CUARTA PARTE. El prisionero de Abu Kabir

39

JAFFA, ISRAEL

Discutieron sobre el lugar en el que guardado. Lev lo consideraba un riesgo para la seguridad y quería mantenerlo sometido a la custodia permanente del servicio. Shamron, como siempre, se situó en la posición opuesta, aunque sólo fuese porque no quería ver a los hombres del servicio convertidos en carceleros. El primer ministro, sólo medio en broma, sugirió que dejaran a Radek en el Negev para que sirviera de alimento a los escorpiones y los buitres. Fue Gabriel quien a la postre salió victorioso. El peor castigo para un hombre como Radek, afirmó, era ser tratado como un vulgar asesino. Buscaron un lugar adecuado donde encerrarlo y se decidieron por un centro de detención de la policía, construido por los británicos durante su mandato, en un sórdido barrio de Jaffa conocido todavía por su nombre árabe: Abu Kabir.

Transcurrieron setenta y dos horas antes de que se hiciera pública la captura de Radek. El comunicado de la oficina de prensa del primer ministro era breve y engañoso. Se habían tomado todas las precauciones posibles para no molestar a los austriacos. Radek, decía el primer ministro, había sido descubierto en un país no especificado, donde vivía con una falsa identidad. Después de un período de negociaciones, había consentido en viajar a Israel voluntariamente. Según los términos del acuerdo, no se le sometería a juicio, dado que el único castigo posible, si se aplicaban las leyes israelíes, era la condena a muerte. En cambio, permanecería detenido indefinidamente y se «declararía culpable» de sus crímenes contra la humanidad mediante su trabajo con un equipo de historiadores de Yad Vashem y la Universidad Hebrea.

Hubo muy pocas fanfarrias y nada del alboroto que acompañó la noticia del secuestro de Eichmann. Además, la noticia de la captura de Radek pasó a segundo plano en cuestión de horas, cuando un terrorista suicida provocó la muerte de veinticinco personas en un mercado de Jerusalén. Lev obtuvo cierta satisfacción por lo ocurrido, porque parecía confirmar su opinión de que el Estado tenía cosas más importantes que perseguir a viejos nazis. Comenzó a referirse a la captura como «las tonterías de Shamron», aunque muy pronto se encontró con que no estaba en sintonía con el personal del servicio. La captura de Radek había re avivado viejos fuegos en la central. Lev acomodó su postura para estar a tono con el humor dominante, pero ya era demasiado tarde. Todos sabían que el apresamiento de Radek había sido realizado por el Memuneh y Gabriel, y que Lev les había puesto todos los obstáculos posibles y más. La popularidad de Lev entre la tropa estaba bajo mínimos.

El no muy esforzado intento de mantener el secreto de la nacionalidad de Radek se acabó en cuanto se transmitió su llegada a Abu Kabir. La prensa de Viena identificó inmediata y correctamente al prisionero como Ludwig Vogel, un empresario austriaco muy conocido. ¿Había aceptado de verdad abandonar Viena voluntariamente? ¿Era posible que lo hubiesen secuestrado de su muy vigilada mansión en el primer distrito? Durante los días siguientes, los periódicos venían llenos de artículos sobre la carrera de Vogel y sus vinculaciones políticas. Las investigaciones periodísticas se acercaron peligrosamente a Peter Metzler. Renate Hoffmann, de la Coalición para una Austria Mejor, solicitó que se llevara a cabo una investigación oficial del asunto y sugirió que Radek podía estar vinculado con el atentado contra la oficina de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra y la misteriosa muerte de un anciano judío llamado Max Klein. Sus demandas cayeron en oídos sordos. El atentado había sido obra de los terroristas islámicos, afirmó el gobierno. En cuanto a la desafortunada muerte de Max Klein, se trataba de un suicidio. Reabrir las investigaciones, declaró el ministro de Justicia, sería una pérdida de tiempo.

El capítulo siguiente del caso Radek no tuvo lugar en Viena sino en París, donde un antiguo miembro del KGB apareció en la televisión francesa para sugerir que Radek había sido el hombre de Moscú en Viena. El ex jefe de una red de espías de la Stasi que se había convertido en una sensación literaria en la nueva Alemania hizo la misma declaración. En un primer momento, Shamron sospechó que todas estas afirmaciones formaban parte de una campaña de desinformación orquestada para proteger a la CIA del virus Radek, algo que él también hubiese hecho de haber estado en su lugar. Entonces se enteró que en la CIA había cundido el pánico al enterarse de que Radek podría haber sido un agente doble. Se rescataron de las catacumbas los viejos expedientes, y se formó un equipo con antiguos expertos en temas soviéticos para que los analizaran. Shamron se regocijó en secreto con los apuros de sus colegas de Langley. Si resultaba ser verdad que Radek había sido un agente doble, afirmó Shamron, sería un acto de pura justicia. Adrian Carter solicitó permiso para interrogar a Radek cuando los historiadores israelíes acabaran con él. Shamron prometió que consideraría la petición con mucho interés.


El prisionero de Abu Kabir no sabía nada de la tormenta que había provocado. Su confinamiento era solitario, pero no demasiado duro. Mantenía su celda en orden y su ropa limpia, comía bien y se quejaba poco. Los guardias, aunque deseaban odiado, no lo conseguían. En el fondo era un policía, y sus carceleros parecían ver algo en él que les era común. Los trataba cortésmente y ellos le correspondían del mismo modo. Era algo así como una curiosidad. Habían leído sobre hombres como él en la escuela y pasaban por delante de su celda frecuentemente sólo para vedo. Radek comenzó a tener la sensación de que era una pieza nueva en un museo.

Sólo hizo una petición, que le trajeran el periódico todos los días para mantenerse al corriente de los temas de actualidad. La petición recorrió toda la escala de mandos hasta llegar a Shamron, quien dio su consentimiento, siempre que fuese un periódico israelí y no una publicación alemana. Así que todas las mañanas le traían un ejemplar del Jerusalem Post junto con la bandeja del desayuno. Por lo general se saltaba los artículos que lo mencionaban -la mayoría eran muy poco acertados y pasaba a las páginas de información internacional para leer las noticias referentes a las elecciones en Austria.

Moshe Rivlin visitó a Radek en varias ocasiones para preparar su testimonio. Se decidió que las sesiones se registrarían en vídeo y que se transmitirían todas las noches en la televisión israelí. Radek parecía estar cada vez más agitado a medida que se acercaba el día de su primera aparición pública. Rivlin le pidió al director del centro que mantuviera al prisionero sometido a una vigilancia especial ante la posibilidad de que intentara suicidarse. Apostaron a un centinela en el pasillo, junto a las rejas de la celda de Radek. El austriaco protestó por el refuerzo, pero no tardó en agradecer la compañía.

El día anterior al testimonio de Radek, Rivlin lo visitó. Pasaron una hora juntos; Radek estaba preocupado y, por primera vez, se mostró con muy pocas ganas de colaborar. Rivlin recogió sus notas y los documentos, y llamó al guardia para que abriera la celda.

– Quiero verlo -dijo Radek súbitamente-. Pregúntele si quiere hacerme el honor de venir a visitarme. Dígale que me gustaría hacerle unas preguntas.

– No puedo prometerle nada -respondió Rivlin-. No tengo ninguna…

– Sólo pregúnteselo -rogó Radek-. Lo peor que puede pasar es que diga que no.


Shramron le pidió a Gabriel que permaneciera en Israel hasta el día del primer testimonio de Radek, y Gabriel, aunque estaba ansioso por regresar a Venecia, accedió a regañadientes. Estaba alojado en un piso franco cerca de la Puerta de Sión y se despertaba todas las mañanas con las campanadas de las iglesias del barrio armenio. Se sentaba en una sombreada terraza, con vistas a las murallas de la ciudad vieja, y disfrutaba del café mientras leía los periódicos. Seguía el caso Radek con gran interés. Agradecía que fuese el nombre de Shamron y no el suyo el que se vinculara con la captura del criminal de guerra. Gabriel vivía en el extranjero, con una falsa identidad, y no necesitaba que su verdadero nombre apareciera en las primeras planas de los periódicos. Además, después de todo lo que Shamron había hecho por su país, se merecía un último día de gloria.

A medida que los días transcurrían lentamente, Gabriel descubrió que Radek le resultaba cada vez más un extraño. Aunque poseía una memoria casi fotográfica, le costaba recordar con claridad el rostro de Radek o el sonido de su voz. Treblinka le parecía algo sacado de una pesadilla. Se preguntó si también habría sido así para su madre. ¿Radek había permanecido en los compartimento s de su memoria como un invitado indeseable, o ella se había forzado a recordarlo para reproducir su imagen en la tela? ¿Había sido así para todos aquellos que se habían cruzado con la encarnación del diablo? Quizá eso explicaba el silencio de todos aquellos que habían sobrevivido. Quizá se habían librado del dolor de los recuerdos como una manera de autoprotección. Había una idea que no dejaba de darle vueltas en la cabeza: si Radek hubiese asesinado a su madre aquel día en Polonia en lugar de asesinar a las otras dos muchachas, él nunca hubiese nacido. Él, también, comenzó a sentirse culpable por haber sobrevivido.

Sólo estaba seguro de una cosa: no estaba preparado, para perdonar. Por lo tanto, se alegró cuando uno de los acólitos de Lev lo llamó por teléfono una tarde para preguntarle si estaría dispuesto a escribir un relato del caso. Gabriel aceptó con la condición de que también le permitieran escribir otra para los archivos de Yad Vashem. Hubo largas discusiones para establecer una fecha de publicación del documento. Al final se acordó un plazo de cuarenta años, y Gabriel se puso manos a la obra.

Escribía en la cocina, en un ordenador portátil que le había proporcionado el servicio. Al anochecer guardaba el ordenador en la caja de seguridad oculta debajo del sofá que había en la sala de estar. No tenía ninguna experiencia como escritor, así que, instintivamente, abordó el proyecto como si se tratara de una pintura. Comenzó con un boceto, amplio y amorfo, y luego fue añadiendo lentamente las capas de pintura. Empleaba una paleta sencilla y utilizaba el pincel con mucho cuidado. A medida que pasaban los días, volvió a ver el rostro de Radek con la misma claridad con que lo había pintado la mano de su madre.

Trabajaba hasta poco después del mediodía, luego iba al hospital de la Universidad de Hadassah, donde, después de un mes de inconsciencia, Eli Lavon comenzaba a dar señales de que quizá estaba saliendo del coma. Gabriel se sentaba junto a la cama y le contaba a su amigo detalles del caso durante una hora o un poco más. Después regresaba al apartamento y continuaba trabajando hasta el anochecer.

El día que acabó el trabajo se quedó en el hospital hasta el atardecer. Y allí estaba en el momento en que Lavon abrió los ojos. Lavon miró en torno suyo con la mirada perdida, pero luego se puso alerta y examinó el entorno desconocido de la habitación antes de detenerse en el rostro de Gabriel.

– ¿Dónde estamos? ¿En Viena?

– Jerusalén.

– ¿Qué haces aquí?

– Estoy escribiendo un informe para el servicio.

– ¿Sobre qué?

– La captura de un criminal de guerra nazi llamado Erich Radek.

– ¿Radek?

– Vivía en Viena con el nombre de Ludwig Vogel.

– Cuéntamelo todo -murmuró Lavon con una expresión de contento, pero antes de que Gabriel pudiera decir otra palabra se quedó dormido.


Cuando Gabriel regresó al piso aquella tarde parpadeaba la luz del contestador automático. Apretó el botón y oyó la voz de Moshe Rivlin.

– El prisionero de Abu Kabir quiere hablar contigo. Yo lo mandaría al infierno. Tú verás.

40

JAFFA, ISRAEL

El centro de detención estaba rodeado por un muro de color arena rematado con alambre de espino. Gabriel se presentó en la entrada a primera hora de la mañana y lo dejaron entrar sin problemas. Para acceder al interior tuvo que pasar por un angosto pasillo de rejas que le recordó el Camino al Paraíso en Treblinka. Un vigilante lo esperaba en el otro extremo. Acompañó en silencio a Gabriel hasta el sector de las celdas. Luego lo llevó a una sala de interrogatorio s sin ventanas. Radek estaba sentado frente a una mesa, como una estatua, vestido con un traje oscuro y corbata. Tenía las manos esposadas. Sentado, saludó a Gabriel con un movimiento de cabeza casi imperceptible.

– Quítele las esposas -le dijo Gabriel al carcelero.

– Va contra las normas.

Gabriel lo fulminó con la mirada, y el vigilante se apresuró a obedecer.

– Muy bueno… -comentó Radek-. ¿Es otro de sus trucos psicológicos? ¿Intenta demostrarme el dominio que tiene sobre mí?

Gabriel acercó una pesada silla de hierro a la mesa y se sentó.

– No creo que en estas condiciones sea necesario recurrir a esa clase de demostraciones.

– Supongo que está en lo cierto -admitió Radek-. Así y todo, admiro la forma en que ha llevado todo este asunto. Me gustaría creer que yo hubiese sido capaz de hacerlo de la misma manera.

– ¿Para quién? -preguntó Gabriel-. ¿Para los norteamericanos o para los rusos?

– ¿Se refiere a las declaraciones hechas en París por el idiota de Belov?

– ¿Tienen algo de verdad?

Radek miró a Gabriel en silencio, y sólo por unos segundos algo de su dureza apareció en sus ojos azules.

– Cuando se participa en el juego durante tanto tiempo como yo, se traban muchas alianzas, y se urden tantos engaños que al final resulta difícil saber dónde acaba la verdad y comienza la mentira.

– Belov parece muy convencido de saber la verdad.

– Sí, pero mucho me temo que sea el convencimiento de un idiota. Verá, Belov no estaba en posición de saber la verdad. -Radek cambió de tema-. Supongo que habrá leído los periódicos de la mañana, ¿no?

Gabriel asintió.

– Ha conseguido la victoria por un margen mayor de lo previsto. Al parecer, mi arresto ha tenido algo que ver con el resultado. A los austriacos nunca les ha gustado que los extranjeros se metan en sus asuntos.

– No estará vanagloriándose, ¿verdad?

– Por supuesto que no. Sólo lamento no haber negociado un mejor trato en Treblinka. Quizá no tendría que haber aceptado con tanta facilidad. Ahora no estoy tan seguro de que las revelaciones sobre mi pasado hubiesen acabado con la campaña de Peter.

– Hay algunas cosas que son políticamente indigestas, incluso en Austria.

– Nos subestima, Allon.

Gabriel dejó que se estableciera el silencio. Había comenzado a lamentar la decisión de venir.

– Moshe Rivlin dijo que usted quería verme -dijo con cierta irritación-. Dispongo de mucho tiempo.

Radek se irguió un poco más en la silla.

– Me preguntaba si tendría la cortesía profesional de responder a un par de preguntas.

– Eso depende de las preguntas. Usted y yo tenemos distintas profesiones, Radek.

– Sí. Yo era un agente de la inteligencia norteamericana y usted es un asesino.

Gabriel se levantó dispuesto a marcharse. Radek levantó una mano.

– Espere. Por favor. Siéntese.

Gabriel volvió a sentarse.

– ¿El hombre que llamó a mi casa la noche del secuestro…?

– Querrá decir su arresto.

Radek agachó la cabeza.

– De acuerdo, mi arresto. ¿Era un impostor?

Gabriel asintió.

– Era muy bueno. ¿Cómo hizo para imitar a Kruz con tanta perfección?

– No creerá que voy a responderle, ¿verdad, Radek? -Gabriel consultó su reloj-. Espero que no me haya hecho venir hasta Jaffa para hacerme una sola pregunta.

– No. Hay otra cosa que me gustaría saber. Cuando nos encontrábamos en Treblinka mencionó que yo había participado en la evacuación de los prisioneros de Birkenau.

Gabriel lo interrumpió una vez más.

– ¿Podríamos acabar de una vez por todas con los eufemismos, Radek? No fue una evacuación. Fue la Marcha de la Muerte.

Radek guardó silencio durante un momento.

– También mencionó que yo había matado personalmente a algunos de los prisioneros.

– Sé que al menos asesinó a dos muchachas. Estoy seguro de que fueron más.

Radek cerró los ojos y asintió con un gesto.

– Fueron más -declaró con una voz distante-. Muchas más. Recuerdo aquel día como si fuese ayer. Desde hacía algún tiempo tenía claro que se aproximaba el final, pero al ver aquella columna de prisioneros que marchaban hacia el Reich… Entonces comprendí que era el Götterdämmerung. El ocaso de los dioses.

– Así que comenzó a matarlos.

El detenido asintió de nuevo.

– Me habían encomendado la tarea de proteger su terrible secreto y ahora estaban dejando que miles de testigos salieran con vida de Birkenau. Estoy seguro de que puede imaginarse cómo me sentía.

– No -respondió Gabriel con toda sinceridad-. Soy incapaz de imaginarme cómo se sentía.

– Había una muchacha -continuó Radek-. Recuerdo haberle preguntado qué le diría a sus hijos sobre la guerra. Me respondió que les diría la verdad. Le ordené que mintiera. Se negó. Maté a dos muchachas que estaban con ella, y no obstante me desafió. Por alguna razón, la dejé marcharse. Después de aquello, dejé de matar a los prisioneros. Comprendí, después de ver sus ojos, que no tenía sentido.

Gabriel se miró las manos, poco dispuesto a morder el cebo que le ofrecía Radek.

– Supongo que aquella muchacha era su testigo -dijo Radek.

– Sí, lo era.

– Es curioso -comentó Radek-, pero tenía sus mismos ojos.

Gabriel lo miró. Vaciló un segundo antes de responder.

– Eso dicen.

– ¿Era su madre?

Otra vacilación, y luego la verdad.

– Le diría que lo siento -manifestó Radek-, pero sé que mi disculpa no significaría nada para usted.

– Tiene razón. No lo haga.

– ¿Lo hizo por ella?

– No -afirmó Gabriel-. Fue por todas.

Se abrió la puerta. El vigilante entró en la celda y anunció que era la hora de marchar a Yad Vashem. Radek se levantó lentamente y tendió las manos. Su mirada permaneció fija en el rostro de Gabriel mientras le colocaban las esposas en las muñecas. Gabriel los acompañó hasta la entrada y luego lo observó mientras caminaba por el pasillo de rejas y subía al furgón. Ya no quería ver nada más. Ahora sólo quería olvidar.


Después de salir de Abu Kabir, Gabriel fue a Safed para ver a Tziona. Comieron en un pequeño café en el barrio de los artistas. Tziona intentó llevar la conversación hacia el caso Radek, pero Gabriel, que había estado con el asesino hacía sólo dos horas, no estaba de humor para hablar de Radek. Le hizo prometer a Tziona que guardaría el secreto de su participación, y luego se apresuró a cambiar de tema.

Hablaron de arte durante un rato, después de política y finalmente abordaron la vida privada de Gabriel. Tziona sabía de la existencia de un piso desocupado a unas pocas calles del suyo. Era lo bastante grande para albergar un estudio y disfrutaba de la mejor luz de Galilea. Gabriel le prometió que se lo pensaría, pero la mujer comprendió que sólo intentaba complacerla. La inquietud había reaparecido en su mirada. Estaba preparado para marcharse.

Mientras tomaban el café, Gabriel le comentó que había encontrado un sitio para algunas de las pinturas de su madre.

– ¿Dónde?

– En el Museo de Arte del Holocausto, en Yad Vashem.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Tziona.

– Es maravilloso -murmuró.

Abandonaron el café y subieron las escaleras de piedra hasta el apartamento de Tziona. La artista abrió el trastero y sacó cuidadosamente las pinturas. Dedicaron una hora a seleccionar las veinte mejores. Tziona había encontrado otros dos cuadros donde aparecía Erich Radek. Le preguntó a Gabriel qué quería que hiciera con ellos.

– Quémalos -le respondió.

– Piensa que probablemente ahora valdrán mucho dinero.

– No me importa cuánto valgan. No quiero ver su rostro nunca más.

Tziona lo ayudó a cargar las pinturas en el coche. Partió para Jerusalén bajo un cielo cubierto de negros nubarrones. Primero fue a Yad Vashem. Un conservador del museo se hizo cargo de las pinturas y luego se apresuró a ver el comienzo del testimonio de Erich Radek. Lo mismo parecía hacer el resto del país. Gabriel condujo por las calles desiertas hasta el Monte de los Olivos. Depositó una piedra en la tumba de su madre y rezó el Kaddish por ella. Hizo lo mismo en la tumba de su padre. A continuación fue al aeropuerto y tomó el vuelo de la noche con destino a Roma.

41

VENECIA-VIENA

A la mañana siguiente, en el sestiere de Cannaregio, Francesco Tiepolo entró en la iglesia de San Giovanni Crisostomo y caminó lentamente por la nave central. Echó una ojeada a la capilla de San Jerónimo y vio las luces encendidas detrás de la lona que tapaba el andamio. Se acercó silenciosamente, cogió uno de los tubos de aluminio del andamio con su manaza y lo sacudió una vez con todas sus fuerzas. El restaurador levantó las lentes de aumento y lo miró desde lo alto como una gárgola.

– Bienvenido a casa, Mario -gritó Tiepolo-. Comenzaba a preocuparme por ti. ¿Dónde has estado?

El restaurador se colocó de nuevo las lentes y dedicó su atención una vez más al retablo de Bellini.

– He estado apagando chispas, Francesco.

¿Apagando chispas? Tiepolo sabía que era mejor no preguntar. Sólo le importaba que el restaurador se encontraba de nuevo en Venecia.

– ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en acabarlo?

– Tres meses -contestó el restaurador-. Quizá cuatro.

– Tres sería preferible.

– Sí, Francesco, sé que sería preferible acabarlo en tres meses. Claro que si sigues con la manía de sacudir el andamio, nunca lo acabaré.

– No tendrás la intención de largarte de nuevo, ¿verdad, Mario?

– Sólo tengo que ocuparme de una última cosa -contestó Mario, con el pincel inmóvil delante de la tela-. Te prometo que no tardaré mucho.

– Eso es lo que siempre me dices.


El paquete llegó a la relojería exactamente tres semanas más tarde. El Relojero lo recibió de manos del mensajero. Firmó el recibo de entrega y le dio una propina. Luego se llevó el paquete al taller y lo dejó sobre el banco de trabajo.

El mensajero se montó en la moto y se alejó. Sólo aminoró la velocidad al llegar a la esquina, para hacer una señal a una mujer sentada al volante de un Renault. La mujer marcó un número en el móvil. Al cabo de un momento, el Relojero atendió la llamada.

– Acabo de enviarle un reloj -dijo-. ¿Lo ha recibido?

– ¿Quién habla?

– Soy una amiga de Max Klein -susurró la mujer-. De Eli Lavon, Reveka Gazit y Sarah Greenberg.

Apartó el teléfono y marcó rápidamente cuatro números, luego volvió la cabeza a tiempo para ver que una enorme bola de fuego salía de la tienda de relojes.

Puso el coche en marcha, con las manos aferradas al volante para controlar el temblor, y se dirigió hacia la Ringstrasse. Gabriel había abandonado la moto y la esperaba en la esquina. La mujer detuvo el coche el tiempo justo para que subiera y luego entró en el ancho bulevar para confundirse con el tráfico de la tarde. Un coche de la Staatspolizei pasó a gran velocidad en la dirección contraria. Chiara mantuvo la mirada atenta a la circulación.

– ¿Estás bien?

– Creo que voy a vomitar.

– Sí, lo sé. ¿Quieres que conduzca?

– No, puedo hacerlo.

– Tendrías que haberme dejado a mí enviar la señal de detonación.

– No quería que te sintieras responsable de otra muerte en Viena. -Se enjugó una lágrima de la mejilla-. ¿Has pensado en ellos al oír la explosión? ¿Pensaste en Leah y Dani?

Gabriel vaciló por un momento antes de sacudir la cabeza.

– ¿En quién pensabas?

Él le acercó la mano a la mejilla y le enjugó otra lágrima.

– En ti, Chiara -respondió dulcemente-. Sólo pensé en ti.

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