Inicios

La carta

Era noviembre. Aunque todavía no era tarde, el cielo estaba oscuro cuando doblé por Laundress Passage. Papá había terminado el trabajo del día, apagado las luces de la tienda y cerrado los postigos; no obstante, para que yo no entrara en casa a oscuras, había dejado encendida la luz de la escalera que subía hasta el piso. A través del cristal de la puerta un rectángulo blanquecino de luz se proyectaba sobre la acera húmeda, y fue mientras me hallaba en ese rectángulo, a punto de dar vuelta a la llave en la cerradura, cuando vi la carta. Otro rectángulo blanco, justo en el quinto peldaño empezando por abajo, donde no pudiera pasarme inadvertida.

Cerré la puerta y dejé la llave de la tienda en el lugar acostumbrado, detrás de los Principios avanzados de geometría, de Bailey. Pobre Bailey. Nadie se ha interesado por su libro gordo y gris en treinta años. A veces me pregunto qué piensa de su papel de custodio de las llaves de la librería. Dudo mucho que sea el destino que tenía pensado para la obra maestra que tardó veinte años en escribir.

Una carta para mí. Todo un acontecimiento. La dirección del sobre de esquinas crujientes, hinchado por los gruesos pliegues de su contenido, estaba escrita con una letra que seguramente había dado algún quebradero de cabeza al cartero. Si bien el estilo de la caligrafía era desusado, con las mayúsculas excesivamente adornadas y recargadas florituras, mi primera impresión fue que la había escrito un niño. Las letras parecían balbucientes. Los irregulares trazos se desvanecían en la nada o dejaban una profunda marca en el papel. Las letras que componían mi nombre no daban sensación de fluidez. Habían sido trazadas separadamente -MARGARET LEA-, como si cada una de ellas constituyera una nueva y colosal empresa. Pero yo no conocía a ningún niño. Fue entonces cuando pensé: «Es la letra de una persona enferma».

Me embargó una sensación extraña. Hacía uno o dos días, mientras estaba haciendo mis tareas con calma y en privado, un desconocido -un extraño- se había tomado el trabajo de escribir mi nombre en ese sobre. ¿Quién era esa persona que había estado pensando en mí sin que yo hubiera albergado la más mínima sospecha?

Todavía con el abrigo y el sombrero puestos, me dejé caer en un peldaño de la escalera para leer la carta. (Nunca leo sin antes estar segura de que me hallo en una posición estable. Conservo esta costumbre desde que tenía siete años, cuando, sentada sobre un muro alto leyendo Los niños del agua, tan cautivada me tenía la descripción de la vida submarina que inconscientemente relajé los músculos. En lugar de flotar en el agua que con tanta nitidez me rodeaba en mi imaginación, caí de bruces al suelo y perdí el conocimiento. Todavía se me nota la cicatriz debajo del flequillo. Leer puede ser peligroso.)

Abrí la carta y saqué media docena de hojas, todas ellas escritas con la misma letra laboriosa. Debido a mi trabajo poseo experiencia en leer manuscritos difíciles. No tiene mucho secreto. Solo se requiere paciencia y práctica. Eso y una buena disposición para educar el ojo interior. Cuando lees un manuscrito dañado por el agua, el fuego, la luz o sencillamente el paso de los años, la mirada necesita estudiar no solo la forma de las letras, sino también otras marcas. La velocidad de la pluma. La presión de la mano sobre el papel. Pausas e intensidad en el ritmo. Hay que relajarse. No pensar en nada. Hasta que finalmente despiertas en un sueño donde eres al mismo tiempo la pluma que vuela sobre la vitela y la vitela misma, y sientes la caricia de la tinta haciéndote cosquillas en la superficie. Es entonces cuando puedes leerlo. La intención del escritor, sus pensamientos, sus titubeos, sus deseos y su significado. Puedes leer con la misma claridad que si fueras la vela que alumbra el papel mientras la pluma se desliza por él.

Esta carta no representaba en absoluto semejante desafío. Comenzaba con un seco «Señorita Lea»; de ahí en adelante, los jeroglíficos se transformaban por sí solos en caracteres, luego en palabras, después en frases.

He aquí lo que leí:


En una ocasión concedí una entrevista al Banbury Herald. Debería ponerme a buscarla un día de estos, para la biografía. Me enviaron un tipo extraño. En realidad, solo un muchacho. Alto como un hombre, pero con mofletes de adolescente. Incómodo dentro de su traje nuevo, que era marrón y feo, pensado para un hombre mucho mayor. El cuello, el corte, la tela, todo era desacertado. Era la clase de traje que una madre compraría a su hijo cuando este deja el colegio para incorporarse a su primer empleo, segura de que el muchacho acabará llenándolo. Pero los muchachos no dejan atrás la niñez en cuanto dejan de vestir el uniforme del colegio.

Había algo peculiar en su actitud. Intensidad. Nada más posar mis ojos en él, pensé: «Hummm…, ¿qué habrá venido a buscar?».

No tengo nada en contra de las personas que aman la verdad, salvo el hecho de que resultan ser una compañía tediosa. Mientras no les dé por hablar de la sinceridad y terminen contando embustes -eso, lógicamente, me irrita- y siempre y cuando me dejen tranquila, nunca pretendo hacerles ningún daño.

Mi queja no va dirigida a los amantes de la verdad, sino a la Verdad misma. ¿Qué auxilio, qué consuelo brinda la Verdad en comparación con un relato? ¿Qué tiene de bueno la Verdad a medianoche, en la oscuridad, cuando el viento ruge como un oso en la chimenea? ¿Cuando los relámpagos proyectan sombras en la pared del dormitorio y la lluvia repiquetea en la ventana con sus largas uñas? Nada. Cuando el miedo y el frío hacen de ti una estatua en tu propia cama, no ansíes que la Verdad pura y dura acuda en tu auxilio. Lo que necesitas es el mullido consuelo de un relato. La protección balsámica, adormecedora, de una mentira.

Hay escritores que detestan las entrevistas. Se indignan. Las mismas preguntas de siempre, se quejan. ¿Y qué esperan? Los periodistas son meros gacetilleros. Nosotros, los escritores, escribimos de verdad. El hecho de que ellos hagan siempre las mismas preguntas no significa que tengamos que darles siempre las mismas respuestas, ¿o sí? Bien mirado, nos ganamos la vida inventando historias. Así que concedo docenas de entrevistas al año. Centenares en el transcurso de una vida, pues nunca he creído que el talento deba mantenerse guardado bajo llave, fuera de la vista, para que prospere. Mi talento no es tan frágil como para encogerse frente a los sucios dedos de los reporteros.

Durante los primeros años hacían cualquier cosa para sorprenderme. Indagaban, se presentaban con un retazo de verdad escondido en el bolsillo, lo extraían en el momento oportuno y confiaban en que yo, debido al sobresalto, hablara más de la cuenta. Así que tenía que actuar con tiento. Conducirles poco a poco en la dirección que yo quería, utilizar mi cebo para arrastrarlos suave, imperceptiblemente, hacia una historia más bella que aquella en la que tenían puesto el ojo. Una maniobra delicada. Sus ojos empezaban a brillar y disminuía la fuerza con que sujetaban el pedazo de papel, hasta que les resbalaba de las manos y quedaba ahí, tirado y abandonado en el borde del camino. Nunca fallaba. Sin duda, una buena historia deslumbra mucho más que un pedazo de verdad.

Más adelante, cuando me hice famosa, entrevistar a Vida Winter se convirtió en una suerte de rito de iniciación para los periodistas. Como ya sabían más o menos qué podían esperar, les habría decepcionado marcharse sin una historia. Un recorrido rápido por las preguntas de rigor («¿Cuál es su fuente de inspiración?», «¿Basa sus personajes en gente real?», «¿Qué hay de usted en el personaje principal?»), y cuanto más breves eran mis respuestas, más me lo agradecían. («Mi cabeza», «No», «Nada».) Luego les daba un poco de lo que estaban esperando, aquello que habían venido a buscar en realidad. Una expresión soñadora, expectante, se apoderaba de sus rostros. Como niños a la hora de acostarse. «Y ahora usted, señorita Winter -decían-, cuénteme cosas de usted.»

Y yo contaba historias; historias breves y sencillas, nada del otro mundo. Unos pocos hilos entretejidos en un bonito patrón, un adorno memorable aquí, un par de lentejuelas allá. Meras migajas sacadas del fondo de mi bolsa de retales. Hay muchas más en ella, centenares. Restos de relatos y novelas, tramas que no llegué a terminar, personajes malogrados, escenarios pintorescos a los que nunca encontré una utilidad narrativa. Piezas sueltas que descartaba cuando revisaba el texto. Luego solo es cuestión de limar las orillas, rematar los cabos y ya está. Otra biografía completamente nueva.

Y se marchaban contentos. Apretando la libreta con sus manazas como niños cargados de caramelos al final de una fiesta de cumpleaños. Ya tenían algo que contar a sus nietos. Un día conocí a Vida Winter y me contó una historia.

En fin, el muchacho del Banbury Herald. Me dijo: «Señorita Winter, cuénteme la verdad». ¿Qué clase de petición es esa? He visto a tantas personas tramar toda suerte de estratagemas para hacerme hablar que puedo reconocerlas a un kilómetro de distancia, pero ¿qué era eso? Era ridículo. ¿Qué esperaba ese muchacho?

Una buena pregunta. ¿Qué esperaba? En sus ojos había un brillo febril. Me observaba con detenimiento. Buscando. Explorando. Perseguía algo muy concreto, estaba segura. Tenía la frente húmeda de sudor. Quizá estuviera incubando algo. «Cuénteme la verdad», dijo.

Tuve una sensación extraña por dentro, como si el pasado estuviese cobrando vida. El remolino de una vida anterior revolviendo en mi estómago, generando una marea que crecía dentro de mis venas y lanzaba pequeñas olas frías para lamerme las sienes. Una agitación desagradable. «Cuénteme la verdad.»

Consideré su petición. Le di vueltas en mi cabeza, sopesé las posibles consecuencias. Me inquietaba ese muchacho, con su rostro pálido y sus ojos ardientes.

«De acuerdo», dije.

Una hora más tarde se marchó. Un adiós apagado, distraído, sin una sola mirada atrás.

No le conté la verdad. ¿Cómo iba a hacerlo? Le conté una historia. Una cosita pobre, desnutrida. Sin brillo, sin lentejuelas, únicamente unos pocos retales insulsos y descoloridos toscamente hilvanados y con los bordes deshilachados. La clase de historia que parece extraída de la vida real. O, mejor dicho, de lo que la gente supone que es la vida real, lo cual es muy diferente. No es fácil para alguien de mi talento crear esa clase de historias.

Lo contemplé desde la ventana. Se alejaba por la calle arrastrando los pies, los hombros caídos, la cabeza gacha, y cada paso le suponía un esfuerzo fatigoso. Nada quedaba de su energía, de su empuje, de su brío. Yo había acabado con ellos, pero no tengo toda la culpa. Debería haber sabido que no debía creerme.

No volví a verle.

La sensación, la marea en el estómago, en las sienes, en las yemas de los dedos, me acompañó durante mucho tiempo. Subía y bajaba al recordar las palabras del muchacho. «Cuénteme la verdad.» «No», decía yo una y otra vez. No. Pero la marea se negaba a aquietarse. Me aturdía; peor aún, era un peligro. Al final le propuse un trato. «Todavía no.» Suspiró, se retorció, pero poco a poco se fue calmando. Tanto que prácticamente me olvidé de ella.

Hace tanto tiempo de eso. ¿Treinta años? ¿Cuarenta? Tal vez más. El tiempo pasa más deprisa de lo que creemos.

Últimamente el muchacho me ha estado rondando por la cabeza. «Cuénteme la verdad.» Y estos días he vuelto a sentir ese extraño remolino interno. Algo está creciendo dentro de mí, dividiéndose y multiplicándose. Puedo notarlo en el estómago, algo redondo y duro, del tamaño de un pomelo. Me roba el aire de los pulmones y me roe la médula de los huesos. El largo letargo lo ha cambiado; de dócil y manejable ha pasado a ser peleón. Rechaza toda negociación, paraliza los debates, exige sus derechos. No acepta un no por respuesta. La verdad, repite una y otra vez, llamando al muchacho, contemplando su espalda mientras se aleja. Luego se vuelve hacia mí, me estruja las tripas, las retuerce. ¿Hicimos un trato, recuerdas?

Ha llegado el momento.

Venga el lunes. Enviaré un coche a la estación de Harrogate para que la recoja del tren que llega a las cuatro y media.


Vida Winter


¿Cuánto tiempo permanecí sentada en la escalera después de leer la carta? No lo sé, porque estaba hechizada. Las palabras tienen algo especial. En manos expertas, manipuladas con destreza, nos convierten en sus prisioneros. Se enredan en nuestros brazos como tela de araña y en cuanto estamos tan embelesados que no podemos movernos, nos perforan la piel, se infiltran en la sangre, adormecen el pensamiento. Y ya dentro de nosotros ejercen su magia. Cuando, transcurrido un buen rato, finalmente desperté, tan solo pude suponer qué había estado sucediendo en las profundidades de mi inconsciencia. ¿Qué me había hecho la carta?

Yo sabía muy poco de Vida Winter. Lógicamente estaba al corriente del surtido de epítetos que solían acompañar su nombre: la escritora más leída de Gran Bretaña; la Dickens de nuestro siglo; la autora viva más famosa del mundo, etcétera. Sabía, desde luego, que era popular, pero aun así, cuando más adelante hice algunas indagaciones, las cifras representaron para mí toda una sorpresa. Cincuenta y seis libros publicados en cincuenta y seis años; sus libros habían sido traducidos a cuarenta y nueve idiomas; la señorita Winter había sido nombrada en veintisiete ocasiones la autora más solicitada en las bibliotecas británicas; existían diecinueve películas basadas en sus novelas. Desde el punto de vista estadístico, la pregunta que generaba más controversia era esta: ¿había vendido o no más ejemplares que la Biblia? La dificultad no radicaba tanto en calcular los libros que había vendido la señorita Winter (una cifra millonaria siempre variable), sino en obtener cifras fidedignas con respecto a la Biblia: independientemente de las creencias de cada cual en la palabra de Dios, los datos relativos a sus ventas eran muy poco fiables. El número que más me había interesado mientras continuaba sentada en la escalera era el veintidós. Era el número de biógrafos que, bien por falta de información o de ánimo, bien por estímulos o amenazas procedentes de la propia señorita Winter, habían arrojado la toalla en su intento de descubrir la verdad sobre ella. Pero aquella tarde yo no sabía nada de eso. Solo conocía una cifra, una cifra que parecía pertinente: ¿cuántos libros de Vida Winter había leído yo, Margaret Lea? Ninguno.

Sentada en la escalera, me estremecí, bostecé y me desperecé. Después de volver en mí, me di cuenta de que mientras estaba abstraída, mis pensamientos habían cambiado de fecha. Rescaté dos detalles en concreto del desatendido limbo de mi memoria.

El primero era una breve escena con mi padre que había tenido lugar en la tienda. Una caja de libros que estamos desembalando, procedente de una liquidación de una biblioteca privada, contiene algunos ejemplares de Vida Winter. En la librería no nos dedicamos a la novela contemporánea.

– Los llevaré al centro de beneficencia a la hora de comer -digo, dejándolos en un extremo del mostrador.

Pero antes de que termine la mañana tres de los cuatro libros ya no están. Se han vendido. Uno a un sacerdote, otro a un cartógrafo, el tercero a un historiador militar. Los rostros de nuestros clientes -con el aspecto grisáceo y la aureola de satisfacción características del bibliófilo- parecen iluminarse cuando vislumbran los vivos colores de las cubiertas en rústica. Después de comer, cuando ya hemos terminado de desembalar, catalogar y colocar los libros en los estantes, y no tenemos clientes, nos sentamos a leer, como de costumbre. Estamos a finales de otoño, llueve y las ventanas se han empañado. A lo lejos suena el silbido de la estufa de gas; mi padre y yo lo oímos sin oírlo, sentados uno junto al otro pero a kilómetros de distancia, pues estamos enfrascados en nuestros respectivos libros.

– ¿Preparo el té? -le pregunto regresando a la superficie.

No responde.

De todos modos preparo el té y le dejo una taza cerca sobre el mostrador.

Una hora más tarde el té, intacto, ya está frío. Preparo otra tetera y coloco otra taza humeante junto a él, sobre el mostrador. Papá no percibe mis movimientos.

Con delicadeza levanto el libro que sostiene en las manos para ver la cubierta. Es el cuarto libro de Vida Winter. Lo vuelvo a colocar en su posición original y estudio el rostro de mi padre. No me oye. No me ve. Está en otro mundo y yo soy un fantasma.

Ese es el primer recuerdo.

El segundo es una imagen. De medio perfil, tallada a gran escala jugando con las luces y las sombras, una cara se eleva por encima de los viajeros que, empequeñecidos, aguardan debajo. Es solo una fotografía publicitaria pegada a una valla en una estación de tren, pero para mí posee la grandeza imperturbable de las reinas y deidades esculpidas en paredes rocosas por antiguas civilizaciones, olvidadas hace mucho tiempo. Al contemplar el exquisito arco de las cejas, la curva despejada y suave de los pómulos, la línea y las proporciones impecables de la nariz, no puedo dejar de admirar el hecho de que la combinación aleatoria de unos genes humanos llegue a producir algo tan sobrenaturalmente perfecto. Si los arqueólogos del futuro hallaran esos huesos, les parecerían una escultura, un producto de la máxima expresión del empeño artístico y no de las herramientas romas de la naturaleza. La piel que cubre esos extraordinarios huesos posee la luminosidad opaca del alabastro, y parece aún más pálida en contraste con los cuidados rizos y tirabuzones cobrizos dispuestos con suma precisión en torno a las delicadas sienes y por debajo del cuello fuerte y elegante.

Como si este derroche de belleza no fuera suficiente, ahí están los ojos. Intensificados por algún acto de prestidigitación fotográfica hasta un verde nada natural, como el verde de la vidriera de una iglesia, de las esmeraldas o de los caramelos, miran, totalmente inexpresivos, por encima de las cabezas de los viajeros. No sé si ese día el resto de la gente sintió lo mismo que yo al ver la fotografía; ellos habían leído sus libros, de modo que es posible que tuvieran una perspectiva diferente de las cosas. Pero en mi caso, la contemplación de esos enormes ojos verdes enseguida me trajo a la memoria la popular expresión de que los ojos son el espejo del alma. «Esta mujer -recuerdo que pensé mientras miraba fijamente sus ojos verdes y su mirada perdida- no tiene alma.»

La noche en que leí la carta no tenía más información sobre Vida Winter. No era mucho; aunque, pensándolo bien, quizá fuera cuanto se podía saber de ella, pues si bien todo el mundo conocía a Vida Winter -conocía su nombre, conocía su cara, conocía sus libros-, al mismo tiempo nadie la conocía. Tan famosa por sus secretos como por sus historias, Vida Winter era un completo misterio.

Ahora, si debía dar crédito a lo que decía la carta, Vida Winter quería contar la verdad sobre sí misma. Si eso ya era de por sí curioso, más curiosa fue la pregunta que me hice de inmediato: ¿por qué quería contármela a mí?

La historia de Margaret

Me levanté de la escalera y me interné en la oscuridad de la librería. No necesitaba encender la luz para orientarme. Conozco la tienda como se conocen los lugares de la infancia. Al instante el olor a cuero y papel viejo me calmó. Deslicé las yemas de los dedos por los lomos de los libros, como un pianista por su teclado. Cada libro tiene su particularidad: el lomo granulado, forrado de lino, de la History of Map Making de Daniels; el cuero agrietado de las actas de Lakunin de las reuniones de la Academia Cartográfica de San Petersburgo; una carpeta muy gastada que contiene sus mapas trazados y coloreados a mano. Si me vendarais los ojos y me situarais en un lugar cualquiera de las tres plantas que conforman la librería, podría deciros dónde estoy por el tacto de los libros bajo las yemas de mis dedos.

Tenemos pocos clientes en Libros de Viejo Lea, apenas media docena al día como promedio. La actividad aumenta en septiembre, cuando los estudiantes vienen a buscar ejemplares de los textos que necesitarán ese curso, y en mayo, cuando los devuelven después de los exámenes. Mi padre los llama libros migratorios. En otras épocas del año podemos pasarnos días sin ver a un solo cliente. Los veranos traen algún que otro turista que, habiéndose desviado de la ruta habitual empujado por la curiosidad, decide abandonar la luz del sol y entrar en la tienda, donde se detiene un instante, parpadeando mientras sus ojos se adaptan a la oscuridad. Según lo harto que esté de comer helado y contemplar las bateas del río, se quedará o no un rato a disfrutar de un poco de sombra y tranquilidad. Casi siempre, quienes visitan la librería han oído hablar de nosotros a un amigo de un amigo, y como están cerca de Cambridge se desvían de su camino a propósito. Entran en la tienda con la expectación dibujada en el rostro, y no es raro que se disculpen por molestarnos. Son buena gente, tan silenciosos y amables como los libros. Pero la mayor parte del tiempo solo estamos papá, los libros y yo.

¿Cómo consiguen llegar a final de mes?, os preguntaríais si vierais los pocos clientes que entran y salen. El caso es que la tienda, económicamente, es solo un complemento. El verdadero negocio transcurre en otro lugar. Vivimos de aproximadamente una media docena de transacciones al año. Papá conoce a todos los grandes coleccionistas y todas las grandes colecciones del mundo. Si os dedicarais a observarlo en las subastas y ferias de libros a las que suele asistir, os percataríais de la frecuencia con que se le acercan individuos que, discretos tanto en su forma de hablar como de vestir, se lo llevan a un rincón para mantener con él una conversación también discreta. La mirada de esos individuos podría calificarse de todo menos de discreta. «¿Ha oído hablar de…?», preguntan, y «¿Tiene idea de si…?». Y mencionan el título de un libro. Papá responde en términos muy vagos. No conviene crearles demasiadas esperanzas. Estas cosas, por lo general, no conducen a nada. En cambio, en el caso de que oyera algo… Y si no la tiene ya, anota la dirección de la persona en cuestión en una libretita verde. No sucede nada durante una buena temporada. Entonces -unos meses después, o muchos, es imposible saberlo- en otra subasta o feria de libros papá ve a otra persona y le pregunta con suma cautela si… y vuelven a mencionar el título del libro. Y ahí suele terminar el asunto. Pero a veces, después de las conversaciones comienza un carteo. Papá dedica mucho tiempo a redactar cartas. En francés, en alemán, en italiano, incluso alguna en latín. Nueve de cada diez veces la respuesta es una amable negativa en dos líneas. Pero a veces -media docena de veces al año- la respuesta es el preludio de un viaje. Un viaje en el que papá recoge un libro aquí y lo entrega allá. En contadas ocasiones se ausenta más de cuarenta y ocho horas. Seis veces al año. Así nos ganamos la vida.

La librería en sí apenas genera dinero. Es un lugar para escribir y recibir cartas. Un lugar donde matar las horas a la espera de la siguiente feria internacional del libro. Según el director de nuestro banco es un lujo, un lujo al que el éxito de mi padre le da derecho. Pero en realidad -la realidad de mi padre y la mía, no pretendo que la realidad sea la misma para todo el mundo- la librería es el alma del negocio. Es un depósito de libros, un refugio para todos los volúmenes escritos en otras épocas con mucho cariño, que hoy en día nadie parece querer.

Y es un lugar para leer.

A de Austen, B de Brontë, C de Charles y D de Dickens. Aprendí el alfabeto en esta librería. Mi padre se paseaba por las estanterías conmigo en brazos, enseñándome el abecedario al mismo tiempo que me enseñaba a deletrear. También aquí aprendí a escribir, copiando nombres y títulos en fichas que todavía sobreviven en nuestro archivador, treinta años más tarde. La librería era mi hogar y mi lugar de trabajo. Para mí fue la mejor escuela, y, años después, mi universidad privada. La librería era mi vida.

Mi padre nunca me puso un libro en las manos, pero tampoco me prohibió ninguno. Me dejaba deambular y acariciarlos, elegir uno u otro con más o menos acierto. Leía cuentos sangrientos de memorable heroísmo que los padres del siglo XIX consideraban apropiados para sus hijos e historias góticas de fantasmas que decididamente no lo eran; leía relatos de mujeres solteras vestidas con miriñaques que emprendían arduos viajes por tierras plagadas de peligros, y leía manuales sobre decoro y buenos modales dirigidos a señoritas de buena familia; leía libros con ilustraciones y libros sin ilustraciones; libros en inglés, libros en francés, libros en idiomas que no entendía, pero que me permitían inventarme historias basándome en unas cuantas palabras cuyo significado intuía. Libros. Libros. Y más libros.

En el colegio no hablaba de mis lecturas en la librería. Los retazos de francés arcaico que había ojeado en viejas gramáticas se reflejaban en mis redacciones y, aunque mis maestros los tachaban de faltas de ortografía, nunca lograron erradicarlos. De vez en cuando una clase de historia tocaba una de las profundas pero aleatorias vetas de conocimiento que yo había ido acumulando mediante mis caprichosas lecturas en la librería. «¿Carlomagno? -pensaba-. ¿Mi Carlomagno? ¿El Carlomagno de la librería?» En esas ocasiones permanecía muda, pasmada por la momentánea colisión de dos mundos que no tenían nada más en común.

Entre lectura y lectura ayudaba a mi padre en su trabajo. A los nueve años ya me dejaba envolver libros en papel de embalar y escribir en el paquete la dirección de nuestros clientes más lejanos. A los diez, papá me dio permiso para llevar los paquetes a la oficina de correos. A los once reemplacé a mi madre en su única tarea en la tienda: la limpieza. Con un pañuelo en la cabeza y una bata para enfrentarme a la mugre, los gérmenes y la malignidad general inherente a los «libros viejos», mi madre recorría las estanterías con su exigente plumero, apretando los labios y procurando no inhalar ni una mota. De vez en cuando las plumas levantaban una nube de polvo invisible y mi madre retrocedía tosiendo. Inevitablemente se enganchaba las medias en el cajón que, dada la conocida malevolencia de los libros, se hallaba justo detrás de ella. Así pues, me ofrecí a limpiar el polvo. Mi madre se alegró de quitarse de encima esa tarea; después de eso ya no necesitó aparecer por la librería.

A los doce años papá me puso a buscar libros extraviados. Un libro recibía la etiqueta de «extraviado» cuando, según los archivos, figuraba en existencias pero no se hallaba en su correspondiente estantería Aunque cabía la posibilidad de que lo hubieran robado, lo más probable era que algún curioso despistado lo hubiera dejado en el lugar erróneo. Había siete salas en la librería, todas ellas forradas desde el suelo hasta el techo de libros, miles de volúmenes.

«Y ya que los buscas, comprueba que estén en orden alfabético», decía papá.

Aquello era interminable; ahora me pregunto si papá me confiaba esa tarea realmente en serio. En realidad poco importa, porque yo sí me la tomaba en serio.

La búsqueda me ocupaba las mañanas de todo el verano, pero a principios de septiembre, cuando empezaba el colegio, ya había encontrado todos los libros extraviados y había devuelto a su estante cada tomo cambiado de sitio. No solo eso, sino que -y mirando atrás ese parece el detalle importante de verdad- mis dedos habían estado en contacto, aunque fuera únicamente un instante, con todos y cada uno de los libros de la tienda.

Cuando alcancé la adolescencia, ya prestaba tanta ayuda a mi padre que por las tardes apenas nos quedaba nada por hacer. Concluidas las tareas de la mañana, colocada la nueva mercancía en las estanterías, redactadas las cartas y terminado nuestros sándwiches frente al río, después de haber alimentado a los patos, regresábamos a la librería a leer.

Poco a poco mis lecturas fueron menos azarosas. Cada vez deambulaba más por la segunda planta. Novelas, biografías, autobiografías, memorias, diarios y cartas del siglo XIX.

Mi padre se daba cuenta de hacia dónde apuntaban mis gustos. Regresaba de las ferias y subastas a las que asistía cargado con libros que pensaba que podían interesarme. Libros muy gastados, en su mayoría manuscritos, hojas amarillentas ligadas con cinta o cordel, a veces encuadernadas a mano. Las vidas corrientes de gente corriente. No me limitaba a leerlos; los devoraba. Aunque mi apetito por la comida decrecía, mi hambre por los libros era constante.

No soy una biógrafa propiamente dicha. De hecho, apenas tengo nada de biógrafa. Principalmente por placer, he escrito algunas biografías breves de personajes insignificantes de la historia de la literatura. Siempre me ha interesado escribir biografías de los perdedores; personas que vivieron toda su vida persiguiendo la sombra de la fama y que a su muerte quedaron sumidas en el más profundo de los olvidos. Me gusta desenterrar vidas que han estado sepultadas en diarios sin abrir colocados en estanterías de archivos durante cien años o más; reavivar memorias que hace décadas que nadie publica es quizá lo que más me gusta.

Como de vez en cuando uno de mis sujetos es lo bastante importante para despertar el interés de un editor exquisito de la zona, he publicado algunas cosas con mi nombre. No me refiero a libros, nada tan ambicioso, solo opúsculos, en realidad, un puñado de papel grapado a una tapa en rústica. Uno de mis trabajos -La musa fraternal, un texto sobre los hermanos Landier, Jules y Edmond, y el diario que escribieron conjuntamente- atrajo la atención de un editor especializado en historia y fue incluido en una compilación de ensayos en tapa dura sobre la creación literaria y la familia en el siglo XIX. Probablemente sea ese el texto que atrajo la atención de Vida Winter, por más que su presencia en la compilación resulte bastante engañosa. Descansa rodeado de trabajos de académicos y escritores profesionales, como si yo fuera una biógrafa de verdad, cuando, en realidad, no soy más que una diletante, una aficionada con algo de talento.

Las vidas -las de los fallecidos- son solo un pasatiempo. Mi auténtico trabajo está en la librería. Mi tarea no consiste en vender libros -eso es responsabilidad de mi padre-, sino en cuidar de ellos. De vez en cuando saco un volumen y leo una o dos páginas. Después de todo estoy aquí para cuidar de los libros y, en cierto sentido, leer es cuidar. Aunque no son ni lo bastante viejos para ser valiosos exclusivamente por su antigüedad ni lo bastante importantes para despertar el interés de los coleccionistas, los libros a mi cargo significan mucho para mí, aun cuando la mitad de las veces resulten tan aburridos por dentro como por fuera. Por muy banal que sea el contenido, siempre consigue conmoverme, pues alguien ya fallecido en su momento consideró esas palabras tan valiosas para merecer ser plasmadas por escrito.

La gente desaparece cuando muere. La voz, la risa, el calor de su aliento, la carne y finalmente los huesos. Todo recuerdo vivo de ella termina. Es algo terrible y natural al mismo tiempo. Sin embargo, hay individuos que se salvan de esa aniquilación, pues siguen existiendo en los libros que escribieron. Podemos volver a descubrirlos. Su humor, el tono de su voz, su estado de ánimo. A través de la palabra escrita pueden enojarte o alegrarte. Pueden consolarte, pueden desconcertarte, pueden cambiarte. Y todo eso pese a estar muertos. Como moscas en ámbar, como cadáveres congelados en el hielo, eso que según las leyes de la naturaleza debería desaparecer se conserva por el milagro de la tinta sobre el papel. Es una suerte de magia.

Como quien cuida de las tumbas de los muertos, yo cuido de los libros. Los limpio, les hago pequeños arreglos, los mantengo en buen estado. Y cada día abro uno o dos tomos, leo unas líneas o páginas, permito que las voces de los muertos olvidados resuenen en mi cabeza. ¿Nota un escritor fallecido que alguien está leyendo su libro? ¿Aparece un destello de luz en su oscuridad? ¿Se estremece su espíritu con la caricia ligera de otra mente leyendo su mente? Eso espero. Pues estando muertos deben de sentirse muy solos.


Hablando de mis cosas, me doy cuenta de que he estado dando largas a lo esencial. No soy dada a las revelaciones personales, y creo que con el firme propósito de superar mi reticencia he acabado escribiendo sobre eso y lo otro para evitar escribir lo más importante. Pero voy a escribirlo. «El silencio no es el entorno natural para las historias -me dijo en una ocasión la señorita Winter-. Las historias necesitan palabras. Sin ellas palidecen, enferman y mueren. Y luego te persiguen.»

Qué razón tiene. Así pues, he aquí mi historia.

Tenía diez años cuando descubrí el secreto que guardaba mi madre. Y el secreto era importante no porque fuera suyo, sino porque era mío.

Mis padres habían salido esa noche. No solían salir, y cuando lo hacían me enviaban a casa de la vecina, a sentarme en la cocina de la señora Robb. Su casa era exactamente igual a la nuestra pero al revés, y esa inversión me producía mareos. Así pues, cuando llegó la noche en cuestión, la noche en que mis padres iban a salir, volví a asegurarles que ya era lo bastante mayor y responsable para quedarme en casa sin una canguro. En realidad no esperaba salirme con la mía, pero mi padre estuvo de acuerdo. Mamá se dejó convencer poniendo como única condición que la señora Robb asomara la cabeza a las ocho y media.

Se marcharon de casa a las siete en punto, y lo celebré sirviéndome un vaso de leche y bebiéndomelo en el sofá mientras me admiraba a mí misma por lo mayor que ya era. Margaret Lea, tan mayor que podía quedarse en casa sin una canguro. Después de tomarme la leche me asaltó inesperadamente el aburrimiento. ¿Qué podía hacer con esa libertad? Me puse a deambular por la casa marcando el territorio de mi nueva libertad: el comedor, la sala, el lavabo de la planta baja. Todo estaba como siempre. Sin razón aparente, me vino a la memoria uno de los mayores terrores de mi infancia, el del lobo y los tres cerditos, «¡Soplaré, soplaré y la casa derribaré!» El lobo no habría tenido ningún problema para derribar la casa de mis padres. Las paredes de las habitaciones, blancas y espaciosas, eran demasiado endebles para poder resistir, y los muebles, con su quebradiza fragilidad, se desmoronarían como una pila de cerillas solo con que un lobo se parara a mirarlos. Sí, ese lobo podría derribar la casa con un simple silbido y los tres nos convertiríamos al instante en su desayuno. Empecé a echar de menos la librería, donde nunca tenía miedo. El lobo podría soplar y vociferar cuanto quisiera: con todos esos libros duplicando el grosor de las paredes papá y yo estaríamos tan a salvo como en una fortaleza.

Subí las escaleras y me miré en el espejo del cuarto de baño. Para tranquilizarme, para ver mi aspecto de chica mayor. Ladeando la cabeza, primero hacia la izquierda, luego hacia la derecha, examiné mi reflejo desde todos los ángulos, deseando ver a otra persona. Pero era solo yo mirándome a mí misma.

Mi cuarto no abrigaba distracción alguna. Lo conocía al dedillo, él me conocía a mí, éramos viejos camaradas. Así pues, abrí la puerta de la habitación de invitados. El ropero de puertas lisas y el desnudo tocador prometían solo de boquilla que allí podías vestirte y cepillarte el pelo, pero en el fondo sabías que detrás de las puertas y en los cajones no había nada. La cama, con sus sábanas y mantas perfectamente remetidas y alisadas, no invitaba a tumbarse. Parecía que a las delgadas almohadas les hubieran chupado la vida. Siempre la llamábamos la habitación de invitados, pero nosotros nunca teníamos invitados. Era la habitación donde dormía mi madre.

Perpleja, salí del cuarto y me detuve en el rellano.

De modo que era eso. El rito de iniciación. Quedarme sola en casa. Estaba entrando a formar parte de las filas de los niños mayores; al día siguiente podría decir en el patio: «Anoche no vino ninguna canguro a cuidar de mí. Me quedé sola en casa». Las demás niñas me mirarían boquiabiertas. Llevaba mucho tiempo esperando ese momento, pero cuando llegó no sabía qué pensar. Había imaginado que crecería y crecería para encajar con soltura en esa experiencia de mayores, que por primera vez podría entrever la persona que estaba destinada a ser. Había imaginado que el mundo abandonaría su aspecto infantil y familiar para mostrarme su cara adulta y secreta. En lugar de eso, rodeada de mi nueva independencia, me sentí más pequeña que nunca. ¿Tenía algún problema? ¿Encontraría alguna vez la forma de hacerme mayor? Jugueteé con la idea de ir a casa de la señora Robb. No. Existía un lugar mejor. Debajo de la cama de mí padre.

El espacio entre el suelo y el somier había encogido desde la última vez que estuve allí. La maleta de las vacaciones, tan gris a la luz del día como aquí dentro, en la penumbra, me presionaba un hombro. Esa maleta contenía todo nuestro equipo de verano: gafas de sol, carretes de fotos, el traje de baño que mi madre nunca se ponía y nunca tiraba. A mi otro lado había una caja de cartón. Mis dedos palparon las tapas arrugadas, abrieron una solapa y hurgaron. El ovillo enmarañado de las luces de Navidad. Las plumas que cubrían la falda del ángel del arbolito. La última vez que había estado debajo de esa cama creía en Papá Noel. En aquel momento ya no. ¿Era eso una prueba de que me estaba haciendo mayor?

Al salir culebreando de debajo del somier arrastré conmigo una vieja lata de galletas. Allí estaba, medio asomada por debajo de la colcha. Me acordaba de ella: había estado ahí toda la vida. La fotografía de unos riscos y abetos escoceses sobre una tapa tan apretada que era imposible abrirla. Traté distraídamente de levantarla, y cedió con tanta facilidad bajo mis dedos más grandes y fuertes, que di un respingo. Dentro estaba el pasaporte de papá y papeles de diversos tamaños. Impresos, unos escritos a máquina, otros a mano; una firma aquí, otra allá.

Para mí, ver significa leer. Siempre ha sido así. Hojeé los documentos. El certificado de matrimonio de mis padres, sus respectivas partidas de nacimiento, mi partida de nacimiento. Letras rojas sobre papel crema. La firma de mi padre. Volví a doblarla con cuidado, la puse con los demás documentos que ya había leído y pasé al siguiente. Era idéntico. Lo miré extrañada. ¿Por qué tenía dos partidas de nacimiento?

Entonces lo vi. Mismo padre, misma madre, misma fecha de nacimiento, otro nombre.

¿Qué me ocurrió en ese momento? Dentro de mi cabeza todo se hizo pedazos y se recompuso de otra manera, en una de esas reorganizaciones calidoscópicas de que el cerebro es capaz.

Tenía una hermana gemela.

Desoyendo el tumulto en mi cabeza, mis dedos curiosos desdoblaron otra hoja de papel.

Un certificado de defunción.

Mi hermana gemela había muerto.


Entonces supe qué era lo que me había marcado.

Aunque el descubrimiento me dejó estupefacta, no estaba sorprendida. Siempre había tenido una sensación, la certeza -demasiado familiar para haber necesitado palabras- de que había algo. Una cualidad diferente en el aire a mi derecha, una concentración de luz. Algo en mí que hacía vibrar el espacio vacío. Mi sombra blanca.

Apretando las manos contra mi costado derecho, agaché la cabeza, la nariz casi pegada al hombro. Era un antiguo gesto, un gesto que siempre hacía en momentos de dolor, de turbación, de cualquier clase de tensión. Demasiado familiar para haberlo analizado hasta ese momento, el hallazgo desveló su significado. Buscaba a mi gemela donde debería haber estado, a mi lado.

Cuando vi los dos documentos y cuando el mundo se hubo calmado lo suficiente para volver a girar sobre su lento eje, pensé: «Entonces es esto». Pérdida. Tristeza. Soledad. Había una sensación que me había mantenido alejada de la gente -y me había acompañado- durante toda la vida, y al haber encontrado los certificados sabía qué causaba esa sensación. Era mi hermana.

Al cabo de un largo rato oí abrirse la puerta de la cocina. Presa de un fuerte hormigueo en las pantorrillas, llegué hasta el rellano y la señora Robb apareció al pie de la escalera.

– ¿Va todo bien, Margaret?

– Sí.

– ¿Necesitas algo?

– No.

– Ven a casa si necesitas cualquier cosa.

– Vale.

– Papá y mamá no tardarán en llegar.

Y se marchó.

Devolví los documentos a la lata y la guardé debajo de la cama. Salí del dormitorio y cerré la puerta. Delante del espejo del cuarto de baño sentí el impacto del contacto al fundirse mis ojos en los de otra persona. Mi rostro se estremeció bajo su mirada. Podía notar el esqueleto bajo mi piel.

Al cabo de un rato, oí los pasos de mis padres en la escalera.

Abrí la puerta del cuarto de baño y papá me dio un abrazo en el rellano.

– Buen trabajo -dijo-. Sobresaliente.

Mamá estaba pálida y parecía cansada. Seguro que la salida le había provocado una de sus jaquecas.

– Sí -dijo-, buena chica.

– ¿Qué tal te ha ido estar sola en casa, cariño?

– Muy bien.

– Ya lo sabía -dijo papá. Luego, incapaz de contenerse, me dio otro achuchón, exultante, con los dos brazos, y me plantó un beso en la coronilla-. Hora de acostarte. Y no te quedes leyendo hasta muy tarde.

– No.

Después oí a mis padres preparándose para ir a la cama. Papá abría el botiquín para coger las pastillas de mamá y llenaba un vaso de agua. Su voz decía, como tantas otras veces: «Te sentirás mejor después de una buena noche de sueño». Luego la puerta de la habitación de invitados se cerró. Instantes después la cama del otro cuarto crujió y oí el click del interruptor de la luz al apagarse.

Yo sabía algo sobre los gemelos. Una célula que en principio debe convertirse en una persona se convierte, inexplicablemente, en dos personas idénticas.

Yo era una gemela.

Mi gemela estaba muerta.

¿En qué me convertía eso ahora?

Bajo las sábanas, apreté mi mano contra la media luna de color rosa plateado que tenía en el torso. La sombra que mi hermana había dejado atrás. Como una arqueóloga de la carne, exploré mi cuerpo en busca de pruebas de su historia pasada. Estaba fría como un cadáver.


Con la carta todavía en la mano, salí de la librería y subí a mi casa. La escalera se iba estrechando a medida que subía las tres plantas de libros. Por el camino, mientras iba apagando luces a mi paso, empecé a preparar frases para escribir una amable carta de rechazo. Yo, podía decirle a la señorita Winter, no era la biógrafa que necesitaba. La literatura contemporánea no me interesaba. No había leído ni uno solo de sus libros. Me sentía cómoda en las bibliotecas y los archivos y jamás había entrevistado a un escritor vivo. Estaba más a gusto con los muertos y, a decir verdad, los vivos me daban miedo.

Aunque probablemente no hacía falta que escribiera esto último.

No tenía ganas de ponerme a cocinar. Bastaría con una taza de chocolate.

Mientras aguardaba a que la leche se calentara miré por la ventana. En el cristal de la noche había una cara tan pálida que a través de ella podía verse la negrura del cielo. Uní mi mejilla a su mejilla fría y vítrea. Si nos hubierais visto habríais sabido que, de no ser por el cristal, no había nada que nos diferenciara.

Trece cuentos

«Cuénteme la verdad.» Las palabras de la carta estaban atrapadas en mi cabeza, atrapadas, se diría, bajo el techo inclinado de mi buhardilla, como un pájaro que se ha colado por la chimenea. Era lógico que la petición del muchacho me hubiera afectado; a mí, a quien nunca habían contado la verdad y habían dejado que la descubriera sola y a escondidas. «Cuénteme la verdad.» Bien dicho.

Pero decidí borrar las palabras y la carta de mi cabeza.

Se acercaba la hora. Me moví con rapidez. En el cuarto de baño me lavé la cara con jabón y me cepillé los dientes. A las ocho menos tres minutos ya estaba en zapatillas y camisón, esperando a que el agua rompiera a hervir. Vamos, vamos. Un minuto para las ocho. Mi bolsa de agua caliente estaba lista y llené un vaso con agua del grifo. El tiempo era de vital importancia, pues a las ocho en punto el mundo se detenía. Era la hora de la lectura.

Las horas comprendidas entre las ocho de la noche y la una o las dos de la madrugada siempre han sido mis horas mágicas. Sobre la colcha de chenilla azul, las páginas blancas de mi libro, alumbradas por el círculo de luz de la lámpara, constituían la puerta de entrada a otro mundo. Pero esa noche la magia falló. Los hilos argumentales que había dejado suspendidos la noche anterior se habían destensado a lo largo del día y me di cuenta de que no conseguía interesarme por cómo acabarían entrecruzándose. Me esforzaba por agarrarme a una hebra del argumento, pero en cuanto lo conseguía aparecía una voz -«Cuénteme la verdad»- que deshacía el nudo y la dejaba otra vez suelta.

Mi mano revoloteó entonces por los favoritos de siempre: La dama de blanco, Cumbres borrascosas, Jane Eyre

Pero fue en vano. «Cuénteme la verdad…»

Hasta entonces la lectura nunca me había fallado; siempre había sido mi única seguridad. Apagué la luz, apoyé la cabeza en la almohada y traté de conciliar el sueño.

Ecos de una voz. Fragmentos de una historia. En la oscuridad podía oírlos con más fuerza. «Cuénteme la verdad…»

A las dos de la madrugada me levanté, me puse unos calcetines, abrí la puerta del piso y, abrigada con mi bata, descendí con sigilo por la escalera estrecha y entré en la librería.

En la parte trasera hay un cuarto diminuto, apenas mayor que un armario, que utilizamos cuando tenemos que embalar libros para enviarlos por correo. En el cuarto hay una mesa y un estante con pliegos de papel de embalar, tijeras y un rollo de cordel. También hay un sencillo armario de madera que contiene alrededor de una docena de libros.

El contenido del armario apenas varía. Si hoy asomarais la cabeza veríais lo mismo que yo vi esa noche: un libro sin tapa tumbado y, al lado, un feo tomo estampado en piel; un par de libros en latín colocados verticalmente; una Biblia vieja; tres volúmenes de botánica; dos de historia y un libro desbaratado de astronomía; un libro en japonés, otro en polaco y algunos poemas en inglés antiguo. ¿Por qué guardamos esos libros aparte? ¿Por qué no están con el resto de sus compañeros, en las estanterías cuidadosamente etiquetadas? El armario es el lugar donde guardamos lo esotérico, lo valioso, lo raro. Esos libros valen tanto como el contenido del resto de la tienda junto o incluso más. El libro que yo iba buscando -un pequeño ejemplar de tapa dura de unos diez centímetros por quince, editado hacía apenas cincuenta años- desentonaba al lado de todas esas antigüedades. Había aparecido en el armario dos meses atrás, imaginaba que por un despiste de papá, y era mi intención preguntarle uno de esos días por él y asignarle otro lugar. No obstante, por si las moscas, me puse los guantes blancos. Siempre tenemos guantes blancos en el armario para utilizarlos cuando manipulamos los libros porque, por una extraña paradoja, si bien los libros adquieren vida cuando los leemos, la grasa de nuestras yemas los destruyen cuando pasamos las páginas. En cualquier caso, con su cubierta en rústica impecable y las esquinas intactas, el libro, parte de una popular serie bastante bien editada por un sello ya desaparecido, se encontraba en buen estado. Un atractivo ejemplar y una primera edición, pero no la clase de libro que podría considerarse un tesoro. En los mercadillos benéficos y las ferias de los pueblos se venden otros ejemplares de esa misma serie por solo unos peniques.

La cubierta en rústica era verde y crema: un dibujo uniforme que semejaba las escamas de un pez formaba el fondo, y encima había dos rectángulos lisos, uno para la silueta de una sirena y otro para el título y el nombre de la autora. Trece cuentos de cambio y desesperación, de Vida Winter.

Cerré el armario, devolví la llave y la linterna a su lugar y regresé a la cama con el libro en mi mano enguantada.

No pretendía leerlo, y lo digo en sentido literal. Unas cuantas frases era cuanto necesitaba. Algo que fuera lo bastante impactante, lo bastante fuerte para acallar las palabras de la carta que seguían resonando en mi cabeza. Un clavo saca otro clavo, dice la gente. Un par de frases, quizá una página, y podría conciliar el sueño.

Retiré la sobrecubierta y la guardé en el cajón que tengo destinado a ese fin. Incluso con guantes toda precaución es poca. Abrí el libro e inspiré. El olor de los libros viejos, tan afilado y seco que puedes notar su sabor.

El prólogo. Solo unas palabras.

Pero mis ojos, al peinar la primera línea, quedaron atrapados.


Todos los niños mitifican su nacimiento. Es un rasgo universal. ¿Quieres conocer a alguien? ¿Su corazón, su mente, su alma? Pídele que te hable de cuando nació. Lo que te cuente no será la verdad: será una historia. Y nada es tan revelador como una historia.


Fue como sumergirse en el agua.

Campesinas y príncipes, alguaciles e hijos de panaderos, mercaderes y sirenas, los personajes enseguida se volvían familiares. Había leído esas historias cien veces, mil veces. Todo el mundo conocía esas historias. Pero poco a poco, a medida que leía, su familiaridad se iba desvaneciendo. Se convertían en seres extraños; se convertían en seres nuevos. Esos personajes no eran los maniquíes coloreados que yo recordaba de los libros ilustrados de mi infancia que representaban mecánicamente la historia una y otra vez. Eran personas. La sangre que manó del dedo de la princesa cuando tocó la rueca era húmeda, y le dejó en la lengua un sabor acerado cuando se lamió el dedo antes de dormirse. Cuando le mostraron a su hija comatosa, las lágrimas del rey dejaron surcos de sal en su rostro. Las historias transcurrían a una velocidad pasmosa en un clima desconocido. Todos veían cumplidos sus deseos: el beso de un extraño devolvía la vida a la hija del rey, la bestia era despojada de su pelaje y quedaba desnuda como un hombre, la sirena caminaba; pero solo cuando ya era demasiado tarde se daban cuenta del precio que debían pagar por eludir su sino. Cada final feliz quedaba empañado. El destino, al principio tan comprensivo, tan razonable, tan dispuesto a negociar, terminaba imponiendo una cruel venganza.

Los cuentos eran brutales, severos y desgarradores. Me encantaron.

Fue mientras leía El cuento de la sirenita -el cuento número doce- cuando empecé a sentir una ansiedad que no guardaba relación con el relato. Estaba distraída; mis dedos pulgar e índice me estaban enviando un mensaje: «Quedan pocas páginas». La idea siguió atormentándome hasta que finalmente incliné el libro para comprobarlo. Era cierto. El cuento número trece debía de ser muy corto.

Seguí leyendo, terminé el cuento número doce y pasé la página.

En blanco.

Retrocedí, avancé de nuevo. Nada.

No había cuento número trece.

Sentí en la cabeza el nauseabundo mareo del submarinista que sube a la superficie demasiado deprisa.

Algunos detalles de mi habitación aparecieron de nuevo ante mí, uno a uno. La colcha, el libro que sostenían mis manos, la lámpara todavía brillando en la luz que empezaba a filtrarse por las delgadas cortinas.

Era de día.

Había estado leyendo toda la noche.

No había cuento número trece.


Mi padre se encontraba en la librería, sentado ante el mostrador con la cabeza hundida entre las manos. Me oyó bajar y levantó la vista. Estaba pálido.

– ¿Qué ocurre? -pregunté, entrando como una flecha.

La conmoción le impedía hablar; alzó las manos en un gesto mudo de desesperación antes de volver a dejarlas lentamente sobre sus ojos horrorizados. Se le escapó un gemido.

Mi mano revoloteó sobre su hombro, pero como no tengo costumbre de tocar a la gente, finalmente cayó sobre la chaqueta que papá había echado en el respaldo de la silla.

– ¿Puedo hacer algo por ti? -le pregunté.

Cuando papá habló, su voz sonó cansada y trémula.

– Tenemos que llamar a la policía. Enseguida. Enseguida…

– ¿La policía? Papá, ¿qué ha ocurrido?

– Nos han robado. -Lo dijo como si fuera el fin del mundo.

Desconcertada, miré a mi alrededor. Todo estaba en orden. Los cajones no estaban forzados, ni las estanterías revueltas, ni la ventana rota.

– El armario -dijo, y entonces empecé a comprender.

Los Trece cuentos -declaré con firmeza-. Arriba, en casa. Lo tomé prestado.

Papá levantó los ojos. Su mirada era una mezcla de alivio y estupefacción.

– ¿Lo tomaste prestado?

– Sí.

– ¿Que lo tomaste prestado?

– Sí. -Le miré extrañada. Yo siempre tomaba prestados libros de la librería, y él lo sabía de sobra.

– Pero ¿Vida Winter…?

Entonces comprendí que le debía una explicación.

Yo leo novelas antiguas. La razón es simple: prefiero un desenlace como es debido. Matrimonios y muertes, sacrificios nobles y recuperaciones milagrosas, separaciones trágicas y reencuentros inesperados, grandes caídas y sueños cumplidos; he ahí, en mi opinión, desenlaces que hacen que la espera merezca la pena. Deben producirse después de aventuras, riesgos, peligros y dilemas, y tener una conclusión clara, sin cabos sueltos. Y como esa clase de desenlaces es más frecuente en las novelas antiguas que en las modernas, solo leo novelas antiguas.

La literatura contemporánea es un mundo casi desconocido para mí. Mi padre me lo ha reprochado a menudo en nuestras charlas diarias sobre libros. Él lee tanto como yo, pero su lectura es más variada, y sus opiniones me merecen un gran respeto. Con palabras precisas, cuidadosamente elegidas, me ha descrito la bella desolación que siente al terminar una novela cuyo mensaje es que el sufrimiento humano no tiene fin, que solo queda resistir. Me ha hablado de finales discretos que, sin embargo, permanecen más tiempo en la memoria que desenlaces más llamativos y arrebatados. Me ha explicado por qué la ambigüedad le llega más al corazón que los finales de muerte y matrimonio que yo prefiero.

Durante estas charlas escucho con suma atención y asiento con la cabeza, pero no abandono mis viejas costumbres. Papá no me lo reprocha. Hay algo en lo que sí estamos de acuerdo: hay demasiados libros en el mundo para poder leerlos todos en el transcurso de una vida, de manera que hay que trazar una línea en algún lugar.

En una ocasión papá hasta me habló de Vida Winter.

– He ahí una escritora viva que podría gustarte.

Pero yo nunca había leído un libro de Vida Winter. ¿Por qué iba a hacerlo cuando había tantos escritores muertos aún por descubrir?

Salvo que había bajado en mitad de la noche para coger los Trece cuentos del armario. Mi padre, con toda la razón del mundo, se estaba preguntando por qué.

– Ayer recibí una carta -comencé.

Asintió con la cabeza.

– De Vida Winter.

Papá enarcó las cejas, pero me dejó continuar.

– Se trata de una invitación para que vaya a verla. Con la idea de escribir su biografía.

Sus cejas se elevaron unos milímetros más.

– No podía dormir, así que bajé a buscar su libro.

Esperé para ver si mi padre decía algo, pero no abrió la boca. Estaba pensando. Tenía el ceño ligeramente arrugado. Pasado un rato, hablé de nuevo.

– ¿Por qué lo guardas en el armario? ¿Qué lo hace tan valioso?

Papá salió de su ensimismamiento para responder.

– En parte porque es la primera edición del primer libro de la escritora viva más famosa en lengua inglesa. Pero, sobre todo, porque es defectuoso. Las ediciones posteriores se titulan Cuentos de cambio y desesperación. No figura ningún número trece. Imagino que ya habrás reparado en que solo hay doce historias.

Asentí con la cabeza.

– Al principio, es de suponer, debían de haber sido trece. Luego decidieron editar solo doce, pero hubo una confusión con el diseño de la cubierta y el libro se imprimió con el título original y tan solo doce historias. Tuvieron que retirarlos.

– Pero tu ejemplar…

– Se les escapó. Pertenece a un lote enviado por error a una librería de Dorset, donde un cliente compró un ejemplar antes de que la tienda recibiera la orden de embalarlos y devolverlos. Hace treinta años el cliente cayó en la cuenta de que podía ser valioso y se lo vendió a un coleccionista. El patrimonio del coleccionista se subastó en septiembre y compré el ejemplar con las ganancias del trato de Aviñón.

– ¿El trato de Aviñón?

Papá había tardado dos años en negociar el trato de Aviñón. Era uno de sus éxitos más lucrativos.

– Te pusiste los guantes, ¿verdad? -preguntó con timidez.

– ¿Por quién me has tomado?

Sonrió antes de proseguir.

– Tanto esfuerzo para nada.

– ¿A qué te refieres?

– A la retirada de todos esos libros por el error en el título. La gente sigue llamándolo Trece cuentos aun cuando hace medio siglo e se edita como Cuentos de cambio y desesperación.

– ¿Y por qué?

– Es consecuencia del halo de fama y misterio que la envuelve. Dado lo poco que se sabe de Vida Winter, anécdotas como la historia de la primera edición retirada adquieren una importancia desmesurada. Ha pasado a formar parte de la mitología de Vida Winter. El misterio del cuento número trece. Así la gente tiene algo sobre lo que hacer conjeturas.

Se produjo un breve silencio. Luego, con la mirada un poco perdida y hablando en voz baja para permitirme atender a sus palabras o dejarlas pasar, papá murmuró:

– Y ahora una biografía… Qué sorpresa.

Recordé la carta, mi miedo a que su autora no fuera de fiar. Recordé la insistencia de las palabras del joven: «Cuénteme la verdad». Recordé los Trece cuentos que me atraparon desde la primera línea y me mantuvieron cautiva toda la noche. Estaba deseando ser secuestrada de nuevo.

– No sé qué hacer -le dije a mi padre.

– Es diferente de lo que has hecho hasta ahora. Vida Winter está viva. Tendrías que hacer entrevistas en lugar de perderte por los archivos.

Asentí.

– Pero tú quieres conocer a la persona que escribió los Trece cuentos.

Asentí de nuevo.

Mi padre descansó las manos en sus rodillas y suspiró. Él conoce el poder de la lectura. La forma en que te atrapa.

– ¿Cuándo quiere que vayas?

– El lunes -dije.

– Te llevaré a la estación, ¿vale?

– Gracias. Y…

– ¿Sí?

– ¿Puedo tomarme unos días libres? Debería leer un poco más antes de presentarme allí.

– Sí -dijo papá con una sonrisa que no logró ocultar su inquietud-. Por supuesto.


A renglón seguido tuvo lugar uno de los períodos más maravillosos de mi vida adulta. Por primera vez tenía en mi mesita de noche una montaña de libros en rústica brillantes, sin estrenar, comprados en una librería normal. Ni una cosa ni otra, de Vida Winter; Dos veces es para siempre, de Vida Winter; Obsesiones, de Vida Winter; Fuera del arco, de Vida Winter; Reglamento de la aflicción, de Vida Winter; La niña del cumpleaños, de Vida Winter, y La función de marionetas, de Vida Winter. Las cubiertas, todas ellas del mismo artista, irradiaban fuerza y poder: naranjas y escarlatas, dorados y violetas intensos. También había comprado un ejemplar de Cuentos de cambio y desesperación; el título parecía desnudo sin el «Trece» que convierte el ejemplar de mi padre en un libro tan valioso. Ya lo había devuelto al armario.

Como es lógico, siempre esperamos algo especial cuando leemos por primera vez a un autor, y los libros de la señorita Winter producían en mí el mismo estremecimiento que había sentido cuando descubrí los diarios de los Landier, por poner un ejemplo. Pero se trataba de algo más. Siempre he sido lectora; en todas la etapas de mi vida he leído y nunca ha habido un momento en que leer no fuera mi mayor dicha. Y, sin embargo, no puedo decir que lo que he leído de adulta haya tenido el mismo impacto en mí que lo que leí de niña. Hoy día todavía creo en las historias. Aún me olvido de mí misma cuando estoy leyendo un buen libro, pero ya no es lo mismo. Los libros son para mí, ya lo he dicho, lo más importante; lo que no puedo olvidar es que hubo un tiempo en que fueron a la vez más banales y más fundamentales. De niña los libros lo eran todo. Por tanto, siempre existe en mí un anhelo nostálgico por ese gusto perdido por los libros. No espero ver satisfecho mi anhelo algún día. Y, sin embargo, durante este período, esos días en que leía todo el día y la mitad de la noche, en que dormía bajo una colcha cubierta de libros, en que mi sueño era negro y tranquilo, pasaba como un rayo y despertaba para seguir leyendo, recuperé el placer perdido por la lectura compulsiva e ingenua. La señorita Winter me devolvió la virginidad del lector novato y luego, con sus historias, me cautivó.

De vez en cuando mí padre llamaba a la puerta de lo alto de la escalera. Se quedaba mirándome fijamente. Yo debía de tener esa mirada aturdida que te da la lectura apasionada.

– No olvides que debes comer, ¿de acuerdo? -decía mientras me tendía una bolsa con comida o una botella de leche.


Me habría gustado quedarme para siempre en mi buhardilla con esos libros. Pero si quería ir a Yorkshire para conocer a la señorita Winter, debía emprender otra tarea. Abandoné la lectura durante un día para ir a la biblioteca. En la sala de lectura de prensa busqué reseñas de las últimas novelas de la señorita Winter en la sección de libros de los periódicos nacionales. Con cada nuevo libro que salía al mercado la señorita Winter convocaba a varios periodistas en un hotel de Harrogate, donde los recibía uno a uno y les daba, por separado, lo que ella llamaba la historia de su vida. Debía de haber docenas de esas historias, puede que centenares. Encontré unas veinte sin buscar demasiado.

Tras la publicación de Ni una cosa ni otra, la señorita Winter se convirtió en la hija secreta de un sacerdote y una maestra; un año después, en el mismo periódico, promocionó Obsesiones contando que era la hija clandestina de una cortesana parisina. Para La función de marionetas, en diferentes periódicos, fue una huérfana criada en un convento suizo, una golfilla de los barrios pobres del East End y la hermana oprimida de una familia de diez bulliciosos varones. Me gustó especialmente aquella en que, tras ser separada por error de sus padres misioneros escoceses en la India, sobrevivió en las calles de Bombay ganándose la vida como contadora de cuentos. Contaba historias sobre pinos que olían a cilantro fresco, montañas tan bellas como el Taj Mahal, haggi más sabrosos que las pakora de cualquier puestecillo y gaitas. ¡Oh, el sonido de las gaitas! Tan hermoso que era imposible describirlo. Cuando muchos años después consiguió regresar a Escocia -país del que se había marchado siendo un bebé- se llevó una gran decepción. Los pinos no olían a cilantro. La nieve era fría. Los haggi no sabían a nada. En cuanto a las gaitas…

Irónica y sentimental, trágica y mordaz, cómica y pícara, cada una de esas historias era una obra maestra en miniatura. Para otra clase de escritor podrían ser el mayor logro de su carrera; para Vida Winter eran simples historias de usar y tirar. Creo que nadie se habría confundido creyendo que era verdad.


La víspera de mi partida era domingo y pasé la tarde en casa de mis padres. Su casa nunca cambia: una sola exhalación lobuna podría reducirla a escombros.

Mi madre, tensa, esbozaba una sonrisa con la boca pequeña y hablaba animadamente mientras nosotros bebíamos té. El jardín de los vecinos, las obras en la ciudad, un perfume nuevo que le había provocado un sarpullido. Una conversación ligera, insustancial, generada para mantener el silencio a raya; el silencio donde moraban sus demonios. Su actuación era buena: nada que revelara que a duras penas soportaba salir de casa, que el más mínimo acontecimiento inesperado le provocaba migraña, que no podía leer un libro por temor a las emociones que pudiera despertarle.

Papá y yo esperamos a que mamá se marchara a preparar otra tetera para hablar de la señorita Winter.

– No es su verdadero nombre -le dije-. Si lo fuera sería más fácil investigar sobre ella. Toda la gente que lo ha intentado ha desistido por falta de datos. Nadie conoce el más mínimo detalle sobre Vida Winter.

– Qué extraño.

– Es como si no procediera de ningún lugar, como si no hubiera existido antes de convertirse en escritora, como si se hubiera inventado a sí misma cuando escribió su primer libro.

– Conocemos el nombre que eligió como pseudónimo. Seguro que eso ya dice algo -dijo mi padre.

– Vida. Del latín vita. Aunque no puedo evitar pensar también en francés.

Vide en francés significa «vacío». El vacío. La nada. Pero en casa de mis padres no pronunciamos palabras como esa, de modo que dejé que papá llegara solo a esa conclusión.

– Efectivamente. -Asintió con la cabeza-. ¿Y qué me dices de Winter?

Winter. «Invierno» en inglés. Miré por la ventana en busca de inspiración. Detrás del fantasma de mi hermana se extendían oscuras ramas desnudas sobre el cielo crepuscular y los arriates eran tierra negra y pelada. El cristal no nos aislaba del frío; pese a la estufa de gas, la estancia parecía inundada de una cruda desesperación. ¿Qué representaba el invierno para mí? Solo una cosa: muerte.

Se produjo un silencio. Cuando fue necesario decir algo para no cargar el último intercambio de palabras con un peso intolerable, dije:

– Es un nombre punzante. V y W. Vida Winter. Muy punzante.

Mi madre regresó y siguió hablando mientras colocaba las tazas en los platillos al servir el té. Su voz se movía por su parcela de vida estrechamente controlada con la misma desenvoltura que si midiera tres hectáreas.

Mi mente empezó a vagar. Sobre la repisa de la chimenea descansaba el único objeto de la habitación que podía considerarse decorativo: una fotografía. De vez en cuando mi madre dice que la guardará en un cajón para protegerla del polvo. Pero a mi padre le gusta verla y dado que rara vez le lleva la contraria, mi madre cede en esto. Es la fotografía de una joven pareja de recién casados. Papá está igual: discretamente atractivo, de ojos oscuros y pensativos, los años no pasan para él. La mujer resulta casi irreconocible. Una sonrisa espontánea, risa en los ojos, ternura en la mirada que dirige a mi padre. Parece feliz.

Las tragedias lo cambian todo.

Yo nací y la mujer recién casada de la foto desapareció.

Miré por la ventana el jardín muerto. Contra la luz menguante, mi sombra rondaba en el cristal mirando la habitación muerta. ¿Qué pensará de nosotros?, me pregunté. ¿Qué opinará de nuestros esfuerzos por convencernos de que eso era vida y que la estábamos viviendo de verdad?

La llegada

Salí de casa un día de invierno como cualquier otro y durante kilómetros mi tren viajó bajo un cielo blanco y translúcido. Después cambié de tren y las nubes se agruparon. A medida que avanzaba hacia el norte se iban tornando más cargadas y oscuras, cada vez más hinchadas. Esperaba oír en cualquier momento el primer repiqueteo de gotas en el cristal, pero no llovió.

En Harrogate, el chófer de la señorita Winter, un hombre moreno con barba, no tenía ningunas ganas de darme conversación. Me alegré, pues su silencio me permitió estudiar el paisaje, totalmente nuevo para mí, que se desplegó ante mis ojos en cuanto dejamos atrás la ciudad. Nunca había estado en el norte. Mis investigaciones me habían llevado a Londres, y en una o dos ocasiones había cruzado el canal de la Mancha para visitar bibliotecas y archivos de París. Conocía el condado de Yorkshire exclusivamente por las novelas que, para colmo, eran de otro siglo. En cuanto salimos de la ciudad casi desaparecieron los signos del mundo moderno, así que sentí que estaba adentrándome en el pasado al mismo tiempo que me internaba en la campiña. Con sus iglesias, sus tabernas y sus casitas de piedra los pueblos me resultaban pintorescos, y cuanto más nos alejábamos menor era su tamaño y mayor la distancia entre ellos, hasta que la continuidad de los campos pelados propios del invierno solo se vio interrumpida por alguna que otra granja apartada. Finalmente también las granjas quedaron atrás y anocheció. Los faros del coche iluminaban franjas de un paisaje incoloro e indefinido: sin cercas, sin muros, sin setos, sin edificios. Tan solo una carretera desprovista de arcén y, a cada lado, borrosas ondulaciones de oscuridad.

– ¿Estamos en los páramos? -pregunté.

– Sí -contestó el chófer, y me arrimé un poco más a la ventanilla, pero únicamente pude distinguir el cielo cargado de agua ejerciendo una presión claustrofóbica sobre la tierra, sobre la carretera, sobre el coche. Unos metros más allá se extinguía hasta la luz de nuestros faros.

En un cruce sin señales abandonamos la carretera y avanzamos dando tumbos a lo largo de tres kilómetros de camino pedregoso. Después de parar dos veces para que el chófer abriera y cerrara una verja, seguimos dando botes y sacudidas durante otro kilómetro.

La casa de la señorita Winter descansaba entre dos suaves lomas que se alzaban en la oscuridad, casi dos colinas que parecían confluir y que solo después de salvar la última curva del camino desvelaban la presencia de un valle y una casa. Bajo el cielo, que para entonces irradiaba tonos en morado, añil y pólvora, la casa descansaba agazapada, larga, baja y muy oscura. El chófer me abrió la portezuela del coche y al salir comprobé que ya había bajado mi maleta y se disponía a marcharse, dejándome sola frente a un porche sin luz. Las ventanas quedaban ocultas detrás de postigos de listones y no se veía rastro alguno de presencia humana. Cerrado en sí mismo, el lugar parecía rechazar las visitas.

Llamé a la puerta. El timbre sonó extrañamente sordo atravesando la humedad del aire. Mientras aguardaba contemplé el cielo. El frío trepaba por las suelas de mis zapatos. Llamé de nuevo. Tampoco me respondieron.

A punto de llamar por tercera vez, me sobresalté cuando, sin hacer ruido alguno, se abrió la puerta.


La mujer que me miraba desde el umbral sonrió con profesionalidad y se disculpó por haberme hecho esperar. A primera vista parecía una mujer muy normal. Su cabello, corto y cuidado, era tan paliducho como su piel, y era difícil definir el color de sus ojos, entre azul gris y verde. No obstante, su aspecto anodino no se debía tanto a la ausencia de colorido como a la falta de expresión. Me figuré que con una pizca de emoción en ellos sus ojos podrían haber irradiado vida y mientras su mirada escrutadora rivalizaba con la mía, creí sentir que mantenía esa inexpresividad haciendo un gran esfuerzo deliberado.

– Buenas noches -dije-. Soy Margaret Lea.

– La biógrafa. La estábamos esperando.

¿Qué es lo que permite a los seres humanos ver más allá del fingimiento del otro? Porque en ese momento advertí con claridad que la mujer estaba nerviosa. Quizá las emociones tengan olor o sabor, quizá las transmitamos, sin saberlo, mediante vibraciones en el aire. Fuera como fuese, supe también que lo que la inquietaba no era un aspecto concreto de mí, sino simplemente el hecho de que había ido y era una extraña para ella.

Me invitó a pasar y cerró la puerta. La llave giró dentro de la cerradura sin hacer ruido y tampoco se oyó el más mínimo chirrido cuando los cerrojos perfectamente engrasados volvieron a su sitio.

De pie en medio del vestíbulo, con el abrigo todavía puesto, experimenté por primera vez la profunda singularidad de ese lugar. La casa de la señorita Winter era completamente silenciosa.

La mujer me dijo que se llamaba Judith y que era el ama de llaves. Me preguntó por mi viaje y me informó de los horarios de las comidas y los mejores momentos para poder contar con agua caliente. Su boca se abría y se cerraba; en cuanto las palabras abandonaban sus labios eran sofocadas por el manto de silencio que caía sobre ellas. Ese mismo silencio engullía nuestras pisadas y amortiguaba el abrir y cerrar de las puertas mientras el ama de llaves me mostraba, uno tras otro, el comedor, el salón y la sala de música.

No había nada mágico detrás de ese silencio, pues se debía simplemente al mullido mobiliario de la casa: orondos sofás aparecían cubiertos de almohadones de terciopelo; había sillones, divanes y escabeles tapizados; había tapices colgando de las paredes y utilizados como echarpes sobre muebles forrados. Cada centímetro cuadrado de suelo estaba enmoquetado, y cada centímetro cuadrado de moqueta estaba alfombrado. El damasco que cubría las ventanas también envolvía las paredes. Del mismo modo que el papel secante absorbe la tinta, también toda esa lana y ese terciopelo absorbían el ruido, pero si el papel secante solo embebe el exceso de tinta, los tejidos de la casa parecían succionar hasta la mismísima esencia de las palabras.

Seguí al ama de llaves. Doblamos tanto a izquierda y derecha, a derecha e izquierda, subimos y bajamos tantas escaleras, que me desorienté por completo. Enseguida dejé de entender la relación entre el intrincado interior de la casa y su simplicidad externa. Supuse que el edificio había sido reformado en distintas ocasiones, añadiendo estancias por aquí y por allá; probablemente nos hallábamos en un ala o una extensión invisible desde la fachada.

– Ya se acostumbrará -articuló el ama de llaves sin que apenas se la oyera al verme la cara, y la entendí como si yo supiera leer los labios.

Finalmente dejamos atrás un pequeño rellano y nos detuvimos. La mujer abrió una puerta que daba a una sala de estar, de la que salían otras tres puertas.

– El cuarto de baño -dijo abriendo una-, el dormitorio -abriendo otra- y el estudio.

Estas habitaciones estaban tan abarrotadas de cojines, cortinas y tapices como el resto de la casa.

– ¿Quiere que le sirva sus comidas aquí o en el comedor? -preguntó el ama de llaves señalando la mesita y la silla junto a la ventana.

Yo ignoraba si las comidas en el comedor significaban comer con la anfitriona, y dudosa de mi posición en la casa (¿era una invitada o empleada?), vacilé, preguntándome qué sería más cortés. Al adivinar la causa de mi titubeo, el ama de llaves añadió con esfuerzo, como si tuviera que superar su acostumbrada reserva:

– La señorita Winter siempre come sola.

– En ese caso, si a usted no le importa, comeré aquí.

– Ahora mismo le traigo sopa y unos sándwiches. Después del viaje en tren debe de estar hambrienta. Aquí encontrará todo lo necesario para preparar té y café.

Abrió un armario situado en un rincón del dormitorio para mostrarme un hervidor de agua y demás accesorios para preparar bebidas; había incluso una pequeña nevera.

– Le ahorrará tener que andar bajando y subiendo de la cocina -añadió, y creí advertir que, a modo de disculpa por no quererme en su cocina, sonrió algo avergonzada.

Me dejó a solas para que deshiciera el equipaje.

En el dormitorio tardé apenas un minuto en sacar mis contadas prendas de vestir, los libros y el neceser. Aparté los utensilios para preparar té y café y los sustituí por el paquete de cacao que me había llevado de casa. Luego dispuse del tiempo justo para probar la cama alta y antigua -tan generosamente colmada de cojines que por muchos guisantes que hubiera habido debajo del colchón no los habría notado- antes de que el ama de llaves regresara con una bandeja.

– La señorita Winter la invita a reunirse con ella en la biblioteca a las ocho en punto.

Hizo lo posible por que sonara como una invitación, pero no cabía duda, y así lo comprendí, de que era una orden.

El encuentro

No sé sí encontré la biblioteca por suerte o por casualidad, pero el caso es que llegué veinte minutos antes de la hora a la que se me había citado. No me importó. ¿Qué mejor lugar para matar el rato que una biblioteca? Y en concreto para mí, ¿qué mejor manera de conocer a alguien que a través de su colección de libros y el trato que les dispensa?

Lo primero que me sorprendió al ver la habitación en su conjunto fue lo notablemente diferente que era con respecto al resto de la casa. En las demás estancias se apiñaban los restos de palabras ahogadas; aquí, en la biblioteca, podías respirar. En vez de tela, esa habitación estaba hecha de madera. Había tablas en el suelo y postigos en los ventanales, y las paredes estaban forradas de estanterías de roble macizo.

Era una habitación de techos altos y mucho más larga que ancha. En un lado, cinco ventanales arqueados se extendían desde el techo hasta casi tocar el suelo, donde se situaban algunos asientos. Frente a ellos había cinco espejos de forma similar, colocados para que reflejaran la vista del exterior, si bien esa noche devolvían la imagen de la madera labrada de los postigos. Las estanterías arrancaban de las paredes y proyectaban su anchura formando huecos; en cada hueco había una lámpara de color ámbar sobre una mesita. No había más iluminación que la que irradiaba el fuego que ardía en el fondo de la estancia creando cálidos y suaves focos de luz en cuyos contornos hileras de libros se fundían con la penumbra.

Caminé despacio hasta el centro de la habitación, echando un vistazo a los anaqueles a mi derecha e izquierda. Después de echar dos o tres vistazos me descubrí asintiendo con la cabeza. Era una biblioteca bien cuidada. Clasificada, ordenada alfabéticamente y limpia exactamente como yo la tendría. Todos mis libros favoritos estaban ahí, la mayoría eran volúmenes raros y valiosos, pero el resto eran ejemplares usados y más corrientes. No solo Jane Eyre, Cumbres borrascosas y La dama de blanco, sino El castillo de Otranto, El secreto de lady Audley, La novia del espectro. Me estremecí al tropezar con un Doctor Jekyll y mister Hyde tan raro que mi padre había llegado a dudar de su existencia.

Admirando la extensa colección de libros que cubría los estantes de la señorita Winter, avancé hacia la chimenea, situada en el fondo de la sala. En el último tramo de la derecha, unos estantes en concreto me llamaron la atención a pesar de hallarme a cierta distancia de ellos: en lugar de las rayas tenues y predominantemente marrones de los lomos de los libros más antiguos, esa columna exhibía los azules plateados, los verdes salvia y los beiges rosados de décadas más recientes. Eran los únicos libros modernos de la estancia: las obras de la señorita Winter. Con los primeros títulos en la parte superior y las novelas más recientes en la parte inferior, todas las obras contaban con ejemplares de las diferentes y numerosas ediciones impresas e incluso había volúmenes en idiomas diferentes. No vi ningún ejemplar de El cuento número trece, el libro de título errado que había leído en la librería; en cambio, había más de una docena de ediciones distintas en las que figuraba su otro título, Cuentos de cambio y desesperación.

Escogí un ejemplar de la última novela de la señorita Winter. En la primera página una monja entrada en años llega a una pequeña casa situada en un barrio humilde de una ciudad cuyo nombre no se precisa pero que parece estar en Italia; la invitan a entrar en una habitación donde un joven arrogante, seguramente inglés o estadounidense, la recibe algo sorprendido. Pasé la página. Del mismo modo que había sido atrapada cada vez que había abierto uno de sus libros, los primeros párrafos de esa obra me atraparon, y sin pretenderlo empecé a leer en serio. Al principio el joven no es consciente de algo que el lector ya ha comprendido: que la monja ha acudido con una grave misión que le cambiará la vida de una forma imposible de prever para él. Ella comienza su explicación y tolera pacientemente (pasé la página; ya me había olvidado de la biblioteca, me había olvidado de la señorita Winter, me había olvidado de mí misma) que él la trate con la frivolidad de un joven consentido…

De repente algo se coló en mí lectura y me arrancó del libro. Sentí un hormigueo en la nuca.

Alguien me estaba observando.

Sé que esa sensación en la nuca no es nada inusual, pero era la primera vez que yo la sentía. Como le ocurre a mucha gente solitaria, mis sentidos perciben intensamente la presencia de otras personas, y en una habitación estoy más acostumbrada a ser la espía invisible que a ser la espiada. En ese momento alguien me estaba observando, y no solo eso, sino que llevaba haciéndolo un buen rato. ¿Cuánto tiempo llevaba notando ese inconfundible cosquilleo? Repasé los últimos minutos, tratando de reconstruir el recuerdo de aquella presencia en relación con el avance de la lectura. ¿Fue desde que la monja empezó a hablar al joven? ¿Desde que la invitaron a entrar en la casa? ¿O fue antes? Sin mover un solo músculo, con la cabeza todavía inclinada sobre la página como si nada hubiese notado, intenté hacer memoria.

Entonces lo supe.

Lo había notado antes incluso de coger el libro.

Necesitaba un momento para reponerme, así que volví la página y seguí fingiendo que leía.

– No puede engañarme.

Imperiosa, declamatoria, magistral.

Nada podía hacer salvo levantarme darme la vuelta y mirarla.

El aspecto de Vida Winter no estaba planeado para pasar inadvertido. Ella era una reina, una hechicera, una diosa de la Antigüedad. Su rígida figura descollaba majestuosamente sobre una profusión de esponjosos almohadones rojos y morados. Acomodados sobre los hombros, los generosos pliegues de tela turquesa y verde que la envolvían no lograban suavizar la rigidez de su cuerpo. Su cabello brillante y cobrizo lucía un elaborado peinado de rizos y bucles. La cara, con tantas rayas como un mapa, estaba cubierta de polvos blancos y retocada con un carmín rojo intenso. Sobre el regazo, las manos eran un racimo de rubíes, esmeraldas y nudillos blancos y huesudos; solo desentonaban las uñas, cortas, cuadradas y sin esmaltar, como las mías.

Con todo, lo que más me desconcertó fueron las gafas de sol. No podía verle los ojos, pero al recordar el anuncio, el verde sobrenatural de sus iris, los oscuros cristales parecieron adquirir la fuerza de un reflector; sentí que a través de las lentes los ojos de Vida Winter me estaban atravesando la piel para observarme por dentro.

Corrí un velo sobre mí, me cubrí el rostro con una careta neutra, me oculté detrás de mi aspecto.

Creo que durante un instante la señorita Winter se sorprendió de que yo no fuera transparente, de no poder ver con claridad a través de mí, pero se repuso deprisa, más deprisa de lo que yo me había repuesto.

– Muy bien -dijo con aspereza, esbozando una sonrisa no tanto dirigida a mí como a ella misma-. Al grano. En su carta da a entender que tiene sus reservas en cuanto al encargo que le estoy ofreciendo.

– Bueno, sí, es decir…

Continuó hablando como si no hubiera advertido la interrupción:

– Podría proponerle un incremento de su salario mensual y de la cantidad final.

Me humedecí los labios, en búsqueda de las palabras adecuadas. Antes de siquiera poder hablar, las gafas oscuras de la señorita Winter ya habían subido y bajado, absorbiendo mi lacio flequillo castaño, mi falda recta y mi rebeca azul marino. Después de dirigirme una sonrisa leve y compasiva, pasó por alto mi intención de hablar.

– Pero es evidente que a usted no le mueve el interés pecuniario. Qué curioso. -Su tono era seco-. He escrito sobre personas a las que no les importa el dinero, pero nunca creí que llegara a conocer a ninguna. -Se reclinó sobre los almohadones-. Por consiguiente, deduzco que su problema tiene que ver con la integridad. Quienes no compensan los desequilibrios de sus vidas con una saludable afición por el dinero suelen estar muy obsesionados con la cuestión de la integridad personal.

Agitó una mano, desestimando mis palabras antes de que salieran de mis labios.

– Le asusta aceptar el encargo de una biografía autorizada por miedo a que su independencia corra peligro. Sospecha que deseo ejercer el control sobre el contenido final de la obra. Sabe que me he resistido a los biógrafos en el pasado y se está preguntando qué me ha hecho cambiar de parecer. Pero, sobre todo -otra vez la oscura mirada de esas gafas-, teme que le mienta.

Abrí la boca para protestar, pero no supe qué decir. Tenía razón.

– ¿Lo ve? No sabe qué decir. ¿Le avergüenza acusarme de querer mentirle? No es nada agradable acusarse unos a otros de mentirosos. Y por lo que más quiera, siéntese.


Me senté.

– No la acuso de nada -empecé a decir con tacto, pero enseguida me interrumpió.

– No sea tan cortés. Si hay algo que no soporto es la cortesía.

Su frente tembló y una ceja asomó por el borde superior de las gafas, una curva negra y firme que no guardaba parecido alguno con una ceja natural.

– La cortesía. He ahí la más triste virtud del hombre donde las haya. Me gustaría saber qué tiene de admirable ser inofensivo. Después de todo, es fácil. No se necesita ningún talento especial para ser cortés. Todo lo contrario, lo único que te queda cuando has fracasado en todo es ser amable. A las personas ambiciosas les trae sin cuidado lo que otras piensen de ellas. Dudo mucho de que Wagner no pudiera conciliar el sueño porque le preocupara haber herido los sentimientos de nadie. Pero claro, él era un genio.

Por más que su voz siguió fluyendo sin descanso, repasando un caso tras otro de genios y el egoísmo de sus parejas, los pliegues de su chal no se movieron en ningún momento mientras hablaba. «Debe de estar hecha de acero», pensé.

Finalmente terminó su charla con estas palabras:

– La cortesía es una virtud que ni poseo ni valoro en los demás. A usted y a mí no debe preocuparnos en absoluto. -Y como quien ya ha dicho la última palabra, calló.

– Ha planteado el tema de la mentira -dije-. Quizá eso sí deba preocuparnos.

– ¿En qué sentido? -A través de los oscuros cristales podía vislumbrar los movimientos de las pestañas de la señorita Winter. Estas se agazapaban y temblaban alrededor del ojo como las largas patas de una araña.

– En los últimos dos años ha dado a los periodistas diecinueve versiones diferentes sobre su vida. Y esas son solo las que encontré en una búsqueda apresurada, pero debe de haber muchas más, probablemente centenares.

Se encogió de hombros.

– Es mí profesión. Soy narradora.

– Y yo soy biógrafa. Trabajo con hechos reales.

La señorita Winter asintió con la cabeza y sus tiesos bucles se movieron a una.

– Qué aburrido. Yo no podría haber sido biógrafa. ¿No cree que la verdad se puede contar mucho mejor con un relato?

– Con los relatos que le ha contado al mundo hasta ahora, no.

La señorita Winter cedió asintiendo con la cabeza.

– Señorita Lea -comenzó con una voz más pausada-, tenía mis razones para crear una cortina de humo en torno a mi pasado, pero le aseguro que esas razones ya no son válidas.

– ¿Qué razones?

– La vida es el abono.

Parpadeé.

– Sé que mis palabras le extrañan, pero es así. Toda mi vida y todas mis experiencias, las cosas que me han sucedido, la gente que he conocido, todos mis recuerdos, sueños y fantasías, cuanto he leído, todo eso ha sido arrojado al montón de abono que, con el tiempo, se ha ido descomponiendo hasta convertirse en un humus orgánico oscuro y fértil. El proceso de descomposición celular vuelve todo irreconocible. Otros lo llaman imaginación. Yo lo veo como un montón de abono. Cada cierto tiempo tomo una idea, la planto en el abono y espero. La idea se alimenta de esa materia negra que en otros tiempos fue una vida, absorbe su energía. Germina, echa raíces, produce brotes. Y así hasta que un día tengo un relato o una novela.

Asentí dándole mi aprobación a la analogía.

– Los lectores -prosiguió la señorita Winter- son ingenuos. Creen que todo lo que se escribe es autobiográfico. Y lo es, pero no como ellos creen. La vida del escritor necesita tiempo para descomponerse antes de que pueda ser utilizada para alimentar una obra de ficción. Hay que dejar que se pudra. Por eso no podía tener a periodistas y biógrafos hurgando en mi pasado, recuperando retazos y fragmentos, conservándolos mediante sus palabras. Para escribir mis libros necesitaba dejar tranquilo mi pasado a fin de dejar que el tiempo hiciera su trabajo.

Después de meditar su respuesta, le pregunté:

– ¿Y qué ha sucedido para que ahora desee cambiar las cosas?

– Ya soy vieja. Estoy enferma. Una esos dos hechos, biógrafa, ¿y qué obtiene? El final de la historia, creo yo.

Me mordí el labio.

– ¿Y por qué no escribe usted el libro?

– Lo he ido dejando y ya es demasiado tarde. Además, ¿quién iba a creerme? Ya he gritado que viene el lobo demasiadas veces.

– ¿Tiene intención de contarme la verdad? -pregunté.

– Sí -respondió, pero aunque apenas duró una fracción de segundo, advertí con claridad su titubeo.

– ¿Y por qué quiere contármela a mí?

Hizo una pausa.

– ¿Sabe una cosa? Llevo un cuarto de hora haciéndome exactamente esa misma pregunta. ¿Cómo es usted, señorita Lea?

Me ajusté la careta antes de contestar.

– Soy dependienta. Trabajo en una librería especializada en libros antiguos. Soy biógrafa aficionada. Supongo que leyó mí trabajo sobre los hermanos Landier.

– No es suficiente para empezar, ¿no le parece? Si vamos a trabajar juntas necesitaré saber un poco más sobre usted. No esperará que desvele los secretos de toda una vida a una persona de la que no se nada. Así pues, hábleme de usted. ¿Cuáles son sus libros preferidos? ¿Con qué sueña? ¿A quién ama?

Me sentía demasiado ofendida para responder.

– ¡Por lo que más quiera, conteste de una vez! ¿Debo tener a una extraña viviendo bajo mi techo?, ¿a una extraña trabajando para mí? No me parece razonable. Dígame una cosa, ¿cree en los fantasmas?

Dominada por algo más fuerte que la razón, me levanté.

– ¿Qué hace? ¿Adonde va? ¡Espere!

Di un paso y después otro, esforzándome por no correr, consciente del martilleo de mis pies contra las tablas del suelo, mientras ella me llamaba con una voz que rayaba el pánico.

– ¡Vuelva! -gritó-. Voy a contarle una historia. ¡Una historia maravillosa!

Seguí andando.

– Érase una vez una casa habitada por fantasmas…

Llegué hasta la puerta. Mis dedos se aferraron al pomo.

– Érase una vez una biblioteca…

Abrí la puerta y me dispuse cruzar hacia el vacío cuando, con la voz enronquecida por algún temor, la señorita Winter lanzó las palabras que lograron detenerme en seco.

– Érase una vez dos gemelas…


Aguardé a que las palabras dejaran de resonar en el aire y luego, a mi pesar, me di la vuelta. Vi la parte posterior de una cabeza y unas manos que se alzaban, temblorosas, hacía el rostro invisible.

Tímidamente, di un paso adelante.

Al oír mis pies, los rizos cobrizos se volvieron.

Me quedé estupefacta. Las gafas habían desaparecido. Unos ojos verdes, brillantes como el cristal e igual de reales, parecían estar rogándome que me quedara. Durante un instante me limité a devolverles la mirada. Entonces dijo:

– Señorita Lea, siéntese, por favor -dijo una voz trémula, una voz que era y no era la de Vida Winter.

Atraída por algo que escapaba a mi control, caminé hasta la butaca y me senté.

– No le prometo nada -dije cansinamente.

– No estoy en situación de poder exigírselo -respondió con un hilo de voz.

Una tregua.


– ¿Por qué me ha elegido a mí? -pregunté de nuevo, y esa vez la señorita Winter contestó.

– Por su trabajo sobre los hermanos Landier. Porque sabe de hermanos.

– ¿Y me contará la verdad?

– Le contaré la verdad.

Las palabras eran suficientemente claras, pero advertí el temblor que las debilitaba. No dudé de que la señorita Winter tenía intención de contarme la verdad. Había decidido contarla. Tal vez hasta deseara contarla, pero no acababa de creérselo. Su promesa de sinceridad había sido pronunciada tanto para convencerse a sí misma como para persuadirme a mí, y ella había escuchado su falta de convicción en el fondo de esa promesa con la misma claridad que yo.

De modo que le hice una propuesta.

– Le preguntaré tres cosas. Cosas de las que hay constancia escrita. Cuando me vaya de aquí, podré comprobar lo que me ha contado. Si descubro que me ha dicho la verdad, aceptaré el trabajo.

– Ah, la regla de tres… El número mágico. Tres pruebas antes de que el príncipe obtenga la mano de la bella princesa. Tres deseos concedidos al pescador por el pez mágico que habla. Tres osos para Ricitos de Oro y las tres cabras de Billy Gruffs. Señorita Lea, si me hubiera propuesto dos preguntas o cuatro habría sido capaz de mentir, pero habiendo dicho tres…

Deslicé el lápiz por la espiral de mi libreta y la abrí.

– ¿Cuál es su verdadero nombre?

La señorita Winter tragó saliva.

– ¿Está segura de que esa es la mejor manera de proceder? Podría contarle una historia de fantasmas, bastante buena por cierto aunque no esté bien que sea yo quien lo diga. Probablemente sea una forma mejor de llegar al fondo de las cosas…

Negué con la cabeza.

– Dígame su nombre.

El batiburrillo de nudillos y rubíes se agitó en su regazo; las piedras centellearon con la luz del fuego.

– Mi nombre es Vida Winter. Cumplimenté todos los trámites necesarios para poder llamarme así de forma legal y honesta. Lo que usted desea saber es el nombre con el que se me conocía antes del cambio. Ese nombre era…

Necesitaba vencer un obstáculo en su interior, así que mantuvo silencio, pero cuando pronunció el nombre lo hizo con una neutralidad extraordinaria, con una ausencia total de entonación, como si se tratara de una palabra en un idioma extranjero que nunca se había esmerado en aprender.

– Ese nombre era Adeline March.

Como si deseara frenar en seco la más mínima vibración que el nombre pudiera lanzar al aire, continuó con aspereza.

– Espero que no me pregunte mi fecha de nacimiento. A mi edad resulta más adecuado haberla olvidado.

– Puedo arreglármelas solo con su lugar de nacimiento.

La señorita Winter soltó un suspiro irritado.

– Podría contárselo todo mucho mejor si deja que lo haga a mi manera…

– Hemos hecho un trato. Tres hechos de los que exista constancia.

Apretó los labios.

– Encontrará constancia de que Adeline March nació en el hospital Saint Bartholomew de Londres. Supongo que no esperará que le garantice yo misma la veracidad de ese detalle. Aunque soy una persona excepcional, no lo soy tanto como para poder recordar mi propio nacimiento.

Lo anoté.

Y era el momento de la tercera pregunta. Confieso que no tenía una tercera pregunta preparada. La señorita Winter no quería decirme su edad, pero yo no necesitaba su fecha de nacimiento. Conociendo su larga trayectoria editorial y la fecha de su primer libro, no podía tener menos de setenta y tres o setenta y cuatro años, y a juzgar por su aspecto, por más que la enfermedad le hubiera afectado y el maquillaje pudiera confundirme, no podía tener más de ochenta. En cualquier caso, esa cuestión no me importaba; con el nombre y el lugar de nacimiento podía averiguar la fecha por mi cuenta. Las dos primeras preguntas ya me habían facilitado la información que necesitaba para poder asegurar si una persona con el nombre de Adeline March había existido en realidad. Entonces, ¿qué podía preguntarle? Aunque deseara escuchar a la señorita Winter contar una historia, cuando llegó el momento de utilizar mi tercera pregunta como comodín, lo aproveché.

– Cuénteme -comencé despacio, con cautela. En las historias de magos es siempre el tercer deseo el que hace que los éxitos alcanzados después de haber corrido peligro se pierda trágicamente-. Cuénteme algo que le ocurrió antes del cambio de nombre, algo de lo que haya constancia. Estaba pensando en buenas calificaciones, en los logros deportivos en el colegio, esos pequeños triunfos que los padres, orgullosos, suelen guardar para la posteridad.

Durante el silencio que siguió sentí que la señorita Winter se concentró de tal manera que incluso ante mis propios ojos consiguió ausentarse de sí misma; empecé a entender por qué, al entrar en la biblioteca, no había reparado en ella. Observé su caparazón, maravillada ante la imposibilidad de saber qué estaba pasando bajo la superficie.

Entonces emergió.

– ¿Sabe por qué mis libros tienen tanto éxito?

– Por muchas razones.

– Quizá. Fundamentalmente, porque tienen una introducción un nudo y un desenlace. En el orden correcto. Todos los relatos tienen, naturalmente, una introducción, un nudo y un desenlace, pero lo que importa es que sigan el orden correcto. Por eso gustan mis libros.

Suspiró y jugueteó con las manos.

– Voy a responder a su pregunta. Voy a contarle algo acerca de mí, algo que me ocurrió antes de que me hiciera escritora y me cambiara el nombre, algo de lo que hay constancia. Es lo más importante que me ha sucedido en la vida, pero no esperaba contárselo tan pronto. Para hacerlo tendré que romper una de mis reglas. Tendré que contarle el desenlace de mi historia antes de haberle contado la introducción.

– ¿El desenlace de su historia? ¿Cómo puede ser si ocurrió antes de que empezara a escribir?

– Sencillamente porque mi historia, mi historia personal, terminó antes de que comenzara a escribir. La literatura solo ha sido una manera de estar ocupada desde que todo terminó.

Aguardé. La señorita Winter inspiró como el ajedrecista que descubre que su pieza clave está acorralada.

– Preferiría no tener que contárselo, pero se lo he prometido, ¿no es cierto? La regla de tres. Es inevitable. Por mucho que el mago suplique al muchacho que no pida un tercer deseo porque sabe que terminará en desastre, el muchacho pedirá un tercer deseo y el mago tendrá que concedérselo porque las reglas de la narración así lo exigen. Me pidió que le contara la verdad sobre tres cosas, y por la regla de tres debo hacerlo, pero permítame que primero le pida algo a cambio.

– ¿Qué?

– Después no habrá más saltos en la historia. A partir de mañana le relataré mi historia empezando por la introducción, continuando el nudo y terminando con el desenlace. Todo en el orden correcto. Nada de trampas. Nada de adelantarse. Nada de preguntas. Nada de miradas furtivas a la última página.

¿Tenía ella derecho a imponer condiciones al trato que ya habíamos cerrado? En realidad no. Así y todo, asentí con la cabeza.

– De acuerdo.

La señorita Winter no podía mirarme cuando empezó a hablar.

– Yo vivía en Angelfield.

Su voz tembló al pronunciar el nombre del lugar y se frotó nerviosamente la palma de la mano en un gesto inconsciente.

– Tenía dieciséis años.

Su voz sonaba cada vez más forzada y terminó perdiendo completamente la soltura.

– Hubo un incendio.

Las palabras salían de su garganta duras y secas como piedras.

– Lo perdí todo.

Y antes de poder detenerse, lanzó un grito:

– ¡Oh, Emmeline!

Hay culturas que creen que el nombre contiene el poder místico de la persona que lo posee; que el nombre solo debería conocerlo Dios, dicha persona y unos pocos privilegiados. Pronunciar un nombre, ya sea el propio o el de otro, es llamar al peligro. Sentí que aquel era uno de esos nombres.

La señorita Winter apretó los labios, pero lo hizo demasiado tarde. Un temblor le recorrió los músculos bajo la piel.

En aquel momento supe que yo ya estaba atada a la historia. Había dado con el corazón del relato que me habían encargado contar. Era amor, y era pérdida. ¿Pues qué otro dolor podía provocar esa exclamación salvo la pérdida de un ser querido? De repente vi más allá de sus exóticos ropajes y su máscara empolvada. Durante unos segundos creí ver el corazón de la señorita Winter, sus pensamientos. Reconocí su esencia: ¿cómo no iba a reconocerla siendo mi propia esencia? Ella y yo éramos dos gemelas solas. Con esa revelación el lazo de la historia me ató las muñecas y mi entusiasmo se vio de repente atravesado por el miedo.

– ¿Dónde puedo encontrar constancia de ese incendio? -pregunté procurando que mi voz no desvelara mi desazón.

– En el periódico local. El Banbury Herald.

Asentí con la cabeza, anoté la información en mi libreta y la cerré.

– Aunque hay otra prueba que puedo enseñarle ahora.

Enarqué una ceja.

– Acérquese.

Me levanté y di un paso al frente, reduciendo a la mitad la distancia que nos había separado hasta entonces.

La señorita Winter levantó lentamente el brazo derecho y me tendió un puño cubierto en sus tres cuartas partes por piedras preciosas con engarces que semejaban garras. Con un movimiento que parecía exigirle un gran esfuerzo, giró la mano y la abrió, como si ocultara en ella un regalo sorpresa y se dispusiera a ofrecérmelo.

Pero dentro no había ningún regalo. La sorpresa era la propia mano.

Su palma no se parecía en absoluto a ninguna otra. Sus montes pálidos y sus surcos morados no guardaban semejanza alguna con la loma rosada de la base de mis dedos, ni con el valle blanco de la palma de mi mano. Fundida por el fuego, su carne había terminado configurando un paisaje irreconocible, como un escenario alterado para siempre por el paso de un torrente de lava. El tejido cicatrizado había encogido los dedos, de manera que en lugar de abiertos estaban contraídos en una garra. En el centro de la palma, entre decenas de pequeñas cicatrices y quemaduras, había una marca grotesca. Era tan profunda que con una repentina sensación de náusea me pregunté qué había sido del hueso que hubiera debido estar allí. Eso explicaba el extraño ángulo de su muñeca, la forma en que parecía colgar inerte del brazo. La marca consistía en un círculo incrustado en la palma del que partía, en dirección al pulgar, una línea corta.

La cicatriz tenía más o menos la forma de «Q», pero en aquel momento, conmocionada por la inesperada y dolorosa revelación, no caí en la cuenta, pues me perturbó tanto como me habría inquietado la aparición en un texto en inglés de un símbolo desconocido de una lengua olvidada e ilegible.

Me embargó un vértigo repentino y eché el brazo hacia atrás buscando mi butaca.

– Lo lamento -le oí decir-. Nos acostumbramos tanto a nuestros propios horrores que olvidamos el efecto que pueden tener en otras personas.

Tomé asiento y poco a poco recuperé la visión.

La señorita Winter cerró los dedos sobre la palma herida, giró la muñeca y devolvió a su regazo el puño cargado de pedrería. En un gesto protector, lo rodeó con los dedos de la otra mano.

– Es una pena que no quisiera escuchar mi historia de fantasmas, señorita Lea.

– La escucharé en otra ocasión.

Nuestra entrevista había terminado.

Mientras regresaba a mis dependencias pensé en la carta que la señorita Winter me había enviado, en esa letra tirante y esmerada distinta a todas las que había leído hasta entonces. Había atribuido esa caligrafía a una enfermedad. Artritis, tal vez. Ahora estaba claro: desde su primer libro y a lo largo de toda su carrera, la señorita Winter había escrito sus obras maestras con la mano izquierda.


En mi estudio las cortinas eran de terciopelo verde y un satén con filigranas de color dorado pálido cubría las paredes. Pese a su confuso silencio, la habitación me gustaba, pues el efecto en general quedaba mitigado por el amplio escritorio de madera y la silla de respaldo recto que había frente a la ventana. Encendí la lámpara del escritorio y extendí los pliegos de papel que había llevado conmigo y mis doce lápices por estrenar, columnas rojas y romas, justo el material con el que me gusta empezar un proyecto nuevo. Lo último que saqué de la bolsa fue el sacapuntas. Lo atornillé como un torno al borde del escritorio y coloqué la papelera exactamente debajo de él.

Movida por un impulso, me subí al escritorio y alargué un brazo por detrás de la recargada cenefa hasta alcanzar la barra de las cortinas. Mis dedos buscaron a tientas al borde de las cortinas y los ganchos que las sujetaban. Esa tarea exigía contar con más de una persona; las cortinas caían hasta el suelo, tenían doble forro y su peso, acomodado sobre mis hombros, era aplastante, pero en unos minutos ya había doblado y metido en un armario las cortinas. Me detuve en medio de la habitación y contemplé el resultado de mi esfuerzo.

La ventana era una vasta extensión de cristal oscuro y en el centro mi fantasma, con su oscura transparencia, me estaba mirando. Su mundo no se diferenciaba del mío -el contorno claro de un escritorio al otro lado del cristal y, detrás, un mullido sillón con botones incrustados, colocado en el círculo de luz que proyectaba una lámpara de pie-, pero mi silla era roja y la suya era gris; mi silla descansaba sobre una alfombra india, rodeada de paredes de luz dorada, la suya flotaba espectralmente en un plano oscuro, indefinido e interminable, donde formas vagas, como olas, parecían moverse y respirar.

Juntas emprendimos el pequeño ritual de preparar nuestros escritorios. Dividimos los pliegos de papel en montones más pequeños y pasamos las hojas para airearlas y separarlas. Uno a uno, sacamos punta a nuestros lápices, girando la manivela y observando las largas virutas rizarse y prolongarse hasta caer en la papelera que tenían justo debajo. Después de sacar una punta afilada al último lápiz, en lugar de colocarlo junto a los demás lo retuvimos en la mano.

– Bien -le dije-. Listas para trabajar.

Ella abría la boca, parecía estar hablándome. Yo no podía oír lo que decía.

Como no sé taquigrafía, confiaba en que transcribiendo las palabras clave que había ido anotando durante nuestra entrevista nada más terminarla bastaría para refrescarme la memoria. Y así fue desde ese primer encuentro. Consultando de vez en cuando mi libreta y evocando su imagen, su voz y sus gestos, escribí, dejando amplios márgenes, unos cuantos folios en los que transcribía las mismas palabras de la señorita Winter. Al cabo de un rato prácticamente me olvidé de la libreta y era ella quien, desde mi cabeza, me las dictaba.

En el margen de la izquierda anotaba los gestos, las expresiones y los ademanes que parecían añadir algo a lo que la señorita Winter quería decir. Dejaba el margen derecho en blanco para poder anotar ahí, después de releer lo escrito, mis propias ideas, comentarios y preguntas.

Tenía la sensación de que había trabajado durante horas. Salí del estudio para prepararme una taza de chocolate, pero el tiempo parecía detenerse sin alterar en absoluto el curso de mi recreación; volví a mi trabajo y retomé el hilo como si no hubiera habido interrupción.

«Nos acostumbramos tanto a nuestros propios horrores que olvidamos el efecto que pueden tener en otras personas», escribí finalmente en centro del folio, y en el margen izquierdo añadí una nota que describía la forma en que la señorita Winter había colocado los dedos de la mano sana sobre el puño encogido de la mano herida.

Tracé una doble línea debajo de la última frase y me desperecé.

En la ventana, mi otro yo también se desperezó. Cogió los lápices cuya punta había gastado y se puso a afilarlos.

Estaba a mitad de un bostezo cuando algo empezó a sucederle en la cara. Primero fue una deformación repentina en medio de la frente, como una ampolla. Le apareció otra marca en la mejilla, luego otra debajo de un ojo, otra en la nariz y otra en los labios. Cada mancha nueva iba acompañada de un ruido sordo, una percusión cada vez más rápida. A los pocos segundos parecía que todo el rostro se le hubiera descompuesto.

Mas no era obra de la muerte. Tan solo era lluvia, la tan esperada lluvia.

Abrí la ventana, dejé que se me empapara la mano y me pasé el agua por la cara y los ojos. Tuve un escalofrío; era hora de acostarse.

Dejé la ventana entornada para poder oír la lluvia, que seguía cayendo con una suavidad uniforme y sorda. Continué oyéndola mientras me desvestía, mientras leía y mientras dormía. Acompañó mis sueños como una radio mal sintonizada que dejan encendida toda la noche, emitiendo un confuso ruido blanco debajo del cual, apenas audibles, se suceden susurros de otros idiomas y fragmentos de melodías desconocidas.

Y por fin empezamos…

A las nueve en punto del día siguiente la señorita Winter mandó que me llamaran y fui a reunirme con ella en la biblioteca.

De día la estancia era muy diferente. Con los postigos retirados, los altos ventanales dejaban entrar a raudales la luz de un cielo claro. El jardín, todavía empapado por el aguacero de la noche, resplandecía con el sol de la mañana. Las exóticas plantas que descansaban junto a los poyos laterales de las ventanas parecían tocar con sus hojas a sus primas más resistentes, más húmedas, del otro lado del cristal, y los delicados marcos que sujetaban los cristales no parecían más sólidos que las hebras fulgurantes de una tela de araña desplegada entre dos ramas sobre la senda del jardín. La biblioteca propiamente dicha, de aspecto más liviano, más reducida que la noche anterior, semejaba un espejismo en forma de libros surgido del húmedo jardín invernal.

En contraste con el azul claro del cielo y el sol blanquecino, la señorita Winter era toda fuego y calor, una exótica flor de estufa en un invernadero del norte. Esa mañana no llevaba puestas las gafas de sol, pero se había pintado los párpados de color violeta y se los había perfilado con una raya de kohl a lo Cleopatra, ribeteados con las mismas pestañas negras y pobladas del día anterior. A la luz del día advertí un detalle que se me había pasado por alto por la noche: a lo largo de la rectísima línea que dividía en dos los rizos cobrizos de la señorita Winter transcurría una raya muy blanca.

– ¿Recuerda nuestro trato? -comenzó mientras me sentaba en la butaca, al otro lado de la chimenea-. Introducción, nudo y desenlace, todo en el orden correcto. Nada de trampas. Nada de adelantarse. Nada de preguntas.

Me sentía cansada. Una cama extraña en una casa extraña; además, me había despertado con una melodía monótona y atonal resonando en mi cabeza.

– Empiece por donde quiera -dije.

– Empezaré por la introducción. Aunque, naturalmente, la introducción nunca está donde uno cree. Le damos tanta importancia a nuestra propia vida que tendemos a creer que su historia comienza con nuestro nacimiento. Primero no había nada, entonces nací yo… Pero no es así. Las vidas humanas no son pedazos de cuerda que podemos separar del nudo que forman con otros pedazos de cuerda para enderezarnos. Las familias son tejidos. Resulta imposible tocar una parte sin hacer vibrar el resto. Resulta imposible comprender una parte sin poseer una visión del conjunto.

»Mi historia no es solo mía, es la historia de Angelfield. El pueblo de Angelfield. La casa de Angelfield. Y la propia familia Angelfield. George y Mathilde; sus hijos, Charlie e Isabelle; las hijas de Isabelle, Emmeline y Adeline. Su casa, sus vicisitudes, sus miedos, y su fantasma. Siempre deberíamos prestar atención a los fantasmas, ¿no cree, señorita Lea?

Me lanzó una mirada afilada, pero fingí no verla y continuó:

– Un nacimiento no es, en realidad, una introducción. Nuestra vida, cuando empieza, no es realmente nuestra, sino la continuación de la historia de otro. Pongamos, por ejemplo, mi caso. Viéndome ahora, seguro que piensa que mi nacimiento fue especial, ¿verdad? Acompañado de extraños presagios y atendido por brujas y hadas madrinas. Pues no, ni mucho menos. De hecho, cuando nací no era más que un argumento secundario.

»Pero cómo puede conocer esta historia que precede a mi nacimiento, advierto que se está preguntando. ¿Cuáles son mis fuentes? ¿De dónde proviene la información? Bien, ¿de dónde proviene la información en una casa como Angelfield? De los sirvientes, naturalmente, en especial del ama. No quiero decir que fue ella quien me lo contó todo, si bien es cierto que a veces rememoraba el pasado cuando se sentaba a limpiar la plata y parecía olvidarse de mi presencia mientras hablaba. Fruncía el entrecejo al recordar rumores y chismes que corrían por el pueblo. Sucesos, conversaciones y episodios salían de sus labios y parecían representarse de nuevo sobre la mesa de la cocina. Sin embargo, tarde o temprano, el hilo de la historia la conducía a episodios no aptos para una niña -sobre todo no aptos para mí- y de repente recordaba que yo estaba allí, suspendía su relato en mitad de una frase y se ponía a frotar con energía la cubertería, como si así pudiera borrar todo el pasado, pero en una casa donde hay niños no puede haber secretos. Así pues, reconstruí la historia de otra manera. Cuando el ama conversaba con el jardinero frente al té de la mañana, yo aprendía a interpretar los silencios repentinos que interrumpían conversaciones aparentemente inocentes. Fingiendo no notar nada, reparaba en las palabras concretas que les hacían mirarse en silencio. Y cuando creían que estaban solos y podían hablar con libertad… en realidad no estaban solos. De esa forma fui comprendiendo la historia de mis orígenes, i más tarde, cuando el ama envejeció y se le soltó la lengua, sus divagaciones confirmaron la historia que yo había estado años tratando de adivinar. Es esta historia -la que me llegó en forma de insinuaciones, miradas y silencios- la que voy a vestir de palabras para usted.

La señorita Winter se aclaró la garganta, preparándose para comenzar.

– Isabelle Angelfield era extraña.

La voz pareció abandonarla y, sorprendida, guardó silencio. Cuando habló de nuevo su tono fue cauto.

– Isabelle Angelfield nació durante una tormenta.

Otra vez la brusca pérdida de voz.

Tan acostumbrada estaba la señorita Winter a esconder la verdad que se le había atrofiado en su interior. Hizo un comienzo fallido, luego otro. No obstante, como un músico de talento que después de años sin tocar toma de nuevo su instrumento, finalmente se abrió camino.

Me contó la historia de Isabelle y Charlie.



Isabelle Angelfield era extraña.

Isabelle Angelfield nació durante una tormenta.

Es imposible saber si esos dos hechos guardan relación. No obstante, cuando veinticinco años después Isabelle se marchó de casa por segunda vez, los vecinos echaron la vista atrás y recordaron la interminable lluvia que cayó el día de su nacimiento. Algunos recordaron como si fuera ayer que el médico llegó tarde, pues tuvo que enfrentarse a las inundaciones causadas por el desbordamiento del río. Otros recordaron, sin sombra de duda, que el cordón umbilical había permanecido enrollado en el cuello de la pequeña hasta casi estrangularla antes de poder nacer. Sí, fue un parto muy complicado, pues al dar las seis, justo cuando el bebé estaba saliendo y el médico tocaba la campana, ¿no había abandonado la madre este mundo y pasado al siguiente? Así que si el tiempo hubiera sido apacible y el médico hubiera llegado antes y si el cordón no hubiera privado a la niña de oxígeno y si la madre no hubiera muerto… Y si, y si, y si… De nada sirve ese tipo de razonamiento. Isabelle era como era y no hay nada más que decir al respecto.

La recién nacida, un bultito blanco de furia, era huérfana de madre. Y al principio, en la práctica, también fue huérfana de padre. George Angelfield se hundió. Se encerró en la biblioteca y se negó a salir. Quizá parezca algo excesivo; por lo general, diez años de matrimonio bastan para curar el afecto conyugal, pero Angelfield era un tipo extraño, como demostró en aquel momento. Había amado a su esposa, a su malhumorada, perezosa, egoísta y preciosa Mathilde.

La había querido más de lo que quería a sus caballos, más incluso que a su perro. En cuanto a su hijo Charlie, un niño de nueve años, a George jamás se le ocurrió preguntarse si lo quería más o menos que a Mathilde, porque ni siquiera pensaba en Charlie.

Desconsolado, medio enloquecido por el dolor, George Angelfield pasaba los días sentado en la biblioteca, sin comer, sin ver a nadie. Y también pasaba allí las noches, en el diván, sin dormir, contemplando la luna con los ojos enrojecidos. Esa situación se prolongó varios meses. Sus mejillas, ya pálidas de por sí, empalidecieron aún más, adelgazó y dejó de hablar. Hicieron llamar a especialistas de Londres. El párroco fue y se marchó. El perro languidecía por falta de afecto y cuando pereció, George Angelfield apenas se percató.

Finalmente el ama perdió la paciencia. Levantó a la pequeña Isabelle de la cuna del cuarto de los niños y la llevó abajo. Pasó ante el mayordomo desoyendo sus advertencias y entró en la biblioteca sin llamar. Caminó hasta el escritorio y puso al bebé en los brazos de George Angelfield sin decir ni una palabra. A renglón seguido giró sobre sus talones y se marchó dando un portazo.

El mayordomo hizo ademán de entrar con la idea de recuperar a la niña, pero el ama alzó un dedo y espetó entre dientes:

– ¡Ni se te ocurra!

El mayordomo se quedó tan pasmado que obedeció. Los sirvientes de la casa se congregaron frente a la biblioteca, mirándose unos a otros, sin saber qué hacer, pero la firme determinación del ama los tenía paralizados, de modo que no hicieron nada.

Fue una tarde larga y al anochecer una criada corrió hasta el cuarto de los niños.

– ¡Ha salido! ¡El señor ha salido!

Con su paso y su porte habituales, el ama bajó para que le explicaran lo sucedido.

Los sirvientes se habían pasado horas en el vestíbulo, pegando la oreja a la puerta y mirando por el ojo de la cerradura. Al principio el señor se había limitado a contemplar al bebé con el rostro embobado y perplejo. El bebé se retorcía y gorjeaba. Cuando George Angelfield empezó a responder con gorgoritos y arrullos, los sirvientes se miraron atónitos, pero mayor fue su pasmo cuando al rato le escucharon cantar una nana. El bebé se durmió y se hizo el silencio. El padre, informaron los sirvientes, no apartó los ojos de la cara de su hija ni un segundo. Luego la pequeña despertó hambrienta y comenzó a llorar. Los berridos fueron ganando volumen e intensidad hasta que, finalmente, la puerta se abrió de par en par.

Y ahí estaba mi abuelo, con su hija en los brazos.

Al ver a los sirvientes rondando ociosos, los fulminó con la mirada y bramó:

– ¿Es que en esta casa se deja a los bebés morir de hambre?

A partir de ese día George Angelfield cuidó personalmente de su hija. Le daba de comer y la bañaba, trasladó la cuna a su habitación por si se sentía sola y se ponía a llorar por las noches, confeccionó un cabestrillo para poder montar a caballo con ella, le leía (cartas comerciales, páginas de deportes y novelas románticas) y compartía con ella todos sus pensamientos y proyectos. En pocas palabras, se comportaba como si Isabelle fuera una compañera sensata y agradable y no una niña rebelde e ignorante.

Quizá su padre la adorara por su físico. Charlie, el hijo a quien no prestaba atención, nueve años mayor que Isabelle, era el vivo retrato de su padre: recio, pálido y pelirrojo, de andar patoso y semblante alelado. Isabelle, en cambio, había heredado rasgos de sus dos progenitores. El cabello pelirrojo que compartían su padre y su hermano se le fue oscureciendo hasta adquirir un castaño rojizo intenso y vivo. En ella la blanca tez de los Angelfield se extendía sobre bellas facciones francesas. Poseía el mejor mentón, el paterno, y la mejor boca, la materna. Tenía los ojos almendrados y las pestañas largas de su madre pero cuando las levantaba dejaba ver los asombrosos iris de color verde esmeralda distintivos de los Angelfield. Isabelle era, físicamente al menos, la mismísima perfección.

La casa se adaptó a esa situación tan insólita. Sus moradores vivían con el acuerdo tácito de actuar como si fuera del todo normal que un padre sintiera adoración por su hija pequeña. No debían considerar impropio de un hombre, impropio de un caballero, ni ridículo, que no se separara de ella ni un momento.

Pero ¿y Charlie, el hermano de la pequeña? Charlie era un muchacho corto de entendederas que no dejaba de dar vueltas a sus cuatro obsesiones y era imposible enseñarle cosas nuevas o que pensara con lógica. Hacía caso omiso del bebé y agradecía los cambios que su llegada había supuesto en el funcionamiento de la casa. Antes de Isabelle había tenido dos padres a quienes el ama podía informar de su mala conducta, dos padres cuyas reacciones eran difíciles de prever. Su madre le había impuesto una disciplina contradictoria: unas veces lo zurraba por su mal comportamiento y otras simplemente se reía. Su padre, aunque severo, era tan despistado que solía olvidar los castigos que le había impuesto. No obstante, cuando se encontraba con el muchacho, le asaltaba la vaga sensación de que podía haber una fechoría que enmendar y le propinaba una zurra pensando que si no la merecía en ese momento bien valdría para la próxima ocasión. Eso enseñó al muchacho una buena lección: no debía cruzarse con su padre.

Con la llegada de la niña Isabelle todo eso cambió. Mamá ya no estaba y papá era como si no estuviese, demasiado ocupado con su pequeña Isabelle para interesarse por las quejas histéricas de las criadas sobre ratones cocinados con el asado del domingo o alfileres hundidos en el jabón por manos malintencionadas. Charlie podía hacer lo que le viniera en gana, y lo que más le tentaba era arrancar tablas de los escalones del desván y observar cómo las criadas tropezaban y se torcían el tobillo.

El ama podía regañarle, pero a fin de cuentas solo era el ama, y en esa nueva vida de libertad Charlie podía mutilar y herir cuanto le apeteciera con la certeza de que saldría impune. Dicen que la conducta congruente en los adultos es buena para los niños, pero asimismo la desatención congruente decididamente sentaba bien a ese niño, porque durante esos primeros años siendo medio huérfano Charlie Angelfield fue muy feliz.

La adoración de George Angelfield por su hija superó todas las pruebas que un hijo es capaz de imponer a un padre. Cuando Isabelle comenzó a hablar George descubrió que era una superdotada, un auténtico oráculo, así que empezó a consultárselo todo, hasta que la casa acabó funcionando según los caprichos de una niña de tres años.

Recibían pocas visitas, que todavía se redujeron más cuando la casa pasó de la excentricidad al caos. Después los sirvientes empezaron a comentar sus quejas entre ellos. El mayordomo se marchó antes de que la niña cumpliera dos años. La cocinera soportó un año más los irregulares horarios de comidas que exigía la niña, y finalmente llegó el día en que también ella se despidió. Cuando se marchó se llevó a la pinche, de manera que al final la responsabilidad de garantizar el suministro de bizcocho y jalea a horas extrañas del día recayó en el ama. Las criadas no se sentían en la obligación de realizar sus tareas; opinaban, no sin razón, que sus reducidos sueldos a duras penas compensaban los cortes y los moretones, las torceduras de tobillo y las descomposiciones de estómago que padecían como consecuencia de los sádicos experimentos de Charlie. Se marcharon, fueron reemplazas por una sucesión de empleadas por horas -ninguna de las cuales duró demasiado-, hasta que al final incluso se prescindió de ellas.

Al cumplir Isabelle los cinco años la casa había quedado reducida George Angelfield, los dos niños, el ama, el jardinero y el guardabosques. El perro había muerto y los gatos, temerosos de Charlie, vivían fuera de la casa y se refugiaban en el cobertizo del jardinero cuando el frío arreciaba.

Si George Angelfield reparaba en su aislamiento, en la mugre en que vivían, no lo lamentaba. Tenía a Isabelle y era feliz.

Quien sí echaba de menos a los sirvientes era Charlie. Sin ellos carecía de sujetos para hacer sus experimentos. Buscando alguien a quien hacer daño su mirada se posó, como estaba destinado a suceder tarde o temprano, en su hermana.

Charlie no podía hacerla llorar en presencia de su padre y, dado que Isabelle raras veces se separaba de él, se enfrentaba a un problema. ¿Cómo alejarla de allí?

Con un señuelo. Susurrándole promesas de algo mágico y sorprendente, Charlie sacó a Isabelle por la puerta lateral y la condujo por los largos arriates, el jardín de las figuras y la avenida de hayas hasta alcanzar el bosque. Charlie conocía allí un lugar apropiado: una vieja caseta húmeda y sin ventanas, el sitio perfecto para los secretos.

Lo que Charlie buscaba era una víctima, y su hermana, que caminaba detrás de él más menuda, más joven y débil, debió de parecerle idónea. Pero ella era extraña e inteligente, así que las cosas no sucedieron exactamente como él esperaba.

Charlie le subió la manga a su hermana y le pasó un trozo de alambre, naranja por el óxido, a lo largo de la parte interna del antebrazo. Isabelle miró fijamente las gotas rojas que brotaban de la línea morada de sus venas y levantó la vista hacia su hermano. Tenía los ojos verdes muy abiertos por la sorpresa y por algo cercano al placer. Cuando alargó la mano para exigir el alambre, Charlie se lo entregó sin rechistar. Isabelle se subió la otra manga, se perforó la piel y deslizó diligentemente el alambre por el brazo hasta tocar casi la muñeca. Como su corte era más profundo que el que le había hecho su hermano, la sangre brotó al instante y empezó a correr. Isabelle dejó escapar un suspiro de satisfacción contemplándola y, acto seguido, la chupó con la lengua. Devolvió el alambre a su hermano y le indicó con un gesto que se subiera la manga.

Charlie estaba perplejo. Pero se clavó el alambre en el brazo porque ella así lo deseaba y rió mientras notaba el dolor.

En lugar de una víctima, Charlie había dado con la más extraña de las cómplices.


La vida transcurría para los Angelfield sin fiestas, sin cacerías, sin criadas y sin la mayoría de las cosas que las personas de su clase daban por sentadas por aquel entonces. No se relacionaban con sus vecinos, permitían que la finca fuera administrada por los aparceros y dependían de la buena voluntad del ama y el jardinero para aquellas transacciones cotidianas con el mundo que eran necesarias para la supervivencia.

George Angelfield se olvidó del mundo y durante un tiempo el mundo se olvidó de él, pero volvieron a recordárselo. El motivo fue algo relacionado con el dinero.

Había otras mansiones en las inmediaciones. Otras familias más o menos aristocráticas. Entre esas familias había un hombre que cuidaba mucho de su dinero; buscaba el mejor asesoramiento, invertía grandes sumas allí donde dictaba la prudencia y especulaba con pequeñas cantidades allí donde el riesgo de pérdida era mayor pero las ganancias, si la cosa salía bien, cuantiosas. En un determinado momento perdió todas las grandes sumas y, aunque las pequeñas subieron, si bien moderadamente, se vio en apuros. Para colmo, tenía un hijo holgazán y despilfarrador y una hija de ojos saltones y tobillos gruesos. Tenía que hacer algo.

George Angelfield nunca veía a nadie, por consiguiente nadie le ofrecía consejos financieros. Cuando su abogado le enviaba alguna recomendación, la desoía, y cuando su banco le enviaba alguna carta, ni la contestaba. En consecuencia, el dinero de los Angelfield, en lugar de menguar a fuerza de perseguir un negocio tras otro, holgazaneaba en la cámara acorazada del banco y solo hacía que aumentar.

Todo se sabe, y más si se trata de dinero. La voz corrió.

– ¿George Angelfield no tenía un hijo? -preguntó la esposa del vecino al borde de la ruina-. ¿Qué edad tendrá ahora? ¿Veintiséis?

Y si el hijo no podía ser para su Sybilla, ¿por qué no la muchacha para Roland?, se preguntó. Ya casi debía de estar en edad de casarse. Y de todos era sabido que el padre la adoraba; no iría con las manos vacías.

– Un tiempo agradable para una merienda al aire libre -dijo, y su esposo, como suele suceder con los maridos, no vio la relación.


La invitación languideció durante dos semanas en la repisa de la ventana del salón y habría permanecido allí hasta que el sol se hubiera comido el color de la tinta de no haber sido por Isabelle. Una tarde, sin saber qué hacer, bajó al salón, resopló de aburrimiento, cogió la carta y la abrió.

– ¿Qué es? -preguntó Charlie.

– Una invitación -respondió ella-. Para una merienda al aire libre.

¿Una merienda al aire libre? Charlie pensó. Le parecía extraño. Pero se encogió de hombros y lo olvidó.

Isabelle se levantó y caminó hasta la puerta.

– ¿Adónde vas?

– A mi cuarto.

Charlie hizo ademán de seguirla, pero ella le detuvo.

– Déjame tranquila -dijo-. No me apetece.

Él protestó, la agarró del pelo y le deslizó los dedos por la nuca todavía con los moretones que le había hecho la última vez, pero ella se retorció hasta liberarse, echó a correr escaleras arriba y cerró su puerta con llave.

Una hora más tarde Charlie la oyó bajar y salió al vestíbulo.

– Ven a la biblioteca conmigo -dijo él.

– No.

– Entonces vamos al parque de ciervos.

– No.

Charlie advirtió que se había cambiado.

– ¿Qué haces con esa pinta? -dijo-. Estás ridícula.

Isabelle lucía un vestido de verano, de una tela blanca muy ligera con un ribete verde, que había pertenecido a su madre. En lugar de sus habituales zapatillas de tenis con los cordones deshilachados calzaba unas sandalias de raso verde un número demasiado grande -también de su madre- y se había prendido una flor en el pelo con una peineta. Llevaba carmín en los labios.

El corazón de Charlie se ensombreció.

– ¿Adónde vas? -preguntó.

– A la merienda.

La agarró del brazo, le hincó los dedos y la arrastró hacia la biblioteca.

– ¡No!

La arrastró con más fuerza.

– ¡Charlie, he dicho que no! -repitió Isabelle entre dientes.

La soltó. Sabía que cuando ella decía que no de ese modo, quería decir no. Lo tenía más que comprobado. El mal humor podía durarle varios días.

Isabelle se volvió y abrió la puerta.

Enfadadísimo, Charlie buscó algo que golpear, pero ya había roto todo cuanto era rompible y el resto de objetos le harían más daño a sus nudillos que el destrozo que él pudiera causarles. Relajó los puños, cruzó la puerta y siguió a Isabelle hasta la merienda al aire libre.


De lejos, la juventud reunida a orillas del lago formaba un bonito cuadro con sus vestidos de verano y sus camisas blancas. Las copas que sostenían en la mano contenían un líquido que centelleaba con la luz del sol y la hierba que pisaban parecía tan suave que invitaba a caminar descalzo por ella, pero lo cierto era que los invitados estaban asfixiándose bajo sus ropas, que el champán estaba caliente y que si alguien hubiera tenido la ocurrencia de descalzarse, habría pisado excrementos de oca. Aun así estaban dispuestos a fingir alegría, con la esperanza de que su actuación terminara siendo real.

Un joven algo separado de la multitud vislumbró movimiento cerca de la casa: una chica con un atuendo extraño acompañada de un hombre con pinta de pelmazo. Había algo especial en ella.

El joven no rió el chiste de su compañero; este se volvió para ver qué era eso que había atraído su atención y también calló. Un grupo de chicas, siempre pendientes de los movimientos de los muchachos incluso cuando los tenían detrás, se volvieron para conocer la causa del repentino silencio. A partir de ahí, por una suerte de efecto dominó, todos los comensales se volvieron hacia los recién llegados y enmudecieron al verlos.

Por la vasta extensión de césped avanzaba Isabelle.

Llegó hasta el grupo. Este se abrió para ella como el mar se abrió para Moisés, e Isabelle caminó directamente por el centro hasta la orilla del lago. Se detuvo sobre una piedra lisa que despuntaba por encima del agua. Alguien se acercó a ella con una copa y una botella, Pero Isabelle lo rechazó con un gesto de la mano. El sol pegaba fuerte, el paseo había sido largo y haría falta algo más que champán para refrescarla.

Se quitó los zapatos, los colgó de un árbol y extendiendo los brazos se dejó caer en el agua.

La multitud soltó un gritito ahogado, y cuando Isabelle emergió a la superficie, con el agua corriéndole por la silueta de una forma que recordaba al nacimiento de Venus, soltó otro gritito.

Esa zambullida fue otra de las cosas que la gente recordó años más tarde, cuando Isabelle se marchó de casa por segunda vez. La gente recordó y meneó la cabeza con una mezcla de lástima y desaprobación. La muchacha siempre había sido así, pero aquel día en concreto los invitados lo atribuyeron a su espíritu alegre y se lo agradecieron. Sin ayuda de nadie, Isabelle animó la fiesta.

Uno de los jóvenes, el más osado, rubio y con una risa llamativa, se descalzó, se quitó la corbata y se tiró al lago. Tres de sus amigos siguieron su ejemplo. En un abrir y cerrar de ojos todos los muchachos estaban en el agua buceando, llamando a los demás, gritando y rivalizando en saltos y zambullidas.

Las chicas reaccionaron con rapidez y comprendieron que solo tenían un camino. Colgaron sus sandalias de las ramas, pusieron sus caras más animadas y se tiraron al agua lanzando gritos que esperaban sonaran desinhibidos en tanto que hacían todo lo posible por impedir que se les mojara el pelo.

Sus esfuerzos fueron en vano. Los hombres solo tenían ojos para Isabelle.

Charlie no imitó a su hermana lanzándose al agua, sino que se mantuvo algo alejado y se dedicó a observar. Pelirrojo y blanco de piel, era un hombre hecho para la lluvia y los pasatiempos de interior. Tenía la cara sonrosada por el sol y el sudor que le caía de la frente le irritaba los ojos, pero apenas parpadeaba. No quería apartar sus ojos de Isabelle.

¿Cuántas horas habían pasado cuando volvió a encontrarse con ella? Le pareció una eternidad. Animada por la presencia de Isabelle, la merienda se había alargado mucho más de lo previsto. No obstante los invitados tenían la sensación de que el tiempo había pasado volando y de haber podido se habrían quedado un poco más. La fiesta terminó con la consolación de que se celebrarían más meriendas, con promesas de otras invitaciones y con besos húmedos.

Cuando Charlie se acercó, Isabelle tenía la americana de un muchacho sobre los hombros y al joven en cuestión en el bolsillo. No muy lejos merodeaba una chica que no estaba segura de si su presencia sería bienvenida. Aunque regordeta, feúcha y mujer, el gran parecido que guardaba con el joven evidenciaba que era su hermana.

– Nos vamos -dijo bruscamente Charlie a su hermana Isabelle.

– ¿Tan pronto? Había pensado que podríamos dar un paseo. Con Roland y Sybilla. -Isabelle sonrió gentilmente a la hermana de Roland, quien sorprendida por la inesperada amabilidad le devolvió la sonrisa.

Si bien Charlie a veces conseguía, lastimándola, que Isabelle le obedeciera en casa, en público no se atrevía, de modo que cedió.

¿Qué ocurrió durante ese paseo? Nadie fue testigo de lo que sucedió en el bosque, así que no hubo rumores. Al menos al principio. Mas no hace falta ser un genio para deducir, por los acontecimientos posteriores, lo que pasó esa noche bajo el dosel del follaje estival.

Más o menos esto fue lo que sucedió:

Isabelle seguramente encontró un pretexto para deshacerse de los hombres.

– ¡Mis zapatos! ¡Me los he dejado en el árbol!

Y probablemente envió a Roland a buscarlos y a Charlie a por un chal o cualquier otra cosa para Sybilla.

Las muchachas se sentaron sobre el suelo mullido. Ausentes los nombres y ya en la creciente oscuridad, comenzaron a esperarlos adormiladas por el champán, aspirando los restos del calor del sol y con estos el principio de algo más oscuro, el bosque y la noche. El calor que desprendían sus cuerpos fue evaporando la humedad de los vestidos, y a medida que se secaban, los pliegues de la tela se iban separando de la carne y les hacían cosquillas.

Isabelle sabía lo que quería: tiempo a solas con Roland; pero para conseguirlo tenía que deshacerse de su hermano.

Empezó a hablar mientras se recostaban en un árbol.

– Y dime, ¿quién es tu pretendiente?

– La verdad es que no tengo pretendiente -reconoció Sybilla.

– Pues deberías tener uno.

Isabelle se tendió sobre un costado, cogió la hoja liviana de un helecho y se la pasó por los labios. Luego la deslizó por los labios de su compañera.

– Hace cosquillas -murmuró Sybilla.

Isabelle lo hizo de nuevo. Sybilla sonrió. Tenía los ojos entornados y no detuvo a Isabelle cuando le deslizó la suave hoja por el cuello y el escote del vestido, prestando especial atención a la ondulación de sus senos. Sybilla dejó escapar una risita un poco gangosa.

Cuando la hoja descendió hasta la cintura y siguió bajando, Sybilla abrió los ojos.

– Has parado -protestó.

– No he parado -dijo Isabelle-, pero no puedes notarlo a través del vestido. -Levantó el borde del vestido de Sybilla y jugueteó con la hoja a lo largo de los tobillos-. ¿Mejor así?

Sybilla volvió a cerrar los ojos.

Desde su tobillo algo grueso la pluma verde se abrió paso hasta su contundente rodilla. Un murmullo nasal escapó de los labios de Sybilla, aunque no se retorció hasta que la hoja le alcanzó la frontera de los muslos y no suspiró hasta que Isabelle sustituyó la hoja por sus delicados dedos.

Isabelle no apartó ni una sola vez su mirada afilada del rostro de la muchacha, y cuando los párpados de Sybilla mostraron el primer indicio de un parpadeo, retiró la mano.

– Lo que necesitas en realidad -dijo con total naturalidad- es un pretendiente.

Arrancada contra su voluntad de su éxtasis inconcluso, Sybilla la miró sin entender.

– Por las cosquillas -tuvo que explicarle Isabelle-. Es mucho mejor con un pretendiente.

Y cuando Sybilla preguntó a su nueva amiga:

– ¿Cómo lo sabes?

Isabelle tenía la respuesta preparada:

– Por Charlie.

Cuando los chicos regresaron, zapatos y chal en mano, Isabelle ya había conseguido su objetivo. Sybilla, con la falda y la enagua algo revueltas, contempló a Charlie con mucho interés.

Charlie, ajeno al escrutinio, estaba mirando a su hermana.

– ¿Te has dado cuenta de cuánto se parecen Isabelle y Sybilla? -preguntó despreocupadamente Isabelle. Charlie la fulminó con la mirada-. Me refiero a como suenan los dos nombres. Son casi intercambiables, ¿no crees? -Lanzó una mirada afilada a su hermano, obligándole a comprender-. Roland y yo vamos a caminar un poco más, pero Sybilla está cansada. Quédate con ella. -Isabelle cogió a Roland del brazo.

Charlie miró fríamente a Sybilla y reparó en el desorden de su vestido. Ella le miró a su vez, tenía los ojos como platos y la boca ligeramente abierta.

Cuando Charlie se volvió hacia Isabelle, ya había desaparecido. Desde la oscuridad solo le llegaba su risa, su risa y el murmullo quedo de la voz de Roland. Se desquitaría más tarde. Juró que lo haría. Le haría pagar por eso mil veces.

Entretanto, tenía que desahogarse de algún modo.

Se volvió hacia Sybilla.


El verano fue una sucesión de meriendas al aire libre. Y para Charlie fue una sucesión de Sybillas. Pero para Isabelle solo hubo un Roland. Cada día burlaba la vigilancia de Charlie, escapaba de sus garras y desaparecía con su bicicleta. Él nunca conseguía averiguar dónde se encontraba la pareja, era demasiado lento para seguir a su hermana cuando se daba a la fuga pedaleando a toda velocidad, con el cabello ondeando al viento. En ocasiones Isabelle no regresaba hasta que caía la noche, y a veces ni siquiera entonces. Cuando él la reprendía, ella se reía y le daba la espalda, como si no existiera. Él intentaba hacerle daño, lesionarla y, mientras ella escapaba una y otra vez, escurriéndosele de los dedos como el agua, cayó en la cuenta de lo mucho que sus juegos habían dependido del consentimiento de su hermana. Por mucha fuerza que él tuviera, la rapidez y la inteligencia de Isabelle siempre le permitían huir de él. Como un jabalí encolerizado por una abeja, Charlie se sentía impotente.

De vez en cuando, apaciguadora, Isabelle cedía a sus súplicas. Durante una hora o dos se entregaba a su voluntad, permitiéndole disfrutar de la ilusión de que había vuelto para quedarse y que entre ellos todo volvía a ser como antes; pero Charlie no tardaba en comprobar que era una ilusión, y sus renovadas ausencias después de esos paréntesis le resultaban todavía más desesperantes.

Charlie olvidaba su dolor con una u otra Sybilla, aunque solo durante un tiempo. Al principio su hermana le preparaba el terreno, pero cuando creció su entusiasmo por Roland, Charlie tuvo que encargarse de conseguir sus propias citas. No poseía la sutileza de su hermana, e incluso hubo un incidente que podría haber terminado en escándalo; Isabelle, indignada, le dijo que si así era como pensaba comportarse, tendría que buscarse otra clase de mujeres. Entonces Charlie pasó de las hijas de pequeños aristócratas a las hijas de herreros, granjeros y guardabosques. Personalmente no notaba la diferencia, pero por lo menos a la gente parecía importarle menos.

Aunque frecuentes, esos momentos de olvido eran breves. Los ojos espantados, los brazos magullados, los muslos ensangrentados, eran borrados de su memoria en cuanto se volvía. Nada rozaba siquiera la gran pasión de su vida: su amor por Isabelle.


Una mañana, hacia el final del verano, Isabelle pasó las hojas en blanco de su diario y contó los días. Cerró el libro y lo devolvió al cajón con aire pensativo. Cuando lo decidió, bajó al estudio de su padre.

Su padre levantó la vista.

– ¡Isabelle!

Se alegraba de verla. Desde que había empezado a salir con tanta frecuencia, se sentía muy complacido cuando lo buscaba de ese modo.

– ¡Querido papá! -Isabelle le sonrió. Él percibió un destello extraño en sus ojos.

– ¿Estás tramando algo?

Ella deslizó la mirada hasta un recodo del techo y sonrió. Sin desviar los ojos de ese oscuro recodo, comunicó a su padre que se marchaba.

Al principio apenas entendió lo que su hija le había dicho. Notó un pulso palpitante en los oídos. Se le nubló la vista; cerró los ojos, pero dentro de su cabeza solo había volcanes, lluvias de meteoritos y explosiones. Cuando las llamas se extinguieron y en su mundo interior ya no quedó nada salvo un paisaje arrasado y mudo, abrió los ojos.

¿Qué le había hecho?

En su mano había un mechón de pelo con un pedazo de piel sanguinolenta en un extremo. Isabelle estaba de espaldas a la puerta, con las manos detrás del cuerpo, un hermoso ojo verde inyectado de sangre, una mejilla enrojecida y ligeramente hinchada. De su cuero cabelludo brotaba un hilo de sangre que descendía hasta la ceja y le rodeaba el ojo.

Él estaba horrorizado tanto por él como por ella. Se volvió en silencio e Isabelle salió de la habitación.

George permaneció en su estudio durante horas, enroscando una y otra vez el cabello castaño que había encontrado en su mano alrededor del dedo; una y otra vez, alrededor del dedo, apretando, apretando, hasta que el pelo se le clavó en la carne, hasta que formó tal maraña que fue imposible desenroscarlo. Y finalmente, cuando la sensación de dolor hubo completado su lento viaje desde el dedo hasta la conciencia, lloró.

Charlie no estaba en casa aquel día y no llegó hasta medianoche. Cuando vio vacío el cuarto de Isabelle, recorrió toda la casa intuyendo, por un sexto sentido, que había ocurrido una catástrofe. Como no dio con su hermana se dirigió al estudio de su padre. Un vistazo al rostro ceniciento del hombre se lo dijo todo. Padre e hijo se miraron un instante, pero compartir su pérdida no hizo que se unieran. Nada podían hacer el uno por el otro.

En su habitación, Charlie se sentó en la butaca situada frente a la ventana, donde permaneció quieto durante horas; una silueta contra un rectángulo de luz lunar. En determinado momento abrió un cajón, cogió el revólver que había conseguido mediante extorsión de un cazador furtivo de la zona y se lo llevó a la sien en dos o tres ocasiones, pero la fuerza de la gravedad lo devolvió al regazo en cada ocasión.

A las cuatro de la madrugada guardó el revólver y cogió la larga aguja que había robado del costurero del ama hacía diez años y al que tantos usos había dado desde entonces. Se levantó la pernera del pantalón, bajó el calcetín y se hizo una nueva punción en la piel. Los hombros le temblaban, pero su mano se mantuvo firme mientras en la tibia grababa una única palabra: Isabelle.


En ese momento Isabelle llevaba muchas horas ausente. Había regresado a su cuarto y había salido minutos después, tomando la escalera que bajaba a la cocina. Tras darle al ama un abrazo extraño, fuerte, inusitado en ella, se escurrió por la puerta lateral y echó a correr por el huerto hasta la puerta del jardín abierta en un muro de piedra. La vista del ama había ido empeorando con el tiempo, pero había desarrollado la capacidad de captar los movimientos de la gente detectando las vibraciones en el aire, y, durante un brevísimo instante, antes de cerrar la puerta del jardín tras de sí tuvo la impresión de que Isabelle titubeaba.

Cuando George Angelfield comprendió que Isabelle se había marchado, se metió en su biblioteca y cerró la puerta con llave. No aceptó comida ni visitas. A esas alturas ya solo iban a verle el párroco y el médico, pero los echó con cajas destempladas. «¡Dígale a su Dios que puede irse al infierno!» y «¡Deje a este animal herido morir en paz!» fue cuanto obtuvieron como bienvenida.

Cuando ambos regresaron unos días más tarde, llamaron al jardinero para que echara la puerta abajo. George Angelfield había muerto. Bastó un breve examen para determinar que el hombre había fallecido de una septicemia causada por el aro de cabello humano que tenía profundamente incrustado en la carne del dedo anular.

Charlie no murió, aunque no comprendía cómo podía seguir vivo. Se pasaba el día deambulando por la casa. Dibujó en el polvo una senda de pisadas y la recorría cada día, empezando en el piso superior y terminando en la planta baja. Los dormitorios del desván, vacíos desde hacía años, las dependencias de la servidumbre, las habitaciones de la familia, el estudio, la biblioteca, la sala de música, el salón, la cocina. Su búsqueda era inquieta, interminable, desesperanzada. De noche salía a vagar por la finca, las piernas lo empujaban incansablemente hacia delante, hacia delante, hacia delante. Entretanto sus dedos jugueteaban con la aguja del ama que tenía en el bolsillo. Las yemas eran un pegote sanguinolento y postilloso.

Charlie vivió así varios meses, septiembre, octubre, noviembre diciembre, enero y febrero. Isabelle regresó a principios de marzo.

Charlie se encontraba en la cocina, siguiendo sus huellas, cuando oyó ruidos de cascos y ruedas que se aproximaban a la casa. Con expresión ceñuda, se acercó a la ventana. No quería visitas.

Una figura familiar bajó del vehículo y su corazón se detuvo en seco.

En apenas un instante alcanzó la puerta, los escalones y el carruaje, y allí estaba Isabelle.

La miró de hito en hito.

Isabelle rompió a reír.

– Toma -dijo-, coge esto. -Y le tendió un paquete pesado envuelto en una tela. Metió un brazo en la parte trasera del carruaje y sacó algo-. Y esto. -Y Charlie se lo colocó obediente debajo del brazo-. Y ahora, daría cualquier cosa por una enorme copa de coñac.

Aturdido, Charlie siguió a Isabelle hasta la casa y el estudio. Ella fue directa al mueble bar, de donde sacó dos copas y una botella. Vertió un generoso chorro en una de ellas y lo apuró de un trago exhibiendo la blancura de su cuello; luego volvió a llenar su copa y también la segunda, que le ofreció a su hermano. Entretanto él la miraba petrificado, mudo, con las manos ocupadas con los fardos bien envueltos con tela. La risa de Isabelle resonó una vez más en sus oídos y creyó estar demasiado cerca de un enorme campanario. La cabeza empezó a darle vueltas y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Suelta los paquetes -le ordenó Isabelle-. Vamos a brindar. -Él cogió la copa e inhaló los gases del aguardiente-. ¡Por el futuro! -Charlie bebió el coñac de un trago y al sentir su ardor rompió a toser.


– No has reparado en ellos, ¿verdad? -preguntó ella.

Él frunció el entrecejo.

– Mira.

Isabelle se volvió hacia los paquetes que él había dejado encima del escritorio, retiró el mullido envoltorio y dio un paso atrás. Él volvió lentamente la cabeza y miró. Los dos fardos eran bebés; dos bebés gemelos. Parpadeó. Detectó vagamente que la situación exigía alguna reacción por su parte, pero no sabía qué debía decir o hacer.

– ¡Oh, Charlie, por lo que más quieras, despierta!

Su hermana lo cogió de las manos y lo arrastró en una danza disparatada por toda la estancia. Le hizo dar vueltas y más vueltas, hasta que el movimiento empezó a despejarle la cabeza. Cuando se detuvieron Isabelle le tomó la cara entre las manos y habló:

– Roland ha muerto, Charlie. Ahora estamos solo tú y yo, ¿comprendes?

Él asintió.

– Bien. Veamos, ¿dónde está papá?

Cuando Charlie se lo dijo, Isabelle enloqueció. El ama, que salió de la cocina al oír los chillidos, la acostó en su antiguo dormitorio; cuando finalmente se calmó, le preguntó:

– ¿Cómo se llaman los bebés?

– March -respondió Isabelle.

Pero el ama ya lo sabía; la noticia de la boda le había llegado hacia unos meses, y también la del parto (aunque no le había hecho falta contar los meses con los dedos, lo hizo de todos modos y apretó los labios). Se enteró de que Roland había muerto de neumonía hacía unas semanas; asimismo sabía que el señor y la señora March, destrozados por la muerte de su único hijo varón y espantados por la demencial indiferencia de su nueva nuera, evitaban calladamente a Isabelle y a sus hijas, deseando solo llorar la pérdida de Roland.

– Me refiero a sus nombres de pila.

– Adeline y Emmeline -respondió Isabelle, somnolienta.

– ¿Y cómo las distingues?

Antes de poder contestar la niña viuda cayó dormida. Mientras soñaba en su antigua cama, olvidados ya su aventura y su marido, recuperó su nombre de soltera. Cuando despertara por la mañana sentiría que su matrimonio no había existido y vería a las pequeñas no como hijas suyas -no tenía instinto maternal alguno-, sino como meros espíritus de la casa.

Las pequeñas también dormían. En la cocina, el ama y el jardinero se inclinaron sobre sus caritas suaves y pálidas, hablando en voz baja.

– ¿Quién es quién? -preguntó él.

– No lo sé.

Las observaron, cada uno a un lado de la vieja cuna: dos pares de pestañas como medias lunas, dos bocas fruncidas, dos cabezas sedosas. Uno de los bebés agitó ligeramente las pestañas y entreabrió un ojo. El jardinero y el ama contuvieron la respiración, pero el ojo volvió a cerrarse y el bebé siguió durmiendo.

– Quizá esta sea Adeline -susurró el ama.

De un cajón sacó un paño de cocina de rayas y cortó varias tiras. Con ellas hizo dos trenzas, ató la roja a la muñeca del bebé que se había movido y la blanca a la muñeca del que permanecía quieto.

Ama de llaves y jardinero, cada uno con una mano sobre la cuna, continuaron contemplándolas, hasta que el ama volvió su rostro satisfecho y tierno hacia el jardinero y habló de nuevo:

– Dos bebés. Hay que ver, Dig. ¡A nuestra edad!

Cuando él levantó la vista reparó en las lágrimas que empañaban los ojos castaños del ama.

Extendió una mano morena y tosca por encima de la cuna. Ella quiso borrar esa sensación tan insensata y, sonriendo, unió su mano menuda y regordeta a la de él. Dig notó en los dedos la humedad de las lágrimas del ama.

Bajo el arco de sus manos entrelazadas, bajo la línea trémula de sus miradas, los bebes soñaban.



Cuando terminé de transcribir la historia de Isabelle y Charlie era muy tarde. El cielo estaba oscuro y la casa estaba en silencio. Durante toda la tarde y parte de la noche había permanecido inclinada sobre mi escritorio, siguiendo de nuevo la narración de esa historia mientras mi lápiz escribía un renglón tras otro a su dictado. Un texto apretado atestaba mis folios, el torrente de palabras de la propia señorita Winter. De vez en cuando mi mano se deslizaba hacia la izquierda y anotaba algo en el margen izquierdo, cuando su tono de voz o un gesto suyos constituían un elemento más del relato.

Aparté la última hoja, solté el lápiz y estiré y encogí mis doloridos dedos. Durante horas la voz de la señorita Winter había evocado otro mundo, había hecho revivir a los muertos para mí, y mientras escuchaba yo no había visto nada salvo la función de marionetas que sus palabras iban representando. Pero cuando su voz dejó de sonar en mi cabeza, su imagen siguió presente y me acordé del gato gris que había aparecido en su regazo como por arte de magia. Sentado en silencio bajo las caricias de la señorita Winter, me había mirado fijamente con sus redondos ojos amarillos. Si veía mis fantasmas, si veía mis secretos, no parecían perturbarle lo más mínimo, se limitaba a parpadear y seguía mirándome con indiferencia.

– ¿Cómo se llama? -le había preguntado.

– Sombra -respondió distraídamente la señorita Winter.

Al fin en la cama, apagué la luz y cerré los ojos. Todavía podía notar el lugar en la yema del dedo donde el lápiz me había hecho una estría en la piel. El nudo que se había formado en mi hombro derecho mientras escribía se resistía a deshacerse. Aunque reinaba la oscuridad y tenía los ojos cerrados, continué viendo una hoja de papel escrita con renglones de mi propia letra con amplios márgenes a los lados. El margen derecho atrajo mi atención. Intacto, inmaculado, de un blanco deslumbrante, los ojos me escocieron al mirarlo. Era la columna reservada a mis comentarios, observaciones y preguntas.

En la oscuridad, mis dedos envolvieron un lápiz fantasma y temblaron como respuesta a las preguntas que se colaban en mi sopor. Me pregunté sobre el tatuaje secreto de Charlie, el nombre de su hermana grabado en el hueso. ¿Cuánto tiempo habría sobrevivido la inscripción? ¿Podía un hueso vivo recomponerse solo? ¿O su secreto lo acompañó hasta la muerte? En el ataúd, bajo tierra, cuando la carne se descompuso, ¿apareció el nombre de Isabelle en la oscuridad? Roland March, el marido muerto, tan pronto caído en el olvido… Isabelle y Charlie. Charlie e Isabelle. ¿Quién era el padre de las gemelas? Y más allá de mis pensamientos, la cicatriz de la palma de la mano de la señorita Winter apareció ante mi vista. La letra «Q», de question, pregunta, incrustada en su carne.

Cuando en sueños me dispuse a escribir mis preguntas, el margen del papel pareció expandirse. La hoja irradiaba luz; creció y me envolvió, y me di cuenta, con una mezcla de temor y sorpresa, que estaba atrapada en el grano del papel, enterrada en el interior blanco de la propia historia. Ingrávida, deambulé toda la noche por el relato de la señorita Winter demarcando el paisaje, midiendo los contornos y escudriñando, de puntillas, los misterios al otro lado de sus muros.

Jardines

Me desperté temprano, demasiado temprano. La repetición del estribillo de una melodía me estaba arañando el cerebro. Con más de una hora por delante antes de que Judith llamara a la puerta con el desayuno, me preparé una taza de chocolate, lo bebí todavía hirviendo y salí al jardín.

El jardín de la señorita Winter era bastante desconcertante. Para empezar, su tamaño resultaba abrumador. Lo que a primera vista había tomado por la linde del jardín -el seto de tejos situado al otro lado de los arriates convencionalmente dispuestos- no era más que una suerte de muro interno que separaba esa parte del jardín de otras. Y el jardín estaba lleno de esas separaciones. Había setos de espinos, alheñas y hayas rojas, muros de piedra engullidos por la hiedra, crespillos y los tallos desnudos y revueltos de los rosales trepadores, así como cercas peladas o con sauces enredados en las tablas. Siguiendo los senderos, fui pasando de una sección a otra, pero no conseguí entender el trazado. Setos que parecían compactos vistos de frente revelaban un pasillo si se miraban por la diagonal. En los macizos de arbustos era fácil adentrarse, pero salir resultaba casi imposible. Fuentes y estatuas que creía haber dejado atrás reaparecían. Permanecí mucho rato inmóvil, mirando perpleja a mi alrededor, meneando la cabeza. La naturaleza se había convertido en un laberinto cuya intención era desconcertarme.

Al doblar una esquina tropecé con el hombre barbudo y reservado que me había recogido en la estación.

– La gente me llama Maurice -dijo presentándose de mala gana.

– ¿Cómo se las arregla para no perderse? -quise saber- ¿Existe algún truco?

– Solo es cuestión de tiempo -respondió sin levantar la vista de su trabajo.

Maurice estaba arrodillado sobre una parcela, allanando la tierra revuelta y apretándola alrededor de las raíces de las plantas.

Advertí que no le complacía mi presencia en el jardín, pero como yo también soy un alma solitaria, no me molestó. A partir de aquel día, cuando nos encontrábamos, procuré tomar un sendero en la otra dirección; creo que él compartía mi discreción, pues en una o dos ocasiones, intuyendo algún movimiento por el rabillo del ojo, levanté la vista y vi a Maurice retroceder sobre sus pasos o volverse con brusquedad. De ese modo conseguíamos dejarnos en paz; sobraba espacio para poder evitarnos sin sentirnos constreñidos.


Más tarde, ese mismo día, fui a ver a la señorita Winter y me contó más cosas sobre los miembros de la casa de Angelfield.



El ama se llamaba señora Dunne, pero para los niños de la familia siempre había sido el ama. Daba la impresión de que llevaba en la casa toda la vida, lo cual era algo excepcional; el personal se presentaba y no tardaba en irse de Angelfield y, dado que las partidas eran más frecuentes que las llegadas, llegó el día en que el ama fue la única sirvienta que quedaba en la casa. Teóricamente era el ama de llaves, pero en la práctica lo hacía todo. Fregaba ollas y encendía fuegos como una criada, cuando llegaba la hora de preparar la comida era la cocinera y a la hora de servirla ejercía de mayordomo. No obstante, cuando nacieron las gemelas los años ya empezaban a pesarle. Estaba mal del oído y peor de la vista, y aunque no le gustaba reconocerlo, había muchas tareas que ya no podía hacer.

El ama sabía cómo se debía criar a un niño: un horario para las comidas, un horario para acostarse y otro para bañarse. Isabelle y Charlie habían crecido tan consentidos como desatendidos, y le rompía el corazón ver en qué se habían convertido. Confiaba en que su indiferencia hacia las gemelas era su oportunidad para romper ese patrón; de hecho, tenía un plan. Delante de sus narices, en medio del caos en que vivían, tenía intención de criar a dos niñas normales: tres comidas decentes al día, a las seis en la cama y misa los domingos.

Pero llevar a la práctica su plan resultó más difícil de lo que había imaginado.

Para empezar, se sucedían las peleas. Adeline se abalanzaba sobre su hermana agitando puños y pies, tirándole del pelo y propinándole golpes por donde podía. La perseguía blandiendo brasas candentes con las tenazas de la chimenea y cuando la alcanzaba le chamuscaba el pelo. El ama no sabía decir qué la inquietaba más, si las constantes y despiadadas agresiones de Adeline o la continua e incondicional aceptación de ellas por parte de Emmeline, porque Emmeline, aunque le suplicaba a su hermana que dejara de atormentarla, nunca se defendía. En lugar de hacerle frente, agachaba la cabeza y esperaba a que pararan los golpes asestados sobre sus hombros y espalda. El ama nunca había visto a Emmeline levantar una mano contra Adeline; en su interior guardaba la bondad de dos niñas, y el interior de Adeline acogía la maldad de dos. En cierto modo, razonó el ama para sí, todo encajaba.

Además, el ama tenía que enfrentarse a la controvertida cuestión de la comida. La mayoría de las veces, cuando llegaba la hora de comer las niñas no aparecían por ningún lado. A Emmeline le encantaba comer, pero su pasión por la comida nunca se traducía en una ingesta ordenada. Su apetito no podía adaptarse a tres comidas al día pues parecía sobrevenirle un hambre voraz, caprichosa. Asomaba la cabeza diez, veinte, cincuenta veces al día, reclamando alimento con apremio, y una vez satisfecho con unos cuantos bocados de lo que fuera se marchaba y la comida volvía a ser irrelevante para ella. La redondez de Emmeline se mantenía gracias a un bolsillo colmado siempre de pan y pasas, un festín portátil del que picoteaba cuando y donde le apetecía. Se acercaba a la mesa únicamente para llenarse de nuevo el bolsillo y un segundo después se marchaba para apoltronarse ante la chimenea o tumbarse en un prado.

Su hermana era muy diferente. Adeline parecía un trozo de alambre con nudos por rodillas y codos. Su combustible no era el del resto de los mortales. Las comidas no eran cosa suya. Nadie la veía comer; como la rueda de movimiento continuo, era un circuito cerrado que funcionaba con energía procedente de una milagrosa fuente interna. Pero la rueda que gira eternamente no es más que un mito, y cuando el ama reparaba por la mañana en un plato vacío donde había habido una loncha de jamón fresco la noche antes, o una rebanada de pan a la que le faltaba un pedazo, se imaginaba adonde habían ido a parar y suspiraba. ¿Por qué sus pequeñas no podían comer de un plato como los demás niños?

Tal vez se las habría apañado mejor si hubiese sido más joven o si las niñas hubieran sido una en lugar de dos, pero la sangre de los Angelfield poseía un código que ni la alimentación infantil ni la rutina estricta podían reescribir. El ama no quería verlo, trató de no verlo durante mucho tiempo, pero al final no le quedó más remedio que aceptarlo: las gemelas eran raras, no cabía duda. Eran extrañas hasta la médula, hasta lo más profundo de su ser.

La forma en que hablaban, por ejemplo, era extraña. El ama las veía desde la ventana de la cocina, veía dos formas borrosas cuyas bocas parecían conversar como cotorras. Cuando se acercaban a la casa captaba fragmentos de sus murmullos, y a renglón seguido entraban en silencio. «¡Hablad más alto!», les decía constantemente, pero ella estaba cada vez más sorda y las gemelas eran reservadas; sus charlas eran solo para ellas, los demás estaban excluidos de sus asuntos.

– No seas ridículo -repuso cuando Dig le comentó que las niñas no sabían hablar bien-. Cuando se ponen no hay quien las pare.

Lo descubrió un día de invierno. Por una vez las dos niñas estaban dentro de casa; Emmeline había convencido a Adeline de que se quedaran junto al fuego, calentitas y al abrigo de la lluvia. El ama se había acostumbrado a vivir en una especie de neblina, pero aquel día en concreto amaneció con una vista inesperadamente clara, con una agudeza de oído desconocida, de modo que al pasar ante la puerta del salón captó un fragmento de los murmullos de las gemelas y se detuvo. Los sonidos iban y venían entre ellas como pelotas en un partido de tenis; sonidos que les hacían sonreír, desternillarse de risa o lanzarse miradas maliciosas. Sus voces se alzaban en chillidos y descendían a susurros. A cualquier distancia te habría parecido la charla animada y fluida de unos niños normales, pero al ama se le cayó el alma a los pies; jamás había escuchado un idioma como ese. No era inglés, y tampoco el francés al que se había acostumbrado cuando vivía Mathilde, la mujer de George, un idioma que Charlie e Isabelle todavía utilizaban entre ellos. John tenía razón. Las gemelas no hablaban bien.

Aquel descubrimiento la dejó petrificada en el umbral. Y como suele suceder, una revelación dio paso a otra. El reloj que descansaba en la repisa de la chimenea dio la hora y, como de costumbre, el mecanismo bajo el cristal sacó un pajarito de una jaula para que hiciera un recorrido mecánico agitando las alas antes de regresar a la jaula por el otro lado. En cuanto oyeron la primera campanada, las niñas levantaron la vista hacia el reloj. Dos pares de enormes ojos verdes observaron sin parpadear cómo el pájaro recorría el interior de la campana, alas arriba, alas abajo, alas arriba, alas abajo.

Aunque no había nada especialmente frío ni inhumano en sus miradas, pues solo era la forma en que los niños contemplan los objetos inanimados en movimiento, al ama se le heló la sangre: era exactamente la forma en que la miraban a ella cuando las reñía, reprendía o exhortaba a hacer algo.

«No comprenden que estoy viva -pensó-. No saben que además de ellas también el resto de las personas están vivas.»

Dice mucho sobre su bondad que no las considerara unos monstruos, y que en lugar de eso sintiera lástima por ellas.

«Deben de sentirse muy solas. Terriblemente solas.»

Se apartó del umbral y se alejó arrastrando los pies.

A partir de ese día el ama se replanteó sus expectativas. Un horario fijo para las comidas y el baño, misa los domingos, dos niñas agradables, normales, todos esos sueños salieron volando por la ventana. Ya solo tenía una misión: mantener a las niñas a salvo.

Después de darle muchas vueltas, creyó entender por qué se comportaban así. Gemelas, siempre juntas, siempre dos. Si en su mundo era normal ser dos, ¿qué pensaban de las personas que no venían de dos en dos, sino de una en una? Debemos de parecerles mitades, consideró el ama. Y recordó una palabra, una palabra que se le había antojado extraña en su momento, que hacía referencia a los seres que habían perdido partes de sí mismos. Mutilados. Eso es lo que somos para ellas. Mutilados.

¿Normales? No. Las niñas no eran y nunca serían normales. Pero, se dijo en tono tranquilizador, dada la situación, dado que eran gemelas, tal vez su rareza solo fuera natural.


Lógicamente, todos los mutilados anhelan alcanzar la condición de gemelos. Las personas corrientes, sin par, buscan su alma gemela, tienen amantes, se casan. Atormentadas por ser incompletas, luchan por formar una pareja. El ama no era diferente del resto de la gente a ese aspecto. Y ella tenía su otra mitad: John-the-dig.

No eran una pareja en el sentido convencional. No estaban casados ni siquiera eran amantes. Doce o quince años mayor que él, el ama no era tan mayor como para ser su madre, pero era mayor de lo que él habría esperado en una esposa. Cuando se conocieron ella ya no esperaba casarse a su edad, mientras que él, un hombre en la flor de la vida, sí confiaba en contraer matrimonio, pero nunca lo hizo. Además, una vez que empezó a trabajar con el ama, a beber té con ella todas las mañanas y sentarse todas las noches a la mesa de la cocina para cenar lo que ella preparaba, abandonó la costumbre de buscar la compañía de mujeres jóvenes. Quizá con un poco más de imaginación habrían podido superar los límites que les marcaban sus expectativas; tal vez habrían llegado a reconocer la verdadera naturaleza de sus sentimientos: un amor enteramente profundo y respetuoso. Puede ser que en otra época, en otra cultura, él le habría propuesto matrimonio y ella habría aceptado. O, como mínimo, habría podido esperarse que algún que otro viernes por la noche, después del pescado y el puré de patatas, después de la tarta de frutas con crema, él le cogiera la mano -o ella a él- y la condujera hasta su cama en un silencio tímido. Pero esa idea jamás rondó por la cabeza de ninguno de los dos, de modo que se hicieron amigos y, como suele ocurrir en los matrimonios mayores, terminaron disfrutando de la dulce lealtad que aguarda a los afortunados cuando la pasión ya es historia, pero en su caso sin haber vivido esa pasión.

El se llamaba John-the-dig. John Digence para quienes no le conocían. Poco dado a escribir, transcurridos sus años en el colegio (y lo hicieron deprisa, pues fueron muy pocos) se acostumbró a prescindir de las últimas letras de su apellido para ahorrar tiempo. Las tres primeras letras le parecían más que suficientes; ¿acaso no indicaban quién era y qué hacía de manera más sucinta, más precisa, que su apellido completo? De modo que firmaba como John Dig y para las niñas se convirtió en John-the-dig, el hombre que cava.

Era un ser pintoresco. Tenía unos ojos azules como dos fragmentos de vidrio azul iluminados por el sol, un pelo blanco que crecía tieso sobre su cabeza, como plantas tratando de alcanzar el sol, y unas mejillas que se teñían de un rosa intenso cuando cavaba. Nadie cavaba como él; tenía una forma especial de cultivar el jardín, con las fases de la luna: plantaba cuando la luna estaba creciente, medía el tiempo por sus ciclos. Por la noche se inclinaba sobre tablas llenas de números, calculando el mejor momento para cada tarea. Así había cultivado el jardín su bisabuelo, también su abuelo y su padre, transmitiendo sabiduría.

Los hombres de la familia de John-the-dig siempre habían trabajado como jardineros en la casa de los Angelfield. En los viejos tiempos en que la casa tenía un primer jardinero y siete ayudantes, su bisabuelo había arrancado de raíz un seto de boj que crecía bajo una ventana y, para no desaprovecharlo, había apartado algunos centenares de esquejes de varios centímetros de largo. Los plantó en un vivero, y cuando alcanzaron los veinticinco centímetros los trasladó al jardín. A unos les dio forma de seto bajo con los cantos rectos, a otros los dejó crecer a sus anchas y, cuando fueron lo bastante vastos, les hincó las tijeras de podar y creó esferas. Algunos, advirtió, deseaban ser pirámides, conos, chisteras. A fin de esculpir su verde material, aquel hombre de manos grandes y toscas aprendió la delicadeza paciente y meticulosa de un encajero. No creaba animales, ni figuras humanas; tampoco le iban los pavos reales, los leones o los ciclistas de tamaño natural que se veían en otros jardines. A él le gustaban perfectas figuras geométricas o formas desconcertantemente abstractas.

En sus últimos años solo le importaba el jardín de las figuras. Siempre estaba impaciente por terminar sus demás tareas de la jornada; solo deseaba estar en «su» jardín y deslizar las manos por las superficies de las formas que había creado en tanto que imaginaba el momento, de ahí a cincuenta, cien años, en que su jardín alcanzaría la madurez.

A su muerte, sus tijeras de podar pasaron a manos de su hijo, y décadas después a su nieto. Y cuando este falleció, fue John-the-dig, que había trabajado como aprendiz en un vasto jardín a unos cincuenta kilómetros de allí, quien regresó a casa para ocupar el puesto que le pertenecía por derecho. Aunque no entró más que como segundo jardinero, el jardín de las figuras fue su responsabilidad desde el principio. No habría podido ser de otro modo. Así que John-the-dig cogió las tijeras de podar, cuyos mangos de madera se habían desgastado hasta adquirir la forma de las manos de su padre, y notó que sus dedos encajaban en los surcos. Ya estaba en casa.

Cuando George Angelfield perdió a su esposa y el personal de la casa empezó a disminuir de manera drástica, John-the-dig se quedó. Los jardineros se iban marchando y no eran reemplazados, así que siendo todavía joven se convirtió, a falta de otras alternativas, en primer y único jardinero. El volumen de trabajo era enorme, su patrono no mostraba interés alguno y trabajaba sin que nadie se lo agradeciera. Había otros empleos, otros jardines. Le habrían ofrecido cualquier puesto que hubiera solicitado: solo había que verlo una vez para confiar en él. Pero John nunca se marchó de Angelfield; no podía hacerlo. Cuando trabajaba en el jardín de las figuras, cuando guardaba las tijeras de podar en su funda de cuero al caer la tarde, no necesitaba decirse que los árboles que estaba podando eran los mismos árboles que había plantado su bisabuelo, que los procedimientos que seguía, los movimientos que hacía eran los mismos que habían llevado a cabo las tres generaciones de su familia anteriores; lo sabía de sobras, no necesitaba pensarlo, lo daba por sentado. John, al igual que sus árboles, estaba arraigado a Angelfield.


¿Qué sintió el día en que entró en su jardín y lo encontró destrozado? Por los tajos profundos que habían asestado en los costados de los tejos se exhibía la madera marrón de sus corazones. Las hortensias decapitadas, con sus copas esféricas yaciendo a sus pies. El perfecto equilibrio de las pirámides estaba torcido; los conos, abiertos a machetazos; las chisteras, acuchilladas y despedazadas. Contempló las largas ramas, todavía verdes, todavía frescas, cubriendo el césped. El marchitamiento lento, el tortuoso resecamiento y la última agonía estaban aún por llegar.

Estupefacto, presa de un temblor que pareció bajarle desde el corazón hasta las piernas y de ahí al suelo que se extendía bajo sus pies, trató de entender qué había sucedido. ¿Había sido un rayo caído del cielo, que había elegido su jardín para llevar a cabo su destrucción? Pero ¿qué tormenta golpea en silencio?

No. Alguien lo había hecho.

Al doblar una esquina encontró la prueba: abandonadas sobre la hierba húmeda, abiertas las hojas, las tijeras de podar, y junto a ellas, la sierra.

Cuando no apareció a la hora de comer, el ama, preocupada, salió en su búsqueda. Al llegar al jardín de las figuras se llevó una mano a la boca, horrorizada, y agarrándose el delantal aceleró el paso.

Cuando dio con él, lo levantó del suelo. John se apoyó pesadamente sobre el ama mientras esta lo conducía con suma dulzura hasta la cocina y lo sentaba en una silla. Preparó té, dulce y bien caliente, mientras él parecía contemplar el vacío. Sin pronunciar una palabra, sosteniéndole la taza en los labios, el ama le vertió sorbos del líquido hirviente en la boca. Finalmente los ojos de él buscaron la mirada del ama y cuando ella advirtió en los ojos de John el dolor de la pérdida, sintió que también los suyos se llenaban de lágrimas.

– ¡Oh, Dig! Lo sé. Lo sé.

Las manos de John-the-dig se posaron en los hombros del ama y la convulsión del cuerpo de él se fundió con la del cuerpo de ella.


Las gemelas no aparecieron esa tarde y el ama no fue a buscarlas. Por la noche, cuando entraron en la cocina, John seguía en la silla, blanco y ojeroso. Al verlas se estremeció. Curiosos e indiferentes, los ojos verdes de las gemelas pasaron por alto su cara como habían pasado por alto el reloj del salón.

Antes de acostar a las gemelas, el ama les vendó los cortes de las manos que se habían hecho blandiendo la sierra y las tijeras de podar.

– No toquéis las cosas del cobertizo de John -rezongó-. Son afiladas, os haréis daño.

Y luego, sin esperar que la tuvieran en cuenta, les preguntó:

– ¿Por qué lo hicisteis? Oh, ¿por qué lo hicisteis? Le habéis roto el corazón.

Notó el contacto de una mano menuda en su mano.

– Ama triste -dijo la niña. Era Emmeline.

Sobresaltada, el ama parpadeó para ahuyentar la niebla de sus lágrimas y la miró fijamente.

La niña habló de nuevo.

– John-the-dig triste.

– Sí -susurró el ama-. Los dos estamos tristes.

La niña sonrió. Era una sonrisa sin malicia alguna, sin remordimiento. Era, sencillamente, una sonrisa de satisfacción por haber observado algo y haberlo identificado correctamente. Había visto lágrimas. Las lágrimas la habían desconcertado, y había resuelto el enigma: era tristeza.

El ama cerró la puerta y bajó. Habían avanzado un paso. Se habían comunicado, y quizá era el principio de algo más importante. ¿Cabía la posibilidad de que algún día la niña pudiera llegar a comprender?

Abrió la puerta de la cocina y entró para volver a unirse en su desesperación a John.



Esa noche tuve un sueño.

Estaba paseando por el jardín de la señorita Winter y me encontraba con mí hermana.

Radiante, desplegaba sus grandes alas doradas como si quisiera abrazarme y la dicha me embargaba, pero al acercarme advertía que sus ojos estaban ciegos, que no podían verme, y la desesperación se apoderaba de mi corazón.

Al despertarme, me hice un ovillo hasta que el calor punzante en mi costado amainó.

Merrily y el cochecito

La casa de la señorita Winter estaba tan aislada y sus habitantes llevaban una vida tan solitaria, que durante mi primera semana allí me sorprendió oír un vehículo avanzar por la grava hasta detenerse ante la casa. Desde la ventana de la biblioteca vi abrirse la portezuela de un gran coche negro y divisé fugazmente la figura de un hombre alto y moreno. El hombre desapareció en el porche y escuché un timbrazo corto de la puerta.

Volví a verlo al día siguiente. Me encontraba en el jardín, a unos tres metros del porche, cuando oí el crepitar de unos neumáticos sobre la grava. Me quedé muy quieta, replegada en mí misma. Si alguien se hubiera tomado la molestia de mirar, me habría visto perfectamente; pero cuando la gente espera no ver nada, no suele ver, así que el hombre no me vio.

Su rostro era serio. La gruesa línea de las cejas proyectaba una sombra sobre sus ojos, mientras que el resto de su cara destacaba por una inmovilidad pétrea. Se inclinó para recoger el maletín del coche, cerró la portezuela y subió los escalones para tocar el timbre.

Oí la puerta. Ni él ni Judith dijeron una palabra y el hombre desapareció dentro de la casa.

Más tarde, ese mismo día, la señorita Winter me contó la historia de Merrily y el cochecito.



A medida que la gemelas crecían se alejaban cada vez más en sus exploraciones, y no tardaron en conocerse todas las granjas y los jardines del lugar. Como no sabían de límites ni tenían sentido de la propiedad, se colaban por donde les venía en gana. Abrían verjas y no siempre las cerraban; trepaban vallas cuando se interponían en su camino; probaban puertas de cocinas, y cuando estas cedían -casi siempre, pues la gente no solía echar la llave en Angelfield-, entraban. Cogían cualquier exquisitez que hubiera en la despensa, se echaban una hora en las camas de las habitaciones superiores si les vencía el cansancio y se llevaban cacerolas y cucharas para espantar a los pájaros en los campos.

Las familias vecinas empezaron a inquietarse, pero por cada acusación que se hacía, había alguien que había visto a las gemelas justo ese momento en otro lugar remoto, o por lo menos había visto a una de ellas, o así lo creía. Y fue entonces cuando les dio por recordar todas las viejas historias de fantasmas. No hay una vieja casa que no tenga sus historias; no existe una vieja casa que no tenga sus fantasmas. Y el hecho de que las niñas fueran gemelas resultaba ya de por sí escalofriante. Todos creían que había algo raro en esas niñas, y ya fuera por ellas o por alguna otra razón, tanto adultos como niños se mostraban cada vez más reacios a acercarse a esa vieja casa grande por temor a lo que pudieran ver.

No obstante, finalmente las molestias generadas por las incursiones pudieron más que las emocionantes historias de fantasmas y las mujeres perdieron la paciencia. En varias ocasiones pillaron a las niñas con las manos en la masa y gritaron. El enojo les deformaba el rostro y sus bocas se abrían y cerraban tan deprisa que las niñas se morían de risa. Las mujeres no entendían de qué se reían. No sabían que era la velocidad y el revoltijo de las palabras que brotaban de sus bocas lo que las confundía. Al creer que reían de pura maldad, las mujeres aún gritaban más. Las gemelas se quedaban un rato observando la rabieta de las aldeanas, después se daban la vuelta y se iban.

Cuando los maridos llegaban a casa de los campos, sus mujeres se quejaban, decían que había que hacer algo, y ellos respondían: «Olvidas que son las hijas de la casa grande». Y las mujeres replicaban: «Casa grande o no, no se debe permitir que los niños corran a su antojo como hacen esas dos muchachas; no está bien. Hay que hacer algo». Y los hombres guardaban silencio sobre su plato de carne con patatas, meneaban la cabeza y nunca se hacía nada.

Hasta el incidente del cochecito.

En el pueblo había una mujer llamada Mary Jameson. Era la esposa de Fred Jameson, jornalero de la propiedad, y vivía con su marido y sus suegros en una de las casitas. La pareja acababa de casarse. Como el nombre de soltera de la mujer era Mary Leigh, las gemelas le habían inventado otro nombre en su propio lenguaje, Merrily, que le iba muy bien. A veces, al final del día, Merrily iba a buscar a su marido a los campos y se sentaban juntos al abrigo de un seto mientras él disfrutaba de un cigarrillo. El marido era un hombre alto y moreno, de pies grandes, y solía rodearle la cintura con el brazo, hacerle cosquillas y soplarle en el escote del vestido para hacerla reír. Para fastidiarle ella intentaba contener la risa, pero como en el fondo quería reír, siempre terminaba riéndose.

De no ser por esa risa, Merrily habría sido una mujer anodina. Tenía el pelo de un color indefinido, demasiado oscuro para ser rubio, el mentón grande y los ojos pequeños, pero el sonido de su risa era tan bello que cuando lo oías creías verla a través de tus oídos y Merrily se transformaba: sus ojos desaparecían por encima de las mejillas redondas como lunas y de repente, en su ausencia, reparabas en su boca: labios carnosos de color guinda, dientes blancos y uniformes nadie en Angelfield tenía unos dientes como los suyos-, y una lengua rosada que recordaba a la de un gatito. Y el sonido; la bella, melodiosa e imparable música que borboteaba de su garganta como agua de manantial. Era el sonido de la alegría. Él se había casado con ella por eso; cuando ella reía él suavizaba la voz, apretaba los labios contra su cuello y pronunciaba su nombre, Mary, una y otra vez. La vibración de la voz de su marido en la piel le producía cosquillas y le hacía reír y reír y reír.

Durante el invierno, mientras las gemelas limitaban sus exploraciones a los jardines y el parque, Merrily dio a luz un niño. Los primeros días cálidos de la primavera la encontraron en su jardín colgando la ropita en el tendedero; detrás de ella había un cochecito negro. A saber de dónde había salido, pues un cochecito no era un objeto propio de una aldeana; sin duda era de segunda o tercera mano, la familia lo habría adquirido barato (sí bien su aspecto indicaba que era muy caro) para celebrar la importancia de ese primer hijo y nieto. El caso es que cuando Merrily se agachaba para coger otra camisetita u otra camisita, para colgarlas en el tendedero, acompañada por los trinos de un pájaro, no dejaba de cantar, y su canción parecía dirigida al bello cochecito negro. Sus ruedas eran plateadas y muy altas, de manera que aunque el vehículo era grande, negro y redondeado, daba la impresión de velocidad e ingravidez.

El jardín trasero se abría a unos prados; un seto dividía los dos espacios. Merrily ignoraba que al otro lado del seto había dos pares de ojos verdes clavados en el cochecito.

Los bebés ensucian mucha ropa, y Merrily era una madre trabajadora y abnegada; todos los días salía al jardín a tender y recoger colada. Desde la ventana de la cocina, mientras lavaba pañales y camisetas en el fregadero, vigilaba el cochecito que descansaba al sol en el jardín. Cada cinco minutos hacía una escapada para ajustar la capota, remeter otra mantita o simplemente cantarle al niño.

Merrily no era la única persona que sentía devoción por el cochecito. A Emmeline y Adeline les encantaba.

Un día Merrily salió del porche trasero con una cesta de ropa bajo el brazo y el cochecito no estaba allí. Se detuvo en seco; abrió la boca y sus manos viajaron hasta las mejillas; la cesta cayó sobre el parterre, volcando cuellos y calcetines sobre los alhelíes. Merrily no miró ni una sola vez hacia la valla y las zarzas. Meneaba la cabeza a izquierda y derecha, como si no pudiera dar crédito a sus ojos, a izquierda y derecha, a izquierda y derecha, a izquierda y derecha, mientras el pánico crecía dentro de ella, hasta que finalmente dejó escapar un aullido, un sonido agudo que horadó el cielo como si pudiera rasgarlo en dos.

El señor Griffin levantó la vista de su huerto y se acercó a su valla, tres puertas más abajo. La abuela Stokes, la vecina de al lado, frunció el entrecejo ante su fregadero y salió al porche. Pasmados, miraron a Merrily mientras se preguntaban si verdaderamente su risueña vecina era capaz de emitir semejante alarido, y ella les miraba a su vez con los ojos desorbitados, estupefacta, como si su grito hubiese agotado la provisión de palabras de toda una vida.

Finalmente lo dijo:

– Mi hijo ha desaparecido.

Y en cuanto pronunció esas palabras, reaccionaron. El señor Griffin saltó tres vallas a la velocidad de un rayo, agarró a Merrily del brazo y la condujo hasta la parte delantera de la casa, diciendo:

– ¿Que ha desaparecido? ¿Adónde se lo han llevado?

La abuela Stokes se esfumó del porche trasero de su casa y un segundo después su voz estaba perforando el aire en el jardín delantero, pidiendo ayuda.

El barullo fue en aumento.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

– ¡Se lo han llevado! ¡Del jardín! ¡Con el cochecito!

– Vosotros dos id por allí y vosotros por allá.

– Que alguien vaya a buscar a su marido.

Todo el ruido, todo el alboroto, delante de la casa.

Detrás todo estaba en silencio. La colada de Merrily ondeaba bajo el perezoso sol, la pala del señor Griffin descansaba plácidamente sobre la tierra removida, Emmeline acariciaba extasiada los radios plateados y Adeline le daba patadas para que se apartara y pudieran echar el trasto a rodar.

Le habían puesto un nombre. Era el vuum.

Arrastraron el cochecito por las partes traseras de las casas. Era más difícil de lo que habían imaginado. Para empezar, era más pesado de lo que aparentaba y, para colmo, iban empujándolo por un terreno desnivelado. La linde del prado tenía una ligera pendiente que forzaba al cochecito a circular ladeado. Podrían haber colocado las cuatro ruedas sobre la parte plana, pero la tierra, recién removida, era más blanda allí, y las ruedas se hundían en los terrones. Los cardos y las zarzas se enganchaban a las ruedas, frenándolas, y fue un milagro que después de los primeros metros pudieran seguir avanzando, pero las gemelas estaban en su elemento. Empujaban con todas sus fuerzas para llevar ese cochecito hasta su casa, ponían todo su empeño y apenas parecían acusar el esfuerzo. Los dedos les sangraban de arrancar los cardos de las ruedas, pero no cejaban en su propósito, Emmeline todavía entonando su balada al cochecito, acariciándolo furtivamente con los dedos, besándolo.

Por fin llegaron donde terminaban los prados y ante sus ojos apareció la casa, pero en lugar de dirigirse a ella, giraron hacía las laderas del parque de ciervos. Querían jugar. Tras empujar el cochecito hasta la cima de la ladera más larga con su infatigable energía, lo colocaron en la posición debida. Sacaron al bebé, lo dejaron en el suelo y Adeline se subió al vehículo. Con las rodillas pegadas al mentón y las manos aferradas a los lados, tenía la cara blanca. Obedeciendo a una señal de sus ojos, Emmeline empujó el cochecito con todas sus fuerzas.

Al principio el cochecito avanzó despacio; el suelo era escabroso y la ladera, allí arriba, arrancaba en suave pendiente, pero poco a poco fue ganando velocidad. El vehículo negro lanzaba destellos bajo el sol de la tarde mientras las ruedas giraban cada vez más deprisa, hasta que los radios fueron una mancha borrosa y luego incluso dejaron de verse. La pendiente se hizo más pronunciada y los baches del suelo hacían que el cochecito diera bandazos de un lado a otro, amenazando con alzar el vuelo.

Un sonido inundó el aire.

– ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!

Era Adeline, aullando de placer mientras el cochecito se precipitaba colina abajo sacudiéndole los huesos y zarandeándole todos los sentidos.

De repente se vio claro lo que iba a suceder.

Una de las ruedas golpeó una roca que sobresalía del suelo. Se produjo una chispa en el momento en que el metal arañó la piedra y de pronto el cochecito ya no iba colina abajo, sino por el aire, volando en dirección al sol con las ruedas hacia arriba. El cochecito trazó una curva nítida sobre el azul del cielo, hasta el momento en que el suelo se elevó violentamente para arrebatárselo y se oyó el sonido escalofriante de algo haciéndose añicos. Con el eco de la euforia de Adeline resonando todavía en el cielo, el silencio lo cubrió todo.

Emmeline echó a correr colina abajo. La rueda que apuntaba al cielo estaba combada y medio arrancada; la otra seguía girando lentamente, perdido todo su brío.

Un brazo blanco asomó por la cavidad aplastada del cochecito negro y cayó en un ángulo extraño sobre el suelo pedregoso. En la mano había manchas moradas de zarzamora y arañazos de cardo.

Emmeline se arrodilló. Dentro del cochecito reinaba la oscuridad.

Pero había movimiento. Dos ojos verdes le devolvieron la mirada.

– ¡Vuum! -exclamó, y sonrió.

El juego había terminado. Ya era hora de volver a casa.



Aparte de contar la historia propiamente dicha, la señorita Winter hablaba poco durante nuestras reuniones. Los primeros días le preguntaba: «¿Qué tal?» al entrar en la biblioteca, pero ella se limitaba a responder: «Enferma. ¿Qué tal usted?», con un dejo malhumorado en la voz, como si fuera boba por preguntar. Nunca respondía a su pregunta y ella tampoco lo esperaba, de modo que pronto cesaron tales intercambios. Entraba con sigilo, exactamente un minuto antes de la hora, ocupaba mi lugar en la butaca instalada al otro lado de la chimenea y sacaba mi libreta de la bolsa. A renglón seguido, sin preámbulos, ella retomaba la historia donde la había dejado. El final de esas sesiones no estaba regido por el reloj. A veces la señorita Winter hablaba hasta alcanzar una pausa natural al término de un episodio. Pronunciaba las últimas palabras y el carácter irrevocable del cese de su voz resultaba inconfundible. Seguidamente se producía un silencio tan elocuente como el espacio en blanco al final de un capítulo. Yo hacía una última anotación en mi libreta, la cerraba, recogía mis cosas y me marchaba. Otras veces, sin embargo, la señorita Winter callaba de forma inesperada, en ocasiones en mitad de una frase, y yo levantaba la vista y veía su pálido rostro tenso por el esfuerzo de contener el dolor.

– ¿Puedo hacer algo por usted? -le pregunté la primera vez que la vi así, pero ella se limitó a cerrar los ojos y despedirme con un gesto de la mano.

Cuando terminó de contarme la historia de Merrily y el cochecito, guardé el lápiz y la libreta en la bolsa y mientras me levantaba dije:

– Voy a ausentarme unos días.

– No. -Su tono era severo.

– Me temo que no me queda más remedio. Esperaba pasar solo unos días y ya llevo más de una semana. No he traído todo lo necesario para una estancia prolongada.

– Maurice puede llevarla a la ciudad para que compre todo lo que necesita.

– Necesito mis libros…

La señorita Winter señaló las estanterías de su biblioteca.

Negué con la cabeza.

– Lo siento, pero debo irme.

– Señorita Lea, se diría que piensa que tenemos todo el tiempo del mundo. Quizá usted sí, pero permítame recordarle que yo soy una mujer muy ocupada. No quiero volver a escuchar que tiene que irse. Asunto zanjado.

Me mordí el labio y por un momento me acobardé, pero enseguida me repuse.

– ¿Recuerda nuestro acuerdo? ¿Tres verdades? Necesito comprobar algunos datos.

Vaciló.

– ¿No me cree?

Pasé por alto su pregunta.

– Tres verdades que pudiera comprobar. Me dio su palabra.

La señorita Winter apretó los labios con rabia, pero cedió.

– Puede irse el lunes. Tres días. Ni uno más. Maurice la llevará a la estación.


Estaba escribiendo la historia de Merrily y el cochecito cuando llamaron a mi puerta. Como no era la hora de cenar, me sorprendió, pues Judith nunca había interrumpido antes mi trabajo.

– ¿Le importaría bajar al salón? -me preguntó-. El doctor Clifton ha venido y le gustaría comentarle algo.

Cuando entré en el salón el hombre al que ya había visto llegar a la casa se levantó. No se me dan bien los apretones de mano, de modo que me alegré cuando el hombre pareció optar por no ofrecerme la suya, si bien por un momento no supimos de qué otra manera empezar.

– Si no me equivoco usted es la biógrafa de la señorita Winter.

– No estoy segura.

– ¿No está segura?

– Si me está contando la verdad, entonces soy su biógrafa; de lo contrario, no soy más que una amanuense.

– Hummm. -Hizo una pausa-. ¿Importa eso?

– ¿A quién?

– A usted.

No me lo había planteado, pero consideré que su pregunta era impertinente, de modo que no contesté.

– Por lo que veo, usted es el médico de la señorita Winter.

– Sí.

– ¿Por qué quería verme?

– En realidad ha sido la señorita Winter quien me ha pedido que la vea. Quiere que me asegure de que usted es totalmente consciente de su estado de salud.

– Entiendo.

Con científica e impávida claridad, procedió con sus explicaciones. En pocas palabras me dijo el nombre de la enfermedad que estaba matando a la señorita Winter, los síntomas que padecía, el grado de su dolor y aquellas horas del día en que los fármacos enmascaraban el dolor con mayor y menor eficacia. Mencionó otras afecciones que la señorita Winter padecía, todas ellas lo bastante graves para poder matarla si no fuera porque la otra enfermedad se adelantaría a todas. Y expuso, hasta donde pudo, la posible progresión de la enfermedad, la necesidad de racionar los incrementos de las dosis a fin de contar con una reserva para más adelante, cuando, según sus palabras, lo necesitara de verdad.

– ¿Cuánto tiempo? -pregunté en cuanto terminó con su explicación.

– No puedo decírselo. Otra persona ya habría perecido. La señorita Winter posee una naturaleza fuerte. Y desde que usted está aquí… -Se detuvo como quien sin querer está a punto de desvelar una confidencia.

– ¿Desde que yo estoy aquí…?

Me miró y pareció dudar. Finalmente se decidió a hablar.

– Desde que usted está aquí parece encontrarse un poco mejor. Ella dice que es el poder anestésico de la narración.

No supe qué pensar. Antes de poder hacerlo, el médico prosiguió:

– Tengo entendido que se marcha…

– ¿Por eso le pidió que hablara conmigo?

– Solo quiere que entienda que el tiempo es de vital importancia.

– Puede decirle que lo comprendo perfectamente.

Finalizada la entrevista, me sostuvo la puerta y cuando pasé por su lado, se dirigió a mí una vez más, en un susurro inesperado:

– ¿El cuento número trece? Me pregunto si…

En su rostro por lo demás impasible capté un destello de la impaciencia febril del lector.

– No ha dicho nada al respecto -dije-, pero aunque lo hubiera hecho, no estaría autorizada a contárselo.

Los ojos del médico se enfriaron y un temblor viajó desde su boca hasta el recodo de la nariz.

– Buenas tardes, señorita Lea.

– Buenas tardes, doctor.

El doctor y la señora Maudsley

En mi último día, la señorita Winter me habló del doctor y la señora Maudsley.



Dejar verjas abiertas y entrar en casas ajenas era una cosa, pero llevarse un cochecito con un bebé dentro era algo muy diferente. El hecho de que el bebé, cuando lo encontraron, no se hallara en peor estado como consecuencia de su desaparición temporal no cambiaba las cosas. La situación se les había ido de las manos, y era preciso actuar.

Los aldeanos no se veían con ánimos de plantear el asunto directamente a Charlie. Tenían entendido que las cosas en la casa eran extrañas y les producía cierto temor acercarse a ella. Es difícil determinar si era Charlie o Isabelle o el fantasma lo que les instaba a mantenerse alejados, así que decidieron ir a hablar con el doctor Maudsley. Este no era el médico cuya tardanza pudo ser la causa o no de la muerte en el parto de la madre de Isabelle, sino otro doctor que llevaba ocho o nueve años ejerciendo en el pueblo.

Aunque ya no era joven, pues mediaba los cuarenta años, el doctor Maudsley irradiaba juventud. No era alto ni demasiado musculoso, pero parecía vital y fuerte. En comparación con el cuerpo, sus piernas eran largas y solía caminar con paso rápido sin esfuerzo aparente. Como andaba más deprisa que nadie, ya se había acostumbrado a descubrirse a sí mismo hablando al aire y a volverse para encontrar a su compañero de paseo unos metros más atrás, resoplando en su esfuerzo por no quedar rezagado. Su energía física rivalizaba con su gran actividad mental. Se podía escuchar el poder de su cerebro en su voz, que era queda pero rauda, con facilidad para encontrar las palabras justas para la persona justa en el momento adecuado. Su inteligencia se advertía en los ojos: castaños y muy brillantes, como los de un pájaro, observadores, penetrantes, coronados por una cejas fuertes y cuidadas.

Maudsley tenía el don de contagiar su energía, una virtud muy buena para un médico. Al oír sus pisadas en el camino y su llamada a la puerta, los pacientes ya empezaban a encontrarse mejor. Y además caía bien. La gente decía que él ya era de por sí un tónico. Se preocupaba por que sus pacientes vivieran o murieran, y si vivían -y así era casi siempre- deseaba que vivieran bien.

Al doctor Maudsley le apasionaban los desafíos a su inteligencia. Cada enfermedad era un enigma para él y no podía descansar hasta resolverlo. Los pacientes terminaban acostumbrándose a que apareciera en sus casas a primera hora de la mañana, después de haberse pasado la noche dando vueltas a sus síntomas, para hacerles una pregunta más; y una vez que acertaba con el diagnóstico, tenía que determinar el tratamiento. Por supuesto, consultaba todos los libros, y conocía a fondo todos los tratamientos comunes, pero su peculiar inteligencia le hacía volver una y otra vez sobre algo tan sencillo como un dolor de garganta desde un ángulo diferente, tratando de encontrar el pedacito de información que le permitiría no solo curar el dolor de garganta, sino comprender el fenómeno de ese dolor desde una perspectiva completamente nueva. Enérgico, inteligente y afable, era un medico excelente y mejor hombre que la media, pero, como todos los hombres, tenía su punto flaco.

La delegación de los hombres del pueblo estaba constituida por el padre del bebé, el abuelo del bebé y el tabernero, un hombre de aspecto cansado al que no le gustaba quedar excluido de ningún asunto. El doctor Maudsley saludó al trío y escuchó atentamente mientras dos de sus integrantes contaban una vez más su relato. Empezaron por el problema de las verjas que quedaban abiertas, siguieron con el controvertido tema de las ollas desaparecidas y después de unos minutos llegaron al climax de la narración: el rapto del niño en el cochecito.

– Se comportan como salvajes -dijo finalmente el Fred Jameson más joven.

– Nadie las controla -añadió el Fred Jameson mayor.

– ¿Y qué opina usted? -preguntó el doctor Maudsley al tercer hombre. Wilfred Bonner, algo apartado, aún no había abierto la boca.

El señor Bonner se quitó la gorra e hizo una inspiración lenta y sibilante.

– Bueno, yo no soy médico, pero a mí me parece que esas niñas no están bien. -Acompañó sus palabras con una mirada de lo más elocuente. Luego, por si alguien no había captado su mensaje, propinó a su calva cabeza uno, dos y hasta tres golpecitos.

Los tres hombres se miraron los zapatos con gravedad.

– Déjenlo en mis manos -dijo el médico-. Hablaré con la familia.

Y los hombres se marcharon. Ellos habían puesto su granito de arena. Ahora le tocaba al médico, el sabio del pueblo.

Aunque había dicho que hablaría con la familia, el médico en realidad habló con su esposa.

– Dudo de que lo hicieran con mala intención -dijo ella cuando él terminó de relatarle el suceso-. Ya sabes cómo son las niñas. Es mucho más divertido jugar con un bebé que con una muñeca. No le habrían hecho daño. Así y todo, hay que decirles que no vuelvan a hacerlo. Pobre Mary. -Levantó la vista de su costura y volvió el rostro hacia su marido.

La señora Maudsley era una mujer sumamente atractiva. Sus ojos grandes y castaños, con unas pestañas largas que se rizaban coquetas; recogía hacia atrás su cabello, moreno y sin un solo mechón gris en un estilo tan sencillo que solo una auténtica belleza podía lucirlo sin parecer anodina. Cuando se movía, su figura adquiría una elegancia armónica y femenina.

El doctor sabía que su esposa era bonita, pero llevaban demasiado tiempo casados para reparar en su belleza.

– En el pueblo creen que las niñas son retrasadas.

– ¡Imposible!

– Por lo menos eso es lo que opina Wilfred Bonner.

La señora Maudsley negó con la cabeza con estupefacción.

– Les tiene miedo porque son gemelas. Pobre Wilfred. Es la ignorancia de las personas mayores. Por fortuna, la siguiente generación es más abierta.

El médico era un hombre de ciencias. Aunque sabía que estadísticamente resultaba improbable que existiera una anormalidad mental en las gemelas, no quería descartar esa posibilidad hasta haberlas examinado. Con todo, no le sorprendía que su esposa, cuya religión le prohibía pensar mal de las personas, diera por hecho que el rumor era un chisme infundado.

– Estoy seguro de que tienes razón -murmuró con una vaguedad que indicaba que estaba seguro de que no era así.

El médico había dejado de intentar que su esposa creyera exclusivamente aquello que era verdad; ella había sido educada en una religión que no permitía aceptar distinciones entre lo que era verdad y lo que era bueno.

– Entonces, ¿qué piensas hacer? -preguntó la señora Maudsley.

– Iré a ver a la familia. Charles Angelfield es algo ermitaño, pero tendrá que verme si me persono en la casa.

La señora Maudsley asintió con la cabeza, que era su manera de disentir de su marido, aunque él no lo sabía.

– ¿Y la madre? ¿Qué sabes de ella?

– Muy poco.

El médico siguió cavilando en silencio, la señora Maudsley siguió cosiendo, y transcurrido un cuarto de hora el médico dijo:

– Quizá deberías ir tú, Theodora. Seguramente la madre esté más dispuesta a ver a una mujer que a un hombre. ¿Qué dices?

Así pues, tres días más tarde la señora Maudsley llegó a la casa y llamó a la puerta principal. Sorprendida de que nadie le abriera, frunció el entrecejo -después de todo, había enviado una nota para anunciar su visita- y rodeó la casa. La puerta de la cocina estaba entornada, de modo que dio un suave empujón y entró. No había nadie. La señora Maudsley miró a su alrededor. Tres manzanas sobre la mesa, marrones y arrugadas y a punto de pudrirse por el contacto, un paño de cocina negro junto a un fregadero con varias pilas de platos sucios y una ventana tan roñosa que desde dentro apenas podías distinguir sí era de día o de noche. Su nariz blanca y refinada olisqueó el aire y supo cuanto necesitaba saber. Apretó los labios, enderezó los hombros, asió con firmeza el asa de concha de su bolso y emprendió su cruzada. Fue de estancia en estancia buscando a Isabelle, absorbiendo por el camino el olor de la mugre, el desorden y la dejadez que acechaba por todas partes.

El ama se cansaba fácilmente, las escaleras se le hacían pesadas y estaba perdiendo vista; solía creer que había limpiado cosas que no había limpiado, o quería limpiarlas y se olvidaba, y la verdad, sabía que a nadie le importaba, de modo que concentraba sus esfuerzos en alimentar a las niñas, que tenían suerte de que el ama todavía pudiera ocuparse de preparar las comidas. Por tanto, la casa estaba sucia y tenía polvo; cuando alguien torcía un cuadro, torcido se pasaba una década, y el día que Charlie no pudo encontrar la papelera de su estudio simplemente arrojó el papel al suelo hacia el lugar donde había estado hasta entonces la papelera, y al poco tiempo se le ocurrió que era menos engorroso vaciar la papelera una vez al año que una vez a la semana. A la señora Maudsley le disgustó sobremanera aquel panorama. Frunció el entrecejo ante las cortinas medio corridas, suspiró ante la plata deslustrada y meneó la cabeza con asombro ante las ollas de la escalera y las partituras desparramadas por el suelo del vestíbulo. En el salón se agachó automáticamente para recuperar un naipe, el tres de espadas, que descansaba caído o desechado en el suelo, pero era tal el desorden que cuando miró a su alrededor buscando el resto de la baraja se sintió perdida. Al volver su impotente mirada al naipe, reparó en el polvo que lo cubría y, como era una mujer maniática con guantes blancos, la abrumó el deseo de dejarlo en algún lado. Pero ¿dónde? Durante unos segundos quedó paralizada por la angustia, dividida entre el deseo de poner fin al contacto entre su inmaculado guante y el naipe polvoriento y algo pegajoso, y su renuencia a dejar la carta en un lugar que no fuera el correcto. Finalmente, con un visible estremecimiento de los hombros, lo colocó sobre el brazo de una butaca de piel y salió aliviada de la estancia.

La biblioteca ofrecía mejor aspecto. Tenía polvo, por supuesto, y la alfombra estaba raída, pero los libros estaban en su sitio, y eso ya era algo. Pero incluso en la biblioteca, justo cuando estaba preparándose para creer que aún quedaba cierto sentido del orden enterrado en esta familia roñosa y caótica, tropezó con una cama improvisada, empotrada en un rincón oscuro entre dos estanterías, tan solo era una manta invadida por las pulgas y una almohada mugrienta, de manera que al principio pensó que era la cama de un gato. Entonces miró de nuevo y vislumbró la esquina de un libro asomando por debajo de la almohada. Tiró de él, era Jane Eyre.

De la biblioteca pasó a la sala de música, donde encontró el mismo desorden que había visto en las demás estancias. El mobiliario tenía una distribución extraña, ideal para jugar al escondite. Había un diván vuelto hacia la pared y una silla semioculta detrás de un arcón que había sido arrastrado de su lugar debajo de la ventana -detrás del arcón había un trozo de moqueta donde el polvo era menos denso y el color verde se filtraba con mayor claridad-. Sobre el piano descansaba un jarrón con unos tallos renegridos y quebradizos, rodeado en la base por un círculo uniforme de pétalos apergaminados que semejaban cenizas. La señora Maudsley alargó una mano y levantó uno; el pétalo se desmenuzó, dejando una desagradable mancha gris amarillenta entre sus blancos dedos enguantados.

La señora Maudsley pareció hundirse en el banco del piano.

La esposa del médico no era una mala mujer, pero estaba tan convencida de su propia importancia que creía que Dios observaba todo lo que hacía y escuchaba todo lo que decía, de manera que estaba demasiado ocupada tratando de erradicar el orgullo que tenía inclinación a sentir por su santidad para reparar en sus otros defectos. Ella era una hacedora de buenas obras, así que todo el daño que pudiera hacer lo hacía sin darse cuenta.

¿Qué pasó por su cabeza mientras permanecía sentada en el banco del piano con la mirada perdida? Esa gente no era capaz ni de poner agua a sus jarrones. ¡Con razón sus niñas se portaban mal! El alcance del problema parecía habérsele revelado a través de las flores muertas, y de una forma distraída, ausente, se quitó los guantes y extendió sus dedos sobre las teclas grises y negras del piano.

El sonido que retumbó en la estancia fue el ruido más áspero y menos musical imaginable. En parte, eso se debía a que el piano llevaba muchos años sumido en el abandono, sin nadie que lo tocara o afinara, y en parte a que a la vibración de las cuerdas del instrumento se había sumado casi instantáneamente otro sonido asimismo disonante: una especie de bufido furioso, un chillido desaforado e irritarlo como el maullido de un gato al que le han pisado la cola.

La señora Maudsley salió bruscamente de su ensimismamiento. Al oír el aullido, contempló el piano con incredulidad y se levantó con las manos en las mejillas. En medio de su desconcierto apenas tuvo un instante para darse cuenta de que no estaba sola.

Pues allí, emergiendo del diván, había una figura delgada vestida de blanco…

Pobre señora Maudsley.

No tuvo tiempo de advertir que la figura vestida de blanco estaba empuñando un violín y que este caía con gran fuerza y rapidez sobre su cabeza. Antes de que pudiera asimilar aquella escena, el violín chocó contra su cráneo, la envolvió la oscuridad y se desplomó en el suelo inconsciente.

Con los brazos extendidos de cualquier manera y el impecable pañuelo blanco todavía remetido en la correa del reloj, parecía que no quedaba una sola gota de vida en ella. Las pequeñas bocanadas de polvo que había despedido la alfombra cuando la señora Maudsley se derrumbó regresaron suavemente a su lugar.

Allí yació una buena media hora, hasta que al ama, a su regreso de la granja donde había estado recogiendo huevos, se le ocurrió asomar la cabeza por la puerta y vio una silueta oscura donde antes no había ninguna.

La figura de blanco se había esfumado.



Mientras transcribía de memoria, la voz de la señorita Winter pareció llenar mi habitación con el mismo grado de realismo con que había llenado la biblioteca. Esa mujer tenía una forma de hablar que quedaba grabada en mi memoria y resultaba tan fidedigna como una grabación fonográfica. Pero al llegar a este punto, después de decir «La figura de blanco se había esfumado», se había detenido, así que yo también me detuve, dejé el lápiz flotando sobre la hoja y medité sobre lo que había sucedido después.

Había estado concentrada en el relato y, por tanto, tardé unos instantes en trasladar mis ojos del cuerpo tendido de la esposa del médico a la narradora. Cuando lo hice, me sentí consternada. La palidez habitual de la señorita Winter había adquirido un tono gris amarillento y el cuerpo, aunque siempre rígido, parecía en ese momento estar preparándose para una agresión invisible. El contorno de la boca le temblaba tanto que supuse que estaba a punto de perder la batalla por mantener los labios en una línea firme y que una mueca de dolor contenida se disponía a declararse vencedora.

Me levanté de la butaca alarmada, pero no tenía ni idea de qué debía hacer.

– Señorita Winter -exclamé impotente-, ¿qué le pasa?

– Mi lobo -creí oírle decir, pero el esfuerzo de hablar bastó para hacer que sus labios empezaran a tiritar.

Cerró los ojos, parecía luchar por regular la respiración. Justo cuando me disponía a echar a correr en busca de Judith, la señorita Winter recuperó el control. La agitación de su pecho amainó, los temblores de su cara cesaron y, aunque todavía estaba blanca como la muerte, abrió los ojos y me miró.

– Mejor… -dijo débilmente.

Despacio, regresé a mi butaca.

– Creo que dijo algo sobre un lobo -comencé.

– Sí. La bestia negra que me roe los huesos cada vez que se le presenta la oportunidad. Pasa la mayor parte del tiempo merodeando por los rincones y detrás de las puertas porque tiene miedo de ellas -dijo señalando las pastillas blancas que había en la mesa, a su lado-, pero no son eternas. Se acercan las doce y están perdiendo su efecto. El lobo me está olisqueando el cuello. A las doce y media estará clavándolos dientes y las garras; hasta la una, que es cuando podré tomarme la pastilla y tendrá que regresar a su rincón. Vivimos pendientes del reloj, él y yo. Día a día se adelanta cinco minutos, pero no puedo tomar mis pastillas cinco minutos antes. Eso nunca cambia.

– Pero imagino que su médico…

– Naturalmente. Una vez a la semana o una vez cada diez días me ajusta la dosis, pero nunca es suficiente. No quiere ser él quien me mate, de modo que cuando llegue el momento, será el lobo el que acabe conmigo.

Me miró con dureza y después se aplacó.

– Las pastillas están aquí, mírelas; y el vaso de agua. Si lo deseara, yo misma podría precipitar mi final. En el momento que yo quisiera. Así que no se compadezca de mí. He elegido este otro camino porque tengo cosas que hacer.

Asentí.

– De acuerdo.

– Entonces sigamos con lo nuestro y hagamos esas cosas, ¿le parece? ¿Por dónde íbamos?

– La esposa del médico. En la sala de música. Con el violín.

Y continuamos con nuestro trabajo.



Charlie no estaba acostumbrado a enfrentarse a los problemas.

Y tenía problemas, un montón de problemas: agujeros en el tejado, ventanas rotas, palomas descomponiéndose en las habitaciones del desván, pero los ignoraba. O quizá vivía tan retirado del mundo que, sencillamente, no reparaba en ellos. Cuando la filtración de agua empezaba a resultar excesiva en una habitación, se limitaba a cerrarla y se trasladaba a otra. La casa, después de todo, era enorme. Me pregunto si, dentro de su torpeza mental, se daba cuenta de que otras personas mantenían sus hogares con esfuerzo, pero como el deterioro era su entorno natural, se sentía cómodo en él.

Aun así, la esposa de un médico aparentemente muerta en la sala de música era un problema que no podía pasar por alto. Si hubiera sido uno de nosotros… Pero una persona de fuera. Eso era otra cosa. Había que hacer algo, si bien no tenía la más mínima idea de qué podía ser ese algo, y cuando la esposa del médico se llevó una mano a la dolorida cabeza y gimió, la miró acongojado. Tal vez fuera estúpido, pero sabía lo que eso significaba: se avecinaba una catástrofe.

El ama envió a John-the-dig a por el médico y este llegó a su debido tiempo. Durante un rato el presentimiento de una catástrofe pareció infundado, pues se descubrió que el estado de la esposa del médico no era grave, pues tan solo sufría una conmoción leve. La mujer rechazó una copita de coñac, aceptó té y al rato estaba como nueva.

– Fue una mujer -dijo-. Una mujer de blanco.

– Tonterías -repuso el ama, tranquilizadora y desdeñosa a la vez-. En esta casa no hay ninguna mujer de blanco.

Las lágrimas brillaron en los ojos castaños de la señora Maudsley, pero se mantuvo firme.

– Sí, una mujer delgada tumbada en el diván. Oyó el piano, se levantó y…

– ¿La viste detenidamente? -preguntó el doctor Maudsley.

– No, solo un momento…

– ¿Lo ve? No puede ser -le interrumpió el ama, y aunque su voz era compasiva también fue firme-. No hay ninguna mujer de blanco. Debió de ver un fantasma.

Entonces la voz de John-the-dig se oyó por primera vez:

– Dicen que la casa tiene fantasmas.

El grupo contempló el violín roto abandonado en el suelo y se fijó en el chichón que estaba formándose en la sien de la señora Maudsley, pero antes de que alguien pudiera opinar sobre la veracidad de esa teoría Isabelle apareció en el umbral. Espigada y esbelta, lucía un vestido de color amarillo claro; tenía el moño desarreglado y sus ojos, aunque bellos, eran salvajes.

– ¿Podría ser ella la persona que viste? -le preguntó el médico a su esposa.

La señora Maudsley comparó a Isabelle con la imagen que retenía en su mente. ¿Cuántos tonos separan el blanco del amarillo claro? ¿Dónde está exactamente la frontera entre delgada y espigada? ¿Hasta qué punto un golpe en la cabeza puede afectar a la memoria de una persona? Vaciló. Luego, reparando en los ojos de color esmeralda y encontrando su pareja exacta en su recuerdo, tomó una decisión:

– Sí, es ella.

El ama y John-the-dig evitaron mirarse.

A partir de ese momento, olvidándose de su esposa, el médico dirigió toda su atención a Isabelle. La miró detenida y amablemente, con preocupación en el fondo de sus ojos, al tiempo que le hacía una pregunta detrás de otra. Cuando Isabelle se negaba a responder se mantenía impertérrito, pero cuando se dignaba contestar -maliciosa, impaciente o disparatada- escuchaba con atención, asintiendo con la cabeza al tiempo que hacía anotaciones en su bloc de médico. Al cogerle la muñeca para tomarle el pulso, reparó, alarmado, en los cortes y cicatrices que marcaban la parte interna de su antebrazo.

– ¿Se los hace ella misma?

Franca a su pesar, el ama murmuró:

– Sí.

El médico apretó los labios, preocupado.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, señor? -preguntó, volviéndose hacia Charlie. Él le miró sin comprender, pero el médico le cogió del codo-. ¿Puede ser en la biblioteca? -Y lo sacó con firmeza de la estancia.

El ama y la esposa del médico esperaron en el salón fingiendo no prestar atención a los sonidos que llegaban de la biblioteca. Había un murmullo, no de voces, sino de una sola voz, serena y comedida. Cuando la voz calló escuchamos «No», y otro «¡No!», con la voz elevada de Charlie, y de nuevo el tono suave del médico. Estuvieron ausentes un buen rato, y se oyeron las reiteradas protestas de Charlie antes de que la puerta se abriera y el médico saliera con el semblante grave y agitado. Detrás de él estalló un alarido de desesperación e impotencia, pero el doctor simplemente hizo una mueca y cerró la puerta tras de sí.

– Hablaré con el hospital -le dijo el médico al ama-. Yo me encargaré del transporte. ¿Le parece bien a las dos en punto?

Desconcertada, el ama asintió con la cabeza y la esposa del médico se levantó para irse.

A las dos en punto tres hombres llegaron a la casa y acompañaron a Isabelle hasta una berlina que aguardaba fuera. Se entregó a ellos como un cordero, se instaló obediente en el asiento, en ningún momento miró por la ventanilla mientras los caballos trotaban despacio por el camino, en dirección a la verja de la casa del guarda.

Las gemelas, indiferentes, estaban dibujando círculos en la grava del camino con los dedos de los pies.

Charlie estaba en la escalinata, viendo empequeñecerse la berlina. Parecía un niño al que estaban arrebatando su juguete favorito y no podía creer -del todo no, todavía no- que aquello estuviera ocurriendo de verdad.

El ama y John-the-dig le observaban nerviosos desde el vestíbulo, esperando su reacción.

El carruaje alcanzó la verja y desapareció tras ella. Charlie se quedó mirando la verja abierta tres, cuatro, cinco segundos más. Luego su boca se abrió en un amplio círculo, espasmódico y trepidante, que dejó ver su lengua trémula, la rojez carnosa de su garganta, los hilos de baba cruzando la oscura cavidad. Nosotros le mirábamos hipnotizados, a la espera de que el espantoso sonido emergiera de su boca, pero el sonido no estaba preparado aún para salir. Durante unos segundos eternos siguió creciendo, amontonándose dentro de Charlie, hasta que todo su cuerpo pareció querer estallar de sonido contenido. Finalmente cayó de rodillas sobre la escalinata y el grito salió de su cuerpo. No fue el bramido de elefante que habíamos estado esperando, sino un bufido húmedo y nasal.

Las niñas levantaron la vista un momento, después volvieron impasibles a dibujar círculos. John-the-dig apretó los labios, se dio la vuelta y regresó al jardín y a su trabajo. No había nada que él pudiera hacer ahí. El ama se acercó a Charlie, colocó una mano consoladora en su hombro y trató de convencerle de que entrara en casa, pero él hacía oídos sordos a sus palabras y se limitaba a sorber y gimotear como un niño enrabietado.

Y eso fue todo.



¿Eso fue todo? Un final curiosamente discreto para la desaparición de la madre de la señorita Winter. Estaba claro que la señorita Winter no tenía muy buena opinión de las aptitudes maternales de Isabelle; de hecho, la palabra madre no parecía formar parte de su léxico. Supongo que era comprensible; por lo que había podido ver, Isabelle era la menos maternal de las mujeres. Así y todo, ¿quién era yo para juzgar las relaciones de otras personas con sus madres?

Cerré la libreta, metí el lápiz en la espiral y me levanté.

– Estaré fuera tres días -le recordé-. Regresaré el jueves.

Y la dejé a solas con su lobo.

El estudio de Dickens

Terminé de pasar a limpio las notas de esa jornada. Los doce lápices ya no tenían punta, de modo que me puse a afilarlos. Uno a uno, los introduje en el sacapuntas. Si giras la manivela de forma lenta y regular, a veces puedes conseguir que la viruta de madera con carboncillo se rice y cuelgue de una sola pieza hasta la papelera, pero esa noche estaba cansada y se quebraban constantemente bajo su propio peso.

Pensé en la historia. El ama y John-the-dig me inspiraban simpatía. Charlie e Isabelle me inquietaban. El médico y su esposa tenían la mejor de las intenciones, pero sospechaba que su intervención en la vida de las gemelas no iba a traer nada bueno.

Las gemelas me tenían desconcertada. Sabía lo que otra gente pensaba de ellas. John-the-dig pensaba que no podían hablar bien; el ama creía que no comprendían que las demás personas estaban vivas; los vecinos opinaban que estaban mal de la cabeza, pero desconocía -y eso resultaba más que curioso- qué pensaba la narradora. Cuando contaba su relato, la señorita Winter era una luz que lo ilumina todo salvo a sí misma. Era el punto que se perdía en el corazón de la narración. Hablaba de «ellos», últimamente había hablado de «nosotros», pero lo que me tenía perpleja era la ausencia del yo.

Si se lo preguntara, sé lo que me diría: «Señorita Lea, hicimos un trato». Ya le había hecho preguntas sobre uno o dos detalles de la historia, y aunque a veces contestaba, cuando no quería hacerlo me recordaba nuestro primer encuentro. «Nada de trampas. Nada de adelantarse. Nada de preguntas.»

De momento me resigné a vivir en la intriga. No obstante, esa misma noche sucedió algo que arrojó cierta luz sobre el asunto.

Había ordenado mi escritorio y estaba haciendo la maleta cuando llamaron a la puerta. Abrí y encontré a Judith en el pasillo.

– La señorita Winter desea saber si dispone de un momento para ir a verla. -No me cabía duda de que era la traducción cortés de Judith de un seco «Tráigame a la señorita Lea».

Terminé de doblar una blusa y bajé a la biblioteca.

La señorita Winter estaba sentada en su lugar de siempre y el fuego ardía en la chimenea, pero, por lo demás, en la estancia reinaba la oscuridad.

– ¿Quiere que encienda algunas luces? -pregunté desde la puerta.

– No -fue su fría respuesta, y eché a andar por el pasillo hacia ella. Los postigos estaban abiertos y el cielo oscuro, bañado de estrellas, se reflejaba en los espejos.

Cuando llegué a su lado la luz danzarina del fuego me permitió advertir que la señorita Winter estaba absorta en sus pensamientos. Me senté en mi sitio y, arrullada por el calor del fuego, contemplé en silencio el cielo nocturno. Transcurrió un cuarto de hora mientras ella rumiaba y yo esperaba.

Entonces habló.

– ¿Ha visto alguna vez el retrato de Dickens en su estudio? Lo pintó un hombre llamado Buss, creo. Tengo una reproducción por ahí, ya se la buscaré. En el retrato Dickens ha empujado la silla del escritorio hacia atrás y está dormitando con los ojos cerrados y su barbudo mentón sobre el pecho. Lleva puestas las zapatillas. Alrededor de su cabeza flotan personajes de sus libros como si fueran humo de cigarrillo; algunos se apiñan sobre los papeles del escritorio, otros se han deslizado detrás de él o han descendido, como si se creyeran capaces de caminar con sus pies por el suelo. ¿Y por qué no? Sus trazos son tan fuertes como los del propio escritor, así que ¿por qué no deberían ser tan reales como él? Son más reales que los libros de las estanterías, esbozados con una línea apenas visible y discontinua que en algunos lugares se desvanece en una nada fantasmagórica.

»Se estará preguntando por qué recordar ahora ese retrato. Si lo recuerdo con tanta precisión es porque refleja perfectamente la forma en que yo he vivido mi propia vida. He cerrado la puerta de mi estudio al mundo y me he recluido con mis personajes. Durante casi sesenta años he escuchado a hurtadillas y con total impunidad las vidas de seres imaginarios. He mirado descaradamente en corazones y retretes. Me he arrimado a sus hombros para seguir el movimiento de plumas que escribían cartas de amor, testamentos y confesiones. He observado a enamorados amarse, a asesinos matar, a niños jugar con la imaginación. Cárceles y burdeles me han abierto sus puertas; galeones y caravanas de camellos han cruzado mares y desiertos conmigo; siglos y continentes se han esfumado a mi antojo. He espiado las fechorías de los poderosos y he sido testigo de la nobleza de los sumisos. Tanto me he inclinado sobre personas que dormían en sus lechos que es posible que hayan notado mí aliento en sus caras. He visto sus sueños.

»Mi estudio está abarrotado de personajes que están esperando a ser escritos. Personas imaginarias, deseosas de una vida, que me tiran de la manga, gritando: "¡Ahora yo! ¡Venga! ¡Me toca a mí!". Tengo que elegir. Y en cuanto ya he elegido, el resto calla durante diez meses o un año, hasta que llego al final de una historia y el clamor se reanuda.

»Y de vez en cuando, a lo largo de todos estos años, he levantado la cabeza de la hoja (al final de un capítulo, al detenerme para pensar con calma después de una escena de muerte o simplemente buscando la palabra justa) y he visto una cara detrás de la multitud. Una cara familiar. Tez clara, cabello pelirrojo, ojos verdes. Sé perfectamente quién es, pero nunca deja de sorprenderme verla. Siempre me pilla desprevenida. Muchas veces ha abierto la boca para hablarme, pero durante décadas estuvo demasiado lejos para que yo pudiera oírla y, además, en cuanto me percataba de su presencia, yo desviaba la mirada y fingía no haberla visto. Creo que no se dejaba engañar.

»La gente se pregunta por qué soy tan prolífica. Pues bien, el motivo es ella. Si he empezado un libro nuevo cinco minutos después de haber terminado el último se debe a que levantar la vista del escritorio significaría encontrarme con su mirada.

»Los años han pasado; el número de mis libros en los estantes de las librerías ha crecido y, por consiguiente, la multitud de personajes que flotan por mi estudio ha menguado. Con cada libro que he escrito el murmullo de las voces se ha hecho más quedo, la sensación de ajetreo en mi cabeza ha disminuido. El número de rostros reclamando mi atención ha bajado, y siempre, detrás del grupo pero un poco más próxima con cada libro, ahí está ella. La niña de los ojos verdes. Esperando.

»Llegó el día en que terminé la versión final de mi último libro. Escribí la última frase y puse el punto final. Ya sabía lo que iba a ocurrir. La estilográfica se me resbaló de la mano y cerré los ojos. "Ahora -le oí decir, o puede que lo dijera yo-, ya sólo quedamos tú y yo."

»Discutí un rato con ella. "No saldrá bien -le dije-. Ha pasado mucho tiempo, yo era solo una niña, lo he olvidado todo." En realidad hablaba por hablar. "Pero yo no lo he olvidado -dice ella-. Recuerdas cuando…"

»Hasta yo reconozco lo inevitable cuando lo tengo delante. Sí, lo recuerdo.


La tenue vibración en el aire se detuvo. Mi mirada viajó desde las estrellas hasta la señorita Winter. Sus ojos verdes estaban clavados en un punto de la habitación como si en ese preciso instante estuvieran viendo a la niña de ojos verdes y pelo cobrizo.

– La niña es usted.

– ¿Yo? -La señorita Winter desvió la mirada de la niña fantasma y se volvió hacia mí-. No, no soy yo. Ella es… -titubeó-. Es alguien que fue yo. Esa niña dejó de existir hace mucho, mucho tiempo. Su vida terminó la noche del incendio con la misma certeza que si hubiera perecido entre las llamas. La persona que tiene ahora delante no es nada.

– Pero su carrera… las historias…

– Cuando no somos nada, inventamos. Llenamos un vacío.

Guardamos silencio y contemplamos el fuego. De vez en cuando la señorita Winter se frotaba distraídamente la palma de la mano.

– Su ensayo sobre Jules y Edmond Landier -comenzó al cabo de un rato.

Me volví hacia ella con recelo.

– ¿Por qué los eligió como tema? ¿Sentía por ellos un interés especial, una atracción personal?

Negué con la cabeza.

– Por nada en particular.

Y a partir de ese momento solo existió la quietud de las estrellas y el chisporroteo del fuego.

Aproximadamente una hora después, cuando las llamas estaban más bajas, habló por tercera vez.

– Margaret. -Creo que era la primera vez que me llamaba por mi nombre de pila-. Mañana, cuando se vaya…

– ¿Sí?

– Volverá, ¿verdad?

Era difícil evaluar la expresión de su cara con la luz parpadeante y mortecina de la chimenea, y también era difícil determinar hasta qué punto el temblor de su voz era efecto de la fatiga o de la enfermedad, pero tuve la impresión, justo antes de responder «Sí, por supuesto que volveré», de que la señorita Winter estaba asustada.


A la mañana siguiente Maurice me llevó a la estación y tomé el tren en dirección sur.

Los almanaques

Qué mejor lugar para iniciar mis indagaciones que en casa, en la librería? Los anuarios viejos me fascinaban. Desde que era niña, cuando me aburría, cuando sentía angustia o miedo me acercaba a esos estantes para hojear las páginas repletas de nombres, fechas y apuntes. Entre sus tapas se resumían vidas pasadas en unas pocas líneas rigurosamente neutras. En aquel mundo los hombres eran baronets, obispos o ministros, y las mujeres, esposas e hijas. No había ninguna anotación que revelara si a esos hombres les gustaba desayunar riñones, ningún apunte señalaba a quién amaban o qué les daba miedo en la oscuridad cuando apagaban la vela por la noche. No había ningún dato personal. Así pues, ¿qué era lo que me conmovía tanto de esos breves comentarios sobre las vidas de hombres fallecidos? Simplemente el hecho de que eran hombres, de que habían vivido, de que ahora estaban muertos.

Cuando los leía, sentía una agitación dentro de mí. Dentro de mí, pero no de mí. Cuando leía las listas, la parte de mí que ya se encontraba en el otro lado despertaba y me acariciaba.

Nunca expliqué a nadie por qué los almanaques significaban tanto para mí, ni siquiera decía que me gustaban. No obstante, mi padre reparó en mi afición, y siempre que salían a subasta ese tipo de volúmenes, se aseguraba de conseguirlos. En consecuencia, todos los muertos ilustres del país desde hacía muchas generaciones pasaban su vida después de la muerte en la tranquilidad de los estantes de nuestra segunda planta. Y yo era su única compañía.

Y en esa segunda planta, acurrucada en el asiento de la ventana, estaba yo volviendo las páginas cargadas de nombres. Había encontrado al abuelo de la señorita Winter, George Angelfield. No era baronet, ni ministro, ni obispo, pero ahí estaba. El apellido era de origen aristocrático; habían ostentado un título, pero unas generaciones atrás se había producido una escisión en la familia: el título había ido en una dirección, el dinero y la finca en otra. Su abuelo pertenecía a esta segunda línea. Los almanaques solían seguir los títulos, pero la conexión era lo bastante estrecha para merecer una entrada, de modo que ahí estaba: Angelfield, George; su fecha de nacimiento; residió en la casa de Angelfield, Oxfordshire; casado con Mathilde Monnier de Reims, nacida en Francia; un hijo, Charles. Siguiendo su rastro a través de los almanaques de años posteriores, una década más tarde encontré una enmienda: un hijo, Charles, y una hija, Isabelle. Después de volver algunas páginas más, hallé la confirmación del fallecimiento de George Angelfield y, buscándola a ella por el apellido de su marido, March, Roland, el enlace de Isabelle.

Por un momento me hizo gracia pensar que había hecho todo el viaje hasta Yorkshire para escuchar la historia de la señorita Winter cuando siempre había estado ahí, en los almanaques, unos metros por debajo de mi cama. Luego, no obstante, empecé a pensar con lucidez. ¿Qué demostraba esa información impresa? Únicamente que George y Mathilde y sus hijos Charles e Isabelle habían existido. ¿Cómo sabía yo que la señorita Winter no había encontrado esos nombres de la misma forma que yo, hojeando aquellos volúmenes? Había almanaques en cualquier biblioteca de todo el país. Quienquiera que lo deseara podía consultarlos. ¿Y si la señorita Winter había encontrado una colección de nombres y fechas y había bordado una historia en torno a ella para entretenerse?

Además de mis recelos, tenía otro problema: Roland March había fallecido y la información sobre Isabelle terminaba con aquella muerte. Los anuarios configuraban un mundo extraño. En el mundo real, las familias se ramificaban como los árboles, la sangre mezclada por medio de uniones maritales pasaba de una generación a la siguiente creando una red de conexiones cada vez más extensa. Los títulos, en cambio, pasaban exclusivamente de un hombre a otro, la estrecha progresión lineal que los almanaques gustaban de resaltar. A cada lado de la línea correspondiente al título aparecían unos pocos hermanos más jóvenes, sobrinos y primos, que estaban lo bastante cerca para caer dentro del círculo de luz del almanaque. Hombres que podrían haber sido lords o baronets. Y aunque no se decía, hombres que aún estaban a tiempo de serlo si se producía una determinada sucesión de tragedias. Pero después de cierto número de ramificaciones en el árbol genealógico, esos nombres caían de los márgenes y desaparecían en el éter. Ninguna combinación de naufragios, pestes y terremotos sería tan poderosa como para devolver a esos primos terceros a un lugar destacado. El almanaque tenía sus límites. Y así sucedía con Isabelle: ella era mujer; sus hijas eran hembras; su marido (que no era lord) había muerto, y su padre (que no era lord) también había muerto. El almanaque cortaba las amarras a Isabelle y a sus hijas, dejando caer a las tres en el vasto océano de la gente corriente, cuyos nacimientos y muertes y matrimonios son, al igual que sus amores y sus miedos y su desayuno preferido, demasiado insignificantes para dejar constancia de ellos para la posteridad.

Pero Charlie era varón. El anuario podía estirarse -lo justo- para incluirlo, sí bien la nube de la insignificancia ya empezaba a proyectar su sombra sobre él. La información era escasa. Se llamaba Charles Angelfield. Había nacido. Vivía en Angelfield. No estaba casado. No estaba muerto. Para el almanaque bastaba con esa información.

Consulté un volumen tras otro, encontré una y otra vez la misma reseña raquítica. Con cada nuevo tomo me decía que ese sería el año que lo excluirían, pero ahí estaba año tras año, todavía Charles Angelfield, todavía de Angelfield, aún soltero. Hice un repaso de lo que la señorita Winter me había contado acerca de Charlie y su hermana, y me mordí el labio mientras daba vueltas al significado de su prolongada soltería.

Entonces, cuando Charlie debía de rondar los cincuenta, tropecé con una sorpresa. Su nombre, su fecha de nacimiento, su lugar de residencia y una extraña abreviatura, DF, en la que no había reparado antes.

Consulté la lista de abreviaturas.

DF: declaración de fallecimiento.

Regresé a la entrada de Charlie y me quedé mucho rato observándola con el entrecejo fruncido, como si por el hecho de mirarla fijamente fuera a emerger, en el grano o en la filigrana del papel, la solución del enigma.

Ese año lo habían declarado muerto. Que yo supiera, se solicitaba una declaración de fallecimiento cuando una persona desaparecía, y, transcurrido cierto tiempo, la familia, por motivos de herencia, y pese a no disponer de pruebas ni de cadáver podía conseguir su patrimonio como si estuviese muerta. Creía recordar que una persona debía llevar siete años desaparecida antes de que pudiera ser declarada muerta. Quizá hubiera fallecido durante ese período de tiempo. O puede que no estuviera muerta, sino que simplemente se había marchado, se había perdido o vivía errante, lejos de todas las personas que la habían conocido. Pero que alguien estuviera legalmente muerto no siempre significaba que estuviera físicamente muerto. ¿Qué clase de vida era esa, me pregunté, que podía terminar de una forma tan vaga, tan insatisfactoria? DF.

Cerré el almanaque, lo devolví al estante y bajé a la librería para prepararme un chocolate caliente.

– ¿Qué sabes de los trámites legales que hay que seguir para que alguien sea declarado muerto? -le pregunté a papá mientras esperaba ante el cazo de la leche que tenía al fuego.

– Supongo que no mucho más que tú -fue su respuesta.

Entonces apareció en el umbral y me tendió una de las sobadas tarjetas de nuestros clientes.

– Este es el hombre a quien deberías preguntárselo. Es catedrático de derecho retirado. Ahora vive en Gales, pero viene aquí todos los veranos para curiosear y dar paseos junto al río; un tipo agradable. ¿Por qué no le escribes? De paso podrías preguntarle si quiere que le guarde el Justitiae Naturales Principia.

Cuando terminé mi chocolate, regresé al almanaque para averiguar más cosas sobre Roland March y su familia. Su tío había tenido escarceos con la pintura, y cuando fui a la sección de historia del arte para ahondar en ese dato, descubrí que sus retratos -si bien en aquel momento eran considerados mediocres- habían estado muy en boga durante un breve período. El English Provincial Portraiture de Mortimer contenía la reproducción de un retrato temprano realizado por Lewis Anthony March, titulado Roland, sobrino del pintor. Resulta extraño contemplar el rostro de un muchacho que todavía no es del todo un hombre en busca de los rasgos de una anciana, su hija. Dediqué unos minutos a estudiar sus facciones carnosas y sensuales, su cabello rubio y brillante, la postura relajada de su cabeza.

Cerré aquel libro. Estaba perdiendo el tiempo. Aunque invirtiera todo el día y toda la noche, sabía que no encontraría nada sobre las gemelas que Roland había engendrado.

En los archivos del «Banbury Herald»

Al día siguiente tomé el tren a Banbury y las oficinas del Banbury Herald. Un hombre joven me enseñó los archivos. Quizá la palabra archivo impresione a quien no los ha frecuentado apenas, pero a mí, que durante años he pasado mis vacaciones en ellos, no me sorprendió que me invitaran a pasar a una especie de armario sin ventanas metido en un sótano.

– El incendio de una casa en Angelfield -expliqué brevemente-, hace unos sesenta años.

El muchacho me mostró el estante donde guardaban los legajos del período en cuestión.

– Le bajaré las cajas.

– Y la sección de literatura de hace unos cuarenta años, pero no estoy segura del año exacto.

– ¿Páginas de literatura? No sabía que el Herald hubiera tenido en otra época sección de literatura. -Desplazó la escalera de mano, rescató otra colección de cajas y las colocó junto a la primera sobre una larga mesa, debajo de una potente luz-. Aquí las tiene -dijo animadamente, y me dejó a solas con mi tarea.

El incendio de Angelfield, averigüé, probablemente fue accidental. En aquellos tiempos la gente solía almacenar combustible y eso fue lo que hizo que el fuego se extendiera con tanta virulencia. En aquel momento solo se hallaban en la casa las dos sobrinas del propietario; ambas habían escapado al fuego y se encontraban en el hospital. Se creía que el propietario estaba de viaje. (Se creía… me dije extrañada. Anoté las fechas: todavía tendrían que pasar seis años para la declaración de fallecimiento.) La noticia terminaba con algunos comentarios sobre el valor arquitectónico de la casa y señalaba que su estado era ruinoso.

Copié la historia y eché un vistazo a los titulares de números posteriores en busca de más información, pero como no encontré nada guardé los periódicos y me concentré en las demás cajas.

«Cuénteme la verdad», había dicho él; el joven del traje anticuado que había entrevistado a Vida Winter para el Banbury Herald hacía cuarenta años. Y ella no había olvidado sus palabras.

La entrevista no aparecía por ningún lado. Ni siquiera había nada que pudiera llamarse sección de literatura. Los únicos artículos literarios eran algunas que otras reseñas de libros tituladas «Quizá le gustaría leer…», escritas por una crítica llamada señorita Jenkinsop. Mis ojos tropezaron en dos ocasiones con el nombre de la señorita Winter. Era evidente que la señorita Jenkinsop había leído las novelas de la señorita Winter y que le habían gustado; sus elogios, aunque expresados con escasa erudición, eran entusiastas y merecidos, pero estaba claro que la mujer no había conocido a la escritora y que ella no era el hombre del traje marrón.

Cerré el último periódico, lo doblé y lo devolví cuidadosamente a su caja.

El hombre del traje marrón era una invención suya; un recurso para atraparme; la mosca con la que el pescador ceba su sedal para atraer a los peces. Era de esperar. Quizá fuera la confirmación de la existencia de George y Mathilde, de Charlie e Isabelle, lo que me había llevado a hacerme la ilusión de su veracidad. Ellos, por lo menos, eran reales; pero el hombre del traje marrón, no.

Me puse el sombrero y los guantes, abandoné las oficinas del Banbury Herald y salí a la calle.

Mientras recorría las invernales aceras buscando un café recordé la carta que la señorita Winter me había enviado. Recordé las palabras del hombre del traje marrón y la forma en que habían resonado en las vigas de mis habitaciones bajo el alero. Pero el hombre del traje marrón era un producto de su imaginación. Debí haberlo supuesto. ¿Acaso la señorita Winter no era una inventora de historias? Una cuentista, una fabulista, una embustera. Y el ruego que tanto me había conmovido -«Cuénteme la verdad»- había sido pronunciado por un hombre que ni siquiera era real.

No supe explicarme el sabor tan amargo de mi decepción.

Ruinas

Desde Banbury tomé un autobús.

– ¿Angelfield? -dijo el conductor-. El autobús no llega hasta Angelfield, al menos de momento. Tal vez cambie el recorrido cuando hayan construido el hotel.

– ¿Piensan construir uno allí?

– Están echando abajo una casa en ruinas para construir un hotel de lujo. Puede que entonces pongan un servicio de autobuses para el personal, pero lo mejor que puede hacer ahora es bajarse en el Hare and Hounds de Cheneys Road y seguir a pie. Un kilómetro y medio más o menos, creo.

No había mucho que ver en Angelfield. Una sola calle cuyo letrero de madera rezaba, con lógica simplicidad, The Street. Pasé por delante de una docena de casitas adosadas por pares. Aquí y allá sobresalía algún rasgo diferenciador -un tejo alto, un columpio, un banco de madera-, pero por lo demás cada casita, con su elaborado tejado de paja, los aguilones blancos y el sobrio enladrillado, parecía el reflejo de su vecina.

Las ventanas daban a unos prados bien delimitados con setos y salpicados de árboles. Algo más lejos se divisaban vacas y ovejas, y más allá todavía una superficie densamente arbolada detrás de la cual, según mi mapa, estaba el parque de ciervos. No había aceras, pero tampoco importaba porque no había tráfico. De hecho, no vi señales de presencia humana hasta que dejé atrás la última casa y llegué a una tienda que hacía las veces de oficina de correos.

Dos niños con impermeables amarillos salieron de la tienda y echaron a correr carretera abajo, adelantándose a su madre, que se había detenido en el buzón. Rubia y menuda, estaba intentando pegar los sellos en los sobres sin que se le cayera el periódico que sujetaba bajo el brazo. El niño, ya un muchacho, alargó una mano para echar el envoltorio de su caramelo en la papelera clavada a un poste que había en el borde de la carretera. Cuando fue a coger el envoltorio de su hermana, esta se resistió.

– ¡Puedo yo sola! ¡Puedo yo sola!

La niña se puso de puntillas, y desoyendo las protestas de su hermano estiró el brazo y lanzó el papel en dirección a la boca de la papelera. Un golpe de brisa se lo llevó volando al otro lado de la carretera.

– ¡Te lo dije!

Ambos niños se dieron la vuelta y echaron a correr, pero al verme frenaron en seco. Dos flequillos rubios se desplomaron sobre dos pares de ojos castaños de idéntico contorno. Dos bocas se abrieron con la misma expresión de asombro. No, no eran gemelos, pero casi. Me agaché a recoger el papel y se lo tendí. La niña, deseosa de recuperarlo, hizo ademán de adelantarse. Su hermano, más prudente, alargó un brazo para cortarle el paso y exclamó:

– ¡Mamá!

La mujer rubia, que nos observaba desde el buzón, había contemplado la escena.

– Está bien, deja que lo coja. -La niña cogió el papel de mi mano sin levantar la vista-. Dale las gracias -dijo la madre.

Los niños obedecieron de manera comedida, se dieron la vuelta y partieron dando saltos de alivio. Esa vez la mujer aupó a su hija para que llegara a la papelera y mientras lo hacía se volvió hacia mí y observó mi cámara fotográfica con discreta curiosidad.

En Angelfield ningún forastero podía pasar inadvertido.

Esbozó una sonrisa reservada.

– Que tenga un buen paseo -dijo, y se giró para seguir a sus hijos, que ya habían echado a correr en dirección a las casas adosadas.

Los vi alejándose.

Los niños corrían acechándose y persiguiéndose como si estuvieran unidos por una cuerda invisible. Alteraban el rumbo caprichosamente y hacían cambios de velocidad imprevisibles con una sincronización telepática; parecían dos bailarines moviéndose al compás de una misma música interna, dos hojas atrapadas en la misma brisa. Era algo extraño y al mismo tiempo completamente natural. Me habría quedado más tiempo observándolos, pero temerosa de que se dieran la vuelta y me descubrieran mirando, me obligué a reemprender mi camino.

Tras recorrer unos cientos de metros las verjas de la casa del guarda aparecieron ante mi vista. Las verjas propiamente dichas no solo estaban cerradas, sino soldadas al suelo y entre sí por retorcidas vueltas de hiedra que entraban y salían de la elaborada artesanía de metal. Sobre las verjas, dominando la carretera, se alzaba un arco de piedra clara cuyos extremos terminaban en sendos edificios pequeños, de una sola estancia, provistos de ventanas. De una de ellas pendía una hoja de papel. Como lectora empedernida que soy, no pude resistir la tentación, así que me encaramé a la hierba alta y húmeda para leerla. Pero era un aviso fantasma. Todavía podía verse el logotipo policromo de una constructora, pero debajo solo podían distinguirse dos manchas grises que parecían párrafos y, una pizca más oscura, la sombra de una firma. Debían de haber sido letras, pero varios meses de fuerte sol habían desteñido su significado.

Estaba segura de que tendría que caminar un largo tramo alrededor de la linde para dar con una entrada, pero apenas después de unos pasos llegué a una pequeña puerta de madera abierta en un muro con un simple pestillo para asegurarla. En un instante ya estaba dentro.

En el camino que en otros tiempos había sido de grava, las piedrecillas se mezclaban con parches de tierra desnuda y hierba achaparrada. Conducía, dibujando una larga curva, hasta una pequeña iglesia de piedra y sílex con un cementerio, después doblaba en la otra dirección y transcurría por detrás de una franja de árboles y arbustos que ocultaban la vista. La maleza invadía ambos lados del camino; ramas de matorrales diversos se peleaban por un espacio mientras, a sus pies, el pasto y la mala hierba penetraban en todos los huecos que podían encontrar.

Me encaminé hacia la iglesia. Reconstruida en la época victoriana, conservaba la sobriedad de sus orígenes medievales. Pequeño y compacto, el capitel se dirigía hacia el cielo sin tratar de agujerearlo. La iglesia estaba situada en el vértice de la curva de grava; cuando estuve algo más cerca desvié la mirada de la entrada del cementerio hacia la vista que se estaba abriendo a mi otro lado. Con cada paso que daba el panorama se ampliaba un poco más, hasta que finalmente la mole de piedra clara que era la casa de Angelfield apareció ante mis ojos. Me detuve en seco.

La casa descansaba en un ángulo inverosímil. Si llegabas por el camino de grava ibas a parar a una esquina del edificio, y no estaba claro qué lado era la fachada. Parecía como si la casa supiera que debía recibir a sus visitantes de cara, pero en el último momento no pudiera reprimir el impulso de darse la vuelta y mirar hacia el parque de ciervos y los bosques que se extendían más allá de los bancales. El visitante no era recibido por una cálida sonrisa, sino por una espalda fría.

Los demás detalles de su aspecto externo solo hacían que aumentar esa sensación de inverosimilitud. La planta era asimétrica. Tres grandes salientes, de cuatro plantas de altura cada uno, sobresalían del cuerpo principal, y sus doce ventanas anchas y altas eran el único toque de orden y armonía que ofrecía la fachada. En el resto de la casa las ventanas estaban repartidas sin orden ni concierto, no había dos iguales, ninguna coincidía con su vecina de arriba o de abajo, de la derecha o de la izquierda. Por encima de la tercera planta una balaustrada trataba de envolver la dispar arquitectura en un único abrazo, pero aquí y allá una piedra prominente, un saliente o una ventana absurda echaban por tierra su esfuerzo, así que la balaustrada desaparecía para arrancar de nuevo en el otro lado del obstáculo. Por encima de ella se elevaba un horizonte irregular de torres, atalayas y chimeneas de color miel.

¿Una casa en ruinas? La mayor parte de la piedra dorada tenía un aspecto tan limpio y fresco que parecía recién salida de la cantera. Lógicamente, la intrincada sillería de las atalayas estaba algo desgastada y la balaustrada se estaba desmoronando en algunas partes, pero no podía decirse que el estado de la casa fuera ruinoso. Al verla con el cielo azul de fondo, los pájaros sobrevolando las torres y rodeada de hierba verde, no me costó nada imaginármela habitada.

Entonces me puse las gafas y comprendí.

Las ventanas no tenían vidrios y los marcos estaban, cuando no podridos, calcinados. Lo que había tomado por sombras sobre las ventanas del ala derecha eran manchas de tizne. Y los pájaros que hacían piruetas en el cielo no descendían en picado detrás de la casa, sino dentro de ella. El edificio no tenía tejado. No era una casa, era su estructura.

Volví a quitarme las gafas y el lugar se transformó en una impecable casa isabelina. ¿Sería posible sentir alguna inquietante amenaza si el cielo estuviera teñido de añil y la luna desapareciera de repente detrás de las nubes? Tal vez. Pero dibujada contra aquel cielo azul, la casa era la imagen de la inocencia.

Una barrera bloqueaba el camino. Tenía colgado un aviso. «Peligro. No pasar». Al reparar en la ranura donde convergían las dos secciones de la barrera, retiré una, entré y la volví a colocar en su sitio.

Después de doblar la fría esquina fui a parar a la fachada de la casa Entre el primer y el segundo saliente seis escalones bajos y anchos conducían a una puerta de madera de doble hoja. Los escalones estaban flanqueados por dos pedestales bajos sobre los que descansaban sendos gatos enormes, esculpidos en un material oscuro y lustroso. Las curvas de su anatomía estaban talladas con tanto realismo que cuando deslicé mis dedos por la superficie de uno de ellos casi esperé tocar pelo y la fría dureza de la piedra me sobresaltó.

La ventana de la planta baja del tercer saliente era la que tenía las manchas de tizne más oscuras. Encaramada a un trozo caído de mampostería, alcancé la altura suficiente para asomarme al interior. Aquella visión me produjo un profundo desasosiego. El concepto de habitación reúne algo universal, algo familiar para todos. Aunque mi dormitorio sobre la librería, mi dormitorio de la infancia en casa de mis padres y mi dormitorio en casa de la señorita Winter difieren enormemente, los tres comparten ciertos elementos, elementos que permanecen invariables en todas partes y para todas las personas. Hasta un campamento temporal tiene algo en lo alto para resguardar de la intemperie, un espacio para que la persona entre, se mueva y salga, y algo que le permite diferenciar el interior del exterior. Allí no había nada de eso.

Las vigas se habían desmoronado, algunas solo por un extremo, de tal manera que cortaban el espacio en diagonal y descansaban sobre los montones de mampostería, carpintería y demás materiales confusos que llenaban la habitación hasta la altura de la ventana. Viejos nidos de pájaro ocupaban algunos rincones y recovecos. Probablemente los pájaros habían llevado semillas consigo; la nieve y la lluvia habían entrado a raudales junto con la luz del sol, así que por increíble que pareciera en ese espacio ruinoso estaban creciendo plantas; divisé las ramas marrones de una budelia y saúcos larguiruchos que apuntaban hacia la luz. La hiedra trepaba por las paredes como si fuera el dibujo de un papel pintado. Estirando el cuello miré hacia arriba y ante mi vista se abrió un oscuro túnel. Las cuatro paredes seguían intactas, pero no vi ningún techo, solo cuatro vigas gruesas espaciadas de un modo irregular seguidas de otro espacio vacío coronado por algunas vigas más, y así sucesivamente. Al final del túnel había luz. Era el cielo.

Ni siquiera un fantasma podría sobrevivir en aquel lugar.

Resultaba casi imposible imaginar que en otros tiempos allí había habido cortinajes, tapices, muebles y cuadros; que arañas de luces habían iluminado lo que ahora iluminaba el sol. ¿Qué había sido esa estancia? ¿Un salón, una sala de música, un comedor?

Escruté la masa de escombros apiñada en la habitación. Entre el revoltijo de materiales irreconocibles que en otra época habían formado un hogar algo atrajo mi atención. Al principio me había parecido una viga medio caída, pero no era lo bastante gruesa, y tenía aspecto de haber estado sujeta a la pared. Ahí había otra, y otra. Estos tablones parecían tener muescas a intervalos regulares, como sí otros trozos de madera hubieran estado en otros tiempos unidos a ellos formando ángulos rectos. De hecho allí, en un rincón, descansaba un tablón donde esos trozos seguían presentes.

Un escalofrío me subió por la espalda.

Esas vigas eran estanterías. Ese revoltijo de naturaleza y arquitectura desmoronada era una biblioteca.

En algún momento, sin darme cuenta, había cruzado la ventana sin cristal.

Avancé con cuidado, tanteando el suelo a cada paso. Miré en rincones y grietas, pero no vi ningún libro. Aunque tampoco esperara verlos, pues nunca sobrevivirían en esas condiciones, no había podido resistir la tentación de echar un vistazo.

Durante unos minutos me concentré en hacer fotografías. Fotografié los marcos de las ventanas, las tablas de madera que antaño habían sostenido libros, la pesada puerta de roble y su colosal marco.

Tratando de obtener el mejor encuadre de la gran chimenea de piedra, estaba inclinando un poco el torso hacia un lado cuando me detuve. Tragué saliva, noté los latidos ligeramente acelerados de mi corazón. ¿Había oído algo? ¿Había sentido algo? ¿Se había alterado la disposición de los escombros bajo mis pies? Pero no. No era nada. Aun así, crucé con tiento hasta el otro lado de la habitación, donde había un boquete en la mampostería lo bastante grande para atravesarlo.

Fui a parar al vestíbulo principal, donde se erigía la alta puerta de doble hoja que había visto desde el exterior. La escalera, al ser de piedra, había sobrevivido al incendio. Un amplio arco ascendente; el pasamanos y la balaustrada cubiertos de hiedra; pero las sólidas líneas de su arquitectura estaban limpias; una curva grácil que se ensanchaba en la base como una caracola. Una especie de elegante apóstrofo invertido.

La escalera subía hasta una galería que en otra época probablemente había abarcado todo el ancho del vestíbulo. A un lado solo había un borde de tablas de madera dentadas y una pendiente hasta el suelo de piedra de la planta baja. El otro lado estaba casi completo. Restos de un pasamanos a lo largo de la galería y un pasillo. Un techo, manchado pero intacto; un suelo, e incluso puertas. Era la primera zona de la casa que había visto que parecía haber escapado a la destrucción total. Parecía un lugar habitable.

Hice unas fotos rápidas y, tanteando cada nueva tabla bajo mis pies antes de trasladar el peso del cuerpo, avancé cautelosamente por el pasillo.

El pomo de la primera puerta se abrió a un precipicio, ramas y un cielo azul. Ni paredes, ni techo, ni suelo, solo aire fresco del exterior.

Cerré la puerta y seguí caminando por el pasillo, decidida a no dejarme intimidar por los peligros del lugar. Vigilando en todo momento dónde pisaba, alcancé la segunda puerta. Giré el pomo y dejé que la puerta se abriera por su propio impulso.

¡Había movimiento!

¡Mi hermana!

Casi di un paso hacia ella.

Casi.

Entonces lo comprendí: era un espejo, empañado por la mugre y salpicado de manchas oscuras que semejaban tinta.

Miré el suelo que había estado a punto de pisar. No había tablas, solo una pendiente en caída de seis metros sobre duras losas de piedra.

Aunque ya era consciente de lo que había visto, mi corazón seguía desbocado. Levanté la mirada y allí estaba ella; una chiquilla de rostro pálido y ojos oscuros, una figura indefinida, confusa, temblando dentro del viejo marco.

Ella me había visto. Tenía una mano anhelante tendida hacia mí, como si yo solo tuviera que dar unos pasos para cogerla. Y bien mirado, ¿no sería esa la solución más sencilla, dar unos pasos y reunirme finalmente con ella?

¿Cuánto tiempo me quedé observándola mientras me esperaba?

– No -susurré, pero su brazo seguía haciéndome señas-. Lo siento. -Dejó caer el brazo lentamente.

Entonces levantó la cámara y me hizo una foto.

Lo lamenté por ella. Las fotos hechas a través de un cristal nunca salen. Lo sé muy bien; lo he probado muchas veces.

Me detuve ante la tercera puerta, con la mano en el pomo. La regla de tres, había dicho la señorita Winter. Pero ya no estaba de humor para continuar averiguando sobre su historia. Su casa llena de peligros, con su lluvia interior y el espejo engañoso, había dejado de interesarme.

Decidí marcharme. ¿Fotografiar la iglesia? Ni siquiera eso. Iría a la tienda del pueblo; pediría un taxi por teléfono, iría a la estación y de allí a casa.

Haría todo eso dentro de un minuto. En aquel instante solo quería quedarme así, con la cabeza apoyada en la puerta, los dedos sobre el pomo, indiferente a lo que pudiera haber al otro lado, esperando a que mis lágrimas se secaran y mi corazón se calmara.

Esperé.

Y de repente, bajo mis dedos, el pomo de la tercera puerta empezó a girar solo.

El gigante afable

Eché a correr. Salté por encima de los boquetes de las tablas, bajé de tres en tres los escalones, me resbalé una vez y me abalancé sobre el pasamanos para apoyarme. Agarré un puñado de hiedra, tropecé, recuperé el equilibrio y seguí bajando a trompicones. ¿La biblioteca? No. Hacia el otro lado. Por debajo de una arcada. Ramas de saúco y de budelia se me enganchaban a la ropa y en varias ocasiones estuve en un tris de caer mientras mis pies sorteaban los cascotes de esa casa en ruinas.

Al final, inevitablemente, caí al suelo y de mi boca escapó un alarido.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¿Te he asustado? Oh, Dios mío.

Me volví hacia la arcada.

Asomando por el rellano de la galería vislumbré no el esqueleto ni el monstruo de mi imaginación, sino un gigante. El individuo bajó ágilmente por la escalera, avanzó con soltura y despreocupación por los escombros y se detuvo delante de mí con una expresión de intensa preocupación en la cara.

– Válgame el cielo.

Debía de medir un metro noventa o noventa y cinco y era corpulento, tan corpulento que la casa pareció empequeñecerse a su alrededor.

– No quería… Verás, pensaba que… Como llevabas allí un rato y… Pero eso ya no importa, lo que ahora importa, querida, es si te has hecho daño.

Me sentí reducida al tamaño de un niño. Pero, pese a sus colosales dimensiones, ese hombre también tenía algo de niño. Demasiado regordete para tener arrugas, su rostro era redondo y de angelote, y alrededor de su rala cabeza pendía una cuidada aureola de rizos de un tono rubio plateado. Sus ojos, redondos como las monturas de sus gafas, eran amables y poseían una transparencia azul.

Yo debía de tener cara de aturdida y quizá estuviera pálida. El gigante se arrodilló a mi lado y me tomó la muñeca.

– Caray, menudo porrazo te has pegado. Si hubiera… No debí… Pulso algo acelerado. Hummm.

La espinilla me ardía. Me llevé una mano a la rodillera del pantalón para tocar una gota y cuando la retiré tenía los dedos manchados de sangre.

– Oh, Dios, oh, Dios, ¿es la pierna, verdad? ¿Está rota? ¿Puedes moverla?

Moví el pie y el alivio se dibujó en su rostro.

– Gracias a Dios. Nunca me lo habría perdonado. No te muevas, quédate aquí descansando mientras yo… voy a buscar… Vuelvo enseguida.

Y se marchó. Sus pies sortearon con delicadeza los bordes mellados de la madera y subieron la escalera dando brincos mientras su torso avanzaba majestuosamente, como desconectado del intrincado juego de piernas que tenía debajo.

Respiré hondo y esperé.

– He puesto en marcha el hervidor de agua -anunció a su regreso.

Llevaba consigo un botiquín de verdad, blanco con la cruz roja encima. Extrajo un desinfectante y una gasa.

– Siempre he dicho que alguien acabaría haciéndose daño en este viejo caserón. Hace años que tengo este botiquín. Más vale prevenir que curar, ¿no crees? ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! -Hizo una mueca de dolor al apretar la punzante gasa contra el corte de mi espinilla-. Seamos valientes, ¿de acuerdo?

– ¿Tienes electricidad? -pregunté. Me sentía algo abrumada.

– ¿Electricidad? Pero si es una casa en ruinas. -Me miró fijamente, sorprendido por la pregunta, como si al caer hubiera sufrido una contusión y hubiera perdido el juicio.

– Lo digo porque creí oírte decir que habías puesto en marcha el hervidor de agua.

– ¡Ah, entiendo! ¡No! Tengo un hornillo de gas. Antes tenía un termo, pero… -Alzó la nariz-. El té hecho en termo no es muy bueno que digamos, ¿no crees? ¿Escuece mucho?

– Solo un poco.

– Buena chica. Te has pegado un buen porrazo. Y ahora el té. ¿Con limón y azúcar? Leche no, lo siento. No hay nevera.

– Me encantaría con limón.

– Bien. Y ahora te pondremos cómoda. Ha dejado de llover. ¿Té en el jardín?

Se dirigió a la imponente puerta del vestíbulo y descorrió el pasador. Con un menor chirrido de lo que esperaba, las hojas se abrieron e hice ademán de levantarme.

– ¡No te muevas!

El gigante llegó brincando hasta mí, se agachó y me recogió del suelo. Me llevó en volandas y suavemente al exterior. Me sentó de lado sobre el lomo de uno de los gatos negros que yo había admirado hacía una hora.

– Espera aquí y cuando regrese tú y yo disfrutaremos de una deliciosa merienda.

Entró de nuevo en la casa. Su colosal espalda se deslizó escaleras arriba, avanzó por el pasillo y entró en la tercera habitación.

– ¿Cómoda?

Asentí con la cabeza.

– Estupendo. -El gigante sonrió como si realmente aquella situación fuera estupenda-. Y ahora, ¿qué tal si nos presentamos? Yo soy Love. Aurelius Alphonse Love. Pero llámame Aurelius. -Me miró con expectación.

– Margaret Lea.

– Margaret. -Esbozó una sonrisa radiante-. Magnífico. Realmente magnífico. Y ahora come.

El gigante había desdoblado una servilleta, esquina por esquina, entre las orejas del gran gato negro. Dentro había una generosa porción de un bizcocho oscuro y pegajoso; le di un bocado. Era el bizcocho perfecto para un día de frío: condimentado con jengibre, dulce pero picante. Aquel desconocido filtró el té en sendas tazas de delicada porcelana. Me tendió un azucarero con terrones y luego extrajo una bolsita de terciopelo azul de su bolsillo superior y la abrió. Descansando sobre el terciopelo había una cucharilla de plata con una A alargada, con la forma de un ángel estilizado, adornando el mango. Cogí la cucharilla, removí con ella mi té y se la devolví.

Mientras yo bebía y comía mi anfitrión se sentó en el segundo gato, que bajo su enorme contorno adquirió de repente el aspecto de un cachorro. Comía en silencio, con cuidado y concentración. También él me observaba comer, anhelando que el bizcocho fuera de mi agrado.

– Estaba delicioso -dije-. Casero, supongo.

De un gato a otro había unos tres metros, de manera que para conversar teníamos que elevar ligeramente la voz, lo que daba a la conversación un toque teatral, como si se tratara de representación. Y lo cierto era que teníamos público. Cerca de la linde del bosque, un ciervo totalmente inmóvil nos observaba con curiosidad. Sin pestañear, vigilante, con las fosas nasales agitadas. Cuando advirtió que lo había visto no hizo ademán de huir, sino que optó por lo contrario por no tener miedo.

Mi compañero se limpió los dedos en la servilleta, la sacudió y la dobló en cuatro.

– Entonces, ¿te ha gustado? La señora Love me dio la receta. Preparo este bizcocho desde niño. La señora Love era una cocinera maravillosa; una mujer maravillosa en todos los sentidos. Naturalmente, ya no está con nosotros. Se fue a una edad avanzada, aunque yo había confiado en que… Pero no pudo ser.

– Comprendo.

Si bien no estaba segura de comprender. ¿La señora Love era su esposa? Aunque había dicho que hacía ese bizcocho desde que era niño. No podía estar refiriéndose a su madre. ¿Por qué iba a llamar a su madre señora Love? Aun así, dos cosas estaban claras: que la había querido y que la mujer estaba muerta.

– Lo siento -dije.

Aceptó mi pésame con una expresión triste, pero después su rostro se iluminó.

– Eso sí, me dejó un recuerdo muy digno, ¿no crees? Me refiero al bizcocho.

– Desde luego. ¿Hace mucho que la perdiste?

Lo meditó.

– Casi veinte años, aunque parece más tiempo. O menos. Depende de cómo se mire.

Asentí con la cabeza. Seguía sin entender.

Permanecimos callados un rato. Contemplé el parque de ciervos. En el vértice del bosque estaban asomando otros ciervos. Se movían con el sol por la hierba del parque.

El escozor de la espinilla había disminuido. Me encontraba mejor.


– Dime una cosa… -comenzó el extraño, y sospeché que había tenido que armarse de valor para hacer su pregunta-. ¿Tienes madre?

Di un respingo. La gente casi nunca repara en mí el tiempo suficiente para hacerme preguntas personales.

– ¿Te has molestado? Perdona la pregunta, pero… ¿Cómo podría explicártelo? La familia es un tema que… que… Pero si prefieres no… Lo siento.

– No pasa nada -respondí con calma-. No me importa.

Y lo cierto era que no me importaba. Ya fuera por la sucesión de impresiones que había tenido o por la influencia de ese entorno tan extraño, el caso es que sentía que todo lo que pudiera contar sobre mí en aquel lugar, a ese hombre, permanecería siempre allí, con él, y no llegaría a ningún otro lugar del mundo. Contara lo que contara, no tendría consecuencias. De modo que contesté:

– Sí, tengo madre.

– ¡Tienes madre! ¡Qué…! ¡Oh, qué…! -Una expresión extrañamente intensa, de tristeza o nostalgia, asomó en sus ojos-. ¿Hay algo más maravilloso que tener madre? -exclamó al fin. Era, claramente, una invitación a que continuara hablando.

– Entonces, ¿tú no tienes madre? -le pregunté.

Aurelius torció un poco el gesto.

– Desgraciadamente… Siempre he querido… O un padre. Incluso hermanos y hermanas. Alguien que me perteneciera de verdad. De niño hacía ver que tenía una familia. Me inventé una completa. ¡Generaciones enteras! ¡Te habrías reído! -No había nada irrisorio en su rostro mientras hablaba-. Pero una madre propiamente dicha… Una madre real, conocida… Está claro que todo el mundo tiene una madre, eso lo sé. El caso es saber quién es tu madre. Y yo siempre he confiado en que algún día… Porque no es algo imposible, ¿verdad? De modo que todavía mantengo la esperanza.

– Ah.

– Es algo realmente triste. -Se encogió de hombros, procurando, sin éxito, que el gesto pareciera despreocupado-. Me habría gustado tener madre.

– Señor Love…

– Aurelius, por favor.

– Aurelius. La relación con las madres no siempre es tan agradable como imaginas.

– ¿Oh? -Mi comentario pareció tener el impacto de una gran revelación. Me miró detenidamente-. ¿Hay peleas?

– No exactamente.

Frunció el entrecejo.

– ¿Malentendidos?

Negué con la cabeza.

– ¿Peor? -Estaba estupefacto. Buscó el posible problema en el cielo, en el bosque y, por último, en mis ojos.

– Secretos -le dije.

– ¡Secretos! -Sus ojos se abrieron en dos círculos perfectos. Desconcertado, meneó la cabeza, tratando por todos los medios de entender a qué me estaba refiriendo-. No sé cómo ayudarte. Sé muy poco de familias. Mi ignorancia es más vasta que el océano. Lamento que entre vosotras haya secretos. Estoy seguro de que tienes tus razones para sentirte así.

La compasión endulzó su mirada y me tendió un pañuelo blanco cuidadosamente doblado.

– Lo siento -dije-. Debe de ser una reacción de efectos retardados.

– Eso espero.

Mientras me enjugaba las lágrimas Aurelius se volvió hacia el parque de ciervos. El cielo estaba oscureciendo lentamente. Seguí la dirección de sus ojos y divisé un destello blanco: el pelaje claro del ciervo que galopaba con agilidad hacia el abrigo de los árboles.

– Cuando noté que se movía el pomo de la puerta, pensé que eras un fantasma -le expliqué- o un esqueleto.

– ¡Un esqueleto! ¡Yo! ¡Un esqueleto!-Rió encantado mientras todo su cuerpo parecía temblar de alegría.

– Y al final resultaste ser un gigante.

– ¡Y que lo digas! Todo un gigante. -Se secó los ojos, humedecidos por la risa, y dijo-: La verdad es que en este lugar sí hay un fantasma, o por lo menos eso dicen.

«Lo sé», estuve a punto de decir. «Lo he visto», pero, lógicamente, no estábamos hablando del mismo fantasma.

– ¿Lo has visto?

– No -suspiró-. No he visto ni la sombra de un fantasma.

Nos quedamos un rato callados, absorto cada uno en sus propias sombras.

– Empieza a refrescar -señalé.

– ¿Tu pierna ya está bien?

– Creo que sí. -Resbalé por el lomo del gato e intenté apoyarme en ella-. Sí, está mucho mejor.

– Estupendo. Estupendo.

Nuestras voces eran murmullos en la luz menguante.

– ¿Quién era exactamente la señora Love?

– La señora que me acogió. Me dio su apellido. Me dio su libro de recetas. En realidad, me lo dio todo.

Asentí.

Recogí mi cámara de fotos.

– Creo que es hora de irme. Debería intentar fotografiar la iglesia antes de que la luz se vaya del todo. Muchas gracias por la merienda.

– Yo tampoco tardaré en marcharme. Ha sido un verdadero placer conocerte, Margaret. ¿Vendrás otro día?

– No vives realmente aquí, ¿verdad? -pregunté con voz dudosa.

Aurelius rió. Era un dulzor oscuro, sustancioso, como el bizcocho.

– Dios mío, no. Tengo una casa allí. -Señaló el bosque-. Vengo aquí por las tardes. Para… bueno, digamos que para meditar.

– Van a derribar la casa. Supongo que ya lo sabes.

– Lo sé. -Aurelius acarició el gato algo distraído, pero con cariño-. Es una pena, ¿no crees? Echaré de menos este viejo caserón. De hecho, cuando te oí pensé que eras uno de ellos, un perito o algo parecido. Pero ha resultado que no.

– No, no soy perito. Estoy escribiendo un libro sobre alguien que vivió aquí.

– ¿Las muchachas de Angelfield?

– Sí.

Aurelius asintió pensativamente con la cabeza.

– ¿Sabías que eran gemelas? Debe de ser increíble. -Por un momento su mirada viajó muy lejos-. ¿Vendrás otro día, Margaret? -preguntó mientras yo recogía mi bolsa.

– Tengo que hacerlo.

Se llevó una mano al bolsillo y sacó una tarjeta. Aurelius Love, servicio de catering tradicional inglés para bodas, bautizos y fiestas. Me señaló la dirección y el número de teléfono.

– Llámame cuando vuelvas por aquí. Te invitaré a mi casa y te preparé una merienda de verdad.

Antes de separarnos, Aurelius me cogió la mano y le dio unas palmaditas suaves, a la antigua usanza. Luego su enorme cuerpo subió elegantemente la enorme escalinata y cerró las pesadas puertas tras de sí.

Bajé lentamente por el camino en dirección a la iglesia, con la mente ocupada por el extraño que acababa de conocer y del que me había hecho amiga. Era algo inusitado en mí. Y al cruzar la puerta del cementerio me dije que quizá la extraña fuera yo. ¿Eran solo imaginaciones mías o desde que había conocido a la señorita Winter yo no era la misma?

Tumbas

Había recordado que necesitaba luz cuando ya era demasiado tarde, así que descarté hacer más fotografías. Entonces saqué mi libreta para pasear por el cementerio. Angelfield era una población antigua pero pequeña y había pocas tumbas. Encontré a John Digence, «Llamado al jardín del Señor», y también a una mujer, Martha Dunne, «Sierva leal de Nuestro Señor», cuyas fechas de nacimiento y muerte coincidían bastante con las que esperaba del ama. Anoté los nombres, las fechas y las inscripciones en mi libreta. En una tumba había flores frescas, un alegre ramo de crisantemos naranjas, y me acerqué para ver a quién recordaban con tanto afecto. Era Joan Mary Love, «Siempre recordada».

Aunque busqué detenidamente, no vi el apellido Angelfield por ningún lado. Mi desconcierto, con todo, no duró más de un minuto. La familia de la casa grande no podía tener tumbas corrientes en el cementerio. Sus tumbas serían más ostentosas, con efigies y extensos epitafios grabados en lápidas de mármol. Y estarían dentro, en la capilla.

La iglesia tenía un aspecto lúgubre. Las viejas ventanas, angostos fragmentos de vidrio verdoso contenidos en un sólido entramado de arcos de piedra, dejaban entrar una luz sepulcral que iluminaba débilmente la pálida piedra de las columnas y los arcos, las blanqueadas bóvedas entre las vigas negras del techo y la madera pulimentada de los bancos. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la tenue luz, examiné las lápidas y los monumentos que descansaban en la pequeña capilla. Todos los Angelfield muertos desde hacía siglos tenían sus epitafios allí, renglones y renglones de locuaz encomio, grabados sin reparar en gastos en costoso mármol. Ya volvería otro día para descifrar las inscripciones de esas primeras generaciones; entonces solo estaba buscando un puñado de nombres.

Con la muerte de George Angelfield terminaba la elocuencia fúnebre. Charlie e Isabelle -presumiblemente fueron ellos quienes así lo decidieron- no parecían haber puesto mucho empeño en resumir la vida y la muerte de su padre para las generaciones futuras. «Liberado de las penas terrenales, descansa ahora con su Salvador» era el lacónico mensaje grabado en su lápida. El papel de Isabelle en este mundo y su marcha del mismo aparecía resumido en términos bastante convencionales: «Adorada madre y hermana, partió a un lugar mejor». No obstante, anoté la frase en mi libreta e hice un cálculo rápido. ¡Más joven que yo! No tan trágicamente joven como su marido, pero había muerto a una edad muy temprana.

Estuve a punto de saltarme a Charlie. Descartadas aquella tarde el resto de lápidas de la capilla, me disponía a tirar la toalla cuando mis ojos divisaron finalmente una losa pequeña y oscura. Tan pequeña y tan negra que parecía concebida para que resultara invisible o, cuando menos, insignificante. Como no había pan de oro que iluminara las letras, fui incapaz de descifrarlas con solo mirar, de manera que alargué una mano y palpé la inscripción, palabra por palabra, con las yemas de los dedos, como si fuera braille.


Charlie Angelfield,

desapareció en la oscura noche.

Nunca volveremos a verlo.


No había fechas.

Sentí un escalofrío. Me pregunté quién habría elegido esas palabras. ¿Vida Winter? ¿Y qué emoción escondían? Tuve la impresión de que el texto encerraba cierta ambigüedad. ¿Expresaba el dolor de una pérdida o era la despedida triunfal de los supervivientes de una mala persona?

Cuando salí de la iglesia y eché a andar lentamente por el camino de grava hacia la verja de la casa del guarda sentí un escrutinio leve, casi ingrávido, en la espalda. Aurelius se había ido, por tanto, ¿qué era? ¿El fantasma de Angelfield, o los ojos calcinados de la casa? Probablemente no fuera más que un ciervo que me observaba, invisible, desde la penumbra del bosque.


– Es una pena que no puedas ir a casa unas horas -dijo mi padre en la librería esa noche.

– Ya estoy en casa -protesté fingiendo no entenderlo.

Sin embargo, yo sabía que estaba hablando de mi madre. Lo cierto era que no podía soportar su brillo de hojalata, ni la inmaculada claridad de su casa. Yo vivía entre sombras, me había hecho amiga de mi dolor, pero sabía que en casa de mi madre mi dolor no era bienvenido. A ella le habría encantado tener una hija jovial y habladora cuya alegría le hubiera ayudado a desterrar sus propios miedos. En realidad, mi madre temía mis silencios. Prefería mantenerme alejada.

– Tengo muy poco tiempo -expliqué-. La señorita Winter está impaciente por que prosigamos con el trabajo. Además, solo quedan unas semanas para Navidad. Volveré para entonces.

– Sí -dijo papá-. Falta poco para Navidad.

Parecía triste y preocupado. Sabía que yo era el motivo de su tristeza y su preocupación, y lamentaba no poder hacer nada al respecto.

– He cogido algunos libros para llevármelos a casa de la señorita Winter. Lo he anotado en las fichas.

– Está bien. No te preocupes.



Esa noche, arrancándome de mí sueño, siento una presión en el borde de mi cama. El pico de un hueso apretándose contra mi carne a través de las mantas.

¡Es ella! ¡Por fin ha venido a buscarme!

Solo tengo que abrir los ojos y mirarla, pero el miedo me paraliza. ¿Qué aspecto tendrá? ¿Será como yo? ¿Alta, delgada y de ojos oscuros? ¿O, he ahí mi temor, ha venido directamente desde la tumba? ¿Con qué cosa horrible estoy a punto de encontrarme, de reencontrarme?

El miedo desaparece.

Me he despertado.

Ya no siento la presión a través de las mantas. Solo había existido en mi sueño. No sé si me siento aliviada o decepcionada.

Me levanto, hago la maleta y en la desolación del amanecer invernal caminé hasta la estación para tomar el primer tren al norte.

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