Inicios

Nieve

La señorita Winter falleció y la nieve siguió cayendo. Cuando Judith llegó pasó un rato conmigo ante la ventana, contemplando la luz fantasmagórica del cielo nocturno. Más tarde, cuando una alteración en la luz nos indicó que ya era de día, me mandó a la cama.

Desperté al atardecer.

La nieve que había cortado la línea telefónica alcanzaba los alféizares de las ventanas y trepaba por las puertas. Nos separaba del resto del mundo con tanta eficacia como la llave de una celda. La señorita Winter se había fugado; también la mujer a la que Judith llamaba Emmeline y que yo evitaba nombrar había logrado huir. El resto de nosotros, Judith, Maurice y yo, seguíamos atrapados.

El gato estaba inquieto. La nieve lo enervaba; no le gustaba esa alteración en el aspecto de su universo. Saltaba de una ventana a otra buscando su mundo perdido y nos maullaba con apremio a Judith, a Maurice y a mí, como si restablecerlo estuviera en nuestras manos. En comparación con aquel encierro forzado, la pérdida de sus dueñas era un hecho nimio que, si reparó en él, no lo perturbó en absoluto.

La nieve nos había sumergido en un lapso de tiempo paralelo y cada uno de nosotros encontró su propia forma de sobrellevarlo. Judith, imperturbable, hizo sopa de verduras, limpió el interior de los armarios de la cocina y cuando se le acabaron las tareas, se hizo la manicura y se preparó una mascarilla facial. Maurice, irritado por el confinamiento y la inactividad, hacía interminables solitarios, pero cuando tuvo que beber el té solo por falta de leche, Judith se prestó a jugar al rummy con él para distraerlo de su amargura.

En cuanto a mí, pasé dos días redactando mis últimas notas y, cuando terminé, me extrañó que no me apeteciera leer. Ni siquiera Sherlock Holmes conseguía encontrarme en ese paisaje atrapado en la nieve. Sola en mi habitación, pasé una hora examinando mi melancolía, tratando de poner nombre a lo que pensaba que era un nuevo elemento en ella. Entonces me di cuenta de que echaba de menos a la señorita Winter. Deseosa de compañía humana, bajé a la cocina. Maurice se alegró de poder jugar a cartas conmigo aun cuando yo solo conociera juegos de niños. Luego, mientras las uñas de Judith se secaban, preparé chocolate caliente y té sin leche, y después dejé que Judith me limara y pintara las uñas.

De ese modo los tres y el gato pasamos los días, encerrados con nuestros muertos y con la sensación de que el viejo año se estiraba indefinidamente.

Al quinto día me dejé invadir por una inmensa tristeza.

Yo había fregado los platos y Maurice los había secado mientras Judith hacía un solitario en la mesa. A todos nos apetecía un cambio. Y cuando terminé de recoger, renuncié a su compañía y me retiré al salón. La ventana daba a la parte del jardín resguardada del viento. Ahí la nieve estaba más baja. Abrí la ventana, salí al paisaje blanco y caminé por la nieve. Todo el dolor que durante años había mantenido a raya sirviéndome de libros y estanterías me asaltó de repente. En un banco resguardado por un seto de tejos altos me abandoné a una tristeza vasta y profunda como la nieve, tan inmaculada como esta. Lloré por la señorita Winter, por su fantasma, por Adeline y Emmeline. Por mi hermana, mi madre y mi padre. Y sobre todo, y lo más terrible, lloré por mí. Mi dolor era el dolor del bebé recién separado de su otra mitad; de la niña sorprendida por el contenido de una vieja lata al descubrir el significado, un significado repentino, espeluznante, de unos documentos; y el de una mujer adulta llorando en un banco, envuelta en la luz y el silencio de la nieve.

Cuando salí de mi ensimismamiento el doctor Clifton estaba a mi lado. Me rodeó con un brazo.

– Lo sé -dijo-. Lo sé.

Por supuesto, él no sabía nada. O no con exactitud. Y, sin embargo, eso fue lo que dijo y a mí me reconfortó oírlo. Porque sabía a qué se refería. Todos tenemos nuestras aflicciones, y si bien el perfil, el peso y el tamaño del dolor son diferentes para cada persona, el color del dolor es el mismo para todos.

– Lo sé -dijo, porque era humano y por tanto, en cierto modo, algo sabía.

Me llevó adentro, para que entrara en calor.

– Dios Santo -dijo Judith-. ¿Le traigo un chocolate caliente?

– A ser posible con un chorrito de coñac -dijo el doctor Clifton.

Maurice me acercó una silla y se dispuso a avivar el fuego.

Bebí el chocolate a sorbos lentos. Había leche: el médico la había traído cuando llegó con el granjero en el tractor.

Judith me arrebujó con un chal y se puso a pelar patatas para la cena. De vez en cuando ella, Maurice o el médico comentaban cualquier cosa -lo que podríamos cenar, si la capa de nieve era o no más fina, cuánto tardarían en restablecer la línea telefónica- y de esta manera reactivaron el laborioso proceso de volver a poner en marcha la vida después de la parálisis que la muerte nos había provocado.

Poco a poco los comentarios se fueron enlazando y derivaron en una conversación.

Escuché sus voces, y al rato, me sumé a ellas.

Feliz cumpleaños

Fui a casa.

A la librería.

– La señorita Winter ha muerto -le dije a mi padre.

– ¿Y tú? ¿Cómo estás tú? -preguntó.

– Viva.

Sonrió.

– Háblame de mamá -le pedí-. ¿Por qué es como es?

Y me lo contó:

– Estaba muy enferma cuando os dio a luz. No pudo veros antes de que se os llevaran. Nunca vio a tu hermana. Tu madre estuvo a punto de morir. Cuando volvió en sí, ya os habían operado y tu hermana…

– Mi hermana había muerto.

– Sí. Era imposible saber qué sería de ti. Yo iba de su cabecera a la tuya… Temí perderos a las tres. Recé a todos los dioses de los que había oído hablar para que os salvaran. Y atendieron a mis oraciones, en parte. Tú sobreviviste. Tu madre en realidad nunca volvió.

Había otra cosa que necesitaba saber.

– ¿Por qué no me dijisteis que tenía una hermana gemela?

Me miró con el rostro devastado. Tragó saliva y cuando habló, tenía la voz ronca.

– La historia de tu nacimiento es triste. Tu madre pensó que era demasiado dura para que una niña cargara con ella. Yo habría cargado con ella por ti, Margaret, si hubiera podido. Habría hecho cualquier cosa por ahorrártela.

Nos quedamos callados. Pensé en todas las demás preguntas que habría formulado, pero ya no necesitaba hacerlo.

Busqué la mano de mi padre al mismo tiempo que él buscó la mía.


En tres días asistí a tres entierros.

Al primero acudió una multitud llorosa por la pérdida de la señorita Winter. La nación lamentaba la muerte de su narradora favorita y miles de lectores acudieron a presentar sus respetos. Me marché en cuanto tuve la oportunidad de hacerlo, pues yo ya me había despedido de ella.

El segundo fue un entierro discreto. Tan solo estábamos Judith, Maurice, el médico y yo para presentar nuestros respetos a la mujer a la que se refirieron durante todo el oficio como Emmeline. Después nos despedimos y cada uno se fue por su lado.

El tercero fue aún más solitario. En un crematorio de Banbury solo yo estuve presente cuando un clérigo de rostro desabrido supervisó el traspaso a las manos de Dios de una colección de huesos sin identificar. A las manos de Dios, aunque fui yo quien recogió la urna más tarde «en nombre de la familia Angelfield».


Había campanillas de invierno en Angelfield. Al menos los primeros brotes, abriéndose paso en el suelo helado y mostrando sus puntas verdes y frescas por encima de la nieve.

Al levantarme oí un ruido. Aurelius llegaba a la entrada del cementerio. La nieve cubría sus hombros y llevaba un ramo de flores.

– ¡Aurelius! -¿Como podía su rostro haberse vuelto tan triste, tan pálido?-. Has cambiado -dije.

– Me he dejado la piel en una búsqueda inútil. -El azul de sus ojos siempre afables había adquirido el tono descolorido del cielo de enero; eran tan transparentes que pude ver su decepcionado corazón-. Toda mi vida he querido encontrar a mi familia. Quería saber quién era yo. Y últimamente me había hecho ilusiones. Creía que existía alguna posibilidad, pero me temo que estaba equivocado.

Caminamos entre las tumbas por el sendero herboso, sacudimos la nieve del banco y nos sentamos antes de que volviera a cubrirse. Aurelius hurgó en su bolsillo y sacó dos trozos de bizcocho. Me alargó uno distraídamente e hincó los dientes en el suyo.

– ¿Eso es todo lo que tienes para mí? -me preguntó mirando la urna-. ¿Eso es todo lo que queda de mi historia?

Le tendí la urna.

– Es ligera, ¿verdad? Ligera como el aire. Y sin embargo…

Se llevó la mano al corazón; buscó un gesto para mostrar cuánto le pesaba, pero al no encontrarlo, dejó la urna a un lado y dio otro mordisco a su bizcocho.

Cuando hubo digerido el último bocado, habló y se puso en pie:

– Si era mi madre, ¿por qué no estaba con ella? ¿Por qué no perecí con ella en este lugar? ¿Por qué me dejó en casa de la señora Love y regresó luego aquí, a una casa incendiada? ¿Por qué? No tiene sentido.

Le seguí mientras abandonaba el camino principal y se adentraba en el laberinto de estrechos arriates dispuestos entre las sepulturas. Se detuvo frente a una tumba que yo ya había visto y dejó sobre ella las flores. La lápida era sencilla.


Jane Mary Love

Siempre recordada


Pobre Aurelius. Estaba agotado. Cuando me cogí de su brazo apenas pareció notarlo, pero luego se volvió para mirarme de frente.

– Tal vez sea mejor no tener una historia a tener una que cambia constantemente. Me he pasado la vida persiguiendo mi historia sin llegar nunca a darle alcance; corriendo tras ella sin darme cuenta de que tenía a la señora Love. Ella me quería, ¿sabes?

– Nunca lo he dudado. -Había sido una buena madre. Mejor de lo que lo habría sido cualquiera de las gemelas-. Tal vez sea mejor no conocer la historia de uno -sugerí.

Desvió la mirada de la lápida y contempló el cielo blanquecino.

– ¿Realmente eso crees?

– No.

– Entonces, ¿por qué lo dices?

Retiré el brazo y metí mis ateridas manos en las mangas de mi abrigo.

– Es lo que diría mi madre. Cree que una historia ingrávida es preferible a una historia demasiado pesada.

– Entonces la mía es una historia pesada.

No respondí, y cuando el silencio se alargó, no le conté su historia, sino la mía.

– Yo tenía una hermana -comencé-. Una hermana gemela.

Se volvió para mirarme. Sus hombros se alzaban anchos y sólidos contra el cielo. Aurelius escuchó serio la historia que vertí sobre él.

– Nacimos unidas. Por aquí… -Y deslicé una mano por mi costado izquierdo-. No podía vivir sin mí. Ella necesitaba que mi corazón latiera para poder vivir, pero yo no podía vivir con ella. Me estaba chupando la fuerza. Nos separaron y ella murió.

Mi otra mano se unió a la primera y apreté fuerte mi cicatriz.

– Mi madre nunca me lo dijo. Creyó que sería mejor para mí no saberlo.

– Una historia ingrávida.

– Sí.

– Pero lo sabes.

Apreté más fuerte.

– Lo descubrí por casualidad.

– Lo siento -dijo.

Tomó mis manos en la suya, envolviéndolas con su enorme puño. Luego me atrajo con su otro brazo. A través de las capas de ropa sentí la ternura de su barriga y un ruido ajetreado resonó en mi oído. Son los latidos de su corazón, pensé. Un corazón humano. A mi lado. De modo que esto es lo que se siente. Escuché.

Luego nos separamos.

– ¿Y es mejor saber? -me preguntó.

– No sé qué decirte, pero en cuanto sabes, ya no puedes dar marcha atrás.

– Y tú conoces mi historia.

– Sí.

– Mi verdadera historia.

– Sí.

Apenas titubeó, simplemente respiró hondo y pareció agrandarse un poco más.

– En ese caso, harás bien en contármela -dijo.

Se la conté. Y mientras lo hacía anduvimos paseando; cuando terminé de contársela habíamos llegado al lugar donde las campanillas de invierno descollaban sobre el blanco de la nieve.


Con la urna en las manos, Aurelius titubeó.

– Me temo que estamos infringiendo las normas.

Yo también lo creía así.

– ¿Qué podemos hacer?

– Las normas no son válidas para este caso, ¿verdad?

– Nada sería más adecuado.

– Entonces, adelante.

Con el cuchillo del pastel cavamos un hoyo en la tierra congelada que cubría el féretro de la mujer que yo conocía como Emmeline. Aurelius volcó las cenizas en el hoyo y volvimos a taparlo con tierra. Aurelius la apretó con todo el peso de su cuerpo y encima colocamos las flores para ocultar nuestra obra.

– Se igualará cuando se derrita la nieve -dijo, y se sacudió la nieve de las perneras del pantalón.

– Aurelius, debo contarte algo más sobre tu historia.

Lo llevé a otra zona del cementerio.

– Ahora ya sabes quién es tu madre, pero también tenías un padre. -Le señalé la lápida de Ambrose-. La A y la S en el trozo de papel que me enseñaste correspondían a su nombre. Y el zurrón también era suyo. Lo utilizaba para echar dentro las aves que cazaba. Así se explica que hubiera una pluma.

Callé. Aurelius tenía que asimilar demasiada información. Cuando después de un largo rato asintió, continué.

– Era un buen hombre. Te pareces mucho a él.

Aurelius tenía la mirada atónita, aturdida. Más información. Más pérdida.

– Está muerto.

– Eso no es todo -proseguí en voz baja.

Se volvió lentamente hacia mí y en sus ojos leí el miedo a que la historia de su abandono no tuviera fin.

Le tomé una mano y sonreí.

– Después de que tú nacieras, Ambrose se casó. Tuvo otro hijo.

Aurelius tardó unos instantes en comprender lo que eso implicaba, pero después un espasmo de entusiasmo reavivó su cuerpo.

– Eso significa que tengo… Y que ella… él… ella…

– ¡Sí! ¡Una hermana!

Una enorme sonrisa se dibujó en su cara.

Proseguí.

– Y ella tuvo a su vez dos hijos. ¡Un niño y una niña!

– ¡Una sobrina! ¡Y un sobrino!

Tomé sus manos en las mías para que dejaran de temblar.

– Una familia, Aurelius. Tu familia. Ya los conoces, te están esperando.

Apenas podía seguirle cuando cruzamos la entrada del cementerio y caminamos por la avenida hasta la casa blanca del guarda. Aurelius no miró atrás ni un sola vez. Solo al llegar a la casa del guarda nos detuvimos; fui yo quien le hizo parar.

– ¡Aurelius! Casi se me olvida darte esto.

Cogió el sobre blanco y lo abrió, distraído por la alegría.

Sacó la tarjeta y me miró.

– ¿Qué? ¿En serio?

– Sí, en serio.

– ¿Hoy?

– ¡Hoy! -Algo me poseyó en ese momento. Hice algo que no había hecho antes en mi vida y que no esperaba llegar a hacer jamás. Abrí la boca y grité a voz en cuello-: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS!

Probablemente había perdido la cabeza. Sentí vergüenza, pero a Aurelius no le importó. Él estaba totalmente inmóvil, con los brazos caídos, los ojos cerrados y la cara apuntando al cielo. Toda la felicidad del mundo estaba cayendo sobre él junto a la nieve.

En el jardín de Karen la nieve mostraba las huellas de juegos y carreras, huellas pequeñas y otras aún más pequeñas persiguiéndose en amplios círculos. No podíamos ver a los niños, pero al acercarnos oímos sus voces saliendo del nicho abierto en el tejo.

– Representemos Blancanieves.

– Es una historia de niñas.

– ¿Qué historia quieres representar?

– Una historia sobre cohetes.

– Yo no quiero ser un cohete. Seamos barcos.

– Ayer ya fuimos barcos.

Al oír el pestillo de la verja sacaron la cabeza del árbol. Con las capuchas ocultándoles el pelo eran difíciles de distinguir.

– ¡Es el señor de los pasteles!

Karen salió de la casa y se acercó por el césped.

– ¿Queréis saber quién es? -preguntó a los niños mientras sonreía tímidamente a Aurelius-. Es vuestro tío.

Aurelius miró a Karen, después a los niños y de nuevo a Karen. Sus ojos apenas le alcanzaban para abarcar todo lo que deseaba. Se había quedado sin palabras, pero Karen le tendió una mano vacilante y él se la estrechó.

– Todo esto es un poco… -comenzó.

– Lo sé -coincidió ella-. Pero nos acostumbraremos, ¿verdad?

Él asintió.

Los niños contemplaban con curiosidad aquella escena de los mayores.

– ¿Qué vais a representar? -preguntó Karen para distraerlos.

– No lo sabemos -dijo la niña.

– No nos ponemos de acuerdo -añadió su hermano.

– ¿Conoces alguna historia? -le preguntó Emma a Aurelius.

– Solo una -dijo.

– ¿Solo una? -La niña le miró sorprendida-. ¿Salen ranas?

– No.

– ¿Dinosaurios?

– No.

– ¿Pasadizos secretos?

– No.

Los niños se miraron. Estaba claro que no sería una buena historia.

– Nosotros conocemos un montón de historias -dijo Tom.

– Un montón -le secundó su hermana con ojos soñadores-. De princesas, ranas, castillos encantados, hadas madrinas…

– Orugas, conejos, elefantes…

– Toda clase de animales.

– Sí.

Guardaron silencio, absortos en su recreación de incontables mundos diferentes.

Aurelius los miraba como si fueran un milagro.

Finalmente regresaron al mundo real.

– Millones de historias -dijo el muchacho.

– ¿Quieres que te cuente una historia? -preguntó la niña.

Pensé que quizá Aurelius ya había tenido suficientes historias aquel día, pero asintió con la cabeza.

Emma recogió un objeto imaginario y lo colocó en la palma de su mano derecha. Con la izquierda hizo ver que abría la tapa de un libro. Levantó la vista para asegurarse de que sus compañeros la atendían. Entonces devolvió la mirada al libro que sostenía en la mano y comenzó.

– Érase una vez…

Karen, Tom y Aurelius: tres pares de ojos concentrados en Emma y su narración. Seguro que les iría bien juntos.

Con sigilo, retrocedí hasta la verja y me alejé por la calle.

El cuento número trece

No publicaré la biografía de Vida Winter. Quizá el mundo se muera por conocer su historia, pero no me corresponde a mí contarla. Adeline y Emmeline, el incendio y el fantasma, son historias que ahora pertenecen a Aurelius. Y también las tumbas del cementerio y el cumpleaños que ahora podrá celebrar como desee. La verdad ya es lo bastante pesada sin la carga adicional del escrutinio del mundo sobre sus hombros. Si los dejan tranquilos, él y Karen podrán pasar página, empezar de nuevo.

Pero el tiempo pasa. Un día Aurelius ya no estará y un día también Karen abandonará este mundo. Sus hijos, Tom y Emma, se encuentran más lejos de los acontecimientos que he narrado aquí que su tío. Con la ayuda de su madre han empezado a forjar sus propias historias; historias fuertes, sólidas y verdaderas. Llegará un día en que Isabelle y Charlie, Adeline y Emmeline, el ama, John-the-dig y la niña sin nombre pertenezcan a un pasado tan remoto que sus viejos huesos ya no tendrán poder para provocar miedo ni dolor. No serán más que una vieja historia incapaz de dañar a nadie. Y cuando llegue ese día -entonces también yo seré vieja- entregaré este documento a Tom y Emma. Para que lo lean y, si quieren, lo publiquen.

Confío en que ellos sí lo publiquen, pues el espíritu de la niña fantasma me perseguirá hasta entonces. Rondará por mis pensamientos, habitará en mis sueños, mi memoria será su único lugar de recreo. Como vida póstuma no es mucho, pero no caerá en el olvido. Con ello bastará hasta el día que Tom y Emma publiquen este manuscrito y la niña fantasma pueda existir con mayor plenitud después de muerta de lo que pudo en vida.

Así pues, la historia de la niña fantasma tardará muchos años en ser publicada, en caso de que lo sea. Sin embargo, eso no significa que yo no tenga nada que dar al mundo en estos momentos para satisfacer su curiosidad con respecto a Vida Winter. Porque sí hay algo. Al finalizar mi última reunión con el señor Lomax, ya me disponía a marcharme cuando el hombre me detuvo. «Solo una cosa más.» Abrió su escritorio y sacó un sobre.

Llevaba ese sobre conmigo cuando me marché sigilosamente del jardín de Karen y me encaminé de nuevo hacia las verjas de entrada de la casa del guarda. El terreno para el nuevo hotel había sido allanado y cuando intenté recordar la vieja casa, en mi memoria solo encontré fotografías. Entonces recordé que la casa siempre había dado la impresión de estar mirando en la dirección equivocada. Eso iba a cambiar. El nuevo edificio estaría mejor orientado. Miraría directamente a quien se acercara a él.

Me desvié del camino de grava para cruzar el césped nevado en dirección al coto de caza y el bosque. La nieve se amontonaba en las negras ramas y caía a mi paso en suaves tiras. Finalmente llegué al claro situado en lo alto de la loma. Desde allí se puede contemplar todo el panorama. La iglesia con su cementerio, las coronas de flores radiantes sobre la nieve. Las verjas de la casa del guarda, blancas como la tiza contra el cielo azul. La cochera, despojada de su mortaja de espinos. Solo la casa había desaparecido, y lo había hecho por completo. Los obreros de casco amarillo habían reducido el pasado a una página en blanco. Había llegado el momento clave. Ya no podía considerarse un edificio en demolición. Al día siguiente, quizá ese mismo día, los obreros regresarían y se convertiría en un solar en construcción. Demolido el pasado, había llegado el momento de empezar a construir el futuro.

Saqué el sobre de mi bolso. Había estado esperando el momento adecuado, el lugar adecuado.

Las letras del sobre eran extrañamente deformes. Los irregulares trazos se desvanecían en la nada o dejaban una profunda marca en el papel. Aquella caligrafía no era fluida; daba la impresión de que cada letra había sido escrita por separado, con gran esfuerzo, acometida como una nueva y colosal empresa. Era la caligrafía de un niño o de un anciano. Iba dirigida a la señorita Margaret Lea.

Levanté la solapa del sobre; saqué el contenido y me senté en un árbol caído porque nunca leo de pie.


Querida Margaret:

Aquí tiene el relato del que le hablé.

He intentado terminarlo, pero veo que ya no puedo. Por tanto, tendrá que bastar esta historia por la que el mundo ha armado tanto alboroto. Es una cosa endeble: apenas nada. Haga con ella lo que quiera.

En cuanto al título, me viene a la mente El hijo de Cenicienta, pero conozco lo suficiente a mis lectores para saber que independientemente de como decida titularlo, siempre será conocido por un solo título, que por supuesto no será el mío.


No había firma ni nombre.

Pero había una historia.

Era una versión de la historia de Cenicienta que no había leído antes. Lacónica, dura y rabiosa. Las palabras de la señorita Winter eran astillas de cristal brillantes y letales.

Así comenzaba la historia:


Imagina esto. Un muchacho y una muchacha; él rico, ella pobre. Casi siempre es la muchacha la que no tiene dinero y así ocurre en la historia que estoy contando. No hizo falta que hubiera un baile. Un paseo por el bosque bastó para que ellos dos se cruzaran en sus respectivos caminos. Hubo una vez un hada madrina, pero el resto de ocasiones no apareció. Esta historia trata de una de esas ocasiones. La calabaza de nuestra muchacha es solo una calabaza, y la muchacha se arrastra hasta su casa después de medianoche con sangre en las enaguas, violada. Al día siguiente no habrá un lacayo en la puerta con zapatillas de piel de topo. Ella lo sabe. No es tonta. Pero está embarazada.


La historia cuenta entonces que Cenicienta da a luz a una niña, la cría en la pobreza y la miseria y transcurridos unos años la deja en el jardín de la casa de su violador. La historia termina bruscamente.


A medio camino de un sendero de un jardín en el que no ha estado antes, hambrienta y muerta de frío, la niña de repente se da cuenta de que está sola. Detrás de ella está la puerta del jardín que lleva al bosque. Está entornada. ¿Sigue su madre ahí, detrás de la puerta? Delante de ella hay un cobertizo que, para su mente infantil, tiene el aspecto de una casita. Un lugar donde podría refugiarse. Quién sabe, puede que dentro hasta haya algo de comer.

¿La puerta del jardín o la casita?

¿Puerta o casa?

La niña duda.

Duda…


Y ahí termina la historia.

¿El primer recuerdo de la señorita Winter? ¿O simplemente una historia? ¿La historia inventada por una niña imaginativa para llenar la laguna que había dejado la ausencia de su madre?

El cuento número trece. La última, la célebre, la historia inacabada.

Leí la historia y lloré.

Poco a poco mis pensamientos se desviaron de la señorita Winter hacia mí. Quizá no fuera perfecta, pero por lo menos tenía una madre. ¿Era demasiado tarde para hacer algo por nosotras? Pero eso era otra historia.

Guardé el sobre en mi bolso, me levanté y me sacudí la capa de polvo de los pantalones antes de echar a andar hacia la carretera.


Me contrataron para escribir la historia de la señorita Winter y he cumplido con mi obligación. Así ya he satisfecho las condiciones de mi contrato. Entregaré una copia de este documento al señor Lomax, que la guardará en la cámara acorazada de un banco y se encargará de enviarme una sustanciosa suma de dinero. Al parecer, ni siquiera tiene que comprobar que las páginas que yo le entregue no están en blanco.

– Ella confiaba en usted -me dijo.

Efectivamente, confiaba en mí. El propósito que formalizó en el contrato que nunca leí ni firmé es inequívoco. Quería contarme la historia antes de morir, quería que yo dejara constancia de ella. Lo que yo hiciera después con la historia era asunto mío. Le he explicado al abogado mis intenciones con respecto a Tom y Emma, y hemos fijado un día para reunimos y formalizar mis deseos en un testamento, por si las moscas. Y ahí debería terminar todo.

Sin embargo, siento que me queda algo pendiente. No sé quién ni cuántas personas leerán finalmente mi trabajo, pero por pocas que sean, por mucho tiempo que deba transcurrir, me siento responsable ante ellas. Y aunque he contado cuanto hay que saber sobre Adeline, Emmeline y la niña fantasma, comprendo que para algunas personas no bastará. Sé lo que supone terminar un libro y encontrarte un día o una semana más tarde preguntándote qué le ocurrió al carnicero o quién se quedó con los diamantes o si la viuda se reconcilió con su sobrina. Puedo imaginarme a algunos lectores preguntándose qué fue de Judith y Maurice, si alguien conservó aquel espléndido jardín, quién acabó viviendo en la casa de Vida Winter.

Así pues, si ya os lo estáis preguntando, dejad que os lo cuente. La casa no fue puesta en venta y Judith y Maurice siguieron viviendo allí. La señorita Winter había dispuesto en su testamento que el jardín y la casa se convirtieran en una especie de museo literario. El verdadero valor, naturalmente, está en el jardín («una gema insólita», según una revista de horticultura), pero la señorita Winter era consciente de que sería su reputación como escritora y no sus aptitudes como jardinera lo que atraería a la multitud. Así pues, habrá visitas guiadas a las habitaciones, un salón de té y una librería. Los autocares que llevan a los turistas al Museo Brontë podrán visitar después el «Jardín secreto de Vida Winter». Judith seguirá como ama de llaves y Maurice como jardinero jefe. La primera tarea de ambos, antes de poner en marcha la transformación, consistirá en vaciar las habitaciones de Emmeline. No habrá nada que ver en ellas, así que los turistas no se acercarán hasta allí.

Y ahora Hester. Creo que esto os sorprenderá; por lo menos a mí me sorprendió. Recibí una carta de Emmanuel Drake. Lo cierto es que me había olvidado por completo de él. Lenta y metódicamente, había continuado investigando y, por increíble que parezca, al final dio con ella. «Fue la conexión italiana lo que me despistó -explicaba en su carta- pues en realidad su institutriz se había marchado en la otra dirección, ¡a América!» Hester trabajó durante un año como ayudante de un neurólogo universitario y al cabo de un tiempo, adivina quién se reunió con ella. ¡El doctor Maudsley! Su esposa había muerto (de algo tan poco sospechoso como una gripe, lo comprobé), y unos días después del entierro ya se había embarcado. Era amor. Ambos han fallecido ya, pero disfrutaron de una larga y feliz vida juntos. Tuvieron cuatro hijos. Uno de ellos me ha escrito y le he enviado el original del diario de su madre para que lo conserve. Dudo que logre comprender más de una palabra de cada diez; si me pide alguna aclaración, le contaré que su madre conoció a su padre en Inglaterra, cuando él estaba casado aún con su primera mujer, pero si no me la pide, no le diré nada. En su carta incluía una lista de las publicaciones conjuntas de sus padres. Investigaron y escribieron docenas de artículos muy bien considerados (ninguno sobre gemelos; creo que supieron que había llegado el momento de decir basta) y los publicaron conjuntamente: Dr. E. y Sra. H. J. Maudsley.

¿H. J.? Hester tenía un segundo nombre: Josephine.

¿Qué más desearíais saber? ¿Quién se hizo cargo del gato? Sombra vive conmigo en la librería. Se sienta en los estantes, en los espacios entre libros, y cuando los clientes topan con él les devuelve la mirada con apacible ecuanimidad. De vez en cuando se sienta en la ventana, pero no por mucho tiempo. Le abruman la calle, los vehículos, los transeúntes y los edificios de enfrente. Le he enseñado el atajo hasta el río por el callejón, pero se niega a salir.

– ¿Qué esperas? -dice mi padre-. Un río no le sirve a un gato de Yorkshire. Está buscando los páramos.

Creo que tiene razón. Expectante, Sombra salta a la ventana, contempla la calle y luego me clava una larga mirada de decepción.

No me gusta pensar que echa de menos su casa.

El doctor Clifton apareció un día en la librería de mi padre. Estaba de visita en la ciudad, dijo, y al recordar que mi padre tenía una librería pensó que valdría la pena visitarla, aunque le quedara un poco lejos, para ver si tenía un volumen de medicina del siglo XVIII en el que estaba interesado. Por casualidad lo teníamos, y el doctor Clifton y mi padre conversaron amigablemente sobre aquel libro hasta la hora de cerrar. Como compensación por habernos retenido hasta tan tarde, nos invitó a cenar. Fue una velada muy agradable y como todavía pasaría una noche más en la ciudad, mi padre le invitó a cenar al día siguiente con la familia. En la cocina mi madre me dijo que era «un hombre muy agradable, Margaret, muy agradable». Aquella sería su última tarde. Fuimos a dar un paseo por el río, pero esa vez él y yo solos, porque papá estaba demasiado ocupado escribiendo cartas para poder acompañarnos. Le conté la historia del fantasma de Angelfield. Él escuchó atentamente y cuando terminé, continuamos con nuestro paseo, despacio y en silencio.

– Recuerdo haber visto esa caja de los tesoros -dijo al rato-. ¿Cómo consiguió escapar al incendio?

Me detuve en seco, presa del pasmo.

– ¿Sabe? Nunca se me ocurrió preguntárselo.

– Entonces ya nunca lo sabrá.

Me tomó del brazo y seguimos caminando.

En fin, volviendo al tema, o sea a Sombra y su añoranza, cuando el doctor Clifton visitó la librería de mi padre y reparó en la tristeza del gato, propuso acogerlo en su casa. No me cabe duda de que a Sombra le encantaría volver a Yorkshire, pero la oferta, por amable que sea, me ha sumido en un estado de dolorosa confusión, pues no estoy segura de que pueda soportar separarme de él. Sombra, estoy segura, soportaría mi ausencia con la misma calma con que aceptó la desaparición de la señorita Winter, pues es un gato; pero yo, que soy un ser humano, me he encariñado con él y preferiría, si es posible, tenerlo a mí lado.

En una carta revelé una parte de esos pensamientos al doctor Clifton; él contestó que a lo mejor los dos, Sombra y yo, podríamos ir a su casa de vacaciones. Nos invita a pasar un mes, en primavera. Cualquier cosa, dice, puede suceder en un mes, y cree que cuando haya tocado a su fin es posible que hayamos encontrado una solución satisfactoria para todos a mi dilema. No puedo evitar pensar que Sombra acabará teniendo su final feliz.

Y eso es todo.

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