CAPÍTULO 11

Jack miró y se quedó sin habla.

– Nadie viene aquí aparte de mí -dijo Grace en voz baja-. No sé por qué.

La luz. La luz del sol ondulaba en el aire al entrar por los irregulares vidrios de las ventanas.

– Es mágico, en invierno especialmente -continuó ella, con la voz algo entrecortada-. No sé explicarlo. Creo que el sol está más bajo. Y con la nieve…

Era la luz. Tenía que ser la luz. Era esa forma de vibrar, de rielar, sobre ella.

Se le oprimió el corazón. Lo golpeó como un puño esa necesidad, ese deseo avasallador. No podía hablar. Ni siquiera podía empezar a decir una sílaba.

– ¿Jack? -susurró ella, y eso bastó para sacarlo del trance.

– Grace.

Una sola palabra, pero fue una bendición. Eso era mucho más que deseo, era necesidad. Era algo indefinible, inexplicable, vivo, que vibraba dentro de él y sólo ella podía apaciguar. Si no la abrazaba, si no la acariciaba en ese mismo momento, algo moriría dentro de él.

Nada podía ser más aterrador para un hombre que intenta considerar la vida como una interminable serie de ironías y ocurrencias ingeniosas.

Abrió los brazos y la atrajo hacia sí bruscamente; sin delicadeza ni suavidad. No podía. Le era imposible en ese momento, en que la necesitaba tan terriblemente.

– Grace -repitió, porque eso era ella para él.

Encontraba imposible que sólo la conociera desde hacía un día. Ella era su gracia, su Grace, y era como si siempre hubiera estado dentro de él, esperando que por fin él abriera los ojos y la encontrara.

Ahuecó las manos en su cara; era un tesoro incalculable y sin embargo no lograba obligarse a tocarla con la reverencia que se merecía; tenía las manos torpes, el cuerpo agitado y vibrante. Sus ojos, tan claros, tan azules, podría ahogarse en ellos. Deseaba ahogarse en ellos, sumergirse en ella y no salir jamás.

Le rozó los labios con los suyos y se encontró inmerso en ella. Para él no existía nada fuera de esa mujer, en ese momento y tal vez incluso para todos los momentos del resto de su vida.

– Jack -suspiró ella.

Era la segunda vez esa mañana que lo llamaba por su nombre, y eso le hizo pasar oleadas de deseo por todo el cuerpo ya tenso.

– Grace -contestó.

No se atrevió a decir nada más, no fuera que por primera vez en su vida le fallara la elocuencia y le salieran mal las palabras; diría algo que significaría demasiado poco o tal vez algo que significaría demasiado. Y entonces ella sabría, si por algún milagro no lo sabía todavía, que lo había hechizado.

La besó ávida y apasionadamente, con todo el fuego que le ardía dentro. Bajó las manos por su espalda, memorizando la suave pendiente de su columna, y cuando llegó a las curvas más exuberantes de su trasero, no pudo evitarlo, la apretó a él con más fuerza. Estaba excitado, más de lo que habría podido imaginarse, y en lo único que podía pensar, si es que pensaba, era que la necesitaba más cerca, más cerca. Lo que fuera que pudiera conseguir, lo que fuera que pudiera tener, lo tomaría en ese momento.

– Grace -repitió, deslizándole la mano por la piel de las clavículas, justo por encima del recatado escote.

Ella se encogió y él detuvo el movimiento, sin poder imaginarse cómo podría apartarse. Pero ella le cubrió la mano con la suya y musitó:

– Estoy sorprendida.

Con las manos temblorosas deslizó los dedos por su piel, rozando la tela del borde del escote, de delicados volantes; creyó notar que a ella se le aceleraban los latidos con su caricia, y nunca en su vida había estado tan consciente de un solo sonido, el del aire al pasar por sus labios.

– Qué hermosa eres -musitó.

Y lo sorprendente fue que dijo eso sin siquiera mirarle la cara. Era simplemente su piel, su color blanco lechoso y el color rosa claro que dejaban sus dedos.

Bajó la cabeza y le deslizó suave y tiernamente los labios por el hueco de la base de la garganta. Entonces ella ahogó una exclamación, o tal vez gimió, y echó lentamente la cabeza hacia atrás, en silenciosa aceptación. Lo había rodeado con los brazos y tenía las manos en su pelo. Entonces, sin siquiera pensar en lo que hacía, la levantó en los brazos y, atravesando la sala, la depositó en el ancho sofá situado cerca de la ventana, bañado por la mágica luz del sol que los había seducido a los dos.

Estuvo un momento arrodillado a su lado, sin poder hacer otra cosa que contemplarla, hasta que finalmente le acarició la mejilla con la mano temblorosa. Ella lo estaba mirando y en sus ojos él vio maravilla, expectación y, sí, un poco de nerviosismo.

Pero también había confianza. Lo deseaba. A él, no a ningún otro. Nunca antes la habían besado, de eso estaba seguro. Podría haber aceptado un beso antes si hubiera querido, de eso estaba más seguro aún. Una mujer de la belleza de Grace no llega a su edad sin haber rechazado muchísimas atenciones e insinuaciones.

Había esperado. Lo había esperado a él.

Así arrodillado se inclinó a besarla, bajando suavemente la mano desde su mejilla al hombro y de ahí a su cadera. Se intensificó su pasión, y la de ella también. Le correspondía el beso con un entusiasmo indocto que le quitaba el aliento.

– Grace, Grace -gimió, con la boca sobre la de ella.

Buscó la orilla del vestido y metió la mano por debajo, cogiéndole el esbelto tobillo. Y de ahí la fue deslizando hacia arriba, hasta llegar a la rodilla. Continuó hacia arriba, por el muslo, hasta que no lo pudo soportar y subió al sofá, cubriéndola en parte con su cuerpo.

Bajó los labios hacia su cuello y la sintió hacer una fuerte inspiración con la boca en su mejilla. Pero no dijo no. No le cubrió la mano con la suya para impedirle que continuara el deslizamiento. No hizo nada, aparte de susurrar su nombre y arquear las caderas.

Ella no podía saber qué significaba ese movimiento, no podía saber qué le produciría a él, pero esa ligera presión al arquearse, apretándose a su miembro excitado, lo llevó al máximo del deseo y necesidad.

Continuó besándole el cuello, bajando hasta la suave elevación de su pecho, y sus labios encontraron la orilla del escote por donde había pasado los dedos antes. Se incorporó, apartándose de ella un poquito, lo suficiente para poder pasar un dedo por debajo de la orilla del vestido, para introducir la mano, o tal vez levantarla a ella, lo que fuera necesario para liberarla a sus caricias.

Pero justo cuando iba deslizando la mano hacia su destino, justo cuando le faltaba un glorioso segundo para ahuecar la mano en su entrepierna, piel con piel, sintiendo el roce de la rígida tela en la palma, ella emitió una exclamación; suave, de sorpresa.

Y de consternación.

– No, no puedo.

Con un brusco movimiento se liberó de él y se puso de pie, arreglándose el vestido. Le temblaban las manos; era más que temblor, parecían llenas de una energía extraña, nerviosa, y cuando la miró a los ojos, se sintió como si lo perforara con un cuchillo.

No era repugnancia lo que vio; no era miedo. Era angustia.

– Grace -le dijo, acercándosele-. ¿Qué te pasa?

– Lo siento -dijo ella, retrocediendo-. No… no debería haber… No ahora. No hasta… -Rápidamente se cubrió la boca con una mano.

– ¿No hasta…? ¿Grace? ¿No hasta qué?

– Lo siento -repitió ella, confirmándole la creencia de que esas eran las dos palabras peores del idioma. Se inclinó en una rápida y mecánica reverencia-. Debo irme.

Entonces salió corriendo de la sala, dejándolo absolutamente solo. Estuvo un minuto entero mirando la puerta, tratando de imaginar qué había ocurrido. Y sólo cuando finalmente salió al corredor cayó en la cuenta de que no tenía la menor idea de cómo llegar a su dormitorio.


Grace pasó por los corredores de Belgrave medio caminando, medio saltando y medio corriendo, en fin, lo que hiciera falta para llegar a su dormitorio con igual medida de dignidad y rapidez. Si los criados la veían (y no lograba imaginarse que no la vieran; esa mañana parecían estar por todas partes), sin duda sentirían curiosidad por saber qué la afligía.

La viuda no la esperaba. Sin duda creía que le estaba haciendo el recorrido de la casa al señor Audley. Tenía por lo menos una hora antes de que tuviera que mostrarse de nuevo en público.

Buen Dios, ¿qué había hecho? Si finalmente no se hubiera acordado de sí misma, recordado quién era él y quién podría ser, le habría permitido continuar. Había deseado que continuara, lo había deseado con un ardor que la horrorizaba. Cuando él le cogió la mano, cuando la abrazó, despertó algo en ella.

No. Eso se le despertó dos noches atrás. Esa noche a la luz de la luna, fuera del coche, nació algo dentro de ella. Y en ese momento…

Se sentó en la cama, deseando esconderse debajo de las mantas, pero continuó sentada mirando la pared. No había vuelta atrás. Es imposible no haber sido besada una vez que ya se han besado.

Haciendo una inspiración nerviosa, o tal vez emitiendo una risa histérica, se cubrió la cara con las dos manos. ¿Cómo había podido elegir al hombre menos conveniente para enamorarse? No, sus sentimientos no eran de enamoramiento, se dijo, para tranquilizarse, pero no era tan tonta como para no reconocer sus inclinaciones. Si se permitía… Si le permitía a él…

Se enamoraría.

Santo cielo.

O bien él era un bandolero, y estaba destinada a asociarse con un forajido, o bien era el verdadero duque de Wyndham, en cuyo caso…

Se rió, porque eso era francamente divertido. Tenía que ser divertido. Si no era divertido sólo podía ser trágico, y no se veía capaz de arreglárselas con eso en ese momento.

Fabuloso. Tal vez se estaba enamorando del duque de Wyndham. Bueno, eso sí era fenomenal. Vamos a ver, ¿en cuantos sentidos eso era un desastre? Él sería su empleador, para empezar, el dueño de la casa en la que ella vivía, y su rango estaría tan por encima suyo, que la distancia era casi inconmensurable.

Y luego estaba Amelia. Estaba claro que no hacía buena pareja con Thomas, pero tenía todo el derecho a suponer que sería la duquesa de Wyndham cuando se casara. No lograba ni imaginarse lo maleducada y arribista que parecería a los ojos de las Willoughby, sus buenas amigas, si alguien la veía arrojándose a los brazos del nuevo duque.

Cerrando los ojos se tocó los labios con las yemas de los dedos. Si hacía respiraciones bastante profundas casi se relajaría. Aunque seguía casi sintiendo la presencia de él, sus caricias, el calor de su piel.

Horrendo.

Maravilloso.

Era una idiota.

Se tumbó en la cama haciendo una larga y cansina espiración Curioso cuánto había deseado un cambio, algo que rompiera la monotonía de sus días atendiendo a la viuda. Pues sí que es burlona la vida, ¿eh? Y el amor…

El amor es la broma más cruel de todas.


– Ha venido a verla lady Amelia, señorita Eversleigh.

Grace se incorporó bruscamente, pestañeando. Debió quedarse dormida. No recordaba la última vez que se quedó dormida a mediodía.

– ¿Lady Amelia? -repitió, sorprendida-. ¿Con lady Elizabeth?

– No señorita. Ha venido sola.

Grace se sentó bien, con la espalda derecha, y flexionó los pies y las manos para despabilar su cuerpo.

– Qué curioso. Dile, por favor, que bajaré enseguida.

Una vez que salió la criada fue a mirarse en su pequeño espejo para arreglarse el pelo. Estaba peor de lo que suponía, aunque no podía saber si se lo desordenó el estar en la cama durmiendo o el señor Audley.

Sintió subir el rubor a las mejillas al recordarlo, y se quejó de eso con un gemido. Haciendo acopio de resolución, se puso bien las horquillas y salió de la habitación, caminando a un paso lo más enérgico posible, como si la velocidad y el par de hombros derechos fueran a mantener a raya todas sus preocupaciones.

O, como mínimo, a hacerla parecer como si no le importaran.

Encontraba extraño que Amelia hubiera venido a Belgrave sin Elizabeth. No recordaba que hubiera hecho eso antes. Al menos no a verla a ella. Tal vez su primera intención fue visitar a Thomas, que seguía fuera, por lo que ella sabía.

Bajó a toda prisa la escalera y giró en dirección al salón que daba a la fachada de la casa. Pero aún no había dado diez pasos cuando alguien la cogió del brazo y la hizo entrar en una sala lateral.

– ¡Thomas! -exclamó.

Era él; estaba bastante demacrado y lucía un feo moretón bajo el ojo izquierdo. La conmocionó su apariencia. Nunca lo había visto tan desaliñado, la camisa arrugada, sin corbata y, decididamente, no se había peinado ni siquiera a lo bruto.

Ni a lo humano.

Y los ojos; tenía enrojecidos los bordes de los párpados, nada propio de él.

– ¿Qué te ha pasado?

Él se puso un dedo en los labios y cerró la puerta.

– ¿Esperabas a otra persona? -le preguntó.

Ella sintió subir el calor a las mejillas. En realidad, cuando sintió la fuerte mano masculina en su brazo y luego el tirón, supuso que era el señor Audley, que quería robarle un beso. Se ruborizó más aún al caer en la cuenta de que la decepcionó que no fuera él.

– Noo -se apresuró a contestar, aunque supuso que él se dio cuenta de que era mentira. Miró alrededor para ver si estaban solos-. ¿Qué pasa?

– Necesitaba hablar contigo antes que vieras a lady Amelia.

– Ah, ¿sabes que está aquí, entonces?

– Yo la traje.

A ella se le agrandaron los ojos. Eso sí que era una novedad. Él había estado fuera toda la noche y se veía bastante a mal traer. Miró hacia un reloj cercano. Todavía no era ni mediodía. ¿A qué hora pudo pasar a recoger a Amelia? ¿Y dónde?

¿Y por qué?

– Es una larga historia -siguió diciendo él, sin duda para evitar que le hiciera preguntas-. Pero baste decir que ella te informará de que estuviste en Stamford esta mañana y la invitaste a venir a Belgrave.

Ella arqueó las cejas. Si le pedía que mintiera, el asunto era muy grave en realidad.

– Thomas, muchas personas saben muy bien que no he estado en Stamford esta mañana.

– Sí, pero su madre no es una de ellas.

Grace no supo si sentirse escandalizada o encantada. ¿Él había comprometido a Amelia? ¿Por qué, si no, tenían que mentirle a su madre?

– Esto…, Thomas -dijo, sin saber muy bien cómo continuar-. Creo que debo decirte que dada la cantidad de postergaciones, me imagino que lady Crowland estaría encantada de saber que…

– Vamos, por el amor de Dios -masculló él-, no hay nada de eso. Amelia me ayudó a venir a casa cuando vio que yo estaba… -Se ruborizó. ¡Thomas ruborizado!-. Malo.

Grace se mordió el labio para no sonreír. Era increíble lo agradable que resultaba la imagen que presentaba Thomas, en absoluto serena.

– Ha sido muy caritativa -dijo, tal vez con excesiva gazmoñería, pero no lo pudo evitar.

Él la miró indignado y con eso sólo le hizo más difícil mantener la cara seria. Se aclaró la garganta.

– ¿Has… esto… considerado la posibilidad de arreglarte un poco?

– No -ladró él-, me gusta bastante parecer un idiota desaseado.

Grace hizo un mal gesto.

– Ahora escucha -continuó él, muy resuelto-. Amelia te va a repetir lo que te he dicho, pero es fundamental que no le hables del señor Audley.

– Jamás diría nada -se apresuró a decir ella-. No me corresponde a mí.

– Estupendo.

– Pero ella va a desear saber por qué tú estabas… esto… -Uy Dios, ¿cómo decirlo de manera educada?

– Tú no sabes por qué -dijo él firmemente-. Simplemente dile eso. ¿Por qué va a sospechar que sabes más?

– Sabe que te considero un amigo. Y, además, vivo aquí. Las criadas siempre lo saben todo. Ella lo sabe.

– Tú no eres una criada -masculló él.

– Lo soy y lo sabes -contestó ella, casi divertida-. La única diferencia es que a mí se me permite ponerme ropa más fina y de vez en cuando conversar con los huéspedes o las visitas. Pero te aseguro que me entero de todo lo que cotillea el personal.

Durante varios segundos él no hizo otra cosa que mirarla, como si esperara que ella se riera y dijera «Era una broma». Finalmente, masculló algo en voz baja, algo que tuvo la seguridad de que no deseaba que ella entendiera (y no lo entendió; los criados a veces decían palabras subidas de tono, pero nunca maldiciones blasfemas).

– Por mí, Grace -dijo él, mirándola a los ojos y perforándoselos-, ¿le dirás, por favor, que no lo sabes?

Eso era lo más cercano a una súplica que le oía, por primera vez, y eso la desorientó y le produjo una inmensa incomodidad.

– Por supuesto -dijo-, tienes mi palabra.

Él asintió enérgicamente.

– Amelia te estará esperando.

– Sí. Sí, claro.

Fue a toda prisa hasta la puerta, pero cuando tocó el pomo, descubrió que aún no estaba dispuesta a salir. Se giró y le echó una última mirada a su cara.

No era él. Nadie podía dejar de comprenderlo; habían sido dos días muy extraordinarios. Pero de todos modos, la preocupaba.

– ¿Estarás bien? -preguntó.

Y al instante lamentó haberlo preguntado. A él se le movió la cara, pareció retorcérsele, y ella no supo si se iba a echar a reír o a llorar. Pero sí sabía que no deseaba presenciar ni lo uno ni lo otro.

– No me contestes -balbuceó, y salió corriendo de la sala.

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