CAPÍTULO 10

La reacción habitual de Jack cuando le decían algo desagradable, ya fuera una información, una noticia o una orden, era sonreír. Esa era su reacción a las cosas agradables también, por supuesto, pero cualquiera puede sonreír cuando le hacen un cumplido. Hace falta talento para curvar las comisuras de los labios hacia arriba cuando se recibe la orden, digamos, de limpiar el bacín de un dormitorio o escabullirse detrás de las líneas enemigas para determinar el número de soldados.

Pero generalmente lo conseguía. Ya fuera sacar excremento, avanzar indefenso por entre los franceses, siempre reaccionaba con una broma irónica y una sonrisa indolente.

Eso no era algo que hubiera tenido que cultivar. En realidad, la comadrona que lo trajo al mundo juró hasta el día de su muerte que él era el único bebé que había visto salir del útero de su madre sonriendo.

No le gustaban los conflictos. Nunca le habían gustado, lo que hacía bastante interesante haber elegido como profesión, primero la de militar y, luego, la de delincuente. Pero disparar un arma a un franchute anónimo o sacar un collar del cuello de una aristócrata sobrealimentada no le suponía ningún conflicto.

Conflicto, en su opinión, era algo personal. La traición de una amante, el insulto de un amigo; dos hermanos que rivalizan por la aprobación de su padre, una parienta pobre obligada a tragarse el orgullo. Entraña una mofa, o una voz chillona, y deja a la persona pensando si ha cometido una ofensa.

O decepcionado a la otra persona.

Había descubierto que, casi con un ciento por ciento de éxito, con una sonrisa y un comentario alegre podía reducir la tensión de casi cualquier situación. O cambiar de tema. Eso significaba que muy rara vez tenía que hablar de temas que no fueran de su elección.

Sin embargo, esta vez, enfrentado a la viuda y a su inesperada declaración (aunque debería haberla esperado), lo único que pudo hacer fue mirarla y decir:

– ¿Perdón?

– Debemos ir a Irlanda -repitió ella en ese tono autoritario con que había nacido-. De ninguna manera podremos llegar al fondo del asunto sin visitar el lugar de la boda. ¿Supongo que en las iglesias irlandesas llevan un registro?

Buen Dios, ¿creía que todos eran analfabetos? Se obligó a tragarse la bilis y dijo, secamente:

– Por supuesto.

– Estupendo. -La viuda volvió la atención a su comida, con todo ya bien establecido en su mente-. Averiguaremos quién celebró la ceremonia y obtendremos el registro.

Jack comenzó a flexionar y estirar los dedos debajo de la mesa; se sentía como si la sangre le fuera a explotar por los poros.

– ¿No preferiría enviar a alguien en su lugar? -preguntó.

La viuda lo miró como si estuviera mirando a un idiota.

– ¿A quién podría confiarle un asunto de tanta importancia? No, tengo que ir yo. Y tú, por supuesto, y Wyndham, ya que supongo que deseará ver también las pruebas.

El Jack normal no habría dejado pasar jamás ese comentario sin añadir un muy irónico «Eso diría yo», pero el Jack del momento, que estaba desesperado intentando imaginar una manera de ir a Irlanda sin que lo viera su tía, su tío y sus primos, se mordió el labio.

– ¿Señor Audley? -dijo Grace en voz baja.

No la miró. Se resistió a mirarla; ella vería más en su cara de lo que vería la viuda jamás.

– Por supuesto -dijo enérgicamente-. Claro que debemos ir.

Porque, ¿qué otra cosa podía decir? ¿«Lo siento terriblemente, pero no puedo ir a Irlanda puesto que maté a mi primo»?

Llevaba unos cuantos años sin alternar en sociedad, pero estaba bastante seguro de que eso no se consideraría un buen tema de conversación durante el desayuno.

Bueno, sabía que no había apretado el gatillo, sabía que no había obligado a Arthur a comprar una comisión para entrar en el ejército junto con él, y sabía, además, y eso era lo peor, que su tía ni soñaría con echarle la culpa de la muerte de Arthur.

Pero conocía a Arthur y, más importante aún, Arthur lo conocía a él mejor que nadie. Conocía todas sus fuerzas y todas sus debilidades, y cuando finalmente él cerró la puerta a su carrera universitaria y se marchó para seguir la carrera militar, Arthur se negó a dejarlo marchar solo.

Y los dos sabían por qué.

– Podría ser algo ambicioso intentar partir mañana -dijo Grace-. Tendrá que encontrar pasajes…

– ¡Bah! -exclamó la viuda-. El secretario de Wyndham puede arreglar eso. Ya es hora de que se gane el salario. Y si no es mañana, pues será pasado mañana.

– ¿Va a querer que la acompañe? -preguntó Grace en voz baja.

Jack estaba a punto de exclamar «Sí, maldita sea. Si no va ella yo no voy», pero se le adelantó la viuda, que, mirándola altivamente le dijo:

– Por supuesto. No creerá que voy a hacer un viaje como este sin acompañante, ¿verdad? No puedo llevar a ninguna criada, los chismes, ¿sabe?, así que necesitaré a alguien que me ayude a vestirme.

– Sabe que no soy muy buena para peinarla -señaló Grace.

Entonces, horror de horrores, Jack se rió. Fue una risa corta, teñida por un horrendo borboteo de nervios, pero bastó para que las damas interrumpieran la conversación para mirarlo.

Vamos. Brillante. ¿Cómo podía explicar su risa? «No me hagan caso, simplemente me reí de la ridiculez de todo esto. Ustedes preocupadas por el pelo y yo por mi primo muerto.»

– ¿Encuentras divertido mi pelo? -preguntó la viuda, severa.

Y, él, dado que no tenía nada que decir, simplemente se encogió de hombros y contestó:

– Un poco.

La viuda emitió un bufido de indignación, y Grace lo miró francamente furiosa.

– El pelo de las mujeres siempre me divierte -aclaró él-. Tanto trabajo que se toman, cuando lo único que desea cualquiera es verlo suelto.

Al parecer las dos se relajaron un poco; ese comentario, si bien atrevido tal vez, le quitó peso al insulto. Después de dirigirle una irritada mirada, la viuda reanudó la conversación con Grace.

– Podría pasar la mañana con Maria -dijo-. Ella le enseñará lo que hay que hacer. Coja a una de las fregonas de la cocina y practique con ella. Agradecerá la oportunidad, no me cabe duda.

Grace no pareció en absoluto entusiasmada, pero asintió.

– Muy bien -musitó.

– Procure que no afecte al trabajo de la cocina -añadió la viuda y se zampó el último bocado de una manzana asada-. Un peinado elegante es bastante compensación.

– ¿De qué? -preguntó Jack.

La viuda lo miró, con la nariz algo más puntiaguda que de costumbre.

– ¿Compensación de qué? -repitió él, pues tenía ganas de contrariarla.

La viuda lo miró otro momento más largo y sin duda decidió que era mejor no hacerle caso, pues nuevamente se volvió hacia Grace.

– Podría comenzar a hacer mis baúles cuando haya acabado con Maria. Y, después, ocúpese de inventar una historia apropiada para explicar nuestra ausencia. -Agitó la mano, como si eso fuera de lo más sencillo-. Una partida de caza en Escocia iría muy bien. En la frontera, diría yo. Nadie se lo creerá si dice que voy a las Highlands.

Grace asintió en silencio.

– Pero algo alejado del camino trillado, eso sí -continuó la viuda, con expresión de que lo estaba disfrutando-. Lo último que necesito es que alguna de mis amigas intente ir a verme.

– ¿Tiene muchas amigas? -preguntó Jack, en tono tan amable que ella estaría todo el día pensando si la había insultado o no.

– La duquesa viuda es muy admirada -se apresuró a decir Grace, como la perfecta dama de compañía que era.

Jack decidió no hacer ningún comentario.

– ¿Ha estado en Irlanda? -preguntó Grace a la viuda.

Y él alcanzó a ver la mirada furiosa que esta le dirigió a él antes de mirar a su empleada.

– Noo, por supuesto que no -contestó, con la cara arrugada-. ¿A qué diablos habría ido allí?

– Se dice que tiene un efecto calmante en el temperamento -dijo Jack.

– Hasta el momento no me impresiona mucho su influencia en los modales -replicó la viuda.

– ¿Me encuentra maleducado?

– Te encuentro impertinente.

Él miró a Grace, suspirando tristemente.

– Y yo que creía que iba a ser el nieto pródigo que no hace nada mal.

– Todo el mundo hace algo mal -dijo la viuda, secamente-. De lo que se trata es de lo poco o mucho que se hace mal.

– Yo diría que es más importante lo que uno hace para corregir el error.

– O tal vez -ladró la viuda, furiosa-, uno podría arreglárselas para no cometer el error, en primer lugar.

Jack se inclinó hacia ella, ya interesado.

– ¿Qué hizo mi padre que estuviera tan mal?

– Se murió -dijo ella, en un tono tan amargado y frío que desde su lado de la mesa Jack oyó la inspiración que hizo Grace.

– No lo culpará por eso, ¿verdad? Una terrible tormenta, un barco que hacía aguas…

– No debería haberse quedado tanto tiempo en Irlanda -siseó la viuda-. Para empezar, no debería haber ido. Se le necesitaba aquí.

– Usted -dijo Jack afablemente.

La cara de la viuda perdió su habitual rigidez y él creyó ver que se le humedecían los ojos. Pero fuera cual fuera la emoción que la invadió, la aplastó al instante. Enterró el tenedor en un trozo de beicon, se lo llevó a la boca, masticó y lo tragó.

– Lo necesitábamos aquí. Todos.

Grace se puso de pie.

– Iré a buscar a Maria ahora, excelencia, si le parece bien.

Jack se levantó también. De ninguna manera iba a permitir que ella lo dejara solo con la viuda.

– Creo que me prometió un recorrido por el castillo.

Grace miró a la viuda, luego a él y nuevamente a la viuda. Finalmente esta agitó la mano diciendo:

– Ah, llévelo a hacer ese recorrido. Debería ver su patrimonio antes que nos marchemos. Puede tener su sesión con Maria después. Yo me quedaré aquí a esperar a Wyndham.

Y antes que llegaran a la puerta la oyeron decir en voz baja:

– Si es que ese sigue siendo su título.


Grace estaba tan furiosa que no se quedó a esperar educadamente al otro lado de la puerta, y ya iba por la mitad del corredor cuando el señor Audley le dio alcance.

– ¿Esto es un recorrido o una carrera? -preguntó, esbozando esa sonrisa que ella ya conocía.

Pero esta vez sólo le aumentó la furia.

– ¿Por qué la ha provocado? -soltó-. ¿Por qué hace eso?

– ¿El comentario sobre su pelo, quiere decir? -preguntó él, con una de esas miradas inocentes que dicen «¿qué podría haber hecho mal?»

Cuando tenía que saberlo muy, muy bien.

– Todo -contestó acalorada-. Estábamos estupendamente bien tomando el desayuno, y usted…

– Puede que usted estuviera estupendamente bien -interrumpió él, y su voz tenía un filo que ella no le conocía-. Yo estaba conversando con Medusa.

– Sí, pero no tenía por qué empeorar las cosas provocándola.

– ¿No es eso lo que hace su santidad?

Ella lo miró desconcertada y enfadada.

– ¿De qué habla?

– Perdón. -Se encogió de hombros-. Del duque. He notado que él no se muerde la lengua en su presencia. Se me ocurrió emularlo.

– Señor Aud…

– Ah, pero he hablado mal. No es un santo, ¿verdad? Simplemente es perfecto.

Ella no pudo hacer otra cosa que mirarlo sorprendida. ¿Qué había hecho Thomas para ganarse ese desdén? Con todo derecho debería ser él el que estuviera de malhumor. Y probablemente lo estaba, para ser justa, pero al menos se había ido a desahogar su furia a otra parte.

– Su excelencia se dice, ¿verdad? -continuó el señor Audley, sin disminuir en nada el desdén en la voz-. Tengo tan poca educación que no sé la forma correcta de tratarlos.

– Yo no he dicho eso. Tampoco lo ha dicho la duquesa, podría añadir. -Exhaló un suspiro de irritación-. Ahora va a estar enfurruñada todo el día.

– ¿No lo está normalmente?

Buen Dios, deseó golpearlo. Claro que la viuda era difícil siempre. Él lo sabía. Pero ¿qué podía ganar comentándoselo, aparte de la exaltación de su persona, de su ironía e ingenio?

– Estará peor -dijo, mordaz-. Y seré yo la que lo pague.

– Mis disculpas, entonces -dijo él y se inclinó en una contrita venia.

De pronto Grace se sintió incómoda. No porque creyera que él se burlaba de ella, sino porque estaba segura de que no se burlaba.

– No ha sido nada -balbuceó-. No le corresponde a usted preocuparse de mi situación.

– ¿A Wyndham sí?

Ella lo miró, y quedó algo cautivada por la franqueza de su mirada.

– No -dijo-. Sí, se preocupa, pero no…

No, no se preocupaba. Thomas cuidaba de ella, sí, y en más de una ocasión había intervenido cuando consideraba que la habían tratado injustamente, pero jamás se quedaba callado ante su abuela para conservar la paz. Y ella ni soñaría con pedírselo. Ni con regañarlo por no callarse.

Era el duque. Ella no podía hablarle de esa manera, por muy amigos que fueran.

Pero el señor Audley era…

Cerró los ojos y desvió la cara para que él no viera el torbellino en que estaba. Por el momento era simplemente el señor Audley, y no estaba muy por encima de ella. Pero seguía sonando en sus oídos la voz de la viuda, suave y amenazadora: «Si es que ese sigue siendo su título».

Se refería a Thomas, lógicamente. Pero también era cierto el equivalente; si Thomas no era Wyndham, lo era el señor Audley.

Y ese hombre, ese hombre que la había besado dos veces, haciéndola soñar con algo que escapaba a las paredes del castillo, viviría en el castillo. El título de duque no era solamente unas palabras puestas al final del nombre. Significaba tierras, significaba dinero, era la historia misma de Inglaterra colocada sobre los hombros de un hombre. Y si una cosa había aprendido en los cinco años que llevaba en Belgrave, era que los aristócratas son diferentes del resto de la humanidad. Mortales, sí, y sangran y lloran como todo el mundo, pero llevan consigo algo que los distingue, los separa, los hace distintos.

Mejores no eran; por mucho que la sermoneara la viuda sobre el tema, jamás creería eso. Pero sí eran diferentes. Además, estaban configurados por el conocimiento de su historia y sus papeles en ella.

Si el nacimiento del señor Audley fue legítimo, él era el duque de Wyndham y ella una solterona insensata por soñar con su cara.

Hizo una honda inspiración para recuperarse y cuando le pareció que tenía los nervios lo bastante calmados, se giró hacia él.

– ¿Qué parte del castillo le gustaría ver, señor Audley?

Él debió darse cuenta de que ese no era un momento para poner exigencias, porque contestó alegremente:

– Pues todo, lógicamente, pero me imagino que eso no es posible en una sola mañana. ¿Por donde sugiere que empecemos?

Él había estado muy interesado en los cuadros de su habitación esa noche, pensó ella, así que la galería le pareció un lugar lógico para empezar.

– ¿Por la galería?

– ¿Y contemplar las caras amistosas de mis supuestos antepasados? -Se le agitaron las ventanillas de la nariz, y casi dio la impresión de que se había tragado algo desagradable-. Creo que no. Ya he tenido bastante de antepasados para una mañana, gracias.

– Estos antepasados ya están muertos -musitó Grace, sin poder creer que tenía el descaro para decir eso.

– Que es como los prefiero, pero no esta mañana.

Ella miró hacia el otro lado del corredor, donde se veía la luz del sol que entraba por una ventana.

– Podría enseñarle los jardines.

– No voy vestido para eso.

– El invernadero.

Él se dio un golpecito en la oreja.

– Hecho de lata, me temo.

Ella apretó los labios para no reírse, y pasado un momento, preguntó:

– ¿Tiene pensado algún lugar?

– Muchos -contestó él al instante-, pero dejarían destrozada su reputación.

– Señor Aud…

– Jack -le recordó él y, por lo que fuera, disminuyó el espacio entre ellos-. Anoche me llamó Jack.

Grace no se movió, aun cuando le hormigueaban los talones por retroceder. Él no estaba tan cerca como para besarla, y ni siquiera para rozarle casualmente el brazo con la mano. Pero de pronto sintió vacíos de aire los pulmones y el corazón acelerado con latidos irregulares.

Sintió la palabra formándose en su lengua: Jack. Pero no podía decirla. No en ese momento, con la imagen de él como duque todavía fresca en la mente.

– Señor Audley -dijo, y aunque intentó decirlo con severidad no lo consiguió del todo.

– Estoy destrozado -dijo él, justo con la nota exacta de frivolidad para que ella recuperara la serenidad-. Pero continuaré, por penoso que sea.

– Sí, tiene aspecto de sentirse muy desanimado.

Él arqueó una ceja.

– ¿He notado sarcasmo?

– Sólo un poquito.

– Bueno, porque le aseguro -se golpeó el corazón- que por dentro me estoy muriendo.

Ella se rió, pero intentó contenerse, así que la risa le salió más parecida a un bufido. Debería sentirse azorada; si hubiera otra persona se habría sentido; pero él le había devuelto la serenidad, así que sintió deseos de sonreír. ¿Se daría cuenta él del talento que requería eso: convertir cualquier conversación en una sonrisa?

– Venga conmigo, señor Audley -dijo, indicándole con un gesto que la acompañara por el corredor-. Le enseñaré mi sala favorita.

– ¿Hay cupidos?

Ella pestañeó.

– ¿Perdón?

– Esta mañana me atacaron los cupidos -dijo él, encogiéndose de hombros como si eso fuera algo que le ocurría cada día-. En mi vestidor.

Nuevamente ella sonrió, esta vez con una sonrisa más ancha.

– Ah, lo había olvidado. Es como demasiado, ¿no?

– A no ser que a uno le gusten los bebés desnudos.

Nuevamente la risa le salió como un bufido.

– ¿Tiene algo en la garganta? -preguntó él, todo inocencia.

Ella le dirigió una mirada irónica.

– Creo que el vestidor fue decorado por la bisabuela del actual duque.

– Sí, ya había supuesto que no fue la viuda -dijo él alegremente-. No me parece del tipo que le gusten los querubines de ninguna calaña.

La imagen que le vino a la mente con eso la hizo reír fuerte.

– Por fin -dijo él, y al ver su expresión de curiosidad, añadió-: Estaba pensando que se iba a ahogar por reprimir la risa.

– Parece que usted también ha recobrado el ánimo -observó ella.

– Para eso sólo hacía falta retirar mi presencia de la presencia de «ella».

– Pero si sólo conoció a la viuda ayer. Supongo que antes ya habrá vivido algún acontecimiento desagradable.

Él sonrió de oreja a oreja.

– He sido feliz desde el momento en que nací.

– Oh, vamos, señor Audley.

– Jamás reconozco mis estados de ánimo negativos.

– ¿Simplemente los experimenta? -preguntó ella, con las cejas arqueadas.

Él se rió.

– Pues sí.

Caminaron amigablemente hacia la parte de atrás de la casa y de pronto él le preguntó hacia dónde iban.

– No se lo diré -repuso ella tratando de desentenderse de la tonta sensación de expectación que comenzaba a discurrir por ella-. Dicho con palabras no parece nada especial.

– Sólo otro salón, ¿eh?

Para todos los demás, tal vez, pero para ella era un lugar mágico.

– ¿Cuántos hay, por cierto?

Ella se detuvo, intentando contarlos.

– No lo sé bien. La viuda sólo prefiere tres, así que rara vez usamos los otros.

– ¿Polvorientos y mohosos?

Ella sonrió.

– Los limpian cada día.

– Ah, claro -dijo él, mirando alrededor.

Ella lo observó y le pareció que no se veía amilanado por la grandeza que lo rodeaba, sólo parecía divertido.

No, no divertido. Era más bien una especie de incredulidad sarcástica, como si estuviera pensando si podría trocar todo eso por ser secuestrado por una duquesa viuda distinta; tal vez una con un castillo más pequeño.

– Un penique por sus pensamientos, señorita Eversleigh -dijo él-, aunque estoy seguro de que valen una libra.

– Más -dijo ella por encima del hombro.

El humor de él era contagioso, y se sentía coqueta. Eso le era desconocido. Desconocido y agradable.

Él levantó las manos en gesto de rendición.

– Un precio demasiado elevado. Sólo soy un bandolero pobre.

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Eso no lo hace un bandolero sin éxito?

– Tocado, pero, ay de mí, no es cierto. He tenido una carrera muy lucrativa. La vida de ladrón le va a la perfección a mis talentos.

– ¿Sus talentos son apuntar con un arma y despojar de sus collares los cuellos de las damas?

– Las «hechizo» para que se los quiten antes -dijo él, moviendo la cabeza como si estuviera muy ofendido-. Tenga la amabilidad de hacer esa distinción.

– Vamos, por favor.

– A usted la hechicé.

– Pues no -repuso ella, indignada.

Antes que ella pudiera apartarse, él le cogió la mano y la llevó a sus labios.

– Recuerde esa noche, señorita Eversleigh. La luz de la luna, la suave brisa.

– No había brisa.

– Me está estropeando el recuerdo -gruñó él.

– No había brisa. Le está añadiendo romanticismo al encuentro.

– ¿Y no es capaz de comprenderme? -dijo él, sonriéndole travieso-. Nunca sé quien va a salir por la puerta del coche. La mayoría de las veces es un tejón viejo resollando.

Lo primero que pensó Grace fue preguntarle si con «tejón» se refería a un hombre o a una mujer, pero decidió que con eso sólo le daría aliento. Además, no le había soltado la mano y le estaba acariciando la palma con el pulgar, y esas caricias le limitaban gravemente la capacidad para encontrar una respuesta ingeniosa.

– ¿Adónde me lleva, señorita Eversleigh? -preguntó él, apenas en un murmullo, rozándole la piel con su aliento.

La estaba besando otra vez, y se le estremeció todo el brazo por la excitación.

– A la vuelta de la esquina -susurró.

Al parecer la voz la había abandonado, y escasamente podía respirar.

Entonces él se enderezó, pero no le soltó la mano.

– Guíeme, señorita Eversleigh.

Y ella lo guió, tironeándole suavemente de la mano en dirección a su destino. Para todos sólo era un salón, decorado en colores crema y dorado, con un ocasional toque de verde menta claro. El horario y las actividades impuestos por la viuda le habían dado motivos para entrar ahí a esa hora de la mañana, cuando el sol todavía estaba bajo en el horizonte.

A primera hora de la mañana, el aire parecía vibrar, con un color casi dorado por la luz; a esa hora, en que la luz del sol entraba por las ventanas de ese alejado salón sin nombre, el mundo parecía resplandecer. A media mañana sólo sería un salón lujosamente decorado, pero en ese momento, en que todavía cantaban las alondras fuera, era mágico.

Si él no veía eso…

Bueno, no sabía que significaría si él no veía eso, pero sería decepcionante. Era algo insignificante, sin ningún sentido para nadie aparte de ella, sin embargo…

Deseaba que él viera la simple magia de la luz de la mañana; la belleza y agrado de la única habitación de Belgrave que casi podía imaginarse que era suya.

– Casi hemos llegado -dijo, un poco sin aliento por la expectación.

La puerta estaba abierta y mientras se acercaban vio la luz que caía oblicua iluminando el liso suelo. Tenía un color dorado y veía cada mota del polvo que flotaba en el aire.

– ¿Hay un coro secreto? -bromeó él-. ¿Una casa de fieras fantástica?

– Nada tan vulgar -repuso ella-. Pero cierre los ojos. Debería verlo al instante.

Él le cogió las dos manos y, de cara a ella, las puso sobre sus ojos. Eso la acercó terriblemente a él, con los brazos levantados, el corpiño de su vestido a poquísima distancia de la fina chaqueta de él. Qué fácil sería apoyarse en él y suspirar; podría bajar las manos, cerrar los ojos y acercar la cara a la suya; entonces él la besaría y ella se quedaría sin aliento, perdería su voluntad y el deseo de ser sólo ella en ese momento.

Deseó fundirse con su cuerpo. Deseó ser una parte de él. Y lo más raro de todo, ahí, en ese momento, bañados por la luz dorada, eso le pareció lo más natural del mundo.

Pero él tenía los ojos cerrados y se perdía una parte de la magia. Y se la perdía, porque si hubiera sentido todo lo que flotaba alrededor de ella y en su interior, no habría dicho con su voz más absolutamente encantadora:

– ¿Aún no hemos llegado?

– Casi -dijo ella.

Debería agradecer que se rompiera el momento. Debería sentirse aliviada por no haber hecho lo que sin duda lamentaría.

Pero no se sentía aliviada. Deseaba lamentarlo. Lo deseaba terriblemente. Deseaba hacer algo que sabía que no debía hacer, y deseaba yacer en la cama por la noche arropada por el recuerdo.

Pero no era tan valiente como para iniciar su propia caída. Así que, simplemente, lo llevó hasta la puerta abierta y dijo en voz baja:

– Hemos llegado.

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