Allí donde uno atesoró los amuletos de su infancia, donde la esquiva luna dijo una tarde nuestro nombre, donde aprendimos a oír como quien sueña y a evocar porque sí. Allí donde el deseo, altivo como nunca, nos insinuó lo que sería de por vida, donde por primera vez confundimos el miedo con la audacia, el amor con el imposible y el absoluto con lo verosímil, allí está para siempre el territorio prometido, el lugar mítico del que todo depende. Allí están sin duda nuestras pasiones más asiduas y el rescoldo de la memoria desde el que todo reinventamos.
Puebla es mi territorio mítico. Como tal se me cruzó en la vida y a cambio sólo me ha pedido el afán de recontar sus delirios, imaginar lo que tal vez conocen sus montañas, elogiar sus campanarios y sus atardeceres, deshacerla, reconstruirla, maldecir sus sospechas y bendecir las puertas de sus casas.
Aquí en Puebla, bajo mis ojos, envejecieron mis abuelos, se quisieron mis padres, nacieron mis hermanos. Aquí en Puebla, en el jardín de mi amiga Elena, está el fresno que habitamos mil tardes, en el que la recuerdo detenida, como a las hadas de su nombre, antes de conocer las letras de una pena. Aquí está el río transparente que veneró mi abuelo, el lago en cuyo cielo aprendí el orden estremecido que rige a las estrellas.
Aquí en Puebla vio mi padre a los primeros muertos de las varias guerras que acortaron su vida, aquí lo vi perderse mirando desde la puerta de nuestra casa cómo nos íbamos antes que él.
Aquí mi madre padeció la belleza con que aún nos deslumbra su perfil, aquí ha encontrado la paz y la sabiduría que muchos nunca encuentran.
Aquí en Puebla perdí los ojos tras el primer hombre, que entonces era un niño, y aquí vengo a reconocer que hasta el último hombre que me cruce la vida será siempre un niño.
Puebla, el siglo pasado, me concedió el descubrimiento de las misceláneas y las mercerías. Me enseñó los secretos de abril y el anhelo de diciembre. En Puebla siempre está lo que me urge. Siempre agosto como una promesa, siempre octubre con las flores moradas, siempre el primer deseo, siempre los viernes de Dolores, los viernes de luna llena, los viernes prodigiosos que abrían las vacaciones. Siempre el ambiguo temblar de la vuelta al colegio: con los libros radiantes y los lápices nuevos. Siempre el aire bendito de la primera papelería que conocí, siempre la gramática y sus leyes como el primer atisbo de una pasión que redime todos mis días. Siempre la nieve de limón con sabor a cinco de la tarde, siempre la primavera al mismo tiempo que el otoño, siempre la perfecta memoria de las lluvias: aunque arda una sequía o corra el aire denso de una polvareda. Siempre el mundo completo como creí de siempre que sería.
Para mí, en Puebla puede ser siempre Navidad y siempre está mi abuelo Guzmán sembrando flores, jugando ajedrez, amaneciendo como quien va de fiesta. Siempre mi abuela con los ojos clarísimos haciendo sumas al mismo tiempo en que repite un poema. Siempre el velero ineludible que construyó el tío Roberto, para irse por el lago en compañía de la niña que fui y de una botella de ron que se bebía mientras la proa tomaba cualquier deriva. Siempre la tía Nena caminando de prisa, entre lo inverosímil y catedral. Siempre la casa vacía del médico que fue mi bisabuelo y siempre adentro una tertulia del siglo diecinueve con una flauta y una mujer que empollaba elefantes cada vez que algo le dolía, y cuya heterogénea descendencia le ha dado al mundo desde matemáticos hasta bailarinas, pasando por toreros, cantantes, cirujanos, físicos, marineros, pintores, poetas y otros cientos de fanáticos aspirantes a la gloria diaria de seguir en el mundo.
En Puebla siempre está Alicia Guzmán vestida de blanco, volviendo de jugar frontón con la sonrisa premonitoria de quien se sabe eterna. Siempre la tía Maicha entre pinturas, distraída de todo, incluso de sí misma, preguntando en desorden si me siento feliz. Siempre el tío Sergio construyendo una casa de dos pisos a la que se le olvidó ponerle una escalera, siempre el tío Alejandro tocando el piano como quien juega solitarios, siempre la memoria de un rincón del jardín, cercano al árbol de nísperos, en el que estuvo la tumba de su perra Diana, dándome desde entonces la certeza de que en toda lápida, hasta en las de los perros, hay un pasado que se busca eterno. Siempre la diminuta escuela que dirigía con espíritu de heroína una mujer solitaria a quien entre más pasa el tiempo más admiro. Y siempre, basta sólo con detenerse en el barrio de Santiago, siempre hay una familia, hecha de varias familias, empeñada en salir a que los hijos conozcan el mar: mi larga e irrevocable familia de la infancia.
Aquí en Puebla está el jardín de Marcela con una jacaranda y todas las certezas de quien duda. Está Sergio mi hermano cavilando el futuro, memorizando los abismos de la sierra, despierto todas las madrugadas con el ansia de atestiguar un imposible tras las imposibles noticias diarias. Aquí están los eucaliptos que sembró mi abuelo paterno y que mi madre le defendió a una herencia como quien defiende un reino. Está el edén con sus hijos y sus nietos jugando un pertinaz fútbol de chicos contra grandes.
Aquí está Mónica con su aroma a chocolate y promesas, aquí anda aún mi prima María Luisa, con un loro en el hombro y un tigre en el anillo, viviendo como en África el amor de su vida. Aquí está Pepa jurándome que ella es una novela y Tere sonriéndole al olvido. Aquí Adriana con todo su buen juicio cuidando el de otros como quien cuida luces de bengala, y aquí María Isabel, que aún salta con la lengua entre los dientes, como si ganar el juego fuera ganar la gloria.
Aquí puedo pensar en Alis a los nueve años, vestida de ángel, con los ojos enormes como las matemáticas en las que después ha puesto la vida. Aquí está Checo armando un globo de papel para mandar al cielo una caja con nuestro viento y su fuego. Aquí José Luis Escalera ha reconstruido una casa para llenarla con libros y la ha llamado Profética, guiado por la inclinación de quien sabe que cada libro busca en sí mismo el cumplimiento de una profecía.
No es deber de escritores ser profeta. Los profetas adivinan el futuro, yo he andado una parte de la vida tratando de adivinar el pasado. Escribo libros que intentan la profecía al revés, y no sólo me cuesta trabajo hablar del futuro, sino incluso indagar en el presente. Por eso recuerdo los detalles más impensables y olvido los más preclaros.
Aquí en Puebla aprendí a decir Carlos para nombrar a mi abuelo paterno, un italiano suave y enigmático cuya voz aún oigo de repente en mis hermanos. Aquí mi padre se empeñó en heredarle a su hijo Carlos la pasión por los autos de carrera que él hoy hereda a sus hijos junto con otras pasiones de igual rango. Aquí lo vio Daniel mi hermano dibujar con tinta verde unas letras perfectas como las líneas que él ahora dibuja, mientras silba despacio una canción que sólo ellos comparten.
Aquí, sentada en los mosaicos rojos de una casa blanca, oí muchas tardes el ruido de unas manos emparentadas con la dicha mientras escribían.
La escritura y la felicidad me fueron enseñadas como una misma cosa. No tengo cómo pagar semejante herencia. Como una misma cosa aprendí las palabras y la fiesta, la conversación y la leyenda, el juego y la sintaxis, la voluntad y la fantasía. Como una misma cosa miro mi historia y la del mundo en que crecí y al que vuelvo sin tregua lo mismo que quien vuelve por agua.
Aquí perdí antes de mirarla a una tía de nombre Carolina, como el hermoso edificio en que hoy estamos. Aquí encuentro para toda la vida a la tía Tere horneando unas galletas con su fuego y a la tía Catalina dándole a cada quien el destino que quiere al extender la mano. Aquí recibió Marcos Mastretta las cartas que le llegaron desde Italia, contando las batallas y la esperanza de su hermano. Y aquí volvió Carlos Mastretta a dar con la insólita mujer que estaba destinada para él, con los hijos que nunca imaginó y que aún se empeñan en imaginar cómo sería su paso si, en vez de morir joven como su risa, hubiera conseguido vivir los noventa años que hoy tendría.
Aquí está la Iztaccíhuatl impávida, impredecible y sola como toda mujer dormida junto a un guerrero que, desde hace cuatro millones de años, estalla a cada tanto cubriéndola de cenizas y lumbre.
Yo no concibo el mundo sin los volcanes atestiguando las luces de este valle, acompañándonos la vida entera mientras pasa un instante de sus vidas. Ni siquiera imagino al mar que tanto venero, sin los volcanes como la contraparte de su inmensidad.
Quienes fundaron Puebla en este valle, movidos por la imaginación y los sueños del Renacimiento, supieron elegir el paisaje. Ser de Puebla, a pesar de la fama de insondables que no sé cómo hemos creado, es ser de todas partes, es heredar la vocación ecuménica de las muchas generaciones que han mezclado aquí su fantasía y sus linajes. Ser de Puebla, para nuestra fortuna, es ser mestizo, es ser hijo de viajeros, de peregrinos, de asilados. Por eso cuando ando por Puebla ando un poco por todas partes.
Basta ver el daguerrotipo del bisabuelo Juan para saber que algo de olmeca tiene mi familia. También algo de maya y algo de fenicia. El gesto de la bisabuela María es de una andaluza, lo cual nos hace también árabes, abisinios. Tuve un bisabuelo campechano y rubio, mitad hijo de Alsacia y mitad de Turquía. Un tatarabuelo judío, una griega mezclada de maya y seguramente una veneciana que casó de casualidad con un romano. Por eso viajo lo mismo a Mérida que a Oviedo, a Nepantla que a Granada, a Teziutlán que a Buenos Aires, a Cartagena que al Adriático, al Vesubio que a Tlaxcala, al desierto, a Cozumel o al Mediterráneo diciendo siempre: yo estuve aquí, bajo este firmamento tuve amores, por estas calles me perdí una tarde. Puebla es mi centro y mi destino porque es el inaudito cruce de muchas veredas.
Aquí en Puebla vi una mañana a Emilia Sauri atándose a Daniel Cuenca tras el mostrador de una botica, aquí me convenció Milagros Veytia de cuán urgente era contarla como si la hubiera conocido. Aquí supe la historia de un cacique implacable a quien en mi cabeza tuve a bien casar con una mujer que aprendería a burlarlo. Todo con tal de conjurar la carga que ese mundo llegó a tener en el recuerdo de quienes ni siquiera lo vivimos. Aquí aún me parece cierto que las hembras de la especie humana hayan logrado desde hace muchos años reírse de sí mismas, torcer el destino que les estaba señalado, mirar el mundo con la benevolencia y la dicha de quien se sabe parte de su travesía.
Aquí vive con todas sus luces la más intrépida, la mejor de cuantas hermanas puede alguien tener: Verónica, rápida como los pájaros, incansable, asida a la razón que según ella es su ley primera y según yo su debilidad única, cambiando de lugar todas las cosas sin perder de vista una sola, sin negarle a la agudeza de su lengua ninguno de sus mil deberes. Aquí está Daniela su hija con el rigor de la ley entre las manos y una sonrisa como un bálsamo. Desde aquí Lorena ayudándome a buscar a un perro capaz de enamorarse como sólo Quevedo y de perderse de mí como sólo yo suelo perderme. Aquí los dos Arturos: el que vivió conmigo para mi fortuna y el que vive con mi hermana como quien teje su fortuna.
Aquí crecieron todas la vacaciones de mis hijos, aquí su extraordinaria abuela les enseñó a jugar ajedrez y a tener paciencia, aquí aprendieron a andar en bicicleta y a venerar la tierra y sus prodigios, aquí vuelven cada vez que les urge saber quiénes son y dónde está la imprescindible métrica de sus vidas. Aquí anda su padre, leyendo siempre un libro, inteligente y ensimismado como si estuviera en todas partes. Aquí también están cada uno y todos mis grandes amores: los posibles, los imposibles y los que siendo inconfesables se volvieron perennes. Aquí, como si todo esto que nombro no fuera suficiente, la Universidad de Puebla me entrega hoy un grado que me enaltece y me alegra, un privilegio al que pretendo hacer honor el resto de mis días.
Nada me asombra y me regocija más que los seres humanos. Trato a diario de contar su vida y sus milagros porque imagino que al contarlos conseguiré asir uno que otro de sus deseos y sus contiendas. Sé que imagino mal: la gracia de los demás está en que sabemos de ellos tan poco como conseguiremos saber de nosotros. Yo querría ser audaz, pero creo que escribo por temor. Le temo al día en que no veré más cómo llega la noche, cómo se crece el mar, cómo entra la llovizna leve sobre el cauce de las montañas, cómo crecen mis hijos, cómo se enamorarán los hijos de mis hijos. Y le temo todos los días, con más reticencia que a la muerte, a la posibilidad de que no me quieran aquellos a quienes reverencio. Este premio será siempre un conjuro contra semejante temor.
Las venturas, como la vida misma, son un regalo impredecible. Acepto con alegría el espléndido estímulo que es estar aquí, acogida por ustedes y por este claustro, símbolo de cuantos caminos cruzan nuestra ciudad. Lo acepto con la única sensatez de la que soy capaz, la que me dice que es imperioso aceptar la generosidad con que nos miran otros, porque nos urge aprender a mirar a los otros con la misma generosidad.