entendió un poco, aunque sospechaba que a ninguno de los lugareños que se llamaban a sí mismos Grandes Señores o Grandes Señoras ni siquiera se le ofrecería la oportunidad de prestar el Juramento.

Sacó de un tirón su espada, embebida en la axila de su oponente, justo por encima del peto, y dejó que el hombrecillo pálido se desplomara. Un luchador peligroso, hasta que cometió el error de alzar su espada demasiado alto. El rucio del hombre huyó espantado entre la maleza, y Varek perdió un instante en lamentarlo. El animal tenía mejor planta que el pardo de remos blancos que se veía obligado a montar. Sólo un instante, y luego escudriñó de nuevo entre los árboles más próximos, de los que parecían colgar enredaderas de la mitad de las ramas y manojos de una planta gris y velluda en casi todas.

Los ruidos de la batalla se alzaban en todas direcciones, pero al principio no consiguió ver nada que se moviera. Entonces, una docena de lanceros altaraneses apareció a unos treinta metros, llevando al paso a los caballos y escudriñando en derredor atentamente, aunque el modo de hablar en voz alta entre ellos justificaba más que de sobra las bandas rojas que cruzaban en zigzag sus petos. Varek cogió las riendas de su caballo con el propósito de ponerse al mando del grupo. Una escolta, incluso de una chusma tan indisciplinada, podría significar la diferencia entre que el mensaje urgente que llevaba al oficial general Chianmai llegara o no a su destino.

Rayos negros salieron disparados entre los árboles y vaciaron las sillas altaranesas. Los caballos huyeron espantados en todas direcciones mientras sus jinetes caían, y luego sólo quedó una docena de cadáveres despatarrados sobre la húmeda alfombra de hojas muertas, todos atravesados, como poco, por una saeta de ballesta. Ningún movimiento. Varek se estremeció a pesar de sí mismo. Aquellos soldados de a pie con chaquetas azules le habían parecido presa fácil al principio, sin picas tras las que aguantar una carga, pero nunca salían a descubierto, sino que se ocultaban detrás de los árboles y en las honduras del terreno. Y no eran los peores. Había tenido la seguridad, tras el frenético repliegue a los barcos en Falme, que había presenciado lo peor que podría ver en la vida: el Ejército Invencible derrotado y puesto en fuga. Sin embargo, hacía menos de media hora, había visto a cien taraboneses enfrentándose a un solo hombre con chaqueta negra. Cien lanceros contra uno, y los taraboneses habían sido destrozados. Literalmente hechos trizas, hombres y caballos explotando simplemente, a una velocidad pasmosa; la carnicería había continuado después de que los taraboneses dieran media vuelta para huir, y prosiguió mientras hubo alguno a la vista. Quizá no fuera peor que sentir el suelo estallando bajo los pies, pero al menos las damane por lo general dejaban lo suficiente de uno para que lo enterraran.

El último hombre con el que había conseguido hablar en ese bosque, un veterano canoso procedente de Seanchan que dirigía un centenar de piqueros amadicienses, le había informado que Chianmai se encontraba en esa dirección. Al frente atisbó caballos atados a los árboles y hombres a pie. Quizás ellos pudieran darle más indicaciones. Y él les echaría una buena reprimenda por estar allí parados mientras se disputaba una batalla encarnizada.

Cuando llegó, olvidó toda idea de echar broncas. Había encontrado lo que buscaba, pero en absoluto lo que habría querido encontrar. Una docena de cadáveres con gravísimas quemaduras yacían en hilera. Uno de ellos, cuyo rostro de tez color melaza estaba intacto, era Chianmai evidentemente. Los hombres de pie eran todos taraboneses, amadicienses y altaraneses. También algunos estaban heridos. El único seanchan era una sul’dam de rostro tenso que tranquilizaba a una damane llorosa.

—¿Qué ha pasado aquí? —instó Varek. Le parecía inaudito que uno de esos Asha’man dejara supervivientes. Quizá la sul’dam lo había rechazado.

—Lo inconcebible, milord. —Un corpulento tarabonés apartó al hombre que extendía un ungüento sobre su brazo izquierdo quemado. La manga parecía haberse consumido totalmente hasta el peto; no obstante, a pesar de sus quemaduras, el tarabonés no hacía el menor gesto de dolor. El velo de malla colgaba por un pico del yelmo cónico, dejando a la vista un semblante duro, con un bigote canoso que casi le ocultaba la boca, y sus ojos eran insultantemente directos—. Un grupo de illianos cayó sobre nosotros de repente. Al principio todo fue bien. No los acompañaba ninguno de los hombres de chaqueta negra. Lord Chianmai nos dirigía valerosamente mientras las… mujeres encauzaban rayos. Entonces, justo cuando los illianos se desmoronaban, los rayos empezaron a descargarse sobre nosotros también. —Calló y dirigió una mirada elocuente a la sul’dam.

La mujer se incorporó al instante y, agitando el puño, se acercó al tarabonés tanto como se lo permitía la correa unida al brazalete de la otra muñeca. Su damane siguió sollozando, hecha un ovillo.

—¡No estoy dispuesta a oír las palabras de este perro contra mi Zakai! ¡Es una buena damane! ¡Una buena damane!

Varek gesticuló con ánimo de tranquilizar a la mujer. Había visto a sul’dam hacer aullar de dolor a las mujeres a su cargo por infracciones, y a algunas —pocas— lisiar a las recalcitrantes, pero la mayoría se encrespaba con quien ponía en entredicho a su favorita, incluso si era alguien de la Sangre. Ese tarabonés no era, ciertamente, de la Sangre, y a juzgar por la expresión enfurecida de la sul’dam, ésta parecía dispuesta a matarlo. De haber manifestado en voz alta su ridícula acusación, implícita en su gesto, Varek creía que la mujer lo habría asesinado en ese mismo instante.

—Las plegarias por los muertos habrán de esperar —manifestó Varek sin rodeos. Si lo que se proponía hacer salía mal, podía acabar en manos de los Buscadores, pero allí no quedaba ningún seanchan vivo, aparte de la sul’dam—. Asumo el mando. Nos retiramos, hacia el sur.

—¡Retirarnos! —exclamó el corpulento tarabonés—. ¡Tardaríamos días! ¡Los illianos luchan como tejones acorralados, y los cairhieninos como hurones enjaulados! Los tearianos no son tan duros como me habían dicho, pero hay una docena de esos Asha’man ¿verdad? ¡Ni siquiera sé dónde están las tres cuartas partes de mis hombres en esta trapatiesta!

Envalentonados por su ejemplo, los otros también empezaron a protestar. Varek no les hizo caso. Y se abstuvo de preguntar qué era una «trapatiesta»; sólo con observar la enmarañada floresta que los rodeaba y percibir el estruendo de la batalla, los estampidos de explosiones y rayos, podía imaginarlo.

—Reunirás a tus hombres y emprenderemos la retirada —ordenó en voz alta, cortando el parloteo—. Sin precipitaciones, actuando de forma conjunta. —Las órdenes de Miraj a Chianmai, que había memorizado por si le ocurría algo a la copia que llevaba en la alforja, decían «con la mayor rapidez posible», pero si se replegaban demasiado deprisa dejarían atrás a la mitad de los hombres, y el enemigo los haría picadillo cuando se le antojara—. ¡Vamos, moveos! ¡Lucháis por la emperatriz, así viva eternamente!

La última frase era lo que solía decirse a los nuevos reclutas pero, por alguna razón, los hombres dieron un respingo como si los hubiese golpeado a todos con su fusta. Tras rápidas y profundas reverencias, tocándose las rodillas con las manos, salieron disparados hacia los caballos. Qué curioso. Ahora dependía de él encontrar unidades seanchan. Alguna de ellas estaría al mando de alguien con rango superior y podría pasarle la responsabilidad.

La sul’dam se encontraba de rodillas, acariciando el cabello de su todavía llorosa damane y musitando palabras consoladoras.

—Haz que se tranquilice —pidió. «Con la mayor rapidez posible». Y le parecía haber visto un asomo de ansiedad en los ojos de Miraj. ¿Qué podría despertar zozobra en Kennar Miraj?—. Creo que vamos a depender de tu damane en el sur. —¡Vaya! ¿Qué había dicho para que la mujer se pusiese pálida de repente?


Bashere estaba justo detrás de la línea de árboles, con el entrecejo fruncido tras las barras de la visera ante lo que veía. Su bayo le rozó el hombro con el hocico. Se agarraba los bordes de la capa a fin de que no la agitara el viento, más para que el movimiento no llamara la atención que por el frío, aunque éste se dejaba notar. En Saldaea sólo sería una brisa primaveral, pero tantos meses en el sur lo habían ablandado. Brillando entre las nubes grises, que se desplazaban rápidamente por el cielo, el sol aún no había llegado del todo al cenit. Y lo tenía de cara. Sólo porque se iniciara una batalla con el este a la espalda no significaba que se acabaría en la misma posición. Ante él se extendía un amplio prado donde rebaños de cabras blancas y negras pastaban la reseca hierba con parsimonia, como si alrededor no se estuviese librando una cruenta batalla. Tampoco es que allí hubiese señal alguna del conflicto. Por el momento. Un hombre se arriesgaba a acabar hecho un guiñapo si atravesaba aquel prado. Y en terreno arbolado, ya fueran florestas u olivares o malezas, no siempre se veía al enemigo antes de topar con él, fueran exploradores o no.

—Si vamos a cruzar —murmuró Gueyam al tiempo que se frotaba la calva cabeza con la manaza—, hagámoslo de una vez. Tan cierto como la Luz que estamos perdiendo el tiempo.

Amondrid cerró ruidosamente la boca; a buen seguro, el cairhienino con cara de pan había estado a punto de decir lo mismo, pero se mostraría de acuerdo con el teariano cuando los caballos treparan a los árboles.

Jeordwyn Semaris resopló. Debería haberse dejado crecer la barba para taparse la estrecha mandíbula, que le daba el aspecto de una cuña.

—Pues yo digo que demos media vuelta —rezongó—. Ya he perdido demasiados hombres a manos de esas damane que la Luz maldiga, y… —Dejó la frase en suspenso y dirigió una mirada inquieta a Rochaid. El joven Asha’man estaba separado de los demás, prieta la boca, toqueteando el alfiler del dragón prendido en el cuello de la chaqueta. Quizá preguntándose si merecía la pena, a juzgar por su expresión. Había desaparecido por completo su aire de enterado de antes, quedando únicamente un gesto de preocupación.

Llevando a Raudo por las riendas, Bashere se encaminó hacia el Asha’man y lo llevó aparte, un poco más lejos en los árboles. Más bien lo empujó. Rochaid, ceñudo, se dejó conducir de mala gana. Era bastante más alto que Bashere, pero el saldaenino no estaba de humor para tonterías.

—¿Puedo contar con vosotros la próxima vez? —demandó Bashere, dándose un tirón del bigote, irritado—. ¿No más demoras?

Rochaid y sus compañeros parecían estar respondiendo cada vez con más lentitud cuando se hallaban frente a las damane.

—Sé lo que hago, Bashere —gruñó Rochaid—. ¿O es que os parece que no estamos matando bastantes? ¡A mi modo de ver, casi hemos terminado con ellos!

Bashere asintió lentamente, aunque no de acuerdo con lo último. Quedaban soldados enemigos a montones casi en cualquier parte donde se observara con atención. Pero muchos habían muerto. Había planteado sus movimientos basándose en lo que había estudiado de la Guerra de los Trollocs, cuando las fuerzas de la Luz rara vez sumaban un número más o menos parejo a las que tenían que enfrentarse. Atacar por los flancos y huir. Atacar la retaguardia y huir. Atacar y huir, y cuando el enemigo los perseguía, dar media vuelta y hacerle frente en el terreno elegido de antemano, donde los legionarios aguardaban con sus ballestas, volverse y contraatacar hasta que llegaba el momento de huir de nuevo. O hasta que se venía abajo. Hoy ya habían hecho eso último con taraboneses, amadicienses, altaraneses y esos seanchan con sus extrañas armaduras. Había visto más adversarios muertos que en cualquier otro combate desde el de la Nieve Sangrienta. Pero si él tenía Asha’man, el bando contrario tenía damane. Un buen tercio de sus saldaeninos yacía muerto a lo largo de los kilómetros dejados atrás. En total, casi la mitad de su fuerza había perecido, y todavía quedaban más seanchan ahí fuera, con sus malditas mujeres, y taraboneses y amadicienses y altaraneses. Nunca dejaban de llegar más, apareciendo tan pronto como había acabado con los anteriores. Y los Asha’man se mostraban progresivamente… vacilantes.

Subió a la silla de Raudo y regresó junto a Jeordwyn y los otros.

—Damos media vuelta —ordenó haciendo tan poco caso a los cabeceos de asentimiento de Jeordwyn como a los ceños de Gueyam y Amondrid—. Triple número de exploradores. Me propongo avanzar deprisa, pero no quiero darme de morros con una damane.

Nadie rió. Rochaid había reunido a los otros cinco Asha’man alrededor, uno con la espada de plata prendida en el cuello, y los otros sin insignias. Había dos más sin distintivos en el cuello cuando se habían puesto en marcha esa mañana; si los Asha’man sabían cómo matar, también sabían cómo hacerlo las damane. Agitando los brazos furiosamente, Rochaid parecía discutir con ellos. Su rostro estaba congestionado, y los de ellos mostraban obstinación. Bashere esperaba que fuera capaz de evitar que desertaran todos. Ese día ya estaba resultando muy costoso sin agravarlo con que hombres de esa clase anduvieran sueltos por ahí.


Caía una ligera llovizna. Rand miró con el entrecejo fruncido las densas nubes negras que anunciaban tormenta y que empezaban a ocultar el pálido sol, a mitad de camino del horizonte. ¡La llovizna se convertiría en aguacero! Irritado, volvió a estudiar el terreno que había ante él. La Corona de Espadas se le clavaba en las sienes. Con el Poder llenándolo, el paisaje se le mostraba claro como un mapa a pesar del tiempo. O suficientemente claro, en cualquier caso. Las colinas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, algunas cubiertas con olivares, otras sólo con hierba o simplemente con piedras y hierbajos. Le pareció atisbar movimiento al borde de una arboleda, y luego otro entre las hileras de un olivar, en otra colina a kilómetro y medio del bosquecillo. Pensar no era suficiente. Hombres muertos yacían sobre los kilómetros dejados atrás, enemigos muertos. También mujeres, lo sabía, pero él se había mantenido lejos de donde había sul’dam y damane muertas, negándose a verles las caras. Casi todos creían que era por el odio que sentía hacia quienes habían acabado con tantos de sus seguidores.

Tai’daishar retozó unos cuantos pasos sobre la cumbre de la colina antes de que Rand lo controlara con mano firme y presionando las rodillas. Estaría bueno que una sul’dam avistara su movimiento. Los pocos árboles que había alrededor no servían de mucho como cobertura. Vagamente, cayó en la cuenta de que no conocía ninguno de ellos. Tai’daishar sacudió la cabeza arriba y abajo. Rand metió el Cetro del Dragón en las alforjas, dejando fuera únicamente el extremo romo tallado, a fin de tener ambas manos libres por si el castrado no se contentaba con eso. Podría haber librado al animal del cansancio con el saidin, pero no sabía cómo hacerle obedecer con el Poder.

No entendía cómo el caballo conservaba suficiente energía. El saidin lo henchía, hervía dentro de él, pero su cuerpo, percibido como algo distante, estaba deseoso de dejarse caer por el agotamiento. Parte del cansancio se debía a la cantidad de Poder que había manejado a lo largo del día, y parte a la tensión de luchar con el saidin para que hiciera lo que quería. Al saidin había que dominarlo siempre, forzarlo, pero jamás hasta ese extremo. Las heridas medio curadas, siempre tiernas, del costado izquierdo le producían un intenso dolor; la más antigua era como un taladro intentando abrirse paso a través del vacío, y la más reciente como un hierro al rojo vivo hincado en su carne.

—Fue un accidente, milord Dragón —dijo de repente Adley—. ¡Lo juro!

—¡Cállate y sigue vigilando! —replicó secamente Rand.

Los ojos de Adley bajaron a sus manos, que sujetaban las riendas, un momento, y luego se apartó el cabello empapado de la cara e irguió la cabeza, obedientemente.

Ese día, allí, controlar el saidin resultaba más difícil que nunca, pero dejarlo soltarse en cualquier momento, en cualquier lugar, podía matar a uno. Adley había dejado que se le escapara y habían muerto hombres, consumidos por violentas llamaradas, no sólo los amadicienses a los que iba dirigido su ataque, sino también casi treinta mesnaderos de Ailil y otros tantos de Anaiyella.

De no ser por ese error, Adley se encontraría ahora con Morr y con los Compañeros en la espesura, a unos ochocientos metros al sur. Narishma y Hopwil estaban con los Defensores, hacia el norte. Rand quería tener a Adley a la vista.

¿Habrían ocurrido otros «accidentes» de los que no se había enterado? No podía vigilar a todo el mundo constantemente. El semblante de Flinn estaba tan lúgubre y rígido como el de un cadáver de un día, y Dashiva, lejos de mostrarse ausente, parecía a punto de empezar a sudar por la concentración. Seguía mascullando entre dientes, tan quedo que Rand no le entendía a pesar de hallarse henchido de Poder, pero el hombre se enjugaba la lluvia de la cara de forma continua con un pañuelo de lino empapado, que se había puesto mugriento a medida que transcurrían las horas. Rand no creía que ellos hubiesen dejado soltarse al saidin. De todos modos, ni ellos dos ni Adley asían la Fuente en ese momento. No lo harían hasta que él les ordenara que la asieran.

—¿Se ha acabado? —preguntó Anaiyella a su espalda.

Sin importarle quién podría estar vigilando allí fuera, Rand hizo girar a Tai’daishar de cara a la mujer. La noble teariana reculó en la silla de manera que la capucha de su capa de lluvia ricamente bordada cayó sobre sus hombros. Una de sus mejillas se crispó con un tic nervioso. Sus ojos podían estar rebosantes de miedo, o de odio. A su lado, Ailil toqueteaba las riendas con aparente tranquilidad.

—¿Qué más podéis querer? —preguntó la mujer más baja, con voz fría, como una dama mostrándose amable con un inferior. Apenas—. Si el alcance de la victoria se mide por las bajas enemigas, creo que sólo el día de hoy pondrá vuestro nombre en las crónicas de la historia.

—¡Lo que quiero es empujar a los seanchan de vuelta al mar! —barbotó Rand. ¡Luz, tenía que acabar con ellos ahora, cuando tenía una oportunidad! ¡No podía luchar contra los seanchan, los Renegados y sólo la Luz sabía quiénes más al mismo tiempo!—. ¡Lo hice antes y volveré a hacerlo ahora!

«Vaya ¿acaso tienes el Cuerno de Valere guardado en un bolsillo esta vez?», inquirió irónicamente Lews Therin. Rand le gruñó ferozmente para sus adentros.

—Hay alguien allí abajo —dijo de repente Flinn—. Cabalga en esta dirección. Desde el oeste.

Rand hizo dar media vuelta a su montura. Los legionarios rodeaban las laderas de la colina, aunque se ocultaban tan bien que rara vez conseguía atisbar una chaqueta azul. Ninguno de ellos tenía caballo. ¿Quién osaría cabalgar por campo abierto?

El bayo de Bashere subió la cuesta trotando, casi como si fuera terreno llano. El yelmo del general saldaenino iba colgado de la silla, y él parecía agotado.

—Hemos acabado aquí —manifestó Bashere con voz inexpresiva, sin preámbulos—. Una parte de la lucha es saber cuándo marcharse, y es momento de hacerlo. He dejado casi quinientos muertos en esta batalla, y a dos de vuestros soldados para acabar de aderezar el guiso. Envié a tres de ellos a buscar a Semaradrid, Gregorin y Weiramon, con el mensaje de que regresen de inmediato y se reúnan con vos. Dudo que se encuentren en muchas mejores condiciones que yo mismo. ¿Cómo va vuestra cuenta particular para el carnicero?

Rand hizo caso omiso a la pregunta. Las bajas de su columna superaban en casi doscientas a las de Bashere.

—No teníais autoridad para enviar órdenes a los demás. Mientras siga quedando media docena de Asha’man, ¡mientras quede yo, me basta! Tengo intención de encontrar al resto del ejército seanchan y destruirlo, Bashere. No permitiré que agreguen Altara a sus conquistas junto a Tarabon y Amadicia.

Bashere se atusó el bigote con los nudillos al tiempo que soltaba una seca risotada.

—Queréis encontrarlos. Mirad ahí fuera.

Trazó un arco en el aire con la mano enguantada que abarcaba las colinas del oeste.

—No puedo señalar un punto en particular, pero habrá diez, tal vez quince mil, lo bastante cerca para verlos desde aquí si esos árboles no estuvieran en medio. He bailado con el Oscuro para llegar hasta vos atravesando sus líneas sin ser descubierto. Debe de haber alrededor de un centenar de damane ahí abajo. Tal vez más. Y las que sin duda vienen de camino, así como soldados. Por lo visto, su general ha decidido concentrarse en vos. Supongo que ser ta’veren no siempre significa queso y cerveza.

—Si están ahí fuera… —Rand oteó las colinas. La lluvia había arreciado. ¿Dónde había movimiento? Luz, qué cansado estaba. El saidin lo aporreaba, lo tenía molido. De manera inconsciente tocó el envoltorio sujeto debajo de la correa del estribo. Su mano se apartó bruscamente motu proprio. Diez mil, incluso quince mil… Una vez que Semaradrid, Gregorin y Weiramon se reunieran con él… Y, lo más importante, una vez que los restantes Asha’man llegaran…—. Si están ahí fuera, ahí será donde los destruya, Bashere. Los atacaré por todos lados, como teníamos intención de hacerlo desde el principio.

Fruncido el entrecejo, Bashere hizo que su caballo se acercara a él hasta que su rodilla casi tocó la de Rand. Flinn apartó su montura de ellos, pero Adley estaba demasiado concentrado en escudriñar a través de la lluvia para reparar en algo tan próximo a él, y Dashiva, todavía enjugándose incesantemente la cara, los observaba con interés, sin disimular. Bashere bajó la voz hasta hablar en un murmullo.

—No estáis razonando con claridad. Ése era un buen plan al principio, pero su general piensa con rapidez. Se desplegó para entorpecer nuestros ataques antes de que pudiéramos caer sobre ellos en una maniobra envolvente. Aun así, aparentemente le hemos infligido un duro castigo, y ahora está reuniendo de nuevo a todas sus tropas. No lo cogeréis por sorpresa. Lo que quiere es que vayáis por él. Está ahí fuera, esperando que ocurra. Asha’man o no Asha’man, si nos ponemos cara a cara con ese tipo, si nos encontramos a su altura, entonces creo que los buitres se darán un festín y nadie saldrá vivo.

—Nadie se encuentra a la altura del Dragón Renacido —gruñó Rand—. Los Renegados pueden decírselo a ese hombre, sea quien fuere. ¿Verdad, Flinn? ¿Dashiva? —Flinn asintió vacilante. Dashiva se encogió—. ¿Pensáis que no puedo sorprenderlo, Bashere? ¡Pues observad!

Sacó el envoltorio alargado y le quitó la tela que lo cubría; oyó exclamaciones ahogadas cuando las gotas de lluvia relucieron sobre una espada aparentemente hecha de cristal. La Espada que no es una Espada.

—Veamos si se sorprende o no con Callandor en las manos del Dragón Renacido, Bashere.

Apoyando la hoja translúcida en el doblez del brazo, Rand hizo que Tai’daishar se adelantara unos pasos. No tenía por qué hacerlo, ya que desde allí no tenía una perspectiva más clara del terreno. Sólo que… Algo se deslizaba por el exterior del vacío, una telaraña negra tejiéndose sinuosa, envolvente. Tenía miedo. La última vez que había empuñado Callandor, que la había usado realmente, había intentado traer de vuelta a la vida a los muertos. Entonces había estado seguro de que podía hacer cualquier cosa, lo que fuera. Como un loco creyéndose capaz de volar. Pero él era el Dragón Renacido. Podía hacer cualquier cosa. ¿Acaso no lo había demostrado repetidas veces? Intentó asir el Poder a través de la Espada que no es una Espada.

El saidin pareció penetrar instantáneamente en Callandor antes de que él tocase la Fuente a través de ella. Desde el pomo de la empuñadura hasta la punta de la hoja, la espada de cristal resplandeció con una luz blanca. ¡Y había creído que el Poder lo henchía antes! Ahora contenía más dentro de sí de lo que podrían diez hombres juntos sin ayuda, o un centenar, no sabía realmente cuántos. El fuego del sol, irradiando abrasador a través de su cabeza, de su mente. El frío de todos los inviernos de todas las Eras, penetrando mordiente en su corazón. En aquel torrente, la infección era la suma de todos los estercoleros del mundo vaciándose en su alma. El saidin seguía intentando matarlo, intentando arrollar, abrasar, congelar hasta la última partícula de su ser, pero luchó y vivió un instante más, y otro, y otro. Quiso reír. ¡Podía hacer cualquier cosa!

Una vez, empuñando Callandor, había creado un arma que rastreó a los Engendros de la Sombra por toda la Ciudadela de Tear, los mató con rayos que los perseguían y se descargaban sobre ellos allí donde se habían parado o corrían o se escondían. Sin duda tenía que haber algo parecido para utilizarlo contra el enemigo allí. Pero cuando llamó a Lews Therin sólo le respondieron gimoteos angustiados, como si la voz incorpórea temiera el dolor infligido por el saidin.

Con Callandor resplandeciendo en su mano —no recordaba haber enarbolado el arma— contempló intensamente las colinas donde su enemigo se ocultaba. Ahora estaban grises, con el aguacero y las espesas y negras nubes que tapaban el sol. ¿Qué era lo que le había dicho a Eagan Padros?

—Yo soy la tormenta —susurró, aunque en sus oídos sonó como un grito, como un bramido, y encauzó.

En lo alto, las nubes bulleron, se arremolinaron. Donde habían sido de color pizarroso, se tornaron negras como el hollín, como la noche más oscura. No sabía lo que estaba encauzando. Eso le ocurría a menudo, a pesar de las enseñanzas de Asmodean. Quizá Lews Therin lo estaba guiando, a despecho de sus gimoteos. Flujos de saidin giraron vertiginosamente por la negra bóveda, Viento, Agua y Fuego. Del cielo llovieron rayos, cien, centenares a la vez, venablos blanco azulados que se bifurcaban y se descargaban hasta donde le alcazaba la vista. Las colinas que tenían enfrente explotaron. Algunas saltaron en pedazos bajo el torrente de relámpagos como un termitero reventado a patadas. El fuego estalló en las arboledas, los árboles convirtiéndose en antorchas bajo la lluvia, las llamas propagándose velozmente a través de los olivares.

Algo lo golpeó con fuerza y fue consciente de estar levantándose del suelo. La corona se le había caído de la cabeza, pero Callandor seguía resplandeciendo en su mano. Vagamente, advirtió que Tai’daishar se incorporaba también, tembloroso. Así que lo contraatacaban ¿verdad? Alzando más aún a Callandor, bramó:

—¡Venid a atacarme si os atrevéis! ¡Yo soy la tormenta! ¡Ven si te atreves, Shai’tan! ¡Soy el Dragón Renacido!

Un millar de siseantes rayos llovieron de las nubes. Algo lo golpeó otra vez. Intentó levantarse, sin éxito; un peso se lo impedía. Callandor, todavía brillante, estaba tirada a un metro de su mano extendida. La violenta tormenta de relámpagos resquebrajaba el cielo. De repente se dio cuenta de que el peso que tenía encima era Bashere y que el saldaenino lo sacudía. ¡Debía de haber sido él el que lo había derribado!

—¡Basta! —gritó el general. La sangre le resbalaba por la cara desde un tajo abierto en el cuero cabelludo—. ¡Nos estáis matando! ¡Parad!

Rand volvió la cabeza y una estupefacta mirada fue suficiente. Los rayos se descargaban alrededor, en todas direcciones. Uno se descargó en la ladera opuesta, donde se encontraban Denharad y los mesnaderos; se alzaron gritos de hombres y caballos. Anaiyella y Ailil estaban a pie, tratando en vano de tranquilizar las monturas encabritadas que intentaban soltarse tirando de las riendas, girando los ojos, enloquecidas. Flinn se inclinaba sobre alguien, cerca de un caballo muerto, tiesas ya las patas.

Rand soltó el saidin, pero aun así siguió fluyendo dentro de él durante unos segundos, y la tormenta de rayos rugió. El flujo disminuyó, se debilitó y desapareció. El mareo lo inundó y ocupó el vacío dejado por el Poder. Durante otros tres segundos, dos Callandor brillaron donde permanecían tiradas sobre el suelo y los relámpagos se descargaron. Luego se hizo el silencio, salvo por el creciente repiqueteo de la lluvia. Y por los gritos al otro lado de la colina.

Lentamente, Bashere se quitó de encima de él, y Rand se levantó sin ayuda, tambaleándose sobre las piernas inestables, parpadeando a medida que su vista volvía a enfocarse. El saldaenino lo observaba como habría hecho con un león rabioso, toqueteando la empuñadura de su espada. Anaiyella lo miró un momento, plantado allí de pie, y se desmayó; su caballo salió disparado, las riendas colgando. Ailil, todavía forcejeando con su montura encabritada, lanzó ojeadas fugaces a Rand. Éste dejó a Callandor tirada en el suelo; no estaba seguro de querer cogerla. Aún no.

Flinn se incorporó, sacudió la cabeza y luego permaneció en silencio mientras Rand se acercó, todavía inestable, junto a él. La lluvia caía sobre los ojos sin vida de Jonan Adley, abiertos desmesuradamente, como aterrados. Jonan había sido uno de los primeros. Los gritos procedentes del otro lado de la colina parecían penetrarlo a través de la lluvia como cuchillos. ¿Cuántos más? ¿Cuántos Defensores? ¿Y Compañeros? ¿Y…?

La torrencial lluvia ocultaba las colinas donde se encontraban los seanchan. ¿Los habría alcanzado siquiera, al atacar a ciegas? ¿O seguirían esperando allí, con todas sus damane, para ver a cuántos más de los suyos podía matar por ellos?

—Organizad la guardia que creáis oportuna —dijo a Bashere. Su voz era hierro. Adley. Uno de los primeros. Su corazón era hierro—. Cuando Gregorin y los otros se reúnan con nosotros, Viajaremos al lugar donde esperan los carros tan deprisa como podamos.

Bashere asintió en silencio y se alejó bajo la lluvia.

«He perdido —pensó, embotado, Rand—. Soy el Dragón Renacido, pero, por primera vez, he perdido».

De pronto, Lews Therin emergió enfurecido dentro de él, olvidadas por completo las retiradas a hurtadillas.

«Yo jamás he sido derrotado —bramó—. ¡Soy el Señor de la Mañana! ¡Nadie puede derrotarme!»

Rand se sentó bajo la lluvia, girando la Corona de Espadas en sus manos, mirando a Callandor tirada en el suelo. Dejó que Lews Therin bramara y rugiera de rabia.


Abaldar Yulan lloraba y agradecía que el aguacero ocultara las lágrimas que corrían por sus mejillas. Alguien tendría que dar la orden. Finalmente alguien tendría que pedir perdón a la emperatriz, así viviera eternamente, y quizás a Suroth antes. Pero no era ése el motivo de su llanto, ni incluso la muerte de un compañero. Se desgarró bruscamente una manga de su chaqueta y la echó sobre los ojos abiertos de Miraj para que la lluvia no cayera sobre ellos.

—Comunicad la orden de retirada —mandó Yulan, y vio que los hombres que lo rodeaban acusaban el impacto de la noticia con un respingo. Por segunda vez en esas costas del Océano Aricio, el Ejército Invencible había sufrido una derrota aplastante, y Yulan no creía ser el único que llorara.

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