CAPÍTULO 15

En sus vagabundeos por Belgrave, un día en que un aguacero le impidió salir a cabalgar, Jack había conseguido encontrar una colección de libros de arte. No fue tarea fácil; en el castillo había nada menos que dos bibliotecas, cada una con unos quinientos libros más o menos. Pero había observado que los libros de arte solían ser más grandes que los demás, y eso le facilitó la tarea. Buscó en las secciones en que los volúmenes tenían el lomo más alto. Sacó esos libros, les echó una mirada y, descartando uno tras otro finalmente encontró los que buscaba.

Pero no deseaba instalarse en la biblioteca; siempre había encontrado opresivo estar rodeado por tantos libros. Así pues, cogió los que le parecieron más interesantes y los llevó a la sala que ya era su favorita: el salón en crema y dorado en la parte de atrás del castillo.

El salón de Grace. Nunca podría considerarlo de otra manera.

Y a ese salón se retiró después del embarazoso encuentro con Grace en el vestíbulo principal. No le gustaba perder los estribos; más exactamente, lo destestaba.

Llevaba unas horas ahí, sentado ante una mesa de lectura, levantándose de tanto en tanto a dar una vuelta para estirar las piernas. Estaba mirando el último, un estudio del estilo rococó francés, cuando al otro lado de la puerta abierta pasó un lacayo, se detuvo y retrocedió.

Lo miró, arqueando una ceja, interrogante, pero el joven no dijo nada, simplemente se volvió por donde había venido.

Dos minutos después fue recompensada su paciencia por el sonido de unos pasos femeninos en el corredor; los pasos de Grace.

Simuló estar absorto en el libro.

– Ah, está leyendo -dijo ella, al detenerse en la puerta, al parecer sorprendida.

Él volvió cuidadosamente la página.

– Lo hago de vez en cuando.

Prácticamente la oyó poner los ojos en blanco.

– Le he buscado por todas partes.

Él levantó la cabeza y la miró, obligándose a sonreír.

– Y aquí estoy.

Ella continuó en la puerta, vacilante, con las manos fuertemente cogidas delante.

Estaba nerviosa, comprendió él. Se odió por eso.

Ladeó la cabeza, invitándola, haciendo un gesto hacia la silla de al lado.

– ¿Qué está leyendo? -preguntó ella, entrando.

Él movió el libro hacia la silla desocupada de al lado.

– Mire.

Ella no se sentó, sino que apoyó las manos en la mesa y se inclinó a mirar las páginas por donde estaba abierto el libro.

– Arte -dijo.

– Mi segundo tema favorito.

Ella lo miró sagaz.

– Quiere que le pregunte cual es su favorito.

– ¿Tan obvio soy?

– Sólo es obvio cuando desea serlo.

Él levantó las manos fingiendo consternación.

– Y, ay de mí, sigue sin darme resultado. No me ha preguntado cuál es mi tema favorito.

– Porque… -dijo ella, sentándose- estoy bastante segura de que la respuesta contendrá algo muy inapropiado.

Él se llevó la mano al pecho, en gesto teatral, con lo que recuperó un poco la tranquilidad; era más fácil hacer de bufón; nadie espera mucho de los tontos.

– Me siento herido -declaró-. Le prometo que no iba a decir que mi tema favorito es la seducción ni el arte de besar ni la manera correcta de quitarle el guante a una dama, ni tampoco la manera de quitarle…

– ¡Basta!

– Iba a decir -continuó él, aparentando que se sentía atormentado, subyugado- que últimamente mi tema favorito es usted.

Se miraron a los ojos, pero sólo un instante, porque ella desvió la mirada a su falda. Él la observó, fascinado por las emociones que pasaron por su cara, por la forma como se le tensaron y movieron las manos, que tenía cogidas encima de la mesa.

– No me gusta este cuadro -dijo ella, de repente.

Él tuvo que volver a mirar el libro para ver a qué cuadro se refería. Era una escena campestre, un hombre y una mujer sentados sobre la hierba; la mujer daba la espalda al espectador y tenía la mano en el pecho del hombre, empujándolo para rechazar un abrazo. No lo conocía, pero le pareció que reconocía el estilo.

– ¿El de Boucher?

– Sí, no -dijo ella, pestañeando confusa e inclinándose a mirarlo más de cerca-. Jean-Antoine Watteau, Paso en falso.

Él lo miró con más atención.

– Ah, lo siento -dijo alegremente-. Acababa de pasar la página. Pero creo que su estilo es parecido al de Boucher, ¿no le parece?

Ella se encogió levemente de hombros.

– No conozco a ninguno de los dos pintores. No estudié mucho de pintura ni de pintores cuando era niña. A mis padres no les interesaba mucho el arte.

– ¿Cómo es posible eso?

Ella sonrió, con esa sonrisa que era casi una risa.

– No era tanto que no les interesara, sino que simplemente les interesaban más otras cosas. Creo que por encima de todo les habría gustado viajar. A los dos les encantaban los mapas y los atlas de todo tipo.

Jack puso los ojos en blanco.

– Yo detesto los mapas.

– ¿Sí? -preguntó ella, asombrada, y tal vez algo encantada porque él reconocía eso-. ¿Por qué?

– No tengo el talento para entenderlos.

– ¿Usted? ¿Un bandolero?

– ¿Qué tiene que ver eso?

– ¿No necesita saber hacia dónde va?

– No tanto como necesito saber dónde he estado ya. -Al ver su expresión de perplejidad, añadió-: Hay ciertas zonas del país, posiblemente todo Kent, para ser franco, que me conviene más evitar.

– Este es uno de esos momentos -dijo ella pestañeando varias veces muy rápido- en que no sé si habla en serio.

– Ah, muy en serio -dijo él, casi alegremente-. A excepción, tal vez, de la parte sobre Kent.

Ella lo miró sin comprender.

– Podría haberme quedado corto.

– Quedado corto -repitió ella.

– Tengo buenos motivos para evitar el sur.

– Santo cielo.

Esa era una exclamación tan propia de una dama que él casi se rió.

– Creo que no había conocido a ningún hombre que reconozca que es malo en entender los mapas -dijo ella, cuando ya se había recuperado.

– Le dije que soy especial -dijo él, añadiendo calor a su mirada, hasta hacerla ardiente.

– Vamos, pare. -No lo estaba mirando, al menos no a la cara, así que no vio su cambio de expresión, y tal vez por eso continuó con el mismo tono enérgico y animado-: He de decir que esto complica las cosas. La viuda me pidió que lo buscara para preguntarle si podía ayudarnos con las rutas una vez que desembarquemos en Dublín.

– Eso lo puedo hacer -dijo él, agitando una mano.

– ¿Sin un mapa?

– Íbamos con frecuencia en mis tiempos de escolar.

Ella lo miró y sonrió, casi nostálgica, como si pudiera verle los recuerdos.

– Apostaría a que no era el líder del grupo.

Él arqueó una ceja.

– ¿Sabe? Creo que muchas personas considerarían eso un insulto.

Ella curvó los labios y los ojos le brillaron de travesura.

– Ah, pero usted no.

Tenía razón, claro, aunque eso no se lo iba a decir.

– ¿Y por qué cree eso?

– Nunca desearía serlo.

– ¿Demasiada responsabilidad? -musitó él, pensando si sería eso lo que ella pensaba de él.

Ella abrió la boca y él comprendió que estaba a punto de decir que sí; entonces se ruborizó, desvió la vista y pasado un momento contestó:

– Usted tiene demasiado de rebelde. No desearía estar del lado de la administración.

– Ah, la «administración» -repitió él, sin poderlo evitar, divertido.

– No se burle de mi elección de la palabra.

– Bueno -declaró él, arqueando una ceja-. Espero que se dé cuenta de que eso se lo dice a un ex oficial del ejército de Su Majestad.

Ella descartó eso al instante.

– Debería haber dicho que le gusta considerarse un rebelde. Yo sospecho que en el fondo es tan convencional como todo el resto de nosotros.

Él guardó silencio un momento y luego dijo:

– Espero que se dé cuenta de que eso se lo dice a un ex bandolero que trabajaba en las carreteras de Su Majestad.

Cómo había podido decir eso con la cara seria no lo sabría jamás, pero fue un inmenso alivio cuando ella, después de mirarlo horrorizada un momento, se echó a reír. Porque, la verdad, no se creía capaz de sostener esa expresión ofendida ni un solo momento más.

Tuvo la impresión de que imitaba a Wyndham, sentado ahí como una vara. Se le revolvió el estómago, en realidad.

– Es usted terrible -dijo ella, limpiándose los ojos.

– Hago todo lo posible -repuso él, modestamente.

– Y por eso -dijo ella, moviendo un dedo ante su cara, sonriendo- nunca será el líder del grupo.

– Buen Dios, espero que no. Estaría algo fuera de lugar a mi edad.

Por no decir lo terriblemente malo que era como estudiante. Todavía tenía sueños con eso. No pesadillas, pues no valdrían la energía. Pero más o menos una vez al mes despertaba de una de esas irritantes visiones en que estaba de vuelta en el colegio (bastante absurdo, a sus veintiocho años). Los sueños siempre eran de naturaleza similar. Miraba su horario y de repente caía en la cuenta de que no había asistido a la clase de latín durante todo un trimestre. O llegaba a un examen sin pantalones.

Las únicas asignaturas que recordaba con cariño eran deporte y arte. Los deportes siempre se le habían dado bien; sólo tenía que mirar un juego un minuto y su cuerpo ya sabía moverse instintivamente, y en cuanto al arte, bueno, nunca había sobresalido en ninguno de los detalles prácticos, pero siempre le encantó su estudio. Por todos los motivos de que habló con Grace su primera noche en Belgrave.

Bajó los ojos al libro, que seguía abierto sobre la mesa entre ellos.

– ¿Por qué no le gusta este? -preguntó, indicando el cuadro.

No era su favorito, pero no le encontraba nada ofensivo.

– A ella no le cae bien él -dijo ella.

Estaba mirando el libro pero él la estaba mirando a ella, y lo sorprendió ver que tenía fruncido el ceño. ¿Preocupación? ¿Rabia? No supo discernirlo.

– No desea sus atenciones -continuó Grace-. Y él no quiere parar. Mírele la expresión.

Él miró la pintura con más detenimiento. Entendía lo que ella quería decir, le pareció. La reproducción no era lo que se consideraría de primera calidad, y era difícil saber su grado de fidelidad al original; sin duda los colores no eran los exactos, pero los trazos y contornos se veían con claridad. Sí que observó algo insidioso en la expresión del hombre. De todos modos…

– Pero ¿podríamos decir que su objeción es al contenido del cuadro y no a la pintura en sí misma?

– ¿Cuál es la diferencia?

Él lo pensó un momento. Hacía algún tiempo que no tenía con nadie una conversación que se pudiera llamar intelectual.

– Tal vez el pintor desea provocar esta reacción. Tal vez su intención fue representar justamente esta escena; eso no significa que la aprobara.

– Supongo -dijo ella.

Apretó los labios y las comisuras se le tensaron de una manera que él no le había visto; y no le gustó; la envejecía. Pero, más que eso, la expresión parecía reflejar una infelicidad que estaba casi arraigada. Cuando movía la boca así, enfadada, molesta, resignada, daba la impresión de que nunca volvería a ser feliz.

Peor aún, parecía que lo aceptaba.

– No tiene por qué gustarle -dijo.

A ella se le suavizó la expresión de la boca, pero sus ojos continuaron nublados.

– No -dijo-, no tiene por qué gustarme. -Pasó la página, como para cambiar de tema, usando los dedos-. He oído hablar de monsieur Watteau, por supuesto, y puede que sea un pintor muy admirado, pero… ¡Ooh!

Él ya estaba sonriendo. Ella no estaba mirando el libro cuando pasó la página, pero él sí.

– Ah, caramba.

– Ese sí es un Boucher -dijo él, apreciativo.

– No es… Nunca había…

Tenía los ojos agrandados, dos inmensas lunas azules, los labios entreabiertos y las mejillas…

Él tuvo que resistir el impulso de abanicárselas.

– Marie-Louise O’Murphy -dijo.

Ella lo miró horrorizada.

– ¿La conoce?

Él no debía reírse, pero no pudo evitarlo.

– Todo escolar la conoce. Sabe de ella -enmendó-. Creo que murió hace unos años. En su chochez, no tema. Por desgracia, tenía edad para ser mi abuela.

Miró con cariño a la mujer del cuadro, tendida en postura seductora en un diván. Estaba desvestida, maravillosa, gloriosa y totalmente desnuda, y boca abajo, con la espalda ligeramente arqueada por tener el brazo derecho flexionado apoyado en el brazo del diván, mirando por encima. Estaba pintada de perfil, pero aún así una parte de la hendidura entre las nalgas estaba escandalosamente visible, y sus piernas…

Suspiró feliz con el recuerdo. Tenía las piernas bien abiertas, y no le cabía duda de que no había sido el único escolar que se imaginaba instalado entre ellas.

Muchos muchachos entregaron su virginidad (en sueños, pero de todos modos) a Marie-Louise O’Murphy. ¿Se habría enterado alguna vez la dama del servicio que había prestado?

Miró a Grace. Ella estaba mirando el cuadro. Le pareció, eso esperaba, que podría estar excitándose.

– ¿Nunca lo había visto? -preguntó.

Ella negó con la cabeza, muy levemente. Estaba paralizada.

– Fue la amante del rey de Francia -le explicó-. Dicen que el rey vio uno de los retratos de ella de Boucher, no este, creo, uno en miniatura, y decidió que quería tenerla.

Grace abrió la boca, como si deseara hacer un comentario, pero no le salió ningún sonido.

– Procedía de las calles de Dublín -continuó él-, o al menos eso me han dicho. Es difícil imaginársela cogiendo el apellido O’Murphy en otra parte. -Suspiró evocador-. Siempre nos sentimos orgullosos de afirmar que era nuestra.

Se situó detrás de ella y se inclinó por encima de su hombro, sabiendo que cuando hablara sus palabras le rozarían la piel como un beso.

– Es muy sugestivo, ¿verdad?

Al parecer ella seguía sin saber qué decir. A él no le importó. Acababa de descubrir que observar a Grace mirando el cuadro era mucho más erótico de lo que había sido jamás el cuadro.

– Siempre deseé ver el original -comentó-. Creo que ahora está en Alemania, en un museo de Munich tal vez. Pero, ay de mí, mis viajes nunca me llevaron ahí.

– Nunca había visto nada igual -musitó Grace.

– Hace sentir, ¿verdad?

Ella asintió.

Y entonces él pensó, si siempre había soñado con estar tumbado entre los muslos de mademoiselle O’Murphy, ¿Grace estaría pensando cómo sería «ser» ella? ¿Se imaginaría tendida en el diván, expuesta a la erótica mirada de un hombre?

De la mirada de él.

Jamás permitiría que otro la viera así.

El salón estaba muy silencioso. Oía sus respiraciones, cada una más estremecida que la anterior.

Y oía las respiraciones de ella, suaves, y más rápidas con cada inspiración.

La deseaba. Desesperadamente. Deseaba a Grace. La deseaba ante él en la postura de la mujer del cuadro. La deseaba de todas las formas que pudiera tenerla. Deseaba quitarle la ropa y deseaba adorar toda su piel, pulgada a pulgada.

Casi sentía el suave peso de sus muslos en sus manos mientras la abría para él, el almizclado aroma de la excitación cuando acercaba la cara para besarla.

– ¿Grace? -susurró.

Ella no lo estaba mirando. Seguía con los ojos fijos en el cuadro del libro. Entonces sacó la lengua y se mojó los labios, justo en el centro.

No podía saber lo que eso le haría a él.

Adelantó la mano y tocó la de ella. Grace no la retiró.

– Baila conmigo -musitó

Le cogió la mano por la muñeca y con un suave tirón la instó a levantarse.

– No hay música -dijo ella.

Pero se levantó, sin oponer resistencia, sin un instante de vacilación.

Entonces él dijo lo que le salió del corazón.

– La tararaemos nosotros.

Hubo muchos instantes en que Grace podría haber dicho no. Cuando él le tocó la mano. Cuando la tironeó para ponerla de pie.

Cuando le pidió que bailaran, pese a la falta de música, ese habría sido el momento lógico.

Pero no lo dijo.

No pudo.

Debería haberse negado. Pero no deseó negarse.

Y entonces se encontró en sus brazos, bailando un vals al ritmo del suave tarareo de él. No era un abrazo que se permitiera jamás en un salón de baile; la tenía demasiado apretada a él, y con cada paso parecía apretarla más, hasta que la distancia entre ellos no se pudo medir por pulgadas sino por el calor.

– Grace -dijo él, en una especie de gemido ronco.

Pero ella no oyó el nombre entero, porque él ya la estaba besando y el sonido quedó sofocado por el beso.

Y ella le estaba correspondiendo el beso. Santo cielo, nunca había deseado nada tanto como lo deseaba a él, en ese momento. Deseaba que la rodeara, que la aprisionara, que se fundiera con ella. Deseaba abandonarse a él, tumbarse y ofrecerse a él.

«Lo que quieras -deseó susurrar-. Lo que sea que desees.»

Porque él sabía qué necesitaba ella.

El retrato de esa mujer, la amante del rey francés, le había hecho algo. La había hechizado; no podía haber otra explicación. Deseaba yacer desnuda en un diván. Deseaba conocer la sensación de la tela de damasco rozándole el vientre mientras soplaba el aire fresco en su espalda, como un susurro.

Deseaba saber cómo era yacer de esa manera, sintiendo los ojos ardientes de excitación mirando su cuerpo.

Los ojos de él, sólo los de él.

– Jack -susurró, apretándose más a él, casi arrojándosele encima.

Necesitaba sentirlo, sentir su fuerza, su presión. No deseaba que la caricia se limitara a los labios, la quería en todas partes, en todas partes al mismo tiempo.

Él vaciló un momento, como sorprendido por su repentino entusiasmo, pero se recuperó rápidamente y a los pocos segundos ya había cerrado la puerta y la tenía aplastada contra la pared a un lado, sin interrumpir el beso ni un sólo instante.

Ella estaba de puntillas, tan aplastada entre él y la pared que le colgarían los pies si estuviera un poquito más arriba. La boca de él era ávida, y ella estaba sin aliento, y cuando deslizó la boca para adorarle la mejilla y luego la bajó al cuello, no pudo continuar con la cabeza derecha; la estiró hacia atrás y se arqueó hacia él, con sus pechos deseosos de contacto.

No era la primera vez que estaban en esa postura tan íntima, pero no era lo mismo. La otra vez ella deseaba que la besara, deseaba ser besada.

Pero en ese momento… era como si dentro de ella hubieran despertado todos sus sueños y deseos reprimidos, convirtiéndola en un ser extraño, feroz. Se sentía agresiva, fuerte. Y estaba absolutamente harta de ver pasar la vida a su alrededor.

– Jack… Jack.

No fue capaz de decir nada más, mientras él le tironeaba el corpiño con los dientes, y sus dedos colaboraban, soltándole ágilmente los botones del vestido a la espalda.

Pero eso no era justo. Ella deseaba participar.

– Yo -logró decir.

Bajó las manos, que habían estado disfrutando con su sedoso pelo, a la pechera de la camisa. Deslizó el cuerpo por la pared, bajándolo a él con ella, hasta que los dos quedaron en el suelo. Sin perder un segundo, le soltó los botones y cuando terminó le abrió la camisa.

Estuvo un momento sin poder hacer nada aparte de mirar. Se le había quedado atrapado el aire en la garganta, deseoso de salir, pero no lograba hacer la espiración. Le puso la palma en el pecho y el aire le salió en un suave soplido cuando sintió los fuertes latidos de su corazón. Acarició hacia arriba y luego hacia abajo, maravillándose del contacto, hasta que él le cubrió la mano con la suya.

– Grace -dijo.

Tragó saliva y ella le sintió temblar la mano.

Lo miró, esperando que continuara. Él era capaz de seducirla con una sola mirada, pensó. Una caricia la derretiría. ¿Tenía una idea él de la magia que ejercía sobre ella? ¿Del poder?

– Grace -repitió él, con la respiración agitada-. No podré parar.

– No me importa.

– Te importa.

Su voz sonó rasposa y eso la hizo desearlo más aún.

– Te deseo -dijo, suplicante-. Deseo esto.

Él la miró como si estuviera sufriendo. Y ella «estaba» sufriendo.

Él le apretó la mano, y los dos guardaron silencio. Ella levantó la vista y se encontraron sus ojos.

Sostuvieron la mirada.

Y en ese momento lo amó. No sabía qué le había hecho él, pero estaba cambiada. Y lo amaba por eso.

– No voy a tomar esto de ti -dijo él, en un ronco susurro-. Así no.

¿Cómo, entonces?, deseó preguntar ella, pero la sensatez le estaba entrando a gotas en el cuerpo y comprendió que él tenía razón. Era poquísimo lo que tenía: unos pequeños pendientes de perlas de su madre, la Biblia de la familia, las cartas de amor entre sus padres. Pero tenía su cuerpo, y tenía su orgullo, y no podía permitirse entregarlo a un hombre que no iba a ser su marido.

Y los dos sabían que si resultaba que él era el duque de Wyndham, no podría ser su marido. Ella no conocía los detalles de la educación y crianza de él, pero había oído lo suficiente para saber que estaba familiarizado con los usos de la aristocracia. Tenía que saber lo que se esperaba de él.

Él le enmarcó la cara entre las manos y la miró con una ternura que la dejó sin aliento.

– Pongo a Dios por testigo -musitó, girándola para abrocharle los botones del vestido-, de que esto es lo más difícil que he hecho en toda mi vida.

Ella logró encontrar la fuerza para sonreír. O al menos para no llorar.


Esa noche Grace estaba en el salón rosa, buscando papel para transcribir una carta de la viuda, que había decidido, repentinamente al parecer, que debía enviarle a su hermana, la gran duquesa de ese pequeño país europeo cuyo nombre ella no sabía pronunciar (ni lo recordaba, en realidad).

El proceso era más largo de lo que podría parecer, porque a la viuda le gustaba redactar sus cartas en voz alta (con ella de oyente) analizando y expresando dudas en cada frase. Tenía que concentrarse en memorizar sus palabras porque después debía copiar la carta (no a petición de la viuda, sino movida por el deber hacia la humanidad), convirtiendo los garabatos ininteligibles en palabras más ordenadas y letra más legible.

La viuda no le reconocía ese trabajo; de hecho, la única vez que ella se ofreció a hacerlo, se enfureció de tal manera que nunca más volvió a decir una palabra sobre el asunto; pero, tomando en cuenta que la siguiente carta de la hermana comenzaba con alabanzas por su nueva letra, era imposible imaginarse que no lo supiera.

Pero bueno, era una de aquellas cosas de las que no hablaban.

Esa noche no consideraba una molestia esa tarea. A veces le producía dolor de cabeza; siempre intentaba hacer la copia cuando todavía el sol estaba alto en el cielo, para tener la ventaja de la luz natural. Pero era un trabajo que lo único que le exigía era una concentración total, y pensaba que en ese momento eso era exactamente lo que necesitaba. Algo que le ocupara la mente para no pensar en… bueno, en todo.

En el señor Audley.

En Thomas, y en lo horrorosamente mal que se sentía ella.

En el cuadro de esa mujer.

En el señor Audley.

Jack.

Exhaló un suspiro corto, pero audible. Por el amor de Dios, ¿a quién quería engañar? Sabía muy bien en quién intentaba no pensar.

En ella misma.

Volvió a suspirar. Tal vez debería marcharse a ese país de nombre impronunciable. ¿Hablarían inglés ahí? La gran duquesa Margareta (bautizada Margaret y llamada Maggs, como le dijera con cierta coquetería la viuda) ¿tendría tan mal genio como su hermana?

Le parecía improbable.

Aunque como miembro de la familia real, Maggs debía de tener la autoridad para ordenar que le cortaran la cabeza a alguien; la viuda decía que ahí todavía imperaba un sistema feudal.

Tocándose la cabeza, concluyó que le gustaba el lugar donde estaba, y con renovada resolución abrió el primer cajón del escritorio, tal vez con más fuerza de la necesaria; hizo un mal gesto al oír el chirrido al rozar la madera del cajón con la del escritorio, y entonces frunció el ceño; en realidad, ese era un mueble no muy bien hecho; estaba bastante fuera de lugar en Belgrave, en su opinión.

No había nada en el primer cajón; sólo una pluma que parecía no haber sido usada desde que el país estuvo gobernado por el anterior rey Jorge.

Abrió el segundo y metió la mano hasta el fondo, por si había algo que no se veía por estar en la oscuridad, y entonces oyó algo.

A alguien.

Era Thomas. Estaba en la puerta, y se veía bastante pálido, e incluso a la tenue luz vio que tenía los ojos enrojecidos.

Tragó saliva para pasar una oleada de culpabilidad. Era un hombre bueno. La fastidiaba estar enamorándose de su rival. No, no era eso. La fastidiaba que su rival fuera el señor Audley. No, no era eso tampoco. Detestaba toda la maldita situación, hasta el último e ínfimo detalle.

– Grace -dijo él, y no añadió nada más.

Ella tragó saliva. Hacía algún tiempo que no hablaban de manera amistosa; en realidad, tampoco habían hablado de manera no amistosa, pero, francamente, ¿qué podía ser peor que esa tan cuidada cortesía?

– Thomas, no sabía que todavía estabas levantado.

Él se encogió de hombros.

– No es tan tarde.

– No, supongo. -Miró el reloj-. La duquesa se acostó, pero aún no se ha dormido.

– ¿Tu trabajo no termina nunca? -preguntó él, entrando.

– No -dijo ella, deseando suspirar; pero no quería caer en la autocompasión, así que le explicó-: Arriba se ha acabado el papel.

– ¿Para cartas?

– Una carta de tu abuela. Yo no tengo a nadie con quien escribirme. -Santo cielo, ¿cómo podía ser cierto eso? Nunca se le había ocurrido pensarlo. ¿Había escrito una sola carta en el tiempo que llevaba ahí?-. Supongo que cuando Elizabeth Willoughby se case y se marche… -Se interrumpió, pensando qué triste es necesitar que una amiga se marche para poder escribir una carta-. La echaré de menos.

– Sí -dijo él, al parecer algo distraído, aunque no podía dejar de comprenderlo, dado el estado de sus asuntos-. Sois buenas amigas, ¿verdad?

Ella asintió, metiendo la mano hasta el fondo del tercer cajón. ¡Éxito!

– Ah, aquí hay papel. -Sacó el delgado montoncito de hojas y entonces cayó en la cuenta de que su éxito significaba que debía ir a hacer la tarea-. Ahora tengo que ir a escribir la carta de tu abuela.

– ¿Ella no escribe sus cartas? -preguntó él, sorprendido.

Grace casi se rió.

– Cree que las escribe. Pero la verdad es que tiene una letra horrorosa. Nadie podría entender una sílaba de lo que dice. Incluso yo tengo dificultades para entendérsela. Al final improviso al menos la mitad.

Miró los papeles que tenía en las manos, los golpeó sobre el escritorio por los bordes de abajo y luego por los de un lado, para cuadrarlos. Cuando levantó la vista vio que él se había acercado y estaba bastante serio.

– Debo pedirte disculpas, Grace -dijo él, avanzando hacia ella.

Uy, no deseaba eso. No deseaba una disculpa sintiéndose ella tan culpable.

– ¿Por lo de esta tarde? -preguntó, tal vez en un tono demasiado alegre-. No, por favor, no seas tonto. Esta es una situación terrible, y nadie podría culparte por…

– Por muchas cosas -interrumpió él.

La miraba de una manera muy rara, y por la cabeza le pasó la idea de que podría haber estado bebiendo; bebía muchísimo ese último tiempo. Muchas veces se había dicho que no debía regañarlo por eso; en realidad, era una maravilla que se portara tan bien en esas circunstancias.

– Por favor -dijo, con el deseo de poner fin a la conversación-. No se me ocurre nada de lo que necesites pedir disculpas, y te aseguro que si hubiera algo, aceptaría tus disculpas, con toda gentileza.

– Gracias -dijo él-. Dentro de dos días partimos en dirección a Liverpool -añadió, como si eso viniera al caso.

Ella asintió. Ya lo sabía. Y él tenía que saber que ella estaba al tanto de los planes.

– Me imagino que tienes mucho que hacer antes de que nos marchemos.

– Casi nada -repuso él.

Y lo dijo en un tono desagradable, más o menos como retándola a preguntarle qué quería decir. Y seguro que había algún significado, porque él siempre tenía mucho que hacer, hubiera planes de viaje o no.

– Ah, eso es estupendo -dijo, simplemente porque tenía que decir algo.

Él se acercó otro poco e inclinó levemente la cabeza, y ella sintió el olor a licor en su aliento. Uy, Thomas. Sufrió por él, comprendiendo lo que debía estar sintiendo. Y deseó decirle: «Yo tampoco deseo esto. Deseo que tú seas el duque y Jack el simple señor Audley, y deseo que todo esto acabe de una vez».

Incluso si la verdad resultaba no ser la que ella rogaba que fuera, deseaba saberla.

Pero no podía decir eso en voz alta; y no podía decírselo a Thomas. Él ya la estaba mirando de esa manera penetrante tan suya, como si supiera todos sus secretos, como si supiera que se estaba enamorando de su rival, que ya lo había besado, varias veces, y que había deseado mucho más.

Que habría hecho si Jack no se lo hubiera impedido.

– Estoy practicando, ¿sabes? -dijo él.

– ¿Practicando?

– A ser un caballero ocioso. Tal vez debería emular a tu señor Audley.

– No es mi señor Audley -replicó ella al instante, aun sabiendo que él sólo lo había dicho para provocarla.

– No tendrá que preocuparse -continuó él como si ella no hubiera hablado-. He dejado todo en perfecto orden. Se han revisado todos los contratos y se ha cotejado hasta la última cifra de cada última columna. Si él lleva la propiedad a la ruina, sólo será responsabilidad suya.

– Thomas, para -dijo ella, porque no pudo soportarlo, ni por él ni por ella-. No hables así. No sabemos que sea el duque.

– ¿No lo sabemos? -dijo él, mirándola-. Vamos, Grace, los dos sabemos qué encontraremos en Irlanda.

– No lo sabemos -insistió ella, y notó que la voz le salió hueca.

Se sentía hueca, como si tuviera que mantenerse muy quieta para no romperse.

Él la miró fijamente, y tanto rato que se le hizo incómodo.

– ¿Lo amas? -preguntó entonces.

Grace notó que la sangre le abandonaba la cara.

– ¿Lo amas? -repitió él, en voz muy alta-. A Audley.

– Sé a quién te refieres -dijo ella, sin pensarlo dos veces.

– Me imagino que sí.

Ella se mantuvo inmóvil, obligándose a aflojar las manos; era posible que hubiera arrugado el papel, había sentido un crujido al apretarlo. Después de pedirle disculpas, en un segundo él se había vuelto odioso; sabía que sufría por dentro, pero ella también, maldita sea.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -preguntó él.

Ella retrocedió, desviando levemente la cara; la estaba mirando muy raro.

– ¿En Belgrave? Cinco años.

– Y en todo este tiempo yo no he… -Movió la cabeza-. No sé por qué.

Sin pensarlo ella intentó retroceder más, pero chocó con el escritorio. ¿Qué le pasaba a él?

– Thomas -dijo, ya recelosa-, ¿de qué hablas?

Al parecer él encontró divertido eso.

– Que me cuelguen si lo sé. -Entonces, mientras ella buscaba una respuesta apropiada, se rió amargamente y dijo-: ¿Qué va a ser de nosotros, Grace? Estamos perdidos, ¿sabes? Los dos.

Ella sabía que eso era cierto, pero fue terrible oírlo confirmado.

– No sé de qué hablas -dijo.

– Ah, vamos, Grace, eres muy inteligente, lo sabes.

– Debo irme.

Pero él le cerraba el paso.

– Thomas, yo…

Y entonces, santo cielo, la besó. Posó la boca en la de ella y el estómago le dio un vuelco de horror, no porque el beso fuera repulsivo, sino porque no lo era. Fue la conmoción. Había estado cinco años ahí, y él nunca había dado ni la menor señal de…

Se apartó bruscamente.

– ¡Para! ¿Por qué haces esto?

– No lo sé. -Se encogió de hombros-. Yo estoy aquí, tú estás aquí.

– Me voy.

Pero él seguía con una mano en su brazo. Necesitaba que se lo soltara; podía soltárselo de un tirón, no se lo tenía sujeto. Pero tenía que ser decisión suya.

«Él» necesitaba que fuera su decisión.

– Uy, Grace -dijo entonces él, con expresión casi derrotada-. Ya no soy Wyndham. Los dos lo sabemos.

Encogiéndose de hombros retiró la mano, en señal de rendición.

– ¿Thomas? -musitó ella.

– ¿Te casarías conmigo después que acabe todo esto? -dijo él entonces.

A ella la inundó una sensación semejante al horror.

– ¿Qué? Vamos, Thomas, estás loco.

Pero sabía lo que quería decir él realmente. Siendo duque no podía casarse con Grace Eversleigh. Pero si no lo era, si era el simple señor Cavendish, ¿por qué no?

Le subió ácido a la garganta. No había sido su intención insultarla. Y no se sentía insultada. Conocía el mundo en que vivía. Conocía las reglas, y conocía su lugar.

Jack nunca sería de ella. No podía si era el duque.

Thomas le puso un dedo bajo el mentón y le levantó la cara para que lo mirara.

– ¿Qué dices, Gracie?

Y ella pensó «tal vez».

¿Sería muy terrible? No podría continuar en Belgrave, eso seguro. Y tal vez podría aprender a amarlo. Ya lo quería en realidad, como a un amigo.

Él se inclinó a besarla otra vez y ella se lo permitió, rogando que el corazón le retumbara, se le acelerara el pulso y le vibrara ese lugar de la entrepierna. Vamos, por favor, que sienta lo que siento cuando me acaricia Jack.

Pero no sintió nada. Sólo la cálida sensación de amistad. Lo que no era lo peor del mundo, claro.

– No puedo -musitó, desviando la cara, deseando llorar.

Y entonces lloró, porque él apoyó el mentón en su cabeza, consolándola como un hermano.

Con el corazón oprimido de pena, lo oyó musitar:

– Lo sé.

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