TERCERA PARTE. El río de cenizas

27

PUERTO BLEST, ARGENTINA

El bosque descendía bruscamente desde el cementerio hasta el fondo de una cañada. Bajaron por la empinada pendiente a paso lento para no tropezar con las ramas caídas. No había luna y la oscuridad era absoluta. Caminaban en fila india, con un norteamericano en cabeza, seguido por Gabriel y Chiara, y el otro norteamericano en la retaguardia. Los hombres llevaban gafas de visión nocturna. Al ver cómo se movían, Gabriel llegó a la conclusión de que eran soldados de élite.

Llegaron a un pequeño campamento muy bien camuflado: tienda de campaña negra, sacos de dormir negros, ningún rastro de una hoguera o de una cocina. Gabriel se preguntó cuánto tiempo habían estado allí, dedicados a vigilar el cementerio. No podía ser mucho a juzgar por la barba. Cuarenta y ocho horas, quizá menos.

Los norteamericanos comenzaron a desmontar el campamento. Gabriel intentó por segunda vez averiguar quiénes eran y para quién trabajaban. El silencio y unas sonrisas cansadas fueron la única respuesta.

Sólo tardaron unos minutos en recogerlo todo y borrar hasta el último rastro de su presencia. Gabriel se ofreció a cargar una de las mochilas. Los norteamericanos rehusaron la oferta.

Reemprendieron la marcha. Diez minutos más tarde estaban en un cauce rocoso, en el fondo de la cañada. Allí había un vehículo, escondido debajo de una lona de camuflaje y ramas de pino. Era un viejo Rover con la rueda de recambio en el capó y bidones de gasolina detrás.

Los norteamericanos les indicaron dónde sentarse. Chiara delante, Gabriel atrás, con una arma apuntada a su estómago por si acaso de pronto perdía la fe en las intenciones de sus salvadores. Avanzaron por el lecho del arroyo, con el agua apenas por debajo de los ejes, durante unos pocos kilómetros antes de abandonarlo para tomar por una pista que acabó por llevarlos a la carretera de Puerto Blest. El conductor giró a la derecha, hacia los Andes.

– Vas camino a Chile -le advirtió Gabriel.

El norteamericano se echó a reír.

Llegaron a la frontera al cabo de diez minutos, donde un único guardia tiritaba en la garita de ladrillos. El Rover cruzó la frontera sin aminorar la marcha y siguió cuesta abajo, en dirección al Pacífico.


En el extremo norte del golfo de Ancud está Puerto Montt, una ciudad de vacaciones con un puerto donde atracan los cruceros. En las afueras de la ciudad hay un aeropuerto con una pista de una longitud suficiente para que lo utilicen aparatos como el Gulfstream G500 que esperaba con los motores en marcha cuando llegó el Rover. Un norteamericano canoso los esperaba al pie de la escalerilla. Se presentó sin mucha convicción como el «señor Alexander» y después invitó a Gabriel y Chiara a subir a bordo. Gabriel, antes de sentarse en una de las cómodas butacas de cuero, preguntó cuál era el punto de destino.

– Regresamos a casa, señor Allon. Le sugiero que usted y su amiga aprovechen para descansar. Es un vuelo muy largo.


El Relojero marcó un número de Viena en el teléfono de su habitación, en un hotel de Bariloche.

– ¿Están muertos?

– Me temo que no.

– ¿ Qué ha pasado?

– Le seré absolutamente sincero -respondió el Relojero-. No tengo ni puñetera idea.

28

THE PLAINS, VIRGINIA

La casa franca está en un rincón de Virginia dedicado a la cría equina y donde la riqueza y los privilegios cohabitan con la dura realidad de la vida rural sureña. Se llega allí por una sinuosa y ondulada carretera bordeada por graneros ruinosos y casuchas con coches averiados a la entrada. Hay una verja con un cartel donde se avisa que es una finca privada, pero omite el hecho de que, técnicamente, es propiedad gubernamental. El camino es de gravilla y tiene un kilómetro y medio de largo. A la derecha hay un bosque frondoso; a la izquierda un prado cerrado con una cerca de madera. La cerca provocó la indignación de los carpinteros de la zona cuando el «propietario» encargó su construcción a una empresa de fuera. Dos caballos bayos campan en el prado. Según comentan los graciosos de la agencia, los someten todos los años, como a los demás empleados, a la prueba del polígrafo para asegurarse de que no se han pasado al otro lado, aunque no está claro a qué lado podría ser.

La casa de estilo colonial se alza en una loma y está rodeada de altos y frondosos árboles. Tiene el tejado de cobre y una galería doble. El mobiliario es rústico y cómodo, para estimular la cooperación y la camaradería. Aquí suelen alojarse las delegaciones de los servicios de inteligencia de naciones amigas. También los hombres que han traicionado a sus países. El último fue un iraquí que ayudó a Saddam en su intento por fabricar una bomba nuclear. Su esposa soñaba con tener un apartamento en el famoso edificio Watergate y no dejó de quejarse amargamente durante toda su estancia. Sus hijos incendiaron el granero. Los encargados se alegraron cuando se marcharon.

Aquella tarde, la nieve fresca cubría el prado. El paisaje, desprovisto de todo color por los cristales opacos del monovolumen, le recordó a Gabriel un boceto al carbón. Alexander, reclinado en el asiento del acompañante, se despertó bruscamente. Se desperezó a placer antes de consultar su reloj. Frunció el entrecejo cuando se dio cuenta de que se había olvidado de cambiar la hora.

Fue Chiara, sentada junto a Gabriel, quien advirtió la presencia de una figura que parecía un centinela junto a la balaustrada de la galería del primer piso. Gabriel se inclinó sobre el asiento trasero para mirar por la ventanilla de Chiara. Shamron levantó una mano durante unos segundos antes de volverse y desaparecer en el interior de la casa.

Los recibió en el vestíbulo. A su lado, vestido con un pantalón de pana y un jersey, había un hombre menudo de largos y alborotados cabellos rizados y bigote gris. La mirada de sus ojos castaños era serena, el apretón de manos rápido y firme. Tenía todo el aspecto de un catedrático, o quizá de un psicólogo. No era ninguna de las dos cosas. Era el director delegado de operaciones de la Agencia Central de Inteligencia, y se llamaba Adrian Carter. No parecía muy contento, pero, dados los acontecimientos mundiales, casi nunca lo estaba.

Se saludaron cautelosamente, como suele ser habitual entre los hombres de los servicios secretos. Utilizaron sus nombres verdaderos, dado que todos se conocían y el empleo de nombres ficticios hubiese dado un aire de farsa al encuentro. La mirada serena de Carter se fijó por un momento en Chiara, como si se tratara de una invitada imprevista a la que ahora había que hacer un lugar en la mesa. No hizo ningún intento por disimular su desagrado.

– Confiaba en mantener todo esto al máximo nivel -manifestó Cartero Su voz era muy suave; para escuchado, había que prestar mucha atención-. También esperaba limitar la distribución del material que vaya compartir con usted.

– Es mi compañera -afirmó Gabriel-. Lo sabe todo y no saldrá de la habitación.


La mirada de Carter se desvió lentamente del rostro de Chiara para fijarse en Gabriel.

– Lo hemos estado vigilando desde hace algún tiempo; para ser preciso, desde que llegó a Viena. Nos divertimos mucho con su visita al café Central. Enfrentarse a Vogel cara a cara de aquella manera fue sensacional.

– En realidad, fue Vogel quien se enfrentó a mí.

– Es el estilo de Vogel.

– ¿Quién es?

– Usted es quien ha estado escarbando. ¿Por qué no me lo dice?

– Creo que es un asesino de las SS llamado Erich Radek, y por algún motivo usted lo está protegiendo. Si tengo que adivinar la razón, diría que es uno de sus agentes.

Carter apoyó una mano en el hombro de Gabriel.

– Venga. Es obvio que ha llegado el momento de que tengamos una charla.


La única iluminación de la sala provenía de un par de lámparas bajas. Un buen fuego ardía en la chimenea. En el aparador había una cafetera. Carter se sirvió una taza antes de sentarse en un sillón de orejas. Gabriel y Chiara compartieron el sofá mientras Shamron caminaba por la habitación como un centinela con una larga noche por delante.

– Quiero contarle una historia, Gabriel -dijo Carter-. Es la historia de un país que se vio metido en una guerra que no quería librar, un país que derrotó al mayor ejército que había en aquel momento en el mundo, sólo para encontrarse, en cuestión de meses, en un estado de tensión bélica con su antiguo aliado: la Unión Soviética. Con toda sinceridad, estábamos asustadísimos. Verá, antes de la guerra no teníamos un servicio de inteligencia; al menos uno de verdad. Diablos, su servicio es tan viejo como el nuestro. Antes de la guerra, nuestro servicio de inteligencia dentro de la Unión Soviética consistía en un par de tipos de Harvard y un teletipo. Cuando, de pronto, nos encontramos cara a cara con el monstruo ruso, no sabíamos nada de él. Sus fuerzas, sus debilidades, sus intenciones. Para colmo, tampoco sabíamos cómo averiguarlo. Que otra guerra era inminente lo sabía hasta el más tonto. ¿Qué teníamos? Ni una puta mierda. Ni redes, ni agentes. Nada de nada. Estábamos perdidos en medio del desierto. Necesitábamos ayuda. Entonces, un Moisés apareció en el horizonte, el hombre que nos conduciría a través del Sinaí hasta la Tierra Prometida.

Shamron se detuvo un momento para suministrar el nombre del Moisés: el general Reinhard Gehlen, jefe del Estado Mayor del ejército alemán en el frente oriental, el jefe del espionaje nazi en el frente ruso.

– El hombre valía su peso en oro -dijo Carter, y señaló a Shamron con un gesto-. Gehlen fue uno de los pocos hombres que tuvo las pelotas de decide a Hitler la verdad de la campaña rusa. Hitler se enfadaba tanto con él que en más de una ocasión amenazó con mandado a un manicomio. Cuando se acercaba el final, Gehlen decidió salvar el pellejo. Ordenó a sus oficiales que microfilmaran todos los archivos relacionados con la Unión Soviética y que los guardaran en bidones herméticos. Enterraron los bidones en las montañas de Baviera y Austria, y luego Gehlen y todos sus oficiales superiores se entregaron a un grupo del servicio de contrainteligencia.

– Para gran alegría de vosotros, que lo recibisteis con los brazos abiertos -declaró Shamron.

– Tú hubieses hecho lo mismo, Ari. -Carter cruzó los brazos y dedicó unos momentos a contemplar el fuego. Gabriel casi escuchaba cómo contaba hasta diez para controlarse-. Gehlen era la respuesta a nuestras plegarias. El hombre se había pasado años espiando a la Unión Soviética y nos iba a enseñar todo lo que sabía. Lo trajimos a este país y lo alojamos a unos kilómetros de aquí, en Fort Hunt. Tenía a todos los servicios de seguridad norteamericanos comiendo de su mano. Nos dijo lo que queríamos escuchar. El estalinismo era la maldad en su estado más puro. Stalin intentaba debilitar a las naciones occidentales europeas desde dentro y luego atacadas militarmente. Stalin tenía ambiciones globales. «Pero no temáis -nos dijo Gehlen-. Tengo redes, topos, células dormidas. Sé todo lo que hay que saber de Stalin y sus sicarios. Juntos, lo aplastaremos.»

Carter se levantó para servirse otra taza de café.

– Gehlen tuvo su corte en Fort Hunt durante diez meses. Era un negociador muy duro, y mis predecesores estaban tan embobados que accedieron a todas sus demandas. Nació la Organización Gehlen. Se trasladó a unas instalaciones cerca de Pullach, en Alemania. Nosotros lo financiábamos, le dábamos directivas. Él dirigía la organización y contrataba a los agentes. Al final, su organización se convirtió en una extensión virtual de la agencia.

Carter volvió a sentarse en su sillón.

– Obviamente, dado que el objetivo primario de la Organización Gehlen era la Unión Soviética, el general contrató a hombres que ya habían trabajado en territorio soviético. Uno de los hombres que quería era un joven brillante y enérgico llamado Erich Radek, un austriaco que había sido jefe del SD en el Reichskommissariat Ukraine. En aquel entonces, Radek estaba prisionero en uno de nuestros campos de detención en Mannheim. Se lo entregamos a Gehlen y muy pronto estaba en el cuartel general de la organización en Pullach, dedicado a reactivar sus viejas redes en Ucrania.

– Radek era del SD -dijo Gabriel-. Las SS, el SD y la Gestapo fueron declaradas organizaciones criminales después de la guerra y había una orden de arresto contra todos sus miembros. Sin embargo, ustedes permitieron que Gehlen lo contratara.

Carter asintió lentamente, como si el alumno hubiese respondido la pregunta correctamente pero hubiese pasado por alto el punto más importante.

– En Fort Hunt, Gehlen juró que no contrataría a los antiguos oficiales de la SS, del SD y la Gestapo. Era un juramento que ninguno de nosotros esperaba que cumpliera.

– ¿Sabía que Radek estaba vinculado a las actividades de los Einsatzgruppen en Ucrania? -preguntó Gabriel-. ¿Sabía que ese joven brillante y enérgico había intentado ocultar el mayor crimen de la historia?

Carter sacudió la cabeza.

– En aquel entonces no se conocía la magnitud de las atrocidades nazis. En cuanto a Aktion 1005, nadie había oído hablar de ello, y en el expediente de Radek en las SS no hay ninguna mención de su traslado a Ucrania. Aktion 1005 era un asunto de máximo secreto en el Reich, y los asuntos de máximo secreto del Reich nunca se ponían por escrito.

– Estará de acuerdo conmigo, señor Carter -intervino Chiara-, en que el general Gehlen debía de estar al corriente del trabajo de Radek.


Carter enarcó las cejas, como si le sorprendiera que Chiara tuviese el don de la palabra.

– Quizá, pero dudo mucho que a Gehlen le importara. Radek no fue el único miembro de las SS que acabó trabajando para la organización. Al menos otros cincuenta entraron en la agencia, entre ellos unos cuantos que, como Radek, estaban vinculados con la Solución Final.

– Mucho me temo que tampoco les importó a los controladores de Gehlen -opinó Shamron-. Aceptaban a cualquier cabrón, siempre que fuera anticomunista. ¿No fue ése uno de los principios rectores de la agencia a la hora de reclutar agentes durante la guerra fría?

– En las infames palabras de Richard Helms: «No somos scouts. Si quisiéramos ser scouts, nos hubiésemos unido a los scouts

– No parece preocuparle mucho, Adrian -señaló Gabriel.

– No soy persona dada al histrionismo, Gabriel. Soy un profesional, como usted y su legendario jefe. Trato con el mundo real, no con el mundo como me gustaría que fuese. No me disculpo por las acciones de mis predecesores, de la misma manera que usted y Shamron no se disculpan por las de los suyos. Algunas veces, los servicios de inteligencia deben utilizar los servicios de hombres malvados para conseguir unos fines que son buenos: un mundo más estable, la seguridad nacional, la protección de nuestros amigos. Los hombres que decidieron emplear a Reinhard Gehlen y Erich Radek jugaban a un juego tan viejo como el mundo, el juego de la Realpolitik, y sabían jugarla muy bien. No reniego de sus acciones, y no estoy dispuesto a aceptar que sea precisamente usted quien los juzgue.

Gabriel se inclinó hacia adelante con las manos entrelazadas, los codos apoyados en las rodillas. Notaba el calor del fuego en el rostro. Sólo servía para aumentar su rabia.

– Hay mucha diferencia entre utilizar a individuos malvados como fuentes y contratarlos como agentes de inteligencia. Erich Radek no era un simple criminal. Era un asesino en masa.

– Radek no participó personalmente en el exterminio de los judíos. Su participación tuvo lugar después de los hechos.

Chiara comenzó a sacudir la cabeza, incluso antes de que Carter acabara la respuesta. El director delegado frunció el entrecejo. Era obvio que comenzaba a lamentar haber permitido su presencia en la habitación.

– ¿Tiene alguna objeción referente a lo que acabo de decir, señorita Zolli?

– Sí. Obviamente no sabe gran cosa de Aktion 1005. ¿A quién cree que Radek utilizó para abrir las fosas comunes y eliminar los cadáveres? ¿Qué cree que hizo con ellos cuando acabaron el trabajo? -Al no obtener respuesta, anunció su veredicto-. Erich Radek es un asesino en masa, y usted lo contrató como espía.

Carter asintió como si reconociera la derrota. Shamron se acercó al sofá por atrás y apoyó una mano en el hombro de Chiara para contener su fogosidad. Luego miró a Carter y le pidió una explicación por la falsa fuga de Radek. Carter pareció relajarse ante la perspectiva de pasar a un tema menos peliagudo.

– Ah, sí, la fuga de Europa. Es ahí donde las cosas comienzan a ser interesantes.


Erich Radek no tardó en convertirse en el hombre más importante del general Gehlen. Ansioso por salvar a su protegido del arresto y el enjuiciamiento, Gehlen y sus controladores norteamericanos le crearon una nueva identidad: Ludwig Vogel, un austriaco que había servido en las filas de la Wehrmacht y que había desaparecido en los últimos días de la guerra. Durante dos años, Radek había vivido en Pullach como Vogel, y su nueva identidad había funcionado sin problemas. La situación cambió en el otoño de 1947, con el comienzo del Caso 9 en los procesos de Nuremberg: el juicio de los Einsatzgruppen. El nombre de Radek sonó repetidas veces durante el juicio, y también el nombre en código de la operación secreta para destruir las pruebas de las matanzas cometidas por los Einsatzgruppen: Aktion 1005.

– Gehlen se alarmó -dijo Carter-. Radek aparecía como desaparecido en las listas oficiales, y Gehlen quería que siguiera siendo así.

– Así que enviaron a un hombre a Roma que se hizo pasar por Radek -manifestó Gabriel-, y se aseguraron de que dejara pistas más que suficientes para que cualquiera que lo buscara siguiese un rastro falso.


– Efectivamente.

– ¿Por qué utilizasteis la ruta vaticana en lugar de vuestra propia red de fugas? -preguntó Shamron.

– ¿Te refieres a la red de la contrainteligencia?

Shamron cerró los ojos por un momento y asintió.

– La red de la contrainteligencia se usaba casi exclusivamente para los desertores rusos. Si enviábamos a Radek por esa ruta, hubiera quedado claro que estaba trabajando para nosotros. Utilizamos la ruta vaticana para reafirmar sus credenciales como criminal de guerra nazi que se fugaba de los tribunales aliados.

– Qué astuto, Adrian. Perdona la interrupción. Por favor, continúa.

– Radek desapareció. De vez en cuando, la organización alimentaba la historia de la fuga filtrando a los diversos cazadores de nazis la noticia de falsos reconocimientos en diversas capitales de Sudamérica. Estaba viviendo en Pullach, por supuesto, y trabajaba para Gehlen con el nombre de Ludwig Vogel.

– Patético -murmuró Chiara.

– Era 1948 -replicó Carter-. Entonces las cosas eran diferentes. Los juicios de Nuremberg ya habían acabado, y todas las partes habían perdido el interés en que siguieran. Los médicos nazis habían vuelto a sus consultorios. Los profesores nazis volvían a dar clases en las universidades. Los jueces nazis presidían de nuevo los juicios.

– Y un asesino en masa nazi llamado Erich Radek era ahora un importante agente norteamericano que necesitaba protección -señaló Gabriel-. ¿Cuándo regresó a Viena?

– En 1956, Konrad Adenauer convirtió la organización de Gehlen en el servicio de inteligencia de la Alemania Federal: el Bundesnachrichtendienst, más conocido como el BND. Erich Radek, el actual Ludwig Vogel, trabajaba de nuevo para el gobierno alemán. En 1965 regresó a Viena para organizar una red y asegurarse de que el nuevo gobierno austriaco continuara dando su apoyo a la OTAN y al mundo occidental. Vogel era un hombre del BND y la CIA. Trabajamos juntos en su tapadera. Limpiamos sus expedientes en el Staatsarchiv. Le creamos una compañía para que la dirigiera, la Danube Valley Trade and Investment, y le facilitamos contratos para garantizar que la empresa fuese un éxito. Vogel era muy buen empresario y, al cabo de poco tiempo, los beneficios de la empresa estaban financiando todas nuestras redes austriacas. En resumen, Vogel era todo lo que podíamos soñar, no sólo en Austria sino en toda Europa. Era el espía perfecto. Cuando cayó el Muro, se acabó su trabajo. Además ya se había hecho mayor. Acabamos nuestra relación, le dimos las gracias por su trabajo y nos despedimos. -Carter levantó las manos-. Mucho me temo que aquí se acaba la historia.

– No es verdad, Adrian -afirmó Gabriel-. De lo contrario, no estaríamos aquí.

– ¿Se refiere a las alegaciones hechas contra Vogel por Max Klein?

– ¿Lo sabía?

– Vogel nos avisó de que podríamos tener un problema en Viena. Nos pidió que intercediéramos. Le respondimos que no podíamos hacer nada.

– Así que se ocupó de resolver el problema por su cuenta.

– ¿Está sugiriendo que Vogel ordenó el atentado en la Oficina de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra?

– También sugiero que ordenó el asesinato de Max Klein para silenciarlo.

Carter se tomó unos segundos antes de responder.

– Si Vogel está involucrado, habrá utilizado tantos intermediarios que nunca conseguirá acusarlo directamente. Además, el atentado y el asesinato de Max Klein son asuntos austriacos, no israelíes, y a ningún fiscal austriaco se le ocurrirá iniciar una investigación criminal en la que podría estar implicado Ludwig Vogel. Es una vía muerta.

– Se llama Radek, Adrian, no Vogel, y la pregunta es por qué. ¿Por qué a Radek le preocupaba tanto la investigación de Eli Lavon que tuvo que recurrir al asesinato? Incluso si Eli y Max Klein hubiesen podido probar de manera concluyente que Vogel era en realidad Erich Radek, ningún fiscal austriaco lo hubiese llevado a juicio. Es demasiado viejo. Ha pasado mucho tiempo. No quedaba ningún testigo vivo, ninguno excepto Klein, y a Radek jamás lo hubiesen condenado en Austria con la palabra de un viejo judío. Por lo tanto, ¿por qué recurrir a la violencia?


– Me parece que ahora me explicará una teoría.

Gabriel volvió la cabeza y le murmuró a Shamron unas palabras en hebreo. Shamron le entregó el expediente con todo el material que había recopilado en el curso de la investigación. Gabriel sólo sacó una cosa: la fotografía que se había llevado de la casa de Radek en la Salzkammergut, donde aparecía Radek con una mujer y un adolescente. La dejó sobre la mesa y le dio la vuelta para que la viera Carter. El hombre de la CIA miró por un segundo la foto y luego a Gabriel.

– ¿Quién es ella? -preguntó Gabriel.

– Su esposa, Monica.

– ¿Cuándo se casó con ella?

– Durante la guerra. En Berlín.

– No había ninguna mención a la aprobación de una boda en su expediente de las SS.

– Había muchas cosas que no se anotaron en el expediente de Radek en las SS.

– ¿Qué pasó cuando se acabó la guerra?

– Ella se fue a vivir a Pullach con su verdadero nombre. El niño nació en 1949. Cuando Vogel regresó a Viena, el general Gehlen consideró que no era seguro para Monica y su hijo que fueran a vivir con él. La agencia compartió su opinión. Se dispuso que Monica se casara con un empleado en la red de Vogel. Ella vivía en Viena, en una casa contigua a la de Vogel. Él iba a verlos por la noche. Al final, construimos un pasaje entre las dos casas para que Monica y el niño pudieran moverse libremente sin miedo a ser descubiertos. No sabíamos quién podía estar vigilando. A los rusos les hubiese encantado pillarlo y hacer que se pasara a su bando.

– ¿Cómo se llamaba el niño?

– Peter.

– ¿Y el agente que se casó con Monica Radek? Por favor, díganos su nombre, Adrian.

– Creo que ya sabe su nombre, Gabriel. -Carter vaciló, y después añadió-: Se llamaba Metzler.

– Peter Metzler, el hombre que está a punto de convertirse en el canciller de Austria, es el hijo de un criminal de guerra nazi llamado Erich Radek, y Eli Lavon estaba dispuesto a descubrirlo.

– Eso parece.


– A mí me parece un excelente motivo para un asesinato, Adrian.

– Bravo, Gabriel -exclamó Carter-. Pero ¿qué puede hacer al respecto? ¿Convencer a los austriacos de que presenten cargos contra Radek? Buena suerte. ¿Publicar que Peter Metzler es el hijo de Radek? Si lo hace, también hará público que Radek era nuestro hombre en Viena. Pondrá a la agencia en una situación muy comprometida, precisamente en un momento en que está librando una campaña global contra unas fuerzas que desean destruir mi país y el suyo. También conseguirá que se congelen las relaciones entre su servicio y el mío en un momento en que necesitan desesperadamente nuestro apoyo.

– A mí eso me suena a una amenaza, Adrian.

– No, sólo es un buen consejo. Es pura Realpolitik. Déjelo correr. Mire en otra dirección. Espere a que se muera y olvídese de todo lo que pasó.

– No -exclamó Shamron. Carter miró a Shamron.

– ¿Por qué estaba seguro de que ésa sería tu respuesta?

– Porque soy Shamron, y nunca olvido.

– Entonces supongo que necesitamos encontrar una manera de resolver esta situación sin que mi servicio acabe hundido en el fango. -Carter consultó su reloj-. Se está haciendo tarde. Tengo hambre. ¿Cenamos?


Durante la hora siguiente, mientras cenaban pato asado y arroz salvaje en un comedor iluminado con velas, no se mencionó el nombre de Erich Radek. Shamron siempre decía que había un ritual en asuntos como éste, un ritmo que no se podía interrumpir o acelerar. Había una hora para la negociación y otra para sentarse y disfrutar de la compañía de un compañero de viaje, quien, cuando todo estaba dicho y hecho, por lo general siempre deseaba lo mejor para ti.

Por eso, tras un leve aliento de Carter, Shamron se encargó de entretener a sus compañeros de mesa e interpretó su papel a la perfección. Narró historias de tránsitos nocturnos por territorios hostiles; de secretos robados y enemigos vencidos; de los fiascos y las calamidades que acompañan a cualquier carrera, sobre todo a una tan larga y azarosa como la suya. Carter, hechizado, dejó el tenedor y se calentó las manos con el fuego de Shamron. Gabriel observaba el encuentro silenciosamente desde su sitio, al final de la mesa. Sabía que estaba siendo testigo de un reclutamiento, y Shamron siempre decía que un reclutamiento perfecto es en el fondo una seducción perfecta. Comienza con unos pocos coqueteos, la confesión de sentimientos de los que es mejor no hablar. Sólo cuando el terreno está bien abonado se siembra la semilla de la traición.

Shamron, entre el pastel de manzana y el café, comenzó a hablar no de sus hazañas, sino de sí mismo: de su infancia en Polonia; del violento antisemitismo polaco; de los nubarrones que venían de la Alemania nazi.

– En 1936, mis padres decidieron que debía abandonar Polonia para ir a Palestina. Ellos se quedarían, con mis dos hermanas mayores, para ver si las cosas mejoraban. Como muchos otros, esperaron demasiado tiempo. En setiembre de 1939 escuchamos en la radio que los alemanes habían invadido Polonia. En aquel momento supe que nunca más volvería a ver a mi familia.

Shamron permaneció en silencio durante un momento. Le temblaban un poco las manos cuando encendió un cigarrillo. Había sembrado la semilla. No necesitaba más palabras para conseguir su objetivo. No se marcharía de esa casa sin Erich Radek en el bolsillo, y Adrian Carter lo ayudaría.


Cuando volvieron a la sala para la sesión de la noche, habían colocado un magnetófono en la mesita de centro, delante del sofá. Carter, sentado de nuevo en su butaca junto al fuego, cargó la pipa con tabaco inglés. Encendió una cerilla y, con la boquilla entre los dientes, señaló el magnetófono con un gesto y le pidió a Gabriel que hiciera los honores. Gabriel puso en marcha el aparato. Dos hombres hablaban en alemán, uno con acento suizo de Zurich, el otro vienés. La había escuchado una semana antes, en el café Central. La voz pertenecía a Erich Radek.


– A fecha de hoy, el valor total de la cuenta es dos mil quinientos millones de dólares. Aproximadamente, unos mil millones, en efectivo, se reparten en partes iguales entre dólares y euros. El resto del dinero está invertido: títulos, bonos, acciones y propiedades inmobiliarias.


Diez minutos más tarde, Gabriel apagó el aparato. Carter vació la ceniza de la pipa y la cargó de nuevo lentamente. -La conversación tuvo lugar en Viena la semana pasada -dijo Carter-. El banquero es un hombre llamado Konrad Becker. Es de Zurich.

– ¿Qué hay de la cuenta? -preguntó Gabriel.

– Después de la guerra, miles de nazis buscaron refugio en Austria. Llevaron con ellos varios cientos de millones de dólares conseguidos a través del saqueo: oro, dinero en efectivo, obras de arte, joyas, alfombras, tapices, cuberterías. Escondieron el botín por todos los Alpes. Muchos de aquellos nazis querían resucitar el Reich y deseaban utilizar lo robado para conseguir dicha meta. Un pequeño grupo comprendió que los crímenes de Hitler eran de tal magnitud que sería necesario que pasara toda una generación o más antes de que el nacionalsocialismo volviera a ser políticamente viable. Decidieron depositar una enorme suma de dinero en un banco de Zurich y establecieron unas disposiciones un tanto curiosas. La cuenta sólo se podría activar con una carta del canciller austriaco. Creían que la revolución había comenzado en Austria con Hitler y que Austria sería el lugar de su renacimiento. Sólo cinco hombres conocían el número y la contraseña de la cuenta. Cuatro de ellos murieron. Cuando el quinto cayó enfermo, buscó a alguien para que se convirtiera en el depositario.

– Erich Radek.

Carter asintió. Hizo una pausa para encender la pipa.

– Radek está muy cerca de conseguir su canciller, pero nunca verá ni un céntimo del dinero. Nos enteramos de la existencia de la cuenta hace unos años. Cerrar los ojos a su pasado en 1945 era una cosa, pero no estábamos dispuestos a dejar que se hiciera con una cuenta de dos mil quinientos millones de dólares obtenidos con el Holocausto. Así que actuamos discretamente contra Herr Becker y su banco. Radek todavía no lo sabe, pero ha perdido ese dinero para siempre.

Gabriel rebobinó la cinta hasta encontrar el trozo que le interesaba y luego la puso en marcha.


– Sus camaradas estipularon unas generosas recompensas para todos aquellos que los ayudaron en esta empresa. Pero me temo que ha habido unas complicaciones inesperadas.

– ¿Qué clase de complicaciones?

– Al parecer, varias de las personas que debían recibir parte del dinero han muerto recientemente en circunstancias misteriosas…


Gabriel miró a Carter para pedirle una explicación.

– Los hombres que abrieron la cuenta querían recompensar a los individuos y las instituciones que habían ayudado a los nazis fugitivos después de la guerra. Radek consideró que era un sentimentalismo estúpido. No tenía el menor deseo de poner en marcha una entidad de beneficencia. No podía cambiar las disposiciones, así que cambió las circunstancias.

– ¿Enrique Calderón y Gustavo Estrada figuraban entre las personas que recibirían dinero de la cuenta?

– Veo que se enteró de muchas cosas durante las horas que estuvo con Alfonso Ramírez. -Carter le dedicó una sonrisa culpable-. Lo tuvimos vigilado en Buenos Aires.

– Radek es un millonario que no vivirá mucho más -señaló Gabriel-. Lo que menos necesita es dinero.

– Al parecer, lo que pretende es darle la mayor parte de la cuenta a su hijo.

– ¿Qué hará con el resto?

– Se lo traspasará a su agente más importante, para que continúe adelante con las intenciones originales de las personas que abrieron la cuenta. -Carter hizo una pausa-. Creo que dicha persona y usted ya se conocen. Se llama Manfred Kruz.

La pipa de Carter se había apagado. Miró el cuenco, frunció el entrecejo y la encendió de nuevo.

– Esto nos lleva de nuevo al punto de partida. -Carter exhaló una nube de humo hacia Gabriel-. ¿Qué hacemos con Erich Radek? Si pide a los austriacos que lo lleven a juicio, se tomarán todo el tiempo del mundo y esperarán a que se muera. Si secuestra a un viejo austriaco en las calles de Viena y se lo lleva a Israel para que lo juzguen, se encontrará con la mierda hasta las orejas. Si cree que ahora tiene problemas con los europeos, se multiplicarán si se lo lleva. Por otro lado, si lo juzgan, la defensa no vacilará en denunciar nuestras relaciones con él. Por lo tanto, ¿qué hacemos, caballeros?

– Quizá haya una tercera vía -apuntó Gabriel.

– ¿Cuál?

– Convencer a Radek para que viaje a Israel por propia voluntad.

Carter miró a Gabriel con una expresión del más vivo escepticismo.

– ¿Cómo cree que podríamos convencer de eso a un cabronazo de primera como Erich Radek?


Discutieron durante horas. Era el plan de Gabriel, así que le tocaba delinearlo y defenderlo. Shamron aportó algunas sugerencias muy valiosas. Carter acabó por olvidarse de las pegas y se pasó al bando de Gabriel. La audacia del plan le atraía. En su agencia probablemente hubiesen fusilado al agente que se hubiese atrevido a proponer algo tan poco ortodoxo.

– Todos los hombres tienen un punto débil -afirmó Gabriel.

Radek, a través de sus acciones, había demostrado tener dos: la codicia por el dinero oculto en la cuenta de Zurich, y la ambición de ver a su hijo convertido en canciller de Austria. Gabriel sostuvo que era lo segundo lo que había llevado a Radek a atentar contra Eli Lavon y Max Klein. Radek no quería ver a su hijo salpicado por sus acciones pasadas y había demostrado que estaba dispuesto a hacer lo que fuera por protegerlo. Sería un trago muy amargo -hacer un trato con un hombre que no tenía ningún derecho a pedir concesiones- pero era moralmente justo y produciría el objetivo deseado: Erich Radek entre rejas por los crímenes cometidos contra el pueblo judío. El tiempo era el factor crítico. Faltaban menos de tres semanas para las elecciones. Radek debía estar en manos de los israelíes antes de que se depositara el primer voto en las urnas de Austria. De lo contrario, perderían todas sus ventajas.

A medida que se acercaba la madrugada, Carter planteó la pregunta que le había intrigado desde el momento en que había recibido el primer informe de la investigación de Gabriel: ¿Por qué? ¿Por qué Gabriel, un asesino del servicio israelí estaba tan decidido a que Radek pagara por sus crímenes después de tantos años?

– Le contaré una historia, Adrian -respondió Gabriel con una voz repentinamente tan distante como su mirada-. En realidad, creo que será mejor que ella misma se la cuente.

Le entregó a Carter una copia del testimonio de su madre. Carter, sentado junto a la chimenea, donde sólo quedaban rescoldos, lo leyó de principio a fin sin decir palabra. Cuando acabó de leer la última página y miró a Gabriel, había lágrimas en sus ojos.

– Irene Allon es su madre, ¿no?

– Era mi madre. Murió hace años.

– ¿Cómo puede estar tan seguro de que el hombre de las SS era Radek?

Gabriel le habló de las pinturas de su madre.

– Por lo tanto, entiendo que será usted quien se encargará de negociar con Radek. ¿Qué pasará si rechaza cooperar? ¿Qué hará entonces, Gabriel?

– No tendrá mucho para elegir, Adrian. Lo mire por donde lo mire, Erich Radek no volverá a pisar Viena.

Carter le devolvió la copia del testimonio.

– Es un plan excelente. Pero ¿lo aceptará su primer ministro?

– Estoy seguro de que se levantarán voces en contra -manifestó Shamron.

– ¿Lev?

– Sí. Mi participación le dará todos los motivos que necesita para vetarlo. Sin embargo, creo que Gabriel será capaz de convencer al primer ministro y ponerlo de nuestro lado.

– ¿Yo? ¿Quién ha dicho que yo me encargaré de hablar con el primer ministro?

– Lo he dicho yo -replicó Shamron-. Además, si has conseguido convencer a Carter para que te sirva a Radek en bandeja, sin duda convencerás al primer ministro para que participe en el festín. Es un hombre con un apetito insaciable.

Carter se levantó de su silla y se desperezó antes de acercarse a paso lento a la ventana. Parecía un cirujano que se ha pasado toda la noche en el quirófano sólo para conseguir un resultado dudoso. Descorrió las cortinas. La luz gris del alba entró en la habitación.


– Hay un último punto que debemos discutir antes de marcharnos a Israel -dijo Shamron.

Carter se volvió. Su silueta se recortó en el cristal.

– ¿El dinero?

– ¿Qué pensáis hacer con todo ese dinero?

– Todavía no hemos llegado a una decisión definitiva.

– Yo sí. Dos mil quinientos millones de dólares es el precio que pagaréis por haber empleado a un hombre como Erich Radek cuando sabíais que era un asesino y un criminal de guerra. Se los robaron a los judíos cuando los llevaban a las cámaras de gas, y quiero recuperados.

Carter se volvió de nuevo para mirar el prado cubierto de nieve.

– Eres un artista del chantaje, Ari Shamron.

Shamron se levantó y se puso el abrigo.

– Ha sido un placer hacer negocios contigo, Adrian. Si en Jerusalén va todo según el plan, nos volveremos a ver en Zurich dentro de cuarenta y ocho horas.

29

JERUSALÉN

La reunión estaba convocada para las diez de la noche. Shamron, Gabriel y Chiara, cuyo vuelo había aterrizado con retraso debido a una tormenta, consiguieron llegar cuando faltaban dos minutos después de un terrorífico viaje en coche desde el aeropuerto Ben Gurion, sólo para que un secretario les informara de que el primer ministro llegaría tarde. A juzgar por el aspecto de la antesala, que parecía haberse convertido en un refugio improvisado después de una catástrofe, se estaba viviendo una más de las sempiternas crisis en la coalición de gobierno. Gabriel contó no menos de cinco miembros del gabinete, cada uno rodeado por una comitiva de secretarios y acólitos. Todos se gritaban los unos a los otros a voz en cuello, como los parientes que discuten en una boda, y una espesa nube de humo de tabaco flotaba en el aire.

El secretario los llevó a una habitación reservada para el personal de inteligencia y seguridad, y cerró la puerta. Gabriel sacudió la cabeza.

– La democracia israelí en acción.

– Te lo creas o no, esta noche la cosa está bastante calmada. Por lo general es mucho peor.

Gabriel se dejó caer en una silla. Acababa de darse cuenta de que no se había duchado ni mudado de ropa en dos días. Aún tenía el pantalón manchado con la tierra del cementerio de Puerto Blest. Cuando se lo comentó a Shamron, el viejo sonrió.

– Estar sucio con la tierra de Argentina añadirá credibilidad a tu mensaje -afirmó Shamron-. El primer ministro es un hombre que sabe apreciar esas cosas.

– Nunca he informado antes a un primer ministro, Ari. Hubiese preferido tener al menos la oportunidad de ducharme.

– Lo que pasa es que estás nervioso. -Shamron parecía encontrarlo divertido-. No creo haberte visto nervioso en tu vida. Al final resultará que eres humano.

– Por supuesto que estoy nervioso. Es un loco.

– La verdad es que él y yo tenemos un temperamento muy parecido.

– ¿Se supone que eso debería tranquilizarme?

– ¿Puedo darte un consejo?

– Si es necesario.

– Le gustan las historias. Cuéntale una buena historia.

Chiara se sentó en el brazo de la silla de Gabriel.

– Cuéntasela al primer ministro de la misma manera que me la contaste a mí en Roma -dijo en voz baja.

– En aquel momento te tenía entre mis brazos -replicó Gabriel-. Algo me dice que la reunión de esta noche será un poco más formal. -Sonrió-. Al menos, eso espero.

Era casi medianoche cuando el secretario asomó la cabeza en la sala de espera para anunciar que el primer ministro los recibiría. Gabriel y Shamron se levantaron. Chiara permaneció sentada. Shamron se volvió a medio camino de la puerta.

– ¿A qué esperas? El primer ministro nos está esperando.

– Sólo soy una bat leveyha -protestó la muchacha con una expresión de asombro-. No vaya entrar para informar al primer ministro. Dios, si ni siquiera soy israelí.

– Has arriesgado tu vida en defensa de este país -afirmó Shamron sin inmutarse-. Tienes todo el derecho a estar en su presencia.

Entraron en el despacho del primer ministro. Era una habitación grande y muy sencilla, a oscuras, excepto por la zona de luz alrededor de la mesa. Lev se las había apañado para entrar antes que ellos. Su cráneo pelado y huesudo brillaba con la luz, y apoyaba su desafiante barbilla sobre las manos cruzadas. Se levantó con desgana para estrechar las manos de los visitantes. Shamron, Gabriel y Chiara se sentaron. El cuero de las sillas aún mantenía el calor de los anteriores ocupantes.

El primer ministro estaba en mangas de camisa y parecía fatigado después de largas horas de discusiones políticas. Era, como Shamron, un guerrero implacable. Cómo se las apañaba para gobernar un gallinero tan revuelto como Israel era algo milagroso. Su mirada se fijó en Gabrie1. Shamron ya estaba habituado. La sorprendente apariencia de Gabriel era la única cosa que había inquietado a Shamron cuando lo había reclutado para la operación Ira de Dios. La gente solía fijarse en Gabriel.

El primer ministro y Gabriel ya se habían encontrado una vez aunque en circunstancias muy diferentes. El primer ministro era el jefe del Estado Mayor israelí en abril de 1988 cuando Gabriel, acompañado por un equipo de comandos, había entrado en una casa en Túnez para asesinar a Abu Jihad, el número dos de la OLP, delante de su esposa e hijos. El primer ministro había estado a bordo de un avión de comunicaciones especiales, que sobrevolaba el Mediterráneo, con Shamron a su lado. Había escuchado el relato del asesinato a través del transmisor de Gabriel. También había escuchado cómo Gabriel, después del asesinato, empleaba unos preciosos segundos en consolar a la aterrorizada esposa y a una de las hijas de Abu Jihad, que había presenciado la ejecución. Gabriel había rechazado la condecoración. Ahora, el primer ministro quería conocer la razón.

– No me pareció apropiado, primer ministro, dadas las circunstancias.

– Abu Jihad tenía las manos manchadas con mucha sangre judía. Merecía morir.

– Sí, pero no delante de su esposa y sus hijos.

– Él escogió esa vida -señaló el primer ministro-. Su familia no tendría que haber estado allí. -Entonces, como si de pronto se hubiese dado cuenta de que había entrado en un campo de minas, intentó salir de puntillas. Su envergadura y su brusquedad natural no le permitían una salida graciosa, así que optó por cambiar de tema sin más explicaciones-. Shamron dice que quiere secuestrar a un nazi.

– Sí, primer ministro.

El político levantó las manos como si dijera: «Cuénteme de qué se trata.»


Si Gabriel estaba nervioso, no lo demostró. La exposición fue clara, concisa y muy segura. El primer ministro, famoso por el maltrato que daba a sus subordinados, lo escuchaba con la máxima atención. Al llegar a la descripción del atentado que había sufrido en Roma, se inclinó hacia adelante, con una expresión tensa. La confesión de Adrian Carter referente a la participación norteamericana provocó su cólera. Cuando llegó el momento de presentar las pruebas documentales, Gabriel se situó junto al primer ministro y las fue dejando una tras otra sobre la mesa. Shamron permanecía sentado, con las manos aferradas a los brazos de la silla, como un hombre que lucha por mantener el voto de silencio. Lev parecía estar sosteniendo una competición de miradas con el gran retrato de Theodor Herzl que colgaba de la pared de detrás del primer ministro. Tomaba notas con una estilográfica de oro y en una ocasión consultó su reloj con grandes aspavientos.

– ¿Podemos pillarlo? -preguntó el primer ministro, y luego añadió-: ¿Sin que se monte un escándalo mayúsculo?

– Sí, señor, creo que podemos.

– Explíqueme cómo piensa hacerlo.

Gabriel no escatimó detalles. El primer ministro lo escuchó en silencio, con las manos regordetas cruzadas sobre la mesa. Asintió una vez que Gabriel acabó la explicación y miró a Lev. -Supongo que es aquí donde no estáis de acuerdo.

Lev, el recalcitrante tecnócrata, se tomó un momento para organizar sus pensamientos. Su respuesta fue desapasionada y metódica. De haber habido una manera de utilizar una pizarra, Lev no hubiese vacilado en levantarse y, puntero en mano, hablar hasta que amaneciera. Como no la había, permaneció sentado y no tardó en aburrirlos a todos con su cháchara. Abusaba de las pausas, y en todas ellas formaba una capilla con los dedos y los besaba con sus labios exangües.

«Un impresionante trabajo de investigación», comentó Lev, en un reconocimiento indirecto de la capacidad de Gabriel, pero ahora no era el momento de desperdiciar un tiempo precioso y el capital político en ajustar cuentas con viejos nazis. Los fundadores del servicio, excepto en el caso de Eichmann, se resistían al deseo de cazar a los autores de la Shoah porque tenían claro que los apartaría del objetivo principal del servicio: la protección del Estado de Israel. Los mismos principios seguían siendo válidos ahora. Detener a Radek en Viena provocaría una airada reacción en Europa, donde el apoyo a Israel pendía de un hilo. También pondría en peligro a la pequeña e indefensa comunidad judía de Austria, donde los movimientos antisemitas eran cada vez más fuertes. «¿Qué haremos cuando ataquen a los judíos en las calles? ¿Creéis que las autoridades austriacas levantarán un dedo para impedido?» Finalmente, jugó su as. «¿Por qué Israel debe asumir la responsabilidad de juzgar a Radek?» Que lo hicieran los austriacos. En cuanto a los norteamericanos, que cada uno cargue con su cruz. Había que denunciar a Radek y a Metzler, y apartarse del tema. De esta manera las consecuencias serían mucho menores que las derivadas de un secuestro.

El primer ministro reflexionó durante unos segundos, y después miró a Gabriel.

– ¿Hay alguna duda de que Ludwig Vogel no sea Radek?

– Ninguna en absoluto, primer ministro.

El jefe del gabinete se volvió hacia Shamron.

– ¿Estamos seguros de que los norteamericanos no se cabrearán?

– Los norteamericanos tienen tanto interés como nosotros en resolver este asunto.

El primer ministro miró los documentos por un instante antes de dar a conocer su decisión.

– El mes pasado hice una gira por Europa. Mientras estaba en París visité una sinagoga que habían incendiado hacía unas semanas. Al día siguiente uno de los periódicos franceses publicó un editorial donde se me acusaba de aprovecharme de los ataques antisemitas y de la memoria del Holocausto para mis fines políticos. Quizá sea éste el momento de recordarle al mundo por qué habitamos en esta tierra, rodeados de enemigos que tenemos que combatir cada día para sobrevivir. Traed a Radek aquí. Dejemos que le hable al mundo de los crímenes que cometió para ocultar la Shoah. Puede que así consigamos silenciar de una vez para siempre a todos aquellos que hablan de una conspiración inventada por hombres como Ari y yo para justificar nuestra existencia.

Gabriel carraspeó.


– Le aseguro que no se trata de una cuestión política, primer ministro -dijo-. Es de justicia.

El primer ministro sonrió ante la inesperada réplica.

– Es verdad, Gabriel, es de justicia, pero a menudo la justicia y la política van de la mano, y cuando la justicia puede servir a las necesidades de la política, no hay nada inmoral en ello.

Lev, después de perder el primer asalto, intentó hacerse con la victoria en el segundo, tratando de asumir el control de la operación. Shamron sabía que su objetivo seguía siendo el mismo: abortarla. Desafortunadamente para Lev, también lo sabía el primer ministro.

– Fue Gabriel quien nos ha traído hasta aquí. Que sea Gabriel quien lo acabe.

– Con el debido respeto, primer ministro, Gabriel es un kidon, el mejor de todos, pero no es un planificador, que es exactamente lo que necesitamos.

– Su plan de operaciones me parece muy bueno.

– Sí, pero ¿podrá prepararlo y ejecutarlo?

– Tendrá a Shamron mirando por encima de su hombro todo el tiempo.

– Eso es lo que más me asusta -declaró Lev con un tono desabrido.

El primer ministro se levantó. Los demás lo imitaron.

– Traiga a Radek aquí. Haga lo que sea necesario, pero ni se le ocurra montar un follón en Viena. Nada de sangre, ni ataques cardiacos. Atrápelo limpiamente. -Miró a Lev-. Ocúpese de que tengan todos los recursos necesarios. No crea que no se hundirá en la mierda porque ha votado contra el plan. Si Gabriel y Shamron se hunden, se hundirá con ellos. Así que nada de toda esa mierda burocrática. Están todos en el mismo barco. Shalom.


El primer ministro sujetó a Shamron del brazo en cuanto salieron y lo empujó contra un rincón. Apoyó una mano en la pared por encima del hombro de Shamron para cerrarle cualquier vía de escape.

– ¿Crees que el chico dará la talla, Ari?

– Ya no es un chico, primer ministro.

– Lo sé, pero ¿puede hacerla? ¿Será capaz de convencer a Radek para que venga aquí?


– ¿Ha leído el testimonio de su madre?

– Sí, y sé lo que haría si estuviese en su lugar. Le pegaría un balazo en la cabeza al muy cabrón, como hizo Radek con tantos otros, y me quedaría tan contento.

– En su opinión, ¿hacerla sería justo?

– Hay una justicia para los hombres civilizados, la justicia que dispensan los jueces en los tribunales, y después está la justicia de los profetas. La justicia de Dios. ¿Cómo se puede administrar justicia para unos crímenes tan enormes? ¿Cuál sería el castigo apropiado? ¿Cadena perpetua? ¿Una ejecución indolora?

– La verdad, primer ministro. Algunas veces, la mejor venganza es la verdad.

– ¿Qué pasará si Radek no acepta el trato? Shamron se encogió de hombros.

– ¿Me está dando instrucciones?

– No quiero otro caso Demjanjuk. No quiero otro juicio del Holocausto convertido en un espectáculo de circo. Sería mucho mejor que Radek sencillamente desapareciera.

– ¿Desapareciera, primer ministro?

El primer ministro exhaló un fuerte suspiro directamente en el rostro de Shamron.

– ¿Estás seguro de que es él, Ari?

– No hay ninguna duda.

– Entonces, si es preciso, cárgatelo.

Shamron se miró los pies pero sólo vio la barriga del primer ministro.

– Nuestro Gabriel lleva una pesada carga. Me temo que se la puse sobre los hombros en 1972. No está para cometer otro asesinato.

– Erich Radek puso esa carga sobre Gabriel mucho antes de que tú aparecieras, Ari. Ahora Gabriel tendrá una oportunidad para descargar una parte. Te diré bien claro lo que quiero. Si Radek no acepta venir aquí, dile al príncipe de fuego que lo mate y que deje que los perros laman su sangre.

30

VIENA

Medianoche en el primer distrito, una calma sepulcral, un silencio que sólo Viena puede producir, un majestuoso vacío. A Kruz le resultaba agradable. La sensación no duró mucho. Era muy poco habitual que el viejo lo llamara a su casa y nunca lo había sacado de la cama en mitad de la noche para tener una reunión. Dudaba mucho que fueran buenas noticias.

Miró a lo largo de la calle y no vio nada fuera de lo normal. Una mirada por el retrovisor le confirmó que no lo habían seguido. Se bajó del coche y caminó hasta la verja de la imponente mansión del viejo. En la planta baja, las luces estaban encendidas detrás de las cortinas. Una única luz brillaba en el primer piso. Kruz tocó el timbre. Tenía la sensación de que lo vigilaban, algo apenas perceptible, como un soplo en la nuca. Miró por encima del hombro. Nada.

Acercó de nuevo la mano al timbre, pero antes de que pudiera tocarlo, se oyó un zumbido y el chasquido del cerrojo. Abrió la verja. Cuando llegó al porche, ya habían abierto la puerta principal y había un hombre en el umbral con la chaqueta desabrochada y el nudo de la corbata flojo. No hizo ningún esfuerzo por ocultar la cartuchera de cuero negro con la pistola Glock. Kruz no se alarmó. Conocía muy bien al hombre. Se trataba de un antiguo agente de la Staatspolizei llamado Klaus Halder. Había sido Kruz quien lo había reclutado como guardaespaldas del viejo. Halder sólo lo acompañaba cuando el viejo salía o esperaba visitas. Su presencia a medianoche era, como la llamada a la casa de Kruz, una mala señal.

– ¿Dónde está?

Halder miró hacia el suelo sin decir palabra. Kruz se desabrochó el cinturón de la gabardina y entró en el despacho del viejo. Apartó el falso tabique. El pequeño ascensor, con la cabina en forma de cápsula, estaba allí. Entró y apretó el botón de bajada. El descenso sólo duró unos segundos y la puerta se abrió directamente a una pequeña habitación subterránea decorada con suaves tonos amarillos y dorados, acordes con el gusto barroco del dueño de la casa. Los norteamericanos habían mandado construirla para él con el fin de que pudiera mantener sus importantes reuniones secretas sin temor a que los rusos lo espiaran. También habían construido el pasadizo al que se llegaba por una puerta blindada con una cerradura de combinación. Kruz era una de las pocas personas en Viena que sabían dónde desembocaba el pasadizo y quién vivía en la casa del otro extremo.

El viejo estaba sentado detrás de una mesa pequeña, con una copa entre las manos. Kruz se dio cuenta de que estaba inquieto por la forma en que hacía girar la copa: dos vueltas a la derecha, dos a la izquierda. Derecha, derecha, izquierda, izquierda. Un hábito extraño, pensó Kruz. Amenazador a más no poder. Tenía claro que era un hábito correspondiente a una vida anterior, en otro mundo. Una imagen apareció en la mente de Kruz: un comisario soviético encadenado a la mesa de interrogatorios, el viejo sentado al otro lado, yestido de negro de pies a cabeza, que giraba su copa a un lado y al otro mientras miraba a la presa con sus insondables ojos azules. A Kruz se le encogió el corazón. Los pobres diablos probablemente se cagaban en los pantalones incluso antes de que las cosas se pusieran difíciles.

El viejo lo miró. Dejó de girar la copa. La fría mirada se fijó en la pechera de la camisa de Kruz. El policía bajó la mirada y vio que estaba mal abrochada. Se había vestido en la oscuridad para no despertar a su esposa. El viejo le señaló una silla. Kruz se arregló la camisa y se sentó. Volvieron los giros, dos vueltas a la derecha, dos a la izquierda. Derecha, derecha, izquierda, izquierda.

Le habló sin más preámbulos. Fue como si reanudaran una conversación interrumpida por una llamada a la puerta. En las últimas setenta y dos horas se habían organizado, dijo el viejo, dos atentados contra la vida del israelí, el primero en Roma, el segundo en Argentina. Por desgracia, el israelí había sobrevivido a ambos. En Roma se había salvado por la intervención de un compañero de la inteligencia israelí. En Argentina, las cosas habían sido más complicadas. Había pruebas que sugerían la participación de los norteamericanos.

Kruz, naturalmente, tenía preguntas. En circunstancias normales se hubiera callado a la espera de que el viejo acabara de hablar. Ahora, cuando sólo hacía media hora que lo habían sacado de su cama, no estaba de humor para andarse con rodeos.

– ¿Qué estaba haciendo el israelí en Argentina?

El rostro del viejo pareció congelarse, y sus manos se inmovilizaron. Kruz había cruzado la raya, el límite que separaba lo que sabía del pasado del viejo y lo que nunca sabría. Sintió cómo se le oprimía el pecho con la fuerza de aquella mirada. No era algo habitual conseguir que se enfadase un hombre capaz de organizar dos intentos de asesinato en dos continentes en un plazo de setenta y dos horas.

– No es necesario que sepas por qué el israelí estaba en Argentina, ni siquiera que estaba allí. Sólo necesitas saber que este asunto ha tomado un giro peligroso. -Comenzó de nuevo a jugar con la copa-. Como puedes suponer, los norteamericanos lo saben todo. Mi verdadera identidad, lo que hice durante la guerra. Fue imposible ocultado. Éramos aliados. Trabajábamos juntos en la gran cruzada contra el comunismo. En el pasado, siempre conté con su discreción, no por ningún sentido de lealtad hacia mí, sino por el simple miedo a la vergüenza pública. No me hago ilusiones, Manfred. Para ellos soy como una puta. Me vinieron a buscar cuando estaban solos y necesitados, pero ahora que se ha acabado la guerra fría, soy como una mujer a la que prefieren olvidar. Si ahora están colaborando con los israelíes… -No acabó la frase-. ¿Ves adónde quiero ir a parar, Manfred?

Kruz asintió.

– Supongo que saben lo de Peter, ¿no?

– Lo saben todo. Tienen el poder para destruirme a mí, y a mi hijo, pero sólo si están dispuestos a aceptar el dolor de herirse a ellos mismos. Antes tenía la seguridad de que nunca se meterían conmigo. Ahora, no estoy seguro.

– ¿Qué quiere que haga?

– Mantén vigiladas las embajadas de Israel y Estados Unidos. Destina agentes para que sigan a todo el personal de inteligencia conocido. Controla los aeropuertos y las estaciones de ferrocarril. Ponte en contacto con tus informadores en los periódicos. Quizá se decidan por una filtración. No quiero que me pillen desprevenido.

Kruz miró la mesa y vio su reflejo en la pulida superficie.

– ¿Qué le diré al ministro cuando me pregunte por qué estoy dedicando tantos recursos a vigilar a los norteamericanos e israelíes?

– ¿Necesito recordarte lo que está en juego, Manfred? Lo que le digas al ministro no me interesa. Haz lo que te digo. No permitiré que Peter pierda estas elecciones. ¿Está claro?

Kruz miró a los despiadados ojos azules y de nuevo vio al hombre vestido de negro de la cabeza a los pies. Cerró los ojos y asintió.

El viejo acercó la copa a sus labios y, antes de beber, sonrió. Fue algo tan agradable como ver rajarse sin más un cristal. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un trozo de papel y lo dejó sobre la mesa. Kruz leyó lo que estaba escrito cuando el viejo le dio la vuelta al papel.

– ¿Qué es esto?

– Un número de teléfono.

– ¿Un número de teléfono? -repitió Kruz sin tocar el papel.

– Nunca se sabe cómo puede acabar una situación como ésta. Quizá sea necesario recurrir a la violencia. Es muy posible que yo no esté en posición de ordenar tales medidas. En ese caso, Manfred, te tocará asumir la responsabilidad.

Kruz cogió el papel con dos dedos y lo sostuvo en alto.

– ¿Quién responderá si marco este número?

El viejo sonrió.

– La violencia.

31

ZURICH

Herr Christian Zigerli, coordinador de eventos en el Gran Hotel Dolder, tenía mucho del establecimiento. Era un hombre digno, decidido y discreto, que disfrutaba de su posición porque le permitía mirar a los demás por encima del hombro. También era un hombre al que no le agradaban las sorpresas. Tenía la norma de exigir un aviso con setenta y dos horas de adelanto para las reservas y conferencias especiales, pero cuando Heller Enterprises y Systech Wireless expresaron el deseo de realizar las últimas negociaciones de la fusión en el Dolder, Herr Zigerli aceptó pasar por alto la norma a cambio de un recargo del quince por ciento. Podía acomodarse a las circunstancias si era necesario, pero el acomodo, como todo lo demás en el Dolder, tenía un precio muy elevado.

Heller Enterprises era la anfitriona, así que Heller se encargó de las reservas; no el viejo Rudolf Heller en persona, por supuesto, sino una de sus secretarias, una italiana que dijo llamarse Elena. Herr Zigerli tendía a formarse opinión de las personas rápidamente. Afirmaba que lo mismo hacía cualquier hotelero digno de ese nombre. No le gustaban los italianos en general, y la agresiva y exigente Elena no tardó en ganarse uno de los puestos más altos en su larga lista de clientes desagradables. Gritaba en el teléfono, a su juicio un pecado mortal, y parecía creer que el mero hecho de gastar grandes cantidades del dinero de su patrón le daba derecho a ciertos privilegios. Parecía conocer bien el hotel -algo curioso dado que Herr Zigerli, que tenía la memoria de un elefante, no recordaba que hubiese sido nunca huésped del Dolder- y era terriblemente específica en sus exigencias. Quería cuatro suites contiguas cerca de la terraza que daba al campo de golf, con buenas vistas al lago. Cuando Zigerli le comunicó que no era posible -dos y dos, o tres y una, pero no cuatro seguidas- la mujer preguntó si no podía cambiar a los huéspedes a otras habitaciones. «Lo siento -respondió el hotelero-, pero Dolder no tiene la costumbre de convertir a los huéspedes en refugiados.» Elena acabó por aceptar tres suites contiguas y una cuarta un poco más allá. «Las delegaciones llegarán mañana a las dos de la tarde -dijo-. Tomarán una comida de trabajo ligera.» A esto siguió una discusión de diez minutos para definir qué era «una comida de trabajo ligera».

Cuando acabaron de decidir el menú, Elena planteó otra exigencia. Llegaría cuatro horas antes que las delegaciones, acompañada por el jefe de seguridad de Heller, para inspeccionar las habitaciones. Acabadas las inspecciones, el personal del hotel no podría entrar sin la escolta de los agentes de seguridad de Heller. Herr Zigerli suspiró y accedió, luego colgó el teléfono y, con la puerta del despacho cerrada con llave, realizó una serie de ejercicios de respiración para calmar sus nervios.

La mañana de las negociaciones amaneció nublada y fría. Las majestuosas torres del Dolder estaban envueltas por una densa niebla helada, y el asfalto del camino brillaba como si fuese granito negro pulido. Herr Zigerli montaba guardia en el vestíbulo, junto a las brillantes puertas de cristal, con los pies separados la distancia de los hombros, las manos a los costados, preparado para la batalla. «Llegará tarde -pensó-. Siempre lo hace. Querrá más habitaciones. Querrá cambiar el menú. Será horrible.»

Un Mercedes negro apareció en el camino y se detuvo delante de la entrada. Herr Zigerli miró discretamente su reloj. Las diez en punto. Impresionante. El portero abrió la puerta de atrás y apareció una bota negra -Bruno Magli, observó Zigerli- seguida por una rodilla y un muslo perfectos. Herr Zigerli se balanceó sobre las puntas de los pies y se pasó una mano por el pelo. Había visto a muchas mujeres hermosas atravesar la famosa entrada del Dolder, pero muy pocas lo habían hecho con más gracia o estilo que la bella Elena, de Heller Enterprises. Llevaba la larga cabellera cobriza sujeta con un broche en la nuca y la piel era de color miel. Sus ojos castaños tenían reflejos dorados y parecieron brillar cuando le estrechó la mano. Su voz, tan fuerte y antipática por teléfono, era ahora suave y sensual, como su acento italiano. Ella le soltó la mano y se volvió a su compañero de cara de palo.

– Herr Zigerli, éste es Oskar. Se encarga de la seguridád.

Aparentemente, Oskar no tenía apellido. Tampoco lo necesitaba, pensó Zigerli. Tenía el físico de un luchador, con el pelo rubio pajizo y unas pecas poco visibles en las anchas mejillas. Herr Zigerli, un avezado observador de la naturaleza humana, vio algo en Oskar que identificó. Se podía decir que era un compañero de tribu. Se lo imaginó, doscientos años antes, vestido como un hombre de los bosques, avanzando por un sendero de la Selva Negra. Como todos los hombres de seguridad expertos, Oskar dejaba que los ojos hablaran por él, y sus ojos le dijeron a Herr Zigerli que estaba ansioso por empezar su trabajo.

– Les enseñaré las habitaciones -dijo el hotelero-. Por favor, acompáñenme.

Herr Zigerli decidió hacerles subir la escalera en lugar de utilizar el ascensor. La escalera era una de las maravillas del Dolder, y Oskar, el hombre de los bosques, no parecía ser de aquellos que prefieren esperar al ascensor cuando hay una escalera que subir. Las habitaciones estaban en el cuarto piso. En el rellano, Oskar tendió la mano para coger las llaves electrónicas.

– Si no le importa, seguiremos solos. No es necesario que nos enseñe las habitaciones. Ya hemos estado antes en hoteles. -Un guiño, una amable palmadita en el brazo-. Sólo indíquenos el camino. No nos perderemos.

«Seguro que no», pensó Zigerli. Oskar era un hombre que inspiraba confianza en los demás hombres. Zigerli sospechaba que también en las mujeres. Se preguntó si la preciosa Elena -ya había comenzado a pensar en ella como su Elena- era una de las conquistas de Oskar. Puso las tarjetas en la palma de Oskar y le indicó el camino.


Herr Zigerli era un hombre muy aficionado a las máximas -«Un cliente callado es un cliente contento», figuraba entre sus favoritas- y, por lo tanto, interpretó el silencio en el cuarto piso como una prueba de que Elena y su amigo Oskar estaban satisfechos con las habitaciones. Esto complació a Herr Zigerli. Ahora le agradaba hacer feliz a Elena. Durante el resto de la mañana, mientras atendía sus cometidos, ella permaneció en su mente como el rastro del perfume que se le había quedado en la mano. Se encontró deseando la aparición de un problema, alguna ridícula queja que requiriera hablar con ella. Pero no la hubo, sólo el silencio de la satisfacción. Ahora ella tenía a su Oskar. No necesitaba al coordinador de eventos del mejor hotel de Europa. Herr Zigerli, una vez más, había hecho su trabajo demasiado bien.

No volvió a saber de ellos hasta las dos de la tarde, cuando se reunieron en el vestíbulo y formaron un grupo de bienvenida para las delegaciones. La nieve se arremolinaba en el exterior. Zigerli creía que el mal tiempo realzaba el encanto del viejo hotel: un magnífico refugio ante la tormenta, como la propia Suiza.

La primera limusina se detuvo frente a la entrada principal y descargó a dos pasajeros. Uno era Herr Rudolf Heller, un hombre pequeño y mayor, vestido con un excelente traje oscuro y corbata plateada. Los cristales de las gafas ligeramente tintados indicaban algún problema ocular; su paso enérgico daba la impresión de que, a pesar de su edad avanzada, era un hombre que podía cuidar de sí mismo. Herr Zigerli le dio la bienvenida al Dolder y le estrechó la mano. Parecía de piedra.

Le acompañaba el muy serio Herr Keppelmann. Era quizá unos veinticinco años más joven que Heller, con el pelo muy corto y canas en las sienes, y unos ojos muy verdes. Herr Zigerli había visto pasar a muchos guardaespaldas por el Dolder, y Herr Keppelmann tenía todo el aspecto de serlo. Tranquilo pero vigilante, silencioso como un ratón de iglesia, fuerte y de andar sigiloso. Los ojos, de color verde esmeralda, estaban en constante movimiento. Herr Zigerli miró a Elena y vio que la muchacha sólo tenía ojos para Herr Keppelmann. Quizá se había equivocado respecto a Oskar. Quizá el taciturno Keppelmann era el hombre más afortunado del mundo.

Más tarde llegaron los norteamericanos: Brad Cantwell y Shelby Somerset, el presidente ejecutivo y el director de operaciones de Systech Communications, Inc., de Reston, Virginia.

Tenían un aire de discreta sofisticación que Zigerli no estaba habituado a ver en los norteamericanos. No se mostraban excesivamente amistosos, ni tampoco gritaron hablando por teléfonos móviles cuando entraron en el vestíbulo. Cantwell hablaba el alemán con la misma perfección que Herr Zigerli y evitaba el contacto visual. Somerset era el más afable de los dos. El baqueteado blazer azul y la corbata a rayas un tanto arrugada lo identificaban como un antiguo alumno de una universidad cara del este, como también lo hacía su acento.

Herr Zigerli dijo unas cuantas frases de bienvenida y después se retiró discretamente a un segundo plano. Era algo que hacía maravillosamente bien. Mientras Elena se llevaba al grupo hacia la escalera, él entró en su despacho y cerró la puerta. Un grupo de hombres impresionantes, pensó. Esperaba grandes resultados de este encuentro. Su propia intervención en las gestiones, por pequeña que fuera, había sido realizada con precisión y discreta competencia. En el mundo actual, dichos atributos contaban poco, pero eran fundamentales en el pequeño reino de Herr Zigerli. Estaba seguro de que los hombres de Heller Enterprises y Systech Communications pensaban lo mismo.


En el centro de Zurich, en una tranquila calle cercana al lugar donde las aguas verdosas del Limmat desaguan en el lago, Konrad Becker estaba cerrando su banco privado cuando oyó el zumbido del teléfono de su despacho. Técnicamente, faltaban cinco minutos para la hora de cierre, pero se sintió tentado de dejar que respondiera el contestador automático. Sabía por experiencia que sólo los clientes problemáticos llamaban tan tarde, y había tenido un día difícil. Pero, como corresponde a todo buen banquero suizo, atendió la llamada.

– Becker y Puhl.

– Konrad, soy Shelby Somerset. ¿Cómo estás?

Becker tragó el nudo que se le había hecho inmediatamente en la garganta. Somerset era el nombre del norteamericano de la CIA; al menos ése era el nombre que usaba. Becker dudaba mucho de que fuese su verdadero nombre.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Somerset?

– Para empezar, podrías olvidarte de las formalidades, Konrad.


– ¿Y segundo?

– Puedes salir a la Tellstrasse y subir al asiento trasero del Mercedes plateado que te está esperando.

– ¿Por qué querría hacerlo?

– Queremos verte.

– ¿Adónde me llevará el Mercedes?

– A un lugar muy agradable, te lo aseguro.

– ¿Cómo debo ir vestido?

– Tal como vas vestido ahora será perfecto. Una cosa, Konrad.

– ¿Sí, señor Somerset?

– No se te ocurra hacerte el difícil. Esto va en serio. Baja. Sube al coche. Te estamos vigilando. Siempre te estamos vigilando.

– Qué tranquilidad, señor Somerset -dijo el banquero, pero el otro ya había colgado.


Veinte minutos más tarde, Herr Zigerli se encontraba en recepción. Vio que uno de los norteamericanos, Shelby Somerset, se paseaba con cierta inquietud delante de la entrada. Un momento más tarde, apareció un Mercedes plateado, y un hombre pequeño y calvo se apeó del coche. Mocasines Bally impecablemente lustrados, un maletín blindado. Un banquero, pensó Zigerli. Se hubiera jugado el sueldo. Somerset dedicó al recién llegado una sonrisa como si fuesen amigos de toda la vida y una palmada en el hombro. El hombre pequeño, a pesar del cálido saludo, tenía todo el aspecto de un reo al que van a ejecutar. Con todo, Herr Zigerli se dijo que las negociaciones iban viento en popa. Había llegado el hombre del dinero.


– Buenas tardes, Herr Becker. Es un placer verlo. Soy Heller. Rudolf Heller. Éste es mi socio, el señor Keppelmann. El hombre que está allí es nuestro socio norteamericano, Brad Canlwell. Como es obvio, no es necesario que le presente al señor Somerset.

El banquero parpadeó varias veces, y luego fijó su mirada en Shamron, como si pretendiera hacer un cálculo de su valor real. Sostenía el maletín delante de los genitales, como si esperara un ataque inminente.

– Mis socios y yo estamos a punto de embarcarnos en una aventura conjunta. El problema es que no podemos hacerla sin su ayuda. Es eso lo que hacen los banqueros, ¿no, Herr Becker? ¿Ayudar a que se cuajen grandes proyectos? ¿Ayudar a las personas a realizar sus sueños?

– Todo depende de la aventura, Herr Heller.

– Me hago cargo. -Shamron sonrió-. Por ejemplo, hace muchos años, un grupo de hombres acudió a usted. Eran alemanes y austriacos. Ellos también querían poner en marcha una gran empresa. Le entregaron una gran suma de dinero y le dieron la autorización para que la convirtiera en una suma todavía mayor. Usted lo hizo extraordinariamente bien. La convirtió en una montaña de dinero. Supongo que recordará a aquellos caballeros. Y doy por sentado que sabe de dónde consiguieron el dinero.

La mirada del banquero se endureció. Había llegado al final del cálculo del valor de Shamron.

– Usted es israelí.

– Prefiero pensar en mí mismo como ciudadano del mundo -replicó Shamron-. Vivo en muchos lugares, hablo los idiomas de muchos países. Mi lealtad, como mis intereses empresariales, no conocen fronteras. Estoy seguro de que usted, como suizo, comprende mi punto de vista.

– Lo comprendo, pero no me creo ni una sola palabra -dijo Becker.

– ¿Qué pasa si soy de Israel? -preguntó Shamron-. ¿Tendría alguna consecuencia en su decisión?

– La tendría.

– ¿Por qué?

– No me gustan los israelíes -declaró Becker sinceramente-. Ni tampoco los judíos.

– Lo lamento, Herr Becker, pero un hombre tiene derecho a sus opiniones, y no se lo reprocharé. Nunca dejo que la política se entrometa en los negocios. Necesito su ayuda para mi empresa y usted es la única persona que puede ayudarme.

Becker enarcó las cejas en una expresión interrogativa.

– ¿Cuál es exactamente la naturaleza de esa empresa, Herr Heller?


– La verdad es que se trata de algo muy sencillo. Quiero que me ayude a secuestrar a uno de sus clientes.

– Creo, Herr Heller, que la empresa que me propone sería una violación de las leyes suizas referentes al secreto bancario.

– En ese caso, supongo que tendremos que mantener su participación en secreto.

– ¿Qué pasará si me niego a cooperar?

– Entonces nos veremos obligados a revelar públicamente que usted era el banquero de unos asesinos, que tiene guardados dos mil quinientos millones de dólares en dinero del Holocausto. Le soltaremos los sabuesos del Congreso Judío Mundial. Usted y su banca estarán en la ruina cuando acaben.

El banquero suizo dirigió una mirada de súplica a Shelby Somerset.

– Teníamos un trato.

– Todavía lo tenemos -replicó el larguirucho norteamericano-, pero han cambiado algunas cosas. Su cliente es un hombre muy peligroso. Es necesario tomar medidas para neutralizarlo. Te necesitamos, Konrad. Ayúdanos a limpiar el estropicio. Hagamos juntos una obra de bien.

El banquero tamborileó con los dedos en la superficie del maletín.

– Tiene razón. Es un hombre muy peligroso, y si los ayudo a secuestrarlo, quizá esté cavando mi propia tumba. -Estaremos allí contigo, Konrad. Te protegeremos.

– ¿Qué pasará si cambian de nuevo las normas del trato? Entonces ¿quién me protegerá?

– Ibas a recibir cien millones de dólares cuando se liquidara la cuenta -señaló Shamron-. Ahora, esa operación no se realizará, me entregarás a mí todo el dinero. Si cooperas, dejaré que te quedes con la mitad de esa cantidad. Supongo que sabes contar, ¿no, Herr Becker?

– Sí.

– Cincuenta millones de dólares es más de lo que te mereces, pero estoy dispuesto a que los recibas si así consigo tu cooperación. Un hombre puede comprar mucha seguridad con cincuenta millones.

– Lo quiero por escrito, una carta de garantía.

Shamron sacudió la cabeza con una expresión triste, como si le dijera que había algunas cosas -«Y usted, amigo mío, debería saberlo mejor que nadie»- que no se ponen por escrito.

– ¿Qué necesitan de mí? -preguntó Becker.

– Nos ayudarás a entrar en su casa.

– ¿Cómo?

– Dile que necesitas verlo con urgencia por algo relacionado con la cuenta. Quizá un documento que necesita de su firma, algunos detalles finales para proceder a la liquidación de los fondos.

– ¿Qué pasará cuando esté en la casa?

– Habrá acabado tu trabajo. Tu nuevo ayudante se ocupará de lo que ocurra a continuación.

– ¿Mi nuevo ayudante?

Shamron miró a Gabriel.

– Quizá sea éste el momento de presentarle a Herr Becker a su nuevo ayudante.


Era un hombre con muchos nombres y personalidades. Herr Zigerli lo conocía como Oskar, el jefe de seguridad de Heller. El casero de su piso de soltero en París lo conocía como Vincent Laffont, un periodista independiente de ascendencia bretona que pasaba la mayor parte del tiempo viajando de aquí para allá. En Londres era conocido como Clyde Bridges, el director de marketing para Europa de una oscura empresa de informática canadiense. En Madrid era un alemán con una holgada situación económica que frecuentaba los bares y los cafés, y viajaba mucho para matar el aburrimiento.

Su verdadero nombre era Uzi Navot. En la jerga de la inteligencia israelí, Navot era un katsa, un agente de campo. Su territorio era la Europa occidental. Armado con un arsenal de idiomas, un encanto chulesco y una arrogancia fatalista, Navot se había infiltrado en las células terroristas palestinas y había reclutado agentes en las embajadas árabes de todo el continente. Tenía contactos en casi todos los servicios de inteligencia y seguridad europeos, y controlaba una vasta red de sayanim, colaboradores voluntarios reclutados en las comunidades judías locales. Siempre conseguía la mejor mesa en el restaurante del Ritz en París porque el jefe de comedor y el jefe de camareros estaban en su nómina de informadores.

– Konrad Becker, te presento a Oskar Lange.

El banquero permaneció inmóvil durante casi un minuto, como si de pronto se hubiese convertido en una estatua. Luego su mirada astuta se fijó en Shamron.

– ¿Qué se supone que debo hacer con él?

– Dínoslo tú mismo. Oskar es muy bueno.

– ¿Puede hacerse pasar por un abogado?

– Con la preparación adecuada, podría hacerse pasar por tu madre.

– ¿Cuánto tiempo durará esta farsa?

– Cinco minutos, quizá menos.

– Cuando se está con Ludwig Vogel, cinco minutos pueden parecer una eternidad.

– Eso me han dicho -admitió Shamron.

– ¿Qué pasa con Klaus?

– ¿Klaus?

– El guardaespaldas de Vogel.

Shamron sonrió. Se había acabado la resistencia. El banquero suizo se había unido al equipo. Acababa de jurar fidelidad a la bandera de Herr Heller y su noble empresa.

– Es muy profesional -añadió Becker-. He visitado la casa una media docena de veces, pero siempre me ha cacheado a fondo y me ha pedido que abriera el maletín. Así que, si está pensando en introducir una arma en la casa…

– No tenemos la intención de llevar armas a la casa -le interrumpió Shamron.

– Klaus siempre va armado.

– ¿Está seguro?

– Yo diría que lleva una Glock. -El banquero se palmeó el lazo izquierdo del pecho-. La lleva aquí. No hace el mínimo esfuerzo por disimulado.

– Un detalle digno de tener en cuenta, Herr Becker.

El banquero aceptó el cumplido con una inclinación de cabeza, como si dijera: «Los detalles son lo mío, Herr Heller.»

– Perdone mi curiosidad, Herr Heller, pero ¿cómo se secuestra a alguien que está protegido por un guardaespaldas armado y el secuestrador no lo está?

– Herr Vogel abandonará su casa voluntariamente.


– ¿Un secuestro voluntario? -El tono de Becker no podía ser más incrédulo-. ¡Extraordinario! ¿Cómo se convence a un hombre para que se deje secuestrar voluntariamente?

Shamron se cruzó de brazos.

– Tú consigue que Oskar entre en la casa y déjanos el resto a nosotros.

32

MUNICH

Era un viejo bloque de apartamentos en el bonito barrio de Lehel, en Munich. Tenía una verja a la entrada y la puerta principal se abría a un pequeño patio. El ascensor era caprichoso y lento, así que la mayoría de las veces preferían subir por la escalera de caracol hasta el tercer piso. Los muebles estaban tan desprovistos de personalidad como los de una habitación de hotel. Había dos camas en el dormitorio, y un sofá cama en la sala. En el armario de la entrada había cuatro plegatines. En la cocina había un amplio surtido de comidas envasadas y servicios para ocho. Las ventanas de la sala daban a la calle, pero las gruesas cortinas siempre estaban echadas, así que en el interior del piso siempre era de noche. Los teléfonos no tenían timbre, sino que se encendía una luz roja cuando había una llamada.

Una de las paredes de la sala estaba cubierta con mapas correspondientes al centro de Viena, la Viena metropolitana, Austria oriental y Polonia. En la pared opuesta a la de las ventanas un enorme mapa de la Europa central mostraba la ruta de escape, que iba desde Viena hasta el mar Báltico. Shamron y Gabriel habían discutido el color de la línea antes de decidirse por el rojo. Desde cierta distancia parecía un río de sangre, que era exactamente como Shamron quería que pareciera, el río de sangre que había fluido a través de las manos de Erich Radek.

En el apartamento sólo hablaban en alemán. Orden de Shamron. A Radek sólo lo mencionaban como Radek y sólo Radek. Shamron se negaba a llamarlo por el nombre que le habían dado los norteamericanos. Shamron también había dado más órdenes. Era una operación de Gabriel, y por lo tanto era Gabriel quien la dirigía. Era Gabriel, con el acento berlinés de su madre, quien daba instrucciones a los equipos, quien recibía los informes de la vigilancia en Viena y quien tomaba las decisiones.

Durante los primeros días, Shamron se esforzó para encajar en su papel de apoyo, pero a medida que crecía su confianza en Gabriel, le resultó más fácil pasar a un segundo plano. Sin embargo, todos los agentes que pasaban por el piso franco tomaban buena nota de su aspecto cada vez más lúgubre. Nadie lo había visto dormir. Se pasaba horas delante de los mapas, o sentado a oscuras en la cocina, sin hacer más que encadenar un cigarrillo tras otro, como un hombre que lucha contra una conciencia culpable. «Es como un paciente terminal muy ocupado en organizar su propio sepelio», comentó Oded, un agente veterano que sería el encargado de conducir el vehículo de la huida. «Si algo sale mal, lo escribirán en la lápida, debajo mismo de la estrella de David.»

En circunstancias normales, una operación de este estilo hubiese requerido semanas de planificación, pero Gabriel sólo contaba con días. La operación Ira de Dios fue una magnífica escuela. Los terroristas de Setiembre Negro habían estado constantemente en movimiento, aparecían y desaparecían con una frecuencia enloquecedora. Cuando los agentes israelíes conseguían localizar e identificar a uno, actuaban con la velocidad del rayo. Los grupos de vigilancia llegaron al lugar, se alquilaron vehículos y pisos francos, y se trazaron las rutas para la fuga. Toda la experiencia y los conocimientos adquiridos entonces le eran ahora de gran utilidad. Eran pocos los oficiales de inteligencia con unos conocimientos en lo referente a ataques relámpago comparables a los de Gabriel y Shamron.

Por la noche, miraban los informativos de la televisión alemana. Las elecciones en la vecina Austria tenían mucha cobertura. Metzler parecía imparable. Las multitudes, en sus mítines electorales, eran cada vez mayores, como también lo era su ventaja en las encuestas. Austria, aparentemente, estaba a punto de hacer lo impensable: elegir a un canciller de la extrema derecha. En el piso franco de Munich, Gabriel y su equipo se encontraron en la curiosa posición de aplaudir el ascenso de Metzler en las encuestas, porque sin Metzler se les cerraría el acceso a Radek.

Invariablemente, poco después de acabarse los informativos, Lev llamaba desde la central para someter a Gabriel a un aburrido interrogatorio de los acontecimientos del día. Era la única vez en la que Shamron agradecía no estar al mando de la operación. Gabriel se paseaba por el apartamento con el teléfono pegado a la oreja mientras respondía pacientemente a cada una de las preguntas de Lev. Algunas veces, cuando la luz era la adecuada, Shamron veía a la madre de Gabriel caminando a su lado. Ella era el único miembro del equipo del que nadie hablaba.


Todos los días, por lo general a última hora de la tarde, Gabriel y Shamron se escapaban del piso franco para ir a dar un paseo por los Jardines Ingleses. La sombra de Eichmann flotaba sobre ellos. Gabriel era consciente de que había estado allí desde el principio. Se había presentado aquella noche en Viena, cuando Max Klein le había relatado a Gabriella historia de un oficial de las SS que había asesinado a una docena de prisioneros en su campo y que ahora iba a tomar café todas las tardes al café Central. No obstante, Shamron había evitado en todo momento pronunciar su nombre, hasta ahora.

Gabriel había escuchado la historia de la captura de Eichmann muchas veces. Shamron incluso se había valido de ella en setiembre de 1972 para animar a Gabriel a que se uniera al equipo de la operación Ira de Dios. La versión que le contó Shamron durante los paseos por los senderos arbolados de los Jardines Ingleses era mucho más detallada que cualquiera que hubiese escuchado antes. Gabriel sabía que no era sencillamente la charla de un viejo que narraba sus glorias pasadas. Shamron no era de los que alardeaban de sus triunfos, y los editores esperarían en vano sus memorias. Gabriel sabía que el viejo le hablaba de Eichmann por una razón. «Yo ya he hecho el viaje que estás a punto de emprender -le decía Shamron-. En otro tiempo, en otro lugar, en la compañía de otro hombre, pero hay cosas que debes saber.» Había momentos en que Gabriel no podía librarse de la sensación de estar caminando con la historia.


– Esperar el avión de la fuga fue lo peor -afirmó Shamron-. Estábamos atrapados en aquella casa con aquella rata. Algunos del equipo no podían ni mirarlo a la cara. Yo tuve que estar sentado en su habitación una noche tras otra y vigilarlo. Estaba encadenado a la cama, vestido con un pijama y con los ojos tapados. Teníamos estrictamente prohibido hablar con él. Sólo podía hacerla el interrogador. Yo no podía obedecer esas órdenes. Necesitaba saber. ¿Cómo era posible que ese hombre que se ponía enfermo con sólo ver la sangre hubiera matado a seis millones de los míos? ¿A mis padres? ¿A mis dos hermanas? Le pregunté por qué lo había hecho. ¿Sabes qué me respondió? Me respondió que lo había hecho porque era su trabajo, su trabajo, Gabriel, como si hubiese sido un empleado de banca o el conductor de un tranvía.

Llegaron a un puente que salvaba un arroyuelo. Shamron se apoyó en el antepecho.

– Sólo una vez quise matarlo, Gabriel, cuando me dijo que no odiaba a los judíos, que en realidad admiraba a los judíos. Para demostrarme lo mucho que apreciaba a los judíos, comenzó a recitarme nuestras palabras: Shema, Yisrael, Adonai Eloheinu, Adonai Echad! No podía oír esas palabras en su boca, la misma boca que había dado las órdenes para matar a seis millones. Le tapé el rostro con la mano hasta que se calló. Comenzó a temblar ya sacudirse de tal manera que creí que le había provocado un ataque cardiaco. Me preguntó si iba a matarlo. Me suplicó que no le hiciera daño a su hijo. Ese hombre que había arrancado a los niños de los brazos de sus padres para arrojarlos a la hoguera se preocupaba por su propio hijo, como si nosotros fuéramos a actuar como él, como si nosotros asesináramos niños.

Luego se sentaron a una vieja mesa de madera en la terraza de una cervecería cerrada.

– Queríamos que él aceptara venir con nosotros a Israel voluntariamente. Por supuesto, no quería. Estaba dispuesto a que lo juzgaran en Argentina o Alemania. Le dije que no era posible. De una manera u otra, sería juzgado en Israel. Arriesgué mi carrera al dejarle beber una copa de vino tinto y que fumara un cigarrillo. No pude beber con ese asesino. Me fue imposible. Le aseguré que tendría la oportunidad de contar su versión de la historia, que tendría un juicio justo y una defensa adecuada. No se hacía ninguna ilusión respecto al veredicto, pero la idea de explicarse al mundo le resultaba atractiva. También le señalé que tendría la dignidad de saber cuándo moriría, algo que le había negado a los millones que habían marchado a las cámaras de gas creyendo que iban a las duchas mientras Max Klein tocaba el violín. Firmó el documento, le puso fecha como un buen burócrata alemán, y se acabó.

Gabriel lo escuchaba con atención, con el cuello del abrigo subido hasta las orejas, las manos metidas en los bolsillos. Shamron pasó de Adolf Eichmann a Erich Radek.

– Tienes ventaja porque tú ya lo has visto cara a cara en una ocasión, en el café Central. Yo sólo había visto a Eichmann de lejos, mientras vigilábamos la casa y planeábamos cómo atrapado, pero nunca había hablado con él o estado a su lado. Sabía exactamente su estatura, pero no podía imaginármela. Tenía una vaga idea de cómo sonaría su voz, pero no lo sabía de verdad. Tú conoces a Radek, pero desafortunadamente él también sabe algo de ti, gracias a Manfred Kruz. Querrá saber más. Se sentirá expuesto y vulnerable. Intentará nivelar la situación haciéndote preguntas. Querrá saber por qué lo persigues. Bajo ninguna circunstancia tienes que trabar conversación con él. Ten siempre presente que Erich Radek no era un guardia ni quien se encargaba de las cámaras de gas. Era un interrogador experto del SD. Intentará utilizar todos sus conocimientos una última vez para eludir su destino. No le sigas el juego. Tú eres quien tiene el control. El cambio de papeles le resultará desconcertante.

Gabriel bajó la mirada, como si leyera los nombres tallados en la superficie de la mesa. Luego preguntó:

– ¿Por qué Eichmann y Radek se merecen un juicio y los palestinos de Setiembre Negro sólo la venganza?

– Hubieses sido un excelente erudito talmúdico, Gabriel.

– Estás evitando mi pregunta.

– Obviamente, había mucho de pura venganza en nuestra decisión de matar a los terroristas de Setiembre Negro, pero también había algo más. Planteaban una amenaza constante. Si no los matábamos, nos mataban. Era la guerra.

– ¿Por qué no arrestarlos, llevarlos a juicio?

– ¿Para que pudieran hacer su propaganda desde un tribunal israelí? -Shamron sacudió la cabeza lentamente-. Ya lo hicieron. -Levantó una mano y señaló la torre que se elevaba en el Parque Olímpico-. Aquí mismo, en esta ciudad, ante las cámaras de todo el mundo. No era nuestro trabajo darles otra oportunidad para justificar la masacre de tantos inocentes.

Bajó la mano y se inclinó sobre la mesa. Y entonces le comunicó a Gabriel los deseos del primer ministro. Su aliento se condensó en el aire helado.

– No quiero matar a un viejo -protestó Gabriel.

– No es un viejo. Viste las prendas de un viejo y se esconde detrás del rostro de un viejo, pero sigue siendo Erich Radek, el monstruo que asesinó a una docena de hombres en Auschwitz porque no sabían el nombre de una pieza de Brahms. El monstruo que asesinó a dos muchachas en una carretera polaca porque no quisieron negar las atrocidades de Birkenau. El monstruo que abrió las tumbas de millones y sometió a sus cadáveres a una última humillación. La vejez no perdona esos pecados.

Gabriel miró a Shamron a la cara y le sostuvo la mirada. -Sé que es un monstruo. Pero no quiero matarlo. Quiero que el mundo entero sepa lo que hizo este hombre. -Entonces será mejor que estés preparado para la batalla. -Shamron consultó su reloj-. He mandado traer a alguien que te ayudará a prepararte. No tardará en llegar.

– ¿Cómo es que me entero de esto ahora? Creía que era yo quien tomaba todas las decisiones en esta operación.

– Lo eres -dijo Shamron-. Pero hay ocasiones en las que debo mostrarte el camino. Para eso estamos los viejos.


Gabriel y Shamron no creían en augurios. De haberlo hecho, la operación que trajo a Moishe Rivlim desde Yad Vashem al piso franco de Munich hubiese sembrado dudas sobre la capacidad del equipo para realizar la tarea que tenían por delante.

Shamron había querido que abordaran a Rivlin con toda discreción. Por desgracia, alguien en el servicio encomendó la tarea a una pareja de novatos recién salidos de la academia, ambos con un marcado aspecto sefardí. Los agentes decidieron contactar con Rivlin cuando regresaba a pie desde Yad Vashem a su apartamento, cerca del mercado Yehuda. Rivlin, que se había criado en la zona de Bensonhurst, en Brooklyn, no había perdido el hábito de estar alerta en la calle, y no tardó en advertir que lo seguían dos hombres en un coche. Dio por hecho que debían ser asesinos de Hamás o una pareja de delincuentes. Cuando el coche aparcó en el bordillo y el hombre del asiento del pasajero le dirigió la palabra, Rivlin se apartó de un salto y echó a correr. Para sorpresa de todos, el regordete documentalista había demostrado ser una presa difícil y conseguido dar esquinazo a sus perseguidores durante varios minutos antes de que acabaran de arrinconarle otros dos agentes en la calle Ben Yehuda.

Llegó al piso franco en Lehel a última hora de la tarde, cargado con dos maletas llenas de expedientes y un enfado monumental por la manera en que lo habían citado.

– ¿Cómo esperáis echarle el guante a un hombre como Erich Radek si no sois capaces de pillar a un archivero gordo? -le dijo a Gabriel mientras lo llevaba hacia el dormitorio, donde estarían solos-. Tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo.


Adrian Carter llegó a Munich al séptimo día. Era miércoles. Se presentó en el piso franco a última hora de la tarde, prácticamente de noche. El pasaporte que llevaba en el bolsillo de su abrigo Burberry todavía era el de Brad Cantwell. Gabriel y Shamron regresaban en aquel mismo momento de su paseo por los Jardines Ingleses, abrigados hasta las orejas. Gabriel había enviado a los miembros del equipo a sus puestos definitivos, así que en el piso no quedaba nadie del servicio. Sólo estaba Rivlin. Recibió al director delegado de la CIA con los faldones de la camisa al aire, descalzo, y se presentó como Yaacov. El archivero se había adaptado perfectamente a la disciplina de la operación.

Gabriel preparó té. Carter se desabrochó el abrigo e inspeccionó el apartamento. Se estuvo mucho tiempo delante de los mapas. Carter creía en los mapas. Nunca mentían. Los mapas nunca te decían aquello que querías escuchar.

– Me gusta lo que ha hecho con este lugar, Herr Heller. -Carter se quitó finalmente el abrigo-. La miseria neocontemporánea. Además del olor. Lo reconozco. Auténtica comida basura del Wienerwald de la esquina, si no me equivoco.


Gabriel le dio la taza de té con el hilo de la bolsita colgando por encima del borde.

– ¿Por qué ha venido, Adrian?

– Se me ocurrió que quizá podría echar una mano.

– Tonterías.

Carter quitó cosas del sofá y se dejó caer pesadamente, como un viajante al final de un largo y nada fructífero viaje.

– La verdad es que estoy aquí en representación de mi director. Por lo que parece, está sufriendo un agudo ataque de ansiedad preparto. Cree que estamos colgados de una rama y que vosotros tenéis el hacha. Quiere que la agencia entre en la partida.

– ¿Eso qué significa?

– Quiere conocer todo el plan.

– Tú ya lo conoces, Adrian. Te lo expliqué todo en Virginia. No ha cambiado.

– Conozco el plan a grandes trazos -replicó Carter-. Ahora quiero leer la letra pequeña.

– Lo que estás diciendo es que tu director quiere revisar el plan y dar el visto bueno.

– Algo por el estilo. También quiere que esté junto a Ari cuando se ejecute.

– ¿Qué pasará si le decimos que se vaya al demonio?

– Yo diría que hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que alguien le dé el soplo a Radek, y entonces lo perderías. Necesitas estar a buenas con el director, Gabriel. Es la única manera de que puedas tener a Radek.

– Estamos listos para actuar, Adrian. Ahora no es el momento de recibir consejos del séptimo piso.

Shamron se sentó junto a Carter.

– Si tu director tiene un mínimo de inteligencia, tendría que mantenerse lo más lejos posible de todo este asunto.

– Intenté explicárselo, no en estos términos, pero sí parecidos. No ha querido escucharme. Nuestro director es un tipo de Wall Street. Le gusta creer que es alguien que siempre lleva la voz cantante. Siempre sabía lo que estaba haciendo cada división de su compañía. Intenta dirigir la agencia de la misma manera. Además, como ya sabes, es amigo del presidente. Si te pones a malas con él, llamará a la Casa Blanca, y esto se habrá acabado.


Gabriel miró a Shamron, que asintió con la expresión de un hombre con un terrible dolor de muelas. Carter recibió la información. Shamron permaneció sentado unos minutos, pero no tardó en comenzar a pasearse por la habitación, lo mismo que un cocinero que ve cómo sus recetas más secretas son entregadas alegremente a su rival. Cuando Gabriel acabó, Carter se tomó su tiempo para cargar la pipa.

– A mí me suena, caballeros, como si lo tuviesen todo preparado -opinó-. ¿A qué esperan? Si yo estuviese en su lugar, me pondría en marcha antes de que mi director decida que quiere formar parte del equipo.

Gabriel asintió. Cogió el teléfono y llamó a Uzi Navot en Zurich.

33

VIENA-MUNICH

Klaus Halder llamó discretamente a la puerta del despacho. Una voz al otro lado lo invitó a entrar. Abrió la puerta y vio al anciano sentado en la penumbra, la mirada fija en la pantalla del televisor: un mitin de Metzler celebrado durante la tarde en Graz, la multitud enfervorizada, una entrevista sobre la composición del futuro gabinete de Metzler. El viejo apagó el televisor y volvió sus ojos azules hacia el guardaespaldas. Halder le señaló el teléfono. Parpadeaba una luz verde.

– ¿Quién es?

– Herr Becker, que lo llama desde Zurich.

El viejo atendió la llamada.

– Buenas noches, Konrad.

– Buenas noches, Herr Vogel. Lamento molestarlo a estas horas, pero me temo que no podía esperar.

– ¿Hay algún problema?

– Oh, no, todo lo contrario. A la vista de las últimas noticias que llegan desde Viena sobre las elecciones, he decidido acelerar mis preparativos y proceder como si la victoria de Peter Metzler ya estuviera confirmada.

– Un proceder muy sabio, Konrad.

– Estaba seguro de que estaría de acuerdo. Tengo varios documentos que requieren su firma. Me pareció que lo mejor para todos sería empezar el proceso cuanto antes.

– ¿Qué clase de documentos?

– Mi abogado se lo explicará mucho mejor que yo. Si a usted le parece bien, iré a verlo a Viena. Será cuestión de unos minutos.

– ¿Qué tal el viernes?

– El viernes me parece perfecto, siempre que sea a última hora de la tarde. Tengo un compromiso por la mañana que me es imposible cambiar.

– ¿Digamos a las cuatro?

– Me iría mejor a las cinco, Herr Vogel.

– De acuerdo. El viernes a las cinco.

– Nos veremos entonces.

– ¿Konrad?

– ¿Sí, Herr Vogel?

– Ese abogado… dígame su nombre, por favor.

– Oskar Lange, Herr Vogel. Es un hombre muy capaz. Ha trabajado conmigo en numerosas ocasiones.

– Supongo que es una persona que comprende el significado de la palabra «discreción».

– Es lo que se dice una tumba. Está usted en muy buenas manos.

– Adiós, Konrad.

El viejo colgó el teléfono y miró a Halder.

– ¿Traerá a alguien con él? -preguntó el guardaespaldas.

Vogel asintió.

– Siempre ha venido solo. ¿Por qué de pronto trae a un ayudante?

– Herr Becker está a punto de recibir cien millones de dólares, Klaus. Si hay un hombre en el mundo en quien podamos confiar, es en ese enano de Zurich.

El guardaespaldas caminó hacia la puerta.

– ¿Klaus?

– ¿Sí, Herr Vogel?

– Quizá estés en lo cierto. Llama a algunos de nuestros amigos de Zurich. A ver si alguien ha oído hablar de un abogado de nombre Oskar Lange.


Una hora más tarde, una grabación de la llamada telefónica de Becker fue enviada por una transmisión segura desde las oficinas de Becker & Puhl en Zurich al piso franco en Munich. La escucharon una vez, otra, y una tercera. A Adrian Carter no le gustó el contenido.

– Supongo que sois conscientes de que en cuanto Radek colgó el teléfono, hizo inmediatamente una llamada a Zurich para pedir información sobre Oskar Lange. Espero que lo hayáis tenido en cuenta.

Shamron pareció decepcionado con las palabras de Carter.

– ¿Qué crees, Adrian? ¿Que nunca antes hemos hecho esta clase de cosas? ¿Que somos unos niños a los que hay que llevar de la mano?

Carter encendió la pipa y soltó un par de bocanadas mientras esperaba la respuesta.

– ¿Alguna vez has oído la palabra sayan o sayanim? -preguntó Shamron.

Carter asintió con la pipa entre los dientes.

– Tu legión de colaboradores voluntarios. Los recepcionistas de hotel que te alquilan habitaciones sin necesidad de que firmes en el registro. Los empleados de las agencias de coches de alquiler que te facilitan automóviles que no se pueden rastrear. Los médicos que atienden a tus agentes cuando presentan heridas que podrían resultar difíciles de explicar. Los banqueros que te dan créditos sin hacer preguntas.

– Somos un servicio de inteligencia pequeño -señaló Shamron-. Mil doscientos empleados en total. No podríamos hacer lo que hacemos sin la ayuda de los sayanim. Son uno de los pocos beneficios de la Diáspora, mi ejército privado de colaboradores voluntarios.

– ¿Qué pasa con Oskar Lange?

– Es un abogado de Zurich, especializado en temas impositivos. También se da el caso de que es judío. Es algo que no divulga en Zurich. Hace unos años, lo invité a cenar en un discreto restaurante en el lago y lo incorporé a mi lista de colaboradores. La semana pasada le pedí un favor. Necesitaba su pasaporte y su despacho, y que desapareciera durante un par de semanas. Cuando le expliqué el motivo, se mostró encantado. Incluso más, quería ir a Viena y ayudar en la captura de Radek.

– Confío en que esté en algún lugar seguro.

– Ya lo puedes decir, Adrian. En este momento está en un piso franco de Jerusalén.


Shamron acercó una mano al magnetófono, rebobinó la cinta y luego la puso en marcha.


– ¿Qué tal el viernes?

– El viernes me parece perfecto, siempre que sea a última hora de la tarde. Tengo un compromiso por la mañana que me es imposible cambiar.

– ¿Digamos a las cuatro?

– Me iría mejor a las cinco, Herr Vogel.

– De acuerdo. El viernes a las cinco.


Moshe Rivlin abandonó el piso franco a la mañana siguiente y regresó a Israel en un vuelo de El Al, con un agente del servicio como compañero de viaje. Gabriel se quedó hasta las siete de la tarde del jueves, cuando una furgoneta Volkswagen con dos pares de esquíes en la baca aparcó delante de la casa e hizo sonar el claxon dos veces. Se guardó la Beretta en la pistolera sujeta a la cintura. Carter le deseó suerte. Shamron le dio un beso en la mejilla.

Shamron entreabrió las cortinas y espió la calle. Gabriel se acercó a la ventanilla del conductor. Después de una muy breve discusión, se abrió la puerta y apareció Chiara. Pasó por delante del vehículo y por un momento su figura quedó iluminada por el resplandor de los faros antes de subirse al asiento del pasajero.

La furgoneta se puso en marcha. Shamron la observó hasta que los pilotos traseros rojos desaparecieron en la siguiente esquina. No se movió. La espera. Siempre la espera. La llama de su encendedor provocó una nube de humo ante el cristal.

34

ZURICH

Konrad Becker y Uzi Navot salieron de las oficinas de Becker & Puhl exactamente cuatro minutos después de la una de la tarde del viernes. Un agente llamado Zalman, apostado al otro lado de la Tellstrasse en un Fiat gris, anotó la hora y el estado del tiempo -caía una lluvia torrencial-, y luego transmitió la información a Shamron, que estaba en el piso franco de Munich. Becker iba vestido para un funeral, con un conservador traje gris a rayas y una corbata color antracita. Navot, que imitaba el estilo más moderno de Oskar Lange, vestía una chaqueta de Armani con una camisa de color azul eléctrico y corbata. Becker había llamado a un taxi para que los llevara al aeropuerto. Shamron hubiese preferido un coche particular, con un conductor del servicio, pero Becker siempre iba al aeropuerto en taxi y Gabriel había insistido en no hacer ningún cambio en su rutina. Así que subieron a un taxi, conducido por un inmigrante turco, que los llevó a través de un valle cubierto de niebla hasta el aeropuerto de Kloten, con la escolta asignada por Gabriel a la zaga.

No tardaron en tropezarse con el primer inconveniente. El frente frío que afectaba a Zurich había convertido la lluvia en un temporal de aguanieve, cosa que había obligado a las autoridades del aeropuerto a suspender los vuelos. Los pasajeros del vuelo 1.578 de la compañía aérea suiza, con destino a Viena, embarcaron a la hora fijada, pero el avión permaneció inmovilizado en la pista. Shamron y Carter, que seguían la situación a través de los ordenadores instalados en el piso franco, discutieron las alternativas. ¿Debían decir a Becker que llamara a Radek para advertirle de la demora? ¿Qué pasaría si Radek tenía otros planes, decidía cancelar el encuentro y lo fijaba para otro día? Los equipos y los vehículos ya estaban en posición. Un retraso podía poner en peligro la operación. Shamron afirmó que lo mejor era esperar. Así que esperaron.

A las dos y media, las condiciones meteorológicas habían mejorado. Se reabrió el aeropuerto y el vuelo 1.578 ocupó su lugar en la lista de despegues. Shamron hizo los cálculos. El vuelo a Viena duraba menos de noventa minutos. Si no había nuevos retrasos, aún llegarían a Viena a tiempo.

El avión despegó a las tres menos cuarto y se evitó el desastre. Shamron comunicó al equipo que esperaba en el aeropuerto de Viena que el paquete iba de camino.

La tormenta sobre los Alpes hizo que el vuelo a Viena fuera demasiado turbulento para el agrado de Becker. Para calmar los nervios, se bebió tres botellines de vodka Stolichnaya y visitó el aseo dos veces; todo esto fue debidamente anotado por Zalman, que estaba sentado tres asientos más atrás. Navot, la viva imagen de la concentración y la serenidad, contemplaba el mar de nubes negras a través de la ventanilla. No había probado la copa de agua mineral con gas que le habían servido.

Aterrizaron en Viena unos minutos después de las cuatro. El cielo estaba encapotado pero no llovía. Zalman los siguió hacia el control de pasaportes. Becker visitó el aseo una vez más. Navot, con un movimiento de ojos casi imperceptible, ordenó a Zalman que lo siguiera. Esta vez, el banquero, tras salir del reservado, dedicó tres minutos a acicalarse delante del espejo; una eternidad, a juicio de Zalman, para un hombre que era prácticamente calvo. El escolta consideró darle un puntapié en el tobillo para que se diera prisa, pero luego decidió dejarlo hacer. Después de todo, era un aficionado que actuaba bajo presión.

Tras pasar por el control de pasaportes, Becker y Navon entraron en el vestíbulo de la terminal. Allí, entre la multitud, estaba un alto y espigado experto en vigilancia llamado Mordecai. Vestía un traje oscuro y sostenía un trozo de cartón donde estaba escrito un nombre: Bauer. Su coche, un Mercedes negro, estaba aparcado en la zona azul. Dos coches más allá había un Audi plateado. Las llaves estaban en el bolsillo de Zalman.

El agente los adelantó en la autopista que llevaba a Viena. Marcó el número del teléfono del piso franco en Munich y, con unas pocas palabras cuidadosamente escogidas, informó a Shamron de que Navot y Becker cumplían con el horario y que se dirigían hacia el objetivo. A las 4.45, Mordecai llegó al canal del Danubio. A las 4.50 ya estaba en el primer distrito y circulaba entre el intenso tráfico de la hora punta por la Ringstrasse. Giró a la derecha para entrar en una calle adoquinada y doblar de nuevo en la primera calle a la izquierda. Un momento más tarde, detuvo el coche delante de la reja de hierro de la mansión de Erich Radek. Zalman pasó de largo.


– Haga señales con los faros -dijo Becker-, y el guardaespaldas le abrirá.

Mordecai hizo las señales. La verja permaneció inmóvil durante unos segundos muy tensos; luego se oyó un sonoro estrépito metálico y el zumbido de un motor. Mientras la verja se abría lentamente, el guardaespaldas de Radek apareció en la puerta principal. La fuerte luz del vestíbulo iluminaba la silueta de la cabeza y los hombros con una aureola blanca. Mordecai esperó a que la verja se abriera del todo antes de avanzar por el corto camino para los coches.

Navot se apeó primero, luego Becker. El banquero estrechó la mano del guardaespaldas y le presentó a su acompañante como «mi abogado de Zurich, Herr Oskar Lange». El guardaespaldas asintió, los invitó a pasar con un gesto y cerró la puerta.

Mordecai consultó su reloj: las 4.58. Cogió el móvil y marcó un número de Viena.

– Llegaré tarde a cenar -dijo.

– ¿Todo en orden? -preguntó su interlocutor.

– Sí. Todo en orden.


Unos segundos más tarde, en Munich, apareció una señal en la pantalla del ordenador de Shamron. El viejo consultó su reloj.


– ¿Cuánto tiempo les darás? -preguntó Cartero

– Cinco minutos, y ni un segundo más.


El Audi negro con la antena montada en el portón del maletero estaba aparcado un par de manzanas más allá. Zalman aparcó el suyo detrás, se bajó y caminó hasta la puerta del acompañante del otro coche. Oded estaba sentado al volante. Era un hombre fornido con los ojos color castaño y la nariz aplastada de los boxeadores. Zalman, al sentarse a su lado, olió la tensión en su aliento. Él había disfrutado de la actividad de la tarde; Oded, en cambio, había estado encerrado en el piso franco de Viena sin nada más que hacer que pensar en las consecuencias del fracaso. Había un móvil junto a la palanca de cambios, con el número de Munich predeterminado. Zalman escuchó la pausada respiración de Shamron. Una imagen apareció en su mente: un Shamron joven que caminaba bajo un aguacero por una calle de un barrio argentino, ya Eichmann que acababa de bajar de un autobús y caminaba hacia él. Oded puso en marcha el motor, Zalman volvió al presente. Miró el reloj en el tablero: 5.03.


La E461, más conocida por los austriacos como la Brünner strasse, es una autopista de dos carriles que sale de Viena por el norte y atraviesa las onduladas colinas de la Weinviertel, la región vitivinícola de Austria. Está a ochenta kilómetros de la frontera checa. Hay una garita de aduanas, cubierta por una gran marquesina, por lo general vigilada por dos guardias que tienen muy pocas ganas de abandonar la comodidad de esa garita de aluminio y cristal para ocuparse de la más mínima inspección de los vehículos que salen del país. En el lado checo, el control de los documentos dura un poco más, aunque los visitantes procedentes de Austria son recibidos con los brazos abiertos.

A poco más de un kilómetro y medio, en las colinas del sur de Moravia, se levanta la antigua ciudad de Mikulov. Es una ciudad fronteriza, que se edificó en su época con la idea de resistir los asedios enemigos. Era algo que se adecuaba al humor de Gabriel. Estaba detrás de un antepecho de ladrillos de un castillo medieval, por encima de los tejados rojos de la vieja ciudad, y debajo de un par de pinos torcidos por el viento. Las gotas de la lluvia helada corrían como lágrimas por la superficie de su impermeable. Su mirada estaba fija en la frontera. En la oscuridad, sólo se veían las luces de los coches que circulaban por la autopista, las luces blancas de los vehículos que subían hacia él, y las luces rojas de los pilotos de los coches que iban hacia la frontera austriaca.

Consultó su reloj. Ahora estarían en el interior de la casa de Radek. Gabriel se imaginó el momento en que se abrían los maletines, la invitación a café y bebidas. Después apareció otra imagen, una columna de mujeres vestidas de gris, que avanzaban penosamente por una carretera cubierta de nieve y teñida con la sangre de las víctimas. A su madre que lloraba lágrimas de hielo.

«-¿Qué le contarás a tu hijo de la guerra, judía?

»-La verdad, Herr Sturmbannführer. Le contaré la verdad.

»-Nadie te creerá.»

Ella no le había contado la verdad, por supuesto. En cambio, había escrito la verdad en un informe guardado en los archivos de Yad Vashem. Quizá Yad Vashem era el lugar más indicado. Quizá había algunas verdades tan espantosas que era mejor tenerlas confinadas en el archivo de los horrores, en cuarentena, para proteger a los sanos. Había sido incapaz de decirle que había sido una de las víctimas de Radek, de la misma manera que Gabriel nunca le había dicho que era el verdugo de Shamron. Sin embargo, siempre lo había sabido. Ella conocía el rostro de la muerte, y había visto la muerte en los ojos de Gabriel.

El móvil que llevaba en el bolsillo del impermeable vibró silenciosamente. Se lo acercó lentamente al oído y oyó la voz de Shamron. Se guardó el móvil en el bolsillo y durante unos segundos contempló las luces de los faros que flotaban hacia él procedentes de la oscuridad de la llanura austriaca.

– ¿Qué le dirás cuando lo veas? -le había preguntado Chiara.

«La verdad -pensó Gabriel ahora-. Le diré la verdad.»

Bajó del camino de ronda del castillo y se perdió en la oscuridad por las angostas callejuelas adoquinadas de la vieja ciudad.

35

VIENA

Uzi Navot era todo un experto en cacheos y reconoció que K.laus Halder era muy bueno en su trabajo. Comenzó por el cuello de la camisa de Navot y acabó con los bajos de los pantalones de Armani. Luego se ocupó del maletín. Trabajaba lentamente, como un hombre con todo el tiempo del mundo, y con pasión por el detalle. Cuando acabó el registro, ordenó el contenido minuciosamente y lo cerró.

– Herr Vogel los recibirá ahora -anunció-. Por favor, síganme.

Recorrieron un largo pasillo central y pasaron por unas puertas dobles que comunicaban con una sala. Erich Radek, con una chaqueta de espiga y una corbata de color bermellón, estaba sentado junto a la chimenea. Saludó a los visitantes con un leve movimiento de cabeza pero no hizo el menor amago de levantarse. Navot se dijo que Radek era un hombre habituado a recibir a los visitantes sin moverse de su asiento.

El guardaespaldas salió silenciosamente de la habitación y cerró las puertas. Becker, con una sonrisa, se adelantó para estrechar la mano de su cliente. Navot no tenía el más mínimo deseo de tocar al asesino, pero dadas las circunstancias no tenía más alternativa. La mano que estrechó era fría y seca, el apretón firme y sin vacilaciones. Era una prueba. Navot intuyó que había aprobado.

Radek señaló con los dedos las sillas vacías y luego acercó la mano a la copa apoyada en el brazo del sillón. Comenzó a hacerla girar: dos giros a la derecha, dos a la izquierda. Había algo en el movimiento que provocó una descarga de ácido en el estómago de Navot.

– Me han comentado cosas muy elogiosas de su trabajo, Herr Lange -dijo Radek sin el menor preámbulo-. Goza de muy buena reputación entre sus colegas de Zurich.

– Exageraciones, se lo aseguro, Herr Vogel.

– Es usted demasiado modesto. -Radek hizo girar la copa-. Hace unos años atendió usted a un amigo mío, un caballero llamado Helmut Schneider.

«Estás intentando meterme en una trampa», pensó Navot. Se había preparado para eludidas. El verdadero Oskar Lange le había facilitado una lista de sus clientes durante los últimos diez años para que Navot la memorizara. El nombre de Helmut Schneider no aparecía en ella.

– He atendido a un gran número de clientes en los últimos años, pero mucho me temo que Schneider no fue uno de ellos. Quizá su amigo me confunde con otro.

Navot se ocupó de abrir las cerraduras del maletín. Cuando alzó la mirada, los ojos azules de Radek estaban fijos en él, y el contenido de la copa giraba en el brazo del sillón. Había una escalofriante inmovilidad en sus ojos. Era como verse observado por un retrato.

– Quizá tenga usted razón. -El tono conciliatorio de Radek no se correspondió con su expresión-. Parece ser que necesita mi firma en algunos documentos relacionados con la liquidación de la cuenta.

– Sí, es correcto.

Navot sacó un expediente del maletín y dejó éste en el suelo, junto a sus pies. Radek siguió con la mirada el movimiento del maletín y luego miró de nuevo el rostro de Navot. El falso abogado abrió el expediente y alzó la mirada. Fue a decir algo pero lo interrumpió el timbre del teléfono. Fuerte y electrónico, sonó en los sensibles oídos de Navot como un alarido en un cementerio.

Radek no se movió. Navot miró hacia el escritorio estilo Biedermeier, y el teléfono sonó una segunda vez. Comenzó a sonar una tercera, y enmudeció de repente, como si lo hubiesen amordazado en mitad del grito. Navot oyó la voz de Halder, el guardaespaldas, que hablaba por el supletorio en el pasillo.


– Buenas noches… No, lo siento, pero Herr Vogel está reunido en este momento.

Navot sacó el primer documento del expediente. Radek estaba ahora visiblemente distraído, con la mirada distante. Estaba pendiente del sonido de la voz de su guardaespaldas. Navot se adelantó un poco en la silla y sostuvo el papel en un ángulo para que Radek lo viera.

– Éste es el primer documento que requiere…

Radek levantó una mano para ordenarle que callara. Navot oyó las pisadas en el pasillo, seguidas por el sonido de puertas al abrirse. El guardaespaldas entró en la habitación y se acercó a su patrón.

– Es Manfred Kruz -murmuró-. Quiere hablar con usted. Dice que es urgente y que no puede esperar.


Erich Radek se levantó lentamente de su sillón y se acercó al teléfono.

– ¿Qué ocurre, Manfred?

– Los israelíes.

– ¿Qué pasa con ellos?

– Dispongo de una información según la cual durante los últimos días un numeroso equipo de agentes ha llegado a Viena con el objetivo de secuestrarlo.

– ¿Está seguro de la información?

– Hasta el punto de llegar a la conclusión de que ya no es seguro que permanezca en su casa. He enviado un coche de la policía para que lo recoja y lo traslade a un lugar seguro.

– Nadie puede entrar aquí, Manfred. Basta con que ponga un guardia armado delante de la casa.

– Estamos hablando de los israelíes, Herr Vogel. Quiero que salga de su casa.

– De acuerdo, si tanto le preocupa, pero dígale a su gente que se espere. Klaus se ocupará de todo.

– Un único guardaespaldas no es suficiente. Soy el responsable de su seguridad, y quiero ponerlo bajo protección policial. Insisto, la información de que dispongo es muy específica.

– ¿Cuándo llegarán los agentes?

– En cualquier momento. Prepárese para salir.


Radek colgó el teléfono y miró a los dos hombres sentados junto al fuego.

– Lo siento, caballeros, pero me temo que ha surgido una emergencia. Tendremos que acabar este asunto en otro momento. -Se volvió hacia el guardaespaldas-. Abre la reja, Klaus, y trae mi abrigo.


El motor de la verja se puso en marcha. Mordecai, sentado al volante del Mercedes, vio por el espejo retrovisor un coche que entraba, con una luz azul encendida sobre el tablero. Se detuvo con una tremenda frenada detrás del Mercedes. Dos hombres se apearon de un salto y subieron la escalinata a la carrera. Mordecai, con toda calma, hizo girar la llave de contacto.


Erich Radek salió al pasillo. Navot guardó los papeles en el maletín y se levantó. Becker permaneció inmóvil en la silla. Navot le pasó una mano por debajo del brazo y lo obligó a levantarse.

Siguieron a Radek. La luz azul giratoria alumbraba las paredes y el techo del pasillo. Radek se encontraba junto al guardaespaldas y le hablaba en voz baja al oído. Halder sostenía el abrigo y parecía tenso. Mientras ayudaba a su patrón a ponerse la prenda, su mirada permanecía fija en Navot.

Llamaron a la puerta, dos recios golpes que resonaron en el techo y en el suelo de mármol del pasillo. El guardaespaldas abrió la puerta. Dos hombres vestidos de paisano entraron en la casa.

– ¿Está preparado, Herr Vogel?

Radek asintió. Luego se volvió de nuevo hacia Navot y Becker.

– Una vez más, caballeros, les ruego que acepten mis disculpas. Siento mucho los inconvenientes.

Radek caminó hacia la puerta, con Klaus a su lado. Uno de los agentes le cerró el paso y apoyó una mano en el pecho del guardaespaldas. Klaus se la apartó de un manotazo.

– ¿Qué se cree que está haciendo?

– Herr Kruz nos dio instrucciones muy concretas. Dijo que sólo debíamos acompañar a Herr Vogel y a nadie más.


– Es imposible que Kruz diera semejante orden. Sabe muy bien que siempre me acompaña. Siempre ha sido así y continuará siéndolo.

– Lo siento, pero son las órdenes que nos dieron.

– Déjeme ver su placa y la identificación.

– No hay tiempo. Por favor, Herr Vogel. Venga con nosotros.

El guardaespaldas dio un paso atrás y metió la mano debajo de la chaqueta. Antes de que el arma acabara de aparecer del todo, Navot se abalanzó sobre él. Con la mano izquierda, sujetó la muñeca del guardaespaldas y le apretó la pistola contra el abdomen. Con la derecha, descargó dos terribles golpes con la mano abierta contra la nuca. El primero hizo tambalear a Halder. El segundo lo desplomó. La Glock cayó sobre el suelo de mármol.

Radek miró la pistola y por un instante pareció como si fuera a agacharse para recogerla. Pero corrió a refugiarse en su despacho y cerró la puerta.

Navat accionó el pomo. La puerta estaba cerrada por dentro. Retrocedió un par de metros, tomó carrerilla y se lanzó contra la puerta, con el hombro por ariete. La puerta cedió a la embestida y Navot entró con tanta violencia en la habitación en penumbra que cayó al suelo. Se levantó en el acto. Vio que Radek ya había abierto el falso frente de una estantería y entraba en la cabina de un ascensor.

Consiguió llegar al ascensor en el momento en que la puerta se cerraba. Metió los brazos dentro y sujetó a Radek por las solapas del abrigo. La puerta golpeó el hombro izquierdo de Navot. Radek le cogió las muñecas e intentó soltarse. Navot no aflojó a su presa.

Oded y Zalman llegaron en su ayuda. Zalman, el más alto de los dos, levantó los brazos por encima de la cabeza de Navot para sujetar la puerta. Oded se deslizó a un lado y empujó la puerta con todas sus fuerzas. La puerta acabó por ceder.

Navot arrastró a Radek fuera del ascensor. Ahora no había tiempo para andarse con subterfugios ni engaños. Le tapó la boca al viejo con una mano. Zalman lo sujetó por las piernas y lo levantó. Oded se encargó de apagar las luces. Navot miró a Becker.

– Suba al coche. Muévase, idiota.


Sacaron a Radek en volandas. Bajaron la escalinata y caminaron hacia el Audi. Radek tiraba de la mano de Navot, en un intento de librarse de la mordaza, al tiempo que pataleaba. Navot oyó las maldiciones de Zalman. Aunque parecía imposible, incluso en plena refriega, maldecía en alemán.

Oded abrió la puerta de atrás y luego corrió a sentarse al volante. Navot metió a Radek de cabeza en el coche y lo aplastó contra el asiento. Zalman se unió a ellos y cerró la puerta. Becker se sentó en un asiento de atrás del Mercedes. Mordecai aceleró, y el coche salió disparado a la calle, con el Audi detrás.


El cuerpo de Radek se aflojó repentinamente. Navot apartó la mano de la boca del viejo y el austriaco boqueó como un pez fuera del agua.

– Me hace daño -protestó-. No puedo respirar.

– Lo soltaré, pero antes quiero su palabra de que se comportará. Se acabaron los intentos de fuga. ¿Me lo promete?

– Suélteme, idiota. Me está aplastando.

– Lo haré, viejo. Sólo quiero que antes me haga un favor. Dígame su nombre.

– Ya conoce mi nombre. Me llamo Vogel. Ludwig Vogel.

– No, ese nombre no. Su verdadero nombre.

– Ése es mi verdadero nombre.

– ¿Quiere sentarse y salir de Viena como un hombre, o tendré que seguir sentado encima de usted todo el camino?

– Quiero sentarme. ¡Me está haciendo daño, maldita sea!

– Sólo dígame su nombre.

El anciano permaneció en silencio durante unos segundos, y luego murmuró:

– Mi nombre es Radek.

– Lo siento, pero no lo he oído. ¿Podría repetírmelo, por favor? Esta vez más fuerte.

El prisionero respiró profundamente y su cuerpo se puso rígido, como si estuviese en un patio de armas y no tumbado en el asiento trasero de un coche.

– ¡Soy el Sturmbannführer Erich Radek!


En el piso franco en Munich, el mensaje apareció en la pantalla del ordenador de Shamron: Paquete recogido.

Carter palmeó a su colega en la espalda.

– ¡Que me cuelguen! ¡Lo tienen! ¡Lo han conseguido! Shamron se levantó para ir hacia la pared donde estaba el mapa.

– La captura siempre es la parte más sencilla de la operación, Adrian. Sacado del país es lo difícil.

Miró el mapa. Ochenta kilómetros hasta la frontera checa. «Venga, Oded -pensó-. Conduce como nunca has conducido antes en tu vida.»

36

VIENA

Oded había hecho ese recorrido una docena de veces pero nunca de esa manera, nunca con una sirena y una luz azul sobre el tablero, y nunca con la mirada de los ojos de Erich Radek en el espejo retrovisor clavada en los suyos. La huida del centro de la ciudad había ido mejor de lo que esperaban. Había mucho tráfico, pero no tanto como para que los coches no se apartaran rápidamente al ver la luz azul y oír el aullido de la sirena. Radek intentó rebelarse en dos ocasiones, y en ambas fue sujetado sin contemplaciones por Navot y Zalman.

Ahora circulaban a toda velocidad en dirección norte. Habían dejado atrás el tráfico de Viena, continuaba lloviendo y en los bordes del parabrisas se había formado una fina capa de hielo. Pasaron junto a un cartel: República checa 42 km. Navot miró a través de la luneta trasera durante unos segundos, antes de decide a Oded, en hebreo, que apagara la sirena y la luz azul.

– ¿Adónde me llevan? -preguntó Radek entre jadeos-. ¿Adónde me llevan? ¿Adónde?

Navot permaneció en silencio, tal como le había ordenado Gabriel. «Deja que pregunte hasta que se aburra -le había dicho Gabriel-. No le des la satisfacción de una respuesta. Deja que la incertidumbre lo corroa. Es lo que él haría si estuviera en tu lugar.»

Así que Navot contempló el paisaje a través de la ventanilla y los pueblos por donde pasaban -Mistelbach, Wilfersdorf, Erdberg- y sólo pensó en una cosa: el guardaespaldas que había dejado inconsciente en la entrada de la casa de Radek.

Poysdorf apareció ante ellos. Oded atravesó el pueblo y luego giró para entrar en una carretera bordeada por pinos cubiertos de nieve y la siguió hacia el este.

– ¿Adónde vamos? ¿Adónde me llevan?

Navot fue incapaz de seguir resistiendo en silencio a las preguntas.

– Nos vamos a casa, y usted vendrá con nosotros.

Radek le dedicó una sonrisa gélida.

– Sólo ha cometido un error esta noche, Herr Lange. Tendría que haber matado a mi guardaespaldas cuando tuvo la oportunidad.


Klaus Halder abrió un ojo, después el otro. La oscuridad era total. Permaneció inmóvil durante un momento, mientras intentaba determinar la posición de su cuerpo. Había caído de bruces, con los brazos a los costados, y tenía la mejilla derecha aplastada contra el frío mármol. Intentó levantar la cabeza; un dolor fulminante le recorrió toda la espalda. Ahora recordaba el instante en que había ocurrido. Había echado mano a la pistola cuando lo habían golpeado dos veces por detrás. Había sido el abogado de Zurich, Oskar Lange. Evidentemente, Lange no era un abogado como los demás. Había estado metido en esto desde el principio, como Halder había sospechado.

Se puso de rodillas y luego se sentó con la espalda apoyada en la pared. Cerró los ojos y esperó a que el pasillo dejara de dar vueltas. Se tocó la nuca. Notó un bulto del tamaño de una manzana. Levantó el brazo izquierdo para mirar la esfera luminosa de su reloj: las 5.57. ¿Cuándo había pasado? Unos minutos después de las 5, a las 5.10 como máximo. A menos de que dispusieran de un helicóptero en la Stephansplatz, lo más probable era que aún se encontraran en Austria.

Se palmeó el bolsillo derecho de la americana y comprobó que aún llevaba el teléfono móvil. Lo sacó y marcó un número. Atendieron a la segunda llamada. Una voz conocida.

– Soy Kruz.


Treinta segundos más tarde, Manfred Kruz colgó el teléfono de golpe y consideró sus opciones. La respuesta más obvia era hacer sonar las sirenas de alarma, avisar a todas las unidades de la policía de que el viejo había sido secuestrado por agentes israelíes, ordenar el cierre de los pasos fronterizos y el aeropuerto. Obvia, sí, pero muy peligrosa. Una medida de ese estilo provocaría muchas preguntas incómodas. «¿Por qué han secuestrado a Herr Vogel?», «¿Quién es en realidad?» La candidatura de Peter Metzler se hundiría, y con ella la carrera de Kruz. Incluso en Austria, esa clase de asuntos se las apañaban para tener vida propia, y Kruz sabía que las investigaciones no se detendrían en Vogel.

Los israelíes sabían que lo pondrían en un brete y habían escogido bien el momento. Kruz era consciente de que debía encontrar una manera de intervenir más sutil, una manera de detener a los israelíes sin provocar ningún desastre de más alcance. Cogió el teléfono y marcó un número.

– Soy Kruz. Los norteamericanos nos han informado de la posibilidad de que un grupo de al-Qaeda esté atravesando esta noche el país en un vehículo. Sospechan que pueden ir acompañados por simpatizantes europeos para pasar inadvertidos. He activado la red de alerta antiterrorista. A partir de ahora, la vigilancia en las fronteras, los aeropuertos y las estaciones de ferrocarril pasa a nivel dos.

Colgó el teléfono y miró a través de la ventana. Acababa de echarle un cable al viejo. Se preguntó si estaría en condiciones de cogerlo. Kruz sabía que si tenía éxito, no tardaría en verse enfrentado con otro problema: ¿qué hacer con el equipo de agentes israelíes? Buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un trozo de papel.

«-¿Quién responderá si marco este número?

»-La violencia.»

Manfred Kruz cogió de nuevo el teléfono.


Desde su regreso a Viena, el Relojero prácticamente no había tenido motivos para abandonar el santuario de su pequeña tienda en el barrio de Stephansdom. Sus frecuentes viajes le habían dejado con una larga lista de trabajos pendientes, incluido un reloj construido por el famoso relojero vienés Ignaz Marenzeller, en 1840. La caja de caoba estaba en un estado impecable, pero la esfera de plata había necesitado muchas horas de restauración. El mecanismo original del reloj, hecho a mano, con su cuerda de setenta y cinco días, estaba desmontado sobre su mesa de trabajo.

Sonó el teléfono. Bajó el volumen de su reproductor de CD, y los acordes del Concierto de Brandeburgo N.º 4 se redujeron a un murmullo. Bach era una elección prosaica, pero para el Relojero la precisión de Bach era el acompañamiento perfecto para la tarea de desmontar y reconstruir la maquinaria de un reloj antiguo. Buscó el teléfono con la mano izquierda. Un fuerte dolor le recorrió el brazo, un recordatorio de sus andanzas por Roma y Argentina. Acercó el auricular al oído derecho y lo sujetó con el hombro.

– Sí -dijo mecánicamente, mientras sus manos continuaban trabajando.

– Un amigo mutuo me ha dado su número.

– Comprendo -respondió el Relojero-. ¿En qué puedo ayudarlo?

– No soy yo quien necesita ayuda. Es nuestro amigo. El Relojero dejó las herramientas.

– ¿Nuestro amigo?

– Usted hizo un trabajo para él en Roma y Argentina. Supongo que conoce al hombre al que me refiero.

El Relojero lo conocía. El viejo lo había engañado y en dos ocasiones el engaño había estado a punto de costarle la vida. Ahora acababa de cometer el pecado mortal de facilitarle su número a un desconocido. Era obvio que el viejo se había metido en problemas. El Relojero sospechó que debía de tener alguna relación con los israelíes. Decidió que ése era un magnífico momento para concluir su relación.

– Lo siento -respondió-, pero creo que me ha confundido con otra persona.

Su interlocutor intentó una protesta. El Relojero colgó el teléfono y subió el volumen del reproductor de CD, hasta que la música de Bach resonó por todo el taller.


En el piso franco de Munich, Carter colgó el teléfono y miró a Shamron, que aún continuaba de pie delante del mapa, como si se estuviese imaginando el viaje de Radek hacia la frontera checa.

– Una llamada de nuestra estación de Viena. Por lo que parece, Manfred Kruz ha ordenado que la vigilancia antiterrorista pase a nivel dos.

– ¿Nivel dos? ¿Eso qué significa?

– Significa que quizá os encontraréis con alguna dificultad en la frontera.


Estaban apostados en una hondonada, junto a un arroyo helado. Había dos vehículos, un Opel y una furgoneta Volkswagen. Chiara estaba sentada al volante de la furgoneta, con las luces de posición encendidas, el motor apagado, el reconfortante peso de la Beretta en la falda. No había ninguna otra señal de vida, ni una sola luz en el pueblo, ni el rumor del tráfico, sólo el golpeteo del aguanieve contra el techo de la furgoneta y el aullido del viento que agitaba las copas de los abetos.

Volvió la cabeza hacia la zona de carga de la furgoneta. La habían acondicionado para recibir a Radek. Habían abierto el plegatín. Debajo de la cama había un compartimento hecho a medida donde lo esconderían para cruzar la frontera. Allí estaría cómodo, mucho más de lo que se merecía.

Miró a través del parabrisas. No había mucho que ver. La angosta carretera que subía una pequeña cuesta a lo lejos. Entonces, repentinamente, se vio una luz, un resplandor blanco que alumbró el horizonte y convirtió los árboles en minaretes negros. Durante unos segundos, el aguanieve parecía una nube de insectos impulsada por el viento. A continuación aparecieron los faros. El coche pasó por la cumbre de la colina, y las luces la alumbraron, al tiempo que se movían las sombras de los árboles. Chiara empuñó la Beretta y apoyó el índice en el gatillo.

El coche frenó bruscamente junto a la furgoneta. Chiara miró el asiento trasero y vio al asesino, sentado entre Navot y Zalman, rígido como un comisario a la espera de una purga de sangre. Pasó a la zona de carga para realizar una última inspección.


– Quítese el abrigo -ordenó Navot.

– ¿Por qué?

– Porque yo se lo digo.

– Tengo derecho a saber por qué.

– ¡No tiene ningún derecho! Haga lo que digo.

Radek no se dio por enterado. Zalman lo sujetó por las solapas del abrigo. La reacción del anciano fue la de cruzarse de brazos. Navot exhaló un sonoro suspiro. Si el viejo cabrón estaba buscando una última pelea, la tendría. Navot le apartó los brazos mientras Zalman le quitaba la manga derecha y luego la izquierda. Siguió el mismo proceso con la americana de espiga. Por último, Zalman le levantó la manga de la camisa y dejó a la vista la piel fofa del brazo. Navot ya tenía preparada una jeringuilla con un sedante.

– Es por su propio bien -le explicó Navot-. Es muy suave y de corta duración. Soportará mucho mejor el viaje. No tendrá claustrofobia.

– Nunca he tenido claustrofobia.

– No me importa.

Navot clavó la aguja en el brazo de Radek y apretó el émbolo. Al cabo de unos segundos, el cuerpo de Radek se relajó, luego la cabeza cayó hacia un lado y se le aflojó la mandíbula. Navot abrió la puerta y se bajó. Después sujetó el cuerpo inerte de Radek por debajo de los brazos y lo arrastró fuera del coche.

Zalman lo levantó por las piernas, y juntos lo cargaron como a un muerto en combate hasta la furgoneta. Chiara los esperaba con una botella de oxígeno y una mascarilla de plástico transparente. Navot y Zalman dejaron al anciano en el suelo de la Volkswagen para que Chiara le cubriera la boca y la nariz con la mascarilla. El plástico se empañó en el acto, una prueba de que Radek respiraba con normalidad. Le tomó el pulso. Fuerte y rítmico. Lo acomodaron en el compartimento y lo cerraron.

Chiara se sentó al volante y puso en marcha el motor, Oded cerró la puerta lateral y dio una palmada en el cristal. Chiara soltó suavemente el embrague y emprendió el camino hacia la autopista. Los demás subieron al Opel y la escoltaron.


Cinco minutos más tarde, las luces del paso fronterizo aparecieron como faros en el horizonte. A medida que se acercaba, Chiara vio una pequeña cola de coches, unos seis, que esperaban la autorización para cruzar. Había dos guardias que verificaban los pasaportes y alumbraban el interior de los vehículos con sus linternas. Miró de reojo hacia atrás. La tapa del compartimento estaba bien cerrada. Radek permanecía en silencio.

El coche que tenía delante arrancó en respuesta a la señal de uno de los guardias y cruzó la frontera. Le indicaron que avanzara. Chiara bajó la ventanilla y le sonrió.

– El pasaporte, por favor.

Chiara se lo dio. El segundo guardia estaba ahora junto a la puerta del acompañante, y la muchacha vio por el rabillo del ojo el resplandor de la luz de la linterna, que iluminaba la zona de carga.

– ¿Ocurre algo?

El guardia continuó observando la foto del pasaporte y no respondió.

– ¿Cuándo entró en Austria?

– Hoy.

– ¿Por dónde?

– Por Tarvisio, en Italia.

El hombre dedicó unos segundos más a comparar su rostro con la foto del pasaporte. Luego abrió la puerta y le indicó que bajara de la furgoneta.


Uzi Navot contemplaba la escena desde el asiento delantero del Opel. Miró a Oded y maldijo por lo bajo. Marcó el número del piso franco de Munich en el móvil. Shamron respondió a la primera llamada.

– Tenemos un problema -dijo Navot.


El guardia le ordenó que se colocara delante de la furgoneta y le alumbró directamente a la cara. A pesar de que la luz casi la cegaba, alcanzó a ver que el segundo guardia abría la puerta lateral. Se obligó a mirar a su interrogador. Intentó no pensar en la Beretta apretada contra su columna vertebral; en Gabriel, que la esperaba en Mikulov, al otro lado de la frontera; ni en Navot, Oded y Zalman, que la observaban impotentes desde el Opel.

– ¿Adónde viaja?

– A Praga.

– ¿Cuál es el motivo de su viaje a Praga?

Chiara lo fulminó con una mirada que decía claramente: «No es asunto suyo.» En voz alta, respondió:

– Voy a ver a mi novio.

– Novio -repitió el guardia-. ¿Qué hace su novio allí?

«Enseña italiano», le había dicho Gabriel.

Contestó a la pregunta.

– ¿Dónde enseña?

«En el Instituto de Lenguas Extranjeras de Praga», había dicho Gabriel.

Chiara respondió de nuevo como le había indicado Gabriel.

– ¿Cuánto tiempo lleva como profesor en ese Instituto de Praga?

– Tres años.

– ¿Lo visita a menudo?

– Una vez al mes, a veces dos.

El segundo guardia había entrado en la furgoneta. Una imagen de Radek apareció en la mente de Chiara, con los ojos cerrados, la mascarilla de oxígeno sobre la nariz y la boca. «No te despiertes -pensó-. No te muevas. No hagas ningún ruido. Por una vez en tu puñetera vida compórtate como una persona decente.»

– ¿Cuándo entró en Italia?

– Ya se lo he dicho.

– Dígamelo de nuevo, por favor.

– Hoy.

– ¿A qué hora?

– No recuerdo la hora.

– ¿Fue por la mañana o por la tarde?

– Por la tarde.

– ¿A primera hora o más tarde?

– A primera hora.


– Así que aún había luz.

Chiara titubeó. El guardia insistió.

– ¿Sí? ¿Aún había luz?

La joven asintió. Oyó el ruido de las puertas de atrás de la furgoneta. Se forzó a no desviar la mirada del rostro de su interrogador. Su rostro no se veía bien y empezó a transformarse en el de Erich Radek; no la patética versión de Radek que yacía inconsciente en el compartimento secreto de la furgoneta, sino el Radek que había apartado a una jovencita llamada Irene Frankel de las columnas de la Marcha de la Muerte para someterla a una última tortura.

«-¡Repite, judía! Te trasladaron al este. Tenías comida abundante y una adecuada atención médica. Las cámaras de gas y los crematorios son mentiras de los judíos y los bolcheviques.»

«Puedo ser tan fuerte como tú, Irene -dijo para sus adentros-. Pasaré por esto. Por ti.»

– ¿Ha hecho alguna parada en Austria?

– No.

– ¿No ha aprovechado la oportunidad de visitar Viena?

– Ya he estado en Viena. No me gustó.

El guardia volvió a mirarla a la cara.

– Es italiana, ¿verdad?

– Tiene mi pasaporte en la mano.

– No me refiero a su pasaporte. Hablo de su raza, su sangre. ¿Es italiana de nacimiento, o es una inmigrante, de, digamos, Oriente Próximo o del norte de África?

– Soy italiana de pura cepa -respondió Chiara con toda sinceridad.

El segundo guardia se apeó de la furgoneta y sacudió la cabeza. Su interrogador le devolvió el pasaporte.

– Lamento la demora. Que tenga un buen viaje.

Chiara se sentó al volante, arrancó y cruzó la frontera. Comenzó a llorar. Eran lágrimas de alivio y de rabia. En un primer momento intentó contenerlas, pero no sirvió de nada. La carretera se convirtió en algo difuso. Los pilotos de los coches parecían una ondulante cinta roja. Siguió llorando.

– Por ti, Irene -gritó-. Lo he hecho por ti.


La estación de ferrocarril de Mikulov estaba al pie de la ciudad vieja, en el punto donde la llanura se encontraba con la ladera de la colina. Había un único andén que soportaba el casi permanente azote del viento que llegaba de los Cárpatos, y un triste aparcamiento de gravilla que se inundaba cada vez que llovía. Delante de la entrada de la estación había una parada de autobús con los paneles cubiertos de pintadas. Allí, resguardado del viento y la lluvia, esperaba Gabriel, con las manos en los bolsillos del impermeable.

Alzó la mirada cuando la furgoneta entró en el aparcamiento. Esperó a que se detuviera antes de abandonar el refugio y salir bajo la lluvia. Chiara se inclinó sobre el asiento y le abrió la puerta del acompañante. Al encenderse la luz interior, Gabriel vio las huellas de las lágrimas en su rostro.

– ¿Estás bien?

– Sí.

– ¿Quieres que conduzca?

– No, puedo hacerlo yo.

– ¿Estás segura?

– Sube de una vez, Gabriel. No soporto estar sola con él.

Gabriel subió y cerró la puerta. Chiara dio la vuelta para volver a la autopista. Al cabo de un momento, viajaban a toda velocidad en dirección norte, hacia los Cárpatos.


Tardaron media hora en llegar a Brno, y otra hora hasta Ostrava. Gabriel levantó la tapa del compartimento en dos ocasiones para comprobar el estado de Radek. Eran casi las ocho cuando llegaron a la frontera polaca. Esta vez no había control alguno, ni cola de coches, sólo una mano que asomó por la ventana de la garita y les indicó que cruzaran la frontera.

Gabriel pasó a la parte de atrás y sacó a Radek del compartimento. Luego sacó una jeringuilla. Esta vez estaba llena con una dosis de un estimulante suave, sólo lo necesario para que recuperara la conciencia. Gabriel clavó la aguja en el brazo de Radek, le inyectó la droga, luego retiró la aguja y limpió el pinchazo con alcohol. Los ojos de Radek se abrieron lentamente. Observó el entorno unos segundos antes de mirar el rostro de Gabriel.


– ¿Allon? -murmuró a través de la más carilla de oxígeno.

Gabriel asintió.

– ¿Adónde me lleva?

Gabriel no respondió.

– ¿Voy a morir? -preguntó Radek, pero antes de que Gabriel pudiera responderle, ya se había dormido de nuevo.

37

POLONIA ORIENTAL

La barrera entre la consciencia y el coma era como un telón, a través del cual podía pasar a voluntad. No sabía cuántas veces había atravesado ese telón. Había perdido la noción del tiempo, lo mismo que había perdido su vieja vida. Su hermosa casa en Viena le parecía ahora la casa de otro hombre, en otra ciudad. Algo había ocurrido cuando había gritado su verdadero nombre a los israelíes. Ahora Ludwig Vogel era un extraño para él, un conocido al que no había visto en muchos años. Volvía a ser Radek. Por desgracia, el tiempo no había sido bondadoso con él. El alto y atractivo hombre de negro estaba ahora encerrado en un cuerpo débil y achacoso.

El judío lo había colocado en una cama plegable. Tenía las manos y los pies sujetos con una ancha cinta de embalaje, y estaba sujeto con correas a la cama como un enfermo mental. Las muñecas le servían como un portal entre los dos mundos. No tenía más que doblarlas para que el borde de la cinta se le clavara dolorosamente en la piel, y él pudiera pasar del mundo de los sueños al reino de lo real. ¿Sueños? ¿Era correcto llamar sueños a esas visiones? No, eran demasiado precisas, demasiado reveladoras. Eran recuerdos sobre los que no tenía ningún control, sólo el poder de interrumpirlos por unos momentos por el procedimiento de hacerse daño con la cinta adhesiva.

Su rostro estaba cerca de la ventanilla, y el cristal no estaba tapado. Podía ver, cuando estaba despierto, el interminable paisaje sumido en la oscuridad. No necesitaba las señalizaciones para saber dónde estaba. Una vez, en otra vida, él había gobernado la noche en esa tierra. Recordaba esa carretera: Dachnow, Zukow, Narol… Sabía el nombre del próximo pueblo, antes de que la señalización apareciera a través de la ventanilla: Belzec…

Cerró los ojos. ¿Por qué ahora, después de tantos años? Después de la guerra, nadie había mostrado interés en un vulgar oficial de la SD que había servido en Ucrania -nadie excepto los rusos, por supuesto- y cuando apareció su nombre relacionado con la Solución Final, el general Gehlen se había encargado de su fuga y de proporcionarle una nueva identidad. Su vieja vida había quedado sepultada en el pasado. Había sido perdonado por Dios y su Iglesia e incluso por sus enemigos, que se habían servido ávidamente de sus servicios cuando ellos también se sintieron amenazados por los bolcheviques judíos. Los gobiernos no habían tardado en perder todo interés en juzgar a los presuntos criminales de guerra, y los aficionados como Wiesenthal se habían centrado en las grandes figuras como Eichmann y Mengele, lo que había ayudado a que los peces pequeños como él encontraran refugio seguro. Sólo en una ocasión había surgido una amenaza grave. A mediados de los años setenta, un periodista norteamericano, un judío, por supuesto, se había presentado en Viena y había hecho demasiadas preguntas. Su coche se había despeñado por un barranco, y la amenaza había sido eliminada. En aquel momento había actuado sin vacilaciones. Quizá tendría que haber arrojado a Max Klein por un barranco a la primera señal de que podía haber problemas. Se había fijado en él aquel primer día en el café Central, y en los días posteriores. El instinto le había advertido que Klein era un problema. Había titubeado. Entonces Klein se había ido con su historia al despacho del judío Lavon, y ya había sido demasiado tarde.

Pasó de nuevo a través del telón. Se encontró en Berlín, sentado en el despacho del Gruppenführer Heinrich Müller, jefe de la Gestapo. Müller se estaba quitando un resto de comida de los dientes al tiempo que sostenía en alto una carta que acababa de recibir de Luther, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Corría el año 1942.

– Por lo que parece, los rumores de nuestras actividades en el este han comenzado a llegar a oídos de nuestros enemigos. También tenemos un problema con un lugar de la región de Warthegau. Quejas sobre la contaminación de las aguas o algo así.

– Si se me permite hacer la pregunta obvia, Herr Gruppenführer, ¿qué importancia tiene que los rumores lleguen a Occidente? ¿Quién podrá creer que algo así es posible?

– Los rumores son una cosa, Erich. Las pruebas son algo muy distinto.

– ¿Quién va a desenterrar las pruebas? ¿Algún patán polaco? ¿Un peón ucraniano de ojos rasgados?

– Quizá los Ivanes.

– ¿Los rusos? ¿Cómo podrían llegar a descubrir…?

Müller levantó una de sus manazas. Había concluido la discusión. Entonces lo comprendió. La aventura rusa del Führer no marchaba de acuerdo con los planes. Ya no estaba asegurada la victoria en el este. El jefe de la Gestapo se inclinó hacia adelante.

– Lo voy a enviar al infierno, Erich. Voy a hundir su bonita cara nórdica en la mierda hasta tal punto que nunca más verá la luz del día.

– ¿Cómo podré agradecérselo, Herr Gruppenführer?

– Limpie el estropicio. Hasta el fondo. En todas partes. Su trabajo será asegurarse de que continúe siendo un rumor. Cuando acabe la misión, quiero que usted sea el único hombre que quede en pie.

Se despertó. El rostro de Müller desapareció en la oscuridad de la noche polaca. Curioso, ¿verdad? Su verdadera contribución a la Solución Final no había sido el exterminio sino el ocultamiento y la seguridad, y sin embargo ahora estaba metido en problemas, sesenta años más tarde, por un estúpido juego que se había inventado en plena borrachera un domingo en Auschwitz. ¿Aktion 1005? Sí, había sido su obra, pero ningún superviviente judío podía dar testimonio de su presencia junto al foso de las ejecuciones, porque no había supervivientes. Había realizado su cometido a la perfección. Eichmann y Himmler tendrían que haber hecho lo mismo. Habían sido unos tontos al permitir que sobrevivieran tantos.

Apareció otro recuerdo. Enero de 1945, una columna de judíos que avanzaba por una carretera muy parecida a ésta. La carretera de Birkenau. Miles de judíos, cada uno con una historia que contar, cada uno un testigo. Había insistido en exterminar a todos los prisioneros del campo. Le habían respondido que no. Hacía falta la mano de obra esclava en el Reich. ¿Mano de obra? La mayoría de los judíos que había visto salir de Birkenau apenas si podían caminar, era impensable que pudieran empuñar un pico o una pala. Ninguno de ellos estaba en condiciones de trabajar, no eran más que carne para el matadero, y él mismo había matado a unos cuantos. ¿Por qué en nombre de Dios le habían ordenado que limpiara las fosas para que después millares de testigos salieran por su propio pie de lugares como Birkenau?

Se forzó a abrir los ojos y miró a través de la ventanilla. Iban por una carretera que bordeaba un río, cerca de la frontera con Ucrania. Conocía ese río, un río de cenizas, un río de huesos. Se preguntó cuántos centenares de miles estaban allí abajo, mezclados con el fango del lecho del río Bug.

Un pueblo a oscuras: Uhrusk. Pensó en Peter. Le había advertido que esto sucedería. «Si alguna vez me convierto en un firme candidato a ganar la Cancillería -le había dicho Peter-, alguien intentará sacarlo a la luz.» Había tenido claro que Peter tenía razón, pero también había creído que podía enfrentarse a cualquier amenaza. Había cometido un error, y ahora su hijo se enfrentaba a una intolerable humillación, todo por su culpa. Era como si los judíos hubiesen llevado a Peter junto a una fosa y le estuviesen apuntando a la cabeza con una arma. Se preguntó si podría evitar que apretaran el gatillo, si podría negociar un último trato, una última huida.

«¿Quién es este judío que me mira con sus implacables ojos verdes? ¿Qué espera de mí? ¿Que me disculpe? ¿Que me derrumbe, llore y suplique perdón? Lo que este judío no comprende es que no me siento culpable de mis hechos. Me guiaron la mano de Dios y las enseñanzas de su Iglesia. ¿No nos enseñaron los sacerdotes que los judíos eran los asesinos de Dios? ¿Acaso el Santo Padre y sus cardenales no permanecieron en silencio cuando sabían muy bien lo que estábamos haciendo en el este? ¿Este judío espera que me arrepienta sin más y diga que todo fue un terrible error? ¿Por qué me mira de esta manera?» Sus ojos le resultaban conocidos. Los había visto antes en otra parte. Quizá sólo era el efecto de las drogas que le habían administrado. No podía estar seguro de nada. Ni siquiera tenía la seguridad de estar vivo. Quizá ya estaba muerto. Quizá era su alma la que hacía este viaje a la vera del río Bug. Quizá ya se encontraba en el infierno.

Otro pueblo: Wola Uhruska. Sabía cuál era el siguiente: Sobibor…

Cerró los ojos. Lo envolvió el telón de terciopelo. Era la primavera de 1942, y había salido de Kíev por la carretera de Zhitomir. El comandante de una unidad de los Einsatzgruppen iba sentado a su lado. Se dirigían a inspeccionar una garganta que se había convertido en un problema, un lugar que los ucranianos llamaban Babi Yar. Cuando llegaron, el sol rozaba el horizonte. Con todo, había luz suficiente para ver el extraño fenómeno que tenía lugar en el fondo de la cañada. La tierra parecía estar sufriendo un ataque epiléptico. Se convulsionaba, salían chorros de gas junto con géiseres de líquidos putrefactos. ¡El hedor, Señor, el hedor! Ahora lo olía.

– ¿Cuándo comenzó?

– Poco después de acabar el invierno. La tierra se desheló, luego se descongelaron los cuerpos. Se pudrieron rápidamente.

– ¿Cuántos hay allí abajo?

– Treinta y tres mil judíos, además de gitanos y prisioneros rusos.

– Mande cerrar toda la zona. Nos ocuparemos de esto en cuanto podamos, pero de momento hay otros lugares que tienen prioridad.

– ¿Otros lugares?

– Lugares que nunca ha oído mencionar: Birkenau, Belzec, Sobibor, Treblinka. Aquí hemos acabado nuestro trabajo. Allí esperan nuevos Ingresos.

– ¿Qué hará aquí?

– Abriremos las fosas, quemaremos los cuerpos, luego machacaremos los huesos y dispersaremos el polvo por los bosques y los ríos.

– ¿Incinerará a más de treinta mil cadáveres? Lo intentamos durante las matanzas. Usamos lanzallamas. Pero las incineraciones en masa al aire libre no funcionan.

– Eso es porque nunca construyó una pira adecuada. En Chelmno demostré que se podía hacer. Confíe en mí, Kurt, un día este lugar llamado Babi Yar sólo será un rumor, lo mismo que la existencia de los judíos que vivían aquí.


Movió las muñecas. Esta vez el dolor no fue suficiente para despertado. El telón no cedió. Continuó encerrado en una cárcel de recuerdos, hundido en un río de cenizas.


Continuaron el largo viaje a través de la noche. El tiempo era un recuerdo. La cinta adhesiva le cortaba la circulación. Ya no notaba las manos ni los pies. Había momentos en que ardía de fiebre, y al siguiente tiritaba de frío. Le pareció que se habían detenido una vez. Había olido la gasolina. ¿Estaban llenando el depósito, o sólo era el recuerdo de unas traviesas de ferrocarril empapadas de combustible?

Los efectos de la droga acabaron por desaparecer. Ahora estaba despierto, alerta, consciente y muy seguro de que no estaba muerto. Algo en la expresión corporal del judío le dijo que se estaban acercando al final del viaje. Pasaron por Siedlce, luego, en Sokolów Podlaski, tomaron por una angosta carretera rural. El pueblo siguiente era Dybów, el próximo Kosów Lacki.

Ahora entraron en una pista de tierra. La furgoneta comenzó a traquetear. La vieja línea ferroviaria aún estaba allí, por supuesto. Continuaron por la pista hasta un denso bosque de abetos y abedules, y se detuvieron al cabo de un par de minutos en un pequeño aparcamiento asfaltado.

Un segundo coche entró en el aparcamiento. Tres hombres se apearon del vehículo y caminaron hacia la furgoneta. Los reconoció. Eran los tres que lo habían secuestrado en Viena. El judío se inclinó sobre él y, con mucho cuidado, cortó las cintas que lo ataban de pies y manos, y desabrochó las correas de cuero.

– Venga -dijo con voz amable-. Vamos a dar un paseo.

38

TREBLINKA, POLONIA

Caminaron por un sendero entre los árboles. Comenzó a nevar. Los copos caían suavemente para posarse sobre sus hombros, como las cenizas de una hoguera lejana. Gabriel sostenía a Radek por un codo. Sus pasos fueron vacilantes al principio, pero no tardó mucho en recuperar la buena circulación de la sangre en los pies, y entonces insistió en caminar sin la ayuda de Gabriel. Sus jadeos formaban pequeñas nubes en el aire. Su aliento tenía el olor agrio del miedo.

Se adentraron en las profundidades del bosque. El sendero era polvoriento y estaba cubierto por una mullida capa de agujas de pino. Oded iba unos cuantos metros por delante, apenas visible entre la nevada. Zalman y Navot iban en retaguardia. Chiara se había quedado montando guardia junto a los vehículos.

Hicieron una pausa ante una brecha entre los árboles, de unos tres metros de ancho. Gabriel la iluminó con la linterna. En el centro de la brecha, separadas a distancias iguales, había unas piedras que marcaban el lugar donde se había alzado la valla de alambre de espino. Habían llegado al límite del campo. Gabriel apagó la linterna y sujetó a Radek por el brazo. El viejo intentó resistirse y luego acabó por avanzar.

– Haga lo que le digo y todo irá bien, Radek. No intente correr, no tiene ninguna escapatoria. No se moleste en pedir ayuda. Nadie oirá sus gritos.

– ¿Le produce placer verme asustado?


– En realidad me repugna. No me gusta tocarlo. No me gusta el sonido de su voz.

– Entonces ¿por qué estamos aquí?

– Sólo quiero que vea unas cosas.

– Aquí no hay nada que ver, Allon. No es más que un monumento polaco.

– Precisamente. -Gabriel le tiró del brazo-. Venga, Radek. De prisa. Tiene que caminar más rápido. No disponemos de mucho tiempo. No tardará en amanecer.

Unos pocos minutos más tarde se detuvieron junto al lugar donde habían estado las vías del ferrocarril, el viejo ramal para los trenes que circulaban desde la estación de Treblinka hasta el campo de exterminio. Las traviesas habían sido reproducidas en piedra y ahora estaban cubiertas con la nieve fresca. Las siguieron hasta el campo y se detuvieron en el andén, ahora reconstruidas en piedra.

– ¿Lo recuerda, Radek?

El anciano permaneció en silencio. Sólo se oía el sonido de sus jadeos.

– Venga, Radek. Sabemos quién es, sabemos lo que hizo. Esta vez no escapará. No tiene ningún sentido negarlo ni buscar excusas. No tiene tiempo, si quiere salvar a su hijo.

Radek volvió la cabeza lentamente. Su boca se había convertido en una línea y su mirada tenía la dureza del granito.

– ¿Le harán daño a mi hijo?

– Usted lo hará por nosotros. Nosotros no tenemos más que decirle al mundo quién es su padre, y eso lo destruirá. Por eso puso aquella bomba en el despacho de Eli Lavon, para proteger a Peter. Nadie puede tocarlo a usted, y menos en un lugar como Austria. Hace mucho tiempo que dejaron de buscarlo. Estaba a salvo. La única persona que puede pagar por sus crímenes es su hijo. Por eso intentó matar a Eli Lavon. Por eso asesinó a Max Klein.

Radek le volvió la espalda y miró a la oscuridad.

– ¿Qué quiere? ¿Qué quiere saber?

– Quiero que me cuente cómo fue, Radek. Lo he leído, he visto los monumentos, pero no acabo de imaginarme cómo funcionó en la realidad. ¿Cómo fue posible transformar a centenares de personas en humo en sólo cuarenta y cinco minutos? Cuarenta y cinco minutos. ¿No se vanagloriaban de eso los oficiales de las SS? Podían convertir a un judío en humo en cuarenta y cinco minutos. Doce mil judíos por día. Ochocientos mil en total.

Radek soltó una risa desabrida, un torturador que no se cree la declaración de su prisionero. Gabriel sintió como un peso en el corazón.

– ¿Ochocientos mil? ¿De dónde ha sacado esa cantidad?

– Es la estimación oficial del gobierno polaco.

– ¿Usted cree que una pandilla de subnormales como los polacos pueden saber lo que ocurrió en estos bosques? -La voz de Radek sonó repentinamente de otra manera, más joven y autoritaria-. Por favor, Allon, si vamos a discutir este asunto, tratemos con hechos, y no con las estupideces de los polacos. ¿Ochocientos mil? -Sacudió la cabeza y llegó al descaro de sonreír-. No fueron ochocientos mil. La cifra verdadera es más alta.


Una súbita ráfaga de viento sacudió las copas de los árboles. A Gabriel le sonó como una descarga. Radek tendió una mano y le pidió la linterna. Gabriel titubeó.

– No creerá que vaya utilizarla para atacarlo, ¿verdad?

– Recuerdo algunas de las cosas que hizo.

– Eso fue hace mucho tiempo.

Gabriel le entregó la linterna. Radek apuntó el rayo hacia la izquierda, donde había unos arbustos.

– A este sector lo denominaban el campo inferior. Los barracones de los SS estaban allí. La valla pasaba por detrás. Delante había una carretera asfaltada, con arbustos y flores en primavera y verano. Quizá le cueste creerlo, pero era muy bonito. No había tantos árboles, por supuesto. Plantamos los árboles después de arrasar el campo. Ahora que están crecidos son muy hermosos.

– ¿Cuántos SS?

– Por lo general unos cuarenta. Las judías se encargaban de la limpieza, pero las polacas se ocupaban de cocinar para ellos, tres muchachas de los pueblos vecinos.

– ¿Qué pasaba con los ucranianos?

– Los tenían al otro lado de la carretera, en cinco barracones. La casa de Stangl estaba en el medio, en el cruce de dos caminos. Tenía un jardín precioso. Se lo había diseñado un hombre de Viena.

– ¿Los que llegaban veían esa parte del campo?

– No, no, cada sector del campamento estaba cuidadosamente oculto de los demás con vallas de alambre disimuladas con ramas de pino. Cuando llegaban al campo, veían lo que aparentaba ser una estación de ferrocarril rural, con todos los detalles, incluido un horario de llegadas y salidas. No había salidas de Treblinka, por supuesto. De la estación sólo salían trenes vacíos.

– Aquí había un edificio, ¿no?

– Lo construyeron con el aspecto de una estación. Servía de depósito de los objetos de valor de los prisioneros. Aquella parte la llamaban la plaza de la Estación. Aquella otra era la plaza de la Recepción, o de la Clasificación.

– ¿Alguna vez presenció la llegada de los transportes?

– No tenía nada que ver con ellos, pero sí, los vi llegar.

– ¿Había dos procedimientos diferentes para las llegadas? ¿Uno para los judíos de Europa occidental y otro para los judíos del este?

– Efectivamente. Los judíos de Europa occidental eran tratados con muchos engaños y disimulos. No había látigos, ni gritos. Se les pedía cortésmente que bajaran del tren. Había personal médico con batas blancas en la plaza de la Recepción para atender a los enfermos.

– Sin embargo, no era más que un engaño. A los viejos y a los enfermos se los llevaban y los mataban en el acto.

Radek asintió.

– ¿Qué pasaba con los judíos del este? ¿Cómo los recibían en el andén?

– A ellos los recibían los látigos ucranianos.

– ¿Y después?

Radek levantó la linterna y apuntó a través del claro.

– Aquí había un cercado de alambre de espino. Al otro lado de la alambrada había dos edificios. Uno era el barracón donde los desnudaban. En el segundo, los judíos se encargaban de rapar a las mujeres. Cuando acababan, las mandaban por aquel camino. -Radek utilizó la linterna para alumbrarlo-. Aquí había un paso, como para el ganado, de un par de metros de ancho, con alambre de espino y ramas. Lo llamaban el Tubo.


– Pero los SS le habían dado un nombre especial, ¿no?

– Lo llamaban el Camino al Paraíso.

– ¿Adónde conducía el Camino al Paraíso?

Radek alumbró con la linterna hacia lo alto.

– Al campo de arriba -respondió-. Al campo de exterminio.


Avanzaron hasta un gran claro sembrado con centenares de piedras. Cada una representaba a una comunidad judía asesinada en Treblinka. La piedra más grande tenía escrito el nombre de «Varsovia». Gabriel miró más allá de las piedras, hacia el este. Comenzaba a clarear.

– El Camino al Paraíso conducía directamente al edificio de ladrillos donde estaban las cámaras de gas -explicó Radek, que repentinamente parecía ansioso por hablar-. Cada cámara medía cuatro metros por cuatro. Al principio sólo había tres, pero no tardaron en descubrir que necesitarían más para atender a la demanda. Añadieron otras diez. Un motor diesel inyectaba el monóxido de carbono en las cámaras. La muerte por asfixia se producía en menos de treinta minutos. Después retiraban los cadáveres.

– ¿Qué hacían con los cuerpos?

– Durante varios meses, los enterraban en aquel lado, en grandes fosas comunes. Pero pronto no cupieron más cadáveres, y la putrefacción contaminó el campo.

– ¿Y entonces llegó usted?

– No inmediatamente. Treblinkla era el cuarto campo de nuestra lista. Primero limpiamos las fosas de Birkenau, luego las de Belzec y Sobibor. No llegamos a Treblinka hasta marzo de 1943. Cuando llegué… -La voz de Radek se apagó por un momento-. Terrible.

– ¿Qué hicieron?

– Abrimos las fosas, por supuesto, y retiramos los cadáveres.

– ¿A mano?

El viejo sacudió la cabeza.

– Teníamos una excavadora. Nos permitía acelerar el trabajo.

– La Garra. Ése era el nombre que le habían dado, ¿no?


– Sí, así es.

– ¿Qué hacían después de sacar los cadáveres?

– Los quemábamos en grandes parrillas de hierro.

– Usted tenía un nombre particular para las parrillas, ¿verdad?

– Asadores -dijo Radek-. Los Asadores.

– ¿Cuál era el siguiente paso después de incinerar los cadáveres?

– Machacábamos los huesos y los volvíamos a enterrar o los cargábamos hasta el río Bug y los arrojábamos a él.

– ¿Qué hicieron cuando acabaron de vaciar las fosas?

– Se organizaron las cosas de tal forma que sacaban los cadáveres de las cámaras y los llevaban directamente a los Asadores. Funcionó de esa manera hasta el mes de octubre de aquel año, cuando cerraron el campo y borraron cualquier rastro de su existencia. Estuvo en activo durante poco más de un año.

– Así y todo, consiguieron asesinar a ochocientas mil personas.

– No fueron ochocientas mil.

– Entonces ¿cuántas?

– Más de un millón. Todo un logro, ¿no? Más de un millón de personas, en un lugar pequeño como éste, en mitad de un bosque polaco.


Gabriel le quitó la linterna y desenfundó la Beretta. Empujó a Radek. Caminaron por un sendero, entre el campo de piedras. Zalman y Navot se quedaron en el campo de arriba. Gabriel oyó las pisadas de Oded, que los seguía a pocos metros.

– Lo felicito, Radek. Gracias a usted, esto no es más que un cementerio simbólico.

– ¿Ahora va a matarme? ¿No le he dicho lo que quería escuchar?

Gabriel lo empujó de nuevo.

– Quizá se sienta orgulloso por lo que hizo en este lugar, pero para nosotros es suelo sagrado. ¿De verdad cree que lo ensuciaría con su sangre?

– Entonces ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Por qué me ha traído aquí?


– Usted necesitaba verlo una vez más. Necesitaba visitar la escena del crimen para refrescar la memoria y prepararse para el momento de prestar declaración. Así salvará a su hijo de la humillación de tener a un padre como usted. Usted irá a Israel y pagará por sus crímenes.

– ¡No son mis crímenes! ¡Yo no los maté! Sólo hice lo que Müller me ordenó que hiciera. ¡Limpié el estropicio!

– Usted también mató a unos cuantos, Radek. ¿Recuerda aquel divertido pasatiempo con Max Klein, en Auschwitz? ¿Qué me dice de la Marcha de la Muerte? Usted participó en ella, ¿no, Radek?

El anciano acortó el paso y volvió la cabeza. Gabriel le dio un empujón entre los omoplatos. Llegaron a una gran hondonada, rectangular, donde habían estado los asadores. Ahora estaba cubierta de losas de basalto.

– ¡Máteme ahora, maldita sea! ¡No me lleve a Israel! Hágalo ahora y acabemos de una vez. Además, ésta es su especialidad, ¿no es así, Allon?

– Aquí no -replicó Gabriel-. En este lugar no. Usted no se merece ni siquiera pisarlo, y mucho menos morir aquí.

Radek se dejó caer de rodillas.

– ¿Qué pasará si acepto ir con usted? ¿Qué destino me aguarda?

– Le aguarda la verdad, Radek. Aparecerá delante del pueblo judío y confesará sus crímenes. Dirá la verdad sobre Aktion 1005. El asesinato de los prisioneros en Auschwitz. Los asesinatos que cometió durante la Marcha de la Muerte desde Treblinka. ¿Recuerda a las muchachas que asesinó, Radek?

Radek volvió la cabeza bruscamente.

– ¿Cómo sabe…?

Gabriel lo interrumpió.

– No será sometido a juicio por sus crímenes, pero pasará el resto de su vida entre rejas. Mientras esté en la cárcel, trabajará con un equipo de eruditos del Holocausto para escribir una historia detallada de las operaciones de Aktion 1005. Usted dirá a los que niegan y dudan lo que hizo para ocultar el asesinato en masa más grande de la historia. Usted dirá la verdad por primera vez en su vida.

– ¿Qué verdad, la suya o la mía?

– Sólo hay una única verdad, Radek. Treblinka es la verdad.


– ¿Qué recibiré a cambio?

– Más de lo que se merece -respondió Gabriel-. No diremos que es el padre de Metzler.

– ¿Están dispuestos a tragarse el sapo de tener a un canciller austriaco de extrema derecha sólo para capturarme?

– Algo me dice que Peter Metzler se convertirá en un gran amigo de Israel y de los judíos. No querrá hacer nada que nos irrite. Después de todo, podremos destruirlo mucho después de que usted haya muerto.

– ¿Cómo convenció a los norteamericanos para que me traicionaran? Supongo que con un chantaje, típico de los judíos. Pero tuvo que haber algo más. Seguramente juró que no me dejaría hablar sobre mi pertenencia a la Organización Gehler o la CIA. Supongo que su pasión por la verdad tiene un límite.

– Déme su respuesta, Radek.

– ¿Cómo puedo confiar en que usted, un judío, cumpla con su parte del trato?

– ¿Ha estado leyendo de nuevo Der Stürmer? Confiará en mí porque no tiene otra alternativa.

– ¿De qué servirá? ¿Hará que resucite una sola de las personas que murieron en este lugar?

– No -admitió Gabriel-, pero el mundo conocerá la verdad, y usted pasará el resto de su vida donde le corresponde. Acepte el trato, Radek. Acéptelo por su hijo. Considérelo su última huida.

– No permanecerá en secreto para siempre. Algún día, la verdad de todo esto saldrá a la luz.

– A su debido tiempo -manifestó Gabriel-. Supongo que no se puede ocultar la verdad eternamente.

Radek volvió la cabeza lentamente para mirar a Gabriel con una expresión de desprecio.

– Si fuese un hombre de verdad, lo haría usted mismo. -Se permitió esbozar una sonrisa burlona-. En cuanto a la verdad, a nadie le importó mientras este lugar estuvo en funcionamiento, y tampoco le importará a nadie ahora.

Miró hacia la hondonada. Gabriel guardó la Beretta y se alejó. Oded, Zalman y Navot parecían estatuas en mitad del sendero. Gabriel pasó junto a ellos sin decir palabra y cruzó el campo. Antes de meterse en el bosque, se detuvo un momento. Volvió la cabeza y vio que Radek, cogido del brazo de Oded, se levantaba lentamente.

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