Tercera parte La cinta roja (2006)

Dondequiera que haya lucha, habrá víctimas

y la muerte es un suceso habitual.

Pero son los intereses del pueblo

lo que nos mueve,

y el sufrimiento de la mayoría,

y morir por el pueblo

es sufrir una muerte digna.

Lo que no significa que debamos hacer lo posible

por evitar víctimas innecesarias.

Mao Zedong, 1944


Los rebeldes

19

Birgitta Roslin encontró lo que buscaba en un recóndito rincón del restaurante chino. A la lamparilla que colgaba sobre la mesa le faltaba una de las cintas.

Se quedó petrificada y contuvo la respiración.

«A esta mesa se sentó alguien», se dijo. «En el rincón más oscuro del restaurante. De aquí se levantó, dejó el establecimiento y se dirigió a Hesjövallen.

»Debió de ser un hombre. No cabe duda de que fue un hombre.»

Miró a su alrededor. La joven camarera le sonrió mientras le llegaban de la cocina voces chillonas hablando en chino.

Pensó que ni ella ni la policía habían entendido nada de lo sucedido. Aquello tenía mucha más envergadura, era más profundo y misterioso de lo que habían imaginado.

En realidad, no sabían nada en absoluto.

Se sentó a la mesa y jugueteó indolente con la comida que había ido a buscar a la mesa del bufé. Seguía siendo la única clienta del restaurante. Llamó a la camarera y le señaló la lamparilla.

– Le falta una cinta -observó.

En un primer momento, la joven no pareció entender lo que quería decir y Birgitta Roslin volvió a señalar. La camarera asintió extrañada. Ella no sabía nada de la cinta que faltaba. Después se agachó y miró debajo de la mesa, por si se hubiese caído allí.

– No está -declaró al fin-. No la he visto.

– ¿Desde cuándo no está la cinta? -quiso saber Birgitta Roslin.

La camarera la miró sin comprender y ella le repitió la pregunta, pues pensó que la joven no la había entendido. Pero la camarera negó impaciente con la cabeza.

– No sé. Si no le gusta esta mesa, puede elegir otra.

Antes de que Birgitta Roslin tuviese tiempo de contestar, la camarera se había marchado para atender a un grupo de clientes que acababa de entrar en el restaurante. Supuso que serían empleados de alguna empresa municipal, pero al oír su conversación comprendió que participaban en un seminario sobre el alto índice de desempleo existente en Hälsingland. Birgitta Roslin continuó picando distraída de su plato mientras el restaurante iba llenándose. La joven camarera estaba sola y tenía demasiado trabajo con tantos comensales. Finalmente, un hombre que salió de la cocina acudió en su ayuda para retirar los platos sucios y limpiar las mesas.

Dos horas después se aplacaron las prisas del almuerzo. Birgitta Roslin no había dejado de juguetear con su comida, pidió una taza de té verde y se dedicó a pensar en lo que había sucedido desde que llegó a Hälsingland. Por supuesto que no conseguía explicarse cómo habría ido a parar la cinta roja del restaurante al suelo nevado de Hesjövallen.

La camarera se acercó a su mesa a preguntarle si quería algo más. Birgitta negó con un gesto.

– Pero me gustaría hacerle varias preguntas.

Aún quedaban algunos clientes en el local. La camarera fue a hablar con el hombre que le había ayudado antes, y luego volvió a la mesa de Birgitta Roslin.

– Si quieres comprar la lámpara, puedo arreglarlo -le dijo con una sonrisa.

Birgitta Roslin le sonrió también.

– No, nada de lámparas -aseguró-. ¿Abristeis en Año Nuevo?

– Siempre tenemos abierto -respondió la camarera-. Una idea de negocio china. Tener siempre abierto, mientras los demás cierran.

Birgitta Roslin pensó que la pregunta que deseaba hacerle era, en realidad, imposible de responder. Pese a todo, la formuló.

– ¿Tú sueles recordar a tus clientes?

– Tú has estado aquí antes -afirmó la camarera-. Sí, recuerdo a los clientes.

– ¿Recuerdas si había alguien aquí sentado en Año Nuevo?

La camarera meneó la cabeza.

– Ésta es una buena mesa. Siempre hay alguien aquí sentado. Hoy estás tú, mañana será otro.

Birgitta Roslin comprendió lo absurdo de unas preguntas tan vagas e imprecisas. Tenía que concretar. Tras vacilar unos minutos, cayó en la cuenta de cómo podía formularla.

– En Año Nuevo -repitió-. Un cliente al que no habías visto nunca antes.

– ¿Nunca?

– Nunca, ni antes ni tampoco después.

Vio que la camarera se esforzaba por hacer memoria.

Los últimos clientes ya salían del restaurante cuando el teléfono que había junto a la caja empezó a sonar. La camarera atendió la llamada y tomó nota de un pedido para llevar. Después, volvió a la mesa. Entretanto, alguien que trabajaba en la cocina había puesto un disco de música china.

– Bonita música -dijo la camarera sonriendo-. Música china. ¿Te gusta?

– Bonita, sí -convino Birgitta Roslin-. Muy bonita.

La camarera dudaba, hasta que al fin asintió, al principio algo insegura, después, cada vez más convencida.

– Un hombre chino -dijo.

– ¿Que se sentó aquí?

– En la misma silla que tú. Vino a cenar.

– ¿Cuándo?

La joven reflexionó un instante.

– En enero. Pero no en Año Nuevo, sino después.

– ¿Cuánto después?

– Nueve o diez días, quizá.

Birgitta Roslin se mordió el labio. «Podría cuadrar», se dijo. «La trágica noche de Hesjövallen fue la del doce al trece de enero.»

– ¿Pudo ser unos días después?

La camarera fue a buscar el libro de pedidos en que anotaban las reservas.

– El doce de enero -afirmó-. Se sentó ahí. No había reservado mesa, pero recuerdo a otros clientes que estuvieron la misma noche.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Chino. Delgado.

– ¿Qué dijo?

La camarera respondió tan rápido que a Birgitta le sorprendió.

– Nada. Sólo señaló lo que quería.

– Pero ¿era chino?

– Intenté hablar con él en chino, pero me dijo «Calla», y siguió señalando. Pensé que querría estar en paz. Comió. Tomó sopa, rollitos de primavera, nasi goreng y postre. Tenía mucha hambre.

– ¿Bebió algo?

– Agua y té.

– ¿Y no dijo nada durante toda la cena?

– Quería estar tranquilo.

– ¿Qué ocurrió después?

– Pagó. Con moneda sueca. Y se fue.

– ¿Y no volvió por aquí?

– No.

– ¿Fue él quien se llevó la cinta roja?

La camarera se echó a reír.

– ¿Por qué iba a hacer algo así?

– ¿Significan esas cintas algo especial?

– Son simples cintas rojas, ¿qué iban a significar?

– ¿Sucedió algo más?

– ¿Como qué?

– Me refiero a después de que se marchase.

– Haces unas preguntas muy raras. ¿Eres de Hacienda? Ese hombre no trabaja aquí. Y nosotros pagamos los impuestos. Todos los que trabajan aquí tienen sus papeles en regla.

– No, es sólo curiosidad. De modo que no volviste a verlo más, ¿no?

La camarera señaló la ventana del restaurante.

– Se fue hacia la derecha. Estaba nevando. Y desapareció para siempre. No lo he vuelto a ver más. ¿Para qué quieres saberlo?

– Puede que lo conozca -respondió Birgitta Roslin.

Pagó y salió a la calle. El hombre que había estado sentado a aquella mesa se dirigió a la derecha al salir. Ella hizo lo mismo. En el cruce, miró a su alrededor. Había unas tiendas y un aparcamiento a un lado. La perpendicular que iba en otra dirección desembocaba en un callejón sin salida. Había un pequeño hotel con el cartel luminoso resquebrajado. Volvió a mirar a su alrededor y posó nuevamente la mirada en el cartel luminoso del hotel. Una idea empezó a forjarse en su mente.

Regresó al restaurante chino. La camarera estaba sentada fumándose un cigarro y se sobresaltó cuando ella abrió la puerta. Apagó el cigarrillo de inmediato.

– Tengo otra pregunta que hacerte -dijo Birgitta Roslin-. El hombre que ocupó esa mesa, ¿llevaba ropa de abrigo?

La camarera reflexionó unos minutos.

– Pues no, lo cierto es que no -respondió-. ¿Cómo lo sabías?

– No lo sabía. Sigue fumándote el cigarro. Gracias por tu ayuda.

La puerta del hotel estaba estropeada. Alguien había intentado forzarla y la reparación era provisional. Subió media planta, hasta una recepción que no se componía más que de un mostrador abatible. Estaba vacía. Llamó, pero nadie acudió. Vio que había una campanilla, tiró y se sobresaltó cuando, de repente, descubrió que había alguien a su espalda. Un hombre casi esquelético, como un enfermo terminal. Llevaba unas gafas de lentes muy gruesas y olía a alcohol.

– ¿Desea una habitación?

Birgitta Roslin detectó un leve residuo dialectal en su forma de hablar, como de Gotemburgo.

– No, sólo quería hacer un par de preguntas; sobre un amigo mío que estuvo aquí alojado.

El hombre fue arrastrando las zapatillas de casa hasta que apareció detrás del mostrador. Con mano temblorosa, logró sacar el libro de registro. Birgitta jamás se habría imaginado que aún existiesen hoteles como aquél. Tenía la sensación de haber viajado hacia atrás en el tiempo, como en una película de la década de 1940.

– ¿Cómo se llama el huésped?

– Sólo sé que es chino.

El hombre apoyó lentamente el registro sobre el mostrador mientras la miraba sin dejar de mover la cabeza. Birgitta Roslin supuso que tendría Parkinson.

– Por lo general, uno sabe el nombre de sus amigos. Aunque sean chinos.

– Bueno, es amigo de un amigo. Un chino.

– Sí, de eso ya me he enterado. ¿Cuándo se supone que se alojó aquí?

«¿Cuántos huéspedes chinos has tenido?», pensó Birgitta. «Si se alojó aquí, debes recordarlo.»

– A principios de enero.

– Por entonces yo estaba ingresado en el hospital. Un sobrino mío se hizo cargo del hotel entretanto.

– ¿Podrías llamarlo por teléfono?

– Pues no, porque está de crucero por el Ártico.

El hombre se puso a escrutar el registro con ojos miopes.

– Vaya, aquí tenemos a un huésped chino -dijo de pronto-. Un tal señor Wang Min Hao, de Pekín. Se alojó aquí una noche. Entre el doce y el trece de enero. ¿Es la persona que buscas?

– Sí -respondió Birgitta incapaz de ocultar su excitación-. Es él.

El hombre le dio la vuelta al registro para que ella pudiese leerlo. Birgitta Roslin sacó del bolso un trozo de papel y anotó los datos que figuraban en el libro. Nombre, número de pasaporte y algo que, supuso, sería una dirección de Pekín.

– Gracias -le dijo al hombre-. Has sido de gran ayuda. ¿Se dejó algo olvidado en el hotel?

– Me llamo Sture Hermansson. Mi mujer y yo hemos llevado este hotel desde 1946. Ahora está muerta. Y yo no tardaré en morir. Éste es el último año que tengo el hotel abierto. Van a derribar el edificio.

– Es una lástima.

Sture Hermansson lanzó un gruñido displicente.

– ¿Qué es una lástima? La casa está hecha una ruina. Y yo también. Es normal que muera la gente mayor. En fin, lo cierto es que creo que el chino ese se dejó algo aquí.

Sture Hermansson entró en la habitación que había detrás del mostrador. Birgitta Roslin aguardaba impaciente.

Ya empezaba a preguntarse si no se habría muerto allí dentro, cuando por fin volvió a salir con una revista en la mano.

– Cuando volví del hospital, esto estaba en una papelera. Tengo una rusa que viene a limpiar. Como sólo dispongo de ocho habitaciones, se las arregla sola, pero no es muy concienzuda. Así que, cuando volví del hospital, lo repasé todo. Y hallé la revista en la habitación del chino.

Sture Hermansson le pasó la revista, llena de caracteres chinos y de fotografías con exteriores y personas chinas. Intuyó que se trataba de una publicación de presentación de alguna empresa, no una revista propiamente. En la contraportada habían garabateado con bolígrafo algo en caracteres chinos.

– Puedes llevártela si quieres -le dijo Sture Hermansson-. Yo no sé chino.

Birgitta se la guardó en el bolso, dispuesta a marcharse.

– Gracias por tu ayuda.

Sture Hermansson le sonrió.

– De nada. ¿Te ha servido?

– Bastante.

Ya se dirigía a la salida cuando oyó a su espalda la voz de Sture Hermansson.

– ¡Ah! Quizá tenga algo más para ti. Aunque parece que tienes prisa y tal vez no puedas esperar.

Birgitta Roslin volvió al mostrador. Sture Hermansson sonrió y señaló un punto detrás de su cabeza. Birgitta Roslin no sabía qué quería mostrarle. Allí no había más que un reloj y un almanaque de un taller de coches que prometía un servicio rápido y eficaz en todos los modelos de Ford.

– No entiendo a qué te refieres.

– En ese caso, tienes peor vista que yo -aseguró Sture Hermansson.

Sacó una varilla que tenía debajo del mostrador.

– Este reloj se atrasa -le explicó-. Y utilizo la varilla para colocar bien las agujas. No es bueno subirse a una escalera con estos temblores.

Dicho esto señaló con la varilla hacia la pared, junto al reloj. Birgitta sólo veía una válvula, y seguía sin comprender lo que pretendía mostrarle. De pronto, cayó en la cuenta de que no era una válvula, sino una abertura en la pared, tras la que se ocultaba una cámara.

– Quizá podamos averiguar cómo es ese hombre -declaró Sture Hermansson claramente satisfecho.

– ¿Es una cámara de vigilancia?

– Exacto. Que instalé yo mismo. Resulta carísimo contratar a una empresa para que instale su equipo en un hotel tan pequeño. ¿A quién se le ocurriría la absurda idea de venir a robarme a mí? Sería tan necio como robarle a alguno de los tristes sujetos que se dedican a emborracharse en los parques de la ciudad.

– En otras palabras, que tienes fotografiados a todos los que se alojan en el hotel, ¿no es eso?

– Los filmo. Ni siquiera sé si es legal, pero debajo del mostrador puse un botón para empezar a grabar, y así los filmo. -Hermansson la miró divertido-. Ahora, por ejemplo, acabo de filmarte a ti -explicó-. Además, te has colocado de modo que la película quedará estupenda.

Birgitta Roslin lo acompañó detrás del mostrador hasta una habitación donde, evidentemente, tenía tanto el despacho como el dormitorio. A través de una puerta entreabierta vio una antigua cocina en la que una mujer fregaba los platos.

– Es Natascha -explicó Sture Hermansson-. En realidad, se llama de otra manera, pero yo pienso que Natascha es el nombre más apropiado para una rusa.

De repente, miró a Birgitta visiblemente preocupado.

– No serás policía, ¿verdad?

– No, en absoluto.

– No creo que tenga los papeles en regla, pero supongo que lo mismo sucede con gran parte de la población inmigrante, si no me equivoco.

– No, no creo -objetó Birgitta Roslin-. Pero no te inquietes, no soy policía.

Sture Hermansson empezó a rebuscar entre las cintas de vídeo, marcadas con la fecha.

– Esperemos que mi sobrino no se olvidase de apretar el botón… No he comprobado las grabaciones de primeros de enero, pues entonces apenas teníamos huéspedes.

Tras un intenso trajín, que impacientó a Birgitta hasta el punto de desear arrancarle las cintas de las manos, el hombre encontró la que buscaba y encendió el televisor. La mujer a la que llamaba Natascha pasó por la habitación como una muda sombra.

Sture Hermansson pulsó el botón de reproducción. Birgitta Roslin se acercó a la pantalla con vivo interés. La claridad de la imagen era sorprendente. Al otro lado del mostrador se veía a un hombre con un gran gorro de piel.

– Lundgren, de Järvsö -explicó Sture Hermansson-. Viene aquí una vez al mes para estar en paz y beber tranquilamente en su habitación. Cuando se emborracha, entona salmos. Después, vuelve a casa. Un hombre amable, comerciante de chatarra. Se aloja en mi hotel desde hace casi treinta años. Le hago descuento.

La pantalla parpadeó, y cuando volvió a verse con claridad, mostró a dos mujeres de edad madura.

– Las amigas de Natascha -explicó Sture en tono sombrío-. Vienen de vez en cuando. Prefiero no imaginarme qué hacen en la ciudad, pero en el hotel no les permito recibir visitas. Sin embargo, sospecho que lo hacen de todos modos, mientras yo duermo.

– ¿Ellas también tienen descuento?

– A todo el mundo le hago descuento. No tengo precios fijos. El hotel lleva con pérdidas desde finales de los años sesenta. En realidad, vivo de una pequeña cartera de acciones que tengo. Confío en la madera y en la industria pesada. Es el consejo que siempre les doy a mis amigos de confianza.

– ¿Cuál?

– Acciones de fábricas suecas. Son insuperables.

En la pantalla volvió a verse a alguien y Birgitta Roslin dio un respingo. Se distinguía al hombre perfectamente. Un hombre chino que llevaba un abrigo oscuro. Por un instante, el sujeto alzó la vista hacia la cámara. Fue como si mirase a Birgitta a los ojos. «Joven», se dijo. «Poco más de treinta años, si la grabación no engaña. Toma la llave y desaparece del campo de visión.»

La pantalla quedó a oscuras.

– No veo muy bien -confesó Sture Hermansson-. ¿Es la persona que buscas?

– Sí, eso creo; pero ¿podría comprobar en el registro si se inscribió después de nuestras amigas las rusas?

El hombre se levantó y entró en la pequeña recepción. Entretanto, Birgitta Roslin volvió a pasar varias veces el fragmento de grabación del hombre chino. Detuvo la imagen en el instante en que él miraba a la cámara. «Adivinó que la cámara estaba ahí, filmándolo», se dijo Birgitta Roslin. «Luego bajó la vista y volvió la cara. Incluso cambió de posición para que no se le viese el rostro.» Todo fue muy rápido. Volvió a pasar la cinta para verla una vez más. Y le dio la impresión de que el hombre estaba alerta en todo momento, como buscando la cámara. Volvió a congelar la imagen. Un hombre con el cabello muy corto, mirada intensa y labios apretados. Movimientos rápidos, vigilante. Tal vez mayor de lo que pensó en un primer momento.

En ese instante volvió Sture Hermansson.

– Parece que tenías razón -confirmó-. Dos damas rusas se registraron con nombres falsos, como de costumbre. Y después vino el caballero chino, el señor Wang Min Hao, de Pekín.

– ¿Se podría hacer una copia de esta grabación?

Sture Hermansson se encogió de hombros.

– Puedes llevártela. Total, ¿para qué la quiero? En realidad, yo sólo instalé la cámara de vídeo para entretenerme y suelo regrabar un par de veces al año. Quédatela.

Hermansson guardó la cinta en la funda y se la tendió a Birgitta. Salieron al rellano de la escalera cuando Natascha estaba limpiando las tulipas de las lámparas que iluminaban la entrada del hotel.

Sture Hermansson pellizcó el brazo de Birgitta con amabilidad.

– Tal vez ahora sí puedas contarme por qué te interesa tanto ese chino, ¿no? ¿Te debe dinero?

– No, ¿por qué iba a deberme dinero?

– Todos le debemos algo a alguien. Si preguntamos por alguien, suele ser por cuestiones de dinero.

– Yo creo que este hombre puede responder a algunas preguntas -aclaró Birgitta Roslin-. No puedo decir más, lo siento.

– ¿Y dices que no eres policía?

– No.

– Pero tampoco eres de por aquí, ¿verdad?

– No, no lo soy. Me llamo Birgitta Roslin y soy de Helsingborg. Si volviera a aparecer, te agradecería que me avisaras.

Birgitta anotó su dirección y su número de teléfono y se lo tendió a Sture Hermansson.

Ya en la calle, notó que estaba sudorosa. Los ojos del chino aún la perseguían. Se guardó la cinta de vídeo en el bolso y miró indecisa a su alrededor. ¿Qué tenía que hacer ahora? En realidad, debería estar camino de Helsingborg, de vuelta a casa, pero ya era bastante tarde. Se dirigió a una iglesia que había cerca, entró en el fresco recinto y se sentó en uno de los primeros bancos. Había un hombre arrodillado reparando la junta de escayola de uno de los gruesos muros. Birgitta se esforzó por pensar con claridad. Habían encontrado una cinta roja en Hesjövallen. En la nieve. Por pura casualidad, ella logró localizar su procedencia, el restaurante chino. Un chino había comido allí la noche del 12 de enero. A lo largo de esa noche, o por la mañana temprano, una gran cantidad de personas aparecen muertas en Hesjövallen.

Pensó en las imágenes que había visto en la grabación de Sture Hermansson. ¿Era razonable pensar que aquella matanza fuese obra de un solo hombre? ¿Habría algún cómplice del que ella todavía no tenía noticia? Y la cinta roja, ¿habría ido a parar allí por una razón totalmente distinta, no relacionada con el asunto?

No hallaba respuesta a sus preguntas. Sacó el folleto que había en la papelera de la habitación del chino, que también la hacía dudar de que existiese conexión alguna entre Wang Min Hao y lo acontecido en Hesjövallen. Un asesino tan perverso, ¿dejaría huellas tan evidentes de su presencia?

Había poca luz en la iglesia, se puso las gafas y hojeó el folleto. En uno de los encartes que incluía se veía la imagen de un rascacielos de Pekín entre caracteres chinos. Otras páginas aparecían llenas de columnas de cifras y varias fotografías de chinos sonrientes.

Lo que más le interesaba eran los ideogramas escritos a bolígrafo en la contraportada del folleto, pues le ayudarían a acercarse a Wang Min Hao. Lo más verosímil era que fuesen de su puño y letra, ¿tal vez como recordatorio de algo? ¿Por alguna otra razón?

¿Quién podría ayudarle a descifrar el mensaje? En el preciso momento en que se planteó la pregunta supo la respuesta. En efecto, de improviso le vino a la mente su ya lejana y roja juventud. Salió de la iglesia y, móvil en mano, se dirigió al camposanto adyacente. Karin Wiman, una de sus amigas de Lund, era sinóloga y trabajaba en la Universidad de Copenhague. Karin no respondió, pero Birgitta dejó un mensaje en el contestador pidiéndole que se pusiese en contacto con ella. Después volvió al coche y buscó un hotel del centro de la ciudad, donde le dieron una habitación bastante amplia del último piso. Encendió el televisor y leyó en el teletexto que aquella noche nevaría.

Se tumbó en la cama a esperar que sonase el teléfono. De la habitación contigua se oía la risa de un hombre.

La despertó el timbre del teléfono. Era Karin Wiman, que, un tanto intrigada, le devolvía la llamada. Cuando Birgitta le explicó lo que pretendía, Karin le sugirió que buscase un aparato de fax y le enviase el texto en caracteres chinos.

Le ayudaron a enviarlo en recepción. Después volvió a su habitación. Ya había anochecido y pronto tendría que llamar a casa para avisar de que había cambiado de idea, que el tiempo había empeorado mucho y que se quedaría otra noche más.

Karin Wiman la llamó a las siete y media.

– La caligrafía es muy mala, pero creo que he podido interpretarlo. Birgitta Roslin contuvo la respiración.

– Es el nombre de un hospital. Lo he buscado y he visto que se halla en Pekín. Se llama Longfu y está en el centro de la ciudad, en una calle llamada Mei Shuguan Houije. Cerca del hospital, en la misma calle, se encuentra también el gran museo de arte chino. Si quieres, puedo mandarte un mapa.

– Sí, gracias.

– Y, ahora, ¿por qué no me cuentas para qué querías saber lo que decía el texto? Me muero de curiosidad. ¿Acaso ha resucitado tu antiguo interés por China?

– Tal vez sea eso. Ya te lo contaré más adelante. ¿Podrías mandarme el mapa al mismo número de fax que utilicé antes?

– Lo recibirás en unos minutos, pero te comportas de forma más misteriosa de lo que yo quisiera.

– Ten paciencia, te lo contaré en su momento.

– Deberíamos vernos.

– Lo sé. No lo hacemos casi nunca.

Birgitta Roslin bajó a recepción a esperar el fax. Pocos minutos después recibió un mapa del centro de Pekín. Karin Wiman le había señalado el hospital con una flecha.

Cayó en la cuenta de que tenía hambre, pero en el hotel no había restaurante y fue a buscar su abrigo para salir. Cuando volviese, se aplicaría a examinar el mapa.

Era de noche, pocos vehículos circulaban por las calles y tan sólo se veía a algún que otro peatón. El hombre de la recepción le propuso un restaurante italiano que quedaba cerca. Allí se dirigió, pues, a cenar en el poco concurrido local.

Cuando terminó y salió a la calle, había empezado a nevar. Se puso en marcha camino del hotel.

De repente se detuvo y se dio la vuelta. Sin saber por qué, tuvo la sensación de que alguien la observaba. Sin embargo, cuando miró hacia atrás, no vio a nadie.

Apretó el paso para llegar al hotel y fue directamente a la habitación, cuya puerta cerró con la cadena. Después se situó junto a la ventana para observar la calle.

Como antes, no había nadie. Tan sólo la nieve que caía cada vez más espesa.

20

Birgitta Roslin no durmió tranquila. Se despertó varias veces y se asomó a la ventana. Seguía nevando y el viento levantaba la nieve por las calles vacías. Se despertó del todo hacia las siete, debido al traqueteo de las máquinas quitanieves que pasaban delante del hotel.

Antes de irse a dormir, llamó a casa para explicar en qué hotel se alojaba. Staffan la escuchó pero habló poco. «Lo más probable es que se esté preguntando qué pasa», se dijo. «Desde luego, no dudará de que no le soy infiel pero, en realidad, ¿cómo puede estar seguro de ello? ¿No debería sospechar, como mínimo, que tal vez haya conocido a alguien que se haga cargo de mi vida sexual? ¿O acaso está convencido de que no me cansaré nunca de esperar?»

A lo largo del año, ella se había preguntado en alguna que otra ocasión si sería capaz de tener una relación íntima con otro hombre. Seguía sin saberlo. Tal vez porque no se había cruzado con ninguno que la atrajese lo suficiente.

El hecho de que Staffan no manifestase la menor sorpresa al ver que ella tardaba en volver le causaba tanto enojo como decepción. «Hubo un momento en la vida en que aprendimos a no profundizar demasiado en la vida espiritual del otro. Todos necesitamos un espacio al que nadie más pueda acceder; pero eso no debe conducirnos a la indiferencia. ¿Acaso es eso lo que nos está pasando?», se preguntó. «¿Habremos llegado ya a ese extremo?»

No lo sabía, pero sentía que la necesidad de mantener con Staffan una conversación al respecto se hacía más inminente cada día.

En su habitación había un aparato para hervir agua y se preparó una taza de té antes de sentarse a estudiar el mapa que le había enviado Karin Wiman. La habitación estaba en semipenumbra, tan sólo iluminada por una lámpara que había junto a la silla, y por la luz que despedía la pantalla del televisor encendido con el volumen al mínimo. Aquel mapa no resultaba fácil de interpretar, pues la copia era bastante mala. Buscó la Ciudad Prohibida y la plaza de Tiananmen. Todo aquello le trajo a la memoria un sinfín de recuerdos.

Birgitta Roslin dejó el mapa y pensó en sus hijas, en la edad que tenían. La conversación con Karin Wiman le recordó quién había sido en otro tiempo. «Aún presente y, al mismo tiempo, tan lejana», se dijo. «Ciertos recuerdos se presentan nítidos; otros, más débiles, cada vez más borrosos. Hay personas que significaron mucho para mí en aquella época y cuyo rostro apenas puedo reconstruir mentalmente. Otras, menos significativas, las veo con total claridad. Los recuerdos se superponen, vienen y van, crecen y se encogen, pierden y recobran su importancia.

»Sin embargo, jamás podré negar que fue una época decisiva en mi vida. En medio de todo lo que entonces era un caos de ingenuidad, yo creía que el camino hacia un mundo mejor pasaba por la solidaridad y la liberación. Jamás podré olvidar la sensación de estar en el centro del mundo, justo en el momento en que era posible cambiar las cosas.

«Aun así, nunca llegué a ser consecuente con mis ideas de entonces. En mis peores momentos, pensé como una traidora. Incluso con mi madre, que me animaba a ser contestataria. Al mismo tiempo, si he de ser sincera, mi voluntad política sólo fue una especie de barniz con el que cubrir mi existencia. ¡Un barniz sin brillo cubría a Birgitta Roslin! Lo único que cobró fuerza en mí fue la lucha constante por ser una jueza honrada. Nadie puede quitarme esa satisfacción.»

Se tomó el té mientras planificaba lo que haría al día siguiente. Volvería a llamar a la puerta de la comisaría para comunicarles sus descubrimientos. En esta ocasión, no les quedaría más remedio que escucharla, en lugar de ignorar lo que tenía que contarles. En realidad no habían avanzado lo más mínimo en la investigación. Cuando se registró en el hotel, oyó que algunos de los alemanes que se alojaban allí comentaban los sucesos de Hesjövallen. La noticia había traspasado las fronteras del país. «Una vergüenza para la inocente Suecia», se dijo. «El asesinato masivo no es propio de este país. Esas cosas sólo suceden en Estados Unidos o, alguna que otra vez, en Rusia. Suelen ser locos, sádicos o terroristas. Pero esas cosas nunca sucedían aquí, en un remoto y pacífico bosque sueco.»

Intentó calibrar si le había bajado la tensión. Eso creía, al menos. Le sorprendería que el médico no le permitiese volver al trabajo.

Birgitta Roslin pensó en los juicios que la aguardaban al tiempo que se preguntaba cómo habrían ido aquellos que les habían derivado a sus colegas.

De repente, sintió prisa por volver. Debía regresar a casa, a su vida normal, aunque en muchos aspectos fuese una vida vacía e incluso aburrida. No podía pedir que alguien cambiase la situación si ella misma no se esforzaba de algún modo.

En la oscuridad parcial de la habitación del hotel decidió organizar una gran fiesta para el cumpleaños de Staffan. Por lo general, ninguno de los dos se esforzaba gran cosa por celebrar los aniversarios del otro. Tal vez hubiese llegado el momento de cambiar ese comportamiento…


Al día siguiente, cuando llegó a la comisaría, aún seguía nevando. La temperatura había descendido varios grados. Ante la puerta del hotel comprobó en el termómetro que estaban a siete grados bajo cero. Aún no habían retirado la nieve de las aceras y caminaba despacio para no resbalar.

En la recepción de la comisaría reinaba la calma. Un policía solitario leía el tablón de anuncios. La mujer de la centralita, inmóvil en su silla, tenía la mirada perdida.

Birgitta Roslin sintió como si Hesjövallen, con todos sus cadáveres, fuese un cuento malévolo que alguien se hubiese inventado. Aquel crimen múltiple no se había cometido, era un fantasma ficticio que ya empezaba a difuminarse y a desaparecer.

En ese momento sonó el teléfono. Birgitta se acercó a la ventanilla y aguardó hasta que la telefonista hubo pasado la llamada.

– Hola, buscaba a Vivi Sundberg.

– Está reunida.

– ¿Y Erik Huddén?

– También.

– ¿Están todos reunidos?

– Todos. Menos yo. Si es muy importante, puedo hacerles llegar el recado, pero tendrás que esperar un buen rato.

Birgitta Roslin reflexionó durante un instante. Claro que lo que tenía que decirles era importante, tal vez incluso decisivo.

– ¿Cuánto durará la reunión?

– Eso nunca se sabe. Con todo lo que ha sucedido, las reuniones duran a veces todo el día.

La recepcionista le dio paso al policía que estaba leyendo el tablón de anuncios.

– Creo que se ha producido alguna novedad -dijo en voz muy baja-. Los investigadores llegaron esta mañana a las cinco. Y el fiscal también.

– ¿Qué ha pasado?

– No lo sé, pero sospecho que tendrás que esperar un buen rato. Eso sí, recuerda que yo no te he dicho nada…

– No, claro.

Birgitta Roslin se sentó a hojear un periódico. De vez en cuando, un policía salía o entraba cruzando la puerta de cristal. Empezaron a aparecer periodistas y cámaras de televisión. Sólo faltaba que también llegase Lars Emanuelsson.

Dieron las nueve y cuarto y Birgitta Roslin cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared. Al oír una voz conocida dio un respingo. Era Vivi Sundberg. Parecía muy cansada y tenía los ojos marcados por profundas ojeras.

– Me han dicho que querías hablar conmigo.

– Si no es molestia.

– Lo es, pero doy por sentado que lo que te trae aquí es importante. A estas alturas, ya sabes cuáles son las condiciones para que nos prestemos a escuchar.

Birgitta Roslin cruzó con ella la puerta de cristal en dirección a un despacho vacío en ese momento.

– No es el mío -explicó Vivi Sundberg-, pero podemos hablar aquí.

Birgitta Roslin se sentó en la incómoda silla destinada a las visitas mientras que Vivi Sundberg permanecía de pie, con la espalda apoyada contra una estantería atestada de archivadores de color rojo.

Birgitta Roslin se armó de valor mientras pensaba que aquélla era una situación absurda. Vivi Sundberg ya había decidido que lo que ella tuviese que contarle carecería de toda relevancia para la investigación.

– Creo que he descubierto algo -comenzó-. Algo que quizá podríamos llamar una pista.

Vivi Sundberg la observó con rostro inexpresivo. Birgitta Roslin sintió que lo hacía para provocarla. Después de todo, ella era jueza y no ignoraba qué podía ser un dato pertinente e interesante para un policía inmerso en una investigación criminal.

– Es posible que lo que tengo que decir sea tan importante que quizá deberías llamar a algún colega más.

– ¿Por qué?

– Estoy segura de ello.

Su tono fue tan convincente que surtió el efecto deseado. Vivi Sundberg salió al pasillo y, tras unos minutos, volvió con un hombre que no cesaba de toser y que se presentó como el fiscal Robertsson.

– Soy el jefe de la investigación previa. Según Vivi, tienes algo importante que contarnos. Si no lo he entendido mal, eres jueza en Helsingborg, ¿cierto?

– Así es.

– ¿Sigue allí el fiscal Halmberg?

– Ya se ha jubilado.

– Pero ¿sigue viviendo en la ciudad?

– Creo que se ha ido a vivir a Francia, a Antibes.

– ¡Qué suerte! Tenía una debilidad casi infantil por los buenos habanos. En las salas en las que pasaba los recesos de los juicios, los miembros de los jurados solían desmayarse. Salían ahumados. Cuando se prohibió fumar, empezó a perder sus causas. Decía que se debía a la tristeza y a la añoranza que sentía por sus cigarros.

– Sí, he oído esa historia.

El fiscal se sentó junto al escritorio. Vivi Sundberg volvió a apoyarse en la estantería. Y Birgitta Roslin empezó a dar detallada cuenta de sus descubrimientos. Sobre cómo reconoció la cinta roja y localizó su procedencia, y, más tarde, cómo averiguó que un chino había estado de visita en la ciudad. Dejó sobre la mesa la cinta de vídeo junto con el folleto chino y les dio la traducción del mensaje garabateado en caracteres chinos.

Cuando terminó, nadie dijo una palabra. Robertsson la observaba con interés, Vivi Sundberg se escrutaba las manos. Después, Robertsson tomó la cinta y se levantó.

– Echémosle un vistazo. Ahora mismo. Suena absurdo, pero quizás un asesinato absurdo exija una explicación absurda.

Se encaminaron a la sala de reuniones donde una mujer de piel oscura recogía las tazas de café y bolsas de papel. Birgitta Roslin reaccionó ante la rudeza con que Vivi Sundberg le dijo que se marchase. Con cierto esfuerzo y tras varias maldiciones, Robertsson logró poner en marcha el reproductor de vídeo y el televisor.

Alguien llamó a la puerta. Robertsson dijo en voz alta que los dejasen en paz. Se entrevió a las rusas, que no tardaron en desaparecer, la imagen parpadeó y Wang Min Hao apareció en escena, miró a la cámara y dejó de verse. Robertsson rebobinó y congeló la imagen en el instante en que Wang miraba a la cámara. También Vivi Sundberg se mostraba ahora interesada. Cerró las persianas de las ventanas más próximas para que la imagen se viese más nítida.

– Wang Min Hao -declaró Birgitta Roslin-. Si es que ése es su verdadero nombre. Aparece en Hudiksvall el doce de enero como salido de ninguna parte. Pasa la noche en un pequeño hotel después de llevarse una cinta del farolillo de papel de un restaurante. Más tarde, esa cinta es hallada en Hesjövallen. Ignoro de dónde vino o adónde fue.

Robertsson se había inclinado sobre la pantalla del televisor pero enseguida fue a sentarse. Vivi Sundberg abrió una botella de agua mineral.

– Curioso -declaró Robertsson-. Supongo que te habrás asegurado de que la cinta roja es, en efecto, del restaurante.

– Las he comparado.

– Pero ¿qué está pasando aquí? ¿Acaso llevas una investigación privada paralela a la nuestra? -preguntó airada Vivi Sundberg.

– No era mi intención molestar -confesó Birgitta Roslin-. Sé que tenéis mucho que hacer. Resulta casi una misión imposible. Peor que la de aquel desquiciado que mató a un montón de gente en Mälarångare a principios del siglo xx.

– John Filip Nordlund -dijo Robertsson ufano-. Un criminal de la época. Era como uno de nuestros jóvenes hooligans de cabeza rapada. El diecisiete de mayo de mil novecientos, mató a cinco personas en un barco que cubría la travesía entre Arboga y Estocolmo. Lo decapitaron. Algo que, desde luego, no les sucede a nuestros camorristas. Ni tampoco a la persona que ha cometido las atrocidades de Hesjövallen.

Vivi Sundberg no parecía impresionada por los conocimientos históricos de Robertsson y salió al pasillo.

– He pedido que traigan el farolillo del restaurante -dijo cuando regresó.

– No abren hasta las once -aclaró Birgitta Roslin.

– Éste es un pueblo pequeño -observó Vivi Sundberg-. Irán a buscar al propietario y tendrá que abrir.

– Pero procura que los sabuesos de la prensa no se enteren -le advirtió Robertsson-. ¿Te imaginas los titulares? UN CHINO RESPONSABLE DE LA MASACRE DE HESJÖVALLEN. SE BUSCA LOCO ORIENTAL.

– No lo creo, sobre todo después de la conferencia de prensa de esta tarde -objetó Vivi Sundberg.

«O sea, que la joven de la centralita tenía razón», constató Birgitta Roslin para sí. «Hay algo que piensan presentar hoy. De ahí que no muestren demasiado interés en mi historia.»

Robertsson sufrió un violento ataque de tos que le encendió el rostro.

– El tabaco -explicó-. He fumado tantos cigarrillos en mi vida que, si los pusiéramos en fila, cubriríamos el trayecto desde el centro de Estocolmo hasta el sur de Södertälje. A partir de Botkyrka, más o menos, eran con filtro, aunque eso no mejora mucho la situación.

– Bien, reflexionemos un poco -propuso Vivi Sundberg al tiempo que tomaba asiento-. Tú has provocado cierta inquietud e irritación en la comisaría.

«Eso es por lo de los diarios», se dijo Birgitta Roslin. «Robertsson acabará encontrando un motivo por el que acusarme. No creo que sea por prevaricación… Pero seguro que hay algún artículo que puede aducir…»

No obstante, Vivi Sundberg no dijo una palabra de los diarios y Birgitta Roslin intuyó de pronto cierta connivencia entre ellas pese a la actitud distante de la comisaria. Estaba claro que, para ella, lo sucedido no tenía por qué llegar a conocimiento de Robertsson.

– Ni que decir tiene que lo comprobaremos -aseguró Robertsson-. De hecho, trabajamos sin ideas preconcebidas, pero no disponemos de más pruebas de que un chino esté implicado en esto.

– El arma del crimen, ¿la habéis encontrado? -quiso saber Birgitta Roslin.

Ni Vivi Sundberg ni Robertsson respondieron a su pregunta. «La han encontrado», concluyó Birgitta Roslin. «Eso es lo que piensa revelar esta tarde. Claro que sí, eso es.»

– Es algo de lo que no podemos hablar, por ahora -respondió Robertsson-. Espera a que nos traigan el farolillo y podamos comparar las cintas. Si coinciden, esta información formará parte integrante de la investigación. La cinta de vídeo nos la quedamos, por supuesto.

Dicho esto, tomó un bloc de notas en el que empezó a escribir de inmediato.

– ¿Quién ha visto al hombre chino?

– La camarera del restaurante.

– Yo suelo comer allí. ¿La joven o la vieja? ¿O tal vez el quisquilloso del padre, que suele estar en la cocina? El que tiene una verruga en la frente…

– La joven.

– Sí, la joven pasa de fingir que es tímida y modosa a flirtear directamente. Yo creo que se aburre. ¿Alguien más?

– ¿Alguien más qué?

Robertsson lanzó un suspiro.

– Querida colega. Nos has dejado a todos perplejos con el chino este que te has sacado de la manga. ¿Quién lo ha visto? La pregunta no puede ser más sencilla.

– El sobrino del propietario del hotel. No sé cómo se llama, pero Sture Hermansson, el dueño, me dijo que en estos momentos se encuentra en el Ártico.

– En otras palabras, esta investigación está adquiriendo unas proporciones geográficas descomunales. En primer lugar, nos vienes con un chino. Y ahora uno de los testigos se encuentra en el Ártico. En Time y Newsweek han escrito sobre este asunto, me han llamado de The Guardian y también Los Angeles Times ha mostrado interés. ¿Hay alguna otra persona que haya visto a ese chino? Preferentemente, alguien que no se encuentre en estos momentos en el infinito desierto australiano.

– Una limpiadora del hotel. Una rusa.

Robertsson respondió casi triunfal:

– ¿No te lo decía yo? Ahora ya tenemos a Rusia. ¿Su nombre?

– La llaman Natascha, pero según Sture Hermansson su verdadero nombre es otro.

– Tal vez esté aquí ilegalmente -observó Vivi Sundberg-. A veces nos topamos en el pueblo con algún que otro ruso o polaco.

– Bueno, eso ahora no tiene el menor interés -objetó Robertsson-. ¿Alguien más que haya visto a ese chino?

– No sé de nadie más -confesó Birgitta Roslin-; pero debió de llegar y marcharse de aquí en algún medio de transporte. En autobús, quizás. O en taxi. Alguien debió de reparar en su presencia.

– Lo averiguaremos -afirmó Robertsson dejando a un lado el bolígrafo-. Si resulta que es un dato importante.

«Cosa que tú pones en duda», completó Birgitta Roslin para sí. «Cualquiera que sea la pista que tenéis, te parece más importante que ésta.»

Vivi Sundberg y Robertsson abandonaron la sala de reuniones. Birgitta Roslin se dio cuenta entonces de lo cansada que estaba. Desde luego, las probabilidades de que su descubrimiento guardase relación con el caso eran nimias. Según su propia experiencia, los datos insólitos que señalaban en una dirección concreta solían resultar pistas falsas.

Mientras esperaba presa de una impaciencia cada vez mayor, iba y venía por la sala. Su vida había estado siempre poblada de fiscales como Robertsson. Las mujeres policía solían ser testigos en sus juicios y, si bien no tenían el cabello tan rojo como Vivi Sundberg, todas hablaban despacio y acusaban cierto sobrepeso, como ella. El cinismo de la jerga existía en todos los ámbitos. Incluso entre los jueces, las conversaciones sobre los asesinos transcurrían a veces en los términos más groseros y peyorativos.

Finalmente volvió Vivi Sundberg y después Robertsson, seguido de Tobias Ludwig, que traía en la mano la bolsa con la cinta roja, en tanto que Vivi Sundberg sostenía uno de los farolillos del restaurante chino.

Extendieron las cintas sobre la mesa para compararlas. No cabía la menor duda de que coincidían.

Así pues, volvieron a sentarse a la mesa. Robertsson sintetizó rápidamente las aportaciones de Birgitta Roslin. La jueza comprendió enseguida que Robertsson debía de ser muy bueno a la hora de pronunciar un alegato.

Nadie tenía una sola pregunta sobre la información recibida y el único que se pronunció fue Tobias Ludwig.

– ¿Supone esto algún cambio en relación con la conferencia de prensa de esta tarde?

– No -respondió Robertsson-. Trabajaremos con esta información, pero en su momento.

Dicho esto, Robertsson dio la reunión por concluida. Se despidió con un apretón de manos y se marchó. Cuando Birgitta Roslin se levantó, observó que Vivi Sundberg le dedicaba una mirada que ella interpretó como un ruego de que se quedase un momento.

Una vez solas, Vivi Sundberg cerró la puerta y fue derecha al grano.

– Me sorprende que sigas insistiendo en mezclarte en la investigación. Claro que es un descubrimiento interesante el tuyo, ahora ya sabemos de dónde procede la cinta roja. Y lo investigaremos; pero supongo que habrás comprendido que, en estos momentos, tenemos otras prioridades.

– ¿Tenéis otra pista?

– Lo explicaremos en la conferencia de prensa de esta tarde.

– Ya, pero, a mí tal vez puedas adelantarme algo, ¿no?

Vivi Sundberg negó con un gesto.

– ¿Nada de nada?

– Nada.

– ¿Tenéis un sospechoso?

– Ya te digo, lo anunciaremos en la conferencia de prensa. Quería que aguardases por otra razón muy distinta.

Vivi Sundberg se levantó y salió de la sala. Al cabo de un rato, volvió con los diarios que Birgitta Roslin se había visto obligada a devolver hacía unos días.

– Los hemos revisado -aseguró Vivi Sundberg-. Y, a mi juicio, carecen de interés para la investigación. De ahí que haya decidido mostrarte mi buena voluntad y permitirte que te los lleves en préstamo. Con un recibo. La única condición es que los devuelvas en cuanto te los reclamemos.

Birgitta Roslin se preguntó por un instante si no sería una trampa. Lo que Vivi Sundberg le proponía no estaba permitido, aunque no fuese claramente delictivo. Ella no tenía nada que ver con la investigación previa, ¿qué podía ocurrir si aceptaba llevarse los diarios?

Vivi Sundberg comprendió su vacilación.

– Ya he hablado con Robertsson -la tranquilizó-. Su única objeción fue que nos dejases un recibo.

– Por lo que me dio tiempo de leer, vi que había información sobre los trabajadores chinos que colaboraron en la construcción del ferrocarril en Estados Unidos.

– ¿En la década de 1860? De eso hace ya ciento cincuenta años.

Vivi Sundberg dejó sobre la mesa una bolsa con los diarios y sacó del bolsillo un recibo que Birgitta Roslin se avino a firmar.

Vivi Sundberg la acompañó a la recepción. Se despidieron ante la puerta de cristal. Birgitta Roslin le preguntó cuándo se celebraría la rueda de prensa.

– A las dos. Dentro de cuatro horas. Si tienes la credencial de periodista, podrás entrar. Son muchos los que quieren asistir y aquí no disponemos de locales lo suficientemente amplios para ello. Es un crimen descomunal para un pueblo tan pequeño.

– Espero que hayáis dado con una pista segura.

Vivi Sundberg reflexionó un instante antes de responder.

– Sí -dijo al fin-. Creo que estamos a punto de resolver esta terrible matanza. -Asintió despacio, como para confirmar sus propias palabras-. Además -añadió-, ahora sabemos que todos los habitantes del pueblo eran familia. Todos los asesinados. Existían entre ellos lazos de parentesco.

– ¿Todos, salvo el niño?

– No, él también, pero sólo estaba de visita.

Birgitta Roslin se marchó de la comisaría cavilando sobre lo que declararían en la conferencia de prensa anunciada para dentro de unas horas.

Un hombre le dio alcance mientras caminaba por la acera aún llena de nieve.

Lars Emanuelsson le sonreía. Birgitta Roslin sintió deseos de golpearlo. Al mismo tiempo, no podía por menos de admirarlo ante tanta perseverancia.

– Vaya, coincidimos una vez más -observó el periodista-. Siempre andas de visita en la comisaría, ¿no? La jueza de Helsingborg se mueve infatigable en las inmediaciones de la investigación… Comprenderás que eso despierte mi curiosidad.

– Pregunta a la policía, no a mí.

Lars Emanuelsson adoptó una expresión grave.

– Puedes estar segura de que ya lo hago. Claro que aún no me han ofrecido respuesta alguna. He llegado a un punto que resulta bastante irritante, pues me veo obligado a especular. ¿Qué hace una jueza de Helsingborg en Hudiksvall? ¿De qué modo está involucrada en la atrocidad acontecida?

– No tengo nada que decir.

– Bueno, explícame al menos por qué eres tan desagradable y reticente conmigo.

– Porque no me dejas en paz.

Lars Emanuelsson hizo un gesto al tiempo que miraba la bolsa de plástico.

– Te he visto entrar con las manos vacías. Y has salido con una bolsa llena. ¿Qué llevas dentro? ¿Documentos, un archivador, otra cosa?

– Eso es algo que no te incumbe.

– Nunca le respondas así a un periodista. A mí me incumbe todo: qué hay en la bolsa, qué no hay, por qué no quieres contestar…

Birgitta Roslin empezó a alejarse de allí, resbaló y cayó boca arriba en la nieve. Uno de los diarios se escurrió fuera de la bolsa. Lars Emanuelsson se acercó raudo, pero ella le apartó la mano y volvió a guardar el diario en la bolsa. Tenía el rostro encendido de ira cuando se marchó.

– Vaya, parecen libros antiguos -gritó Lars Emanuelsson a su espalda-. Tarde o temprano averiguaré qué son.

Ya junto al coche se sacudió la nieve del abrigo, puso el motor en marcha y encendió la calefacción. Cuando salió a la carretera principal, empezó a calmarse. Apartó de su pensamiento a Lars Emanuelsson y a Vivi Sundberg, fue tomando las carreteras del interior, dejó atrás Borlänge, donde se detuvo a comer algo, y, cerca de las dos de la tarde, estacionó en un aparcamiento a las afueras de Ludvika.

La emisión de la noticia por la radio fue bastante breve. La conferencia de prensa acababa de empezar. Según la información de que se disponía, la policía tenía ya un sospechoso responsable de la masacre de Hesjövallen. Prometían ofrecer información más detallada en la próxima emisión radiofónica.

Birgitta Roslin siguió conduciendo y volvió a parar una hora después. Aparcó en un camino del bosque, temiendo que la nieve estuviese apelmazada y se le atascasen las ruedas. Puso la radio. Lo primero que oyó fue la voz del fiscal Robertsson. Tenían un sospechoso, al que habían llevado a interrogatorio. Robertsson contaba con poder detenerlo aquella misma tarde o, como mucho, por la noche. No quiso desvelar ningún otro dato.

Cuando el fiscal guardó silencio, se dejó oír a través de la radio el airado murmullo de los periodistas. No obstante, Robertsson se mantuvo firme y no añadió más información.

Una vez concluida la emisión de las noticias, Birgitta apagó la radio. Unos pesados montones de nieve cayeron del abeto que se alzaba junto al coche. Se quitó el cinturón de seguridad y salió del vehículo. La temperatura había seguido descendiendo y se estremeció de frío. ¿Qué había dicho Robertsson en realidad? Tenían un sospechoso. Aparte de eso, nada. Sin embargo, parecía seguro del éxito, igual que Vivi Sundberg le había dado la impresión de estar bastante convencida de tener una pista fiable.

«No hay ningún chino de por medio», se dijo de pronto. «El que apareció entre las sombras y se llevó una cinta roja no tiene nada que ver con el asunto. Tarde o temprano encontrarán una explicación lógica.»

O quizá no. Sabía que los policías expertos en investigaciones criminales solían hablar de cabos sueltos, de casos complejos para algunos de cuyos aspectos nunca hallaban respuesta. Rara vez daban con una explicación racional para todo.

Decidió olvidar al chino. No era más que una sombra que la había tenido ocupada varios días.

Puso el motor en marcha, prosiguió su camino y olvidó la siguiente emisión radiofónica.

A última hora de la tarde llegó a Örebro, donde pasó la noche. Dejó la bolsa de los diarios en el coche.

Antes de dormirse experimentó, por un instante, una añoranza irrefrenable de sentir a su lado otro cuerpo. El cuerpo de Staffan. Pero Staffan no estaba allí. Apenas si era capaz de evocar el tacto de sus manos.

Al día siguiente, hacia las tres de la tarde, llegó a Helsingborg. Dejó la bolsa con los diarios en su despacho.

Para entonces ya sabía que el fiscal Robertsson había detenido a un hombre de unos cuarenta años, cuyo nombre aún no habían revelado. Las noticias eran, no obstante, mínimas, y los diarios y los medios en general se abalanzaban sobre la escasa información disponible.

Nadie sabía quién era el detenido. Todos esperaban impacientes.

21

Aquella noche, Birgitta Roslin vio las noticias de la televisión en compañía de su marido. El fiscal Robertsson explicaba el avance de la investigación. Al fondo, a su espalda, se atisbaba la figura de Vivi Sundberg. La conferencia de prensa resultó caótica. Tobias Ludwig no logró mantener a raya a los periodistas, que a punto estuvieron de derribar la tarima sobre la que estaba sentado Robertsson. El fiscal fue el único que conservó la calma. Solo frente a la cámara ante la que finalmente concedió una entrevista individual describió lo ocurrido. Un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad había sido detenido en su casa, a las afueras de Hudiksvall. Todo sucedió en medio de la mayor normalidad aunque, por razones de seguridad, habían recurrido al apoyo de una unidad de refuerzo. A la luz de indicios evidentes, el sujeto había sido detenido por haber participado en la masacre de Hesjövallen. Robertsson no quería revelar la identidad del sospechoso a causa de la investigación técnica.

– ¿Por qué no quiere decir su nombre? -preguntó Staffan.

– Por no poner sobre aviso a otros implicados, para que no se destruyan pruebas… -respondió Birgitta antes de mandar callar a su marido-. Son muchas las razones que puede aducir un fiscal.

Robertsson no ofreció detalles, tan sólo aclaró que les había abierto el camino la información recibida tanto de la gente como de otras fuentes. Ahora estaban comprobando diversas pistas y ya habían sometido al sospechoso a un primer interrogatorio.

El periodista presionaba a Robertsson con sus preguntas.

– ¿Ha confesado?

– No.

– ¿Ha admitido alguna acusación?

– No puedo pronunciarme sobre ese particular.

– ¿Por qué no?

– Porque nos encontramos en un estadio crucial de la investigación.

– ¿Se sorprendió cuando fueron a detenerlo?

– Sin comentarios.

– ¿Tiene familia?

– Sin comentarios.

– Pero ¿vive a las afueras de Hudiksvall?

– Sí.

– ¿A qué se dedica?

– Sin comentarios.

– ¿Cuál es su relación con todas las personas asesinadas?

– Estoy seguro de que comprenderás que no puedo responder a esa pregunta.

– Pues yo estoy seguro de que tú comprenderás que a nuestros espectadores les interesa lo ocurrido. Éste es el segundo crimen más trágico de los cometidos en Suecia.

Robertsson enarcó las cejas, sorprendido.

– ¿Cuál es peor que éste?

– El baño de sangre de Estocolmo.

Robertsson estalló en una carcajada mientras, en su casa, Birgitta Roslin lanzaba un gruñido ante el descaro del periodista.

– No creo que sea comparable -observó Robertsson-. Pero no pienso entablar una discusión contigo al respecto.

– ¿Cuál será el siguiente paso?

– Habrá otro interrogatorio con el detenido.

– ¿Tiene ya abogado defensor?

– Ha solicitado la asistencia de Tomas Bodström. Pero no creo que la obtenga.

– ¿Estás seguro de haber detenido al verdadero responsable?

– Aún es muy pronto para responder a eso pero, por ahora, estoy satisfecho de que haya sido arrestado.

Ahí terminó la entrevista y Birgitta bajó el volumen del televisor. Staffan la miró con curiosidad.

– ¿Qué tiene que decir la señora jueza sobre este asunto?

– Está claro que han encontrado algo seguro. De lo contrario jamás les habrían autorizado la detención de ese individuo. Sin embargo, está arrestado por indicios racionales de criminalidad, es decir, que o actúa así por prudencia, o no tiene nada más que ofrecer.

– ¿Un hombre solo ha podido cometer semejante barbarie?

– Que sea el único detenido no significa que esté solo.

– ¿Tú crees que puede tratarse de otra cosa aparte de la acción de un loco?

Birgitta guardó silencio un rato, antes de responder.

– ¿Planificaría un loco su crimen? Tus respuestas son tan buenas como las mías.

– O sea, que no cabe más que esperar y ver.

Se tomaron un té y se fueron a dormir temprano. Él le posó la mano en la mejilla.

– ¿En qué piensas? -le preguntó Staffan.

– Que en Suecia hay una cantidad ingente de bosque.

– Yo creía que verte libre de todo te parecería un alivio.

– ¿De qué, por ejemplo? ¿De ti?

– De mí. Y de los juicios. Una pequeña rebelión en la edad madura.

Birgitta se acercó más a él.

– A veces me digo: ¿esto era todo? Ya sé que suena injusto. Tú, los niños, mi trabajo, ¿qué más puedo pedir? Sin embargo, aquello otro…, lo que pensábamos cuando éramos jóvenes…, la voluntad no sólo de comprender el mundo, sino también de cambiarlo. Si miramos a nuestro alrededor, comprobaremos que el mundo es peor que antes.

– No del todo. Ahora fumamos menos, hay ordenador y teléfono móvil.

– Es como si la tierra entera se hallase en vías de descomposición. Y nuestros tribunales están en el límite de la inoperancia cuando se trata de defender la dignidad moral del país.

– ¿Y en eso has estado pensando durante tu visita a Norrland?

– Es posible. Estoy algo abatida, pero quizá sea necesario sentirse así a veces.

Guardaron silencio. Birgitta esperaba que él se volviese hacia ella, pero Staffan no se inmutó.

«Aún no hemos llegado a ese punto», se dijo decepcionada. Al mismo tiempo, no comprendía por qué no era capaz de hacer ella misma aquello que esperaba de él.

– Deberíamos emprender un viaje -propuso él de improviso-. Además, hay conversaciones que es mejor mantener a la luz del día y no antes de dormirse.

– Podríamos irnos de peregrinación -sugirió Birgitta-. Recorrer el camino de Santiago de Compostela, según manda la tradición. Ir guardando piedras en las mochilas, cada piedra representa uno de los problemas a los que nos enfrentamos. Y, según vayamos encontrando la solución, iremos dejando las piedras en el camino.

– ¿Hablas en serio?

– Por supuesto. Aunque no sé si mis rodillas aguantarán.

– Si llevas demasiado peso, te saldrá un espolón.

– ¿Y eso qué es?

– No sé, algo que sale en el talón. Un buen amigo mío lo tiene. Ture, el veterinario. Es muy doloroso.

– Deberíamos hacernos peregrinos -susurró ella-. Pero ahora no. Antes tengo que dormir. Y tú también.

Al día siguiente, Birgitta Roslin llamó al médico para comprobar que la revisión planificada para dentro de cinco días seguía en pie. Después limpió la casa y no dedicó más que una mirada fugaz a la bolsa de los diarios. Habló con sus hijos de organizarle a Staffan una fiesta sorpresa para su cumpleaños. Todos estuvieron de acuerdo en que era una idea excelente, así que fue llamando a los amigos para invitarlos. De vez en cuando escuchaba las noticias sobre Hudiksvall. La información que iban dispensando desde la sitiada comisaría de policía era bastante escueta.

Ya a última hora de la tarde se sentó ante el escritorio y, sin gran entusiasmo, sacó los diarios. Ahora que había un detenido por los asesinatos, sus teorías habían perdido interés. Fue pasando las hojas hasta la página donde había dejado la lectura la última vez.

En ese momento sonó el teléfono. Era Karin Wiman.

– Hola, sólo quería saber si habías llegado bien.

– Los bosques suecos son infinitos. Me extraña que a la gente que habita en sus tinieblas no le crezcan pinochas. A mí me dan miedo los abetos. Me ponen triste.

– ¿Y las hojas de los árboles?

– Van mejor. Pero lo que yo necesito ahora mismo es campo abierto, el mar, el horizonte.

– Pues ven a verme. Sólo tienes que cruzar el puente. Tu llamada me trajo a la memoria una serie de recuerdos… Nos hacemos mayores. De repente, los viejos amigos se nos antojan reliquias que debemos conservar. Yo heredé de mi abuela unos jarrones de cristal preciosos, bastante caros, de Orrefors. Pero ¿qué es eso comparado con la amistad?

A Birgitta Roslin le atrajo la idea. De hecho, ella también se había quedado pensando en la conversación con Karin Wiman.

– ¿Cuándo te vendría bien? Yo estoy de baja por enfermedad, por algo de anemia y la tensión alta.

– Hoy no, pero quizá mañana.

– ¿Ya no das clases?

– Cada vez me dedico más a la investigación. Adoro a mis alumnos, pero me agotan. Sólo les interesa China porque creen que allí pueden hacerse ricos. China es el Klondyke de nuestros días. Son pocos los que desean profundizar en sus conocimientos sobre el gigantesco Reino del Centro y su pasado, que es de un dramatismo casi inverosímil.

Birgitta pensó en el diario que tenía ante sí. También allí se intuía entre líneas un Klondyke.

– Por supuesto, puedes quedarte en mi casa. Mis hijos casi nunca están.

– Pero ¿y tu marido?

– Murió, ya sabes.

Birgitta Roslin habría querido morderse la lengua… Lo había olvidado. Karin Wiman llevaba viuda casi diez años. Su marido, el hermoso joven de Aarhus que estudió medicina, murió de una leucemia galopante con poco más de cuarenta años.

– Lo siento, debería haberlo recordado.

– No te preocupes. Bueno, ¿vendrás?

– Mañana. Y me gustaría hablar de China. Tanto de la vieja como de la nueva.

Anotó la dirección, quedaron a una hora y notó cómo la idea de volver a ver a Karin la llenaba de alegría. Hubo un tiempo en que fueron íntimas. Después sus caminos las condujeron por derroteros diferentes, cada vez tenían menos contacto, cada vez se llamaban con menor frecuencia. Birgitta Roslin asistió a la lectura de tesis de Karin Wiman y a su discurso de toma de posesión de su puesto en la Universidad de Copenhague. En cambio Karin nunca presenció uno de sus juicios.

La asustaba el olvido. ¿Cuál era el origen de su dispersión mental? Todos los años que llevaba ejerciendo de jueza, concentrada en alegatos y testimonios, habían agudizado su capacidad de concentración. Y ahora no recordaba siquiera que el marido de Karin llevaba diez años muerto.

Se sacudió aquella desagradable sensación y comenzó a leer el diario por donde lo tenía abierto. Poco a poco fue dejando el invierno de Helsingborg para meterse en el desierto de Nevada, poblado de hombres con sombreros oscuros o pañuelos anudados alrededor de la cabeza, que empleaban todas sus fuerzas en conseguir que el ferrocarril se extendiese hacia el este, metro a metro.

En sus notas, J.A. seguía hablando mal de cuantos trabajaban con él o estaban bajo su responsabilidad. Los irlandeses son perezosos y borrachos, los pocos negros que contrata la compañía constructora son fuertes, pero reacios a esforzarse. J.A. desea que lleguen esclavos de las islas caribeñas o del sur de América, pues ha oído hablar bien de ellos. Tan sólo los latigazos son capaces de convencer a aquellos hombres de que trabajen con ahínco. Le gustaría poder azotarlos como si fuesen bueyes o asnos. Birgitta no logró averiguar a qué pueblos detestaba más. Tal vez a los indios, a la población originaria de América, contra los que prodiga su desprecio. Su renuencia al trabajo, sus taimadas artimañas no pueden compararse con ninguno de los representantes de la escoria a la que se ve obligado a patear y golpear para que el ferrocarril continúe serpenteando. De vez en cuando habla también de los chinos, a los que quisiera mandar al océano Pacífico y darles a elegir entre ahogarse o llegar nadando hasta China. No obstante, no es capaz de negar que son buenos trabajadores. No beben alcohol, se lavan y cumplen las normas. Sus únicas debilidades son su pasión por el juego y sus extrañas ceremonias religiosas. J.A. intenta argumentar por qué detesta de tal manera a unas personas que se dedican a facilitarle a él el trabajo. En algunas frases de difícil interpretación, Birgitta creyó entender que, según J.A., los chinos, tan sufridos y trabajadores, estaban destinados para eso en la vida, simplemente. Habían alcanzado un nivel que jamás superarían por mucho que se desarrollasen.

Las personas a las que J.A. respeta por encima de todas son las procedentes de Escandinavia. En el campamento de construcción del ferrocarril hay una pequeña colonia nórdica compuesta por varios daneses, un grupo algo mayor de noruegos y un grupo, el más numeroso, de suecos y finlandeses. «Confío en esos hombres. Mientras los tenga vigilados, no me engañarán. Además, no temen el esfuerzo; pero si les doy la espalda, se convierten en la misma basura que los demás.»

Birgitta Roslin apartó el diario y se levantó. Quienquiera que fuese aquel capataz del ferrocarril, le resultaba un personaje cada vez más desagradable. Un hombre de origen sencillo que había llegado a América. Y allí, de pronto, se le otorga un gran poder sobre otras personas. Un ser brutal que se había convertido en un pequeño tirano. Birgitta se puso el abrigo y salió a dar un largo paseo por la ciudad, con la idea de liberarse de aquel profundo malestar.

Cuando puso la radio de la cocina, eran las seis de la tarde. La emisión de noticias comenzó con la voz de Robertsson. Se quedó de pie dispuesta a escuchar las novedades. Mientras Robertsson hablaba, se oía de fondo el ruido de los flashes de las cámaras y de las sillas en las que la gente iba acomodándose.

Como en las ocasiones anteriores, el fiscal se expresó de forma clara e inequívoca. El hombre al que habían detenido el día anterior había confesado haber cometido él solo todos los asesinatos de Hesjövallen. A las once de la mañana, y a través de su abogado, solicitó hablar con la policía que lo interrogó por primera vez. Además, señaló su deseo de contar con la presencia del fiscal. Después confesó sin ambages las circunstancias objetivas que llevaron a su detención. Adujo como móvil un acto de venganza. Aún había que someterlo a muchos interrogatorios antes de poder establecer cuál era el motivo de su venganza.

Robertsson terminó ofreciendo el dato que todos esperaban.

– El hombre detenido se llama Lars-Erik Valfridsson. Es soltero, empleado de una compañía de sondeos y ha cumplido varias penas por agresión.

Los flashes no paraban. Robertsson empezó a responder a las preguntas, que apenas lograba entender puesto que todos los periodistas las lanzaban a la vez. La locutora de radio bajó el volumen y empezó a hablar en lugar del fiscal. Dio una retrospectiva de lo que había sucedido hasta el momento. Birgitta Roslin dejó la radio encendida mientras miraba las noticias del teletexto; allí sólo podía leerse lo que Robertsson ya había revelado en la conferencia de prensa. Apagó los dos aparatos y se sentó en el sofá. Algo en la voz de Robertsson la convenció de que no estaba totalmente seguro de que hubiesen detenido al verdadero culpable. Pensó que en toda su vida había oído a un número suficiente de fiscales como para poder forjarse una opinión sobre la fuerza de su aserto. Pero Robertsson creía que tenía razón. Y un fiscal honrado jamás basaba sus acusaciones en apariencias o suposiciones, sino en hechos.

En realidad, era demasiado pronto para sacar una conclusión. Pese a todo, eso fue lo que hizo, precisamente. El hombre al que habían arrestado y detenido no era chino, desde luego. Sus descubrimientos empezaron a perder fuerza. Entró en el despacho y volvió a guardar los diarios en la bolsa. No le quedaba una sola razón para seguir profundizando en las ideas racistas que aquel misántropo desagradable había anotado en unos libros hacía más de ciento cincuenta años.

Cenó tarde en compañía de Staffan e intercambiaron unas palabras sobre la noticia. Tampoco los diarios vespertinos que él se había traído del tren incluían una información distinta de la que ya sabían. En una de las fotos de la conferencia de prensa se entreveía a Lars Emanuelsson con la mano en alto, esperando su turno para preguntar. La recorrió un escalofrío al recordar sus encuentros con él. Le contó a Staffan que, al día siguiente, iría a visitar a Karin Wiman y que probablemente se quedaría allí a pasar la noche. Staffan los conocía a los dos, a Karin y al hombre con el que estuvo casada.

– Vete -la animó-. Te hará bien. ¿Cuándo tienes la revisión médica?

– Dentro de unos días. Y seguramente me dirán que ya estoy recuperada.

Al día siguiente, cuando Staffan ya se había ido al trabajo y mientras ella preparaba la maleta, sonó el teléfono. Era Lars Emanuelsson. Birgitta desconfió enseguida.

– ¿Qué quieres? ¿Cómo has localizado mi número de teléfono? Es secreto.

Lars Emanuelsson soltó una risita.

– El periodista que no sepa cómo dar con un número de teléfono, por secreto que sea, debería dedicarse a otra profesión.

– Bueno, ¿qué quieres?

– Tu opinión. En Hudiksvall han ocurrido hechos importantes. Un fiscal que no parece muy seguro de lo que dice pero que, pese a todo, responde mirándonos a los ojos. ¿Qué tienes tú que decir al respecto?

– Nada.

La amabilidad de Lars Emanuelsson, fingida o no, desapareció al instante. El tono de su voz resonó más duro e impaciente.

– No volvamos a lo de antes, responde a mis preguntas. De lo contrario, empezaré a escribir sobre ti.

– No tengo ningún tipo de información sobre lo que ha revelado el fiscal. Estoy tan sorprendida como el resto del pueblo sueco.

– ¿Sorprendida?

– Elige la palabra que prefieras. Sorprendida, aliviada, indiferente, lo que quieras.

– Bien, te haré unas preguntas sencillas.

– Voy a colgar.

– Si lo haces, escribiré que una jueza de Helsingborg que acaba de abandonar Hudiksvall precipitadamente se niega a responder a mis preguntas. ¿Has vivido alguna vez la situación de tener la casa sitiada por periodistas? No cuesta nada. Antiguamente en este país no se tardaba nada en organizar a una chusma para que linchasen a alguien, bastaba con difundir, de forma bien planificada, ciertos rumores. Una manada de periodistas se parece muchísimo a ese tipo de chusma.

– ¿Qué quieres exactamente?

– Respuestas. ¿Para qué fuiste a Hudiksvall?

– Soy pariente de varias de las víctimas. No te diré cuáles.

Birgitta oía la pesada respiración del periodista mientras éste consideraba o tal vez anotaba sus palabras.

– Sí, eso puede ser cierto. ¿Por qué te marchaste?

– Porque quería volver a casa.

– ¿Qué hay en la bolsa de plástico con la que saliste de la comisaría?

Antes de contestar, Birgitta reflexionó un instante.

– Una serie de diarios que pertenecen a mi pariente.

– ¿Es verdad eso?

– Lo es. Si vienes a Helsingborg, te mostraré uno de los diarios por la puerta entrecerrada, para que lo veas. Gracias por su visita.

– Te creo. Debes comprender que sólo hago mi trabajo.

– ¿Hemos terminado ya?

– Sí, hemos terminado.

Birgitta Roslin colgó el auricular de golpe. La conversación la había irritado tanto que estaba empapada de sudor. Sin embargo, las respuestas que le había dado a Emanuelsson eran tan ciertas como completas. Lars Emanuelsson no tendría nada sobre lo que escribir, pero su tozudez seguía llenándola de admiración y hubo de admitir que, seguramente, sería un buen reportero.


Pese a que le habría resultado más fácil tomar el transbordador a Helsingör, fue hasta Malmö y cruzó el largo puente que antes sólo había atravesado en autobús. Karin Wiman vivía en Gentofte, al norte de Copenhague. Birgitta Roslin se equivocó dos veces antes de tomar la rotonda adecuada y, de ahí, la carretera de la costa hacia el norte. Soplaba un fuerte viento y hacía frío, pero el cielo estaba despejado. Eran las once cuando dio con la hermosa casa de Karin. Allí vivía cuando se casó y en ella murió su marido. Era un edificio blanco de dos plantas, rodeado de un jardín grande y frondoso. Birgitta sabía que desde la planta alta se veía el mar por encima de los tejados de las casas.

Karin Wiman salió a recibirla. Birgitta comprobó que había adelgazado y que estaba más pálida de como ella la recordaba. Lo primero que pensó fue que quizás estaba enferma. Se dieron un abrazo, entraron, dejaron la maleta en la habitación que ocuparía Birgitta y Karin la guió para enseñarle la casa. No se habían producido muchos cambios desde la última vez que Birgitta estuvo allí. Karin había querido conservarla como cuando vivía su marido, se dijo. «¿Qué habría hecho yo en su lugar?» No supo qué contestarse. Claro que ella y Karin eran muy distintas. Y esa amistad suya tan resistente se basaba precisamente en esa gran disparidad. Habían desarrollado una especie de parapeto con el que amortiguar los golpes que se propinaban mutuamente.

Karin había preparado el almuerzo. Se sentaron en una terraza acristalada llena de plantas de diversos aromas. Y casi enseguida, tras las consabidas frases iniciales de tanteo, empezaron a hablar de sus años de juventud en Lund. Karin, cuyos padres tenían un acaballadero en Escania, llegaron allí en 1966, y Birgitta al año siguiente. Se conocieron en la asociación académica, durante una velada poética, y no tardaron en congeniar pese a ser tan distintas. Karin, con sus antecedentes, tenía una gran confianza en sí misma. Birgitta, en cambio, era insegura y tímida.

Se vieron involucradas en el movimiento de adhesión al Frente Nacional de Liberación, a cuyas reuniones asistían, calladas como moscas y atentas a los jóvenes, sobre todo hombres, que se consideraban en posesión de grandes conocimientos; ellos pronunciaban largos y ampulosos discursos sobre la necesidad de hacer la revolución. Al mismo tiempo, las arrebataba la sensación de que era posible crear otra realidad; de que ellas mismas participaban en la creación del futuro. Y no fue el movimiento por el Frente de Liberación Nacional su única escuela en materia de organización política. De hecho, existía un sinfín de grupos que expresaban su solidaridad con los movimientos de todo el mundo a favor de la liberación de las colonias pobres. Y otro tanto ocurría en Suecia. Era una efervescencia de ansias de rebelión contra todo lo viejo y obsoleto. Fue, en pocas palabras, una época maravillosa.

Después, ambas fueron miembros del grupo de izquierda radical conocido como Los Rebeldes y, durante varios meses de actividad febril, vivieron como en una secta cuyos pilares eran una autocrítica brutal y el dogmatismo de la confianza en las interpretaciones que Mao Zedong hacía de las teorías de la revolución. Se distinguieron de todas las demás alternativas de izquierda, a las que miraban con desprecio. Destruyeron sus discos de música clásica, limpiaron sus estanterías y llevaron una vida que emulaba la de la guardia roja que Mao había movilizado en China.

Karin le preguntó si recordaba el famoso viaje a Tylösand, adonde fueron a bañarse. Sí, claro que lo recordaba. Habían celebrado una reunión con la célula a la que pertenecían. El camarada Moses Holm, que estudió medicina, aunque perdió la licencia por abuso y prescripción de narcóticos, presentó la propuesta de «infiltrarse en el nido de serpientes burgués que se pasaba el verano bañándose y tomando el sol en Tylösand». Tras una larga discusión se aceptó la propuesta y se diseñó una estrategia. Al domingo siguiente, un día de primeros de julio, diecinueve camaradas partieron en autobús en dirección a Halmstad, hacia Tylösand. Encabezado por un retrato de Mao y rodeado de banderas rojas, el grupo inició la marcha hasta la playa, ante el asombro de los veraneantes. Recitando sus divisas y blandiendo el pequeño libro rojo, se adentraron en el agua con la fotografía de Mao. Después se congregaron en la orilla cantando El este es rojo, condenaron la Suecia fascista en un breve discurso y exhortaron a los trabajadores que tomaban el sol a tomar las armas y prepararse para la revolución que no tardaría en llegar. Finalmente regresaron a casa, donde dedicaron varios días a valorar «el ataque» en la playa de Tylösand.

– ¿Qué es lo que mejor recuerdas tú? -quiso saber Karin.

– A Moses. Aseguraba que nuestra entrada en Tylösand quedaría escrita en la futura historia de la revolución.

– Yo recuerdo lo fría que estaba el agua.

– Lo que he olvidado, en cambio, es qué pensaba entonces.

– Entonces no pensábamos. Ésa era la idea. Se suponía que teníamos que seguir dócilmente las ideas ajenas. No comprendimos que se esperaba que liberásemos a la Humanidad como si fuésemos robots. -Karin meneó la cabeza y rompió a reír-. Éramos como niños. Muy serios. Creíamos que el marxismo era una ciencia, como algo nacido de Newton, Copérnico o Einstein. Pero creíamos. El pequeño libro rojo de Mao era un catecismo. No entendimos que no se trataba de una Biblia, sino de un conjunto de citas de un gran revolucionario.

– Yo recuerdo que tenía mis dudas -confesó Birgitta-. En el fondo. Como aquella ocasión en que fui a la Alemania del Este. Pensé que aquello era absurdo; que, a la larga, jamás funcionaría. Sólo que no me atreví a decirlo. Temía que se notase que abrigaba mis dudas. Por eso, en las manifestaciones, siempre gritaba más alto que los demás.

– Lo cierto es que no queríamos ver lo que veíamos. Vivimos en un autoengaño sin parangón, aunque la intención fuese buena. ¿Cómo pudimos creer que los trabajadores suecos que pasaban sus vacaciones al sol estarían dispuestos a unirse a la lucha armada contra el sistema para construir algo nuevo y desconocido?

Karin Wiman encendió un cigarrillo. Birgitta Roslin recordó que siempre había fumado, que sus manos siempre se movían nerviosas en busca del paquete de tabaco o de la caja de cerillas.

– Moses murió -reveló Karin-. En un accidente de tráfico. Conducía bajo la influencia de las drogas. ¿Te acuerdas de Lars Wester, el que decía que un verdadero revolucionario nunca bebía alcohol? Lo encontraron borracho perdido en Lundagård… ¿Y de Lillan Alfredsson, la que perdió toda ilusión y se marchó a la India para convertirse en mendigo? ¿Qué fue de ella?

– Ni idea. Quizás haya muerto también.

– Pero nosotras estamos vivas.

– Sí, nosotras sí.

Siguieron charlando hasta que cayó la noche. Entonces salieron a dar un paseo por el pueblo. Birgitta se dio cuenta de que Karin sentía la misma necesidad que ella de volver al pasado para comprender el presente.

– De todos modos, no nos movían sólo la ingenuidad y la locura -observó Birgitta-. La idea de un mundo en que la solidaridad fuese importante sigue hoy viva en mí. Y me gusta pensar que, pese a todo, opusimos resistencia, cuestionamos lo convencional, unas tradiciones que, de lo contrario, habrían orientado a este mundo aún más hacia la derecha.

– Pues yo he dejado de votar -declaró Karin-. No me gusta que sea así, pero no encuentro ningún partido cuya verdad política pueda suscribir. En cambio, sí que presto mi apoyo a ciertos movimientos en los que creo. A pesar de todo, aún existen, tan fuertes e indómitos como antes. ¿Cuántas personas crees que se interesan hoy por el feudalismo de un país tan pequeño como Nepal? Pues yo, por ejemplo. Firmo listas y hago donaciones…

– ¿Nepal? Si apenas sé dónde está… -confesó Birgitta-. Admito que me he vuelto indolente. Pero te diré que, a veces, añoro la buena voluntad de antaño. No éramos sólo un puñado de alocados estudiantes que nos creíamos en el centro del mundo, un lugar donde nada era imposible. La solidaridad era real.

Karin se echó a reír.

– ¿Te acuerdas de Hanna Stoijkovics? Aquella camarera loca del hotel Grand, en Lund, la que decía que éramos demasiado indulgentes… Siempre andaba fomentando la táctica de lo que ella llamaba «pequeños asesinatos». Según ella, teníamos que ir matando a los directores de banco, a los empresarios y a los profesores reaccionarios. Debíamos dedicarnos a cazar depredadores, decía. Nadie la escuchaba, era demasiado. Y nosotros preferíamos disparar contra nosotros mismos y echar sal sobre las heridas. En una ocasión le arreó con la cubitera al portavoz del ayuntamiento. Y la echaron. Ella también murió.

– Ah, pues no lo sabía.

– Al parecer, le dijo a su marido que los trenes no se ajustaban al horario. Él no entendió el mensaje. Luego la encontraron en las vías del tren, a las afueras de Arlöv. Se había envuelto en una manta, para que su cuerpo no estuviese demasiado desparramado cuando llegase la ambulancia.

– ¿Por qué lo hizo?

– Quién sabe. Lo único que dejó fue una nota que hallaron en la mesa de la cocina: «He ido a tomar el tren».

– Pero tú has llegado a catedrática de universidad. Y yo soy jueza.

– ¿Y Karl-Anders? ¿Lo recuerdas? El que tanto temía quedarse calvo. Apenas hablaba, pero siempre llegaba el primero a las asambleas… Pues se hizo sacerdote.

– ¡No es posible!

– De una iglesia libre de la Asociación Sueca de Misiones. Y ahí sigue. Se pasa los veranos viajando y predicando bajo una carpa.

– ¿Tal vez no haya tanta diferencia?

Karin adoptó una expresión grave.

– Pues yo creo que sí la hay. No debemos olvidar a cuantos han seguido luchando por otro mundo. En medio de todo aquel caos en que las teorías políticas se solapaban unas a otras, existía la confianza en que la razón terminaría por salir vencedora. ¿Tú no pensabas así? Yo, al menos, recuerdo que solíamos hablar de ello. La ilustración acabaría triunfando.

– Sí, es cierto. Sin embargo, lo que entonces parecía sencillo se ha complicado demasiado.

– ¿Y no crees que eso debería estimularnos más aún?

– Supongo que sí. Quizá todavía estemos a tiempo. En cualquier caso, envidio a todos aquellos que nunca abandonaron sus ideales o, más bien, la conciencia de cómo es el mundo y por qué. A los que siguen ofreciendo resistencia, pues los hay.

Mientras preparaban la cena, Karin le contó que iría a China la semana siguiente para participar en un gran congreso sobre los orígenes de la dinastía Qin, cuyo primer emperador sentó las bases de China como un reino unificado.

– ¿Cómo te sentiste la primera vez que visitaste el país de tus sueños juveniles?

– La primera vez que visité China tenía veintinueve años. Entonces, Mao ya no estaba y las cosas empezaban a cambiar. Fue una gran decepción, dura de asimilar. Pekín era una ciudad fría y húmeda. Y los miles de bicicletas que circulaban por la ciudad chirriaban como grillos. Después me di cuenta de que, pese a todo, el país había sufrido una gran transformación. La gente iba vestida y calzada. No vi a nadie en la ciudad que muriese de hambre, ningún mendigo. Recuerdo que sentí vergüenza. Yo, que había llegado en avión de un país rico, no tenía ningún derecho a juzgar el desarrollo con desprecio o con arrogancia. Empecé a acariciar la idea de volver a probar la fuerza de lo chino. Y fue entonces cuando decidí estudiar sinología. Antes de aquel viaje, tenía otros planes.

– ¿Cuáles?

– No me creerás.

– ¡Venga!

– Pensaba hacerme militar profesional.

– Pero ¿por qué?

– Tú te hiciste jueza. ¿Por qué se le ocurren a uno las cosas?

Después de la cena volvieron a la terraza acristalada. Las luces de las lámparas se reflejaban sobre la blancura de la nieve. Karin le prestó un jersey, pues empezaba a hacer frío. Habían bebido vino en la cena y Birgitta se sentía algo achispada.

– Vente conmigo a China -propuso Karin de pronto-. En realidad, hoy en día no sale tan caro volar hasta allí. Seguro que me dan una habitación de hotel bastante grande. Podemos compartirla. Ya lo hemos hecho en otras ocasiones. Cuando nos íbamos de acampada los veranos, tú, yo y otras tres personas más compartíamos tienda. Casi dormíamos unos encima de otros.

– No puedo -respondió Birgitta-. Creo que ya me he recuperado y debo volver al trabajo.

– Vamos, vente conmigo. El trabajo puede esperar.

– Ganas no me faltan. Pero supongo que viajarás a China más veces, ¿no?

– Seguro que sí. Aunque a nuestra edad, no hay por qué esperar innecesariamente.

– Viviremos muchos años. Llegaremos a ser muy, muy viejas.

Karin Wiman no replicó y Birgitta cayó en la cuenta de que había vuelto a meter la pata. El marido de Karin había muerto a los cuarenta y un años. Y ella era viuda desde entonces.

Karin intuyó lo que estaba pensando. Extendió la mano y la posó sobre la rodilla de Birgitta.

– No importa, no te preocupes.

Siguieron hablando hasta muy tarde. Era casi medianoche cuando se fueron a dormir. Birgitta se tumbó en la cama, teléfono en mano. Staffan llegaría a casa a medianoche y le había prometido llamarlo.

– ¿Te he despertado?

– Casi. ¿Lo habéis pasado bien?

– No hemos parado de hablar durante más de doce horas.

– ¿Vuelves mañana?

– Me quedaré durmiendo por la mañana. Luego me iré a casa.

– Supongo que habrás oído lo que ha pasado. Ya ha explicado cómo lo hizo.

– ¿Quién?

– El hombre de Hudiksvall.

Birgitta se incorporó en la cama de un salto.

– No, no sé nada. Cuéntame.

– Lars-Erik Valfridsson, el detenido. En estos momentos, la policía está buscando el arma del crimen. Al parecer, ha confesado que la enterró. Según las noticias, una espada de samurai de fabricación casera.

– ¿Es verdad lo que dices?

– ¿Por qué iba a contarte una mentira?

– No, claro. Pero cuesta creerlo. ¿Ha dado alguna explicación del móvil?

– No se ha oído otra versión más que la de la venganza.

Después de la conversación Birgitta se quedó sentada en la cama.

No había pensado en Hesjövallen en todo el día, mientras hablaba con Karin Wiman. En ese momento, los sucesos volvieron a poblar su conciencia.

Quién sabía… Tal vez la cinta roja tuviese una explicación que nadie se esperaba.

Lars-Erik Valfridsson también podía haber visitado el restaurante chino…

Se tumbó en la cama y apagó la luz. Al día siguiente regresaría a casa. Le devolvería los diarios a Vivi Sundberg y se reincorporaría al trabajo.

Desde luego, lo que no pensaba hacer era ir a China con Karin. Aunque tal vez fuese eso exactamente lo que quería hacer…

22

A la mañana siguiente, cuando Birgitta Roslin se levantó, Karin Wiman ya se había marchado a Copenhague, pues tenía clase. Le había dejado una nota en la mesa de la cocina.


«Birgitta. A veces pienso que tengo un sendero en la cabeza. Cada día que pasa, me adentro unos metros en un paisaje desconocido en el que, un día, dicho sendero morirá. Sin embargo, el sendero serpentea también hacia atrás. En ocasiones me doy la vuelta, como ayer, durante las horas que pasamos hablando, y entonces veo lo que he olvidado o lo que me he negado a recordar. A veces tengo la sensación de que, en lugar de recordar las cosas, pretendemos olvidarlas. Quisiera que pudiéramos mantener estas conversaciones más a menudo. Al final, los amigos son lo único que nos queda. Tal vez incluso la última fortaleza que hemos de defender. Karin.»


Birgitta Roslin se guardó la carta en el bolso, se tomó un café y se preparó para partir. Justo cuando iba a cerrar la puerta, vio los billetes de avión que había sobre la mesa del vestíbulo. Y comprobó que Karin viajaría con Finnair vía Helsinki hasta Pekín.

Por un instante, volvió a sentir la tentación de aceptar su oferta; pero no podía, por más que quisiera. Sus superiores no verían con buenos ojos que se tomase unas vacaciones después de haber estado de baja, en especial en aquellos momentos en que el juzgado se veía abrumado de casos sin resolver.

Para regresar a casa tomó el transbordador desde Helsingör. El viento sopló durante toda la travesía. Una vez ahí se detuvo ante un quiosco. Las primeras páginas de los diarios gritaban la confesión de Lars-Erik Valfridsson y Birgitta compró un puñado de periódicos antes de continuar su camino a casa. Se topó en el pasillo con la tranquila y callada limpiadora polaca que le ayudaba en casa. Birgitta había olvidado que aquél era su día. Intercambiaron unas palabras en inglés cuando le pagó las horas de trabajo. Una vez sola en la casa, se sentó a leer la prensa. Como en las ocasiones anteriores, se quedó estupefacta ante la cantidad de páginas que los periódicos extraían de un material más que escaso. Lo que Staffan le había dicho en la breve conversación telefónica de la noche anterior cubría con creces todo lo que los diarios trillaban y repetían una y otra vez.

La única novedad era una fotografía del hombre que se suponía había cometido el delito. En la imagen, que parecía una ampliación de una foto de pasaporte o de permiso de conducir, se veía a un hombre de rostro sin carácter, boca fina, frente despejada y escaso cabello. Le costaba ver en él a alguien capaz de haber cometido la barbarie de Hesjövallen. «Un pastor de una iglesia libre», se dijo. «No creo que sea un hombre que lleve el infierno en la cabeza ni en las manos.» Sin embargo, sabía que su razonamiento era insostenible a la luz de la experiencia. De hecho, en los tribunales había tenido ocasión de ver pasar delincuentes cuya apariencia no delataba su predisposición al crimen.

No obstante, cuando dejó los diarios y puso el teletexto, su interés empezó a despertarse de verdad. Encabezaba la lista de contenidos la noticia de que la policía había hallado la posible arma del crimen. En un lugar desconocido, pero según las indicaciones de Lars-Erik Valfridsson, habían desenterrado el arma. Era de forja casera, una mala imitación de una espada de samurai japonés. Aunque la hoja estaba bien afilada. En esos momentos estaban analizándola, buscando huellas y, ante todo, restos de sangre.

Media hora después encendió la radio para escuchar las noticias. Una vez más oyó la voz pausada de Robertsson. A Birgitta Roslin le pareció que estaba aliviado por el hallazgo.

En cuanto el fiscal acabó su intervención llovieron las preguntas, pero Robertsson se abstuvo de hacer más comentarios y aseguró que, en cuanto surgiese otro dato de interés que comunicar a la prensa, volvería a convocarlos.

Birgitta Roslin apagó la radio y tomó un diccionario enciclopédico de la estantería. Había en él una fotografía de una espada de samurai. Leyó que la hoja podía afilarse tanto como una hoja de afeitar.

La sola idea le dio escalofríos. De modo que, una noche, aquel hombre se dirigió a Hesjövallen y fue de casa en casa hasta matar a diecinueve personas. Tal vez la cinta roja que hallaron en la nieve adornase su espada.

Se quedó pensando en ello, sin poder apartar la idea de su mente. Llevaba en el bolso una tarjeta de visita del restaurante chino, marcó el número y reconoció la voz de la camarera con la que había estado hablando. Birgitta Roslin le explicó quién era. A la camarera le costó varios segundos recordar.

– ¿Has visto los diarios y la foto del hombre que mató a toda esa gente?

– Sí, ¡qué hombre tan horrible!

– ¿Recuerdas haberlo visto alguna vez comiendo en vuestro restaurante?

– Jamás.

– ¿Estás segura?

– Al menos no mientras yo he estado aquí. Claro que hay días en que mi hermana o mi primo me sustituyen. Ellos viven en Söderhamn. Nos vamos turnando. Ya sabes, empresa familiar.

– Hazme un favor, pídeles que miren la foto del periódico. Si lo reconocen, me llamas, ¿de acuerdo?

La camarera anotó su número.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Birgitta.

– Li.

– Yo me llamo Birgitta. Gracias por tu ayuda.

– ¿No estás en el pueblo?

– Estoy en Helsingborg. Vivo aquí.

– ¿En Helsingborg? Allí también tenemos un restaurante. También de la familia. Se llama Shanghai. Se come igual de bien que aquí.

– Pues iré, pero ayúdame con esto, por favor.

Se quedó junto al teléfono, esperando. Cuando sonó, era su hijo que llamaba para hablar con ella, pero Birgitta le pidió que volviese a llamar más tarde. Li tardó media hora en devolverle la llamada.

– Puede -le dijo la camarera.

– ¿Cómo que puede?

– Mi primo dice que cree que ha estado en el restaurante alguna vez.

– ¿Cuándo?

– El año pasado.

– Pero ¿no está seguro?

– No.

– ¿Puedes decirme su nombre?

Birgitta Roslin anotó el nombre y el número de teléfono del restaurante de Söderhamn y terminó la conversación. Tras un minuto de vacilación, llamó a la comisaría de Hudiksvall y pidió que la pusieran con Vivi Sundberg. Ya contaba con tener que dejarle un mensaje pero, para su sorpresa, la policía contestó personalmente.

– Y los diarios -le preguntó-. ¿Siguen resultándote interesantes?

– Son difíciles de leer, pero dispongo de tiempo. Os felicito por vuestro hallazgo. Si no he entendido mal, tenéis tanto la confesión como el arma del crimen.

– No creo que llames por eso, ¿verdad?

– No, claro que no. Quería, una vez más, hablar del restaurante chino.

Le habló del primo chino de Söderhamn y de que era posible que Lars-Erik Valfridsson hubiese comido en el restaurante de Hudiksvall.

– Eso podría explicar la cinta roja -concluyó Birgitta-. Un cabo suelto menos.

Aquello no pareció despertar el interés de Vivi Sundberg.

– Bueno, en estos momentos, la cinta no nos importa demasiado. Supongo que entiendes por qué.

– Sí, ya, pero quería contároslo. Si quieres, puedo darte el nombre del camarero que quizás haya visto a ese tipo, y su número de teléfono.

Vivi Sundberg tomó nota.

– Gracias por llamar.

Concluida la conversación, Birgitta Roslin llamó a su jefe, Hans Mattsson. Tuvo que esperar un rato hasta que Mattsson atendió el teléfono. Le dijo que contaba con que le dieran el alta en su próxima visita al médico, dentro de unos días.

– Nos ahoga el trabajo -le aseguró el jefe-. O tal vez sea más propio decir que nos asfixia. Cuando se producen reducciones de presupuesto se acaba con los tribunales suecos. Es algo que jamás pensé que me tocaría vivir.

– ¿Qué?

– Que le pusiéramos precio al Estado de derecho. Creía que la democracia no podía valorarse en dinero. Sin un sistema judicial eficaz, se acabó la democracia. Nos arrastramos. Los cimientos de esta sociedad crujen, se retuercen y se quiebran. Te aseguro que estoy muy preocupado.

– Bueno, no creo que yo sola pueda resolver todo eso, pero te prometo volver a hacerme cargo de mis juicios.

– Te recibiremos con los brazos abiertos.

Aquella noche cenó sola, pues Staffan tenía dos servicios y hacía noche en Hallsberg. Siguió hojeando los diarios. Lo único en lo que se detenía con verdadero entusiasmo eran las notas que cerraban el último de ellos. Estaban fechadas en junio de 1892. J.A. era ya un anciano. Vivía en una pequeña casa de San Diego y sufría dolores en las piernas y la espalda. Después de mucho regatear le compró a un viejo indio unas pomadas y unas hierbas que, en su opinión, eran lo único que lo aliviaban. Hablaba de su inmensa soledad, de la muerte de su esposa, y de sus hijos, que se habían mudado a vivir muy lejos, uno de ellos incluso a las tierras salvajes de Canadá. Ya no contaba nada del ferrocarril. Sin embargo, seguía siendo el mismo cuando describía a las personas. Los negros y los chinos continuaban resultándole odiosos. Le preocupaba que los negros o los amarillos se mudasen a una de las casas vecinas, que estaba en venta.

El diario terminaba en medio de una frase. El 19 de junio de 1892. Anota que ha estado lloviendo durante la noche. Le duele la espalda más que de costumbre. Aquella noche, había tenido un sueño.

Y ahí terminaba el relato. Ni Birgitta Roslin ni ninguna otra persona llegaría a saber nunca qué soñó.

Pensó en lo que Karin Wiman le había escrito el día anterior acerca del sendero que serpenteaba por su cabeza hacia un punto en el que, de repente, llegaría a su fin. Así fue aquel día de junio de 1892 en que todos los comentarios de desprecio que J.A. prodigaba sobre las personas de otro color acabaron de forma tan repentina.

Fue hojeando hacia atrás. No había indicios de que sospechase que iba a morir, nada de lo que se leía en sus notas anunciaba lo que sucedería. «Una vida», pensó Birgitta. «A mí podría sobrevenirme la muerte del mismo modo; mi diario, si hubiera escrito uno, también quedaría inconcluso. En realidad, ¿quién tiene tiempo de terminar su historia, de ponerle punto final antes de morir?»

Dejó los diarios en la bolsa de plástico y decidió devolverlos al día siguiente. Seguiría los sucesos de Hudiksvall igual que el resto de la gente.

Sacó de la estantería la lista de los jueces de distrito suecos. El de Hudiksvall se llamaba Tage Porsén. «Será el juicio de su vida», confirmó para sí misma. «Espero que le guste la publicidad.» Birgitta sabía que muchos de sus colegas detestaban e incluso temían enfrentarse a los periodistas y a las cámaras de televisión.

Al menos así eran los de su generación y los colegas de más edad; pero no sabía cómo encajaban la publicidad los jueces jóvenes.

El termómetro que había fuera, junto a la ventana de la cocina, indicaba que la temperatura había descendido. Se sentó ante el televisor para ver las noticias de la noche. Después se iría a dormir. El día que había pasado con Karin fue enriquecedor, pero también la dejó agotada.

Hacía varios minutos que habían empezado las noticias, sin embargo, comprendió enseguida que se había producido alguna novedad relacionada con el caso de Hesjövallen. Un periodista estaba entrevistando a un criminólogo tan prolijo como grave. Intentó enterarse de qué hablaban.

Después del criminólogo, aparecieron unas imágenes de Líbano. Lanzó una maldición y cambió al teletexto: enseguida supo lo ocurrido.

Lars-Erik Valfridsson se había suicidado. Aunque pasaban a controlarlo cada quince minutos, había tenido tiempo suficiente para rasgar en tiras una camiseta, fabricarse una cuerda y colgarse. Y por mucho que lo hubieran encontrado casi de inmediato, todos los intentos de reanimación fueron en vano.

Birgitta Roslin apagó el televisor. Las ideas se cruzaban en su mente como rayos. ¿Acaso no tuvo fuerzas para vivir con la culpa? ¿O sería un enfermo mental?

«Algo no encaja», concluyó. «Él no pudo cometer todos los asesinatos. Ignoro por qué se ha quitado la vida, por qué confesó y por qué le indicó a la policía el lugar donde hay enterrada una espada de samurai; pero, en el fondo, siempre he tenido la sensación de que no era él.»

Se sentó en el sillón de lectura, con la lámpara apagada. La habitación estaba en semipenumbra. Alguien que pasaba por la calle soltó una risotada. Aquél era su sillón de pensar. Acudía a él cuando necesitaba meditar sobre la sentencia que debía redactar o sobre cualquier otro tema relacionado con un juicio. Y también cuando sentía la necesidad de cavilar sobre su día a día y el de su familia.

Volvió al punto de partida. Las primeras reflexiones que se hizo cuando descubrió que existía un vago parentesco entre ella y todas las personas asesinadas aquella noche de enero. «Era demasiado», se dijo. «Tal vez no para que lo llevase a cabo un hombre solo y decidido y con el objetivo claro, pero sí para un tipo que vive en Hälsingland y sobre el que no pesan más que unas sentencias por agresión. Se ha confesado culpable de algo que no ha hecho. Después le brinda a la policía un arma de fabricación casera, y luego va y se cuelga en su celda. Cabe la posibilidad de que yo esté en un error, pero es indiscutible que aquí hay algo que no encaja. Lo atraparon demasiado rápido. Y, además, ¿qué tipo de venganza podía ser la que adujo como móvil?»

Era más de medianoche cuando se levantó del sillón. Sopesó la posibilidad de llamar a Staffan, pero pensó que tal vez ya estuviese dormido. Se fue a la cama y apagó la luz. Recorrió mentalmente el pueblo, sin poder dejar de pensar en la cinta roja hallada en la nieve, en la imagen del chino ofrecida por la cámara casera del hotel. «La policía sabe algo que yo ignoro, por qué detuvieron a Lars-Erik Valfridsson, y también tiene una idea del posible móvil. Sin embargo, están cometiendo el mismo error de costumbre: se limitan a seguir una sola línea de investigación.»

No conseguía conciliar el sueño y, cansada de dar vueltas en la cama, se levantó, se puso la bata y volvió a la planta baja. Se sentó ante su escritorio con la intención de redactar un resumen de todos los sucesos que ella relacionaba con Hesjövallen. Tardó cerca de tres horas en exponer detalladamente por escrito cuanto conocía, lo que había descubierto y sus vivencias. Mientras escribía la asaltó la creciente sensación de habérsele pasado por alto algo, que se le ofrecía un nexo entre dos cosas y que ella no era capaz de detectarlo. Era como si el bolígrafo fuese un rastrillo y ella tuviese que estar atenta a los cervatillos que quizás aguardasen amparados en el terreno. Cuando se irguió por fin y estiró los brazos, habían dado ya las cuatro de la mañana. Se llevó las notas al sillón de pensar, ajustó la lámpara y empezó a revisarlas desde el principio, intentando en todo momento leer entre sus propias líneas o quizá más bien tras ellas, para ver si había alguna piedra bajo la cual no hubiese mirado, algún vínculo que debería haber intuido con anterioridad. Ella no era policía y, por tanto, no estaba acostumbrada a buscar lagunas en los testimonios o las declaraciones de los sospechosos. Sin embargo, tenía experiencia a la hora de localizar contradicciones, trampas lógicas y, en numerosas ocasiones, había interrumpido en mitad de un juicio para hacerle al acusado una pregunta que, en su opinión, se le había pasado al fiscal.

No obstante, en su memorando, no había nada que, de pronto, la frenase en la lectura. Lo que consiguió fue, tal vez, reafirmarse en la idea de que aquello no podía ser obra de un desquiciado. Estaba demasiado bien organizado, con excesiva sangre fría, como para que lo hubiese ejecutado alguien que no fuese un asesino frío y sereno. Posiblemente, anotó en el margen, cabría preguntarse si el autor del crimen no habría visitado el lugar con anterioridad. Era de noche y estaba oscuro; cierto que podía ir provisto de una buena linterna, pero algunas de las puertas estaban cerradas con llave. Debía de poseer conocimientos precisos de quién vivía en cada casa y, probablemente, tenía las llaves. Y, ante todo, debía de tener un móvil muy claro y firme que le ayudó a no vacilar en ningún momento.

Ya cerca de las cinco de la mañana empezaron a escocerle los ojos. No cabía la menor duda, se decía. El que lo hizo sabía lo que lo aguardaba y no se detuvo ni un instante. Incluso se las arregló para enfrentarse con éxito a una situación inesperada, el niño que se interpuso en su camino. «No se trata de un criminal eventual que va de aquí para allá; su sangre fría tenía un objetivo concreto.»

«No vaciló», pensó. «Y existía la voluntad de causar dolor. Quería que las víctimas tuviesen tiempo de comprender qué les estaba pasando. Todas salvo una, el niño.»

De repente, una idea se cruzó por su mente, algo sobre lo que no había reflexionado con anterioridad. El hombre que había cometido los asesinatos, ¿les habría mostrado el rostro a las personas contra las que alzaba la espada o el sable? ¿Lo reconocieron? ¿Querría él que lo vieran?

«Ésta es una pregunta para Vivi Sundberg», concluyó. «¿Estaba la luz encendida en las habitaciones donde yacían los cadáveres? ¿Se verían cara a cara con la muerte antes de que cayese sobre ellos el arma?»

Dejó a un lado las notas, comprobó el termómetro y vio que la temperatura había descendido a ocho grados bajo cero. Bebió un vaso de agua y se fue a la cama. Pero…, justo cuando estaba a punto de caer vencida por el sueño, su conciencia la hizo emerger de nuevo a la superficie. Se le había pasado por alto algo. Dos de los muertos estaban atados el uno al otro. ¿De qué le sonaba aquella imagen? Se sentó en la cama, a oscuras y completamente despabilada. En algún lugar había leído una descripción similar.

De pronto, le vino a la memoria. Los diarios. En un apartado que sólo había hojeado de pasada leyó un episodio parecido. Fue a la planta baja, colocó todos los diarios sobre la mesa y se aplicó a la tarea de buscar el pasaje, que encontró casi de inmediato.

Año de 1865. El ferrocarril serpentea hacia el este, cada tablón, cada metro de raíl es una tortura. Las enfermedades se ceban en los trabajadores. Mueren como chinches. Pero la afluencia de nueva mano de obra del oeste salva el trabajo, que debe avanzar a marchas forzadas con el fin de que el gigantesco proyecto ferroviario no sufra un colapso financiero. En una ocasión, el 9 de noviembre, para ser exactos, J.A. oye hablar de un barco de esclavos chino procedente de Cantón. Se trata de un viejo velero que sólo se usa para enviar a California chinos secuestrados. El agua y la comida empiezan a escasear durante un largo periodo de calma chicha y se produce un motín a bordo. Para sofocar el motín, el capitán recurre a métodos de crueldad sin parangón. Incluso a J.A., que no duda en utilizar los puños y el látigo para incitar a sus trabajadores, le resulta conmovedor. El capitán selecciona a varios de los amotinados chinos muertos en el motín y los amarra con otros aún vivos. Los deja así atados sobre la cubierta, el uno corrompiéndose poco a poco, el otro muriéndose de hambre. J.A. deja constancia en su diario de que la «medida le parece desmesurada».

¿Podrían establecerse similitudes? Tal vez el uno se habría visto obligado a aguardar encadenado al cadáver del otro. Durante una hora o más, o quizá menos… Antes de que el hachazo final acabase con su vida…

«Esto se me pasó por alto», constató para sí. «Ahora la cuestión es si la policía de Hudiksvall hizo otro tanto. En todo caso, dudo mucho que prestasen atención a la lectura de los diarios antes de prestármelos.»

Asimismo, cabía hacerse otra reflexión, por más que, de entrada, no pareciese lógica. ¿Conocería el asesino los sucesos descritos en el diario de J.A.? ¿Estarían ante una conexión extraordinaria más allá del tiempo y el espacio?

Tampoco estaba de más plantearse la cuestión de por qué le habría prestado los diarios Vivi Sundberg. ¿Acaso confiaba en que Birgitta los leyese y le facilitase información si descubría algo importante? No era tan descabellado, puesto que la policía estaba desbordada de trabajo.

«Puede que Vivi Sundberg sea más lista de lo que yo pensaba», se dijo. «Puede que pretenda utilizar a la tozuda jueza que se empeña en mezclarse en la investigación.

»Incluso cabe la posibilidad de que Vivi Sundberg aprecie mi perseverancia. Una mujer que, probablemente, no siempre lo haya tenido fácil entre tantos colegas masculinos.»

Al final se acostó de nuevo. A Vivi Sundberg seguro que le interesaba aquel descubrimiento; en especial ahora que el supuesto asesino se había suicidado.

Durmió hasta las diez, se levantó y, al mirar el horario de Staffan, comprobó que estaría de vuelta en Helsingborg hacia las tres. Acababa de sentarse para llamar por teléfono a Vivi Sundberg, cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir y se encontró con un chino de baja estatura que le alcanzaba una bolsa de comida.

– No he hecho ningún pedido -aseguró Birgitta perpleja.

– Es de parte de Li, de Hudiksvall -le explicó el hombre con una sonrisa-. No tiene que pagar nada. Li quiere que la llame. Tenemos una empresa familiar.

– ¿El restaurante Shanghai?

El hombre volvió a sonreír.

– Restaurante Shanghai. Muy buena comida.

El hombre le dejó la bolsa con una leve inclinación y salió por la verja. Birgitta sacó la comida de la bolsa, inspiró disfrutando del aroma y la metió en el frigorífico antes de llamar a Li. En esta ocasión fue un hombre indignado quien atendió la llamada. Birgitta Roslin supuso que sería el famoso y malhumorado padre que solía trabajar en la cocina. Lo oyó llamar a Li, que acudió al teléfono.

– Gracias por la comida -le dijo Birgitta-. Ha sido una sorpresa.

– ¿La has probado?

– Aún no. Esperaré hasta que llegue a casa mi marido.

– ¿A él también le gusta la comida china?

– Mucho. Pero, dime, querías que te llamara.

– Sí, estuve pensando en el farolillo -comenzó la joven-. Y en la cinta roja que falta. Resulta que ahora sé algo que antes ignoraba. He hablado con mi madre.

– A ella no llegué a conocerla, ¿verdad?

– No, ella se queda en casa y sólo viene al restaurante a limpiar de vez en cuando. Pero siempre anota cuándo ha estado aquí. El once de enero vino a limpiar por la mañana, antes de abrir.

Birgitta Roslin contuvo la respiración.

– Me contó que, precisamente ese día, limpió todas las lámparas del restaurante. Y está segura de que no faltaba ninguna cinta. Dice que se habría dado cuenta.

– Podría haberse confundido, ¿no?

– ¿Mi madre? No.

Birgitta Roslin sabía lo que aquello significaba. El mismo día en que el chino venido de fuera cenó en la mesa del restaurante no faltaba ninguna cinta de los farolillos. Y la que se encontró en Hesjövallen desapareció justo aquella noche. No cabía la menor duda de ello.

– ¿Puede ser importante? -quiso saber Li.

– Podría serlo -aseguró Birgitta Roslin-. Gracias por contármelo.

Colgó el auricular, pero el teléfono volvió a sonar de inmediato. En esta ocasión, le trajo la voz de Lars Emanuelsson.

– No cuelgues -dijo el periodista antes de saludar siquiera.

– ¿Qué quieres?

– Conocer tu opinión sobre lo sucedido.

– No tengo nada que decir al respecto.

– ¿Te sorprendió?

– ¿El qué?

– Que Lars-Erik Valfridsson fuese sospechoso.

– Sólo sé de él lo que dicen los periódicos.

– Pero los periódicos no lo dicen todo.

El periodista logró despertar su curiosidad.

– Maltrató a sus dos últimas esposas -le explicó Lars Emanuelsson-. La primera logró huir. Después, Valfridsson conoció a una señora de Filipinas a la que atrajo hasta aquí con un montón de falsas esperanzas. La estaba golpeando hasta casi matarla cuando unos vecinos dieron la alarma. Le valió una condena por malos tratos, pero hizo cosas peores.

– ¿Como qué?

– Homicidio. Ya en 1977, muy joven. En una pelea por una moto. Le dio a un joven en la cabeza con una piedra. La víctima murió en el acto. En el examen de psiquiatría forense al que sometieron a Lars-Erik, el médico dejó claro que era posible que volviese a recurrir a la violencia. Seguramente pertenecía a ese grupo de personas que deben considerarse peligrosas para su entorno. De modo que no es de extrañar que la policía y el fiscal creyesen haber dado con el verdadero asesino.

– Pero, según tú, no fue así, ¿me equivoco?

– Bueno, he hablado con las personas que lo conocían. Lars-Erik había soñado siempre con ser un personaje célebre. Al parecer, iba haciéndole creer a la gente que había sido espía e hijo secreto del rey. La confesión de asesinato le daría la fama que buscaba. Lo único que no acabo de entender es por qué decidió acabar su representación antes de tiempo. Ahí se me derrumba la historia.

– ¿Estás insinuando que no fue él?

– El tiempo lo dirá, pero ya sabes cómo pienso. Date por respondida. Ahora lo que más me interesa es saber a qué conclusiones has llegado tú. Y si coinciden con las mías.

– La verdad es que no le he dedicado al caso más atención que el resto de la gente. Parece mentira que todavía no comprendas que ya hace tiempo que me cansé de tus llamadas.

Lars Emanuelsson no hizo caso de sus palabras.

– Háblame de los diarios. Algo tendrán que ver con esta historia, ¿no?

– Deja de llamarme -dijo Birgitta antes de colgar.

El teléfono volvió a sonar de inmediato, pero ella no respondió. Aguardó cinco minutos y llamó a la comisaría de Hudiksvall. Tardaron en responder, pero, cuando lo hicieron, reconoció la voz de la joven, que sonó nerviosa y cansada. Vivi Sundberg no podía ponerse. Birgitta Roslin dejó su nombre y su número.

– No puedo prometer nada -le dijo la telefonista-. Esto es un caos.

– Lo comprendo. Dile que me llame cuando pueda.

– ¿Es importante?

– Vivi Sundberg sabe quién soy. Tendrás que conformarte con esa respuesta.

Vivi la llamó al día siguiente. El escándalo de la prisión de Hudiksvall acaparaba las noticias. El ministro de Justicia hizo unas declaraciones en las que garantizaba que el suceso se investigaría a fondo y que se pedirían responsabilidades. Tobias Ludwig se zafaba como podía de las preguntas de los periodistas y de las cámaras de televisión. En cualquier caso, todos estaban de acuerdo en que había sucedido algo que se suponía imposible.

Vivi Sundberg parecía agotada. Birgitta Roslin decidió no preguntar sobre la nueva situación después del suicidio. Le habló, eso sí, de la cinta roja y de las reflexiones que había anotado en el margen del resumen que había hecho de los hechos.

Vivi Sundberg la escuchó sin comentar nada. Birgitta oía voces de fondo y pensó que no envidiaba en lo más mínimo la tensión que debía de reinar en la comisaría.

Birgitta Roslin terminó preguntándole si, en las habitaciones donde habían encontrado los cadáveres, las lámparas estaban encendidas.

– Pues, tienes razón -respondió Vivi Sundberg-. Nos extrañó, pero así era, estaban encendidas. Todas, menos una.

– La del niño, ¿verdad?

– Exacto.

– ¿Habéis dado con alguna explicación?

– Comprenderás que no puedo hablar contigo de esto por teléfono.

– Sí, claro, disculpa.

– No importa. Pero quisiera pedirte un favor. Escribe lo que te hayan sugerido los sucesos de Hesjövallen. De la cinta roja me encargo yo. Escribe sobre lo demás y envíamelo.

– Lars-Erik Valfridsson no los mató -sentenció Birgitta Roslin.

Las palabras surgieron de su boca de forma inesperada, tanto para Vivi Sundberg como para ella misma.

– Envíame el relato de tus reflexiones -reiteró Vivi Sundberg-. Gracias por llamar.

– ¿Y los diarios?

– Será mejor que nos los devuelvas ya.

Después de aquella conversación, Birgitta sintió un gran alivio. Pese a todo, sus esfuerzos no habían sido del todo en vano. Ahora ya podía dejar el asunto y, en el mejor de los casos, la policía daría un día con la pista del autor de los asesinatos y averiguaría si lo hizo solo o contó con la ayuda de algún cómplice. Y, desde luego, no le extrañaría que al final concluyesen que un hombre originario de China estaba involucrado en el caso.


Al día siguiente, Birgitta Roslin acudió a su médico. Era un frío día de invierno con viento racheado procedente del estrecho. Estaba impaciente por volver a trabajar.

No tuvo que aguardar más que unos minutos en la sala de espera.

El médico le preguntó cómo se encontraba y ella respondió que suponía que ya estaba bien. Una enfermera le extrajo una muestra de sangre y Birgitta se sentó a esperar.

Cuando volvió a entrar en la consulta, el médico comprobó su presión sanguínea y, acto seguido, fue derecho al grano.

– Puede que te sientas bien, pero sigues teniendo la tensión demasiado alta, de modo que tendremos que seguir investigando a qué se debe. Para empezar, te prolongaré la baja otras dos semanas. Y te daré un volante para el especialista.

Ya en la calle, con el gélido viento azotándole el rostro, comprendió realmente la situación. La posibilidad de padecer una enfermedad grave la llenó de preocupación, aunque el médico le había asegurado que no era el caso.

Se detuvo en la plaza, de espaldas al viento. Por primera vez en muchos años se sintió indefensa. No se movió hasta que el teléfono que llevaba en el bolsillo empezó a sonar. Era Karin Wiman para darle las gracias por su visita y charlar un rato.

– ¿Qué haces? -le preguntó.

– Estoy en medio de una plaza. Y, en estos momentos, no tengo ni idea de qué voy a hacer con mi vida.

Después le habló de su visita al médico. Fue una conversación bastante fría. Le prometió que volvería a llamarla antes de su viaje a China.

Cuando cruzaba la verja de su casa, empezó a nevar. El viento soplaba con mayor intensidad y seguía siendo racheado.

23

Ese mismo día fue al juzgado para hablar con Hans Mattsson. Cuando le comunicó que seguía de baja, su jefe se mostró tan abatido como preocupado.

La observó pensativo por encima de las gafas.

– Creo que ya está bien, empieza a preocuparme tu salud.

– Según mi médico, no tienes por qué. Son los valores sanguíneos, que no están como deben, y la tensión, que la tengo alta. Me ha remitido a un especialista, pero no me siento enferma, sólo algo cansada.

– Sí, cansados lo estamos todos -aseguró Mattsson-, Yo llevo cansado casi treinta años. A estas alturas de la vida, mi mayor placer es no tener que madrugar.

– Estaré de baja otras dos semanas. Después, esperemos, ya me habré restablecido.

– Claro, estarás de baja el tiempo que necesites. Hablaré con la Dirección Nacional de Administración de Justicia para ver si pueden enviarnos ayuda. Como ya sabes, no eres la única que falta. Klas Hansson está de excedencia en Bruselas, investigando para la Unión Europea. Y no creo que vuelva. Siempre sospeché que a él lo que le interesaba no era presidir tribunales.

– Siento causar problemas.

– No eres tú, sino tu presión sanguínea la que causa problemas. Descansa y cuida tu rosal y vuelve cuando te hayas recuperado.

Birgitta lo miró extrañada.

– Pero, si yo no tengo ningún rosal… Es más, no se me dan nada bien las plantas.

– Es un dicho de mi abuela. Cuando no convenía trabajar demasiado, sino cuidar del propio rosal imaginario… A mí me parece una imagen muy hermosa. Mi abuela nació en 1879. El mismo año en que se publicó La habitación roja, de Strindberg. Qué idea más curiosa para una mujer como ella. Lo único que hizo en toda su vida, aparte de traer niños al mundo, fue zurcir calcetines.

– Bien, seguiré su consejo -aseguró Birgitta-. Me iré a casa a cuidar mi rosal.

Al día siguiente, Birgitta envió a Hudiksvall los diarios y sus comentarios al respecto. Cuando dejó el paquete en correos y se vio con el justificante en la mano, sintió que cerraba el capítulo de los sucesos de Hesjövallen. En un rincón de aquel tremendo y trágico suceso estuvieron presentes su madre y los padres adoptivos de ésta. Aquello había terminado y, claramente aliviada, se dedicó de lleno a los preparativos de la fiesta de cumpleaños de Staffan.

Y llegó el día en que casi toda la familia y algunos amigos aguardaban a que Staffan Roslin cruzara la puerta, después de dejar el tren de la tarde de Alvesta a Malmö y de volver a casa sin servicio en Helsingborg. Se quedó mudo y atónito en el umbral, enfundado en su uniforme y con el ajado gorro de piel, mientras lo felicitaban cantándole el Cumpleaños feliz. Para Birgitta fue muy agradable ver a su familia y a los amigos sentados en torno a la mesa. Lo sucedido en Hälsingland, así como su presión sanguínea, se le antojaron menos importantes al sentir la calma que sólo su familia podía infundirle. Claro que le habría gustado que Anna hubiese podido acudir desde Asia, donde se encontraba, pero cuando por fin consiguieron establecer una deficiente conexión por móvil con Tailandia, la joven dijo que le resultaba imposible. Acabaron bien entrada la noche, y al final, después de que se marchasen los otros invitados, sólo quedó la familia. Sus hijos eran jóvenes charlatanes que disfrutaban con ese tipo de encuentros. Ella y su marido escuchaban divertidos la conversación sentados en el sofá. De vez en cuando, Birgitta se levantaba para llenar las copas. Las gemelas Siv y Louise se quedarían a dormir, en tanto que David había reservado una habitación de hotel, pese a las protestas de Birgitta. Estuvieron charlando hasta las cuatro de la madrugada. Al final sólo quedaron ella y su marido. Retiraron la mesa y colocaron la vajilla en el lavaplatos y llevaron las botellas vacías al garaje.

– Menuda sorpresa -dijo Staffan cuando terminaron y se sentaron a la mesa de la cocina-. Jamás olvidaré este cumpleaños. Lo inesperado puede ser doloroso, pero hoy ha sido un regalo. Precisamente hoy, además, me dije que ya estaba un tanto harto de ir de acá para allá entre vagones de tren. Siempre estoy viajando, pero no llego a ninguna parte. Es la maldición del revisor y del conductor de tren. Un constante viajar en nuestra burbuja de cristal.

– Yo creo que deberíamos hacer esto más a menudo. Después de todo, en momentos así, la vida adquiere otras dimensiones, no sólo cumplir con el deber y ser de utilidad.

– ¿Y ahora?

– ¿A qué te refieres?

– Tienes otras dos semanas de baja. ¿Qué piensas hacer?

– Mi jefe, Hans Mattsson, me habló con pasión de su deseo de no madrugar. Tal vez pueda dedicarme a eso estos días.

– Vete de viaje a un lugar más cálido. Con alguna amiga.

Birgitta movió la cabeza, como pensándoselo.

– Puede, pero ¿con quién?

– ¿Con Karin Wiman?

– Se va a China en viaje de trabajo.

– ¿No tienes otra amiga a la que proponérselo? O quizá podrías irte con una de las gemelas.

La idea le resultó muy atractiva.

– Les preguntaré. Aunque antes voy a ver si en realidad me apetece emprender un viaje. No olvides que debo ir al especialista.

Staffan le puso una mano en el hombro.

– Me has dicho la verdad, ¿no? ¿Es cierto que no tengo por qué preocuparme?

– Sí. A menos que mi médico me haya mentido, pero no lo creo.

Permanecieron despiertos un rato más antes de irse a la cama. Cuando se despertó al día siguiente, Staffan y las gemelas ya se habían marchado. Había estado durmiendo hasta las doce. «Lo que tanto añora Hans Mattsson», se dijo. «Lo que él quiere son mañanas así.»

Habló por teléfono con Siv y Louise, pero ninguna de las dos disponía de tiempo para irse de viaje, aunque a ambas les apetecía mucho. A media mañana la llamaron para decirle que habían anulado una cita con el especialista, de modo que podía ir a dejar sus muestras para los análisis al día siguiente.

Hacia las cuatro de la tarde llamaron a la puerta. Se preguntó si sería otra entrega gratuita de comida china cuando, al abrir la puerta, se encontró con el comisario de la Policía Judicial Hugo Malmberg. Llevaba el pelo cubierto de nieve y un par de anticuadas botas de goma.

– Me encontré a Hans Mattsson por casualidad y me dijo que estabas enferma. Me lo dijo en confianza, puesto que sabe que nos conocemos bien.

Birgitta lo invitó a entrar. Pese a lo corpulento que era, se agachó y se quitó las botas sin problema.

Se tomaron un café en la cocina mientras ella le hablaba de su presión sanguínea y le decía que, a su edad, no era nada extraño.

– Yo tengo la tensión muy alta; es como si llevase dentro una bomba -le confesó Hugo Malmberg apesadumbrado-. Sigo un tratamiento y mi médico dice que los valores sanguíneos están bien, pero a mí me preocupa. En mi familia, nadie ha muerto de cáncer. Todos, hombres y mujeres, han caído víctimas de ataques de apoplejía o de infarto. Mantengo una lucha diaria para no dejarme vencer por el miedo.

– Estuve en Hudiksvall -le contó Birgitta cambiando de tema-. Tú me proporcionaste el nombre de Vivi Sundberg, ¿te acuerdas? Pero no creo que supieras que al final fui allí.

– No, menuda sorpresa, la verdad.

– ¿Recuerdas por qué te pregunté? Te comenté que soy pariente de una de las familias asesinadas en Hesjövallen, ¿no? Pues luego se supo que todas las víctimas eran parientes entre sí. ¿Tienes prisa?

– He dejado un mensaje en el contestador: estoy fuera, de servicio, el resto del día. Al no tener guardia, puedo quedarme aquí hasta mañana.

– ¿Cómo se dice…? Hasta que se encierre a las vacas, ¿no?

– O hasta que pasen los cuatro jinetes del Apocalipsis y nos destruyan a todos, así que ya puedes empezar a entretenerme con todos los horrores que yo no tengo que investigar.

– ¿Estás siendo cínico?

Hugo Malmberg frunció el ceño.

– ¿Tan poco me conoces? Después de tantos años… Me duele que hables así.

– Perdona, no era mi intención herirte.

– Bueno, pues ya puedes empezar, te escucho.

Birgitta Roslin le contó lo sucedido, pues el interés que mostraba Hugo parecía auténtico. El comisario la escuchó atento, haciendo alguna que otra pregunta de vez en cuando, aunque parecía convencido de que Birgitta no pasaba por alto ningún detalle. Cuando hubo concluido, Hugo Malmberg guardó silencio durante un rato, mientras se observaba las manos. Birgitta sabía que todos lo consideraban muy competente en su trabajo, un profesional que combinaba paciencia y rapidez, método e intuición. Había oído que era uno de los profesores más solicitados por las academias de policía del país. Pese a estar destinado en Helsingborg, a menudo participaba en la Comisión Nacional de Homicidios, cuando se enfrentaban a investigaciones muy complejas en otras regiones del país.

De repente, a Birgitta se le antojó muy extraño que no lo hubiesen requerido para la investigación de los asesinatos de Hesjövallen.

Le preguntó por qué. Hugo Malmberg sonrió.

– La verdad es que me llamaron, pero nadie me comentó que tú anduviste por allí ni que hubieses descubierto cosas extrañas.

– Creo que no les gusté.

– Los policías suelen vigilar celosamente el plato del que comen. Querían que acudiese a colaborar con ellos, pero, cuando detuvieron a Valfridsson, perdieron todo interés.

– Pues ahora está muerto.

– La investigación prosigue.

– Y ahora sabes que no fue él.

– ¿Tú crees que lo sé?

– Ya has oído lo que te he contado.

– Sí, unos sucesos extraños y unos hechos muy sugerentes. Todo lo cual debe investigarse a conciencia, claro está. Sin embargo, la pista principal, Valfridsson, no pierde interés sólo porque al individuo se le haya ocurrido quitarse la vida.

– Él no lo hizo. Lo que sucedió la noche del doce al trece de enero es de mayores dimensiones que lo que puede hacer alguien que ha sido condenado por malos tratos y un homicidio en su juventud.

– Puede que tengas razón. Y puede que no. Una y otra vez vemos cómo los peces más grandes suelen nadar en las aguas más tranquilas. El ladrón de bicicletas termina robando bancos, el camorrista se convierte en un asesino profesional que le quita la vida a cualquiera por una cantidad de dinero. Y alguna vez tenía que pasar también en Suecia, que alguien que comete un homicidio bajo los efectos del alcohol termina de estropearse y lleva a cabo una acción tan horrenda como lo de Hesjövallen.

– Pero ¿cuál es el móvil?

– El fiscal habló de venganza.

– ¿Por qué? ¿Vengarse de un pueblo entero? No es lógico.

– Si el crimen en sí no lo es, tampoco tiene por qué serlo el móvil.

– Pues, a pesar de todo, yo creo que Valfridsson era una pista falsa.

– Sin embargo, aún es una pista falsa. ¿Qué acabo de decirte? La investigación continúa, aunque él esté muerto. A ver, dime, ¿acaso es tu historia sobre el chino mucho más verosímil? ¿Cómo relacionas un pequeño pueblo de Norrland con un móvil chino?

– No lo sé.

– Bueno, ya veremos. Lo que tienes que hacer es recuperar la salud.

Cuando Malmberg se disponía a marcharse, la nieve caía con más fuerza.

– ¿Por qué no te vas de viaje a algún lugar más cálido?

– Sí, eso me dice todo el mundo.

Lo vio alejarse en medio de la nevada. La conmovió que hubiese dedicado su tiempo a hacerle una visita.

Al día siguiente cesó de nevar. Fue a la consulta del especialista, dejó las muestras para el análisis y le dijeron que tardarían más de una semana en tener los resultados.

– ¿Algún tipo de recomendación? -le preguntó al nuevo facultativo.

– Evita los esfuerzos innecesarios.

– ¿Puedo viajar?

– Sí, no hay problema.

– Otra pregunta, ¿tengo motivo para estar asustada?

– No, puesto que no presentas otros síntomas, no hay razón para preocuparse.

– O sea, que no voy a morirme.

– Por supuesto que vas a morirte. Cuando llegue el momento. Igual que yo. Pero no por ahora, si conseguimos bajar tu presión sanguínea a un nivel aceptable.

Ya en la calle, tomó conciencia de lo preocupada que había estado. Ahora se sentía más aliviada. Decidió dar un largo paseo, pero, después de recorrer tan sólo unos metros, se paró en seco.

La idea se le ocurrió sin más. O tal vez ya lo hubiese decidido de forma inconsciente. Entró en una cafetería y llamó a Karin Wiman. Comunicaba. Aguardó impaciente, pidió un café, hojeó un periódico. Volvió a intentarlo, pero seguía comunicando. Al quinto intento lo consiguió.

– Oye, me voy contigo a China.

Karin Wiman tardó unos segundos en reaccionar.

– ¿Qué ha pasado?

– Sigo de baja, pero el médico dice que puedo viajar.

– ¿Seguro?

– Sí, y todos me animan a que me vaya de viaje. Mi marido, mis hijos, mi jefe, todos. Así que he decidido que eso es lo que voy a hacer. Si aún estás dispuesta a compartir habitación conmigo.

– Salgo dentro de tres días, así que hay que darse prisa para conseguirte el visado.

– ¡Ah! Cabe la posibilidad de que no funcione con tan poco margen.

– En condiciones normales lleva bastante tiempo, pero puedo tirar de algunos hilos… El billete te lo buscas tú.

– Recuerdo que dijiste que volabas con Finnair.

– Sí, te daré los números de vuelo. Puedo enviártelos en un mensaje al móvil, porque no los tengo aquí. Y, además, necesito urgentemente una fotocopia de tu pasaporte.

– Me voy a casa ahora mismo.

Varias horas más tarde ya le había enviado a Karin toda la documentación necesaria, aunque no consiguió plaza en el mismo vuelo. Tras varias conversaciones telefónicas, Birgitta decidió partir un día después que Karin. El congreso no habría empezado aún. Karin formaba parte del comité organizador que preparaba los distintos seminarios, pero le prometió escabullirse unas horas para ir a esperarla al aeropuerto.

Birgitta Roslin sintió los mismos nervios que a los dieciséis años, cuando viajó por primera vez al extranjero, a Eastbourne, Inglaterra, para perfeccionar el inglés.

– ¡Por Dios! -exclamó al teléfono-. Ni siquiera sé qué temperatura hace allí. ¿Es invierno o verano?

– Invierno, igual que aquí. Nos encontramos prácticamente en la misma latitud. Pero aquél es un frío seco. A veces llegan tormentas procedentes de los desiertos del norte de Pekín, así que prepárate como para una expedición al Ártico. Hace muchísimo frío en todas partes, incluso en el interior de las casas. Ahora ha mejorado mucho la cosa, en comparación con la primera vez que fui. Entonces me alojé en uno de los mejores hoteles, pero tenía que dormir con la ropa puesta. Por la mañana me despertaban los chirridos de miles de bicicletas. Llévate ropa interior de abrigo. Y café. Aún no saben hacerlo. Bueno, eso no es del todo cierto, pero por si acaso. El café en los hoteles no suele ser tan fuerte como nos gusta aquí.

– ¿Hay que llevar ropa elegante?

– Tú te librarás de los banquetes, pero siempre puedes llevar un vestido bonito.

– ¿Cómo hay que comportarse? ¿Qué ropa no se debe llevar? Hubo un tiempo en que creí que lo sabía todo de China; pero era la versión de los rebeldes. En China la gente se dedicaba a desfilar, cultivar arroz y blandir el libro rojo de Mao. En verano nadaban dando grandes brazadas hacia el futuro, siguiendo la estela del gran timonel.

– De todo eso puedes olvidarte. Basta con que te acuerdes de llevar ropa interior de abrigo. Y dólares en billetes. Las tarjetas de crédito valen, pero no en todas partes. Unos zapatos cómodos. Allí es fácil resfriarse y no cuentes con que tengan los medicamentos que utilizas habitualmente.

Birgitta Roslin iba tomando nota. Acabada la conversación fue al garaje a sacar la mejor de sus maletas. Y por la noche le contó a Staffan su decisión. Quizá le sorprendió la noticia, pero no lo dejó traslucir. Para él, nadie mejor que Karin Wiman para acompañar a su esposa.

– A mí también se me ocurrió -confesó Staffan-. Cuando me dijiste que Karin se iba a China, así que no me pilla del todo desprevenido. ¿Qué te ha dicho el médico?

– Me dijo: ¡vete de viaje!

– Pues, en ese caso, yo te digo lo mismo. Pero llama a los niños y cuéntaselo, no sea que se preocupen.

Aquella misma noche los llamó, por orden de edad, a los tres a los que podía localizar. El único que tenía sus dudas era David. ¿Tan lejos y tan de repente? Ella lo tranquilizó explicándole que iba muy bien acompañada y que los doctores que la estaban tratando no habían opuesto ninguna objeción.

Buscó un plano y, con la ayuda de Staffan, logró localizar el hotel en el que iban a alojarse, el Dong Fan.

– Te envidio -admitió él de improviso-. Aunque, de jóvenes, tú eras la china y yo sólo un liberal asustadizo que creía que los cambios sociales podían lograrse con calma, siempre soñé con viajar allí. No a China, sino justo a Beijing. O a Pekín, pues para mí ése será siempre su verdadero nombre. Tengo la convicción de que el mundo tiene otro aspecto desde ese horizonte, si lo comparo con mis trenes a Alvesta y a Nässjö.

– Pues imagínate que me mandas a mí de exploradora. Y luego nos vamos los dos, en verano, cuando no haya tormentas de arena.

Vivió con una tensa excitación los días previos a su partida. Cuando Karin Wiman salió de Kastrup, Birgitta acudió al aeropuerto y aprovechó para recoger su billete. Se despidieron frente a la sala de embarque.

– Quizá sea mejor que no volemos el mismo día -opinó Karin-. Como soy un personaje importante para el congreso tengo un billete de primera, y no habría sido muy agradable ir en el mismo avión pero en distinta clase.

– Ahora estoy tan emocionada que, si fuera preciso, me montaría en un carromato. ¿Me prometes que irás a recogerme al aeropuerto?

– Allí estaré.

Por la noche, cuando Karin ya debería haber llegado a su destino, Birgitta Roslin fue al garaje a mirar en una caja de cartón en cuyo fondo encontró lo que buscaba: su viejo y desgastado ejemplar del libro de citas de Mao. En el interior del librito forrado de rojo había escrito: «19 de abril de 1966».

«Entonces era una niña», recordó. «Virgen en casi todos los terrenos. Tan sólo había estado una vez con un joven, Tore, de Borstahusen, que soñaba con ser existencialista y se quejaba de ser tan lampiño. Con él perdí la virginidad en una fría cabaña que olía a moho.

Lo único que recuerdo es su torpeza, casi insoportable. Después de aquello creció entre nosotros una sensación pegajosa que provocó que quisiéramos separarnos cuanto antes y que no nos mirásemos nunca más a los ojos. Aún me pregunto qué les diría de mí a sus amigos. Yo no recuerdo qué les conté a los míos. En cualquier caso, la virginidad política era tan importante como aquella otra. Hasta que llegó la tormenta roja, que me arrastró consigo. Sin embargo, nunca fui consecuente con mi aprendizaje del mundo. Después del periodo con los rebeldes me escondí. Nunca conseguí comprender por qué me dejé llevar y me metí en lo que era casi una secta. Karin se pasó al partido de izquierdas. Yo, en cambio, me afilié a Amnistía Internacional, y, ahora, a nada de nada.»

Se sentó sobre unos neumáticos amontonados y empezó a hojear el librito. Una fotografía se deslizó de entre sus páginas. Eran ella y Karin Wiman. Recordaba el día en que se la hicieron. Se apretujaron en un fotomatón de la estación de Lund; como de costumbre, por iniciativa de Karin, que introdujo las monedas en la ranura y salió enseguida a esperar que apareciera la serie de instantáneas. Al ver la foto, Birgitta se echó a reír de buena gana, aunque la asustó la distancia. Aquella parte del sendero quedaba ya tan lejos que apenas se animaba a evocar el trayecto recorrido desde entonces.

«Ese viento gélido», se dijo. «La vejez, que se me acerca de puntillas por la espalda.» Guardó el libro en el bolsillo y salió del garaje. Staffan acababa de llegar a casa. Se sentó con él en la cocina mientras él cenaba lo que ella le había preparado.

– ¿Estás lista, soldado de la guardia roja? -bromeó Staffan.

– Acabo de ir a buscar mi pequeño ejemplar del libro rojo.

– Especias -dijo Staffan de pronto-. Si quieres traerme un regalo, compra especias. Siempre he creído que en China hay aromas y sabores que no existen en ningún otro lugar.

– ¿Qué otra cosa quieres que te traiga?

– A ti. Sana y contenta.

– Pues creo que eso puedo prometértelo.

Se ofreció a llevarla a Copenhague al día siguiente, pero ella le dijo que era suficiente con que la dejase en la estación de ferrocarril. Birgitta estuvo muy nerviosa toda la noche, se la pasó yendo y viniendo a por un vaso de agua tras otro. Había ido siguiendo el devenir de los sucesos de Hudiksvall en el teletexto. Cada vez era más la información que salía a la luz sobre Lars-Erik Valfridsson, aunque nada que aclarase por qué la policía creía que él había cometido la masacre. La indignación por el hecho de que había conseguido suicidarse había llegado al Parlamento bajo la forma de una airada protesta presentada al ministro de Justicia. El único que aún mantenía la calma era Robertsson, por quien Birgitta sentía un creciente respeto. El fiscal insistía en que la investigación continuaba su proceso, aunque el supuesto asesino estuviese muerto. Sin embargo, también había empezado a indicar que la policía trabajaba con otras pistas sobre las que no podía revelar ningún detalle.

«Ahí tenemos a mi chino», concluyó Birgitta. «Y mi cinta roja.»

Varias veces estuvo tentada de llamar a Vivi Sundberg para hablar con ella, pero se abstuvo. En ese momento lo más importante era el sugerente viaje que la aguardaba.

Hacía una hermosa y clara mañana de invierno el día en que Staffan Roslin condujo a su esposa a la estación de ferrocarril y se despidió de ella mientras el tren se alejaba del andén. Facturó sin problemas en Kastrup, le asignaron un asiento en el pasillo, tal y como ella quería, tanto de ida a Helsinki como de allí a Pekín. Cuando el avión despegó de Kastrup, sintió como si se liberase de una especie de cadena y le sonrió al anciano finlandés que ocupaba el asiento contiguo. Cerró los ojos, no probó nada en todo el viaje a Helsinki y volvió a pensar en la época en que China representaba para ella el paraíso, terrenal y soñado. La sorprendía la cantidad y la ingenuidad de todas aquellas extrañas ideas preconcebidas que se había forjado entonces, entre las que se incluía creer que, en un momento dado, el pueblo sueco estaría dispuesto a rebelarse contra el sistema establecido. ¿De verdad llegó a creérselo o, simplemente, se dedicó a participar en un juego?

Birgitta Roslin evocó el campamento de verano de 1969, en Noruega, adonde unos camaradas noruegos las invitaron a ella y a Karin. Todo debía desarrollarse en el más absoluto secreto. Nadie debía saber dónde se organizaba el campamento. A todos los participantes (no se sabía exactamente qué otros camaradas iban a participar) se les asignó un alias y, para desconcertar más aún al siempre vigilante enemigo de clase, se cambiaba el sexo con dicho alias. Aún recordaba que, durante todo el campamento, ella se llamó Alfred. Le habían dicho que tomara un autobús hasta Kongsberg y que se bajase en una parada determinada, adonde irían a buscarla. Mientras aguardaba en la solitaria parada de autobús bajo una intensa lluvia, pensó que tendría que neutralizar la oposición entre la lluvia y su estado de ánimo con paciencia revolucionaria. Por fin llegó una furgoneta, que se detuvo en la parada. Al volante iba un joven que se presentó quedamente como Lisa y que le pidió que subiese al vehículo. Habían instalado el campamento en un campo abandonado cubierto de maleza, con las tiendas montadas en hileras. Consiguió cambiarse a la tienda de Karin Wiman, a la sazón Sture, y todas las mañanas hacían ejercicios gimnásticos ante una ola de ondeantes banderas rojas. Vivió toda aquella semana en una tensión constante por temor a cometer un fallo o decir algo inconveniente, o sea, a comportarse de un modo contrarrevolucionario. El instante decisivo, en el que sintió un miedo atroz y estuvo a punto de desmayarse, llegó cuando le pidieron que se pusiera de pie para presentarse, bajo el nombre de Alfred, claro está, y que contase a qué se dedicaba en la vida civil tras la cual ocultaba que, en realidad, había elegido la dura opción de convertirse en una revolucionaria profesional. Pero salió airosa, no se vino abajo y supo que su victoria había sido total cuando Kajsa, uno de los jefes del campamento, un hombre de unos treinta años, corpulento y lleno de tatuajes, se levantó a darle una palmadita en el hombro.

Ahora, sentada en el avión rumbo a Helsinki, con los ojos cerrados, pensó que cuanto había sucedido en aquella época le provocó un miedo permanente. Cierto que hubo momentos en los que se sintió partícipe de algo que cambiaría la dirección del eje terrestre; pero, por lo general, siempre estuvo asustada.

Pensaba preguntarle a Karin si también ella lo había vivido así, si también ella sentía miedo entonces. Desde luego, no se le ocurría mejor escenario que China, el paraíso soñado, para obtener respuesta a esa pregunta. Además, quizás ahora comprendería mucho mejor aquello que un día marcó toda su existencia.

Cuando el avión inició el aterrizaje en Helsinki y las ruedas chocaron contra el asfalto, se despertó. Disponía de dos horas hasta la salida del avión a Pekín. Se sentó en un sofá que había bajo un avión antiguo que decoraba el techo de la terminal de salidas. En Helsinki hacía frío. A través de los grandes ventanales que daban a las pistas de aterrizaje veía el vaho del personal de tierra del aeropuerto. Pensó en la última conversación mantenida con Vivi Sundberg hacía unos días. Birgitta le preguntó si habían sacado alguna imagen fija de la cámara de vigilancia. Vivi Sundberg le respondió que sí, pero no se extrañó cuando Birgitta le pidió que le enviase una fotografía del chino. Al día siguiente recibió por correo una ampliación que ahora llevaba en el bolso. La sacó del sobre.

«Estás ahí, entre decenas de miles de personas», pensó Birgitta Roslin. «Pero no conseguiré dar contigo. Nunca sabré quién eres. Si diste tu verdadero nombre. Y, ante todo, qué hiciste.»

Muy despacio, empezó a dirigirse a la puerta de embarque del avión para Pekín, junto a la que ya había pasajeros esperando. La mitad eran chinos. «Aquí comienza una porción de Asia», se dijo. «En los aeropuertos se desdibujan las fronteras, se acercan y, al mismo tiempo, se alejan.»

Tenía el asiento 22 C. A su lado viajaba un hombre de piel oscura que trabajaba para una empresa británica en la capital china. Intercambiaron unas frases de cortesía, pero ni él ni Birgitta Roslin tenían el menor interés por profundizar en la conversación. Se acurrucó bajo la manta y se dio cuenta de que el nerviosismo había dado paso a la sensación de haber emprendido el viaje sin estar convenientemente preparada. En realidad, ¿qué iba a hacer ella en Pekín? ¿Deambular por las calles, observar a la gente y visitar museos? Karin Wiman no podría dedicarle mucho tiempo. Pensó que aún llevaba dentro una rémora de la rebelde insegura que fue en su juventud.

«He emprendido este viaje para verme a mí misma», constató. «No voy a la absurda caza de un chino que se llevó una cinta roja del farolillo de un restaurante antes de, seguramente, asesinar a diecinueve personas. He empezado a atar todos los cabos sueltos de los que se compone la vida de una persona.»

Hacia la mitad de las siete horas de viaje, empezó a sentir entusiasmo. Tomó varias copas de vino y comió el plato que le sirvieron, cada vez más impaciente por llegar.

Sin embargo, la llegada no resultó como ella había imaginado. Tan pronto como entraron en territorio chino, el capitán les comunicó que, debido a una tormenta de arena, era imposible aterrizar en Pekín por el momento. Aterrizarían en la ciudad de Taiyuan, a la espera de que mejorase el tiempo. Cuando el avión tomó tierra, los llevaron en autobús hasta una fría sala de espera donde montones de chinos arropados con mantas aguardaban en silencio. Se sentía fatigada a causa del cambio horario. No estaba muy segura de cuál era su primera impresión de China. El paisaje oculto bajo la nieve, las colinas que rodeaban el aeropuerto, los autobuses y los carros de bueyes que circulaban por una carretera cercana a la zona aeroportuaria.

Dos horas después había empezado a remitir la tormenta en Pekín. El avión despegó y volvió a aterrizar. Una vez pasados todos los controles, vio a Karin, que estaba esperándola.

– La llegada del rebelde -bromeó su amiga-. ¡Bienvenida a Pekín!

– Gracias, aunque aún no he tomado conciencia de dónde me encuentro.

– Estás en el Reino del Centro. En el centro del mundo. En el centro de la vida. Venga, nos vamos al hotel.

Aquella primera noche, desde la décima novena planta del hotel, en la habitación que compartía con Karin, contempló el resplandor de la gigantesca ciudad y sintió un escalofrío de excitación.


En otro rascacielos y al mismo tiempo, un hombre observaba la misma ciudad y las mismas luces que Birgitta Roslin.

Tenía en la mano una cinta roja. Al oír unos leves golpes en la puerta, se volvió despacio y recibió a la visita a la que con tanta impaciencia había estado esperando.

El juego chino

24

La primera mañana en Pekín, Birgitta Roslin salió temprano. Desayunó en el inmenso comedor en compañía de Karin Wiman, que se marchó enseguida a su seminario no sin antes haberle confesado su entusiasmo y su deseo de oír todo lo que los expertos tuviesen que decir sobre los antiguos emperadores, un tema que apenas interesaba a la gente normal. Para Karin Wiman, la Historia estaba, en más de un sentido, más viva que la realidad en la que se desarrollaba su existencia.

– Cuando era joven y rebelde, durante aquellos meses horribles de la primavera y el verano del sesenta y ocho, vivía en una ilusión, casi como si hubiese estado inmersa en una secta religiosa. Después huí para refugiarme en la Historia, pues ésta no podía causarme ningún daño. Quizá no tarde en estar preparada para vivir en la misma realidad que tú.

A Birgitta Roslin no le resultó imposible discernir de inmediato entre la verdad y la ironía de sus palabras. Cuando dejó el comedor, bien abrigada para atreverse a salir al crudo y seco frío del exterior, las palabras de Karin Wiman seguían resonando en su memoria. ¿No podría aplicárselas a sí misma?

Llevaba un plano que le había dado en recepción una joven muy hermosa que hablaba inglés casi sin acento. De repente, recordó una cita: «El auge actual del movimiento campesino es un acontecimiento enorme». Era una cita de Mao que siempre salía a colación durante los violentos debates en la primavera del 68. El movimiento de izquierda radical al que se vieron arrastradas tanto ella como Karin Wiman sostenía que las ideas o las citas de Mao, recogidas en el pequeño libro rojo, eran el único argumento necesario, ya fuese para elegir el menú de la cena o para estudiar el modo de hacer comprender a la clase trabajadora sueca que estaba siendo sobornada por los capitalistas y sus aliados los socialdemócratas y que debían tomar conciencia de su misión histórica y su obligación de armarse para la lucha. Birgitta recordaba incluso el nombre del predicador, Gottfred Appel, que ella llamaba Äpplet, La manzana, de forma un tanto irreverente, aunque sólo ante gente de confianza, como Karin Wiman.

«El auge actual del movimiento de los agricultores es un acontecimiento enorme.» Aquellas palabras seguían reverberando en su cerebro cuando salió del hotel, cuya entrada vigilaba un par de hombres muy jóvenes, mudos y enfundados en sus uniformes verdes. La calle que se extendía ante su vista era muy ancha, con muchos carriles. Por todas partes había coches y casi ninguna bicicleta, estaba flanqueada por grandes edificios bancarios y financieros y había también una enorme librería de cinco plantas. Ante la puerta de un comercio vio a gente que llevaba grandes bolsas de plástico llenas de botellas de agua. No había recorrido muchos metros cuando empezó a sentir la polución en la garganta y la nariz y un sabor metálico en la boca. Donde no había edificios, se alzaban altas grúas moviendo sus brazos de un lado a otro, y comprendió que se hallaba en una ciudad en acelerada transformación.

Un hombre solitario que tiraba de un carro sobrecargado de algo que parecían jaulas vacías para gallinas se le antojó totalmente fuera de contexto. De no ser por esa imagen, habría podido pensar que se encontraba en cualquier parte del mundo. «El eje terrestre va girando con la ayuda de la fuerza mecánica», se dijo. «Cuando yo era joven, recreaba en mi interior imágenes de miríadas de chinos ataviados con el mismo tipo de ropa acolchada que, con azadas y palas, rodeados de banderas rojas y recitando a coro sus divisas, transformaban las altas montañas que los rodeaban en fértil tierra de cultivo. Siguen siendo una masa ingente, pero al menos en Pekín y en esta calle la gente no viste de un modo distinto al resto del mundo y, desde luego, no llevan en las manos palas ni azadas. Ni siquiera van en bicicleta, sino en coche, y las mujeres caminan por las aceras sobre elegantes zapatos de tacón.»

Pero ¿qué esperaba? Hacía casi cuarenta años de la primavera y el verano del 68, del miedo o incluso el terror de no ser lo suficientemente ortodoxo y del repentino desenlace que se produjo en el mes de agosto, del subsiguiente alivio y, después, el gran vacío… Era como si hubiese caminado por un espinoso bosque plagado de arbustos que la condujo a un frío y tenebroso desierto.

A finales de la década de 1980, ella y Staffan emprendieron un viaje a África en el que, entre otros países, visitaron las cataratas Victoria, en la frontera entre Zambia y Zimbabue. Tenían amigos que trabajaban como cooperantes en el Cinturón de Cobre de Zambia e invirtieron parte del tiempo del viaje en una especie de safari. El día que visitaron la zona del río Zambeze, Staffan propuso de pronto que hiciesen un descenso por los rápidos de las cataratas Victoria. Ella aceptó, aunque palideció al día siguiente, cuando se reunieron en la orilla para recibir información, conocer al guía de los botes de goma y firmar un documento en el que declaraban que eran conscientes del riesgo que entrañaba la aventura y lo asumían. Después del primer rápido, considerado como uno de los más sencillos y menos duros, Birgitta comprendió que no había sentido tanto miedo en su vida. Pensaba que, tarde o temprano, se meterían en uno de los rápidos, ella se quedaría bajo el bote de goma y se ahogaría. Staffan iba sentado sujetando el cabo que rodeaba la Zodiac con una sonrisa insondable pintada en los labios. Después, cuando todo hubo pasado y ella por poco no se desmayó del alivio, él aseguró que apenas había pasado miedo. Fue una de las pocas veces a lo largo de su matrimonio en que ella se dio cuenta de que le estaba mintiendo; pero no se lo discutió, feliz de que el bote no hubiese volcado en ninguno de los siete rápidos.

Ahora, ante la puerta del hotel, pensó que justamente así, como durante aquel viaje por aguas salvajes, se sintió en la primavera del 68 cuando, junto con Karin, entró en el movimiento rebelde que, completamente en serio, creía que las «masas» suecas no tardarían en levantarse y emprender la lucha armada contra los capitalistas y los socialdemócratas, traidores a su clase.

Desde la misma puerta del hotel contempló cómo se extendía la ciudad ante sus ojos. Los policías, con sus uniformes azules, trabajaban por parejas para hacer fluir el intenso tráfico. Uno de los sucesos más absurdos de aquella primavera de rebelión acudió a su memoria. Ella formaba parte del grupo de las cuatro personas encargadas de elaborar una propuesta de resolución sobre una cuestión que ya no recordaba. Tal vez relacionada con la aspiración de destruir el movimiento del Frente de Liberación Nacional que, a lo largo de los años, había ido fortaleciéndose en Suecia como movimiento popular, en contra de la guerra de Estados Unidos en la lejana Vietnam. Terminaron la resolución, encabezada por las siguientes palabras: «En una reunión multitudinaria celebrada en Lund, se adoptó la siguiente decisión».

¿Una reunión multitudinaria de cuatro personas? ¿Cuando la realidad que se ocultaba tras «el auge actual del movimiento campesino» abarcaba a cientos de millones de personas movilizadas? ¿Cómo podían considerarse una reunión multitudinaria tres estudiantes y un aprendiz de boticario de Lund?

Karin Wiman era uno de aquellos cuatro, pero, en tanto que Birgitta no pronunció una sola palabra durante la elaboración de la resolución y guardó silencio atemorizada y apartada en un rincón, deseando hacerse invisible, Karin iba mostrando aquí y allá su acuerdo con lo que decían los demás, puesto que, según ella, habían hecho un «correcto análisis» del asunto. En la época en que las masas suecas debían echarse a las plazas a gritar las palabras del gran guía chino, en la imaginación de Birgitta todos los chinos vestían amplios uniformes grises, todos iban tocados con la misma gorra, llevaban el pelo cortado del mismo modo y las frentes arrugadas de seriedad.

De vez en cuando, el día en que recibía un ejemplar del diario gráfico China, la llenaban de admiración las personas de aspecto saludable que, con encendidas mejillas y ojos brillantes, alzaban los brazos hacia aquel dios que había descendido de los cielos, el Gran Timonel, el Eterno Maestro y todo lo demás, el misterioso Mao. Sin embargo, ya había dejado de ser tan misterioso, según se había demostrado después. Fue un político que comprendió con una perspicacia asombrosa lo que estaba sucediendo en el gran imperio chino. Hasta la independencia en 1949 fue uno de esos líderes únicos que la Historia da a luz de vez en cuando. Más tarde, su ejercicio del poder supuso mucho sufrimiento, caos y desconcierto; pero nadie podía negarle el haber sido quien, como un emperador moderno, sentó las bases de la China que en la actualidad se convertía en una potencia mundial.

Y allí, ante el reluciente hotel de pórtico de mármol y sus elegantes recepcionistas de inglés impecable, Birgitta se sentía como si la hubiesen transportado a un mundo del que no había tenido noticia nunca. ¿Era aquélla, en verdad, la sociedad en que el auge del movimiento campesino había supuesto tan gran acontecimiento?

«Ya han pasado cuarenta años», constató. «Más de una generación. Entonces me atrajo una especie de secta que prometía la salvación, igual que la miel atrae a las moscas. No nos exhortaban al suicidio colectivo porque el día del juicio ya estaba cerca, sino a renunciar a nuestra identidad a favor de un delirio colectivo en el que un librito rojo había sustituido cualquier otro tipo de conocimiento. En él se encontraba toda la sabiduría, las respuestas a todas las preguntas, la expresión de todas las visiones sociales y políticas que el mundo necesitaba para pasar del estadio en que entonces se hallaba a, de una vez por todas, crear el paraíso en la tierra, en lugar de en el cielo remoto. Lo que no comprendimos, no obstante, fue que el texto se componía, de hecho, de palabras vivas. Las citas no estaban grabadas en piedra. Describían la realidad. Las leíamos sin entender su alcance, sin interpretarlas; como si el librito rojo fuese una catequesis muerta, una liturgia revolucionaria.»

Echó un vistazo al plano y empezó a caminar calle arriba. Ignoraba cuántas veces se había imaginado a sí misma en aquella ciudad. Aunque entonces, en su juventud, se veía marchando junto con otros miles como ella, un rostro anónimo engullido por un colectivo al que ninguna fuerza capitalista fascistoide podría oponerse. Ahora, en cambio, caminaba por ella como una jueza sueca de mediana edad, de baja médica a causa de la presión sanguínea. ¿Había llegado tan lejos que sólo le faltaban unos kilómetros para alcanzar la meca soñada en su juventud, el gran espacio desde el que Mao saludaba a las masas y, al mismo tiempo, a unos estudiantes que participaban en el encuentro multitudinario sentados en el suelo de un apartamento de Lund? Por más que aquella mañana se sintiese desconcertada ante una imagen que en modo alguno se correspondía con sus expectativas, era como el peregrino que por fin alcanza el objetivo soñado. Hacía un frío seco y cortante y caminaba encogida para protegerse de las ráfagas de viento que, de vez en cuando, le azotaban el rostro mezcladas con arena. Llevaba el plano en la mano, pero sabía que, para llegar al lugar deseado, lo único que tenía que hacer era seguir derecho toda aquella gran avenida.

Pero esa mañana pululaba en su cabeza otro recuerdo. Su padre había estado en China en una ocasión, mientras trabajó de marinero antes de perecer en las corrientes del golfo de Gävle. Y Birgitta recordaba la figurilla de Buda que le había traído a su madre. Ahora estaba sobre una mesa en casa de David, que se la pidió en una ocasión. Durante sus años de estudiante, su hijo contempló el budismo como una posible salida de una crisis juvenil provocada por la sensación de que nada tiene sentido. Salvo en aquella ocasión, jamás le había oído a David manifestar interés alguno por la religión, pero seguía conservando la figurilla de madera. En realidad, Birgitta no sabía quién le había contado que procedía de China y que la había traído su padre. Quizá su tía, cuando ella aún era muy pequeña.

De improviso, mientras caminaba por la calle, sintió muy próxima la figura de su padre, pese a que no creía que hubiese visitado Pekín, sino más bien alguna de las grandes ciudades portuarias del país durante una de las travesías en que no sólo transitaba el Báltico.

«Somos como una diminuta e invisible procesión de roedores», se dijo. «Mi padre y yo, en esta gélida mañana y en este Pekín gris y extraño.»

Le llevó más de una hora llegar a la plaza de Tiananmen. Era la más grande que había visto en su vida. Se accedía a ella por un camino peatonal que discurría bajo Jiangumennei Daije. Rodeada de miles de personas, empezó a caminar por la plaza. Por todas partes se veía gente haciendo fotografías y blandiendo banderitas y vendedores de agua y de tarjetas postales.

Se detuvo y miró a su alrededor. El cielo estaba brumoso, faltaba algo… Tardó un rato en caer en la cuenta.

Pajarillos. O palomas. No había ni rastro; sin embargo, sí había gente por todas partes, gente que advertía tan escasamente su presencia como notaría su repentina desaparición.

Recordaba las imágenes de 1989, cuando los estudiantes manifestaron sus exigencias de mayor libertad de pensamiento y de expresión, y el desenlace, cuando los carros de combate entraron rodando en la plaza masacrando a muchos de los manifestantes. «Aquí hubo una vez un hombre con una bolsa de plástico blanca en la mano», se dijo. «Todo el mundo lo vio por televisión, conteniendo el aliento. Se colocó ante un carro de combate y se negó a retirarse. Como un pequeño e insignificante soldado de plomo, su figura concretaba toda la oposición que un ser humano es capaz de concitar. Cuando intentaban pasar a su lado, el hombre se cambiaba de sitio. Birgitta no sabía qué sucedió al final, pues jamás vio esa imagen. Sí sabía, en cambio, que cuantos habían muerto aplastados por los carros de combate o por los disparos de los soldados eran personas de carne y hueso.

En su relación con China, esos sucesos eran el otro punto de partida. Desde su época de rebelde, en la que, en nombre de Mao Zedong, sostenía la absurda opinión de que la revolución ya había empezado en Suecia entre los estudiantes en la primavera del 68, hasta la imagen del joven ante el carro de combate se comprendía una gran parte de su vida, que abarcaba un largo espacio de tiempo de más de veinte años durante los que pasó de ser una joven idealista a madre de cuatro hijos y, después, jueza. Siempre había tenido presente la idea de China. Al principio, como un sueño; después, como algo que no entendía en absoluto, por su magnitud y sus contradicciones. Con sus hijos tuvo la oportunidad de vivir una concepción del todo distinta de China. Allí estaban para ellos las grandes posibilidades de futuro, igual que el sueño de América había marcado la generación de sus padres y la suya propia. David la sorprendió no hacía mucho al contarle que, cuando tuviese niños, pensaba buscarles una niñera china, para que aprendieran el idioma desde pequeños.

Paseó por Tiananmen, observando a la gente haciéndose fotos, a los policías, siempre presentes. Al fondo se alzaba el edificio desde el que Mao proclamó la república en 1949. Empezó a sentir frío y emprendió el camino de regreso al hotel. Karin le había prometido no asistir a uno de los almuerzos organizados y comer con ella.

Había un restaurante en la última planta del rascacielos en el que se alojaban. Les dieron una mesa con vistas, desde donde podían admirar la inmensa ciudad. Birgitta le habló de su paseo hasta la gran plaza y compartió con ella parte de sus reflexiones.

– ¿Cómo podíamos creer en aquello?

– ¿En qué?

– En que Suecia estaba al borde de una guerra civil que conduciría a la revolución.

– Uno cree cuando sabe poco. Como nosotras entonces. Y, además, nos alimentamos de las mentiras que nos contaban quienes nos engañaron. ¿Recuerdas a aquel español?

Birgitta se acordaba de él perfectamente. Uno de los líderes del movimiento rebelde era un español muy carismático que había estado en China en 1967 y que había visto la marcha de la Guardia Roja. Nadie se habría atrevido a rebatir el relato de un testigo presencial como él.

– ¿Qué fue de él?

Karin Wiman meneó la cabeza.

– No lo sé. Cuando el movimiento quedó aplastado, desapareció. Oí que terminó en Tenerife vendiendo sanitarios. Puede que ya haya muerto o que se hiciera religioso, que es lo que en realidad era entonces. Creía en Mao como se cree en Dios. Quién sabe, quizá sentó la cabeza en su trabajo político. Podría decirse que brilló durante unos pocos meses y alteró gravemente las vidas de muchas personas movidas por su buena voluntad.

– Yo tenía siempre tanto miedo… A no dar la talla, a no saber lo suficiente, a dar opiniones poco meditadas, a verme obligada a la autocrítica.

– Como todos. Menos el español, quizá, pues él era el infalible. Era el hijo que Dios envió a la Tierra con el libro de Mao en la mano.

– Pero tú te enterabas más que yo. Tú recapacitaste después y entraste en un partido de izquierdas, un partido con los pies en la tierra.

– Bueno, no era tan sencillo. Allí tenían otro catecismo. Aún dominaba la visión de la Unión Soviética como una especie de ideal social. Y no tardé mucho en sentirme extraña allí también.

– Ya, puede, pero fue mejor que retirarse del todo, como hice yo.

– Nos separamos, simplemente. Aunque no sé por qué.

– Supongo que no teníamos nada de qué hablar. Se nos escapó el aire. Durante unos años, yo me sentí como una cáscara vacía.

Karin alzó la mano.

– Alto, no empecemos a despreciarnos a nosotras mismas. Después de todo, nuestro pasado es el que tenemos y no todo lo que hicimos fue negativo.

Degustaron una serie de platos chinos y terminaron con un té. Birgitta sacó el folleto con los caracteres escritos a mano que Karin había interpretado como el nombre del hospital Longfu.

– Pensaba invertir la tarde en visitar ese hospital -le dijo.

– ¿Por qué?

– Siempre está bien ponerse un objetivo cuando uno deambula por una ciudad extraña. En realidad, no importa cuál. Si vas sin un plan, los pies terminan agotándose. No tengo a nadie a quien visitar y nada que de verdad desee ver; pero puede que encuentre un letrero con estos caracteres. Entonces te diré que tenías razón.

Se despidieron al salir del ascensor. Karin iba con prisa para llegar a tiempo a su seminario. Birgitta se quedó un rato en su habitación de la décima novena planta y se echó a descansar un momento.

Ya durante el paseo matinal había experimentado un desasosiego que no era capaz de abarcar. Rodeada de todas aquellas personas que se apretujaban por las calles, o sola en el anónimo hotel de la gran ciudad de Pekín, se sentía como si su identidad empezase a difuminarse. ¿Quién la echaría de menos allí si se perdiese? ¿Quién se percataría siquiera de su existencia? ¿Cómo podía vivir la gente cuando se sabía sustituible?

Esa misma sensación la había vivido con anterioridad, de muy joven. Cesar de repente, perder el hilo de su identidad.

Se levantó impaciente y se colocó junto a la ventana. Allá abajo, la ciudad, la gente, con sus sueños, desconocidos para ella.

Echó mano de la ropa de abrigo que había dejado por la habitación, salió y cerró la puerta. Una gran excitación se apoderó de ella y la precipitó a una desesperación cada vez más difícil de domeñar. Necesitaba moverse, sentir la ciudad. Karin le había prometido llevarla a ver una representación de la ópera de Pekín.

Según había comprobado en el plano, el hospital Longfu estaba lejos; pero tenía tiempo, nadie requería su presencia en ningún lugar. Siguió las calles rectas y al parecer interminables hasta que llegó al hospital, después de dejar atrás un gran museo de arte.

Longfu se componía de dos edificios. Contó hasta siete plantas, todo en gris y blanco. Las ventanas de la primera planta tenían rejas. Las persianas estaban echadas. En las ventanas había macetas viejas llenas de hojas mustias. Los árboles que rodeaban el hospital estaban desnudos y el seco césped quemado. Su primera impresión fue que Longfu parecía más una prisión que un hospital. Entró en el jardín. Pasó una ambulancia y, enseguida, una más. Junto a la entrada principal vio los caracteres chinos plasmados en una columna. Los comparó con los escritos en el folleto y comprendió que había llegado al lugar adecuado.

Un médico con bata blanca fumaba ante la entrada mientras hablaba a gritos por el móvil. Lo tenía tan cerca que pudo verle los dedos amarillos por la nicotina. «Otro fragmento de la Historia», se dijo. «¿Qué me separa del mundo en el que vivía entonces? Fumábamos sin parar, en todas partes, sin pensar en que había personas a las que les sentaba mal el humo; pero no teníamos teléfono móvil. No siempre sabíamos dónde estaban los demás, los amigos, la familia. Mao fumaba y, por tanto, nosotros también. Librábamos una batalla sin fin por encontrar cabinas telefónicas que funcionasen, que no tuviesen la ranura atascada o los cables colgando. Aún recuerdo las historias de los envidiados elegidos que habían viajado a China como miembros de distintas delegaciones. China era un país sin delincuencia. Si alguien se olvidaba el cepillo de dientes en un hotel de Pekín y partía hacia Cantón, se lo enviaban. Y todos los teléfonos funcionaban.»

Era como si en aquella época hubiese vivido con la nariz pegada a un cristal. En un museo viviente donde el futuro se formaba detrás de dicho cristal pero, al mismo tiempo, ante sus ojos.

Volvió a la calle y paseó sin rumbo por entre los grandes edificios. Las aceras estaban llenas de ancianos que movían las fichas en sus tableros de juego. Hubo un tiempo en que ella aprendió a dominar uno de los juegos chinos más comunes. ¿Se acordaría Karin de las reglas? Decidió buscar un tablero con fichas para llevárselo a Suecia.

Cuando regresó al punto de partida, emprendió la vuelta al hotel. Apenas había caminado unos metros cuando se detuvo. Había notado algo que, no obstante, no registró. Se dio la vuelta despacio. Allí estaba el hospital, los tristes jardines, la calle, otros edificios. La sensación se intensificaba por momentos, no eran figuraciones suyas. Algo le había pasado inadvertido. Empezó a desandar el camino, de vuelta al hospital. El médico que fumaba y hablaba por el móvil se había marchado y en su lugar había unas enfermeras que aspiraban ansiosas el humo de sus cigarrillos.

En la esquina del gran parque cayó en la cuenta de qué era lo que había llamado su atención sin pensar. Al otro lado de la calle había un rascacielos que parecía muy lujoso y de reciente construcción. Sacó del bolsillo el folleto con el texto chino manuscrito. El edificio fotografiado en el folleto era el mismo ante el que ahora se encontraba, no le cabía la menor duda. En la última planta tenía una terraza como no había visto antes. Sobresalía como la proa de un buque elevado a las alturas. Observó el edificio, cuyas fachadas eran de cristal oscuro. Ante la enorme puerta de entrada vigilaban unos guardias armados. Probablemente sería un bloque de oficinas, no de viviendas. Se colocó al abrigo de un árbol para protegerse del cortante y gélido viento. Unos hombres salieron por las altas puertas, que parecían de cobre, y se metieron deprisa en unos coches negros que los aguardaban. Se le ocurrió una idea muy tentadora. Rebuscó en el bolsillo por ver si llevaba la fotografía de Wang Min Hao. Si el chino tenía algo que ver con aquel edificio, existía la posibilidad de que alguno de los vigilantes lo hubiese visto. Sin embargo, ¿qué iba a decirles si ellos le confirmaban que estaba allí? Birgitta seguía teniendo el presentimiento de que el chino estaba involucrado de algún modo con los asesinatos de Hesjövallen. Por más que la policía siguiese creyendo en la culpabilidad de Lars-Erik Valfridsson.

Le costaba decidirse. Antes de mostrar la foto, debía inventar un motivo para preguntar por él. Y, por supuesto, dicho motivo no podía guardar ninguna relación con los sucesos de Hesjövallen. Si le preguntaban para qué lo buscaba, tenía que estar en condiciones de ofrecer una respuesta verosímil.

Un joven se detuvo a su lado y le dijo algo que ella al principio no entendió, hasta que se dio cuenta de que se dirigía a ella en inglés.

– ¿Te has perdido? ¿Necesitas ayuda?

– No, sólo estaba mirando el edificio. Es muy hermoso. ¿Sabes quién es su propietario?

El hombre negó con la cabeza, un tanto sorprendido.

– Soy estudiante de veterinaria -le explicó-. No sé nada de grandes edificios. ¿Necesitas ayuda? Intento mejorar mi inglés.

– Pues no lo hablas mal.

– Lo hablo fatal, pero si practico, mejoraré.

Una cita del pequeño libro rojo de Mao cruzó su mente, pero se le escapó. Algo sobre práctica, capacidad, sacrificios por el pueblo. Ya se tratase de criar cerdos o de aprender una lengua extranjera.

– Hablas demasiado rápido -le explicó Birgitta-. Cuesta captar todas las palabras que dices. Intenta hablar más despacio.

– ¿Mejor así?

– Bueno, ahora quizá vayas demasiado despacio.

El joven volvió a intentarlo. Birgitta comprendió que había aprendido de forma mecánica, sin comprender de verdad el significado de las palabras.

– ¿Y ahora?

– Ahora se te entiende mejor.

– ¿Puedo ayudarte a encontrar el camino?

– No me he perdido. Sólo estoy contemplando ese edificio tan hermoso.

– Sí, es muy hermoso.

Birgitta señaló la terraza colgante.

– Me pregunto quién vivirá allá arriba.

– Alguien con mucho dinero.

De repente, se le ocurrió una idea.

– Oye, me gustaría pedirte un favor. -Sacó la fotografía de Wang Min Hao-. ¿Podrías acercarte a los guardias y preguntarles si reconocen a este hombre? Si te preguntan por qué quieres saberlo, diles que alguien va a encomendarte un mensaje para él.

– ¿Qué mensaje?

– Diles que tienes que ir a buscarlo y vuelve aquí. Te esperaré ante la fachada principal del hospital.

Entonces, el joven le hizo la pregunta que ella se temía.

– ¿Por qué no vas y preguntas tú misma?

– Soy demasiado tímida. Pienso que una mujer occidental y sola no debe andar preguntando por un hombre chino así, sin más.

– ¿Lo conoces?

– Sí.

Birgitta Roslin intentó parecer tan equívoca como le fue posible al tiempo que empezaba a arrepentirse de su ocurrencia y se disponía a alejarse de allí.

– Ah, otra cosa -añadió-. Pregunta quién vive allá arriba, en la última planta. Parece una vivienda con una terraza enorme.

– Yo me llamo Huo -se presentó el joven-. Voy a preguntar.

– Yo Birgitta. Lo único que tienes que hacer es fingir curiosidad.

– ¿De dónde eres? ¿De Estados Unidos?

– De Suecia. En chino creo que se dice Rui Dian.

– No sé dónde está.

– Pues es casi imposible de explicar.

Cuando el joven miró a ambos lados de la calle para cruzar, ella se apresuró a volver a la entrada del hospital.

Ya no estaban las enfermeras. Un anciano con muletas salió por la puerta. De pronto, tuvo la sensación de que se metía en una situación peligrosa. Se tranquilizó al recordar la cantidad de gente que andaba por las calles. Un hombre que había asesinado a tantas personas en un pueblecito sueco podía escapar; pero no alguien que arremete contra una turista occidental que visita el país. A plena luz del día. China no podía permitirse ese tipo de sucesos.

De pronto, el hombre de las muletas se cayó al suelo. Uno de los jóvenes policías que vigilaban la puerta ni se inmutó. Birgitta vaciló un instante, pero al final acudió a socorrer al hombre, de cuyos labios surgió una avalancha de palabras que ella no comprendió; ni siquiera sabía si expresaban gratitud o enojo. El anciano despedía un fuerte olor a especias o a alcohol.

El hombre prosiguió su camino a través del jardín en dirección a la calle. «Tendrá un hogar en algún sitio», se dijo Birgitta. «Una familia, amigos. En su juventud, seguramente, estuvo con Mao y participó en la construcción de este ingente país para que todos tuviesen un par de zapatos. ¿Acaso puede ser mayor la aportación de un ser humano? ¿Mayor que la de procurar que a la gente no se le congelen los pies o que no vaya desnuda o pase hambre?»

Al cabo de un rato volvió Huo. Caminaba despacio, sin mirar a su alrededor. Birgitta Roslin se le acercó.

El joven meneó la cabeza.

– Nadie lo ha visto.

– ¿Nadie sabe quién es?

– No.

– ¿A quién le enseñaste la foto?

– A los guardias. Y a otro hombre que salió del edificio. Llevaba gafas de sol. ¿Lo he pronunciado bien, «gafas de sol»?

– Muy bien. ¿Y quién vive en la última planta?

– Eso no me lo han dicho.

– Pero ahí vive alguien, ¿no?

– Creo que sí. Aunque no les gustó la pregunta.

– ¿Por qué lo dices?

– Me dijeron que me largase.

– ¿Y qué hiciste?

El joven la miró sorprendido.

– Pues irme.

Birgitta sacó del bolso un billete de diez dólares. Al principio, el joven no quería aceptarlos. Le devolvió la foto de Wang Min Hao y le preguntó en qué hotel se alojaba, se aseguró de que encontraría el camino de vuelta al hotel, se inclinó respetuosamente y se despidió de ella.

Por el camino de regreso al hotel volvió a experimentar la vertiginosa sensación de que la muchedumbre podría engullirla en cualquier momento, sin que nadie lograse dar con ella después. Sintió un súbito mareo y se vio obligada a apoyarse en la pared. Muy cerca de donde se hallaba había una casa de té. Entró, pidió una taza y unas galletas y empezó a respirar hondo. Allí estaba otra vez la ansiedad que había venido experimentando durante los últimos años. El vértigo, la sensación de caída. El largo viaje hasta Pekín no la había liberado del desasosiego que la embargaba.

Pensó de nuevo en Wang. «Hasta aquí he podido seguir su rastro, pero sólo hasta aquí.» Dejó caer mentalmente su mazo de jueza sobre la mesa de la tetería y declaró para sí que se había terminado. Un joven que hablaba mal inglés le había ayudado a llegar lo más lejos posible.

Pidió la cuenta, que le pareció excesiva, y volvió a salir al frío viento de la calle.

Aquella noche fueron al teatro que se hallaba en el interior del edificio del gran Qianmen Hotel. Aunque tenían auriculares, Karin Wiman había solicitado los servicios de un intérprete. Durante las cuatro horas que duró, Birgitta Roslin admiró la representación sentada mientras la joven intérprete le susurraba al oído el, en ocasiones, incomprensible resumen de lo que sucedía en escena. Tanto Karin como ella quedaron decepcionadas, pues no tardaron en comprender que la representación se componía de extractos de diversas piezas clásicas de óperas de Pekín, cierto que de primera clase, pero totalmente adaptadas a turistas. Una vez terminada la función, abandonaron el frío local con un terrible dolor en el cuello.

A la puerta del teatro aguardaba un coche que la organización del congreso había puesto a disposición de Karin. A Birgitta le pareció ver, en el trajín de la calle, al joven Huo, el que antes se había dirigido a ella en inglés.

Fue tan rápido que apenas logró captar su rostro, ya lo había perdido.

Cuando llegaron al hotel, miró atrás, pero allí no había nadie. Al menos, nadie cuyo rostro ella reconociese.

Sintió un escalofrío. El pánico la invadió como nacido de la nada. El joven al que había visto al salir del teatro era Huo, estaba segura de ello.

Karin le preguntó si le apetecía tomarse una copa antes de irse a dormir. Birgitta aceptó.

Una hora más tarde, Karin ya dormía. Birgitta contemplaba por la ventana las brillantes luces de neón.

El desasosiego no la abandonaba. ¿Cómo sabía Huo que estaba allí? ¿Por qué la había seguido?

Cuando por fin decidió meterse en la cama con su amiga, lamentó haber mostrado la fotografía de Wang Min Hao.

Tenía frío. Estuvo despierta un buen rato. La envolvía el frío de la noche invernal de Pekín.

25

Al día siguiente nevaba levemente sobre Pekín. Karin Wiman se levantó a las seis de la mañana para revisar la conferencia que debía pronunciar aquella mañana. Birgitta Roslin se despertó y la vio sentada junto a la ventana. Aún era de noche y Karin había encendido una lámpara de pie. A Birgitta la invadió una vaga sensación de envidia. Karin había elegido una vida que incluía viajes y encuentros con culturas extrañas. Su existencia, en cambio, se desarrollaba en salas de vistas, el escenario de una lucha sin cuartel entre la verdad y la mentira, la arbitrariedad y la justicia, con un resultado incierto y a menudo poco alentador.

Karin se dio cuenta de que Birgitta se había despertado y la miró.

– Está nevando -le anunció-. Escasamente y en copos pequeños. En Pekín jamás caen copos grandes. La nieve aquí es ligera, pero afilada como la arena del desierto.

– Vaya, qué trabajadora, tan temprano…

– Estoy nerviosa. El auditorio es tan numeroso y tan ávido de detectar algún fallo cuando hable…

Birgitta se sentó en la cama y movió la cabeza con cuidado.

– Aún me duele el cuello.

– Las óperas de Pekín exigen resistencia física.

– Me gustaría asistir a otra representación, pero sin intérprete.

Karin se marchó poco después de las siete. Acordaron verse otra vez por la tarde. Birgitta durmió una hora más y, cuando terminó de desayunar, habían dado las nueve. La desazón del día anterior se había esfumado. El rostro que creyó ver después de la ópera debió de ser fruto de su imaginación, que a veces echaba a volar de forma tan sorprendente que ya debería estar acostumbrada.

Se sentó un rato en la silenciosa recepción donde silenciosos espíritus serviles limpiaban con plumeros las columnas de mármol. La irritaba su ociosidad y decidió buscar un centro comercial en el que comprar un juego de mesa chino. Recordó, además, que le había prometido a Staffan llevarle especias. Un joven recepcionista le dibujó en el plano cómo llegar a un centro comercial en el que podría comprarlo todo, el juego y las especias. Cambió algo de dinero en el banco del hotel antes de salir. El frío se había atenuado. Leves copos de nieve revoloteaban en el aire. Se tapó la boca y la nariz con la bufanda y emprendió el camino.

Después de recorrer unos metros, se detuvo y miró a su alrededor. La gente se movía de aquí para allá por las aceras. Se quedó observándolos, unos estaban inmóviles, fumando, otros hablaban por teléfono o simplemente aguardaban, estáticos. Ninguno de los rostros le resultaba familiar.

Tardó cerca de una hora en llegar al centro comercial, situado en una calle peatonal llamada Wangfuijing Daije. Ocupaba toda la manzana y, cuando entró, tuvo la sensación de acceder a un laberinto gigantesco. Enseguida la envolvió un hormiguero de gente. Se dio cuenta de que la gente la miraba de reojo y comentaba su aspecto y su ropa. En vano buscó algún letrero en inglés. Cuando llegó a las escaleras automáticas, varios vendedores se dirigieron a ella en un inglés precario.

En la tercera planta encontró una sección de libros y papelería donde también vendían juguetes. Se dirigió a una joven dependienta que, a diferencia del personal de hotel, no la entendió. La dependienta dijo algo rápidamente por un teléfono y, un segundo más tarde, un hombre de más edad apareció a su lado sonriendo.

– Busco juegos de mesa -explicó Birgitta-. ¿Dónde puedo encontrarlos?

– ¿Mahjong?

El hombre la condujo a otra planta donde, de pronto, se vio rodeada de estanterías llenas de juegos. Escogió dos, le dio las gracias al hombre y se encaminó a la caja. Con los juegos envueltos y dentro de una gran bolsa de vivos colores, buscó por sí sola la sección de alimentación, donde fue oliendo un montón de especias desconocidas en pequeñas y hermosas bolsas de papel. Después se sentó en una cafetería que había junto a la salida. Pidió un té y una pasta china tan dulce que le costó trabajo comérsela. Dos niños pequeños se le acercaron y se quedaron mirándola un rato, hasta que su madre les gritó algo desde una mesa cercana.

Justo antes de levantarse, volvió a experimentar la sensación de que la estaban observando. Miró a su alrededor, intentó localizar algún rostro conocido, pero ninguno le resultaba familiar. La irritaba sufrir ese tipo de obsesiones y se marchó enojada del centro comercial. Puesto que la bolsa era muy pesada, tomó un taxi hasta el hotel mientras pensaba a qué dedicaría el resto del día. A Karin no podría verla hasta la noche, después de una cena de gala de asistencia obligatoria que Karin no podía eludir, por más que quisiera.

Dejó las compras en el hotel y decidió visitar el museo de arte ante cuyas puertas había pasado el día anterior. Conocía el camino y recordó que había varios restaurantes en cualquiera de los cuales podía comer cuando tuviese hambre. Ya había dejado de nevar y las nubes empezaban a disiparse. De repente se sintió más joven, con más energía que por la mañana. «En estos momentos, soy la piedra que rueda libremente, lo que soñábamos ser cuando éramos jóvenes», se dijo. «Una piedra rodante con dolor de cuello.»

El edificio principal del museo parecía una torre china con pequeños balcones y decoración saliente en el tejado. Los visitantes accedían al interior a través de una puerta gigantesca. Puesto que el museo era enorme, decidió visitar sólo la planta baja, que alojaba una exposición sobre el modo en que el Ejército de Liberación Popular se había servido del arte como arma de propaganda. La mayoría de los cuadros estaban ejecutados de aquella forma idealizada que ella recordaba de los diarios gráficos chinos de los años sesenta. Sin embargo, también había pinturas no figurativas que narraban la guerra y el caos en colores intensos.

Por todas partes se veía rodeada de vigilantes y de guías, en general chicas jóvenes que vestían uniformes de color azul marino. Intentó hablar con alguna de ellas, pero no sabían inglés.

Pasó un par de horas en el museo. Cuando salió a la calle, eran cerca de las tres. Echó una ojeada al hospital y, a su espalda, al elevado edificio de la terraza colgante. Entró en un sencillo restaurante que había junto al museo y en el que, tras señalar varios platos de los que había en las mesas de otros comensales, le asignaron una mesa en una esquina. También había señalado una botella de cerveza y, en cuanto empezó a beber, tomó conciencia de lo sedienta que estaba. Comió demasiado y se tomó dos tazas de té bien cargado para disipar el sopor de la digestión mientras miraba las postales de pintura china que había comprado en el museo.

De repente, sintió que había terminado con Pekín, pese a que sólo llevaba allí dos días. Se sentía inquieta, añoraba su trabajo y pensaba que el tiempo se le escapaba de las manos. No podía seguir deambulan do por Pekín. Ahora que ya había comprado los juegos y las especias, echaba de menos un objetivo. «Un plan», se dijo. «En primer lugar iré al hotel, descansaré y luego pensaré un plan de verdad. Voy a pasar aquí cinco días más y Karin sólo tendrá tiempo para estar conmigo los dos últimos.»

Cuando salió a la calle, el sol había vuelto a desaparecer tras las nubes y hacía más frío. Se cerró bien el chaquetón cruzado y decidió respirar a través de la bufanda.

Un hombre se le acercó con un papel y unas tijeras pequeñas en la mano y, en un inglés bastante torpe, le preguntó si podía recortar su silueta. Dicho esto, le mostró un archivador con fundas de plástico donde guardaba otras siluetas recortadas por él. Su primer impulso fue negarse, pero cambió de idea. Se quitó el gorro, dobló la bufanda y se puso de perfil.

El resultado era de una perfección asombrosa. El hombre le pidió cinco dólares, pero ella le pagó diez.

Era un hombre de edad avanzada con una cicatriz en la mejilla. De haber hablado su idioma, le habría gustado escuchar su vida. Se guardó la silueta en el bolso y se despidieron con una leve inclinación antes de marcharse cada uno por su lado.

El ataque fue de repente, sin que tuviese tiempo de comprender qué sucedía. Sintió que un brazo le agarraba el cuello y la obligaba a echarse hacia atrás mientras que alguien le arrebataba el bolso. Birgitta gritó e intentó retener el bolso, pero entonces el brazo se aferró con más fuerza a su garganta. Un golpe en el estómago le cortó la respiración. Cayó al suelo en medio de la calle sin alcanzar a entender quiénes la habían atacado. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, en apenas diez o quince segundos. Un hombre que pasaba en bicicleta y una mujer que dejó sus bolsas de la compra en el suelo le ayudaron a levantarse de la acera; pero Birgitta no lograba mantenerse en pie. Volvió a caer de rodillas, antes de desmayarse.

Cuando despertó, se hallaba en la camilla de una ambulancia que recorría las calles con las sirenas encendidas. Un médico la examinaba con el fonendoscopio. Seguía sin estar segura de lo que había ocurrido. Recordaba haber perdido el bolso, pero ¿por qué iba en ambulancia? Intentó preguntarle al médico del fonendoscopio, pero el hombre le respondió en chino unas palabras que, según entendió por los gestos, indicaban que debía guardar silencio y dejar de moverse. Le dolía el cuello por donde la había agarrado el brazo del desconocido. ¿Estaría gravemente herida? La idea la aterró. Podrían haberla matado allí misino, en la calle. Los que la atacaron no dudaron en hacerlo a pleno día y, además, en una calle llena de tráfico y viandantes.

Empezó a llorar. El médico reaccionó tomándole el pulso cuando, de pronto, la ambulancia se paró en seco y se abrieron las puertas traseras. La pasaron a otra camilla y la condujeron por un pasillo iluminado por lámparas de intensísima luz. Birgitta se había abandonado al llanto, ya irrefrenable. Apenas notó que le ponían una inyección con un tranquilizante. Empezó a perderse en una superficie ondulante, rodeada de rostros chinos que parecían nadar en las mismas aguas que ella, cabezas en vaivén dispuestas a recibir al Gran Timonel que regresaba nadando vigoroso hacia la orilla.

Cuando recobró la conciencia, se vio en una habitación tenuemente iluminada, con las cortinas echadas. Un hombre vestido de uniforme ocupaba la silla que había junto a la puerta. Al ver que Birgitta abría los ojos, se levantó y salió de la habitación. Minutos después aparecieron otros dos hombres, también uniformados. Iban acompañados de un médico que le habló en inglés con acento americano.

– ¿Cómo se encuentra?

– No lo sé. Estoy cansada. Me duele el cuello.

– La hemos examinado a fondo y podemos decir que ha salido del percance sin lesiones.

– ¿Qué hago aquí? Quiero volver al hotel.

El médico se le acercó.

– La policía quiere hablar con usted primero. No nos gusta que los extranjeros sufran este tipo de agresiones en nuestro país. Nos avergüenza que ocurran estas cosas. Las personas que la atacaron deben ser detenidas.

– Pero, si no vi nada…

– No es a mí a quien tiene que decírselo.

El médico se levantó e hizo un gesto hacia los dos hombres uniformados, que acercaron sus sillas a la cama. Uno de ellos, el que hacía de intérprete, era bastante joven; el otro, en cambio, el que formulaba las preguntas, tendría unos sesenta años. Llevaba gafas de cristales ahumados, de modo que Birgitta no podía verle los ojos. Empezaron a preguntarle sin presentarse siquiera. Tenía la sensación de que no le gustaba al hombre mayor.

– Necesitamos saber lo que vio.

– Nada. Fue todo muy rápido.

– Los testigos han declarado que ninguno de los dos sujetos iba enmascarado.

– Ni siquiera sabía que eran dos.

– ¿Qué puede contarme del suceso?

– De repente noté que un brazo me rodeaba el cuello. Me atacaron por detrás. Me arrebataron el bolso y me golpearon en el estómago.

– Necesitamos que nos diga cuanto pueda de esos dos hombres.

– Ya, pero yo no vi nada en absoluto.

– ¿No le vio la cara a ninguno de los dos?

– No.

– ¿Sus voces?

– No oí sus voces, creo que no dijeron nada.

– ¿Qué pasó justo antes de la agresión?

– Un hombre recortó mi silueta. Acababa de pagarle y en ese momento me marchaba, cuando me atacaron.

– Mientras le recortaban la silueta, ¿no vio nada?

– ¿Como qué?

– A alguien en actitud de espera…

– ¿Cuántas veces tengo que repetir que no vi nada?

Cuando el intérprete tradujo su respuesta, el otro policía se inclinó hacia ella y le gritó:

– Le hacemos estas preguntas porque queremos atrapar a los hombres que la asaltaron y le robaron el bolso. Y usted debe responder sin perder la paciencia.

Aquellas palabras le hicieron el mismo efecto que si la hubiesen abofeteado.

– Estoy diciendo lo que sé.

– ¿Qué llevaba en el bolso?

– Un poco de dinero chino y algo en dólares americanos. Un peine, un pañuelo, unas pastillas, un bolígrafo…, nada importante.

– Hemos encontrado su pasaporte en el bolsillo interior de su chaqueta. Es usted sueca. ¿Qué está haciendo aquí?

– He venido de vacaciones con una amiga.

El hombre de más edad parecía reflexionar con el rostro inexpresivo.

– No encontramos la silueta -dijo al cabo de unos minutos.

– Estaba en el bolso.

– Pues no la ha mencionado cuando le pregunté. ¿Había algo más que haya olvidado decir?

Birgitta hizo memoria, pero al final negó con un gesto. El interrogatorio terminó bruscamente. El policía de más edad dijo algo y salió de la habitación.

– Cuando se encuentre mejor, la llevarán al hotel. Volveremos a verla más adelante, para hacerle más preguntas y redactar un informe.

El intérprete dijo el nombre del hotel, aunque ella no lo había mencionado.

– ¿Cómo saben en qué hotel me alojo? La llave estaba en el bolso…

– Son cosas que sabemos.

Dicho esto, hizo una breve reverencia y se marchó. No se había cerrado la puerta, cuando entró el médico que hablaba inglés americano.

– Aún necesitamos retenerla un poco -le advirtió-. Hemos de tomar unas muestras de sangre y hacer el informe de las radiografías. Después podrá volver al hotel.

«El reloj», se dijo. «No se lo llevaron.» Miró el reloj de la pared. Eran las cinco menos cuarto.

– ¿A qué hora podré irme?

– Pronto.

– Mi amiga se pondrá nerviosa si no me encuentra.

– Le proporcionaremos transporte hasta el hotel. Nos preocupa que nuestros visitantes extranjeros duden de nuestra hospitalidad y nuestra solicitud, aunque a veces se producen sucesos desagradables.

La dejó sola en la habitación. Desde un lugar apartado se oía gritar a alguien, un grito solitario vagando por el pasillo.

No dejaba de darle vueltas a lo ocurrido. Lo único que le indicaba que la habían asaltado era el dolor de garganta y la desaparición del bolso. El resto se le antojaba irreal, el sobresalto de verse agarrada por detrás, el golpe en el estómago y la gente que le prestó ayuda.

«Claro que ellos debieron de verlo», pensó. «¿Les habrá preguntado la policía? ¿Estarían aún allí cuando llegó la ambulancia? ¿O acaso llegó la policía antes?»

Era la primera vez que la atacaban. Y cayó en la cuenta de que el puñetazo que le habían dado había sido la primera agresión de su vida. Había juzgado a gente que maltrataba y disparaba y acuchillaba a otros; pero jamás lo había sentido en su propio pellejo.

«Vaya, he tenido que venir al otro extremo del mundo para vivir una experiencia así», pensó. «Justo aquí, donde no desaparecía ni un cepillo de dientes…»

¿Seguía asustada? Sí, se respondió a sí misma. Era algo que había aprendido durante su carrera como jueza. Una persona a la que atacan y roban no lo olvida jamás. El miedo se aferraba a su alma durante mucho tiempo, a veces, el resto de su vida. Sin embargo, ella no quería que le ocurriese nada semejante, no quería convertirse en un ser asustadizo incapaz de osar salir a la calle sin mirar hacia atrás constantemente.

Decidió contárselo a Staffan en cuanto llegase a casa. Quizás una versión más suave de la verdad, pero, si la oía lanzar un grito inesperado en plena calle, quería que comprendiese el porqué.

Estaba experimentando la cadena de reacciones que sabía habituales en las personas que habían sufrido una agresión. El miedo, pero también la rabia, la sensación de humillación, el dolor. Y la venganza. Ahora que yacía en la cama del hospital, no le habría importado que obligasen a sus dos atacantes a arrodillarse para recibir sendos disparos en la nuca.

Una enfermera entró en la habitación y la ayudó a vestirse. Le dolía el estómago y tenía un buen arañazo en la rodilla. La enfermera le dio un peine y luego un espejo. Birgitta comprobó la palidez de su cara. «Éste es el aspecto que tengo cuando estoy aterrada», concluyó. «No lo olvidaré.»

Se había sentado en el borde de la cama, preparada para regresar al hotel.

– El dolor en el cuello se le pasará, seguramente mañana mismo -pronosticó el doctor.

– Gracias por todo. ¿Cómo puedo ir al hotel?

– La llevará la policía.

En el pasillo había, en efecto, tres policías esperándola. Uno de ellos sostenía entre las manos una aterradora arma automática. Birgitta fue con ellos al ascensor y se acomodó en el coche policial. No sabía dónde se encontraba, ni siquiera sabía el nombre del hospital en el que la habían atendido. Durante un buen rato, creyó atisbar una parte de la Ciudad Prohibida, pero no estaba segura.

Apagaron las sirenas y se alegró de no tener que llegar al hotel con las luces de emergencia. Se bajó del coche delante de la puerta del edificio y el vehículo partió antes de que ella hubiese dado media vuelta. Seguía intrigándola cómo habrían averiguado en qué hotel se alojaba.

Ya en la recepción, explicó que había perdido la llave de la habitación; le dieron otra con tal rapidez, que pensó que seguramente la tendrían preparada. La mujer que había al otro lado del mostrador le sonrió. «Sabe lo que ha pasado», concluyó Birgitta Roslin. «La policía habrá venido para informar del robo y prepararlos…»

Mientras se dirigía al ascensor, pensó que debería estar contenta. En cambio, sentía una inquietud que no se atenuó al entrar en la habitación. Alguien había estado allí, no sólo la limpiadora. Claro que Karin había podido entrar en cualquier momento, para recoger algo o para cambiarse de ropa. Era una posibilidad con la que debía contar. Sin embargo, ¿qué habría podido impedirle a la policía, o a otra persona, efectuar un discreto registro? En China debía de existir una policía secreta, siempre presente, nunca visible.

Fue la bolsa con los juegos lo que delató al visitante desconocido. Descubrió enseguida que la habían dejado en otro lugar. Miró a su alrededor, despacio, para que no se le pasase por alto ningún detalle; pero lo único que habían tocado, sin molestarse en ocultarlo, era la bolsa.

Continuó inspeccionando el cuarto de baño. La bolsa de aseo estaba como ella la dejó por la mañana y tampoco faltaba nada.

Volvió al dormitorio y se sentó en la silla que había junto a la ventana. Entonces vio la maleta abierta. Se levantó y se puso a examinar lo que había dentro, levantando una prenda tras otra. Si alguien la había tocado, había procurado no dejar rastro.

Mas cuando llegó al fondo, se quedó paralizada. En efecto, allí tenía que haber una linterna y una caja de cerillas, dos cosas que llevaba siempre que salía de viaje, desde aquella ocasión, el año antes de casarse con Staffan, en que pasó más de veinticuatro horas sin luz en Madeira, a causa de un corte en el suministro. Salió por la noche a dar un paseo por las escarpadas rocas de las afueras de Funchal cuando, de improviso, se hizo la oscuridad a su alrededor. Le llevó muchas horas encontrar a tientas el camino de vuelta al hotel y, a partir de entonces, siempre metía una linterna y cerillas en la maleta. La caja de cerillas era de un restaurante de Helsingborg y tenía una etiqueta de color verde.

Revisó la ropa, pero no encontró la caja de cerillas. ¿La habría metido en el bolso? A veces lo hacía. Y no siempre recordaba qué había sacado de la maleta y qué no. Pero ¿quién se llevaría una caja de cerillas de una habitación que había registrado en secreto?

Volvió a la silla junto a la ventana. «La última hora que he pasado en el hospital…», evocó pensativa. «Ya entonces me dio la sensación de que, en realidad, no era necesario retenerme allí por más tiempo. ¿Qué resultados esperaban? Tal vez lo hicieron para que me quedase allí hasta que la policía hubiese revisado mi habitación, pero ¿por qué, si yo era la víctima del asalto callejero?»

Oyó unos golpecitos en la puerta y se sobresaltó. Vio por la mirilla que eran unos policías. Abrió, algo nerviosa. Eran otros policías, distintos de los del hospital. Uno de los agentes, una mujer de baja estatura y de su misma edad, se dirigió a ella.

– Sólo queremos asegurarnos de que todo está en orden.

– Gracias.

La policía le indicó con un gesto su deseo de entrar y Birgitta se apartó para cederle paso. Otro de los policías se quedó fuera y el tercero entró también. La mujer la condujo hasta las sillas que había junto a la ventana y dejó sobre la mesa un maletín. Había algo en su conducta que a Birgitta no dejaba de sorprenderla, aunque no sabía explicar la razón.

– Quisiera que examinara unas fotos. Tenemos la información de los testigos y puede que sepamos quiénes cometieron el robo.

– Pero yo no vi nada en absoluto. Un brazo… ¿Cómo podría identificar un brazo?

La policía no la escuchó. Sacó del maletín una serie de fotografías y se las mostró a Birgitta Roslin. Todos los retratados eran hombres jóvenes.

– Puede que haya visto algo que no recordase de inmediato.

Birgitta comprendió que de nada serviría protestar. Echó un vistazo a las fotografías mientras pensaba que tenía ante sí a un montón de jóvenes que, cualquier día, cometerían un delito por el que morirían ejecutados. Ni que decir tiene que no reconoció a ninguno de ellos. Al cabo de un rato, negó con un gesto.

– No los he visto jamás.

– ¿Está segura?

– Sí, estoy segura.

– ¿A ninguno?

– A ninguno.

La policía volvió a guardar las fotos en el maletín. Birgitta Roslin notó que tenía las uñas rotas.

– Atraparemos a sus atacantes -le aseguró la policía antes de marcharse-. ¿Cuánto tiempo se va a quedar todavía en Pekín?

– Cuatro días.

La mujer asintió, se inclinó y salió de la habitación.

«¡Tú ya lo sabías!», se dijo indignada mientras echaba la cadena de seguridad. «¿Por qué me lo preguntas si ya lo sabes? Yo no me dejo engañar tan fácilmente.»

Se acercó a la ventana a contemplar la calle. Vio salir a los policías, que se montaron en un coche y partieron enseguida. Se tumbó en la cama. Seguía sin poder explicarse qué despertó su interés cuando la policía entró en su habitación.

Cerró los ojos y pensó en llamar a casa.

Cuando despertó, ya había oscurecido. El dolor en el cuello iba desapareciendo, pero el ataque se le antojaba más amenazador si cabe, víctima de la extraña sensación de que aún no hubiese ocurrido. Sacó el móvil y llamó a Helsingborg. Staffan no estaba en casa y tampoco respondía al móvil, así que le dejó sendos mensajes, consideró la posibilidad de llamar a sus hijos, pero desistió.

Pensó en su bolso y revisó mentalmente el contenido una vez más. Había perdido sesenta dólares, pero la mayor parte del dinero lo tenía en la caja fuerte de la habitación. De pronto, tuvo un impulso. Se levantó de la cama y abrió la puerta del armario. La caja fuerte estaba cerrada. Marcó el código y comprobó el contenido. No faltaba nada, así que volvió a cerrar. Aún intentaba comprender por qué le había extrañado la actitud de los policías. Se colocó junto a la puerta con la intención de evocar la imagen de cuando habían llegado y entender lo que no alcanzaba a captar, pero todo su esfuerzo fue en vano. Volvió a tumbarse en la cama y repasó mentalmente las fotografías que la policía le había mostrado.

De pronto, se incorporó… Ella abrió la puerta. La mujer policía le indicó que la dejase pasar. Después se encaminó directamente a las sillas de la ventana. Ni una sola vez desvió la mirada hacia la puerta abierta del baño ni hacia la del dormitorio donde tenían la gran cama doble.

A Birgitta Roslin no se le ocurría más que una explicación: la mujer policía había estado allí con anterioridad. No necesitaba inspeccionar las habitaciones, pues ya sabía cómo eran.

Se quedó mirando fijamente la mesa, el lugar en el que la policía había puesto las fotos. La idea que acudió a su mente la desconcertó al principio, pero fue perfilándose poco a poco. No había reconocido ninguno de los rostros que le mostraron. ¿Y si era justo eso lo que querían comprobar? ¿Que no pudiese identificar a ninguno de los fotografiados? No se trataba de que reconociese a sus atacantes, sino de todo lo contrario. La policía quería asegurarse de que realmente no había visto nada.

Pero ¿por qué? Miró por la ventana. Recordó una idea que ya se le había ocurrido cuando estaba en Hudiksvall.

Lo sucedido es demasiado grande, demasiado misterioso.

Un miedo atroz la invadió sin remedio. Tardó más de una hora en reunir las fuerzas necesarias para subir al restaurante.

Antes de entrar, miró a su alrededor. Pero no vio a nadie.

26

Birgitta Roslin se despertó llorando. Karin Wiman estaba sentada en la cama y le tocaba el hombro con mimo para despertarla sin sobresaltos.

Birgitta dormía ya cuando llegó Karin la noche anterior, bastante tarde. Temiendo el insomnio, se había tomado una de las pastillas para dormir que rara vez consumía pero que siempre llevaba consigo.

– Estabas soñando -le dijo Karin-. Debía de ser algo triste, puesto que no parabas de llorar.

Pese a todo, Birgitta no recordaba su sueño. El paisaje interior que tan precipitadamente había abandonado se le presentaba vacío.

– ¿Qué hora es?

– Casi las cinco. Estoy cansada. Necesito dormir un poco más. Pero, dime, ¿por qué lloras?

– No lo sé. He debido de soñar algo, aunque no recuerdo qué.

Karin volvió a acostarse y no tardó en caer vencida por el sueño. Birgitta se levantó y descorrió un poco la cortina. Ya había empezado el tráfico matinal. A juzgar por el movimiento de algunas banderas que ondeaban en los mástiles, supuso que aquel día el viento soplaría de nuevo en Pekín.

Volvió a experimentar el miedo que le inspiraba el recuerdo del asalto callejero, pero decidió oponer resistencia exactamente igual que cuando la habían amenazado como jueza. Una vez más, revisó los hechos a la luz de su ojo más crítico y perspicaz. Al final se sintió casi avergonzada ante la posibilidad de haber superado su capacidad de autosugestión… Sospechaba la maquinación de conspiraciones en todas y cada una de las situaciones, una cadena de sucesos que ella misma había ido creando y en la que una cara de la realidad no guardaba la menor relación con la siguiente. La habían asaltado por la calle, le habían robado el bolso. Con toda probabilidad, la policía hacía lo posible por atrapar a los ladrones; por qué iba a estar involucrada en ello era algo que ahora, por la mañana, escapaba a su razón. ¿No habría estado llorando en sueños por sí misma y por sus propias fantasías?

Encendió la lámpara de pie, que retiró de modo que la luz no incidiese sobre la parte de la cama donde dormía Karin. Después se puso a hojear la guía de Pekín. Señaló en los márgenes lo que quería ver en los días que le quedaban. Ante todo, quería visitar la Ciudad Prohibida, sobre la que había leído y por la que se había sentido atraída desde que China empezó a despertar su interés. También quería dedicar otro día a visitar uno de los templos budistas de la ciudad. Staffan y ella habían hablado en numerosas ocasiones de que si un día, por casualidad, sintiesen la necesidad de cultivar valores espirituales superiores, el budismo era la única vía que les resultaba atractiva. Según Staffan, era la única religión que nunca había promovido una guerra ni recurrido a la violencia para difundir su doctrina. Todas las demás religiones habían dominado y se habían expandido mediante el poder de las armas. Lo más importante para Birgitta era que el budismo sólo reconocía al dios que descansaba en el interior de cada uno; comprender su doctrina de sabiduría consistía en despertar poco a poco a aquel dios interior.

Durmió unas horas más, hasta que oyó bostezar a Karin, que, desnuda, se estiraba junto a la cama. «Una vieja rebelde que se conserva bastante bien físicamente», pensó Birgitta.

– Hermosa vista -le dijo.

Karin se sobresaltó como si la hubiesen sorprendido en una falta.

– Pensé que dormías.

– Sí, hasta hace un minuto. Esta vez me he despertado sin llorar.

– ¿Algún sueño?

– Seguramente, pero no recuerdo nada. Los sueños se han escabullido y han ido a esconderse. Seguro que soñaba con la adolescencia y un amor no correspondido.

– Yo nunca sueño con mi época de juventud. En cambio, a veces sí que me imagino muy vieja.

– Sí, hacia allá vamos.

– Bueno, en estos momentos no. Ahora me preocupa más que las conferencias sean interesantes.

Karin fue al cuarto de baño y, cuando regresó, ya se había vestido para salir.

Birgitta aún no le había contado nada del robo y dudó de que fuese acertado mencionarlo. Entre todos los sentimientos que le inspiraba aquel suceso existía también una especie de vergüenza, como si ella hubiese podido evitarlo, pues en general era muy precavida.

– Me voy. Esta noche llegaré tan tarde como ayer; pero para mañana habrá terminado todo. Entonces nos tocará a nosotras.

– Tengo una larga lista -le dijo Birgitta-. Hoy me espera la Ciudad Prohibida.

– Allí vivió Mao -comentó Karin-. Y además creó una dinastía. La dinastía comunista. Hay quienes aseguran que intentó conscientemente imitar a alguno de los viejos emperadores. En especial a Qi, del que tratan los seminarios. Pero yo creo que eso es difamación política, ni más ni menos.

– Seguro que su espíritu impregna toda la ciudad -observó Birgitta-. Anda, vete ya, trabaja mucho y ten ideas brillantes.

Karin se marchó llena de energía. En lugar de envidiarla, Birgitta se levantó, hizo algunas flexiones de brazos bastante chapuceras y se preparó para un día en Pekín sin conspiraciones y sin mirar nerviosa hacia detrás por si la perseguían. Dedicó la mañana a adentrarse en el misterioso laberinto que constituía la Ciudad Prohibida. Sobre la puerta central del último muro rosado, que antiguamente sólo podían cruzar los emperadores, colgaba un retrato enorme de Mao. Birgitta se dio cuenta de que todos los chinos que cruzaban dicha puerta tocaban los herrajes de oro. Supuso que se trataba de algún tipo de superstición. Quizá Karin supiese explicárselo.

Caminó sobre las desgastadas piedras del patio del palacio y recordó que, cuando era una rebelde roja, leyó que la Ciudad Prohibida constaba de nueve mil novecientas noventa y nueve habitaciones y media. Puesto que el Dios del Cielo tenía diez mil, el Hijo del Cielo no podía poseer más. Ella dudaba de que fuese verdad.

Había muchos visitantes pese a que soplaba un viento gélido. Quienes admiraban las habitaciones a las que sus antepasados no habían tenido acceso durante generaciones eran sobre todo chinos. «Aquella revuelta ingente…», se dijo. «Lo que sucede cuando un pueblo se libera es que tiene derecho a abrigar sus propios sueños, el acceso a las habitaciones prohibidas donde se creó la opresión.»

Una de cada cinco personas del mundo era china. «Si mi familia fuera el mundo, uno de nosotros sería chino», calculó. «Al menos en eso teníamos razón cuando éramos jóvenes. Nuestros profetas nacionales y, desde luego, Moses, el de formación teórica más sólida, nos recordaban siempre que no podía discutirse el futuro del mundo sin contar con China en todo momento.»

Estaba a punto de salir de la Ciudad Prohibida cuando descubrió con asombro que había allí dentro una cafetería de una cadena norteamericana. El letrero le llamó poderosamente la atención desde la pared de ladrillo rojo de la que colgaba. Intentó ver cómo reaccionaban los chinos que pasaban por allí. Alguno que otro se detenía y señalaba el local; otros incluso entraban, pero a la mayoría no parecía importarle lo que ella consideraba un sacrilegio execrable. China se había convertido en otro tipo de misterio desde la primera vez que ella intentó comprender algo del Reino del Centro. «Bueno, quizá no sea así», se corrigió. «Hasta un café norteamericano situado en la Ciudad Prohibida debe de poder explicarse mediante un análisis objetivo de cómo es hoy el mundo.»

Por el camino de vuelta hacia el hotel rompió la promesa que se había hecho a sí misma aquella mañana y echó una ojeada a su alrededor. Sin embargo, no había nadie; o, al menos, nadie a quien ella reconociese o que pareciese sorprendido de que se hubiese dado la vuelta. Almorzó en un pequeño restaurante donde, una vez más, le sorprendió que la cuenta fuese tan elevada. Después decidió ver si encontraba algún periódico inglés en el hotel y tomarse una taza de café en el bar que había junto a la recepción. Halló un ejemplar de The Guardian en el quiosco y se sentó en el rincón junto a la chimenea encendida. Unos turistas americanos se levantaron y declararon en voz alta para que los oyese todo el mundo que se disponían a subir a la Muralla China. A Birgitta no le gustaron lo más mínimo.

¿Cuándo iría ella a la Muralla? Tal vez Karin tuviese tiempo el último día antes de que volviesen a casa. ¿Cómo era posible ir a China y dejar de visitar la Muralla, que, según una leyenda moderna, era una de las pocas obras humanas visibles desde el espacio?

«Debo ver la Muralla», pensó. «Seguro que Karin ya ha estado allí, pero se habrá de sacrificar. Además, ella tiene cámara. No podemos irnos de aquí sin una foto que mostrarles a nuestros hijos donde se nos vea ante la Muralla.»

De repente, una mujer se detuvo ante su mesa. Era de su edad, aproximadamente, y llevaba el cabello peinado hacia atrás. Le sonreía con un aspecto muy digno. Se dirigió a Birgitta en un inglés muy correcto.

– ¿La señora Roslin?

– Sí, soy yo.

– ¿Podría sentarme? Tengo algo importante que decirle.

– Claro.

La mujer llevaba un traje azul marino que parecía muy caro.

Tomó asiento antes de presentarse.

– Me llamo Hong Qui. No la molestaría si no se tratase de un asunto verdaderamente importante.

Dicho esto, le hizo una discreta seña a un hombre que aguardaba a unos metros. El hombre se acercó y dejó el bolso de Birgitta sobre la mesa, como si se tratase de un precioso regalo, y se marchó enseguida.

Birgitta Roslin miró a Hong inquisitiva.

– La policía encontró su bolso -le explicó Hong-. Para nosotros es humillante que cualquiera de nuestros huéspedes sufra un percance, de modo que me han pedido que se lo devuelva en persona.

– ¿Eres policía?

La mujer no cesaba de sonreír.

– En absoluto. Pero las autoridades me piden de vez en cuando que les ayude en algunos asuntos. ¿Falta algo?

Birgitta Roslin abrió el bolso. No faltaba nada, salvo el dinero. Además, comprobó con sorpresa que también estaba la caja de cerillas.

– Falta el dinero.

– Tenemos la esperanza de atrapar a los ladrones. Y se les aplicará una pena muy dura.

– Pero no los condenarán a muerte, ¿verdad?

Al rostro de Hong asomó una expresión apenas perceptible que, no obstante, no pasó inadvertida para Birgitta.

– Nuestras leyes son muy estrictas. Si tienen antecedentes de delitos graves, tal vez los condenen a muerte. Si observan un buen comportamiento, se les conmutará la pena por cadena perpetua.

– ¿Y si no cambian de comportamiento?

Hong dio una respuesta evasiva.

– Nuestras leyes son claras y fáciles de interpretar, pero eso no significa que se puedan establecer de antemano las condenas. Nuestras sentencias son particulares. Cuando las penas se imponen de forma rutinaria, es imposible que sean justas.

– Yo soy jueza. Según mi opinión, un sistema judicial que aplica la pena de muerte es esencialmente primitivo, pues nunca tiene el menor efecto preventivo.

A Birgitta no le agradó lo más mínimo el tono altanero de sus propias palabras. Hong Qui la escuchaba con gesto atento y grave. La sonrisa se había esfumado de su semblante. Despachó con un gesto a la camarera que se acercaba a la mesa y Birgitta tuvo la sensación de que se repetían las pautas. Hong Qui no reaccionó en modo alguno al saber que era jueza. Ya lo sabía.

«En este país, todo el mundo lo sabe todo de mí», se dijo indignada. A menos que aquello fuesen figuraciones suyas.

– Por supuesto que me alegro de haber recuperado el bolso, pero comprenderás que me sorprenda el modo. De pronto, te presentas con él, no eres policía y no sé qué ni quién eres. ¿Han atrapado a los que me robaron o no te he entendido bien? ¿Lo encontraron tirado por ahí?

– No han detenido a nadie. Pero hay sospechas concretas. El bolso apareció cerca de donde te lo robaron.

Hong Qui hizo amago de levantarse, pero Birgitta Roslin la retuvo.

– Aclárame quién eres. Es extraño que una completa desconocida venga de pronto y me devuelva el bolso que me habían robado en la calle.

– Trabajo con temas de seguridad. Como hablo inglés y francés, a veces me llaman para que haga ciertas gestiones.

– ¿Seguridad? O sea que, después de todo, eres policía, ¿no?

Hong Qui negó con un gesto.

– La seguridad de una sociedad no siempre consiste en la vigilancia externa, que es responsabilidad de la policía. Se trata de algo más profundo que alcanza las raíces mismas de la sociedad. Estoy segura de que en su país ocurre lo mismo.

– ¿Quién te pidió que vinieses a devolverme el bolso?

– Uno de los jefes de la central de objetos perdidos de Pekín.

– ¿Objetos perdidos? ¿Quién lo había entregado allí?

– No lo sé.

– ¿Cómo sabíais que era mío? No llevaba el documento de identidad ni ningún otro efecto con mi nombre.

– Supongo que reciben información de las distintas instancias de investigación policial.

– ¿Acaso hay más de una unidad que trabaje con robos callejeros?

– La colaboración entre policías de distintos grupos es muy frecuente.

– ¿Para encontrar un bolso?

– Para resolver un grave asalto a un extranjero que visita nuestro país.

«No hace más que eludir el asunto y dar rodeos», concluyó Birgitta Roslin. «No conseguiré que me responda lo que debe responder.»

– Yo soy jueza -repitió Birgitta-. Y me quedaré unos días más en Pekín. Puesto que parece que lo sabes todo de mí, no será necesario que te cuente que he venido con una amiga que se pasa los días hablando del primer emperador en un congreso internacional.

– Es fundamental conocer a fondo la dinastía Qin para comprender mi país. Sin embargo, se equivoca si cree que sé quién es o el motivo de su visita a Pekín.

– Puesto que has sido capaz de recuperar mi bolso, estaba pensando pedirte consejo. ¿Cómo puedo obtener permiso para acceder a una sala de vistas china? No tiene por qué ser un juicio importante, claro. Sólo quisiera poder seguir los procedimientos y, quizás, hacer alguna que otra pregunta.

La respuesta, inmediata, sorprendió a Birgitta.

– Puedo arreglarlo mañana. Yo misma la acompañaré.

– No quiero causar molestias. Pareces una persona muy ocupada.

Hong Qui se puso de pie.

– La llamaré más tarde para decirle cuándo podemos vernos mañana.

Birgitta Roslin estaba a punto de decirle el número de su habitación, pero pensó que Hong Qui ya lo sabría.

La vio cruzar el bar en dirección a la salida. El hombre que había dejado el bolso en la mesa se unió a otro antes de desaparecer de su campo de visión.

Miró el bolso y se echó a reír. «Existe una entrada», se dijo. «Y también una salida. Un bolso desaparece y aparece otra vez. Pero, de lo que acontece entre un suceso y el otro, no sé nada en absoluto. Aunque también existe el riesgo de que no sea capaz de distinguir entre mis quimeras y la realidad.»

Hong Qui la llamó una hora más tarde, justo cuando Birgitta acababa de volver a su habitación. Ya nada la sorprendía. Era como si personas para ella desconocidas estuviesen siguiendo cada uno de sus movimientos y supiesen dónde se encontraba en todo momento. Como ahora: acababa de entrar y sonaba el teléfono.

– Mañana a las nueve -le dijo Hong Qui.

– ¿Dónde?

– Yo la recogeré. Vamos a un juzgado de un distrito a las afueras de Pekín. Lo elegí porque presidirá la sala una jueza.

– Muchas gracias.

– Haremos cuanto esté en nuestras manos para compensar el desgraciado accidente del bolso.

– Ya lo has compensado. Me siento rodeada de espíritus protectores.

Después de la conversación, Birgitta Roslin vació el contenido de su bolso sobre la cama. Aún le costaba comprender que las cerillas estuviesen allí, en lugar de en la maleta. Abrió la caja y comprobó que estaba medio vacía. Frunció el entrecejo. «Alguien que fuma», concluyó. «Esta caja estaba llena de cerillas cuando la guardé en el bolso.» Sacó las cerillas, las dejó en la cama y abrió la caja del todo para observar bien las dos partes. No sabía exactamente qué pensaba descubrir. Una caja de cerillas no era ni más ni menos que eso. Irritada, volvió a guardar las cerillas en la caja, y ésta en el bolso. Estaba yendo demasiado lejos con sus fantasías.

Dedicó el resto del día a un templo budista y una prolongada cena en un restaurante próximo al hotel. Cuando Karin entró de puntillas en la habitación y encendió la luz, ella ya dormía y se dio media vuelta en la cama.

Al día siguiente se levantaron a la misma hora. Puesto que Karin se había quedado dormida y llegaba tarde, sólo le dijo que el congreso se clausuraba a las dos. A partir de esa hora estaba libre. Birgitta Roslin le habló de la visita que pensaba hacer a la sala de vistas, pero sin contarle aún nada del robo.

Hong Qui la esperaba en la recepción enfundada en un abrigo de piel de color blanco. Birgitta se sintió avergonzada al comparar su vestimenta con la de ella, pero Hong Qui observó que iba bien abrigada.

– Nuestras salas de vistas son muy frías -le advirtió.

– Como vuestros teatros, ¿no?

Hong Qui sonrió al responder. «No creo que sepa que hace unos días asistimos a un espectáculo de la ópera de Pekín, ¿no?», se preguntó Birgitta. «¿O tal vez sí?»

– China sigue siendo un país muy pobre. Avanzamos hacia el futuro con mucha humildad y trabajando duro.

«No todos son pobres», pensó Birgitta con amargura. «Incluso yo, que no soy una experta, tengo claro que las pieles que llevas no sólo son auténticas, sino además muy caras.»

A la puerta del hotel las esperaba un coche con chófer. Birgitta Roslin sintió cierto malestar. En realidad, ¿qué sabía de aquella extraña que iba a llevarla en un coche conducido por otro extraño?

Intentó convencerse de que no había peligro. ¿Por qué no era capaz de apreciar, simplemente, la solicitud con que la estaban tratando? Hong Qui guardaba silencio, con los ojos medio cerrados. Circulaban a gran velocidad por una larga avenida, y unos minutos más tarde Birgitta no tenía la menor idea de en qué parte de la ciudad se encontraban.

Se detuvieron ante un edificio bajo construido en cemento cuya entrada custodiaban dos policías. Por encima del dintel había una serie de caracteres chinos de color rojo.

– Es el nombre del juzgado del distrito -explicó Hong Qui, que siguió la mirada curiosa de Birgitta.

Cuando empezaron a subir la escalinata que conducía a la puerta, los dos policías presentaron armas. Hong Qui no reaccionó y Birgitta se preguntó quién sería aquella mujer en realidad. Desde luego, no era una vulgar mensajera encargada de devolver bolsos robados a los turistas.

Siguieron caminando por un pasillo hasta que llegaron a la sala de vistas, una habitación sobria cuyas paredes estaban forradas de paneles de madera en color marrón. Sobre una tarima bastante elevada ocupaban sendas sillas dos hombres uniformados. Entre ambos quedaba un sitio libre. No había ningún espectador en la sala y Hong Qui se dirigió a la primera fila de los bancos destinados al público, donde había dos cojines. «Todo está preparado», constató Birgitta. «El espectáculo puede comenzar. Aunque quizá también aquí, en la sala de vistas, quieran tratarme con amabilidad.»

Acababan de sentarse cuando dos guardias condujeron al acusado al interior de la sala. Un hombre de mediana edad que llevaba la cabeza rapada y un uniforme de presidiario de color azul oscuro y tenía la vista clavada en el suelo. A su lado se hallaba el abogado defensor. En otra mesa se sentó quien Birgitta supuso que sería el fiscal. Era un hombre de edad que vestía ropa normal, calvo y con el rostro surcado de arrugas. La jueza entró en la sala por una puerta situada detrás de la tarima. Tendría unos sesenta años, era corpulenta y de baja estatura. Sentada en la silla, parecía una niña.

– Shu Fu ha sido jefe de una banda de delincuentes especializados en robos de coches -le explicó Hong Qui en voz baja-. Los demás ya han sido juzgados y ahora le toca el turno al cabecilla de la banda. Al ser reincidente le impondrán una dura condena. Hasta el momento se le ha tratado con suavidad, pero, al continuar con su actividad delictiva, ha traicionado la confianza que la justicia depositó en él, de modo que el tribunal deberá imponerle una sentencia más dura.

– Pero no la pena capital, ¿verdad?

– Por supuesto que no.

Birgitta Roslin intuyó que a Hong Qui no le había gustado su pregunta, pues respondió con impaciencia, casi molesta. «Vaya, ya se te ha borrado la sonrisa de la boca», pensó Birgitta. «La cuestión es si lo que voy a presenciar es un verdadero juicio o si se trata de una puesta en escena con una sentencia ya dictada.»

Todos hablaban con voz chillona, que resonaba en la sala. El único que no dijo una palabra en ningún momento fue el acusado, que seguía mirando al suelo fijamente. De vez en cuando Hong Qui le traducía lo que decían. El abogado defensor no hizo mayor esfuerzo por apoyar a su cliente, algo que tampoco era infrecuente en los tribunales suecos, pensó Birgitta. Todo se redujo a una conversación entre el fiscal y la jueza. Birgitta no logró entender cuál podía ser la función de los personajes sentados a ambos lados de la magistrada.

El juicio terminó en menos de media hora.

– Le caerán unos diez años de trabajos forzados -explicó Hong Qui.

– No he oído que la jueza haya dicho nada que pudiera interpretarse como una sentencia…

Hong Qui no hizo el menor comentario a su observación. Cuando la jueza se puso en pie, todos los presentes la imitaron. Se llevaron al acusado sin que Birgitta hubiese conseguido verle los ojos una sola vez.

– Voy a presentarte a la jueza -le dijo Hong Qui-. Nos invita a una taza de té en su despacho. Se llama Min Ta. Cuando no está trabajando, se dedica a cuidar de sus dos nietos.

– ¿De qué tiene fama?

Hong Qui no pareció entender la pregunta.

– Todos los jueces tienen fama de algo que, en mayor o menor grado, se corresponde con la realidad, pero siempre hay un fondo de verdad. A mí se me considera una jueza templada pero muy decidida.

– Min Ta cumple la ley. Está orgullosa de ser jueza. Por esa razón es una buena representante de nuestro país.

Por la baja puerta que había detrás de la tarima accedieron a una habitación fría y de decoración espartana donde las aguardaba Min Ta. Un ujier les sirvió el té mientras ellas se sentaban. Min Ta empezó a hablar sin preámbulos, con la misma voz chillona que en la sala. Cuando guardó silencio, Hong Qui tradujo sus palabras.

– Es para ella un gran honor conocer a una colega de Suecia. Ha oído hablar muy bien del sistema judicial sueco. Por desgracia, tiene pendiente otro juicio que no tardará en empezar; de lo contrario, le habría gustado seguir conversando sobre el sistema judicial sueco.

– Dale las gracias por recibirme -le dijo Birgitta-. Y pregúntale cuál cree que será la sentencia y si tú tenías razón en lo de los diez años.

– Nunca entro en la sala sin la preparación previa necesaria -aseguró Min Ta cuando le tradujeron la pregunta-. Es mi deber utilizar bien mi tiempo y el de las demás personas que están al servicio de la justicia. En este caso, no había lugar a dudas. El sujeto había confesado, es reincidente y no existen atenuantes. Creo que le impondré entre siete y diez años de prisión, pero debo sopesar a conciencia mi sentencia.

Aquélla fue la única pregunta que Birgitta tuvo la oportunidad de formular, pues Min Ta había preparado una larga serie de cuestiones que quería plantearle a ella. Birgitta se preguntó qué traduciría Hong Qui en realidad. Tal vez ella y Min Ta estuviesen manteniendo una conversación sobre un tema totalmente distinto.

Veinte minutos después, Min Ta se levantó y explicó que debía volver a la sala de vistas. Apareció un hombre con una cámara. Min Ta se colocó al lado de Birgitta y el individuo las fotografió. Hong Qui se mantuvo algo apartada, fuera del alcance de la cámara. Min Ta y Birgitta Roslin se estrecharon la mano y salieron juntas al pasillo. Cuando la jueza abrió la puerta de acceso a la sala, Birgitta entrevió que, en esa ocasión, el público era muy numeroso.

Volvieron al coche, que partió de allí a toda velocidad. Al cabo de un rato se detuvieron, pero no ante el hotel, sino ante una casa de té con forma de pagoda construida en una isla de un lago artificial.

– Hace frío -observó Hong Qui-. El té nos ayudará a entrar en calor.

Hong Qui la llevó a una sala separada del resto del local en la que aguardaban dos tazas y una camarera con la tetera en la mano. Todo estaba minuciosamente preparado. Y, de simple turista, Birgitta había pasado a ser una visita importante, por más que aún no alcanzase a comprender la razón.

De pronto, Hong Qui empezó a hablar del sistema judicial sueco, sobre el que parecía muy bien informada, y le hizo varias preguntas sobre los asesinatos de Olof Palme y Anna Lindh.

– En una sociedad abierta, nunca puede garantizarse al cien por cien la seguridad de una persona -explicó Birgitta Roslin-. Toda organización social paga un precio. La libertad y la seguridad están en constante lucha por mantener sus posiciones.

– Es decir, que no se puede evitar que alguien que lo desee asesine a otra persona -concluyó Hong Qui-. Ni siquiera un presidente norteamericano tiene garantizada la protección.

Birgitta Roslin adivinó cierta reticencia en sus palabras, pero no consiguió interpretarlo.

– Aquí no llegan muchas noticias sobre Suecia -prosiguió-. Pero últimamente hemos podido leer en los diarios información esporádica sobre una terrible masacre.

– Sí, un caso que, por cierto, conozco bien -apuntó Birgitta-. Aunque no estoy involucrada en calidad de jueza. Detuvieron a un sospechoso pero se suicidó. Lo que no deja de ser un escándalo es el mero hecho de que pudiese suceder.

Puesto que Hong Qui parecía amablemente interesada, Birgitta Roslin le narró los sucesos con todo lujo de detalles. Hong Qui la escuchaba atenta, sin hacer preguntas, aunque en varias ocasiones le pidió que repitiera algún que otro dato.

– Un loco -sintetizó Birgitta para terminar-. Que, por cierto, logró quitarse la vida. O tal vez sea otro loco distinto, al que la policía aún no ha logrado atrapar. O puede que se trate de algo totalmente distinto, alguien con un móvil y un plan brutal y calculado con extrema frialdad.

– ¿Cuál podría ser el móvil?

– Venganza. Odio. Puesto que no robaron nada, debe de ser una combinación de odio y venganza.

– ¿Y tú qué opinas?

– ¿Sobre la persona a la que deben buscar? No lo sé. Pero me cuesta creer en la teoría del loco solitario.

Después, Birgitta Roslin le habló de lo que ella había dado en llamar la pista china. Empezó desde el principio, con el descubrimiento de su propio parentesco con algunas de las víctimas y continuó con la misteriosa aparición del visitante chino en Hudiksvall. Como quiera que Hong escuchaba con visible interés, siguió ofreciéndole detalles hasta que, por fin, le sacó la fotografía y se la mostró.

Hong Qui asintió despacio. Por un instante pareció sumida en alguna reflexión y a Birgitta le dio la impresión de que reconocía el rostro de la instantánea. Claro que no tenía sentido, ¿cómo iba a reconocer a un hombre entre millones?

Hong Qui sonrió, le devolvió la fotografía y le preguntó qué planes tenía para el resto de su estancia en Pekín.

– Pues espero que mi amiga me lleve mañana a ver la Muralla China. Al día siguiente volvemos a casa.

– Vaya, pues mañana estoy ocupada y no podré servirte de guía.

– Ya has hecho más de lo que debías.

– De todos modos, me pasaré para decirte adiós.

Se despidieron a la puerta del hotel. Birgitta Roslin vio cómo el coche de Hong Qui se alejaba tras cruzar la verja del hotel.

Karin llegó a las tres de la tarde y, con un suspiro de alivio, arrojó a la papelera gran parte del material utilizado en el congreso. Birgitta le propuso que visitaran la Muralla China al día siguiente, idea que Karin aceptó sin objeciones. Ahora, aseguró, quería ir de compras. Birgitta la acompañó de un centro comercial a otro, antes de que ambas se adentraran en mercados semioficiales montados en pequeñas plazas y oscuros comercios donde podían encontrarse todo tipo de gangas, desde lámparas antiguas hasta estatuillas de madera que representaban espíritus malignos. Cuando empezó a caer la noche, y ya cargadas de paquetes y bolsas, llamaron a un taxi. Karin estaba cansada y decidieron cenar en el hotel. Birgitta le pidió a la recepcionista que les organizaran la visita a la Muralla para el día siguiente.

Karin se durmió y Birgitta se sentó a ver la televisión china con el volumen al mínimo. De vez en cuando la invadía una oleada de temor ante el recuerdo de lo sucedido el día anterior; sin embargo, ya había decidido no contárselo a nadie, ni siquiera a Karin.

Al día siguiente fueron a ver la Muralla. No soplaba el viento, con lo que el frío seco y acerado resultaba menos intenso. Llenas de admiración, pasearon por los alrededores de la Muralla tomando fotos individuales o pidiéndole a algún amable visitante chino que les sacase una foto a las dos.

– Bueno, aquí estamos -dijo Karin-. Con una cámara, en lugar de con el libro rojo de Mao.

– En este país ha debido de producirse un milagro -observó Birgitta-. Una maravilla, obra de los hombres gracias a su enorme esfuerzo, y no de los dioses.

– Sí, al menos en las ciudades. Pero creo que la pobreza persiste en las zonas rurales. ¿Qué harán cuando cientos de millones de campesinos pobres se cansen de serlo?

– «El auge actual del movimiento campesino es un acontecimiento enorme.» Tal vez tras esas palabras se oculte una realidad arrolladora.

– Nadie nos dijo entonces que en China hacía tanto frío. Creo que me voy a morir congelada.

Regresaron al coche que las aguardaba y, justo cuando Birgitta bajaba las escaleras que las alejarían de la Muralla, volvió la vista atrás, quizá para contemplar la Muralla por última vez.

Y entonces vio a uno de los hombres de Hong Qui que leía distraídamente una guía. No le cabía la menor duda. Era él, el hombre que se había acercado a la mesa con el bolso.

Karin la apremió impaciente para que entrara en el coche, tenía frío y quería marcharse cuanto antes.

Birgitta se volvió a mirar una vez más, pero el hombre había desaparecido.

27

La última noche en Pekín, Birgitta Roslin y Karin Wiman no salieron del hotel. Después de la visita a la Muralla estuvieron en el bar tomándose un par de vodkas para entrar en calor mientras discutían las diversas opciones que se les ofrecían para terminar el viaje. Pero el vodka surtió efecto y se sentían tan mareadas y cansadas que decidieron comer en el hotel. Después charlaron durante un buen rato sobre el rumbo que habían tomado sus vidas. Era como si se hubiesen quedado encerradas en un círculo descrito por los rebeldes sueños juveniles de una China roja y el país con que ahora se habían encontrado, un reino que había sufrido grandes transformaciones, aunque quizá no las que ellas imaginaron en su día. Permanecieron en el restaurante hasta quedarse solas. De la lámpara que colgaba sobre la mesa pendían unas cintas de seda. Birgitta se acercó a Karin y le susurró que se llevarían un par de cintas, como recuerdo. Karin las cortó con unas tijeras pequeñas aprovechando que ninguno de los camareros las observaba en ese momento.

Después de hacer las maletas, Karin se durmió. El congreso la había dejado exhausta. Birgitta se sentó en el sofá con las luces apagadas. De repente, tomó conciencia de estar envejeciendo. Hasta allí, un tramo más…, pero después el camino llegaría a su fin en el abrazo de una inmensa y desconocida oscuridad. Tal vez sentía por primera vez que el sendero empezaba a inclinarse y descender, de forma imperceptible aún, pero imposible de detener o eludir. «Piensa en diez cosas que quieras hacer todavía», se susurró a sí misma. «Diez cosas que aún quieras hacer. Diez cosas que te falten por hacer.» Se sentó ante el pequeño escritorio y empezó a anotar.

¿Qué vivencias deseaba experimentar aún? Naturalmente, tenía la esperanza de conocer a uno o a varios de sus nietos. Staffan y ella habían hablado en varias ocasiones de visitar distintas islas. Por ahora, sólo habían viajado a Islandia y a Creta. Uno de sus viajes soñados tenía las Galápagos por destino; otro, las islas Pitcairn, por cuyos habitantes aún corría la sangre de los amotinados del Bounty. ¿Aprender otro idioma quizás? O, al menos, intentar mejorar el francés que antes hablaba tan correctamente.

Lo principal, no obstante, era que ella y Staffan lograsen resucitar su relación y empezasen a verse otra vez el uno al otro. En ocasiones, la apenaba sobremanera la idea de acercarse a la vejez sin la menor chispa viva de su antigua pasión.

Ningún viaje era más importante que ese deseo.

Arrugó el papel y lo arrojó a la papelera. ¿Para qué anotar lo que tan claro y definido tenía en su fuero interno? Las tesis que pervivían sobre el futuro de Birgitta Roslin.

Se desnudó y se metió en la cama. Karin respiraba pausadamente a su lado. Sintió de pronto la urgencia de volver a casa, de que le diesen el alta médica y de volver al trabajo. Sin las rutinas del día a día, no podría hacer realidad ninguno de los sueños que la esperaban.

Dudó un instante antes de echar mano del móvil para enviarle un mensaje de texto a su marido. «De vuelta a casa. Cada viaje comienza con un paso muy sencillo de dar. También el regreso.»

Se despertó a las siete. Pese a no haber dormido más de cinco horas se sentía despejada, aunque un ligero dolor de cabeza le recordó la cantidad de vodka que habían tomado la noche anterior. Karin dormía arropada entre las sábanas con una mano colgando fuera de la cama y apuntando al suelo. Con mucho cuidado, le metió el brazo bajo la sábana.

Se dirigió al comedor, ya lleno de huéspedes a pesar de ser tan temprano. Miró a su alrededor para ver si descubría algún rostro familiar en una de las mesas. Estaba completamente segura de que el hombre de la Muralla era uno de los que acompañaban a Hong. Pudiera ser que el Estado chino la hubiese puesto bajo vigilancia para que no le ocurriese ningún otro percance.

Desayunó, hojeó un diario inglés y, ya estaba a punto de volver a la habitación, cuando descubrió a Hong junto a su mesa. No había llegado sola, sino flanqueada por dos hombres a los que Birgitta no había visto con anterioridad. A una señal de Hong, los dos sujetos se retiraron y ella tomó asiento junto a Birgitta. Le dijo algo al camarero, que acudió enseguida con un vaso de agua.

– Espero que todo esté en orden -comenzó Hong-. ¿Qué tal la visita a la Muralla?

«Sabes bien cómo fue…», pensó Birgitta. «Además, no me cabe la menor duda de que alguno de tus ojos auxiliares estuvo anoche en el Flor de Loto, el restaurante del hotel, mientras Karin y yo cenábamos.»

– La Muralla es impresionante, pero hacía mucho frío.

Birgitta Roslin miraba a Hong a los ojos, desafiante, para averiguar si sabía que ella había descubierto a quien la vigilaba. Sin embargo, el rostro de Hong permanecía impenetrable. No desvelaba sus cartas.

– En la habitación contigua al restaurante te espera un hombre llamado Chan Bing.

– ¿Y qué quiere?

– Explicarte que la policía ha atrapado a uno de los hombres que te asaltaron y te robaron el bolso.

Birgitta Roslin notó que se le aceleraba el corazón, como si las palabras de Hong fuesen de mal agüero.

– ¿Cómo es que no ha venido aquí, si lo que quiere es hablar conmigo?

– Va de uniforme y no desea molestar ni llamar la atención mientras desayunas.

Birgitta Roslin alzó los brazos con gesto resignado.

– Bueno, para mí no es ningún problema relacionarme con gente uniformada.

Se levantó y dejó la servilleta justo cuando entraba Karin, que las miró sorprendida. Birgitta se vio obligada a explicarle lo sucedido y a presentarle a Hong.

– No sé qué quiere ese hombre exactamente. Al parecer, la policía ha atrapado a uno de los ladrones que me atacaron. Desayuna tranquilamente, volveré cuando haya terminado de hablar con el policía.

– Pero ¿por qué no me contaste nada?

– No quería preocuparte.

– Pues ahora sí que estoy preocupada. E incluso creo que enojada.

– Anda ya, no tienes motivo.

– Debemos salir para el aeropuerto a las diez.

– Aún faltan dos horas.

Birgitta Roslin acompañó a Hong. Los dos hombres las seguían en todo momento. Recorrieron el pasillo que conducía a los ascensores y se detuvieron ante una puerta entreabierta. Birgitta Roslin vio que se trataba de una pequeña sala de conferencias. En un extremo de la mesa ovalada se había acomodado un señor de edad que fumaba un cigarrillo. Llevaba un uniforme de color azul oscuro con muchas medallas. Sobre la mesa estaba la gorra. Se levantó y la saludó con una breve inclinación al tiempo que le señalaba una silla que había a su lado. Hong se colocó detrás, junto a la ventana.

Chan Bing tenía los ojos inyectados en sangre y el escaso cabello peinado hacia atrás. Birgitta Roslin experimentó la vaga sensación de hallarse ante un hombre extremadamente peligroso. Chupaba con fruición el humo de su cigarrillo. Ya había tres colillas en el cenicero.

Hong dijo algo y Chan Bing asintió. Birgitta Roslin intentó recordar si había conocido a alguien con más estrellas rojas en las hombreras.

Chan Bing hablaba con voz bronca.

– Hemos atrapado a uno de los dos hombres que la atacaron. Estamos obligados a pedirle que lo identifique.

Su inglés era deficiente, pero le bastaba para comunicarse.

– Pero si no vi nada.

– Uno siempre ve más de lo que cree.

– En ningún momento se me pusieron delante. Le aseguro que no tengo ojos en la nuca.

Chan Bing la observó inexpresivo.

– Todos los tenemos. En situaciones tensas y peligrosas, uno ve incluso por la nuca.

– Puede que en China, pero no en Suecia. Jamás he sentenciado a una persona porque otra la haya acusado aduciendo que la vio con la nuca.

– Hay otros testigos. Usted no es la única que ha de identificar a alguien. Los testigos también han de identificarla a usted.

Birgitta Roslin imploró con la mirada a Hong, que observaba un punto más allá de donde ella se encontraba.

– Debo tomar el avión para volver a casa -explicó Birgitta-. Dentro de dos horas, mi amiga y yo dejaremos el hotel para ir al aeropuerto. Ya he recuperado el bolso y la policía ha actuado de forma impecable. Incluso podría escribir un artículo en la revista de los abogados suecos acerca de mis experiencias en este país, expresando mi agradecimiento. Pero no puedo señalar a ningún supuesto autor del robo.

– Nuestra solicitud de colaboración no es desproporcionada. Según las leyes de este país, usted tiene el deber de ponerse a disposición de la policía para facilitar el esclarecimiento de un delito grave.

– Pero tengo que volver a casa. ¿Cuánto tardaremos?

– No más de veinticuatro horas.

– Imposible.

Hong se había acercado sin que Birgitta se percatase de ello.

– Por supuesto, te ayudaremos a cambiar los billetes de avión -le aseguró.

Birgitta Roslin dio una palmada sobre la mesa.

– Yo vuelvo a casa hoy mismo. Me niego a prolongar mi estancia aquí veinticuatro horas.

– Chan Bing es un alto cargo policial. Se hará lo que él diga. Tiene poder para retenerte en el país.

– En ese caso, exijo hablar con mi embajada.

– Por supuesto.

Hong le dio un teléfono móvil y una nota con un número de teléfono.

– La embajada abre dentro de una hora.

– ¿Por qué me obligáis a hacer esto?

– No queremos castigar a un inocente, pero tampoco permitir que un delincuente quede libre.

Birgitta Roslin la miró fijamente y comprendió que no le quedaba otro remedio que permanecer en Pekín un día más. Habían decidido retenerla. Lo mejor sería aceptar la situación, pensó resignada. «Pero nadie me obligará a señalar a un delincuente al que no he visto nunca.»

– Tengo que hablar con mi amiga -declaró-. ¿Qué será de mi equipaje?

– La habitación seguirá a tu nombre -le respondió Hong.

– Supongo que ya lo habéis arreglado. ¿Cuándo decidisteis retenerme aquí? ¿Ayer? ¿Anteayer? ¿Anoche?

Nadie le respondió. Chan Bing encendió otro cigarrillo y le dijo algo a Hong.

– ¿Qué dice? -preguntó Birgitta.

– Que debemos darnos prisa. Chan Bing es un hombre muy ocupado.

– ¿Quién es exactamente?

Hong le respondió mientras salían al pasillo.

– Chan Bing es un investigador criminal con mucha experiencia. Es responsable de los delitos que afectan a personas como tú, a los turistas que visitan nuestro país.

– Pues no me ha gustado.

– ¿Por qué?

Birgitta Roslin se detuvo.

– Si he de quedarme, exijo que tú estés conmigo. De lo contrario, dejaré el hotel antes de que abra la embajada y haya podido hablar con ellos.

– Me quedaré contigo.

Continuaron hasta llegar al comedor. Karin Wiman estaba a punto de levantarse cuando las vio entrar. Birgitta le explicó la situación. Karin la observaba atónita.

– ¿Por qué no me dijiste nada? De haberlo hecho, habríamos podido prever el inconveniente de que tuvieses que quedarte aquí un día más.

– Ya te lo he dicho, no quería que te preocuparas. Y tampoco quería preocuparme yo. Creía que todo había pasado. Incluso había recuperado el bolso. Pero, en fin, el caso es que tengo que quedarme hasta mañana.

– ¿Es absolutamente necesario?

– El policía con el que acabo de hablar no parece el tipo de persona que cambia de idea una vez ha tomado una decisión.

– ¿Quieres que me quede contigo?

– No, vete. Yo saldré pasado mañana. Llamaré a casa y les contaré lo ocurrido.

Karin seguía dudando. Birgitta la acompañó hasta la salida.

– Venga, vete. Yo me quedo y lo soluciono. Al parecer, según las leyes de este país, no puedo marcharme sin haberles prestado antes mi ayuda.

– ¡Pero si dices que no viste a quien te atacó!

– Sí, y en eso me mantendré. Anda, vete ya. Cuando llegue a casa, quedamos para enseñarnos las fotos de la Muralla.

Birgitta vio cómo Karin se alejaba hacia el ascensor. Puesto que había bajado al comedor con el abrigo, estaba lista para partir.

Se subió al coche con Hong y Chan Bing. Varias motos con las sirenas en marcha iban abriéndole paso al vehículo entre el denso tráfico. Dejaron atrás Tiananmen y continuaron por una de las amplias avenidas centrales hasta que giraron para entrar en una cochera vigilada por policías. Subieron en ascensor al décimo cuarto piso y recorrieron un pasillo custodiado por policías que la miraban curiosos. Chan Bing y no Hong caminaba ahora a su lado. «En este edificio, ella no es la importante», concluyó Birgitta. «Aquí el señor Chan Bing es quien manda.»

Llegaron a la antesala de un gran despacho donde dos policías se levantaron de inmediato poniéndose firmes. La puerta se cerró a sus espaldas cuando entraron en lo que supuso sería el despacho de Chan Bing. En la pared, detrás de su escritorio, había colgado un retrato del presidente del país. Vio que Chan Bing tenía un ordenador muy moderno y varios teléfonos móviles. El alto cargo policial le señaló una silla junto al escritorio. Birgitta Roslin se sentó. Hong aguardaba en la antesala.

– Lao San -comenzó Chan Bing-, así se llama el hombre al que pronto verá para identificarlo junto con otros nueve.

– ¿Cuántas veces tendré que repetir que no vi a los que me asaltaron?

– En ese caso, tampoco puede saber si fueron uno o dos o quizá más.

– Tuve la sensación de que eran más de uno. Demasiados brazos a mi alrededor.

De repente se asustó. Demasiado tarde cayó en la cuenta de que tanto Hong como Chan Bing sabían que ella había estado buscando a Wang Min Hao. Ésa era la razón por la que ahora ocupaba aquella silla en el despacho de un alto cargo policial. De algún modo que se le escapaba, su persona se había convertido en una amenaza. La cuestión era, ¿para quién?

«Ambos lo saben», pensó. «Y Hong no ha entrado porque ya sabe de qué va a hablar conmigo Chan Bing.»

Aún llevaba la fotografía en el bolsillo del abrigo. Dudó si sacarla y explicarle a Chan Bing lo que la había llevado al lugar en que le robaron, pero algo la disuadió de mostrar la instantánea. En aquel momento era Chan Bing quien marcaba el son al que ella debía bailar.

Chan Bing atrajo hacia sí unos documentos que había sobre la mesa, no para leerlos, según pudo ver Birgitta, sino para decidir qué iba a decir.

– ¿Cuánto dinero? -le preguntó.

– Sesenta dólares americanos. Algo menos en moneda china.

– ¿Bisutería, joyas, tarjetas de crédito?

– No se llevaron nada.

Uno de los móviles que había sobre la mesa empezó a zumbar. Chan Bing respondió, escuchó y dejó el aparato donde estaba.

– Bien -dijo poniéndose de pie-. Ahora podrá ver al hombre que la atacó.

– ¿No me dijo que eran varios?

– De los dos que la atacaron, el único al que aún podemos interrogar.

«Es decir, que el otro ha muerto», concluyó Birgitta embargada de un intenso malestar. En aquel momento, lamentaba haberse quedado en Pekín. Debería haber insistido en regresar a su país en compañía de Karin Wiman. Al quedarse, había caído en una especie de trampa.

Recorrieron un pasillo, bajaron una escalera y pasaron por una puerta a un lugar donde había poca luz. Un policía montaba guardia junto a una cortina.

– La dejaré sola -anunció Chan Bing-. Como comprenderá, el sujeto no puede verla a usted. Si quiere que alguno dé un paso al frente o se ponga de perfil, dígalo por el micrófono.

– ¿A quién le hablo por el micrófono?

– A mí. Tómese su tiempo.

– Es absurdo. No sé cuántas veces tendré que decir que no les vi la cara a las personas que me atacaron.

Chan Bing no respondió. Retiraron la cortina. Birgitta estaba sola en la sala. Al otro lado del espejo había una serie de hombres de unos treinta años, con vestimenta muy sencilla y extremadamente delgados. Sus rostros le eran desconocidos, no reconocía a uno solo de ellos, aunque por un instante pensó que el último de la fila por la izquierda se parecía al que había filmado la cámara de Sture Hermansson en Hudiksvall. Pero no era él, el rostro de aquel hombre era más redondo y tenía los labios más carnosos.

La voz de Chan Bing se oyó por un altavoz invisible.

– Tómese su tiempo.

– No he visto en mi vida a ninguno de estos hombres.

– Deje que las impresiones se vayan sedimentando.

– Aunque me quedase aquí hasta mañana, mis impresiones no cambiarán.

Chan Bing no respondió y Birgitta pulsó irritada el botón del micrófono.

– Jamás he visto a ninguno de estos hombres.

– ¿Está segura?

– Sí.

– Mire bien.

El hombre que ocupaba el cuarto lugar por la derecha dio un paso adelante. Llevaba una cazadora con hombreras, parches en los pantalones y tenía el rostro enjuto y sin afeitar.

De pronto, la voz de Chan Bing resonó tensa en la sala.

– ¿Ha visto usted antes a este hombre?

– Jamás.

– Fue uno de los que la atacaron: Lao San, veintinueve años, condenado por varios delitos. Su padre fue ejecutado por un delito de asesinato.

– Jamás lo había visto.

– Ha confesado el crimen.

– En ese caso, no me necesitan para nada.

Un policía que había permanecido oculto detrás de ella en la semipenumbra dio un paso adelante y corrió la cortina. Después, le indicó que lo siguiese. Volvieron al despacho en el que Chan Bing la aguardaba. No se veía a Hong por ninguna parte.

– Queremos darle las gracias por su ayuda -le dijo Chan Bing-. Ahora sólo quedan un par de formalidades. Ya están redactando un protocolo.

– ¿Un protocolo de qué?

– El reconocimiento del delincuente.

– ¿Qué le pasará?

– Yo no soy juez. ¿Qué habría sido de él en su país?

– Depende de las circunstancias.

– Claro, nuestro sistema judicial funciona igual. Juzgamos al criminal, su voluntad de confesar el delito y las circunstancias específicas en que se cometió.

– ¿Existe el riesgo de que lo condenen a muerte?

– No creo -respondió Chan Bing secamente-. La idea de que aquí condenamos a muerte a culpables de delitos menores es un prejuicio occidental. Si hubiese utilizado algún arma o si la hubiese herido de gravedad, la cosa habría sido muy distinta.

– Pero su cómplice está muerto, ¿no es así?

– Opuso resistencia durante la detención. Los policías fueron atacados y actuaron en defensa propia.

– ¿Cómo saben que era culpable?

– Opuso resistencia.

– Pudo tener otras razones para ello.

– El hombre al que acaba de ver, Lao San, ha confesado que fue su cómplice.

– Pero no hay pruebas, ¿verdad?

– Hay una confesión.

Birgitta Roslin comprendió que no debía poner a prueba la paciencia de Chan Bing. Decidió hacer lo que le pedían para poder salir de China lo antes posible.

Una mujer uniformada entró con un archivador e hizo lo posible por no mirar a Birgitta.

Chan Bing leyó el texto del protocolo. Birgitta Roslin creyó advertir que tenía prisa. «Se le acaba la paciencia», observó para sí. «O quizás haya otra cosa que yo ignoro…»

En un documento muy prolijo y complicado, Chan Bing declaraba que la señora Birgitta Roslin, ciudadana sueca, no había podido identificar a Lao San, autor del grave delito del que ella había sido víctima.

Chan Bing guardó silencio y le acercó los documentos, que estaban redactados en inglés.

– Fírmelo -le dijo-. Y podrá irse a casa.

Birgitta Roslin leyó con atención las dos páginas antes de estampar su firma. Chan Bing se encendió un cigarrillo. Ya parecía haber olvidado la presencia de Birgitta.

De pronto, Hong entró en el despacho.

– Ya podemos irnos -anunció-. Hemos terminado.

Birgitta guardó silencio durante todo el camino de regreso al hotel. Tan sólo quiso hacerle una pregunta a Hong antes de entrar en el coche.

– Me figuro que no hay ningún vuelo para mí hoy mismo.

– Por desgracia, tendrás que esperar a mañana.

En la recepción del hotel había un mensaje para ella en el que le comunicaban que le habían cambiado el vuelo con Finnair para el día siguiente. Ya iba a despedirse cuando Hong le propuso volver más tarde para cenar juntas. Birgitta Roslin aceptó enseguida. Lo último que deseaba era estar sola en Pekín en aquellos momentos.

Entró en el ascensor pensando que Karin ya iba de camino a casa, transportada por los aires, invisible allá arriba en las alturas.


Lo primero que hizo en cuanto llegó a la habitación fue llamar a casa. Le costaba calcular la diferencia horaria. Cuando Staffan respondió, supo que lo había despertado.

– ¿Dónde estás?

– En Pekín.

– ¿Por qué?

– Me retrasé.

– ¿Qué hora es?

– Aquí es la una de la tarde.

– ¿Quieres decir que no vas camino de Copenhague?

– No quería despertarte, lo siento. Llegaré a la hora prevista, pero veinticuatro horas más tarde.

– ¿Todo bien?

– Sí, todo bien.

Se cortó la comunicación. Intentó volver a llamar, pero sin éxito, de modo que le escribió un mensaje de texto en el que le repetía que llegaría al día siguiente.

Al dejar el teléfono, notó que alguien había estado en la habitación mientras ella se encontraba en las oficinas de la policía. No fue una impresión momentánea, sino una sensación que iba cobrando fuerza en su interior. Se situó en el centro de la habitación y miró a su alrededor. En un primer momento no pudo determinar qué había llamado su atención, pero enseguida se dio cuenta de que la maleta estaba abierta. La ropa no estaba ordenada como ella la había dejado la noche anterior. Cuando hizo la maleta, comprobó que podía cerrarse sin dificultad. Ahora no.

Se sentó en el borde de la cama. «Una limpiadora no revolvería en mi maleta», razonó para sí. «Alguien ha estado aquí y ha revisado mis pertenencias. Por segunda vez.»

De repente lo vio todo claro. La historia de identificar a un delincuente no era más que un pretexto para alejarla del hotel. De hecho, después de que Chan Bing le leyese el protocolo todo fue muy deprisa. Alguien le habría avisado de que ya habían terminado de registrar sus cosas.

«No tiene nada que ver con mi bolso», se dijo. «La policía tiene otros motivos para registrar mi habitación. Exactamente igual que cuando Hong apareció de pronto junto a mi mesa y comenzó a hablar conmigo.

»No tiene nada que ver con el bolso», reiteró para sí. «Sólo puede haber una explicación. Alguien quiere saber por qué le mostré la fotografía a un desconocido junto al edificio cerca del hospital. Tal vez el hombre de la foto no sea una persona cualquiera…»

El miedo que había sentido con anterioridad volvió a embargarla con toda su fuerza. Empezó a buscar cámaras y micrófonos ocultos en la habitación, le dio la vuelta a los cuadros, revisó las pantallas de las lámparas, pero no halló nada.

A la hora acordada se encontró con Hong en la recepción. Ésta propuso ir a un restaurante muy famoso, pero Birgitta no quería salir del hotel.

– Estoy cansada -confesó-. El señor Chan Bing es un hombre agotador. Ahora quiero comer y después acostarme. Mañana me voy a casa.

Pronunció la última frase como una pregunta. Hong asintió.

– Sí, mañana te vas a casa.

Se sentaron junto a una de las altas ventanas. Un pianista interpretaba una discreta melodía sobre una pequeña tarima situada en el centro de la gran sala, donde había varios acuarios y alguna fuente.

– Esa música me resulta familiar -dijo Birgitta-. Es una melodía inglesa de la segunda guerra mundial. We'll meet again, don't know where, don't know when. ¿Podría decirse que trata de nosotras?

– Yo siempre he querido visitar los países nórdicos. ¿Quién sabe?

Birgitta Roslin bebía vino tinto y, puesto que no había comido aún, empezó a notar sus efectos.

– Ya ha terminado todo -comentó-. Ya puedo irme a casa. He recuperado el bolso y he visto la Muralla China. Estoy convencida de que el movimiento del campesinado chino ha dado un paso de gigante. Lo que ha ocurrido en este país es una gran obra maestra humana. Cuando era joven, deseaba con todas mis fuerzas marchar con el libro rojo de Mao en mano, rodeada de otros miles de jóvenes. Tú y yo somos más o menos de la misma edad, ¿cuál era tu sueño?

– Yo era una de las que marchaba entre esos miles.

– ¿Convencida?

– Todos lo estábamos. ¿Has visto alguna vez un circo o un teatro lleno de niños? Suelen gritar de alegría. No necesariamente por lo que ven, sino por el hecho de encontrarse junto con otros miles de niños bajo una carpa o en un teatro. Sin profesor y sin padres. Ellos dominan el mundo. Si hay una cantidad suficiente de gente, uno puede convencerse de cualquier cosa.

– Eso no responde a mi pregunta.

– Espera, iba a llegar a ese punto. Yo era como uno de aquellos niños bajo la carpa. Pero además estaba convencida de que, sin Mao Zedong, China jamás habría logrado salir de su pobreza. Ser comunista era luchar contra la miseria, obligarse a caminar descalzo. Luchábamos para que todos tuvieran un par de pantalones.

– ¿Qué pasó después?

– Lo que Mao no se cansó de advertirnos. Que siempre existiría un gran desasosiego bajo el cielo, pero que se engendraría bajo distintas condiciones. Tan sólo un loco cree que puede entrar dos veces en el mismo río. Hoy sé hasta qué punto supo prever el futuro.

– ¿Tú sigues siendo comunista?

– Sí. Hasta ahora, nada me ha arrebatado la convicción de que sólo en comunidad podemos seguir luchando contra la pobreza, que aún es mucha en nuestro país.

Birgitta Roslin alzó un brazo y, sin querer, rozó una de las copas de vino y salpicó sobre la mesa.

– Este hotel, por ejemplo. Si me abstraigo, puedo pensar que estoy en cualquier país del mundo.

– Aún queda mucho camino.

Les sirvieron la comida. El pianista había dejado de tocar. Birgitta Roslin se sumió en sus cavilaciones hasta que dejó los cubiertos y miró a Hong, que se disponía a comer.

– Dime la verdad. De todos modos, me iré mañana. Ya no tienes por qué seguir con tu representación. ¿Quién eres? ¿Por qué habéis estado vigilándome en todo momento? ¿Quién es Chan Bing? ¿Quiénes eran los hombres entre los que tenía que identificar a uno? Ya no me creo la historia del bolso ni del extranjero que ha sido víctima de un desgraciado percance.

Había contado con que Hong reaccionaría de algún modo, con que relajaría la firme defensa tras la que se amparaba constantemente. Pero ni siquiera aquel torrente de preguntas perturbó su calma.

– ¿Qué otro motivo habría, salvo el asalto que sufriste?

– Alguien ha registrado mi habitación.

– ¿Echas algo en falta?

– No, pero sé que alguien ha estado allí.

– Si quieres, podemos llamar al jefe de seguridad del hotel.

– Quiero que respondas a mis preguntas. ¿Qué está pasando?

– Nada, salvo que pretendo que nuestros visitantes anden seguros en mi país.

– ¿Quieres que me lo crea?

– Sí -respondió Hong-. Quiero que creas lo que te digo.

Un matiz indefinible en el tono de su voz hizo que Birgitta perdiera todo interés por seguir haciendo preguntas. Sabía que no obtendrían respuesta. Jamás sabría si había sido Hong o Chan Bing quien la había tenido constantemente vigilada. Allí estaban una vez más la entrada y la salida, entre las que ella corría, pero con los ojos vendados.

Hong la acompañó hasta la puerta. Birgitta la agarró de la muñeca.

– No habrá más detenciones ni delincuentes ni protocolos, ¿verdad? Nadie que pretenda reconocer un rostro.

– Vendré a buscarte a las doce.

Aquella noche Birgitta durmió inquieta. Por la mañana, muy temprano, desayunó a toda prisa sin reconocer a ninguno de los camareros ni de los huéspedes. Antes de salir, colgó el cartel de no molestar y esparció un poco de sal de baño en el suelo, sobre la alfombra que había ante la puerta. Al volver después del desayuno, comprobó que nadie había estado allí.

Hong acudió a buscarla según lo acordado. Cuando llegaron al aeropuerto, la hizo pasar por un control especial de modo que no tuviese que guardar cola.

Cuando se despidieron en el control de pasaportes, Hong le dio un paquete.

– Un regalo de China.

– ¿Es tuyo o de tu país?

– De ambos.

Birgitta Roslin pensó que quizás había sido injusta con Hong; que tal vez con tanta vigilancia no pretendía más que ayudarla a olvidar el incidente.

– Ve con cuidado -le recomendó Hong-. Puede que volvamos a vernos.

Birgitta Roslin pasó el control de pasaportes. Cuando se dio la vuelta, Hong había desaparecido.

Ya acomodada en el avión y una vez que éste hubo despegado, abrió el paquete. Era una miniatura de porcelana que representaba a una joven con el brazo en alto y el pequeño libro rojo de Mao en la mano.

Birgitta la guardó en el bolso y cerró los ojos. El alivio de saber que por fin iba de camino a casa hizo que le saliera todo el cansancio.

Staffan la esperaba en Copenhague. Aquella noche, sentada a su lado en el sofá, le contó sus aventuras; sin embargo, no dijo una palabra del robo.

Karin Wiman la llamó por teléfono. Birgitta le prometió que iría a Copenhague en cuanto pudiera.

Al día siguiente de su llegada acudió al médico. La tensión le había bajado y, si se mantenía estable, podría reincorporarse a su puesto dentro de unos días.

Nevaba levemente cuando salió de la consulta. Sentía un deseo inmenso de volver al trabajo.

A las siete de la mañana del día siguiente ya estaba clasificando el papeleo acumulado sobre su escritorio, aunque su vuelta al trabajo aún no era oficial.

La nieve empezó a caer más espesa y a través de los cristales contempló cómo crecía la capa de nieve sobre el alféizar de la ventana.

Puso junto al teléfono la figurita de rosadas mejillas y amplia sonrisa triunfal cuya mano sostenía en alto el libro rojo. Y la fotografía de la cámara de vigilancia que había llevado en el bolsillo interior del abrigo la guardó en el fondo de un cajón.

Cuando lo cerró, sintió que todo había terminado por fin.

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