I RENCILLAS DEL VIEJO MUNDO

Ublilsk-Kuzhniskia

Distrito Administrativo Cuarenta y Uno

La familia Derev

Ludmila Ivanovna # La chica

Irina Aleksandrovna # Su madre

Olga Vladimirovna # Su abuela

Maksimilian Ivanov # Su hermano

Kiska Ivanovna # Su hermana

Aleksandr Vasiliev # Su abuelo


Michael «Misha» Bukinov # Su amante

1

Ludmila se detuvo para ver el sol suspendido en el cielo. Su huida empezaría cuando se pusiera. Pero por ahora se limitaba a flotar, tediosamente, como lanzando reflejos a una cortina translúcida. Para la noche todavía faltaba una eternidad desesperante.

La ametralladora de un helicóptero retumbaba cerca de allí, a ratos más nítida y a ratos opaca. Ludmila contuvo un escalofrío.

Cinco horas más para discutir lo obvio y lo inane, para suspirar como de costumbre y para poner cara taciturna y escéptica. Escondería su emoción, aguardaría durante aquellos momentos finales hasta que la familia se metiera poco a poco en la cama entre bostezos.

Luego se escaparía.

Las montañas proyectaban una sombra junto a ella, una avanzadilla de la noche. Ella avanzó agarrotada contra el viento, sintiendo sus labios más carnosos de lo normal y la vulva también más carnosa y húmeda. Una excitación curiosa, que desafiaba el frío. Aquella noche Misha Bukinov se escabulliría de su patrulla mientras ésta recorría el pie de la montaña de Ludmila. Ella se reuniría con él entre las dunas de nieve que se elevaban sobre la loma de detrás de la cabaña de ella. Él no era el príncipe con el que había soñado de niña, pero era más de lo que ella podía aspirar a tener en Ublilsk.

Y también era su billete a Occidente.

La marcha de ella sería cruel. La familia se despertaría y encontraría su cama fría. Ludmila sabía que todas las flaquezas de sus parientes -o por lo menos, la mayoría- se convertirían en lacerantes recuerdos sentimentales en su mente en cuanto se marchara. Ya amenazaban con hacerlo ahora. Ella lloraría cada vez que se hiciera el silencio. Pero Ludmila se aferraba a la esperanza de que una vez en Occidente encontraría la manera de que su familia se reuniera con ella.

Estaba claro que la perdonarían cuando lo entendieran.

Una ráfaga helada le pasó los dedos por el pelo y se lo levantó alrededor de la cara, causando una impresión como de cuervos que secuestraban a un querubín. Detrás de ella el cielo era un estanque que se iba volviendo más profundo, aunque no lo bastante como para contener toda la emoción y la determinación que sentía.

Iba a huir a un sitio donde no hubiera balas ni explosiones. Tenía la impresión de que tal vez fuera a un país donde éstas se diseñaban, donde se invocaban las energías que había detrás de las mismas, donde la gente muy rica contrataba ejércitos enteros y guerras enteras. Tenía la sensación de que la paz debía de existir solamente en la frente de los conflictos. A diferencia de ellos, que vivían en la guerra, la gente muy rica no iba a tolerar la molestia de la guerra en su casa.

Y ahí es donde ella se iba a escapar con Misha.

Ludmila no quería volver a ver otra arma, ni volver a oír su ladrido, después de aprender el valor que tenían como la ecuación del poder. Se daba cuenta de que eran tan adictivas como los orgasmos, gracias a su poder para alimentar el orgullo. Mirando a los hombres, había descubierto que el orgullo era un susurro del mal, lo cual convertía el orgullo cultural, a juzgar por el número de susurros que contenía, en su grito. Ella no quería conocer nunca más a otro hombre echado a perder por aquel murmullo. Porque aunque no tuvieran una pistola en la mano, el instinto de imponerse a cualquier precio siempre pervivía en aquellos que se habían corrompido. Aquello estaba claro. Ella lo había visto. La idea del poder nunca abandonaba sus mentes.

La idea de que el Kalashnikov de Misha pudiera infectarlo hacía que su fuga resultara todavía más emocionante.

El abuelo de Ludmila, Aleksandr Vasiliev, era un hombre corrompido por las armas. Decía que la segunda persona que mató le había importado menos que la primera. Y la tercera aún menos. Después de matar a unos cuantos, llegó a un punto en que ya no le importaba gran cosa en la vida. Y al final ya ni siquiera se importaba a sí mismo. Ludmila recordaba el día en que su abuelo se dio cuenta de esto. Ella vio que el hecho de saberlo le diluía el color de los ojos. De ser estanques llenos de matices se apagaron hasta volverse tazas de té. Ludmila lo recordaba a la perfección porque fue el día en que su primera regla se presentó, salpicando el suelo de tierra de la cabaña. Un día embarazoso de mejillas ruborizadas y con la sensación de oler a queso de cabra y compota de remolacha.

– ¡Más sangre en estas montañas! -había clamado su abuela Olga-. ¡Como si este sitio no fuera ya una alfombra de sangre! Presta mucha atención a lo que te digo: la sangre no es ningún portento feliz si está en el sitio donde tú duermes.

Además del hecho de pasar de ser una nínfula a una lacra, el día marcó el inicio de una vida sucia y ojo avizor, vivida al lado de su abuelo. Él parecía husmear el flujo de ella todos los meses, y se desviaba de forma obvia para rondar por sus inmediaciones. Los otros cuatro parientes amargados que compartían la morada solamente le resultaban útiles a Ludmila en aquellos momentos, y aun así únicamente como distracción.

Pero esta noche se acababa todo.

Ludmila se zarandeó a sí misma para volver al presente y echó a andar apresuradamente por la nieve para encontrar a su abuelo y llevarlo a casa. No tenía ni idea de que las cosas estaban a punto de cambiar. Tal vez fuera su emoción la que atrajo los cambios. Porque forma parte de la naturaleza de los cambios repentinos el hecho de que uno los busca. Fuera cual fuese la causa, seamos claros: la relación de poder estaba a punto de dar un vuelco. Y no es que Ludmila anduviera buscándose problemas, mucho menos en un día tan preciado. Pero en aquel aire conocido por provocar cambios brutales de fortuna, conocido por adornar sus gases con arabescos parecidos al graznido del clarinete armenio, ella tendría que haber notado que los problemas eran inminentes.

La primera señal fueron las palabras que ella pronunció.

– Lo que devoras te acaba devorando a ti -gritó por el camino en dirección a Aleksandr-. Deja la botella, abuelo, antes de que te unas a los Mártires.

– A los Mártires les doy el vaho de mis meados. -La voz de Aleksandr se descolgó por un cordel de saliva que quedó colgando en la brisa. En medio de la pelusa de su cara brillaban manchas de color jengibre, y la sombra de su barba convertía en ojos enormes sus cuencas oculares. Era como una abeja que flotara con una sonrisa lasciva bajo el sol.

– Abuelo, tu mujer se está quedando ronca de tanto preguntar por ti.-Ludmila se volvió para ofrecerle un costado esbelto al viento y dejar que le apartara el pelo de la cara-. Vuelve conmigo, no hagas que el día sea demasiado difícil. El sol ya está demasiado bajo para hacerse el duro.

– ¡Bah! Como los cerdos, solamente hacéis ruidos en mi dirección cuando tenéis hambre.

– Pero te reverenciamos por hacerte cargo de nosotros. Eres un santo en la casa, si no fuera por ti, oleríamos el polvo de nuestros propios huesos. Ven, honra el hogar que te honra.

– Al hogar le doy el vaho de mi mierda.

La luz de color lavanda del sol se derramaba como jarabe sobre las ondulaciones de la nieve, enmarcando los pastos altos. Su escenario era un despliegue deslumbrante, con un telón de montañas al oeste y con paños oscuros de cielo al este. Sobre la aldea, trescientos metros más abajo, flotaban nubéculas de vaho de boñigas. La línea que discurría por detrás de la aldea como un cable eléctrico deshilachado era la carretera de Uvila. Ludmila observó que una furgoneta de color verde lima avanzaba lentamente por la misma como un juguete.

– Además, tu chico ni siquiera tiene polla. -Aleksandr señaló con un dedo acusador-. La cabra tiene más agallas que tu amante, y es francamente más guapa, hasta si le miras el culo.

– Todo va como debe ser con Misha, abuelo, gracias por tu interés. Además, no me imagino por qué regurgitas su recuerdo ahora, cuando hace un mes que no trastorna tu hogar con su rostro. Así que por favor, basta de mal humor. Deja la botella; las madres nos azotarán si volvemos a llegar tarde al almacén.

– No tiene polla y es feo. Y su cerebro le vendría pequeño a un gusano. Ésa es la verdad sobre tu amiguito. Y tiene nombre de chica.

Ludmila cruzó los brazos sobre el pecho y frunció el ceño. Fruncir el ceño era una herramienta importante en Ublilsk, algo que se enseñaba a una edad temprana y se practicaba a menudo. El fruncimiento de ceño de ella iba acompañado de unos ojos verdes y afilados como lanzas de bambú joven.

– Bueno, pues de chica no tiene nada. Simplemente Michael, debido a su naturaleza amigable, se ha ganado el diminutivo de Misha. -Caminó por aquel escenario de cristal en dirección a su abuelo-. Venga, ven, antes de que manden el tractor…

– ¡Bah! -El puño de Aleksandr salió catapultado de su manga. Ludmila recibió el puñetazo en la cara, y como no se inmutó, él le dio otro.

Entre los labios de Ludmila salió culebreando un filamento de sangre, brillante como una vena de neón. Ella se encogió y cayó de frente.

– Y no creas que voy a suplicar ese agujero que tienes que es como el culo de una cabra. Te voy a dar una lección de polla: te voy a enseñar una polla como el tronco de un árbol. Abre el agujero para el hombre que te mantiene y da gracias porque no te venda al Gnez más cercano. -El viejo tiró la botella y se puso de rodillas de un traspiés. Le aplastó los pechos con un antebrazo pesado como una losa y le bajó a la fuerza los pantalones que llevaba debajo de sus faldas.

Ludmila forcejeó y chilló.

La relación de poder era como sigue: si Aleksandr la sodomizaba, se le podría convencer con mayor facilidad para que firmara el cupón de su pensión y aquella noche aparecería pan en la mesa de la familia. Si ella no se resistía a ser enculada -si se ponía en cuclillas, resplandeciendo sonrosada sobre la nieve, o bien de pie y doblada hacia delante, abriéndose el trasero con las manos-, también aparecería cerdo en la mesa. Y si ella lubricaba el aire con gemidos lujuriosos, tal vez habría incluso Fanta de naranja.

Ludmila cerró los ojos con fuerza y sintió que las manos de él la sujetaban como si fuera una niña a lomos de un burro. Recordó la mueca que ponía él después de un chiste y le pareció oír los gemidos diminutos que solía soltar entre las risas entrecortadas. Aquello despertó un instinto de abrazarlo con fuerza, de drenar su dolor y de devolverle su bienestar. Intentó resistirse a aquel instinto, pero éste volvió con fuerza.

Aleksandr se abrió el botón de los pantalones y le arrancó a ella uno de sus guantes.

– Cógela con la mano: cógela fuerte, métete dentro a tu salvador. -Él la puso boca abajo y le abofeteó rítmicamente las nalgas, dejándoselas rojas como nectarinas.

Pero cuando Ludmila sintió la respiración pastosa de él en el cuello y oyó aquellos gemidos que uno hace cuando tiene los ojos cerrados, algo dentro de ella se rompió. Se giró debajo de su abuelo, cogió el guante y se lo embutió en la garganta.

Aleksandr tuvo una arcada y el guante se le hundió más. Ella vio cómo se arqueaba, se inflaba y vomitaba hacia dentro. El ceño se le elevó bruscamente, el cuerpo se le tensó y se le retorció. Ella lo empujó lejos, como a una serpiente que hubiera encontrado en la cama, y dejó escapar un sollozo entrecortado.

Ahora bien: si ella le metió un dedo en la garganta para intentar sacarle lo que se la obstruía, y en caso de hacerlo, si se esforzó mucho en su intento, de eso no se acuerda. De lo único que se acuerda es del pelo de él, rígido bajo el viento como hierba muerta, y de una punzada gélida en los márgenes del ojo. Por mucho que durara el momento de aquella frontera personal -porque fue una frontera en el sentido más grandioso, una evolución crucial para ella y para la cultura que la rodeaba-, un momento más tarde ella bajó la vista y vio a Aleksandr completamente quieto. Su cabeza ya no era más que otra roca en el Cáucaso. Ella estaba empapada de sudor.

No pasó mucho tiempo antes de que llegara resoplando por la cuesta el tractor de la familia. Se detuvo un momento a escuchar y arrancó de nuevo. Por fin apareció, debajo de las nubes del humo de la máquina, su hermano Maksimilian, una comadreja larguirucha enfundada en abrigos parecidos a alfombras.

– Milochka, ¿eres tú la que va pegando chillidos por ahí? -gritó-. ¿Tengo que ir hasta ahí para subirte? Tu familia ya tiene alucinaciones de pura hambre, de tanto esperarte.

Ludmila se secó la cara con una manga y hundió la cara boquiabierta de Aleksandr en la nieve.

– Bueno, ¿no puedes darte prisa? -gritó ella. Volvió a ponerle el pene lloroso en su sitio a su abuelo, le abrochó los pantalones y le pasó una mano por el pelo.

– ¡Ja! Escucha lo que te digo: si solamente haces los ruidos sin sentido de un jerbo, ¿cómo esperas que yo sepa que tengo que darme prisa?

– No son sin sentido, el abuelo se ha caído.

– ¿Qué quieres decir?

– ¡Espabila! Se ha caído y no se mueve.

Maksimilian estrujó el motor hasta sacarle un rugido hueco que sonó como una queja. La vieja máquina roja no se podía arrastrar más deprisa. Su mirada encontró la de su hermana y la sostuvo durante el minuto que al tractor le costó reunirlos.

– Ni siquiera te podemos mandar a que traigas al viejo de una colina. ¿Qué le has hecho?

– Nada, se ha caído solo.

– ¿Y entonces por qué da la impresión de que ha caído una granada alrededor de él?

– Lo he movido para ver cómo estaba.

– Ja. -Maks se acercó al cadáver y le dio un golpe con la bota-. Bueno, su estado no va a mejorar con la cara embutida en la nieve. -Escarbó alrededor de la cabeza de Aleksandr y la giró hasta que aparecieron la boca y la nariz.

– ¡Mira! -Ludmila señaló lejos del cuerpo-. ¡Debe de haber sido el dzuz!

Maks siguió el dedo de Ludmila con la mirada. Cogió del suelo la botella de vodka casero y la examinó al trasluz.

– Casi se la ha terminado. Debe de ser menos venenoso que de costumbre. Pilo ha estado timando al alambique. -Levantó la botella y dio un trago largo, saboreando el licor. Luego se volvió hacia su hermana-. ¿Y qué está poseyendo tus sentidos mongoles para que le eches la culpa al dzuz?

– Estoy ansiosa por descubrir las causas, nada más.

– Vaya, ja, y con razón. No quiero ni imaginar lo que va a pasar si está muerto. Y no quiero imaginar lo que le vas a decir a tus madres. Si está muerto, Milochka, no me atrevo ni a imaginarlo.

– ¡Shhh! Te puede oír, y desperdiciar sus últimos pensamientos en cosas tristes. Puede perder la confianza para pelear.

Maks soltó una bocanada de aire como si fuera un escupitajo.

– Por la pinta que tiene, yo diría que la confianza es el menor de sus problemas.

– ¿Qué? ¿Qué? ¡Se ha caído solo! ¡Estaba intentando salvarle la vida!

Mak señaló el cuerpo con la barbilla.

– Pues sálvalo. Venga, sálvale la vida.

– ¡Shhh! ¡Los oídos pueden seguir oyendo después de muertos!

– Creía que le estabas salvando la vida.

El cielo se amorató detrás de Ludmila. Ella arqueó la espalda contra el viento como una criatura que espera problemas, dejó que la lengua de éste le lamiera la ropa y se la pegara al cuerpo y que le azotara la cara con su propio cabello. Por debajo, en el vórtice de aquellos azotes, y a la sombra de sus ojos, asomó la punta rosada y brillante de una nariz, como una gota caída de una vela caliente. Una lágrima descendió por la misma, en busca de la calidez de un orificio nasal, pero acabó arrastrada por el viento y chispeando como el hielo.

– Tenemos que llevarlo a la ciénaga. -Ella sorbió por la nariz.

Maks le dedicó su mirada más insultante.

– Qué idea tan maravillosa has tenido, vamos a hacer que parezca todavía más un crimen para que los dos nos podamos llevar las culpas. Por esa idea te van a dar un premio.

– No tires mierda en mi dirección, Maksimilian. Pedazo de ganso. Sólo digo que hagamos lo más humanitario.

– ¡Ja! ¡Vaya caridad! Tirar a un hombre al barro congelado solamente para hacer valer tus ideas femeninas subnormales.

– Bueno, puede que tenga unas últimas palabras que decirnos.

Maks contempló el cuerpo del viejo.

– Esto es todo lo que tenía que decirnos. Un hombre tan ingenioso que le costó cincuenta y nueve años decirnos esto.

– Pero podría firmar algunos cupones.

– ¡Ja, sí! Llévale una pluma al barro. -Maks exhaló una nube de vaho en dirección a los cielos-. Bueno, eres tú la que lo está salvando.

– Yo no he dicho que lo esté salvando, he dicho que lo podemos llevar a la ciénaga si tú me ayudas.

– Y por supuesto, en virtud del mayor milagro de la historia, guardado en secreto en las tetas de las mujeres, el barro lo salvará.

– Mira, si no te gusta la idea de intentar todo lo que se pueda hacer para salvarlo, entonces tú mismo se lo puedes decir a las madres. -Ludmila se puso de rodillas para limpiar el cuello de la camisa de su abuelo-. La cara ya se le ha puesto del color de la sopa de remolacha. -Fuera de la vista de Maks, en un hueco que la nieve formaba alrededor de la cabeza, exploró la garganta de Aleksandr con las yemas de los dedos. Se había tragado el guante con los dedos por delante, mientras que la parte de atrás se le había quedado formando un bulto sin engullir. Mientras Maks se acercaba, ella intentó cerrarle la boca, pero se encontró con que era del todo imposible. El sudor le hizo venir otro escalofrío.

Maks miró hacia abajo con el ceño fruncido.

– A un ruso se le puede poner la cara como sopa de remolacha. O a un ucraniano. Pero no a uno de los nuestros. Si quieres saber lo que pienso, le ha estallado el corazón. Le ha estallado el corazón y se le ha subido toda la sangre, está claro.

– Entonces cógele las piernas. Lo podemos envolver en tela y acostarlo sobre el barro, a oscuras, donde la conciencia sobrevive más tiempo. Después le podemos coser ojos y dedos nuevos al cuerpo, es verdad. Espera mientras le envuelvo la cabeza con mi abrigo.

– Guárdate tus milagros mujeriles para la cola del pan.

– Pero hay que evitar que muera. -Ludmila se quitó el abrigo que llevaba encima y lo usó para envolver la cabeza de Aleksandr, atándole las mangas alrededor del cuello.

– Y cierra la boca si lo único que puedes hacer es gimotear como un ruso. -Maks tiró del cuerpo por las piernas hasta la trasera del tractor-. Podemos llevarlo al barro y pegarle las piezas nuevas más tarde, como ya te he dicho.

– ¡O lo puedes llevar a la clínica de Nevinnomyssk!

– ¿Eres estúpida? El tractor necesitaría un mes para llegar a Nevinnomyssk. -Soltando un gruñido, Maks le levantó las piernas al viejo y las colocó sobre las horquillas del tractor.

– Quería decir que subiéramos el tractor en el tren… y lo lleváramos a la clínica en tren.

Maks le dedicó una mirada mordaz.

– Intenta, por favor, por mí, recobrar tu sentido común de enano. Si tuvieras ni que fuera un solo ojo en la cara, habrías observado que no respira. ¿Crees que va a contener la respiración de aquí hasta Nevinnomyssk? ¿Y que la clínica lo va a rellenar de aire como si fuera un neumático? Y piensa en las maldiciones que lanzarán tus madres si transporto el cadáver lejos de ellas.

– Bueno, pero…

– Además, el tren ya ha pasado.

– Ése era el tren del pan. Hoy pasa el tren grande. -Ludmila fue a ayudar a Maks a colocar el cuerpo sobre las horquillas-. Ten cuidado, si es que le ha explotado el corazón.

– Te digo que todavía no le ha explotado. ¿Por qué no escuchas? Ha tenido una burbuja en la cabeza. O un gusano. Si lo podemos poner de pie, el flujo de la sangre lo arreglará. En el caso de los gusanos, es sabido que no pueden subir. Podemos atraparlo en el cuello.

– ¡No le destapes el cuello!

De la nieve se levantó un polvillo de nieve, solamente para que el viento lo dispersara. Y tal vez en aquella meseta congelada les pasaba lo mismo a las almas que intentaban elevarse del cuerpo. Ludmila se arrebujó en la ropa de abrigo que le quedaba. Mientras sentía un escalofrío pequeño y rígido se imaginó que se marchaba a la carrera, que corría hasta un lugar donde la gente ponía hierbas en las repisas de las ventanas solamente para que oliera bien y donde había vida como para mantener a un payaso infantil. Miró en dirección al horizonte y cerró los ojos. En el escenario de sus sueños tenía un apartamento de color yema con zócalos. Su príncipe pisaba con calidez el umbral todas las noches. Ella le ofrecía un regalo, en sus sueños, de carnes de primera calidad envueltas en papel encerado, o de una tarta favorita que le había regalado con un guiño su colega Katyrine, o Debie, o Suzan, o como se llamaran las chicas extranjeras que compartían con ella los ojos en blanco y las risitas burlonas de la jornada en las oficinas iluminadas por el sol donde ella trabajaba. Haría de secretaria, o tal vez incluso de administradora, ya que podía ser lo bastante huraña. Hombres grandes y limpios de manos cuadradas trabajarían junto a ella y se maravillarían de lo mucho que progresaban bajo su tutela.

Pero lo que vio al abrir los ojos fue el Distrito Administrativo Cuarenta y Uno de Ublilsk: una zona despoblada, montañosa y azotada por el viento cuyas fronteras cambiaban todos los días debido a la guerra. Ni era todavía un país ni tampoco una provincia. Era un limbo donde los ruidos resonaban con tanta claridad como monedas tiradas en una catedral, y donde el fuego de mortero marcaba los pulsos de una docena de repúblicas en ciernes.

Maks se volvió hacia su hermana y escupió sobre la nieve.

– Pues mira lo que has hecho. Estamos condenados.

– Cierra la bocota, ha sido más bien tu pereza la que lo ha debilitado. ¡Mírate, hasta tienes que gastar combustible del tractor para recorrer esta distancia tan corta!

– ¡Ja! Pues me gustaría ver cómo cargas con el cuerpo sin tractor.

– ¡Tú no sabías que iba a haber un cuerpo!

– Aun así. ¡Eres culpable de la muerte de un hombre! ¿Porque acaso no estabas tú a su lado?

– No aceleres, a mí se me encuentra al lado de su cuerpo todos los días del año.

– Pero en todos esos días su cuerpo tiene aliento. ¡Eres culpable de la muerte de un hombre! Y debería asestarte con el látigo en los morros para no ofender a los santos. Hazme una señal, antes de que se sirvan más comidas amargas en tu nombre.

– ¡Ja! Y tú…

– ¡Hazme una simple señal!

Un avión enhebró un hilo brillante a través del cielo, de camino hacia algún lugar lleno de vida situado al oeste, demasiado alto para ver a los jóvenes erguidos que estaban con los brazos formando cruces. Lo hacían para que el fantasma de Aleksandr se pudiera colar de estranjis en el jardín de algún dios que estuviera remotamente interesado. Aquella pareja de jóvenes de la etnia ubli -él con pinta de cachorrillo peligroso, ella provista de una inocencia sucia y astuta- permanecieron de pie hasta que a punto estuvieron de caérseles los brazos bajo el peso del paraíso, susurrando entre dientes en su idioma de crujidos y hachazos, que se parecían a los pasos de baile de unos patinadores de hielo. La gente de lengua kabardino-cherkesa, así como los azeríes, hayastaníes y georgianos, todos sospechan que esa curiosa lengua es, si no un asesinato, seguramente un secuestro del idioma de ellos.

Pero el idioma ubli solamente existe en Ublilsk.

Se dice que es el idioma más capaz de expresar las expresiones de desprecio. Los académicos soviéticos argumentaron una vez que la muerte lenta era una parte tan vital de la cultura ubli que sus miembros no solamente tenían que burlarse de ella, sino que tenían que hacerlo de forma decorativa, con un gran arte irónico. Para burlarse de la muerte, sin embargo, también tenían que burlarse de la vida. De forma que aquella adaptación lingüística de una cultura a su entorno había constituido, irónicamente, su evolución final: la falta de esperanza evitaba que la vida continuara.

Esto es lo que razonaban los académicos soviéticos, en la época en que alguien todavía les pagaba. Ahora nadie paga a nadie por razonar nada sobre Ublilsk, ni sobre la mayoría de territorios en guerra en esa frontera que separa el Este de Occidente: ese Cáucaso glorioso.

Ludmila miró cómo las nubes de color metal se oscurecían por encima de las montañas y absorbían el brillo de la nieve.

– Bueno -suspiró ella-. Pues entonces, bueno.

– ¿Entonces bueno, qué?

– Tendríamos que volver.

– ¡Ja! -Maks proyectó la barbilla hacia el cielo-. Y tú precisamente tienes prisa por volver. Tienes unas ansias incontrolables por volver, y decirles a tus madres que has matado al sustento de la familia.

– Para de soltar bilis, tarde o temprano tendremos que volver. Seguirá habiendo cosas que hacer en el mundo después de que les demos la noticia.

– ¡Cómo! Nos pasaremos un mes encendiendo velas junto a su cuerpo, eso es lo que vamos a hacer, gracias a ti. No habrá nada más que hacer hasta que nos muramos de hambre y nos congelemos en la cama, gracias a ti.

A Ludmila le entró un temblor en el labio.

– No sueltes tanta mierda: se ha caído solo, Maksimilian. Se ha caído y ya no está entre nosotros, y alguna clase de vida tendrá que continuar, aun cuando estemos de luto.

Maks le dirigió una mueca de desdén a su hermana.

– Claro -caviló, mirándola de arriba abajo-. Alguna vida tendrá que continuar. Las nubes tendrán que seguir volando por el cielo. Las patrullas tendrán que continuar pasando bajo la montaña, por las noches. -Se detuvo y la atravesó con la mirada-. ¿Y acaso estabas imaginando que cierto pequeño romance iba a continuar también esta noche, en las dunas? ¿Con cierto intrépido culo de ganso que guarda un poderoso parecido con el joven Misha Bukinov? Te olvidas de que yo me encuentro todos los días con la patrulla. -Maks juntó las manos detrás de la espalda y caminó hacia el tractor, asintiendo-. Bueno, bueno. Tal vez no todo tenga que continuar. Tal vez hayamos descubierto algo que no va a tener que continuar en absoluto, viendo cómo están las cosas.

2

– ¿Algo con rúcula? -gritó Blair.

– ¿Eso no es una enfermedad inflamatoria?

– Bueno, ¿pues qué demonios quieres?

– Beicon -graznó Conejo.

– Tendrías que evitar las grasas. Hay cuscús.

– ¿Es que no hay simplemente un poco de beicon?

– Hay un trozo de jamón serrano.

Conejo asomó la cabeza por la puerta del baño como si fuera un tejón y sus ojos moteados echaron un vistazo a la habitación de alquiler, cuyos espacios iluminados por las sombras hablaban de estudiantes recién instalados en su alojamiento.

– ¿Es que no hay nada que no hayan arrancado a latigazos de la espalda del cadáver de un puto extranjero?

– Ese comentario me parece ofensivo -dijo Blair en tono cortante-. Lo siento, pero si ése es el único nivel en el que te puedes comunicar, ya te puedes ir a buscar tú la comida.

– Pero qué eres, ¿gilipollas? ¿Es que no hay nada inglés? Tú limítate a traerme algo que se pueda untar en un panecillo. Algo que se pueda meter en un panecillo. Prêt-a-panecillo.

Una semana antes, los desayunos precocinados habrían sido anunciados por el chirrido del recipiente del té que venía de la sala de estar verde y con el ruido lejano de cacharros procedente de la cocina. Conejo se habría puesto el primer Rothmans en los labios y lo habría encendido con una cerilla. Antes de que empezara a quemarse el nombre del fabricante, los olores grasientos ya habrían empezado a deambular por el ala de seguridad de la Albion House, ofreciendo una promesa de pan frito. Conejo se habría entretenido con proyectos mentales, como la categorización que estaba llevando a cabo de los tipos faciales, en la que había llegado de momento a la gente que se parecía a cerdos y ardillas, tras cerrar la fase reptiliana decidiendo que su hermano era una salamandra.

Hacía solamente unos días todo esto había sido la rutina. Pero ahora los gemelos estaban en Londres, solos en un sótano que parecía un tanque de agua de fregar, restos flotantes incluidos. La libertad, lo llamaba Blair. Para Conejo aquella supuesta libertad era una canción hecha de notas que terminaban en pequeños chilliditos, una canción hindú con acompañamiento de sierra.

– A ver si se me entiende -gritó desde el cuarto de baño. A fin de mantener alta la moral, estaba usando su inflexión de voz habitual: un tono vagamente incrédulo que tenía la sequedad de una galleta al partirse.

– ¿Qué es lo que se te entiende? -gritó Blair-. El lunes cenaste un maldito curry, que no es precisamente inglés.

– Sí que lo es.

Un porrazo procedente de la cocina americana hizo vibrar los tablones del suelo. Blair penetró en la niebla del cuarto de baño. Parecía un faraón menudo y delicado que a través de las gafas oscuras de Conejo daba la impresión de que llevaba unos cuernos de luz. Era algo que pasaba a menudo a través de las gafas oscuras de Conejo. Su sensibilidad a la luz convertía el mundo entero en un poema sinfónico. Blair apartó a patadas unos albornoces amontonados de manera que parecían un camello y lanzó una bolsa reluciente sobre la bañera.

– Esto es lo que hay, lo tomas o lo dejas. Yo tengo mejores cosas que hacer.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, llevar esos formularios al juzgado de paz, ya que tú no has tenido el coraje de hacerlo.

Conejo movió el dedo por debajo de una mancha de burbujas de jabón y la hizo estallar como si la atacara un tiburón.

– He hablado con ellos por teléfono.

– Pues no nos dan los certificados de nacimiento por teléfono, hay que presentarles los formularios. Siento que sea tan poco conveniente.

– A ver si se me entiende. Que me vuele los huevos un terrorista, o que me cosa a tiros la brigada antiterrorista, podría resultarme poco conveniente. Sería algo que no se arreglaría con un par de tazas de té. No pienso ir a menos que no me quede otro remedio.

– Por el amor de Dios. Además, si te cortaras las greñas y dejaras de llevar esos albornoces llenos de porquería, parecerías mucho menos amenazador.

– Por lo menos yo soy inglés.

– Los terroristas son ingleses, Conejo.

– Además, no tiene mucho sentido hacer la solicitud aquí abajo, ¿no? Ya lo haremos cuando volvamos al norte.

– Nacimos en Londres, Nejo. Aquí es donde está el hospital que trata con gente como nosotros, lo siento si te resulta confuso.

– No entiendo qué prisa hay. Ya llevamos tiempo sin certificado de nacimiento.

– Ya, pero ¿puedes tú existir sin saber si naciste? -Blair miró con disgusto el cuerpo de Conejo, que se mecía entre aquel oleaje de un color como de maicena. Soltó un suspiro enfurruñado-. No importa, ya lo haré yo.

Conejo chasqueó la lengua. Se subió las gafas de sol por encima de la frente, sacó una mano de la bañera y cogió la bolsa de comida entre el índice y el pulgar.

– «Polenta de higo romaní con puntas de huitlacoche y chicharrones de caza salvaje ahumados a la acedera» -leyó-. Por el amor de Dios.

– Vale, búscate tú la comida. -Blair salió dando zancadas.

– A ver si se me entiende, joder. Que no te engañe el capullo de ese cocinero de la tele: ¿no creerás que se ha puesto tan gallito comiendo esta puta mierda, verdad? El suelo que la cámara no enseña estará todo lleno de migas de carne empanada, te lo digo yo.

Conejo se apartó un mechón largo y rebelde del cuello y se lo echó por encima del hombro. El mechón se quedó pegado al esmalte de la bañera. Se volvió a poner las gafas. En contra de lo que él creía, lo mal que se veía todo a través de las gafas de sol no le agudizaba el resto de los sentidos. Más bien se los embotaba. Los orificios nasales le temblaron, en busca de esa sensación algodonosa de renovación que se sabe que acecha en el vapor de los cuartos de baño. En lugar de eso, una ráfaga de olor a sal y vinagre golpeó la luz del techo, extrayendo del agua del baño esa clase de turbiedad que emite el fondo del mar en los días de mala suerte.

Miró con el rabillo del ojo hacia la puerta.

– ¿Así es como vamos a ser ahora, para siempre?

– Bueno, uno es lo que quiere ser.

– A ver si se me entiende. ¿Cinco libras por esta porquería? Esto es un recochineo. Creo que va a tener que hacer la compra el menda.

– Bueno, lo siento pero no podemos vivir a base de empanados y congelados. Simplemente no es viable.

– ¿Y será viable que te meta un chicharrón por ese coño de cabrón que tienes?

– No me voy a dignar a contestar a eso.

– A ver si se me entiende. ¿Es que no hay un panecillo para tostar? Desde que vinimos que no te pillo. No te pillo ni de coña.

– Bueno, se llama la vida -escupió Blair-. Qué sabrás tú.

– Otra perla de sabiduría posmoderna, pero qué «in».

– No tiene nada de posmoderno, tiene que ver con elegir de forma informada.

– Pues descríbeme esto: «puntas de huitlacoche».

– Vete a la mierda.

– Un pequeñoburgués intimidado por el menú, eso es lo que eres, cielo. Un hombre del Norte perdido en un puto sitio que le supera.

No hubo respuesta. El televisor de la sala de estar estaba encendido aunque no lo estuviera mirando nadie. Aun así seguía berreando espantos sacados del popurrí de peligros de aquel diciembre: el virus Al-Masur, la depresión neonatal y, mientras Conejo seguía despotricando en el baño, una serie de frases entrecortadas que o bien pertenecían a la campaña antiterrorista: «¡Ten cuidado!», o bien a una película antigua de Boris Karloff. Conejo estiró el cuello.

– Simplemente tráeme algo normal o de verduras, con que tomarme las pastillas. ¿Colega?

No hubo respuesta.

– ¡Oye, Blair! Que esta mañana no tengo el pecho fino. ¿Puedes traerme las pastillas?

No hubo respuesta. Blair estaría otra vez delante del espejo, junto a la lamparilla de la cocina. El resplandor de la misma hacía más cálido el pene burlón en que se le había convertido la cara. Luego se oyó un crujido procedente de la silla del ordenador. Blair estaba navegando por internet. Conejo tiró la bolsa por la puerta abierta.

– Al carajo. Y no me salpiques la mesa del despacho. Tengo que escribir más tarde.

– Bueno, eso está completamente fuera de lugar. Estoy buscando cosas de trabajo.

– No, cariño, tú sigue. -La voz monótona de Conejo se enroscó hasta convertirse en un gimoteo-. Hazte una gallola, ya llevas casi una hora levantado. Es un milagro que no te hayas corrido encima sin querer.

– ¡Son cosas de trabajo, hostia!

– Se están diversificando, ¿no? ¿Adolescentes de acción trasera?

Blair saltó de su silla con tanta energía que la silla se levantó del suelo. Fue dando zancadas hasta la puerta del baño y clavó un dedo en la niebla.

– Dentro de un momento te voy a partir la puta cara.

A Conejo le saltaron las cejas como unas rebanadas de pan cuando salen de la tostadora.

– Qué urbano -dijo, estirando la mano para coger su cepillo de uñas «Cohete» de Stephenson-. Qué barriobajero.

– Lo digo en serio, Nejo. Se acabó. Me tienes hasta las narices.

– A ver si se me entiende. Por mí te puedes hacer pajas hasta entrar en coma. -Conejo se encogió en una esquina de la bañera-. ¿Por qué te has puesto tan cascarrabias de repente?

– Bueno, se llama intimidad. Es un puto derecho humano básico y global.

– Global, ¿eh? -Conejo se sorbió la nariz-. Pues ve, anda.

– Y ahora no te me hagas el mártir, ¿eh?

– Vale, vete, anda.

Un suspiro explosivo atrajo a Blair al borde de la bañera.

– Ya no me ando con juegos, Conejo. Tenemos treinta y tres años. Éste es nuestro primer contacto real con la vida, y lo siento si te he dado la impresión de que iba a malgastarla marchitándome contigo, pero he visto el reloj de cocina y se me está pasando el arroz.

– Las lentejas.

– ¡Estoy hablando!

– Lo siento, las lentejas son otra cosa. Es lo de vender a tu hermano, me he equivocado. «Vendió a su hermano por…»

– ¡Cállate! -Blair hizo caer a la bañera una caja de jabón en polvo, que hizo un sonoro plaf al dar en el agua-. No voy a dejar que te salgas con la tuya. Ahora estamos aquí. Es el mundo. No sé qué complejo tienes, pero yo me pienso tirar de cabeza.

– Eres tú el que tiene un complejo, chaval.

– No, Conejo, el complejo lo tienes tú: cada paso que doy te hace entrar en pánico, joder. Mírate. Tendrías que alegrarte de que salga a labrarnos un futuro, tendrías que estar entusiasmado de que por fin seamos libres.

– No seas memo, el mes que viene volvemos. Aah, Albion, verde cuna…

– Yo no pienso volver. Ni lo sueñes.

– Tenemos cuatro semanas de libertad vigilada, Blair. No te des el piro, coño. Yo ni siquiera voy a deshacer mi maleta.

– Muy bien, Conejo, muy inteligente. Te vas a limitar a sentarte ahí y fingir que toda la discusión con el supervisor nunca tuvo lugar. Así es como vas a esperar a que pase todo, simplemente olvidando cosas de forma selectiva. Pero escucha: yo no voy a olvidar una palabra de esa reunión.

Conejo se puso a abrir y cerrar las piernas, provocando pequeños tsunamis por encima de su barriga.

– Solamente he dicho que tenemos cuatro semanas de libertad vigilada. No hay ninguna ambigüedad.

– Di lo que quieras, nos han dicho que salgamos y nos integremos. ¿Por qué crees que me han encontrado un trabajo? ¿Sinceramente crees que me habrían dado un empleo si fuéramos a volver al centro dentro de cuatro semanas?

– ¿El qué? ¿Ese rollo de los manipuladores de sándwiches? Hacer de manipulador de sándwiches no me parece precisamente…

– Se fabrican en el extranjero. Nosotros somos la oficina central, lo único que hacemos son las estrategias globales de marketing.

– A ver si me explico, solamente has ido una vez. Menudo chanchullo tienen montado. Y además, ¿tú qué sabes de todo eso?

– Bueno, ésa no es la cuestión. La cuestión es que es un trabajo. No nos confundas con los casos graves, Conejo. Con la privatización no es provechoso tener a todo el mundo en el centro, el gobierno no se va a prestar a eso. Han bajado la válvula del desagüe, te guste o no. Y yo, personalmente, no pienso irme desagüe abajo.

Conejo soltó una risita lúgubre.

– Conque ahora somos casos leves, ¿eh? Y dices que yo olvido las cosas de forma selectiva.

– Bueno, lo que te digo es que somos personas perfectamente racionales y dotadas de movilidad, por lo menos yo lo soy, hostia. No hay nada que me impida insertarme en la sociedad. Está claro que los miembros del consejo están esperando a ver quién toma la iniciativa y agarra la vida por el pescuezo y quién se queda sin saber qué hacer y se echa a llorar y a decir que quiere volver. Yo personalmente tengo intención de contarme entre los primeros.

– Contarte entre los primeros, ¿eh? ¿Esa es la clase de chorrada que le vas a soltar el sábado al evaluador?

– Bueno, ¡nadie ha dicho que vaya a ser un evaluador! Es el día de la fiesta, probablemente no sea más que un acompañante.

– Aun así nos puede evaluar mientras comemos sándwiches y bebemos refrescos de grosella.

– Tonterías, la fiesta es una introducción al mundo de los pacientes de aquí, un copeo amigable. Y dudo que vaya a haber refrescos de grosella. Por el amor de Dios, estás actuando como un preso fugado.

– Es como me siento. Como un puto prisionero de guerra. No me extrañaría que nos evaluaran a ver si tenemos estrés postraumático después de mandarnos a Londres.

– Oh, déjalo ya. No ha habido un solo incidente en toda la semana.

– Sí lo hubo, el viernes pasado.

– Bueno, así están las cosas en el mundo, no puedes esconderte sin más. Tenemos que involucrarnos, ejercer nuestros derechos, extirpar el azote del terrorismo. Lo siento si no resulta relajante.

– Pues sé un buen chaval, anda. Cuando termines de extirpar el torerismo, ¿me puedes pillar un pastel de cerdo y una botella de ginebra en la tienda de Patel?

– Dios, eres un liberal de lo más patético. ¿Te has oído a ti mismo últimamente? Te has convertido en un hippy absurdo, es como un chiste. Y después de los sacrificios que ha hecho este país por tu seguridad… te tendría que dar vergüenza, joder.

– Te tendría que dar vergüenza a ti, cielo. Es la gente como tú la que ha provocado que haya putos terroristas para empezar.

– Pues mira, no precisamente, Conejo. Ha sido la autocomplacencia de alfeñique de la gente como tú. ¡Es la gente como tú la que ha estado demasiado ocupada salvando a los zorros en vez de contraatacar mientras teníamos la oportunidad!

– Contraatacado, ¿eh? ¿Dónde?

– Bueno, pues… En Oriente Medio, para empezar, coño.

– Creo que eso ya lo hemos hecho, colega, sinceramente. Creo que les hemos dado con un palo bien grande y luego hemos vuelto corriendo a casa y hemos esperado que ellos pensaran que se lo merecían por ser pobres y no dejar que sus mujeres enseñaran el culo por la calle.

– Pero qué hippy tan patético, Conejo, no me lo puedo creer.

– Necesitas que te evalúen, en serio.

– Tú eres el que lo necesita.

Conejo se incorporó y parpadeó.

– ¿O sea, que admites que el tipo del sábado va a ser un evaluador?

Por la nariz de Blair salió un resoplido de cuatro palmos de largo.

– ¡Por el amor de Dios! ¡A nadie le importan las evaluaciones! ¡Lo único que quieren es parar esos horribles reportajes sobre gente con necesidades especiales que aparecen en la prensa! O sea, está clarísimo, Conejo. Como mucho, yo diría que la visita del sábado es para asegurarse de que no estamos solamente cómodos sino en estado de éxtasis. Necesitan que triunfemos, que seamos un ejemplo. Harán lo que sea para conseguirlo.

– Mierda, lo único que les interesa son los reportajes sobre bebés de la familia real. -Conejo entrechocó los huesos de sus rodillas, mandando una ola en dirección a su pecho que rompió en sus orejas-. Cualquier idiota lo sabe. ¿De verdad crees que les importan un carajo las historias sobre nosotros? ¿Sobre un par de chiflados con los documentos no del todo en regla? No, colega. Bebés de la familia real. Lo huelo a una milla. Para mí que solamente estamos fuera porque teníamos la habitación de al lado de las escaleras. Con vistas dabuten a la puerta del ala de seguridad.

– Vale, olvídalo, no sirve de nada hablar contigo, joder. -Mira, la familia real siempre ha aparcado a los churumbeles chungos en el campo, donde nadie los vea. Así es como funciona el sistema, los unos tapan las vergüenzas de los otros.

– Bueno, pues el sistema se ha privatizado. Vete acostumbrando.

– ¿Y para qué crees que es el anexo, el que hay en la parte de atrás de Albion House? ¿Para jugar al puto bingo? Colega, para bebés averiados de la familia real. Esa clase de historias no vienen de la nada, ya sabes, no hay humo sin fuego.

– En serio, Conejo, por el amor de Dios. Y supongo que esta teoría ha salido del Mail.

– No te metas con el Daily Mail, colega. A los de tu calaña los tienen caladitos del todo.

– Bueno, pues dime cuándo, en los treinta y pico años que te has pasado en Albion House, has visto un bebé de la familia real.

– Bueno, joder, no te van a decir cuál es, ¿verdad? ¿Qué crees, que les estampan una orden real en toda la trente?

– Lo que te estoy diciendo es que como residente de la institución donde se supone que está pasando todo eso, no he oído un solo rumor creíble sobre un puñetero bebé de la familia real.

– Si me lo preguntas a mí, es la chavala esa que vive al final del lado oscuro del ala de seguridad, la que tiene todas esas máquinas. La que no es más que una cabeza con cosas que parecen agallas. -Conejo se llevó un dedo a la mejilla y cerró los párpados en gesto solemne-. Acuérdate de lo que te digo: churumbel de la familia real.

– Ah, muy gracioso, y por eso han soltado a un millar de residentes por toda Gran Bretaña, por lo que algunos de nosotros podemos saber sobre un bebé de la familia real. Por el amor de Dios, Conejo. Es absurdo. Ya hay bastantes curiosidades encerradas en esos sitios como para tener ocupada a la prensa durante un siglo, no hacen falta bebés de la familia real. O sea, por el amor de Dios, en el ala Imperio hace por lo menos dos décadas que hay una araña humana plenamente activa y móvil, y la visten con ropa negra y peluda para la fiesta de Halloween. ¿Qué crees que diría la prensa?

– Se llama Eva, Blair, antes de que se te vaya la olla. Y no va a salir en los periódicos solamente por ser disminuida.

– Lo que te estoy diciendo es que los expedientes de la mitad de esa gente revelan errores sanitarios embarazosos, si es que no criminales, que se remontan a sus nacimientos. Y también al nuestro: ¿te imaginas el escándalo que se armaría? Unos gemelos perfectamente sanos que esperan treinta y tres años a que los separen. Unos chavales perfectamente sanos y encerrados toda la vida en un centro. Iba a ser la historia del siglo. Ahora mira cómo han ido las cosas: la privatización saca a la luz todos los expedientes. Y de pronto nos mandan de permiso. ¿No te sugiere algo?

– Un churumbel tullido de la familia real.

– Oh, vete a la mierda.

Conejo apoyó un brazo escuálido en el borde de la bañera y se reclinó hacia atrás con aire de astucia.

– Mira, colega, si estuvieran tan preocupados porque no contáramos historias a la prensa, ¿tú crees que nos soltarían en medio de Londres? ¿A una calle de la puta Fleet Street de los periodistas? Anda ya, a ver si se me entiende. Nos mandarían al extranjero, se inventarían cualquier excusa para unas vacaciones o cualquier otra mierda. Afróntalo: le puedes contar nuestra historia al cabrón que sea, que no se va a inmutar. A nadie le importan nuestras historias, Blair. No somos más que señuelos.

– Bueno, en primer lugar ya no queda ningún puñetero periódico en Fleet Street, así que tu argumento se va al garete. Y en todo caso, no dejes que tu retorcida evaluación de las cosas te permita pensar que puedes pavonearte por ahí contando nuestra historia, ¿me oyes?

– ¿Y por qué no? No hay de qué avergonzarse. Yo creo que nos irá mejor si vamos con la verdad por delante, si total nos van a calar igual.

– Bueno, nos han avisado claramente de que no lo hagamos. Y si pudieras comportarte con normalidad durante un minuto, no nos calarían en absoluto.

– ¿Y qué hay en mi comportamiento que vaya a revelar nuestra historia? Nada, joder. Dime una sola cosa que revele algo de nuestra historia.

– Los bailes de salón, para empezar.

– Oh, vamos, Blair. A ver si se me entiende. ¿Por eso no has venido los cinco últimos sábados?

– Tres sábados.

– Han sido cinco sábados, colega, desde aquella puta reunión. Me lo tendría que haber imaginado. ¿El tango ya no es lo bastante viril para ti? ¿Ya no encaja con tu flamante nueva imagen tipo Mayor Biggles?

Blair se inclinó hacia delante y soltó un chorro de palabras parecidas a cachos de basura sobre la bañera.

– Bueno, o sea, lo siento mucho, pero vamos, ¿qué va a pensar la gente? Es antinatural. Y si alguna vez sacas el tema delante de terceras personas, tiraré a la basura tu maldita colección de discos, ¿me oyes?

– Te verías en apuros para encontrar un churumbel de la realeza con unos pies tan ligeros como los nuestros.

– ¡Anda ya! Lo que quiero decir, joder, es que después de soltar a todo el mundo, por la razón que sea, ¿tú crees que el consejo prefiere que nos integremos y nos pongamos a labrarnos un futuro, o que nos empantanemos todo el día en el baño lloriqueando para que nos traigan el desayuno?

– Sí, vaya pedazo de futuro que vas a labrarte en cuatro semanas. -Conejo llevó la mano al grifo del agua caliente, gruñendo-. Lo más seguro es que en quince días ya tengas tu propia fábrica de polenta.

– No tienes ni puta idea, ¿verdad? Todo esto supera a Conejín. Te sientes un poco amenazada, ¿eh, Conejita? Huyes de ti mismo, ¿eh? Pues déjame que te diga algo: no nos han soltado para que seamos como tú. Nos han soltado para que encontremos una auténtica integración social.

– O sea, un polvo.

– ¡O sea, el establecimiento de conexiones emocionales que no sean los tediosos bucles psicológicos que has diseñado para demostrarte a ti mismo que te irá mejor si no haces nada de nada!

– Un polvo te ahorra una fortuna en pañuelos de papel.

– Muy bien, se acabó. -Blair se marcó un absurdo zapateado circular sin salir del cuarto de baño.

Conejo se levantó las gatas y miró a su hermano con los ojos como platos.

– Blair, a ver si me entiendes. Seamos serios por un momento. Yo sé lo que te pasa por esa mentecita tuya. Olvídalo, ¿vale? No te hagas daño. No vas a convertirte en una confortable familia nuclear en el plazo de cuatro semanas. No vas a estar por ahí comprando visillos. Y no van a dejar que los pacientes de centros como el nuestro se pierdan por ahí indefinidamente, y un cuerno. Cuando los periódicos se olviden de la historia, harán una redada para cogernos a todos, si es que no hemos vuelto ya pasando por los tribunales. A ver si me entiendes: ¿de quién te crees que es esta habitación de alquiler? Nos han aparcado aquí, Blair. No es más que otra habitación del centro. Acuérdate de lo que te digo: si empiezas a ir pavoneándote por ahí como un capullo, serás el primero en volver. Haznos un favor a los dos. Te lo vas a pasar mucho mejor si te animas, joder, y te tomas esto como lo que es: una juerga de un mes en la Gran Urbe.

A Blair se le tensó la cara hasta adquirir la textura del hueso.

– Bueno, en primer lugar somos clientes de la sanidad, no pacientes.

– ¿Vas a ser un pajillero el resto de tu vida?

– Y lo siento, pero solamente te voy a decir esto una vez: apártate de mi camino, Conejo. Yo voy a ascender.

Conejo le devolvió una serie de parpadeos y se mordió reflexivamente el labio.

– Bueno, me alegro de que lo hayamos dejado claro. -Volvió a frotarse las puntas de los dedos-. Solamente para recapitular: un polvo, Blair. Tienes tres semanas y pico para mojar.

Blair se puso a temblar de la tensión. Por fin estalló con un gruñido, agarró un orinal de debajo del lavabo y se lo tiró a su hermano. Conejo se sumergió con un ruido metálico, levantando una ola que se elevó por encima del borde de la bañera y se desplomó por el suelo con un chapoteo, bañando el camello de albornoces. Blair recobró la compostura y se quedó mirando cómo el pelo de su hermano se arremolinaba en las aguas picadas del baño. Después se dio la vuelta y salió indignado.

Cuando Conejo salió a la superficie, un dolor le tintineó en el pecho. Se dio la vuelta para alisar el alfombrín que había pegado al borde de la bañera.

Y el dolor siguió tintineando.

3

Irina Aleksandrovna estaba alicaída en la puerta de su cabaña, un agujero más entre los trozos de madera y chatarra con que estaba hecha la casa. Estaba mugrienta y tenía una expresión vacía en la cara, como una muñeca de trapo pisada por un cochecito de bebé. Sus pechos y su vientre, así como la grasa que le colgaba de las mejillas y del cuello, le caían hacia abajo, como si ya fueran camino de su tumba. Sus ojos pestañeaban en espera del ruido del tractor.

Irina esperaba en la puerta para darles malas noticias a su padre, Aleksandr, y a sus hijos, Ludmila y Maksimilian. Ya era pura rutina que las noticias fueran malas, noticias sobre la comida y sobre el tiempo, sobre el ojo supurante del gallo, sobre lo cerca que estaban ahora los tiroteos. Para ella ya era una costumbre pasar los minutos después de que la brisa le trajera esas noticias -en otras palabras, después de que se las trajera el aliento a Kalashnikov de Nadezhda Krupskaya, el oráculo de paso- inventando detalles para enriquecer la narración. Pero aquel día se dejó de mentiras. Era el día en que Aleksandr tenía el cupón de la pensión y con él carne y pan.

Si tenían suerte hasta podría haber Fanta de naranja.

– ¿Se han escapado entre risas esas criaturas? -dijo con un resuello su madre, Olga, desde la oscuridad de la cabaña-. ¡Se va a acabar el pan en el almacén! -Por encima de su boca se erizaron unas espesas cejas negras.

– Bueno, tu marido con una botella en la mano puede hacer que se retrase un poco el trabajo -suspiró Irina, posando su mirada en los picos que había detrás de la cabaña.

Aquellas montañas habían empezado a reclamarles el sitio donde vivían. Del revestimiento de la cabaña, la familia había arrancado una serie de tablones y los habían usado como leña en la chimenea en las peores noches del invierno, unas noches en las que hasta las boñigas andaban escasas. Aquellas noches tenían un efecto acumulativo, que se medía en las ráfagas que azotaban el cuchitril por tres de sus lados, llevándose cualquier calor animal que hubiera quedado rezagado. A eso se le añadía el olor cada vez más intenso a queso que despedía Olga, y sus diversas y crecientes incontinencias, que Irina sospechaba que no eran del todo involuntarias, sino una parte del precio que le cobraba al mundo por la decepción que había sido su vida. En aquellos días parecía que todo el mundo en el distrito estaba ocupado cobrándose aquella clase de peajes, algo evidente antes incluso de que empezara la guerra, antes de que cerrara la fábrica de hélices. Aun reconociendo a los lugareños su tradicional gusto por las penurias, y su respeto por el dulce éxtasis del sufrimiento, aquel mes de diciembre en Ublilsk los peajes emocionales se vendían a kopek la pareja.

Todavía pasaron varios minutos antes de que el tractor asomara escopeteando en el horizonte. Una columna torcida de humo emanaba entre estallidos de su tubo de escape. Irina se limpió la nariz en el brazo de su vestido y salió a ver cómo Ludmila volaba como un niño hacia ella. Mientras los colores de su hija emergían de la niebla y se atemperaban, Maksimilian y el tractor entraron gruñendo en el patio. El cadáver de Aleksandr iba echado boca abajo sobre la horquilla, con las piernas botando.

Los rasgos de Irina se contrajeron por toda su cara. Dio un paso adelante y se llevó una mano a la boca.

– Se ha caído redondo -dijo Ludmila entre sollozos-. Acababa de encontrarlo cuando se desplomó.

– ¿Respira?

– No.

– Y ya es demasiado tarde para llevarlo al barro. Oh, santos del cielo. Oh, mis santos.-Irina separó sus tobillos, parecidos a troncos de roble, para no perder el equilibrio. Levantó la vista hacia Ludmila, frunció el ceño y la señaló-. Y enséñame tu cara ahora mismo.

– Te digo que se ha caído redondo con su botella.

– ¡Enséñame tu cara! -Irina agarró a su hija del abrigo y la atrajo hacia sí. Sus ojos se posaron fugazmente sobre el resplandor dolorido que tenía en la mejilla-. Y no dejes que el día se trague ninguna historia. Ya me las estás contando todas.

Ludmila se metió la mano sin guante debajo del brazo y se quedó allí jadeando balas de niebla.

– Me he resbalado mientras subía, y luego, nada más verlo, ya te digo…

– ¡Bah! ¡No me digas ni una palabra más!

Ludmila se quedó callada. Cualquier cosa que dijera únicamente completaría un circuito de callejones sin salida. Lo que hizo fue concentrar su mente en Misha Bukinov, en sus manos sensibles y en cómo ella iba a escaparse al abrigo de su calidez.

La niña de seis años, Kiska, acudió como una avispa al néctar del dolor. Sus ojos se abrieron como platos, examinando cada rincón de la escena, ansiosa, como todos los niños de la zona, por aprender dónde podía conseguir su propio dolor cuando llegara el día. Maks apagó el tractor con un traqueteo y fue dando zancadas hasta el umbral de la cabaña. Detrás de él un último charco de luz del sol se derramó bajo el horizonte.

– O sea -Irina sorbió por la nariz-, que ha llegado el día.

– Antes de que os pongáis a pedir mi consejo -Maks frunció el ceño-, os diré directamente que los teléfonos móviles son la respuesta. Comerciando con un producto así, fabricado principalmente gracias a muchas horas de inteligencia y pensamiento astuto, y que no depende de la malicia de la tierra ni del clima, ni de las contracciones impredecibles de la tripa de un animal, puedo estar aquí para protegeros ahora que la casa se ha quedado sin hombre.

Las mejillas de Irina se ruborizaron como un pulpo al que le dieras una palmada.

– ¡Su corazón apenas se ha enfriado y tú ya me estás pintando el cielo en la Tierra!

– Lo único que intento decir…

– ¡Y qué dinero vas a usar para comprarlos! ¿Y quién demonios queda para marcar el número en vuestros teléfonos? ¡Tienes razón en que la casa se ha quedado sin hombres!

– ¡No hay otro trabajo!

Con el dedo, Irina rasgó un agujero en el viento.

– Mira esta tierra y dime que no hay trabajo. ¡Mírala! ¡Golpea, mata y come, Maks!

Maks era lo bastante listo como para quedarse callado. Sus ojos irradiaban bilis en el crepúsculo.

Olga salió flotando por la puerta y absorbió a Kiska dentro de sus faldas como si éstas fueran una ameba de lana. Soltó un chillido al ver el cadáver de su marido y lanzó las manos ahuecadas al cielo con gesto desesperado, es decir, les «sirvió a los santos una cena amarga». Pero aunque la imagen daba pie para berrear durante un año, su reacción fue breve. Fue así, y gracias al hecho de que sus ojos se convirtieron en agujeros hechos con el dedo en una empanadilla, y al mascar inane que se produjo detrás de los pelos de su barbilla, la familia supo, sin esperar a que pasara otra nube, que tenían que decidir cómo vivir sin la pensión de Aleksandr.

Maksimilian se movió como un látigo de músculos, arrastró un bidón de combustible hasta colocarlo a sotavento del tractor, encendió varios bloques de boñiga dentro y trajo sillas del cobertizo. A fin de consultar a Aleksandr y presentarle sus respetos, las madres desplegaron las sillas en forma de semicírculo alrededor de su cuerpo. Maks se sentó en el estribo del tractor. Los Derev compusieron una Natividad sombría, que lanzaba nubes de vaho hacia el cielo de color púrpura.

Mientras se sentaban, Misha Bukinov debía de estar llegando a las dunas. Ludmila miró a su alrededor. La letrina era visible desde la mayoría de los rincones del patio. Ella no tenía dónde ocultarse, ni tampoco le quedaba ninguna excusa para escabullirse.

– La casa necesita un hombre, Iri -dijo Olga-. Mira lo que está pasando en el Cuarenta y Uno. Somos cuatro mujeres solas, y los únicos visitantes que hay por aquí van armados.

Maks levantó la cabeza la mitad de la altura a la que la levantaría si le pidieran que asumiera el control. Sacó pecho, esperando.

Irina levantó la vista al cielo y frunció los labios como si quisiera absorber una respuesta de la ventolera.

– Pero en estos distritos un hombre no trae más que trifulcas y apetito. Está claro a mis ojos que esta casa por sí misma no va por buen camino. Uno de nosotros tiene que ir a buscar trabajo a la fábrica de municiones de Kuzhnisk. Tiene que ser Maksimilian, que los santos nos ayuden. ¿Quién más va a ser?

Olga medio escupió y medio sorbió la respuesta a través de varias capas de labio y carrillos.

– Bueno, a Maksimilian no lo podemos enviar. Es un botarate, sería como atar su nómina a un cohete y dispararla al sol. Y además los soldados lo atraparían antes de que cruzara el puente.

Maks saltó desde el tractor y se alejó hablando por lo bajo y dando zancadas furiosas. Olga dio un golpe de barbilla en su dirección y levantó la voz:

– No, Maksimilian tiene que quedarse para recoger madera y zurullos. Nos resulta útil, igual que un perro.

– Y sale más caro que una boda gnezvar -suspiró Irma-. En fin, no sellemos una decisión así tan deprisa: tiene muchas facetas a considerar, y todavía nos queda el tractor para negociar con él.

– ¡No! -El dedo nudoso de Olga golpeó el aire-. Sellémosla. Tal como están las cosas, tendremos que matar a uno de los animales, o pasar otra noche de hambre. ¿Y quién de por aquí creéis que tiene bastante guita como para comprar tractores? Hagamos una valoración del estado de las cosas, de la siguiente forma sensata: en primer lugar, ¿quién es el mayor? Maksimilian solamente tiene veintiún años, Ludmila tiene veintitrés. Y por ello digo: ved, por favor, lo que está muy claro ante vuestras narices. Ludmila Ivanova es la más adecuada. Y si no la quieren en la planta de municiones, bueno, pues digo yo que… tiene otras oportunidades que explorar. -Olga agarró el pecho más cercano de Ludmila y lo estrujó como si fuera una granada.

– Ah, pero mamá, ¡puede ayudar con otras cosas que no son las tetas!

– ¡Ja! -chilló Olga-. ¡Ojalá los tiempos fueran lo bastante dulces como para que yo pudiera elegir mi trabajo y mi penitencia! Solamente la fortuna señalará lo que ella puede hacer, pero oíd esto: tiene que abandonar sus fantasías y hacer lo posible por salvarnos, y por salvarse a sí misma.

– ¡No pienso enviarla a eso! -Irina agitó el dedo a modo de respuesta.

– Y yo no pienso ir a la planta de municiones -Ludmila sorbió por la nariz.

– Pero no solamente son municiones -dijo Irina-. También hacen productos para la industria alimentaria.

– Sí, y así la planta no paga impuestos. Además, no importa lo que hagan, no pienso ir.

– ¡Cómo! ¡Entonces me estás diciendo que prefieres venderles placer a los camioneros junto a la carretera!

– Tampoco pienso hacer eso. Tiene que haber alternativas a las municiones y al sexo.

Olga lanzó las manos al cielo.

– ¡En qué oscuro día me tienen que tirar a la cara esas frases obscenas! ¡Menuda palabra para la manifestación más baja del amor de Dios!

– Es la palabra científica, mamá -dijo Irina-. La palabra «sexo» no tiene nada de malo, la usan los médicos. Volvamos al tema.

– Ja, bueno. -Olga se levantó de su silla-. ¡El tema para Ludmila Ivanova no puede ser más simple: hará lo que le digamos nosotras!

– Pero pensemos también que es posible que no la cojan en la fábrica. La fábrica ya ha absorbido un río de gente, puede que no cojan a más, sobre todo a gente no cualificada.

– Bueno, pero tiene otros talentos. Se me ocurre uno que sí que tiene, vaya si no.

Ludmila se inclinó hacia delante para mirar a los ojos de su madre. Se arriesgó en la jugada final.

– Puede que yo conozca una salida, una salida mucho más rápida que las municiones y el placer.

– ¿Ah, sí? -Irina levantó una ceja-. ¿Y qué es, recoger nieve, o desenterrar minas para vendérselas a los Gnez?

– Es una oportunidad cuya forma todavía no conozco, una que está por descubrir: pero si puedo ir corriendo ahora mismo al pueblo, tal vez esté a tiempo de descubrirla.

– Ja, sí -dijo Irina-. Está claro que si vas al pueblo, te construirán un aeropuerto internacional y un centro comercial solamente para darte un empleo. Yo no creo en las hadas, Milochka. Una idea mucho mejor, para el futuro inmediato, es que me digas qué posible oportunidad queda en Ublilsk de la que yo no haya oído hablar en cuarenta años de vivir aquí esta muerte lenta.

– Yo no he dicho que fuera en el pueblo. No he dicho que fuera en el pueblo para nada, ¿por qué no podéis escuchar? He dicho que podría ir en esa dirección para enterarme, y es una acción que puedo emprender de inmediato, esta noche. Mucho más rápido que pedir un trabajo en la planta de Kuzhnisk.

– Ja, y…

– ¡No, escuchad, por favor! -Ludmila le cogió una mano a cada una de sus madres y se las estrechó con las suyas-. Puedo pasarme media noche jugando a interrogatorios con vosotras o bien puedo probar ahora mismo esa oportunidad.

– Y tú escúchame a mí -dijo Irina-. ¿No será ésta, por algún extraordinario vuelco de la fortuna, una oportunidad de naturaleza romántica? Porque deberías saberlo: no he sobrevivido yo en estas montañas teniendo legañas en los ojos. ¿Cuántas veces crees tú que te he visto lavar toda tu ropa de una vez? Nos insultas con tu estupidez, Milochka.

De las entrañas de Ludmila se elevó un calor que le ardió en los ojos. Miró a las dos mujeres por turnos, pestañeando.

– Y no creas que esta noche vas a encontrar la bolsa donde has metido tu ropa. Te vas a quedar aquí para presentar tus respetos a tu abuelo como es debido. -Irina se volvió para blandir el dedo en dirección a su madre-. Y te lo digo, mamá, mi hija no se equivoca cuando dice que aquí hay más trabajos disponibles que venderles placer a los soldados.

– Cierra la boca y oye lo que tengo que decir. -Olga levantó una mano-. Como en todas las cosas, hay un suelo de oportunidades, que te puedes imaginar mirando a esta chica jugosa y turgente como una ciruela, y hay un cielo. Ludmila va a tener que manejarse con el futuro para abandonar ese suelo y ascender. Y eso nos va bien a nosotras, porque es en lo alto donde tenemos más posibilidades de ser rescatadas. -Los ojos de Olga reflejaron el fuego del bidón-. No mojes con lágrimas la nieve, Iri. Ella puede ir a la fábrica de municiones, tal y como hemos discutido ahora. Pero si no la cogen, verás que sigue habiendo posibilidades más grandes. Mira con qué claridad lo tienes sentado delante, a ese regalo inesperado de tu marido. Porque la cosa menos estúpida que Ivan Andreyevich hizo nunca en este lugar, y que los santos me perdonen por pronunciar en alto su nombre en un día como hoy, fue dejar que Ludmila fuera a la escuela superior.

– Y tienes razón -dijo Irina, levantando la vista-. Hasta aprendió un poco de inglés.

– ¡Sí! -Los ojos de Olga se estrecharon hasta convertirse en rendijas-. Tenemos el inglés de Ludmila.

4

En lugar de un desayuno precocinado, por entre el pecho y la espalda de Conejo bajaron crepitando lonchas veteadas de dolor. Órganos parecidos a salchichas crepitaron y escupieron. Todavía estaba tumbado en la bañera cuando un genuino ataque inglés al corazón lo asaltó. Su percepción de las cosas se empezó a deformar. Las burbujas del jabón estallaban. El ruido sordo del agua del grifo se convirtió en una barra golpeando hierro.

– ¿Blair?

No hubo respuesta. La garganta se le agarrotó. Se dobló hacia delante y dio una palmada en el agua.

– ¡Blair!

– Cállate. ¿Y dónde está el impreso para el certificado de nacimiento? -Un cajón se abrió con un chirrido en la cocina americana.

– Eh, me encuentro mal. -Los dientes salidos de Conejo parecía arrastrarse.

Blair cerró de golpe el cajón de la cocina y se acercó con una sonrisita lenta a la puerta.

– Estás sudando como un violador, Nejo. Infarto masivo, ¿verdad?

– Corazón.

– Vaya, lo siento, pero el único culpable eres tú.

– Llama por teléfono. -Conejo agitó una mano.

Blair se asomó al baño. Desde aquel ángulo localizó una caja de cerillas England's Glory y un montón de sus cadáveres ennegrecidos en la repisa de al lado de la bañera. Al lado de ellas yacía un rollito marrón de papel con aspecto de ser una salchicha diminuta a medio comer que alguien hubiera encendido recientemente para usarla como una bengala.

– Un momento. ¿Eso es un porro? -dijo, señalando. -¿Qué?

– Bueno, venga ya.

A Conejo le temblaban las gafas de sol.

– O sea, lo siento -dijo Blair-. Pero no me voy a embarcar en una campaña sistemática de ocultamiento por ti. Simplemente no es viable.

– Estoy teniendo un episodio cardíaco.

– Bueno, eso dices tú. Pero ¿no será simplemente un episodio de miedo? ¿No es acaso una manifestación física de tu miedo a mirar al futuro y a dejar atrás los viejos tiempos?

– ¿Tú eres subnormal o qué te pasa? Mi corazón está teniendo un puto ataque cardíaco.

– Bueno, pues tendrías que haberlo pensado antes de empezar a quebrantar la ley.

– ¿O sea, que no vas a llamar?

– O sea, venga ya… Se te llevarían usando ese código fonético que sea que usan para las sobredosis. Oscar Delta o algo así. Te identificarían como drogata. Y yo también quedaría estigmatizado. Ni hablar del peluquín, Nejo, lo siento.

– No es más que un porro, por el amor de Dios… a los enfermeros no les importa un pimiento, son profesionales.

– Bueno, lo siento, pero creo que ya no lo son. Creo que también les encargan que mantengan la paz. Y con toda franqueza, Nejo, por si sirve de algo, tal como están los tiempos, si no se lo encargan, tendrían que hacerlo. Sobre todo en casos como el tuyo.

La cara de Conejo se volvió hacia la de Blair. Era la cara de un pensionista a quien lo han echado a patadas de su silla de ruedas.

– ¿Por qué, colega? ¿A qué viene esto? Esto es un asesinato.

– No seas absurdo. Además, dudo de que el parasiticidio sea ilegal. Lo más probable es que se pueda comprar espray desparasitador en la tienda de Patel.

– Esto es una atrocidad. Solamente nos tenemos el uno al otro, a ver si me entiendes.

– Bueno, yo no solamente te tengo a ti. Después de hoy puede que no tenga que volver a verte.

– ¿Y eso por qué?

– No importa.

Conejo bajó la vista y la volvió a levantar. Le temblaron los labios.

– ¿Es que no te puedes poner en mi lugar por un minuto? Puede que tú te sientas libre de pronto, pero piensa un poco en el viejo Conejo. Lo único que tengo en el mundo somos tú y yo y una pequeña juerguecilla de sábado noche. ¿Colega? ¿Blair?

Blair se pasó una mano por los restos acartonados de su peinado.

– Bueno, siendo realistas, Nejo, si puedes decir todo eso es que no debes de estar tan mal. -Salió dando zancadas por la puerta, erecto y flamante gracias a su nuevo poder-. Me voy a la oficina del registro y luego voy a pasar el resto del día con Nicki. Y si éste resulta ser mi día de suerte, y la traigo aquí y descubro que no estás muerto, o por lo menos en un estado vegetativo muy profundo, te mataré yo mismo. ¿Me oyes?

Conejo se detuvo en mitad de un gesto de dolor.

– ¿No irás a intentar tirarte a nuestra Nicolah?

– A ti no te importa.

– Anda ya, no puedes pasarte a la sargento por la piedra.

– Bueno, pues resulta que sí. Y no pienso tolerar que la llames así.

– A ver si se me entiende, Blair. Solamente ha venido por pura cortesía. Lo más seguro es que sea una cuidadora.

– Bueno, si estás muerto te da igual, ¿verdad?

– Pero es nuestra puñetera cuidadora, ten un poco de corazón.

– Ya no. Además, ahí está la cosa: ya se ha roto el hielo, nos entendemos y nos respetamos. Sé que puede estar un poco por encima de tu capacidad de raciocinio.

– O sea, que ella ya sabe que no tienes ombligo. Ya hay un poco menos que explicar antes de la Jornada Deportiva de Albion House, pues. Un área insensible, cariño. ¿Qué pasó, que le caíste mal a la Enfermera Jefe?

– Tú sigue con tu infarto. -Blair agarró su chaqueta de cuero nueva del banco de la cocina, se metió las llaves en el bolsillo de los vaqueros con un tintineo y subió las escaleras a todo trapo como si fuera un suicida con una bomba-. Y si llaman del trabajo, me he ido a investigar.

– Y un cuerno.

– Bueno, yo diría que es una investigación, coño. -La puerta principal se cerró con estrépito.

La mirada de Conejo se desplomó. La imagen de su cuerpo en la bañera -un ratón blanco retorciéndose sobre un fondo de esmalte tan sucio que estaba marrón- no parecía real. Además, un gusano de seda se elevó flotando desde su pelvis, contento de haberse ahogado.

Se apartó unos cuantos mechones de pelo de la cara y echó un vistazo al otro lado de la puerta. La salsa espesa de la noche se estaba diluyendo. Aunque el diminuto ventanuco del sótano que daba a la calle estaba cerrado, su cortina de redecilla se mecía por el aire de la calle: una calle que era como una tostada untada con una pasta hecha de hollín de gasóleo y mierda de palomas. Conejo trató de no hacer caso a los aullidos de las alarmas de los coches y de las sirenas que empezaban a elevarse como gritos de almas en pena por todo el barrio. Aquellos ruidos lo sacaban de quicio, lo hacían consciente del alboroto que lo rodeaba, de la ciudad de reflejos escabrosos en el fétido asfalto, de la rueda para hamsters de oportunidades desaprovechadas. Por lo que él había visto podía imaginarse que las entrañas de las mujeres también albergaban sirenas: cláxones vaginales protuberantes, cuyas notas cruzaban bramando o piando el aire púbico del día, por una pura cuestión de moda. Solamente para Blair.

Conejo suspiró.

Se encogió como una larva en una bañera de un sótano de una ciudad con una teta no solamente lo bastante grande como para mantener a músicos callejeros de Ecuador con flautas de Pan, sino para amamantar a tantos de ellos que algunos llevaban ropa de indios para obtener una ventaja competitiva. Un mundo de niños que jugaban a ser adultos, un lugar demasiado ocupado en mirarse a sí mismo en el espejo como para que lo molestara gente como él.

Cada una de sus cavilaciones solitarias traía consigo una flema, y cada flema escupía un chorro de palabras en la mente de Conejo. Las sílabas se aglomeraban en forma de perlas despectivas como «Infarto de Miocardio» y «Parada Cardiaca». Las más puras, del estilo «Vena Cava Superior», serpenteaban y salían disparadas como migas de hojaldre en su imaginación.

– Quédate a este lado de la verja -susurró.

La Verja era un concepto creado por Conejo, una herramienta mental que había diseñado para que lo ayudara a soportar el mundo que lo rodeaba. Se refería a la verja de la resignación, en donde uno recogía las nuevas instrucciones para acomodarse a una vida peor. Por ejemplo: un hombre con buena vista podía dar gracias por su vista de una forma filosófica. La idea de quedarse ciego podía infundirle terror, pero era una idea que odiaría de una forma simple, porque no conocía ninguno de los detalles peculiares de la ceguera. Por lo que él sabía era posible que hubiera un centenar de especies de ceguera. Podía imaginarse que uno se quedaba ciego sin más, pero en el momento en que la visión lo abandonara, y él cruzara la verja, se encontraría con un nuevo libro de probabilidades que aceptar, un nuevo montón de cosas que desear y de otras cosas por las que preocuparse. Puede que hubiera una clase de ceguera en la que los ojos de uno seguían brillando y les resultaban normales a los demás. En cuanto el hombre aceptaba que estaba ciego, aquélla se convertía en una buena forma de ceguera. O puede que hubiera otra clase en la que a uno se le empañaban los ojos, o en la que las pupilas le bailaban frenéticas. Aquélla sería una mala ceguera. Un hombre sano no tenía por qué imaginarse aquellas subespecies del dolor, no se imaginaba el alivio que suponía tener una buena ceguera en vez de una mala. Hasta que cruzabas la verja, donde una serie de flamantes jóvenes expertos vendían nuevas realidades y te hacían sentirte parte del orden un juego de alcance interminable, con gente peor que tú por debajo y un montón de posibilidades por delante para progresar.

Y donde la verdad sería únicamente que estabas ciego.

Cómo deseaba Conejo que se hubieran quedado en el Norte. Cómo echaba de menos la acuarela manchada de té que era el Instituto Albion House; sus pasillos silenciosos; la majestuosidad de sus terrenos, que la explosión del verano convertía en una especie de Borneo sin monos; sus amables rutinas, con la presencia de esa clase de cantos de pájaros decepcionados que llegan como un suspiro tras el silencio, y que viven solamente para lamentar el tintineo de la cubertería sobre la porcelana.

Para algunos, Albion House no era más que un receptáculo para gente tremendamente desafortunada, una presencia siniestra oculta tras árboles vetustos. Pero era el único hogar que habían conocido. Habían salido de Albion de forma extraña. Como mariposas a las que habían soltado como si fueran murciélagos. Nadie sabía realmente qué pasaría.

Los optimistas suponían que se darían un atracón de vida.

Conejo volvió a suspirar y se llevó una mano con esfuerzo hasta la cara. Aparte de su salud, y de los miedos por su salud, y de sus miedos crecientes a dichos miedos, sabía que si llegaba vivo al final del día, tendría una única tarea delante de sí: poner a Blair en el sitio que le correspondía. Y parecía que acababa de aparecer un nuevo instrumento para ello: la asistente sanitaria, Nicolah Wilson.

Conejo se mordió el labio.

Nicolah Wilson soñaba con una vida de besos con sabor a maracuyá. De vitalidad urbana despreocupada al ritmo de bailes étnicos. Los de ella eran los sueños de la New Britannia, un torbellino fluorescente, un carrusel de buen rollo y verdad espontáneos, de risas enormes y de pocas complicaciones o ninguna.

Mientras que los deseos acuciantes de Blair tenían el rubor del culo de un mandril furioso.

Tal vez fuera mejor que Conejo los esperara.

5

– Alguien tiene que examinarlo para ver de qué ha muerto, no se puede enterrar a alguien sin papeles ni nada. Sería un asesinato. -Irina dio un golpe irritado de barbilla en dirección a la cabaña.

– Bueno, a ti puede que te resulte inteligente porque sale de tu boca, pero a mis orejas les suena al tintineo del dinero que se aleja. -Olga masticó el aire en su silla junto a la cocina.

– ¡No nos va a costar lo que no tenemos! Simplemente hay que hacerlo, para descartar una muerte provocada.

– Lo que estoy intentando ponerte delante de las narices son los hechos: el distrito entero está cultivando soldados muertos como si fueran guisantes, ¿y tú crees que hay un hombre que les va detrás para prepararles los documentos?

– Escúchame lo que te digo: si Aleks no acude a cobrar su pensión, van a mandar a un inspector a ver qué pasa. Y entonces toda la mierda quedará a la vista. ¿Os imagináis el trabajo que le íbamos a dar a un inspector si viniera?

– Pero, Irina…

– Además, ya es demasiado tarde, he mandado a buscar al tipo por medio de Nadezhda. Va a venir enseguida. Cuanto más esperemos, más difíciles serán las preguntas.

– Ja, bueno, si es a Nadezhda a quien has mandado, asegúrate de dejarle una nota al hombre en tu tumba.

– ¡Caramba, todavía le queda algo de sentido común, mamá! No desperdicies más aliento en rabiar, acabo de oír que los gnezvarik están atacando la carretera de Uvila. Tenemos que sacar de aquí a Ludmila antes de que se haga oscuro de verdad. Hoy es el último día en que se puede viajar al este.

Mientras lo estaba diciendo, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Los vientos reunían sus fuerzas en los barrancos y aullaban vendavales.

– ¿Y no irás a dejar a Aleksandr tirado sin más en el tractor como si fuera una patata? -gritó Olga desde la penumbra-. ¿Quieres que también le tiremos heno y estiércol encima, para demostrar cómo honramos a nuestros seres queridos? ¡Seguro que esperarías a que los lobos le arrancaran unos cuantos bocados por la noche para dar testimonio de la elegancia con que vivimos en estas montañas! ¡No quiero ver ni una dentellada de lobo, para que todo el mundo vea que hemos sido respetuosos!

– ¡Mamá! -gritó Irina-. ¡Estás poniéndolo demasiado difícil! Recupera el entendimiento. Debido a que veneramos a Aleksandr, lo hemos dejado fuera, que es donde mejor se va a conservar. Solamente ha sido una noche, los lobos no van a cruzar la verja. Y dejar el cuerpo ahí hasta que venga el examinador es muestra de inteligencia: porque se imaginará que la muerte acaba de suceder.

– ¡Ja! A ése le llegará la muerte antes si has mandado a Nadezhda a buscarlo.

– ¡Mamá!

– ¡Bueno, por lo menos quítale esos sacos de encima de la cara!

– No son sacos, es el abrigo de Milochka, que ella ha puesto amablemente al servicio de la dignidad de su abuelo. Escúchame: cuando su muerte se haya registrado como es debido, lo meteremos dentro un rato. Y ahora, por favor, no apartes nuestra atención de lo que es el asunto importante del día. El frente ya casi nos ha alcanzado, saquemos a Ludmila de aquí.

Maksimilian apareció al trote y fumando por el camino de la colina. Iba encogido dentro de sus abrigos y llevaba un gorro militar de pelo largo que había robado cerca del frente.

Irina dio un golpe de barbilla cuando su hijo apareció en el patio.

– ¿Y cómo es que hasta ahora no hemos visto tu triste cara?

– ¿No preferías no verla?

– No me digas que has desperdiciado la mañana en compañía de Viktor Pilosanov. O de alguien cuyo nombre empieza por Pilo. ¿Y dónde has encontrado cigarrillos?

Maks se detuvo y miró con cara irritada a través de una nube de humo de tabaco que flotaba inmóvil alrededor de su cabeza, una barrera entre él y aquel mundo hijo de puta.

– Y si no es un crimen preguntarlo, ¿cómo es que solamente por dar unos pasos atraigo todas las culpas de la Historia?

Su madre se llevó las manos a las caderas.

– Si hubieras estado en el pueblo, sabrías que las carreteras están cayendo en manos de los militares. ¡Ludmila tiene que irse ya!

– Bueno, pues buen viaje.

– ¡Y tú la vas a llevar!

– Ja, claro -escupió Maks-. La voy a llevar en el tractor para que pueda hacerse vieja y morirse antes de llegar a la ciudad más cercana, y allí pueda encontrar un trabajo muy importante de vieja muerta.

Irina se ahorró a sí misma el aburrimiento con un suspiro. Se retorció el delantal y clavó su mirada en su hijo. Al otro lado del patio, a través de un espeso banco de niebla en movimiento, se acercaba Ludmila. Llevaba dos cubos llenos de ramas de arbustos. Iba mirando a su alrededor, imaginando a su amante detrás de cada loma. Luego miró el patio. Desde lejos percibió otra fisura de hostilidad y ralentizó sus pasos hasta pararse con aire alerta.

– Maksimilian -Irina se encaró con su hijo-, la tristeza se ha invitado a sí misma a nuestra casa y a nosotros nos corresponde ser unos anfitriones astutos. El tren grande no llegará hasta la semana que viene. Para entonces puede que ya estemos todos muertos. Solamente nos quedan la cabra y dos pollos, puede que nos los comamos, a ellos y a todos los animales salvajes e insectos del distrito Cuarenta y Uno, y aun así acabemos muertos. -Hizo una pausa para dejar que la gravedad del momento calara en su hijo-. Pero el tractor tiene combustible. Llévalo a Kuzhnisk y véndelo. Consigue el mejor precio. Y tráeme los dineros directamente a mí. Solamente eso nos mantendrá hasta que a Ludmila le llegue su primera paga. Tu familia cuenta contigo, Maksimilian. Nuestra historia, y la última gota de nuestra sangre, te están esperando. Éste es tu momento, Maks: golpea, mata y come.

– Ja, ahora quieres que venda el tractor. Que venda el tractor para que nuestros huesos pelados puedan ser encontrados en el sitio donde cayeron en manos de los militares. Cualquier persona razonable, o sea, una persona que no esté afectada por la manía de una mujer, vendería primero parte de los terrenos.

– Sí, cualquier ganso de tu país de los sueños. Se lo vendería al primero del centenar de personas que hacen cola aquí todos los días para comprar campos de minas helados a dos pasos del frente. -Irina echó la cabeza hacia atrás-. ¿Tú sabes cómo de grande es el distrito Cuarenta y Uno? ¡Contesta!

– Bastante grande.

– Pues yo te digo esto: no tiene mucho más de setenta mil hectáreas. Pero setenta mil hectáreas es el área que ya ha conquistado el ejército gnezvarik. ¿Y tú crees que caminan con fajos de billetes, comprando nieve a medida que avanzan? Están cerrando las carreteras a nuestro alrededor, estrangulándonos mientras yo me dedico a desperdiciar mi aliento con un culo de lombriz. Esta tierra ya no pertenece a nadie. Maksimilian, te lo ruego, como la madre que masticó la comida para ti: honra a tu sangre.

– ¡Ja, y por supuesto tenemos que creer todo lo que nos dice la loca de Nadezhda o la mongola de Lubov!

– ¡Maksimilian!

Su ceño se arrugó al ver algo malva a lo lejos.

– Y ahora vende el tractor, para que las generaciones por venir puedan ahorrarse el trauma de encontrar nuestros huesos en algún lugar espléndido porque habremos conseguido escapar de este infierno en nuestro tractor. -Sus palabras se aceleraron hasta enredarse y luego se convirtieron en un suspiro.

Irina permanecía firme y callada. Era su forma de decirle lo que él ya sabía: que solamente el dinero en metálico los salvaría.

– ¿Y por qué no va Ludmila a casa de Georgi y Yelena y se alimenta de mermelada con sus primos de las afueras de Labinsk?

Irina soltó una risita lúgubre.

– Seguro que la van a aceptar, después de haberse negado siempre a darnos un kopek. Además, eso no es trabajar, eso es caridad. Ella tiene que hacer algo productivo. Y tú te la tienes que llevar con el tractor y has de volver aquí con dinero para varias semanas.

– Bueno, por lo menos ahora podéis darme las gracias por el gorro ubli, con el cual voy a ir por el distrito como Pedro por su casa.

Irina lo miró con cara de desprecio.

– ¡Y como todos los soldados conducen tractores en la guerra, no vas a llamar la atención! Nada de gorros, Maksimilian. De hecho, quiero ver ese gorro enterrado. Ahora toca jugar a cosas de adultos.

– ¡Ja! No te metas en asuntos de hombres y de armas.

– No pienso hacerlo, porque no tengo ninguna de las dos cosas en mi casa. -Irina lo atravesó con una mirada que era como una lanza.

Maks fingió que no la oía. Caminó con aire arrogante trazando círculos en el patio.

Ludmila cruzó por delante de él, haciendo una pausa para sacudir su bota en dirección a la cabra que pasaba por ahí. Cuando llegó al batiburrillo de cosas que era la pared de la cabaña, apoyó la mano en uno de sus paneles de hojalata, que irradiaba calor del fogón del otro lado.

– No os molestéis por mí -dijo-. Puedo caminar.

– ¡Ja! -escupió Maks-. Y que te maten y probablemente te violen, que te viole probablemente algún comemierda gnezvar con el cañón de su arma. Vas a venir en tractor conmigo, y cuando el tractor se quede sin fuel, y yo lo venda, tendrás el mundo de los Kuzhnisk a tus pies, aunque yo personalmente no me acercaría por allí ni para escupir.

– Mamá -dijo Ludmila-. ¿Por qué no podemos firmar simplemente los cupones de Aleksandr? ¿Quién necesita saber que está muerto?

– ¡Cada día dices más tonterías, como tu padre! ¿Y vas a ser tú la que entierre a Aleksandr y se vista con su ropa? ¿Y vas a ser tú la que responda al inspector? ¡Que los santos te metan algo de entendimiento a latigazos!

Llegado aquel punto, Olga apareció en la puerta durante el tiempo justo para gruñir y negar con la cabeza. Siempre que negaba con la cabeza con aquel propósito, terminaba levantando bruscamente la barbilla en la dirección del condenado. En el Distrito Administrativo Cuarenta y Uno, aquello se llamaba el Empujón.

Ludmila se cruzó de brazos y se meció escépticamente contra el viento.

– ¿En serio creéis que ese papeleo de los cupones va a ser importante cuando empiecen a volar las balas en la colina?

– ¡Cierra la boca! -Irina le dio un mamporro a su hija-. La diferencia entre los crímenes que viajan con los soldados y el crimen que tú propones con tanta ignorancia es que los soldados nunca se quedan quietos. Nosotros, si lo quieren los santos, seguiremos aquí esperando a que nuestros crímenes sean descubiertos.

Olga volvió a negar con la cabeza y a propinar un Empujón y luego vació un cuenco de agua de fregar negra junto al escalón.

– Para el pollo -dijo con un soplido de burla, y regresó adentro-. Para que pueda tener una vida como las de mi familia, que viven unas vacaciones de sol y mermelada mientras yo me pudro en mi cama.

Irina le envió un Empujón a Ludmila.

– Está claro que debe de ser magnífico vivir como una princesa, tener todo el tiempo del mundo para ir por ahí contando las pajas del suelo.

– No quiero ir. -Ludmila frunció el ceño.

– Entonces te lo estás poniendo más difícil. Porque vas a ir.

– Pues no. Tengo que buscar otros caminos, por lo menos hasta que pasen los combates.

– Y lo que no consigues entender es que es posible que los combates no pasen, que puede que nos persigan todo el tiempo. ¿Y adónde iremos entonces? ¿Y cómo? -Irina dio un paso hacia Ludmila y blandió un dedo en dirección a la cabaña-. Cuando esta noche se cierre la puerta de esta casa, tú estarás fuera. Y no te hagas ilusiones de escaparte con tu amiguito: vas a ir a la fábrica de municiones de Kuzhnisk. Tu cara no será bienvenida aquí hasta que tengas un salario. Intenta pensar en algo que no seas tú misma, esto es por todos nosotros, Milochka.

Ludmila bajó la vista.

– Entonces será mejor que me vaya ya y no vuelva nunca. -Subió pisando fuerte el único peldaño de piedra de la entrada-. Pues habéis revelado cuánto os alegra la idea.

– Maks -dijo Irina con una risa burlona-, al final va resultar que nos irán bien esos teléfonos tuyos, viendo cuánto tarda tu hermana en recibir el mensaje. -Siguió a su hija al interior.

– Y una pregunta para ti -murmuró Maks detrás de ellas-. ¿El cadáver de Aleksandr también va a hacer el viaje? ¿Le buscamos un despacho en la fábrica?

Irina se detuvo al otro lado de la puerta.

– Si para cuando os marchéis no ha llegado el examinador, lo bajaremos nosotros del tractor.

– ¿Qué examinador?

– El hombre que examina la causa de la muerte. Y hasta que llegue, podéis preparar el tractor para el viaje, en lugar de holgazanear igual que la cabra.

– Bueno, ¿tenemos meados? -gritó Maks detrás de ella.

– ¡No! ¡No lo hagáis! -Se oyó el grito lejano de Olga-. ¡Tu abuelo decía que no funcionaba en absoluto y que además acabaría haciendo que el motor se parara para siempre!

– Quiero decir meados de cabra -gritó Maks, desprendiendo de su garganta un proyectil de saliva destinado a la cabeza del gallo.

– ¡A eso me refiero! No uséis meados, sean de quien sean.

Apuntando con cuidado, Maks disparó un perdigón de saliva que a punto estuvo de sacarle el ojo al gallo. Con todo, el animal se mantuvo erguido y desafiante, influido por la posibilidad de que dar un solo paso lo llevara a la cazuela.

– Pues mira, no es a lo que te refieres -gritó Maks-. Porque el viejo Aleks meaba todo el tiempo dentro del depósito y luego se quejaba de que no funcionaba. Yo me refería a añadir meados de cabra, tal como todo el mundo dice. Hasta hace que el motor vaya más deprisa, y si no ¿cómo es que todo el mundo lo guarda en cubos?

Irina salió hecha una furia.

– Mírame -fue dando zancadas furiosas hacia el tractor y arrancó la lata grasienta que servía de tapón del depósito. Después metió en el depósito una rama larga que se guardaba debajo del asiento, pues la vara de medir el fuel ya hacía tiempo que había pasado a mejor vida, irónicamente en el único día de su vida en que el depósito estaba lleno. Sacó el palo y se lo puso delante de las narices a Maksimilian-. ¿Esto no está lleno hasta la mitad?

– No -dijo Maks, sin mirar.

– Sí que lo está, así que puedes llegar por lo menos a Uvila y allí suplicar que te regalen el fuel. Nada de meados. Y ya os podéis ir.

– Pero si no vamos a Uvila, está en la dirección contraria.

Irina levantó el palo y azotó al chico hasta que éste bufó. Luego lo fulminó con la mirada y por fin se marchó furiosa y soltando nubes de vaho.

– ¡En cualquier caso, nos vamos directos a Kuzhnisk! -le gritó Maks a los michelines de su espalda.

Una cortina separaba la litera del ejército donde dormía Ludmila de las dos habitaciones de la cabaña. La sala incluía un rincón que hacía de cocina, con algo parecido a una caja de zapatos grande de hierro que hacía de quemador de boñigas y a la vez de fogón de la cocina, conectado por medio de una tubería al tejado. En su órbita, como si fueran patitos, había una mesa cubierta con un hule, tres sillas plegables y dos bidones de petróleo que aspiraban a ser mesas ocasionales. Una ventana pequeña situada delante del cubículo de Ludmila arrojaba puñados de luz al suelo como si fueran granos de polen. El único dormitorio tenía dos camas hundidas de alturas distintas: la más baja para Irina y hasta hacía poco también para Kiska, que desde entonces había decidido que maduraría más deprisa si dormía en el cubículo de su hermana, y la más alta para Olga y Aleksandr. Maksimilian se había acostumbrado a dormir en el suelo, junto a la puerta de la cabaña. Había jurado no entrar nunca más en el dormitorio, después de que el verano anterior su reacción al hecho de haber vislumbrado el trasero desnudo de su abuela desencadenara días enteros de amargas pullas.

Ludmila estaba desnuda detrás de su cortina, buscando entre la ropa que había en su mohosa bolsa de viaje. Irina la había escondido fuera toda la noche y eso había hecho que su contenido quedara húmedo. Ludmila hurgó ociosamente, absorbiendo la oscuridad con olor a malta de su hogar, el humo de su infancia desvanecida. Una hoja afilada de luz cruzó la sala para quemar el borde de su cortina; ella la descorrió para sumergirse en la luz y se flexionó delante de su espejo para hacer que ésta iluminara sus zonas huecas y sus curvas. Se sorprendió a sí misma mirando e hizo un mohín.

Sus ojos le devolvieron animales.

Después de ponerse con dificultad unas bragas psicodélicas y descoloridas, abrió el baúl que formaba la base de la cama de Kiska y sacó un vestido rojo de lana guardado entre plásticos. Su padre se lo había comprado cuando cumplió los dieciocho años. Le había dicho que nunca más parecería una campesina. Es más, declaró, parecería una princesa. Y tenía razón, el loco de Ivan, por una vez en su vida, aunque al decirlo había estado menos entonado que de costumbre.

Una descarga de artillería retumbó detrás de la montaña. Por un momento el ruido ahogó la riña de las madres en el patio, donde se podía oír a Maks defendiendo un plan para robarle combustible -o más bien, cogérselo prestado, tal como él insistía en llamarlo- a la viuda del ferretero.

Ludmila no oyó que Kiska descorría la cortina detrás de ella. Notó una manita en el muslo y se dio la vuelta.

A Kiska se le metió la punta de la lengua en el espacio donde se le habían caído los dientes. Ludmila frunció el ceño y apareció un dedito por el otro lado de la cortina.

Y allí estaba Misha Bukinov.

6

Aquella noche un trueno sibilante perseguía a Blair y a Nicolah hasta casa. El ruido era de la estela del primer vuelo del día que volaba bajo hasta Heathrow, con el sueño de las tierras del Este. La luz del alba quedaba varias horas detrás del mismo, apenas rota sobre Kuzhnisk mientras la pareja paseaba sobre esa clase de humedad que vive en las aceras de Londres como si viniera de ninguna parte. Las bocanadas de la nueva vida de Blair latían a través del frío y brillaban en los guardabarros de los Mercedes aparcados. Destellos de conducción enérgica a ritmo de rock duro en plena noche, de sexo antes del desayuno y antes de salir volando a reacción para recorrer muchas millas aéreas. Una vida sin pensamientos exigentes, un mundo de desorden encantador. Londres era una red eléctrica que bullía con semejantes potenciales. Blair estaba electrizado con sus posibilidades. Y Nicolah Wilson lo notaba.

– He tenido días peores que hoy -dijo ella, dándole un apretón en el brazo.

– No parezcas tan sorprendida. -Blair sacó mandíbula como si fuera a bordo de su yate.

– Tenía mis dudas sobre vosotros dos. No todo el mundo se adapta a un traslado.

– Solamente venimos del Norte.

– Ya me entiendes.

– Bueno, es un terreno de caza, ¿no? -Blair le cogió la mano-. Para un joven emprendedor, y todo eso.

– Oh, sí.

– Bueno, ya sabes. O sea, confío en no tener que describirte todos los detalles.

– Que Dios asista a la chica que rompa contigo.

– Pues mira, yo no he dicho eso. Voy buscando algo más que un rollo. -Blair hizo una pausa-. ¿Tú no piensas en montar una familia?

– Antes me corto las venas. No quiero aguantar las penas de nadie.

– Aun así. -Los pasos de Blair eran amplios y saltarines, en parte para mantener el equilibrio y en parte para darle la dirección correcta a su incipiente vida de lujo-. A ver si se me entiende.

Nicki soltó un soplido de burla.

– Eso es justo lo que diría Conejo.

– ¿El qué?

– «A ver si se me entiende.» No te he reconocido al ver tu peinado de mariquita, y con ese poco de peso que has perdido. Pero sigues siendo la otra mitad de Conejo. Es raro.

Una arruga recorrió la mejilla de Blair.

– Vaya, no he venido para hablar de ese drogata.

– ¿Cómo?

– Me temo que hemos perdido a Conejo. Hay cannabis por todo el piso.

– Sí que ha pillado deprisa. Y yo que le iba a pasar un poco.

– Vaya, pues lo siento, pero ya no puedo aprobar esas cosas.

– ¿Y a ti qué te da de repente?

– Simplemente ya no soporto todo ese rollo escapista codependiente. He emprendido una nueva trayectoria. La mirada de Nicki se elevó sobre el horizonte.

– Bendito sea. Nejo tiene algo, todo el mundo lo echa muchísimo de menos. Y a ti también, claro. Pero al viejo Conejo, o sea… tiene algo que es realmente atemporal. ¿Qué le vas a decir de la oficina del registro?

– No tengo que decirle nada, no he ido por él. No es mi amo, ¿sabes?

– Vale.

– Vaya, o sea, no es culpa mía que la cosa se haya salido de madre. ¿Cómo lo iba a saber?

– ¡Vale ya, te digo!

La pareja asustó a un carrito de supermercado asilvestrado que estaba en medio de la calle, metió una caja de pollo frito en la alcantarilla de una patada y sorteó un rastro de excrementos de animales domésticos que estaba desplegado como para ofrecer una carrera de obstáculos. Se adentraron en las profundidades del laberinto de hileras de casas victorianas, más allá de la tienda de la esquina de los hermanos Patel, donde todavía faltaban dos horas para que se empezaran a inspeccionar billetes al contraluz, pasaron por debajo del puente de hierro del ferrocarril, que estaba en silencio salvo por el olisquear y el susurro de las palomas dormidas, y por fin bordearon la esquina de Totting Common, que hasta hacía dieciséis semanas había sido un antro de reunión de cafés con leche y que dentro de seis meses vería la siguiente generación de gente artificialmente bronceada, pues la anterior se había comprado cochecitos dobles de bebé, había recogido el campamento y se había marchado al campo.

Porque aquélla era la velocidad de la ciudad. Un gigante chabacano con los bombachos de su abuela. En alguna parte de Londres había una palanca que gobernaba la ciudad, pero sin ajustes para hacerla ir más deprisa ni más despacio y sin una muesca hacia delante y otra hacia atrás La palanca de metal forjado decía: «Adiós muy buenas. Tenga cuidado al salir».

La pareja giró por Scombarton Road. Los Mercedes resplandecientes de las calles más cubiertas de hojas dieron paso a Mercedes más antiguos con los asientos cubiertos de cuentas de masaje, tapicería exótica en el salpicadero y olor, aun a través del frío y del cristal y el acero, a desodorante para taxis. Un zorro desmañado arrastró jirones de niebla al interior del callejón que había al lado del número 16A. Nicki se cogió fuerte del brazo de Blair, mientras los reflejos de la luz de las farolas caricaturizaban su amable cara criolla.

– Bueno, aquí estamos -dijo ella.

– Aquí estamos. -Blair se acercó a ella con sigilo, dando sorbos del frío glacial de su pelo-. ¿Mañana también estás disponible?

– Pensaba que te habían dado un trabajo.

– Tengo la semana libre.

– ¿La primera puñetera semana? Escucha, colega, eres el único ex residente que he oído que consigue un trabajo directamente. Alguien debe de estar moviendo los hilos desde dentro, no lo desaproveches.

– Bueno… o sea, Conejo no está trabajando.

– Es distinto, Conejo no está recuperado. Además, ya que me preguntas por mis planes, tendría que dedicarle más tiempo a él ahora que estoy aquí abajo. No puedo tener favoritismos. -Nicki arrastró la mano mustia de la amistad por una pieza no erógena de la chaqueta de Blair y subió los peldaños que Llevaban a la puerta-. Pero ahora mismo me muero por una taza de té. Intenta no despertar a Conejo.

– Está muerto -gruñó Blair, hurgando en busca de sus llaves.

– ¿Cómo?

– Eso parece. Ataque al corazón.

– ¿No lo habrás dejado solo en medio de uno de sus teleles? -Nicki le arrebató las llaves.

Blair entró detrás de ella, encogido dentro del cuello de su chaqueta. Las esteras deshilachadas estornudaron polvo alrededor de las zapatillas de deporte de ella mientras descendía atolondradamente hacia las tinieblas. Los sofás estaban vacíos.

– ¿Qué has hecho con él?

– Lo he ahogado en la bañera. -Blair bajó arrastrando los pies detrás de ella, procurando pisar los bordes más chirriantes de las escaleras. Se apoyó en la barandilla para quitarse un zapato de una patada.

– Hostia… ¿Nejo? ¿Conejo?

– Es broma -sopló Blair, lanzando el otro zapato escaleras abajo.

– Tú sí que eres una puta broma. Nejo, ¿me oyes, cariño? -Nicolah encontró el interruptor de la luz y lo pulsó para encontrar a Conejo tirado de costado en el suelo de la cocina. Llevaba su traje negro, camisa blanca y sus perennes gafas oscuras. La pelambrera de cabra sin trasquilar que solía salirle a borbotones de la cabeza estaba recogida en una cola de caballo. A su lado había un vaso de tubo, una botella de coñac que pedía a gritos algo de coñac y un cenicero abarrotado de Rothmans a medio fumar: a medio fumar porque Conejo se sentía seguro, en términos cardiovasculares, entre un cigarrillo y el siguiente, así que siempre regresaba correteando al espacio que quedaba entre uno y otro.

Ahora levantó la cabeza un centímetro y miró a Nicki con el rabillo del ojo.

Ella examinó la escena y se quitó el abrigo para ponerse en cuclillas junto a él. Blair miró cómo se le tensaban las nalgas hasta relucir bajo la tela de sus pantalones, se imaginó la perspectiva que Conejo debía de tener de ella y se torturó a sí mismo imaginando el rubor que le podía estar subiendo por la cara.

– ¿Estás bien, Nejo? -Ella le puso una mano en la frente-. No tienes que beber, me cago en la puta. Joder, colega. No tienes que beber ni una gota, ¿qué está pasando? ¿Conejo? ¿Qué estás haciendo en la cocina?

– Es donde están los vasos.

– Pero ¿por qué vas trajeado?

A Conejo se le abrió la boca de golpe y los dientes le quedaron suspendidos sobre el labio.

– Esta noche teníamos terapia, Blair y yo. Pero tal como van las cosas, probablemente he hecho bien quedándome en casa.

– Eh, para el carro -gritó Blair-. ¿No he dejado bien claro que no pienso hacer más terapia de grupo? Lo siento, pero no puedes usar ese viejo truco con Nicki.

– Ooh, ooh, ooh -chilló Conejo-. Se ha hecho demasiado mayor para su terapia de grupo. Bueno, pues esta noche el grupo vendrá a casa de Simon, así que no tenemos que desplazarnos. Y Simon me estaba guardando una pizca de su hierba, así que me has dado bien por el culo.

– Bueno, con las cosas que acabas de decir te has cargado cualquier posible compasión que pudiéramos tener por ti. Acabas de justificar el que no vayamos.

– Y una mierda.

Nicki proyectó un fruncimiento de ceño y después ayudó a Conejo a sentarse con la espalda apoyada en la cocina.

– Lo siento, Nejo. Él no me dijo que teníais terapia de grupo. Sabías que yo estaba aquí, ¿por qué no me has llamado?

– Es lo más sagrado del mundo para mí. Pero bueno, como digo, probablemente he hecho bien en quedarme. Me tenido lo que llaman un episodio cardíaco, vete a saber a qué escala.

– ¡Pues defíneme «escala»! -gritó Blair-. ¿Va desde la muerte repentina hasta revolcarse por el suelo todo ciego de coñac?

Conejo retorció la boca en dirección al banco de la cocina.

– Has tenido un día movido en el curro, ¿eh? Menuda montaña de trabajo hoy en la fábrica de sándwiches, ¿no, Blair?

– Vete a la mierda, ya sabes que todavía no he empezado de verdad. Además, no fabricamos sándwiches, solamente suministramos la información sobre mercados globales.

Nicolah le hizo una mueca a Blair.

– ¡Me has dicho que tenías la semana libre!

– Bueno, tener experiencia laboral no es lo mismo que tener un trabajo, te está tomando el pelo.

– Aun así tienes que ir, joder.

– Me he pedido la semana libre por enfermedad.

– Sí. -Conejo soltó una risita-. Lesión por esfuerzo repetitivo. ¿En qué mano?

– Muérete. -Blair se cerró en banda y se dejó caer en un sota.

Conejo rebuscó con descaro su bolsillo interior en busca de un Rothmans. El cigarrillo tembló al tocarle los labios. Nicki los miró y frunció el ceño.

– Será mejor que llame a alguien.

– Ah, ya he intentado llamar.-Conejo hizo un gesto con la mano-. No hay nadie.

Nicki afiló la mirada.

– ¿Cuánto has bebido?

Conejo lanzó varios parpadeos.

– Venga, Nejo. -Ella le tiró de la manga y levantó la botella-. ¿Te has bebido todo esto?

Blair entró como un bólido en la cocina, agitando los brazos.

– Mira, se lo ha bebido todo. Déjalo, si al final le estás siguiendo el juego. Lleva toda la noche mamando, mira. Es ridículo.

Nicki le dio un mamporro en la pierna a Blair. -¡Para ya! Joder, ya os vale a los dos.

– ¡O sea, es inaceptable! -Blair volvió dando zancadas a su sofá.

– ¡Eh! -chilló Nicki-. Callaos los dos hasta que podamos resolver esto.

Conejo inhaló un puñado de humo y se volvió para ver cómo los tirabuzones de Nicki le daban besitos en los hombros. La simplicidad de la mirada de ella siempre conseguía conmoverlo. «Estoy aquí y soy yo, joder», decía la mirada. Las simpatías de él volaron hacia la curva de la espalda de ella.

– Me recuperaré -susurró, dándole unos golpecitos en su mano suave y de piel oscura.

– Sí, pero yo estoy de mierda hasta el cuello. Voy a llamar a alguien.

– No lo hagas -dijo Blair en tono cortante-. Se nos llevarán a los dos, por el amor de Dios.

Conejo chasqueó la lengua.

– Blair, ahora somos individuos, tú lo has dicho mil veces. Nadie va a venir a por ti, es un problema médico que tengo yo, no me puedo esconder sin más de mis problemas médicos, a ver si se me entiende.

– Estáis conspirando -dijo Blair-. Estáis conspirando los dos para que nos encierren otra vez y no pienso tolerarlo. ¡No lo tolero!

– ¡Eh! -chilló Nicki-. ¿De verdad creéis que me voy a quedar sentada a esperar a que todo sea mi puñetera culpa?

– ¡Por el amor de Dios! No respondo, Conejo, si nos devuelven a Albion House por esto, te aseguro que te mato yo mismo, joder. ¿Me oyes?

Conejo posó un ojo vidrioso sobre su hermano.

– Estás obsesionado. ¿Por qué no intentas controlarte un poco, Blair?

– Vete a tomar por el culo.

– Te está dando un telele, colega. Acuérdate de lo que te digo, eso es locura. -Conejo intentó arrancarle la botella a Nicki de la mano. Ella la apartó de su alcance y estiró el brazo para dejarla sobre la mesa. Sus dedos encontraron el teléfono y tiraron del mismo.

– Además, ya he probado el teléfono -dijo Conejo-. No hay nadie.

– ¿A quién has llamado?

– A todos.

– ¿Sabes que lo han cambiado?

– Sí, en el sentido de que ha dejado de existir.

– No, quiero decir que ahora todo pertenece a Vitaxis. Tienes que marcar un código y usar tu número PIN.

– ¿Ya no hay que llamar a la Seguridad Social?

– Vitaxis, te lo estoy diciendo: ahora todo es privado, hay que llamar siempre a un número general. -Nicki arrancó la mirada de Conejo de la botella que ahora estaba en la mesa de la cocina-. Ya te vale, Conejo. -Marcó enérgicamente varias teclas del teléfono y esperó-. Mi puto abuelo apenas se acuerda ya de la Seguridad Social. Haz algo útil y pon la tetera al fuego.

En su sofá, la cara de Blair palideció. Palideció el equivalente a dos sesiones de bronceado del caro. Y lo notó. Se la cubrió con las manos y encorvó la espalda hacia delante.

Nicki trajo el teléfono y se sentó a su lado.

– ¿Hola? Soy Nicolah Wilson, de Warm Aftercare… seis uno cuatro nueve tres nueve ocho. Sudeste. Tres siete cuatro siete. Wilson. Heath. ¿Es demasiado temprano para hablar con el doctor Compton?

Se oyó una versión instrumental de «Reck ma Skank» de Pirie Jammette y luego:

– ¿Sí? -La trompa de un oboe estrangulado, la voz del médico-. ¿Qué problema hay?

– Dolores en el pecho y problemas para respirar -dijo Conejo entre dientes.

– Y malestar en el brazo y el hombro izquierdos -repitió Nicki por el teléfono.

– ¿Cuál es el que se encuentra mal?

– Conejo. Digo, Gordon.

– Ya veo. ¿Puede usted percibir alguna coloración azul o morada en sus labios?

– No.

– ¿Tiene el pulso muy rápido o irregular?

– No. Pero puede que haya bebido algo.

Conejo le dedicó un encogimiento travieso de hombros al fregadero.

Compton hizo una pausa para carraspear.

– Ya veo. ¿Está sudando, tiene la piel brillante?

– La verdad es que no. Dice que ha tenido un ataque hace un rato.

– Ya veo, ya veo. Ninguno de los dos tiene que beber, ya lo sabe usted. Sin entrar en sus funciones hepáticas, me temo que el alcohol puede precipitar episodios emocionales de alguna clase. Estamos en un territorio psicológico sin explorar. ¿El otro también ha estado bebiendo?

– Solamente un par de pintas.

– Ya veo. Bien. En cuanto a esos síntomas, si es la primera vez…

– Le oigo, doctor.

– No lo avergüence por ello, el estrés puede tener un efecto sorprendentemente poderoso. Tal vez debería dejarme hablar con él.

Nicolah le dio el teléfono a Conejo. Él se sostuvo el auricular contra el pecho mientras componía su voz telefónica.

– Lo siento, Spencer. No es más que mi lío de siempre.

– Lo que pasa, Gordon, es que ahora vives en la sociedad. Me preocupa que las cosas os puedan superar a los dos, todavía estamos en los primeros días. ¿No te sentirías más cómodo de vuelta en el centro, hasta que las cosas se hayan estabilizado? Yo creo que me sentiría más cómodo si estuvierais en el centro, o en casa, con vuestra familia.

– No nos hemos puesto en contacto con nuestra familia.

– Claro, claro… lo siento.

Blair se levantó de golpe del sofá y le arrebató el auricular a Conejo.

– ¿Doctor? ¿Acaso no me dijo usted específicamente que no armáramos alboroto por sus teleles?

– Lo que pasa -dijo Compton- es que el pánico es bastante común, y puede debilitarlo mucho a uno. La mayoría de gente lo sufre en algún momento.

– Pero ¿no me dijo usted que no armara alboroto? -Blair pulsó el botón del altavoz y blandió el teléfono en dirección a Nicolah y luego a Conejo.

– Bueno, está claro que no tiene sentido echarle leña al susto, aunque…

– ¿Lo veis? -gritó Blair-. ¿Lo veis?

– No os preocupéis, no os preocupéis. -La voz de Compton zumbó solitaria por el auricular-. Son los primeros días, es un gran cambio en vuestra rutina. En cuanto las cosas se os asienten en la mente, veréis que estos episodios son cada vez menos frecuentes y menos graves. Aposentaos, no toméis demasiado té ni café. Y nada de alcohol, por el amor de Dios. Puede que os encargue una evaluación. No me gusta mucho la forma en que están yendo las cosas.

Los ojos de Blair se estrecharon. Conejo salió arrastrando los pies de detrás de la mesa de la cocina, levantó dos tazas de té lechoso y las llevó en suspenso hacia el sofá. Una sonrisa le pasó fugazmente por la cara.

– Entonces -dijo con voz cantarina-. ¿Qué más ha dicho nuestro Spencer?

– Que te vas a morir.

– ¡Eh! -Nicolah le dio una palmada en la pierna.

Conejo se encorvó con gesto cansino y se volvió para colocar las tazas de té sobre la mesa. Echó un vistazo de refilón por encima del hombro como si fuera Cuasimodo y le mandó un encogimiento de hombros lastimero a Nicolah. Los ojos de ella lo acunaron. Veía en Blair un potencial en ebullición: conflictos graves y las consecuencias de los mismos; los espectros gemelos del ridículo y los remordimientos flotando expectantes sobre la locura de la furia. Conejo se giró, todavía encorvado como un siervo que espera el azote y, señalando a su hermano con ojos vacíos, suspiró:

– Sospecho que no has conseguido pegarte el lote.

– ¡Conejo! -chilló Nicki.

La mirada de Blair saltó bruscamente a la izquierda. Y la pilló conteniendo una risita. Y nada más.

– ¿Por qué no te lo follas y ya está? -Su mirada no la atravesó, tampoco la quemó ni la apuñaló. Aquello fue lo más inquietante. Que sus ojos brillaron sin ver nada. Eran meras pupilas-. Ooh, Nejo, cariño, ooh -gimió-. Ooh Conejo esto, ooh Conejo lo otro. Bueno, ¡y a mí que me den!

Nicki cruzó los brazos sobre el pecho.

– Ya te he oído, no te sulfures.

– Ahh, el amor es una enfermedad muy dolorosa -dijo en tono despectivo Conejo por encima del hombro.

Nicolah miró cómo Blair rumiaba, se comía la cabeza y ponía unos morritos que parecían un ano, siguiendo órdenes de sus genes de inglés de rancio abolengo, unos genes trasnochados y cargados de bilis que miraban con miedo y envidia. Luego, tan bruscamente como un cable que se parte, agarró la botella de coñac y la tiró al otro extremo de la cocina. Conejo miró cómo estallaba contra los fogones.

El chillido de Nicolah sacudió la oscuridad. Se puso de pie de un salto; agarró su abrigo, subió las escaleras tragándose palabrotas a cada peldaño hasta llegar a la puerta y luego se dedicó a mascullarlas hasta llegar a Scombarton Road.

Después vino una quietud como la de después de un tiroteo. Un coche abrió un surco en la humedad de fuera, una sirena gorjeó. Y al cabo de un momento, los sollozos de Blair se adueñaron del aire. Dolor acumulativo, lo llamaba la enfermera jefe. Conejo fue a sentarse con sigilo al lado de su hermano, en el sofá. Giró muy despacio los ojos primero y la cabeza después en dirección a su hermano.

– Bueno -dijo-. Ahora sí que lo tienes crudo.

Blair soltó un bufido y por un orificio nasal le asomó una burbuja de moco. La hizo apuntar a la ventana y, mientras la reabsorbía hacia dentro, intentó absorber con ella la capa de alto voltaje de Londres, aquella capa que apestaba a camaradería insensata y a hollín de frenos.

Pero lo único que consiguió inhalar fue el zumbido eléctrico de una furgoneta de reparto de leche.

Conejo fue arrastrando los pies hasta el televisor y lo encendió. En la pantalla apareció un par de jóvenes ingleses robustos y con la cabeza rapada, llorando ante la cámara. La escena de una tragedia. Conejo frunció el ceño. A medida que la historia de los hombres se desplegaba entre tatuajes quemados por el sol, salió a la luz que una huelga de maleteros había retrasado el vuelo de regreso de su paquete turístico de una noche entera en Málaga. A su lado sollozaban unos niños de piel pastosa con el uniforme del Millwall. En segundo plano acechaban sus mujeres de color rábano.

– ¿Lo ves? -dijo Conejo-. Siempre hay alguien que está peor que tú.

Blair soltó una risita pringada de mocos.

– Ahh, bueno. -Conejo apagó el televisor y regresó al sofá-. Alégrate, colega. Mañana es viernes. Hay pastel de carne.

Con un silbido melodioso, mientras la mayoría de los pájaros de primera hora de la mañana tomaban fuerza de la luz, le puso una mano en la espalda convulsa a Blair y trazó suavemente un círculo.

– ¿Quién es un tontorrón? -dijo con su acento norteño más gentil. Era la primera frase completa que había aprendido a decir en su vida. Le traía recuerdos de antiséptico y pañales manchados de caca. Conejo se meció adelante y atrás y trazó el primero de un centenar de círculos suaves-. ¿Quién es un tontorrón?

7

Ludmila se apretó el vestido contra el pecho y le hizo un gesto con la mano a Kiska.

– Ve a la puerta, deprisa… Canta si viene alguien.

– Pero ¿qué canción? -Kiska se estremeció de emoción y se meció sin mover los pies del suelo, como si fuera una marioneta.

– La que sea, tú canta fuerte. -Ludmila fue volando a la ventana y descorrió el pestillo. La cara de Misha irrumpió, con las orejas ruborizadas.

– ¿La canción del ferrocarril o la canción del perro montañés?

– La canción del ferrocarril, ¡ahora corre! ¡Deprisa!

La niña apenas se había dado la vuelta cuando Misha agarró a Ludmila de los hombros a través de la ventana y la besó tres veces en la cara. Ella se asomó por el marco y se hundió en la tela áspera de su chaquetón militar.

– Ja. -Ella le dio unos golpecitos en la barriga-. Te están poniendo como dos soldados.

Misha se frotó las patillas en el pelo de ella y se lo peinó con la nariz.

– Si nadie acude a sus citas conmigo, lo único que puedo hacer es rondar junto a la olla y preguntarme por qué.

– Aleks ha muerto y han encontrado mi bolsa de viaje lista. Las madres están como perros rabiosos. Me mandan a Kuzhnisk.

Misha le cogió la cara con las manos y le apartó un mechón rizado de los ojos.

– ¿Alguien te ha pegado? Mira este moretón.

– Me he caído. No es nada.

– Siento lo del viejo. Que los santos lo acompañen. ¿Todavía puedes escaparte conmigo? La patrulla cruzará la montaña por la mañana… Si no lo hacemos ahora…

– ¿Al frente? Mishi, eso no es para ti.

– Pero si no podemos escaparnos… La única forma de evitar los latigazos por desertor es irme del país, y no me voy a ir sin ti.

– Podrías esperarme en algún sitio. Yo podría venir al cabo de unos días, después de mi primera paga.

Misha negó con la cabeza.

– Pero reúne tus cucos… la única forma que tenemos de quedarnos en el extranjero es pedir asilo político en el puerto de entrada. Tenemos que estar juntos: después ya entras en un sistema y puede que nunca nos volvamos a encontrar.

Ludmila pensó un momento.

– ¿Y quién dice que nos van a dejar entrar?

– Una vez has llegado te tienen que dejar entrar. Te puedes quedar mientras ellos investigan tu estatus. Y está casi claro que nos dejarían pasar: siendo como soy un desertor de un sitio donde llueven bombas. -Le pasó un dedo a ella por la mejilla ruborizada-. Y a ti te dejarían entrar sin pensarlo, con esas mejillas sonrosadas que tienes. Nada más mirarte te traerían una cafetera y frutas y bombones.

Kiska se puso a cantar en la puerta. Ludmila se dio la vuelta. La niña se detuvo y soltó una risita entre dientes.

– Estoy ensayando.

– ¡Gansa! Guárdate eso para cuando venga alguien de verdad.

Misha pegó la cara al pómulo de Ludmila y lo besó mientras hablaba.

– Escucha, ¿cuándo te vas a Kuzhnisk?

– Ahora mismo. Pero han mandado a Maksimilian a que me lleve en tractor, no sé si voy a tener un momento para escapar.

– Entonces escucha: pasada la estación, en la calle principal de Kuzhnisk, en una esquina, está el café-bar Kaustik. Yo iré allí mañana y llegaré cuando se haga oscuro. Pero escúchame: estamos en un momento de incertidumbre, las fuerzas se están reuniendo camino del puente. Viaja deprisa y no te preocupes si llego tarde. Ya encontraré la forma de ir, te lo digo con el corazón.

– ¡Los hombres mueven los trenes y los trenes mueven a los hombres! -gritó Kiska desde la puerta.

– ¡Kiski, por el amor de los santos! -la riñó Irina mientras se acercaba al escalón de la puerta-. ¡Vas a hacer que caiga la nieve del tejado con esos gritos!

– Vete, soldado gordo. -Ludmila le dio un beso en los labios a Misha y cerró la ventana.

«Vuelve a llamarme gordo mañana» articuló él en silencio, tocando el cristal con el dedo antes de escabullirse de allí.

Ludmila corrió al otro lado de su cortina. Al cabo de tres segundos, la sombra de Irina se derramó sobre la misma y avanzó hasta la obertura que había junto a la pared. Contempló a Ludmila con los ojos muy abiertos mientras ésta se levantaba de su posición en cuclillas y desplegaba una serie de músculos a lo largo de su espalda. Milochka no era una gorgona campesina de huesos grandes y pies de plomo como tantas mujeres del distrito. Sus ojos verdes la convertían en una rareza, igual que su extraña altivez y su elegancia. Su trasero incluso había perdido la redondez infantil, reflexionó Irina, mirando cómo los charcos de sombra le llenaban y le vaciaban los hoyuelos de la parte trasera de los calzoncillos.

Se sacudió la humedad de los ojos con unos parpadeos y cruzó la cortina.

– ¿Qué? -balbució Ludmila, metiéndose dentro del vestido con una sacudida de hombros-. ¿Es que no me estoy yendo lo bastante deprisa?

– Pues mira -dijo su madre con voz ronca-, se me ha ocurrido venir a decirte dónde planeamos que nos entierren a todos, porque está claro que vas a seguir entreteniéndote por aquí tres generaciones después de que nos hayamos marchado.

– Ja. -Ludmila se vistió deprisa, sin decirle nada más a su madre, y salió a la luz del sol con su bolsa a cuestas, alborotándole los rizos a Kiska al pasar por la puerta.

– ¿Tengo que entender que bajamos el cadáver, ya que vuestro hombre no se ha presentado? -gritó Maks en dirección a la cabaña mientras Ludmila subía su bolsa al tractor.

– ¿Qué hombre? -Ella se volvió para examinar el camino.

– Quien sea que queda vivo para examinar a los muertos -dijo Maks. Volvió a hacer bocina con las manos y gritó-. ¿Digo que si tenemos que bajar al abuelo del tractor?

– Sí, si no ves venir a nadie por el camino -gritó Irina-. Y quítale ese abrigo de la cabeza, que Ludmila lo va a necesitar.

– No, déjaselo -dijo Ludmila.

– Quítale el abrigo para ponértelo tú o te vas a congelar -dijo Irina desde el escalón, con el ceño fruncido.

Ludmila ayudó a bajar el cuerpo del tractor y lo colocó sobre el hielo de al lado de la verja. Estuvo manoseando el abrigo hasta que Maks se dio la vuelta y después tiró del mismo rápidamente mientras él no miraba. Un vislumbre de la boca abierta de Aleks le infectó la mirada.

Una luz del sol que parecía mantequilla bañó la cabaña mientras Irina, Olga y una extrañamente silenciosa Kiska miraban el tractor que se alejaba dando botes por la niebla, colina abajo, en dirección a la carretera. Ni Ludmila ni Maks miraron hacia atrás. Su madre estuvo parpadeando para quitarse el hormigueo de los ojos hasta que desapareció. Al cabo de cuatro minutos, el espeso aire de Ublilsk -en el cual las palabras y las respiraciones flotaban inmóviles desde el otoño hasta la primavera- ya había absorbido el gruñido del tractor.

– Una familia hecha pedazos -gruñó Olga, regresando adentro-. Dame un cupón, Iri. Si lo firmo ahora, todavía te dará tiempo de llegar al almacén.


– Un Land Cruiser o un Nissan Patrol -iba ladrando Maks por encima del traqueteo del motor-. Es lo mejor. Distancia grande entre los ejes y ventanillas eléctricas. ¿Te parece que eso es para los ricachos? Yo voy a conseguir uno en un periquete.

Por los árboles desnudos de hojas que flanqueaban la carretera se derramaba la luz de color ámbar en forma de rayas atigradas. Ludmila no se imaginaba qué clase de examinador iba a subir una colina como aquélla. Miró con los ojos guiñados hacia delante, en dirección a las sombras donde vivía su futuro, y adoptó el caparazón de la viajera interior que era, la analizadora de humores, la calibradora de colores imperceptibles, la recogedora de una inteligencia emocional para la que no existía ninguna palabra ni expresión. El caparazón en el que nadie podía adentrarse y que la gente achacaba a la altivez.

Luego apareció un poste familiar del telégrafo, seguido de las ruinas cubiertas de matorrales de un silo para almacenar grano. Ludmila parpadeó dos veces, frunció el ceño y se volvió hacia Maks.

– ¿Y en qué dirección estás yendo?

– Por ejemplo -gritó Maks-, en la última batalla por Grozny, un Nissan Patrol artillado hizo que un batallón ruso casi entero huyera corriendo como si fueran viejecitas.

– ¡Maks-imil-ian! -Ludmila le dio una palmada en el pescuezo-. ¡Estás yendo en dirección contraria!

– No, estoy yendo en la dirección perfecta. -Maks se puso fuera del alcance de su hermana.

– Pero me has traído al pueblo… ¡Y desde Ublilsk no puedo ir a ninguna parte!

Maks se encogió de hombros.

– Pues hasta aquí llego yo, cariño de mi vida.

– Ajá, y cuando vuelvas a casa sin haber vendido el tractor, y al cabo de un momento de haberte ido, les puedes decir a nuestras madre que una ventolera te ha ayudado a llegar a Kuzhnisk y a volver.

– No íbamos a Kuzhnisk.

– Lo sabía. ¡Lo he adivinado porque lo que has hecho ha sido venir a este estúpido pueblo!

– Pilo te llevará desde aquí. -Max maniobró despreocupadamente para esquivar un cráter que había en la carretera.

– Ah, sí, de inmediato. Porque se ha pasado toda la vida sentado en su cuarto y esperando secretamente para llevarme a la romántica Kuzhnisk.

En un violento despliegue de succión nasal, Maks amartilló un salivazo enorme en su boca y lo disparó a un letrero de la carretera junto al que estaban pasando.

– Lo hará porque se lo digo yo. Y ahora cierra la bocota de estúpida. Dices demasiada mierda de mujeres.

Ludmila se quedó sentada con el ceño fruncido durante nueve vueltas de las ruedas del tractor. Luego gritó:

– ¡Tengo que conseguir un trabajo en la ciudad! ¡Y tú tienes que vender el tractor! ¡Despierta al pájaro que tienes en la cabeza, Maks!

– El tractor lo va a comprar Pilo. Y Kuzhnisk no es ninguna ciudad, no te vayas dando aires.

– Ajá. Y hablamos del mismo Pilosanov que se bebió toda su guita y su salud con mi padre, y que ahora me va a conducir milagrosamente a la ciudad aunque nunca en su vida haya tenido coche, ¿no?

– Ahora va a tener un tractor. -Maks se encogió de hombros-. Y Kuzhnisk no es ninguna ciudad.

La vieja Nadezhda Krupskaya se detuvo en la esquina junto al almacén. Dejó en el suelo su bolsa de plástico y soltó unas nubes de vaho por la boca que parecían globos de diálogo vacíos mientras el tractor aminoraba la velocidad al adentrarse en el pueblo: que era más bien una aldea, ya que su población había disminuido hasta las treinta personas.

A Nadezhda se la veía mucho más por la calle desde que hacía un año una granada perdida de un lanzacohetes había atravesado su tejado y se había incrustado en el suelo de la cocina. Seguía sin explotar, lo cual significaba que ella no solamente había sobrevivido para llevar a cabo su lento y ruidoso declive hasta la tumba -una hazaña a la que aspiraban todos los ublis, y que en consecuencia trataban con un sentido adecuado de la competición y el orgullo-, sino que tenía un terreno más abonado para la desesperación continua, así como el impulso de abandonar la casa siempre que le era posible y llevarse su aflicción de gira. Si a eso se le añadía el hecho de ser cada vez más olvidadiza, si no demente, su repertorio se había convertido para entonces en un refinado monólogo, todo un banquete de comida amarga para los santos.

Aun así, no todo eran rosas: el revestimiento del misil había alcanzado la portezuela de la cocina en un ángulo inconveniente, lo cual hacía que las tareas culinarias fueran especialmente fatigosas. Aquello unido al agujero del techo la habían hecho mudarse a la caseta anexa, que seguía estando a un radio respetable de la explosión pero que no acababa de ser la calamidad en potencia de la de antes.

Ludmila la miró sin saludarla, hasta que su vieja figura de cubretetera se escurrió detrás de un bloque gris soviético que se componía de treinta y seis apartamentos -todos destruidos menos cuatro-, y que era la única edificación optimista que el pueblo había visto alguna vez. Aparte de aquel bloque espantoso, Ublilsk parecía haberse levantado del barro como un organismo, como si la basura esparcida hubiera echado raíces y hubiera crecido hasta convertirse en un huerto de edificios unidos entre ellos con chatarra de la fábrica abandonada de hélices. No menos de cinco edificios de los que se levantaban junto a la carretera tenían en la fachada partes del letrero principal de la fábrica, en uno de los cuales se leía toda la palabra hélice.

Un éxito de la radio sonaba estruendosamente al otro lado de la carretera, con una guitarra eléctrica que hacía plink y plonk como un puñado de balas arrojadas a un estanque. Por encima de la misma gimoteaban las voces desesperadas de un chico y de una chica. «Obsesión» era la palabra que destacaba en la letra. El hecho de que la canción sonara en el corazón de Ublilsk le dio un aire nostálgico y romántico a sus estertores finales, una especie de lánguido anhelo tropical que hizo que Ludmila se pusiera de pie, nerviosa. De pronto su abandono del hogar ya no era algo puramente físico. También era la historia de un amor roto.

El tractor dejó atrás un montón de abrigos sin cara y un charco de vómito en la nieve -el típico «cama y desayuno», como solía llamarlos el padre de Ludmila-, rumbo al sitio de las afueras donde vivía Viktor Pilosanov. La casa tenía el número 12, y se distinguía por su puerta verde. Pilosanov se había visto forzado un día a visitar un pueblo donde se vendía pintura verde, gastar una buena cantidad de dinero en ella y luego derrochar varias capas en su propia puerta. Aquél fue el primer signo que suscitó rumores sobre su alcoholismo. El diagnóstico se convirtió en locura de solterón el día en que se compró un bote de pintura roja y pintó el número doce, con lo cual la suya se convirtió en la única dirección con número en un radio de noventa kilómetros. Él mantenía que dichos símbolos eran el emblema de la civilización, y que solamente prestando atención a su mantenimiento conseguirían que el nido de la civilización permaneciera caliente para cuando ésta regresara.

La puerta de Pilo estaba entreabierta. Tras dejar el tractor traqueteando, Maks fue hasta allí dando tumbos y le dio una patada.

– ¡Pilo!

La nariz llena de bultos de Pilosanov apareció en la rendija, y detrás de la misma, bajo un matorral ralo de patillas, su cara rubicunda y marcada por las viruelas.

– ¿Qué? -dijo.

– He venido a por el arma. Y aquí está tu máquina: con el depósito lleno hasta arriba, tal como acordamos.

Pilosanov salió despacio por la puerta con mirada recelosa. Ludmila saltó del tractor con cara de furia.

– Tus huesos se asarán en el infierno por esto -le dijo a Maks entre dientes.

– Pilo, ella tiene que ir a Kuzhnisk antes de que caiga la carretera. -Maks le dio un manotazo a su hermana pequeña-. Cerremos el trato deprisa, para que no tengas que quemar mucho el faro por el camino.

– ¿Y qué quieres decir con eso de «el faro»? Supongo que el aparato tendrá dos faros, ¿no?

– ¿Cuántas carreteras vas a coger al mismo tiempo? Una carretera, un faro. Si lo que querías era mi Toyota Land Cruiser con faros múltiples, me lo tendrías que haber dicho.

– ¡Bah! Tú no tienes un Toyota Land Cruiser.

– Escúchame, antes de que me aburra y rompa algo que se parezca mucho a tu cabeza: ¿dónde está el arma, tal como acordamos?

– El arma no está aquí. -Pilo echó un vistazo impreciso a un lado y al otro de la carretera.

Ludmila miró fijamente a su hermano con el ceño fruncido. Maks sabía que lo que la molestaba era la palabra «arma». En lugar de dar explicaciones, apagó el motor del tractor. Al apagarse su traqueteo, inclinó una oreja en dirección a los tejados y señaló. El ruido del fuego de armas de mano crepitaba a través de la niebla. Una salva de artillería asustó al cielo. Él se volvió para mirar a Ludmila con una expresión dura a modo de punto y final.

– No sé si todavía puedo hacer lo del arma -dijo Pilo-. Ayer los gnezvarik tomaron la presa. Ya no queda nada entre ellos y nosotros. Todo hijo de vecino quiere el arma.

Maks acercó la bofetada de su aliento a la cara del hombre.

– Pilo -dijo entre dientes-. Te voy a atornillar las nalgas a las partes de atrás de dos trenes distintos. Todavía hay colinas entre los gnez y nosotros. Y recuerda que hablas con el mejor pulidor de hélices de avión a este lado del mar Caspio. ¿Qué hombre vas a encontrar que sea más fuerte para defenderte con un arma?

– ¡Ja! He hecho yo más ejercicio viniendo a la puerta ahora mismo del que ha hecho ningún pulidor de hélices de este distrito en los últimos dos años.

– Muy bien pues, antes de que te acribille a puñetazos hasta acabar contigo, ¿qué hay del otro negocio que tenemos pendiente, el más importante de todos?

– No hay problema. -Pilo se abrió perezosamente su abrigo del ejército para rascarse un sobaco a través del jersey-. El hombre estará aquí después de que cierre Lubov. Ya sabe que son para ti.

– ¿Me estás diciendo que no los tienes aquí?

– ¿Por qué ganso de colores me tomas? ¿Crees que quiero volver a ver tu cara por aquí? ¿Quejándote de que las cosas se han estropeado por culpa de la humedad de mi casa? Llegarán limpios a tus manos y a mí no se me culpará de nada.

Las palabras de Pilo precipitaron el momento, crítico en todas las transacciones locales, en que los dos hombres quedaron cara a cara e intercambiaron sendas miradas a los ojos que eran promesas de muerte. La mirada era un depósito en metálico, ya que ninguna venganza brutal podía justificarse hasta que un hombre pudiera decir que su enemigo lo había engañado mirándolo a los ojos.

Pilo le lanzó una mirada frontal a Maks. La mirada desafiante que le devolvió Maks se desplazó minuciosamente por las patillas de Pilo, recogiendo razones para una muerte horrible y bien justificada.

– Me estás dejando en la estacada, Pilosanov. Te estás quedando con mi tractor antes de tiempo y dejándome delante de esta estúpida puerta verde con las manos completamente vacías.

La cara de Pilo se arrugó en una mueca de orgullo herido.

– Estoy aquí contigo, ¿qué me estás diciendo?

– Porque ahora mismo vas a llevar a mi hermana a Kuzhnisk con el tractor. -Levantó un dedo muy recto y destripó simbólicamente al hombre de la entrepierna al pecho-. Y recuerda, Viktor Illich Pilosanov: mis ojos viajan contigo. Vete ahora mismo antes de que te mate, pero déjame entrar en esa casa de la puerta verde afeminada donde vives mientras yo espero a que me traigan el resto de mercancías tal como dices que va a pasar.

Maks agarró bruscamente a su hermana del brazo y la empujó a un costado del tractor. Le acercó mucho la boca a la oreja.

– Vigílalo. No dejes que te lleve más que por la carretera principal de Kuzhnisk. Lo digo en serio. Y procura que vaya por Uvila, porque necesitaréis más fuel. Él lo puede pagar.

– Eres carroña después de lo que les estás haciendo a nuestras madres. Les voy a devolver el tractor y a contarles lo que has hecho.

– Entonces tú vas a ser carroña, dulce gota de rocío caída del cielo.

– ¡Ja! -dijo Ludmila.

– ¡Ja! -replicó Maks. Se quedó un momento largo mirándola con el ceño fruncido. Luego le mandó un Empujón con la barbilla-. ¡Y hay que ver las pepitas amargas que tengo que aguantar de ti, después de haberme tomado la molestia de buscarte un regalo de despedida!

– ¡Ja! ¡Supongo que te refieres al regalo de no ver más tu culo!

Maks chasqueó la lengua. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó el guante que le faltaba a Ludmila, todavía pegajoso de la garganta de Aleksandr.

– Estarás más caliente con esto -dijo, lanzando una mirada desde debajo del ceño. Le asestó un último empujón con la barbilla, se dio la vuelta y se alejó escupiendo.

Pilo se encogió de hombros y se montó en el tractor.

– ¿Cómo se arranca?

A Ludmila se le llenaron los ojos de lágrimas. Se mordió el labio, se apretujó como pudo detrás del asiento y estiró el brazo junto a Pilosanov para pulsar el arranque. La máquina se despertó con un estornudo. Maks desapareció tras la puerta verde y la cerró con un portazo.

El haz de luz del faro derramó té con leche sobre el camino que salía de Ublilsk. Ludmila se arrebujó en sus abrigos y se hizo una bola detrás del asiento del conductor. Con un bulto que era como una albóndiga de gelatina alojado en la garganta.

– ¡Ja! ¡Oh, qué gloria, jo, jo, jo! -dijo Pilosanov con voz atronadora mientras el villorrio desaparecía a sus espaldas-. ¡No hay un ganso más grande en el mundo entero! Lo he dejado ahí plantado con las manos vacías. ¡Tengo su tractor y él se ha quedado con nada de nada! -A Pilo le temblaban los hombros de la risa. Se volvió para dedicarle a Ludmila una sonrisita de complicidad-. Ya estás a salvo, gatita. Ya no vas a tener que repartir tus encantos entre tu familia.

– No confundas mi familia con la tuya.

– ¡Ja! Pero hay que admitir lo que está más claro que el agua: que ninguna casa donde haya hombre o perro puede permanecer seca de los jugos de una perita como tú, ni por una sola noche.

– ¿Y acaso ves que haya nacido en mi familia una sola cara de mongol, o aunque sea un solo ojo bizco? ¡No! Pues cierra ese agujero inmundo.

– ¡Bueno, tu hermano hay que decir que no es muy espabilado! -Pilo se rió un poco más, soltando gemiditos de reflexión y de disfrute de aquel momento. Luego se metió la mano en el regazo y se sacó por entre la ropa la punta de su pene medio inflado-. Estoy orgulloso de darte por fin la oportunidad de probar a un hombre de verdad, que es lo que se merece una chica tan húmeda. Ven. Ven con el encantador Viktor.

8

Cinco gatos merodeaban por la porquería que se extendía entre las esquinas de Scombarton y Milliner Road. Tres de ellos eran negros. Y a todos les ponía nerviosos el sótano del 16A.

La visita inminente hacía que las energías ansiosas bulleran por el piso. Conejo intentaba no hacer caso de ellas y rondaba como una viuda entre el fregadero y la mesa de la cocina. Llevaba sus tres albornoces de siempre combinados con zapatos y calcetines de vestir y unas gafas de sol Balorama de gran tamaño. Parecía una viuda beduina albina. La luz de la sala era de un color sepia insulso. Su voz tenía un tono plomizo a juego.

– A ver si se me entiende. Lo que va a pasar seguramente es que para mañana a la hora del desayuno estemos de vuelta en Albion House. Así que será mejor que te prepares, chaval. No quiero ni pensar en qué les habrá dicho Nicki. Cuanto más pienso en ello, más seguro estoy de que no nos van a mandar a uno en sábado por la noche solamente para invitarnos a una pinta, seguro que es un evaluador. -Conejo levantó la vista hacia la bombilla que colgaba como una estrella oscura sobre la sala de estar y sonrió para sí mismo con expresión plácida.

– Tú limítate a lavar los putos platos -dijo la voz amortiguada de Blair. Sus piernas sobresalían del armario que había debajo de la mesa de la cocina, con los pantalones del traje negro tensándose sobre sus nalgas.

Conejo retrajo la mirada y se dio media vuelta.

– ¿Te encuentro un pañuelo y unos rulos? Me gustaría tener una puta cámara: ¿te imaginas lo que dirían los colegas de Albion si te vieran limpiar un armario? ¿Te imaginas lo que diría Gladdy?

– Gladstone es ciego y autista -gruñó Blair.

– Pues conmigo charla normalmente. Se va a partir de risa cuando se lo cuente.

Gruñido.

Los hombres pasaron unos momentos más en medio del suave claqueteo y golpeteo que normalmente le infunde calidez a las cocinas en fin de semana. Luego Conejo hizo una pausa y dejó su trapo. Se mordió el labio.

– Creo que veo acercarse una ginebra. -El silencio fue puntuando sus palabras-. ¿No notas que acecha un líquido reconstituyente con toques de enebro?

La cara de Blair se elevó desde el armario.

– ¿Quieres vestirte de una puta vez? El tipo va a llegar en cualquier momento.

– No seas memo, no voy a limpiar trajeado.

– Bueno, mirar las tazas del té no es limpiar.

– A ver si se me entiende, coño, espero con ansia el día en que pueda entenderte. Por un lado dices que no va a ser ningún evaluador, que solamente viene a sacarnos por ahí con la correa, y por el otro lado te pones a fregotear como una puñetera asistenta. -Conejo pescó otra taza de té del fregadero-. O sea, creo que cualquier evaluación que hagan se basará en criterios un poco más clínicos que el estado de los armarios. ¿De verdad crees que van a mandar a alguien para revisar los armarios? ¿Que tienen una especie de escuadrón de la limpieza?

– Mira, Conejo, no me hables. No pienso hacer nada por ti. Tú haz lo que quieras y yo haré lo mismo. Cuando venga ese tipo, me voy a limitar a fingir que somos expedientes distintos.

– ¿No somos expedientes distintos?

– Bueno, si haces un balance de la mitad de las cosas que pasan donde estás tú, sabrías que ése es uno de los errores administrativos y humanos cruciales que probablemente hayan causado que nos suelten. O sea, mira lo que ha dicho la oficina del registro sobre los certificados de nacimiento.

– Pero eso no quiere decir que no podamos tener uno, solamente que no han podido encontrar el registro. Es la burocracia, Blair.

– Bueno, pero es sintomático. El expediente sanitario es nuestra vida, Blair. Vivimos y morimos según el expediente. Por el amor de Dios, ¿por qué crees que no te he dicho simplemente que te vayas a tomar el culo por tu cuenta? ¿Te doy la impresión de que quiero vivir contigo? O sea, que no me hables. Ahora eres un expediente aparte.

– Gracias. -Conejo sacó pecho-. Mira, tal vez podamos jugar una especie de bingo con el tipo, a ver quién gana más beneficios. Espera, ya lo sé, cuando venga, ¿por qué no le cuentas lo devastador que es compartir el mismo expediente, y yo le mencionaré lo del bebé de la realeza?

– No me atormentes, Conejo.

Conejo se detuvo, puso los brazos en jarras y se flexionó a un lado y hacia atrás. Levantó y bajó los hombros. Canturreó un momento. Luego cogió la ginebra.

– Vas de sobrado a más no poder, ¿sabes? Ojalá tuviera dinero para apostar a que este tipo es un evaluador.

La cabeza de Blair salió del armario.

– Bueno, si estás tan seguro como para hacerte el gallito, ¿por qué no nos apostamos el resto del mes? Si el tipo ese se nos lleva, tú harás el programa de actividades de las próximas tres semanas en Albion House. Pero Conejo, si su visita nos proporciona algún beneficio, si lo único que hace es llevarnos a la fiesta de Vitaxis, soy yo quien hará los planes aquí.

– Estás de broma. ¿Eres capaz de mantener eso?

– Bueno, te lo acabo de decir, joder.

– ¿Al pie de la letra?

– Al pie de la letra.

Conejo soltó una risita sombría.

– Aceptado. ¿Es demasiado temprano para que sirvas una ginebra?

– ¿Y es demasiado temprano para que te calles de una vez? -Blair desapareció en el siguiente armario.

Conejo se deslizó por la cocina durante unos momentos más, antes de volver al banco con cara pensativa. Apoyó un codo en el mismo y echó un vistazo a la sala de estar.

– ¿Y dónde diablos está el dinero que teníamos en el banco? Ahora siempre que llamo sale un contestador automático, a ver si se me entiende.

No hubo respuesta.

– ¿Crees que es verdad que Ray Langton vuelve a Coronation Street? ¿Es posible que hayan fingido su muerte?

No hubo respuesta.

Conejo se inclinó hacia atrás. Uno de sus ojos se desvió hacia abajo, como la antena de un caracol.

– ¿Es así como se supone que tenemos que ser ahora y para siempre?

– Tú puedes ser lo que quieras.

Conejo sostuvo una taza del té y la frotó con un paño.

– Caramba -murmuró-. Nuestra Nicki tiene un culo fantástico. No lo había calado sin el uniforme. ¿Te he contado que se echa colonia ahí abajo?

Blair asomó unos ojos letales desde el armario.

– Tiene un culo que quita el puto hipo, cuanto más lo pienso -murmuró Conejo.

Blair se volvió a arrodillar y dirigió una mirada asesina a su hermano.

– A ti ni siquiera te gustan las chicas, así que déjalo estar.

– Me encantan, muchas gracias. Y además de una forma adecuada y respetuosa. Me llevo con ellas mejor que tú. Es asombroso cómo te responden cuando dejas de lado toda esa mierda tímida pubescente.

– Bueno, se llama sexo, Conejo, y las chicas también lo quieren. Tú eres el único que no lo quiere.

– A ver si se me entiende. Es que me resulta un poco…

– ¡Déjalo estar de una vez! Te costaría mucho encontrar algo más antihigiénico que vivir contigo.

– Pues mira, no iba a decir antihigiénico.

– Sinceramente, eres como un gnomo medieval en tiempos posmodernos.

– ¿Posmodernos, dices? -Conejo soltó un bufido-. Querrás decir post-post. Post-post-post, joder.

La actividad mayoritariamente ceremonial centrada en las tazas de té se detuvo con un tintineo y Conejo se volvió para apoyarse, pensativo, en la mesa de la cocina. La cocina americana y su suelo a baldosas blancas y negras recién fregado arrancaron un destello de sus gafas de sol y dejaron de reflejarse cuando él se las recolocó en la nariz.

– Escucha, colega -dijo, pasándose la lengua por las encías-, la otra noche hiciste el ridículo a más no poder. Espero que por lo menos te haya servido para quedarte con el rollo. Porque el rollo es: alégrate, cojones. Tal como están las cosas, lo más probable es que nos empaqueten esta misma noche. Intenta adaptarte a tu destino más probable. Las cosas no pueden ir tan mal con el viejo Conejo, todavía nos quedan unas risas por echar a nosotros dos. Los colegas. Estaremos de coña. A ver si se me entiende, joder.

Blair se levantó del suelo como si se desenrollara y dedicó una mueca a la cara de Conejo, masticando pequeños silbidos y escupiéndolos.

– Bueno, pues escúchame, porque no pienso decirlo otra vez: se ha acabado, Conejo. En cuanto se presente una oportunidad a esa puerta, sea la que sea, ya no me volverás a ver. ¿Me oyes? Y ahora no me dirijas más la palabra.

El ceño de Conejo salió disparado hacia arriba, haciendo que sus ojos colgaran como huevos hervidos en los sacos de sus párpados.

– Genial -dijo-. Y nadie estará más contento que yo, joder. -Levantó un puño y se hundió el pulgar en el pecho-. Yo te animaría a aprovechar esa oportunidad maravillosa, hijo mío, y a montártelo con toda esa energía fresca y joven que tienes. Sin embargo, colega, dado que por el momento solamente han llamado a nuestra puerta un golfillo que vendía productos de limpieza y un pescadero ambulante de Tyneside, te sugiero que pares de ir tan sobrado de una puta vez. Lo más que puedes esperar es a los tipos de las batas blancas, y no puedo decir que lo sienta.

Se oyeron unos golpes a la puerta. El puño de Conejo se aflojó.

– Pon al fuego las salchichas rebozadas, ¿quieres?

– Vete a la mierda -dijo Blair.

Conejo se frotó el pelo hasta convertirlo en un enredo todavía más imposible, se volvió a anudar el cinturón del albornoz y subió las escaleras trotando. Una mancha creció de tamaño en los píxeles acuosos del otro lado del panel de cristal esmerilado de la puerta. Conejo la abrió y se asomó a un frío insulso y con olor a petróleo que le dejó la piel lacada como si fuera espuma de leche. En medio de su campo de visión, cerca de él pero un poco más abajo, estaba de pie un hombre liviano de mediana edad. Llevaba unos pantalones de esport grises que le venían grandes y una corbata retorcida de rayas estudiantiles que marcaba sombras entre las solapas de un blázer.

Conejo cerró los puños y los volvió a abrir a la altura de las caderas.

– Una noche fresquita, ¿eh? -El hombre izó unos ojos amarillos hasta quedarse mirando las gafas de sol de Conejo. Se acercó con sigilo, ondulando como un caballito de mar. Su porte decía que en su mundo era un tipo enrollado. Conejo notó que el mundo del tipo se había retirado de la circulación en 1977. Y también que en su mundo debía de haber sido bastante alto.

– Entre, entre. -Conejo le indicó al hombre que bajara las escaleras.

– Usted debe de ser Gordon.

Conejo detectó en su acento que el hombre era del Norte y se fijó en que solamente acompañaba las palabras hasta el umbral de su boca, que no las dejaba salir de verdad. Los tonos eran servidos suavemente sobre una oblea de pan que él tenía que inclinar la cabeza para atrapar. Parpadeó vanas veces.

– ¿Viene de lejos?

– De Battersea, a un par de millas de aquí. -Los ojos del hombre miraron hacia arriba, como los de un bebé envejecido.

– ¿O sea que no viene usted de Albion?

– ¿De Albion House? No, no.

Conejo entró parpadeando en la cocina americana. Blair estaba desplegando un puñado de picatostes sobre lechos de algo que tenía hojas.

– Tenemos unos amuse-bouches calientes casi a punto -dijo en tono despreocupado.

– Me temo que mi dieta se limita a las cosas que puedo pronunciar-dijo el hombre-. Aunque no diría que no a algún refrigerio líquido.

Conejo se tragó una sonrisita. La mirada de Blair sondeó la figura arrugada del hombre antes de escaparse hacia arriba y a través de la ventana y salir bajo una llovizna que latía como plancton caliente bajo las farolas. Barrió con la mano los picatostes de vuelta a la bolsa sin decir nada y la dejó abierta en vez de arrugarla.

– ¿Ha pasado usted por los cubos de basura? -preguntó Conejo-. Se podría amueblar un bloque con lo que hay tirado en ese callejón. El ayuntamiento no quiere saber nada, y hasta a la caridad se la repanflinfla. Llamamos por teléfono a Saint Vincent y nos dijeron: «¿Qué tienen ahí?», y yo les dije: «Una vitrina nuevecita y una cómoda», y ellos dijeron que no les valía la pena mandar una furgoneta. Me dieron ganas de decirles: «Bueno, pues dígannos qué les gustaría, lo encargaremos nuevo y se lo mandamos». A ver si se me entiende, joder.

El hombre se puso cómodo en la sala de estar y contempló el lugar.

– No, no he pasado por los cubos de basura. -Se reclinó, apoyando un brazo en el respaldo del sofá. Los ruidos ambientales se apagaron como si estuvieran haciendo de signos de puntuación de los primeros momentos que los Heath pasaban con el misterioso funcionario.

Blair le pasó una ginebra en una taza infantil por encima de la mesa de la cocina.

– Perdone por los vasos, todavía no estamos instalados del todo.

– Estoy seguro de que no lo están. Tengo que decir que nos alegra mucho que se hayan hecho ustedes cargo de todo.

– Bueno, ya que lo menciona, ¿puedo preguntarle… quiénes son ustedes?

– Lo siento, quiero decir que me alegra mucho. -El hombre dio un sorbo a su bebida.

Blair movió nerviosamente los pies.

– No es usted un evaluador, ¿verdad?

Como el otro no contestó, los gemelos se lo quedaron mirando. Y se toparon con una sonrisa distante y plácida posada en medio de su cara blanca de gárgola. Los ojos del hombre encontraron sus miradas, sin pestañear. Eran unos ojos más luminosos de lo que habían creído de entrada. El personaje fue creciendo ante los ojos de ellos, ya despojado de su humor caprichoso.

Conejo frunció el ceño en gesto comprensivo.

– ¿Hay algo que quiera preguntarnos sobre Albion House? ¿Algo que podamos haber visto? ¿Un bebé?

– No -dijo él al cabo de un momento.

Blair se cruzó de brazos.

– Bueno, ¿pues quién es usted?

El hombre sostuvo su mirada con firmeza sobre los dos.

– Donald Lamb -dijo. Con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, la mirada marmórea un poco proyectada hacia arriba y las pupilas aguardando expectantes bajo las capuchas de sus párpados. Blair fue al sofá de delante, con cuidado de no sentarse justo delante del tipo. Conejo se atrincheró detrás de la mesa de la cocina y se dedicó a mirar por encima de la cabeza de Blair.

– Veo que les gustan los bailes de salón. -Lamb cogió una pila de discos musicales que había junto al sofá.

A Blair le tembló una mejilla.

– Tango, tango, tango -dijo Lamb, sin inflexiones, hipnóticamente, mientras ojeaba los discos-. Tango, tango, tango, tango.

La ligereza y lo directo de su tono captaron la atención de los hombres. Los dos se pusieron tensos. Los dientes de Conejo se encaramaron por encima de su labio. De pronto apareció algo en Donald Lamb que no solamente indicaba que era mayor, sino también miembro de una casta natural superior.

Al final Lamb levantó dos discos.

– «Time To Say Goodbye» Andrea y Sarah «Jerusalem», de la Grimethorpe Colliery Band. -Se llevó su ginebra a los labios, dio un sorbo pequeño y la sostuvo en el brazo doblado, mirando primero a Blair y luego a Conejo-. ¿Acaso el primer concierto para piano de Brahms no sería más descriptivo de la aventura de ustedes?

Conejo dio un trago largo de su vaso.

– Bueno, ejem, Brahms empieza de forma bastante estridente en ese primer concierto. Casi hace una sinfonía.

– Es cierto que empieza de forma estridente -dijo Lamb en voz baja-. Muy estridente. -Estrechó los ojos y enfocó a los dos hombres con ellos.

Durante unos momentos no se movió nada en la sala. Blair se examinaba las rayas de los pantalones. Conejo cambió de postura detrás de la mesa de la cocina. Se recolocó las gafas sobre la nariz y se cruzó de brazos.

– Usted va de sobrado -dijo por fin-. A ver si se me entiende, no tenemos a mano la piscina de tiburones, no nos esperábamos a un genio malvado.

La cara de Lamb se arrugó afablemente y dio un sorbo de ginebra.

– Lo siento, el momento me tiene abrumado, ha sido una semana muy intensa. Ah, pero escuchen. -Se inclinó hacia delante y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo ronco-. Les he traído regalos.

Blair le echó una mirada a su hermano.

– Bueno, es usted muy amable, pero todavía no sabemos quién es usted.

Lamb recorrió la sala con la mirada e hizo una pausa.

– No voy a mangonearles: nuestra relación requerirá cierto tiempo para ser entendida con detalle. Estoy seguro de que son conscientes del trastorno que ha supuesto la privatización. -Su cara volvió a suavizarse hasta convertirse en el niño envejecido de antes-. Por ahora pueden ustedes llamarme simplemente Don, o Lamby. Procedo de otro recoveco sucio del gobierno de Su Majestad.

– ¿Y cómo se llama ese recoveco de usted? -Blair se inclinó hacia delante en su sofá.

– Ahí me ha pillado. He perdido la pista, para serle sincero: al muy cabrón le cambian el nombre cada martes a la hora de comer. -Don tardó un momento en soltar el comentario ingenioso, aserrando tres respiraciones entrecortadas más en su honor-. En todo caso -dijo-, para no meter el dedo en la llaga, más o menos está en el área que ustedes esperan, en los asuntos de tipo social. El Ministerio del Interior es mi feudo, en términos generales. Con un poco más de peso que algunos de los departamentos con los que tratan ustedes. Por eso tengo esto… -Se sacó un sobre grueso del bolsillo interior. Y se lo dio a Blair.

Conejo estiró el cuello por encima de la mesa de la cocina y se levantó las gafas.

– Pasaportes -dijo Blair-. Todo un logro, teniendo en cuenta que ni siquiera encuentran nuestros certificados de nacimiento.

– Pensamos que serían un buen detalle que simbolizaría la independencia de ustedes. No sé si lo han oído en el trabajo, pero el nuevo propietario de Vitaxis está buscando gente con talento para mandarla en viajes pagados: es posible que lo conozcan ustedes esta noche, y nunca se sabe…

Blair levantó la vista.

– ¿Va a venir a la fiesta?

– La fiesta va a tener lugar en su complejo de ocio.

– ¿Y está sacando a gente de sus puestos de trabajo para mandarlos de viaje al extranjero? ¿Y qué les dice a sus jefes? Lamb sonrió.

– Bueno, en el caso de usted, él es su jefe: está usted adquiriendo experiencia laboral en GL Solutions, ¿verdad?

– ¿También es el dueño de eso? Caray. ¿Y dónde te envía?

– Podría ser a cualquier parte. Sé que tiene intereses en España y en Croacia.

Conejo se movió hasta el extremo del sofá donde estaba Lamb y se sentó en el borde. Tenía la boca abierta como la rejilla de un automóvil antiguo.

– Bueno -dijo Lamb-. Si los eligieran a ustedes, irían los dos juntos.

A Blair se le iluminaron los ojos.

– Bueno, eso sugiere que vamos a estar más de cuatro semanas fuera del centro.

– La verdad es que no lo sé -dijo Lamb-. Yo no tengo nada que ver con la programación.

Conejo seguía encorvado en el sofá. Se quedó mirando un agujero que había en la estera junto a sus pies.

Lamb se reclinó hacia atrás y cruzó las piernas.

– En fin… ¿cómo les va?

– Bien, bien -dijo Blair, provocando destellos en la cinta de seguridad del pasaporte al moverlo.

– No quiero meter el dedo en la llaga, pero confío en que les hayan advertido de que la mejor forma de servir a sus intereses es no revelar sus antecedentes.

– Sí, ya nos han dicho todo eso.

Una sonrisa indulgente se asentó en la cara de Lamb.

– Entonces, caballeros -posó la mirada en la escalera-, ¿nos vamos? Tengo un chófer fuera.

Conejo se estremeció.

– Bueno… ya es un poco tarde para ponerse a patear, ¿no? ¿Qué pasa con el toque de queda?

– Solamente se aplica a la zona del centro. Los barrios que quedan fuera de la zona siguen abiertos toda la noche.

La lengua de Blair se removió dentro de su mejilla.

– No te asustes, Nejo… no es más que una copa.

– A ver si se me entiende. -Conejo se puso tan rígido como una anciana a la que le hubieran hecho un desaire-. Se me acaba de poner a latir la vena. -Se presionó con dos dedos en la barriga-. Blair, necesito que mires a ver qué puedes encontrar en internet. Siento que uno de mis teleles de mierda vaya a dar al traste con la noche.

Lamb frunció el ceño.

– Por supuesto, si no les apetece…

– A ver si se me entiende, aquí tenemos ginebra -dijo Conejo-. Y esas salchichas rebozadas se van a echar a perder.

– No las hemos sacado del congelador, Conejo. Contrólate un poco. No es más que una copa en un sábado por la noche.

– ¿Es sábado? Mierda.

– ¿Qué?

– Ya sabes. Lo que hablábamos antes.-Conejo se quedó mirando a su hermano, invitándolo a que fuera cómplice de alguna excusa. Sentía que no podía salir nada bueno de exponerse a la noche de Londres.

Blair se levantó despacio de su sofá. Bajó la vista hasta Lamb y luego miró por la ventana, hacia la calle.

– Conejo -dijo en voz baja-. De lo que hablábamos antes era de las oportunidades que podían asomar por esa puerta. Las oportunidades para que yo sea independiente.

9

Maksimilian subió el último centenar de metros que lo separaban de su casa, haciendo volar nieve en todas direcciones con sus botas. La única señal de que su vivienda estaba sobre la loma era el tamaño cada vez mayor de los objetos que había a medio enterrar junto al camino. Primero vino un embrollo esférico de alambres.

Los alambres habían sido la puerta de una conejera que databa de la época de la incursión de Maks en la cría de conejos para obtener beneficios desorbitantes, proyecto que había durado un octavo de la vida de una pareja de conejos de Pilosanov. Después de descubrir que ambos eran machos, la familia se los había comido con patatas y cebollas. La conejera había servido como combustible para hacerlos estofados.

Junto a un árbol retorcido situado doce metros más arriba había un montón de piedras de gran tamaño que tendrían que haber formado los cimientos de una letrina nueva y totalmente cerrada. De aquello hacía dos años, pero la argamasa se había vuelto muy cara, y cada invierno hacía desaparecer durante unos meses la peste del agujero que tenían ahora, y ese tiempo siempre se lo pasaban decididos a cambiar de sitio la letrina en cuanto llegara la primavera.

Lo que permanecía enterrado bajo la nieve del camino eran los surcos dejados en el mismo por una rica historia de viajes para empeñar posesiones a cambio de crédito en el almacén, y cada uno de aquellos viajes era también el heraldo de la desaparición de uno de los olores de la casa. Con el televisor se había marchado el olor a carne asada, con el hornillo eléctrico se había ido el olor a estofado. En los primeros meses de la era postsoviética hasta una motocicleta y una hormigonera viajaron desde la casa, llevándose consigo los olores a cocción de pan sin levadura y a fruta hervida para hacer conservas. Aquellos instrumentos para obtener crédito se fueron encogiendo gradualmente hasta convertirse en ropa, utensilios y juguetes, hasta que el último recoveco de sus vidas hubo soltado su tesoro, hasta que solamente quedaban las boñigas con su olor. Cada recordatorio de su pasado colectivo le traía reflexiones a Maks, por ello tardó un segundo en oír la voz que resonaba desde la cabaña.

– No veo que traiga nada de pan. No se lo veo por ningún lado, pero puede que lo tenga escondido. -Era Kiska. Maks no la veía, pero ella lo había visto a él. La maldijo por anunciar su llegada a bombo y platillo.

– Y Kiski, escúchame, apártate de ahí -gritó Irina. Las válvulas del corazón de Maks se endurecieron al oír el chirrido de la voz de su madre. Por mucho que intentara sonar fatigada, su tono daba muestras evidentes de alivio, y hasta parecía relajado y a la espera de beneficios.

– Mándalo de vuelta si no trae pan -trinó Olga desde el interior de la cabaña-. Dale la zurra que se merece con una rama.

Maks dobló el último recodo, con la vista fija en el camino mientras éste se ensanchaba sobre los remolinos de hielo dejados por las ruedas del tractor perdido. Cuando levantó la vista, vio que Kiska se le acercaba dando saltitos y que su madre estaba limpia, erguida e insegura en el umbral, con un brazo en jarras. Se había bañado -algo que las madres preferían hacer cuando Maks no estaba en casa-, pero lo que le resultó más inquietante a Maks fue el código que había detrás del jabón: bañarse era un trabajo tedioso y caro que requería leña, agua limpia y tiempo libre. Era algo que solamente sucedía cuando había la certeza de nuevos recursos. E Irma también se había cambiado el vestido. Llevaba su vestido de color crema con peces azules retorcidos que parecían fantasmas helados de Munch.

Una vaharada de olor a pintalabios acompañó a Maks hasta el escalón.

– Sopla hacia mí -dijo Irina en tono cortante mientras él se acercaba a la puerta.

– No he bebido ni una gota.

– No -dijo ella-, te habrás bebido un tanque entero. ¿Y dónde está el pan?

– ¿Qué pan? -Maks pasó rozándola y entró en la casa. Tuvo el tiempo justo para ver que Olga se escurría por detrás de la cortina con un pan bajo el brazo.

– ¿Has vendido el tractor de tu abuelo y no has comprado pan para hoy? -dijo Irina entre dientes-. ¡Ven aquí para que te pueda cortar esa lengua miserable que tienes!

– Ya tenéis pan. ¿Para qué comprar más pan y que se pudra, cuando ya tenéis bastante?

– ¡Y quién dice que tenemos pan!

– La abuela tiene pan. ¿De dónde lo habéis sacado?

– Estaríamos todas alimentando a los gusanos si dependiéramos de que hicieras tú algo.

– La abuela tiene pan tierno. -Maks se cernió como una nube sobre su madre-. ¿De dónde lo habéis sacado?

– Nos lo ha traído Nadezhda.-Irina se volvió a toda prisa hacia la mesa para agarrar una tira de grasa de cerdo.

– ¡Ja! ¡Y a mí me crecen remolachas en el culo!

– Pues es probable.

– ¡Me estáis meando en la garganta por no comprar pan cuando ya teníais pan aquí!

– ¿Y por qué no has comprado pan ahora que tenemos la guita del tractor? Su madre se dio la vuelta para fulminarlo con la mirada-. Tú no podías saber que nos había salvado el que la vieja Nadezhda pasara por aquí por casualidad.

Maks hizo una pausa, con el ceño muy fruncido, y se inclinó hacia la cara de su madre.

– ¡Porque yo le di el dinero a la bruja de Nadezhda para que trajera un pan enorme a vuestra puerta!

– ¡Ja! -gritó Irina-. ¡Ja!

Maks caminó trazando un círculo alrededor de ella, mirando los rincones del techo podrido, sus vigas ennegrecidas de las que colgaban ganchos vacíos y trozos de cuerda.

– ¡Habéis firmado uno de los cupones del abuelo! ¡Ja! Preguntadme lo que queráis sobre tractores y sobre pan, anda. ¡Y luego -frunció los ojos hasta convertirlos en rendijas estrechas- yo os preguntaré todo lo que me plazca sobre lo de sacar un beneficio usando falsedades criminales contra el Estado!

– ¡Que cierre la bocota! -Olga volvió a aparecer dando tumbos tras la cortina-. Habría que mandarlo a escribir, con esa boca que tiene. -Se detuvo junto a la mesa y levantó un brazo tembloroso. Junto con la mano se elevó una botella de vodka, procedente del bolsillo de su delantal. Ella la dejó sobre la mesa dando un golpe-. Esto les dará un poco de serenidad a mis nervios -murmuró-. Ya está claro que mi familia me quiere matar con su falta de respeto y sus payasadas.

– Hoy Nadezhda se ha portado bien con vosotras -dijo Maks-. ¿Y no hay carne? -Miró cómo Olga levantaba dos vasos pequeños y una taza de hojalata de un barril de petróleo.

– Hoy tienes un zoológico entero de preguntas -dijo-, cuando de hecho solamente hay una preguntita muy sencilla que hacer: ¿dónde está el dinero del tractor? Tal vez, si nos lo enseñas, te daremos de comer. Pero acuérdate de una cosa. -Levantó de golpe un dedo y lo lanzó hacia Maks como si fuera una jabalina-. ¡Vuelven a ser tus madres las que te ponen la comida en la boca como si fueras un polluelo! ¡Porque aunque tengas la fuerza de un mazo eres demasiado estúpido para alimentarte a ti mismo o para llevar comida a tu familia! Tenemos los dientes caídos y rotos de tanto masticarte la comida, Maksimilian. ¡Eres peor que un perro sin patas!

– ¡Ja! ¿Cómo? -farfulló Maks.

– Y cierra ya esa bocaza de ganso. -Olga le plantó la palma de la mano en toda la cara-. Te hemos guardado la parte más rica de la carne para ti. Enséñasela, Iri.

Irina esbozó una sonrisa y abrió los dedos de la mano lentamente, como una amante. La tira de grasa fría estaba toda retorcida en su mano como si fuera una oruga.

– ¡Ahora pon la guita en esta mesa! -Olga dio un puñetazo-. ¡Si no devolvemos el importe del cupón antes de que Lubov intente abonarlo en inspección, estamos condenados a los gusanos!


Ludmila vio el pene sucio de Pilosanov bajo las luces del salpicadero, encogido como un dedo dentro de la palma de su mano.

– Pilo -dijo en tono frío.

– ¿Qué, cariño?

– Se te ha caído un fideo en el pantalón.

– ¡Jo! ¡Jajajá! ¡Y además tiene fuego, mi cosita! -Pilosanov sacó de los pliegues de su abrigo una botella medio llena de vodka, le dio un trago y se la pasó a Ludmila.

Ella cogió la botella sin apartar la mirada de él, agarró el gollete con fuerza y dio un trago largo.

Pilosanov no cogió la carretera de Uvila. Puso rumbo a Kuzhnisk por la carretera de Stravropol. Ludmila sabía que no tenían combustible ni para hacer la mitad del camino a Kuzhnisk, pero no le dijo nada al hombre. La ruta le resultaba útil por otras razones. Cuando el tractor se acercó al puente del ferrocarril se encontraron el lugar lleno de soldados. Eran ublis, y se tomaron con buen humor el saludo estruendoso y el puño levantado de Pilosanov.

Después de aquello, cuando el tractor ya traqueteaba solo como una barcaza a través de témpanos de nieve iluminada por las estrellas, Ludmila se encontró libre en el mundo. Pilo había servido para llevarla al otro lado de la zona militarizada. Al hombre no se le ocurrió preguntar por qué el indicador del nivel del fuel siempre marcaba que el depósito estaba lleno, y el vodka barato le hacía ir dando bandazos con el tractor de la forma más antieconómica. Estaba de buen humor, y se pasó un rato cantando, horriblemente, antes de ponerse a gritar por encima del hombro:

– ¡Milochka, en el nombre del diablo! No me hagas pedírtelo todo el tiempo: ponte a mi lado y ayúdame a conducir, que esta carretera no para de torcerse.

Ludmila regresó a su lado, se agarró con un brazo a una de las barras que sujetaba el techo y estiró el otro para corregir su caprichosa velocidad. No pasó mucho antes de que la mano de Pilo llegara hasta la pierna de ella. Y allí la tuvo apoyada firmemente durante un minuto antes de subir toscamente por su muslo. Un dedo llegó hasta la zona más cálida de ella.

Ludmila decidió no esperar a que la botella se vaciara. En cuanto Pilo se la devolvió, dio un par de tragos largos, la agarró por el gollete y se la rompió en la cabeza.

Él levantó la vista para mirarla como si le acabaran de decir que su canario se había derretido y después se desplomó contra una barra, con el cuello lleno de fluidos oscuros. Ludmila dio un volantazo hacia la cuneta y apagó el motor. Hurgó en los bolsillos de Pilo mientras el tractor se detenía dando tumbos, encontró un fajo de rublos y saltó de la cabina para contarlos a la luz del faro del tractor. Trescientos cuarenta. Se los metió en las bragas, regresó al lado del tractor y tiró de la manga de Pilosanov. La nieve lo acogió con un crujido como de merengue.

Ludmila se lo quedó mirando y luego contempló la noche sin techo. Era un crimen desperdiciar tanto vodka.

Un frío ausente hizo el resto del trayecto con ella, un frío que parecía benigno en ausencia de Pilosanov y que clavaba en ella una promesa no solamente de calidez más adelante, sino de la calidez de Misha, tal vez incluso clases nuevas de calidez, de cosas que no habían hecho nunca en Ublilsk. Mantuvo el tractor avanzando a buen ritmo, y, arrullada por sus bandazos y sacudidas, llegó a sentir la carretera y sus paredes de noche como un vestíbulo sin explorar, un universo vacío. Cuando el tractor dio su último estertor en medio de la nada, a ella le pareció una bendición, una oportunidad para saborear el silencio y sentir a los santos. Se bajó del viejo Lipetsk y se desperezó, contemplando el cielo, dándose cuenta de que las cosas estaban yendo mejor de lo que ella esperaba.

Aquel momento a solas con el espacio y la nieve le pareció la libertad.

Junto con la calidez cada vez menor de la cabina del tractor le llegó una especie de sueño, salpicado de agitación. Poco después de que el amanecer iluminara el campo nevado llano y vacío en el que se había puesto a descansar, un viejo camión azul se acercó pesadamente y repiqueteando por los surcos helados que hacían las veces de carretera. Ludmila salió al arcén y le hizo una señal al conductor.

– ¿Vas a Kuzhnisk? -gritó en ruso.

Dos hombres bronceados por la nieve, uno mayor y el otro joven, aminoraron la marcha para mirarla.

– ¿Y tú, vas a Kuzhnisk? -le gritaron ellos.

– Necesito haceros una pregunta.

– Eres preciosa -gritó el más joven-. Una diosa, de hecho, pero hoy no llevamos dinero para pagarte.

– No es eso, tengo una pregunta seria.

El camión se detuvo con un susurro a unos cuantos metros más allá. Ludmila no se movió de donde estaba. Miró cómo el más joven asomaba la cabeza por la ventanilla del lado derecho y se la quedaba mirando. Luego, al cabo de un momento, el camión dio marcha atrás con una sacudida y paró junto a ella.

– ¿Vienes de los distritos o eres de por aquí? -preguntó el más joven, estudiando el tractor que estaba en el prado detrás de Ludmila.

– No, vengo de Uvila -mintió Ludmila.

– Ah. Porque ahora la carretera está tomada entre aquí y Ublilsk, hemos sido los últimos en pasar.

– ¿Quién tiene la carretera?

– Los gnezvar tienen un buen cacho, pasada la cantera. Hay algunos ubli muertos en la carretera. No quería insultarte sugiriendo que eras una ubli, es obvio que eres demasiado bonita. ¿Qué pregunta tienes para tus siervos?

A Ludmila se le aceleró el pulso al oír hablar de los ubli muertos, aunque ella los hubiera visto vivos al pasar con Pilosanov y supiera que Misha no se contaba entre ellos.

– Necesito fuel -dijo al cabo de un momento-, y saber si hay un mercado en Kuzhnisk, para el tractor.

– ¿Estás intentando arreglar el tractor? -Las palabras salieron silbando por un hueco que tenía el hombre mayor entre los dientes.

– No, estoy intentando venderlo. Es un tractor Lipetsk, de los buenos.

El hombre mayor miró la máquina comida por las ratas con los ojos entornados.

– Sí, es un buen tractor -dijo-. A lo mejor puedes pasar con él por el almacén agrícola que hay a este lado de Kuzhnisk. Es lo único que se me ocurre, porque el concesionario cerró hará tres años el mes que viene.

– ¿Y tenéis fuel para venderme?

– Bueno, lo que tú necesitas es diesel agrícola, que es un diesel oscuro, no el que nosotros le ponemos al camión.

– Entonces ¿creéis que me podéis remolcar? Llevo una cadena en el tractor.

Los hombres se miraron entre ellos durante un momento largo. Por fin el mayor de los dos acercó la cabeza a la ventanilla.

– No, porque la relación entre las marchas es demasiado baja y eso nos haría ir demasiado despacio. Las marchas son mucho más lentas en un tractor que en un vehículo de carretera.

– Sí -el más joven asintió-. Las marchas del camión y las del tractor no concuerdan, podríamos arrancarle las ruedas o algo peor.

– No tiene que estar en marcha -dijo Ludmila-, puede ir a remolque en punto muerto, a la velocidad que queráis. Y además, mirad la carretera: no se podrá ir deprisa hasta el verano.

Los hombres volvieron a detenerse para mirarse entre ellos. Esta vez tardaron más tiempo, y Ludmila se puso impaciente.

– Os puedo pagar -dijo.

– Quinientos rublos -dijo el de más edad sin pensárselo.

– Solamente tengo cien -dijo Ludmila.

– Cuatrocientos.

La voz de Ludmila se quebró con un gemido.

– Mi abuelo ha muerto y nos ha dejado el tractor, es lo único que le queda a mi familia. Me veis en un momento en que estamos al borde de la muerte, preguntándome adónde ir después de Uvila.

Los hombres volvieron a consultarse entre ellos. Luego el más joven se embutió en la cabeza un gorro alto de piel, abrió su portezuela y saltó desde la cabina.

– Déjame echar un vistazo.-Miró a Ludmila de arriba abajo mientras iba hasta el tractor, levantando mucho los pies para caminar por la nieve irregular-. ¿Dices que es un Lipetsk?

– Sí. Y fíjate en la grúa que tiene detrás, es algo que cuesta mucho de encontrar en un tractor nuevo.

El más joven se quedó de pie hurgándose la oreja con la yema de un dedo y frunciendo los ojos.

– Bueno, no, en realidad los tractores nuevos no andan cortos de grúas, en eso te equivocas. Pero bueno, en fin: doscientos rublos por adelantado y lo intentamos. Si me encuentro con que la máquina es demasiado pesada, o no funciona bien, te devuelvo cien. Es justo.

– Sí, eso es justo. -El hombre mayor asintió con el ceño fruncido-. Pero te aseguramos que intentaremos moverlo como podamos.

Como una madre y un niño gordos, el camión y el tractor avanzaron torpemente durante varias horas grises sobre el hielo hasta llegar a las afueras de Kuzhnisk. La población se anunció a sí misma en forma de salpicaduras de boñiga reciente y paja sobre la nieve y finalmente con una poderosa estatua soviética de un superhombre señalando al cielo. El ganado era más grande que en el campo, y la población, un viejo pueblo industrial de unos nueve mil habitantes, iba desplegando detritos y ruinas a lo largo de la carretera hasta su escaso vientre. La carretera fue quedando gradualmente a la sombra de los edificios que se levantaban a ambos lados, el aire se impregnó de humo de boñiga y de leña y el horizonte desapareció a medida que el cemento y la piedra volcánica se iban convirtiendo en el pueblo propiamente dicho: un depósito de chatarra post-soviético disperso como un saco de bloques de madera después de una rabieta. Detrás de un entramado de cables de telégrafo que había junto a la carretera colgaba el letrero de una gasolinera. El camión aminoró la marcha hasta parar junto al surtidor, del que se encargaba un enano metido en una cabina metálica pequeña parecida a un quiosco.

Ludmila discutió con el hombre acerca de cuánto combustible era el mínimo que se podía comprar. Al cabo de unas cuantas lágrimas, y de una mención a su abuelo, le añadió un mínimo al depósito del tractor. Luego, después de decirles adiós con la mano a los hombres del tractor, encontró el almacén agrícola del pueblo, le vendió el Lipetsk al encargado, que confirmó el precio vigente con un superior, y se lanzó enérgicamente a las calles de Kuzhnisk, protegida con una capa de optimismo de las agujas del polvo de hielo que arrastraba el viento. Nueve mil rublos no era nada por un tractor tan bueno. Con todo, le evitarían algunos problemas.

Pero su optimismo duró diez pasos. No había ninguna forma segura de mandar el dinero a casa a menos que lo devolviera ella misma. No había hablado de aquella posibilidad con sus madres: ellas esperaban que Maks regresara con el dinero en la mano. Ludmila pensó en mandar el dinero al almacén, donde se guardaba el correo de la aldea y sus inmediaciones. Pero sabía perfectamente que Lubov registraría cualquier correo en busca de dinero, si es que éste llegaba a salir de Kuzhnisk.

Intentó arrinconar esas ideas maravillándose del color tinta refulgente de la noche en las calles de Kuzhnisk, intentó bullir de energía y de determinación, pero el resultado fue esa especie de familiaridad llena de atención que uno solamente ve en los forasteros tímidos. Caminó un rato por Ulitsa Kuzhniskaya: un montón apretado de boñiga y hielo que avanzaba entre oscuras moles soviéticas más parecidas a hangares abandonados que a bloques de apartamentos. Los edificios estaban salpicados de pernos de hierro que un día habían sujetado las letras de los letreros que colgaban sobre sus entradas de mausoleo. Intentó imaginarse el latido dinámico de un organismo de células ambiciosas detrás de los mismos. Intentó sentirse seducida por la velocidad y el progreso de la ciudad.

Pero allí no había nada de aquello. Una manada de perros-lobo hambrientos salieron traqueteando de las sombras para derramarse por la calle. Ella vio que la población les pertenecía.

Aparte de un coche blanco abollado que patinaba de lado por el hielo, con las ruedas girando inútilmente, Ludmila tuvo que recorrer cinco manzanas antes de ver a otra persona. Era una vendedora de bollitos, encorvada casi en ángulo recto, que estaba quitando a golpes el hielo de las patas de su hornillo junto a la calle, más o menos allí donde en tiempos menos inclementes habría una acera. La vendedora vio que Ludmila se detenía y le ofreció a voz en grito un bollo que le quedaba a mitad de precio. Ludmila negó con la cabeza. Al doblar la esquina, un café sangró un chorro de luz naranja sobre la nieve sucia.

El café-bar Kaustik tomaba su nombre del famoso equipo de balonmano de Volgogrado, y estaba lleno de recuerdos victoriosos colgados de las paredes. Debajo de los mismos el local era sencillo y de madera, con un extremo más luminoso y uno más oscuro, todo salpicado de tapicería verde y sombras arremolinadas.

Misha no estaba en el local cuando ella entró.

El humo de tabaco temblaba en forma de hebras lánguidas de un extremo al otro. En el extremo más alejado de la barra había un hombre ancho y bigotudo encorvado junto a una comadreja disecada. Dos hombres más con pieles de lija y aliento amarillento estaban encorvados en el rincón más oscuro, con cervezas en la mano y frotándose las patillas con las palmas de las manos. La comadreja y los hombres se quedaron mirando a Ludmila cuando ésta emergió entre los haces y los remolinos del humo. Ella dobló su abrigo sobre el respaldo de un taburete, luego se lo pensó mejor y movió el taburete para alejarlo de la comadreja. El roce de la tela al doblarse interrumpió un flujo de humo procedente del cigarrillo del barman.

– Solamente muerde a los hombres -gruñó el hombre a través del humo.

Ludmila levantó la vista.

– ¿Cómo dices?

– Digo que solamente muerde a los hombres, el hurón. No tengas miedo. -Los ojos del hombre se posaron sobre Ludmila, sin parpadear.

– Ja, perdona. ¿Tienes alguna bebida caliente?

– Bueno, no, yo tengo una cerveza. ¿Tú quieres una bebida caliente?

Ludmila lanzó una mirada de acero.

– No puedo tomar muchas copas mirando a la comadreja.

El barman se encogió de hombros y se embutió detrás de la barra con una sonrisa y negando con la cabeza.

– Otra cherkesa que va de lista -dijo-. ¿Qué quieres, café o té?

– Café. Y no soy cherkesa.

– Pero eres del Oeste. Que viene a ser lo mismo.

– ¡Ja! Pues entonces tú eres de la China.

El hombre dejó su máquina de hacer café para plantarlas dos manos sobre la barra. Clavó en Ludmila una vaharada astuta de aliento.

– Y escúchame: dices «ja» todo el tiempo cuando hablas, eso es una peculiaridad de las tierras de más al oeste. Si no eres cherkesa, eso demuestra que sois todos iguales, todos vais por ahí diciendo: «¡Ja!».

– Bueno, eso dice más de ti que de ellos -dijo Ludmila-. Así que… ¡Ja!

El hombre regresó a su faena, dirigiendo una risita a la pareja que había acurrucada en el rincón.

– Escuchad a ésta.

– Es una ublil -dijo uno de los hombres sin volverse-. Los cherkeses no dicen «ja». Y usa el Empujón, con la barbilla, ¿lo has visto? Apuesto a que también dice «cierra la bocota» en vez de cállate. «Cierra la escotilla y encierra los cucos, ganso…» Así es como hablan en los distritos de los ublil.

– Aah, un experto en cherkeses. -El barman empujó un café hasta el otro lado de la barra donde estaba Ludmila. Su vapor se fue corriendo a jugar con el resto de humos que flotaban sobre la barra-. Entonces ¿puedes decirnos si es de Uvila o del mismo Ublilsk? -Se inclinó para acercarse a Ludmila, como si los dos formaran equipo contra los hombres del rincón.

– No creas que tienes que responder por mí -dijo Ludmila, dando un sorbo en el borde de la taza-. Yo ya sé de dónde soy.

– ¿Lo ves? -El barman le dio un apretón triunfal en el brazo-. Es toda una chavala de las montañas.

– Bueno -dijo el hombre, volviéndose-. Si fuera de Uvila, probablemente estaría en casa, y no aquí con barro de granja en las botas. Así que yo diría que es de los distritos administrativos. Del Treinta y Nueve o del Cuarenta y Uno. Más probablemente del Treinta y Nueve, porque el Cuarenta y Uno se ha ido a pique del todo, no funciona nada. Sería muy difícil salir de allí.

– Sí -dijo el otro hombre-. Hoy he oído que los gnezvarik lo han sellado entero salvo por ferrocarril. Y el tren no tardará en caer también.

– Bueno, y… ¡por Dios! -El barman dio con un puño de hierro en la mesa-. ¿Cuántas repúblicas caben en el mismo sitio?

El primer hombre se reclinó en su asiento con un encogimiento de hombros filosófico.

– Yo lo único que digo es que si quieren convertir su campo de minas en un país, y poner a su cabra de presidente, que lo hagan. Lo único que deja mal sabor de boca son las violaciones y los muertos.

El segundo hombre negó con la cabeza y dio un trago ruidoso a su cerveza.

– Bueno, pero matar es la forma de conseguir testigos extranjeros. ¿Qué otra razón hay para matar a desconocidos que no sean soldados? Lo mismo pasa con los extremistas y las bombas, lo hacen porque la televisión manda el terror lejos y a todas partes, y de eso obtienen un beneficio. -Se inclinó hacia Ludmila-. ¿Tengo razón, señorita?

– ¿Y yo qué sé? -Ludmila se encogió de hombros-. Yo soy de Stavropol.

– ¡Ja, ja! -vociferó el barman-. ¡Cada vez es mejor! -Se inclinó sobre la barra y posó en Ludmila una mirada centelleante-. ¡Después de tanto entretenimiento ya no te voy a poder cobrar!

– ¿Qué? -dijo Ludmila en tono frío-. Hay mucha gente que viene de Stavropol. Solamente quería echarle un vistazo al campo y ver en persona vuestros modales rústicos, después de todas las presiones de la ciudad. -Se levantó del taburete e hizo un giro para los hombres-. Mirad este vestido si no os lo creéis. ¿Os parece que alguien de los Distritos Administrativos podría arar montañas con un vestido como éste?

– ¡Ja, ja, ja! -El barman batió un aplauso con las manos-. ¡Nos gustaría que así fuera!

Mientras ella se volvía a acomodar en su taburete, el segundo hombre más contemplativo que estaba en el rincón señaló la mejilla de Ludmila.

– La vida debe de ser dura en la ciudad. Tienen los suficientes obstáculos como para dejarles esos moretones a sus jóvenes.

– Bueno, el suelo no solamente está helado aquí. -Ella apartó la mejilla.

Inclinándose hacia delante, el hombre la inmovilizó con la mirada.

– Dinos el nombre de una sola calle de Stavropol.

– Ulitsa Stavropolskaya -dijo ella sin pensárselo.

El hombre soltó un soplido y se escarchó el labio con un sorbo de cerveza.

– Eso es trampa. Dime otra.

– Pero, escuchad -dijo Ludmila en tono cortante-, ¿es que no puede una tomarse un café en paz en este sitio perdido de la mano de Dios? Ya tengo bastante con no poder caminar por vuestras calles sin botas de granja.

– En todo caso -dijo el barman-, yo no tengo nada contra los cherkeses. Ni contra los ublil, de hecho. -Proyectó la mirada al techo, intentando imaginarse en un mapa la protuberancia que era Ublilsk, señalando al oeste como el pitorro de una tetera orientada al Alto Cáucaso. Pero más allá de sus célebres nieblas, que tenían que tratarse como accidentes topográficos sólidos en movimiento, y dentro de las cuales se sabía que habían desaparecido sin dejar rastro caravanas enteras de gente, animales e incluso vehículos pesados, no consiguió sacar nada. Así que se limitó a levantar un trapo de una cesta que tenía detrás de la barra y a sacar de la misma un bollo endurecido. Lo dejó caer en un platillo y lo empujó hacia Ludmila-. Por la diversión prestada. -Sonrió y se dio la vuelta para sentarse junto a los hombres del rincón.

Ludmila no dijo nada. Mantuvo la vista puesta en la gente que se acercaba al café, escrutando la niebla en busca de los andares de Misha. Su bollo permaneció intacto hasta que casi no le quedaba café y después de eso su aroma resultó irresistible y se dedicó a arrancarle trozos con los dientes. Cada trozo le traía una sensación de vacío y también el recuerdo de que a muchos kilómetros de allí su familia estaba pasando hambre y esperando a que ella hiciera algo. Luego, con el último trozo, una oleada de rabia la invadió. El tractor había sido responsabilidad de Maks y él lo había echado todo a perder. Además, la había abandonado al capricho de Viktor Pilosanov y le había robado el disfrute de atiborrarse de café caliente y un bollo dulce, de contemplar el hielo a través de la cálida luz eléctrica y de esperar a su amado. Aunque bueno, pensó, parecía que había trocado el tractor por un arma y por Dios sabía qué otro instrumento, así que lo más probable era que estuviera planeando hacerse cargo de sus madres. No se atrevía a imaginarse lo que podía pasar si no era así.

Ludmila guardaría el dinero hasta que llegara Misha y vería cuál era la mejor manera de mandarlo a casa. Se inclinó hacia el saliente de la barra, metió la mano dentro de su vestido para sacar un billete y lo dejó con cuidado junto a su taza.

El barman levantó la vista y luego se puso de pie y fue junto a ella.

– El hurón te invita -dijo, haciendo el gesto de ahuyentar el billete-. Ya no sé de dónde son mis camaradas, pero reconozco a un viajero hambriento en cuanto lo veo. Me entran ganas de darle con mi cinturón a tu marido en la espalda por mandarte lejos de esa manera, estando los tiempos como están.

Ludmila no mordió el anzuelo al principio, sino que se quedó sentada mirando la vieja barra de madera. Habría dado buena leña.

– Y yo tendría que darle una bofetada a algo muy parecido a tu cara antes de que me levantaras el cinturón.

– Jesús. -El barman soltó una risita y echó la cabeza hacia atrás-. Tus palabras pueden resultar imponentes en el Oeste, pero en este pueblo no durarías ni tres minutos. Aquí es donde terminan todos los cerdos descarriados. Yo soy de Volgogrado y conozco la civilización, y no es esto. Ahora el pueblo entero pertenece a Municiones Liberty, que suministra armas al frente, allí por tu tierra, y probablemente a los frentes de todo el mundo. No es bueno para el alma de un lugar existir solamente para esas cosas.

Ludmila se detuvo para mirarlo, sopesó su cara grande y mustia y sus manos gruesas.

– No te apures por mí. Los cerdos descarriados tendrían que rezar por no cruzarse con una chica de Stavropol. Además, espero a mi prometido. Nos vamos a ir lejos, probablemente esta misma noche. -Y le dio la espalda a la barra con un aspaviento pequeño pero eficaz.

– Definitivamente es ublil -dijo con una risita uno de los hombres del rincón-. Exquisita.

– Definitivamente es la monda -dijo el barman-. ¿Puedo traerle algo más, señorita ublil?

– Estoy bien, gracias. ¿No os importa si me quedo a esperar un rato? Él se va encontrar conmigo aquí, en vuestro famoso café.

– Bueno, podrías quedarte para siempre, si de mí dependiera… pero me temo que el bar tiene que cerrar dentro de veinte minutos.

10

Las inmediaciones del World amp; Oyster eran un hervidero de tipos tan volubles y tan esclavos de la pose más natural que parecía que fueran veletas impulsadas por unos vientos de lo más variable. A su alrededor bullía Londres: luces traseras que salpicaban calles de glicerina, figuras ajetreadas y parecidas a trolls con abrigos enormes pasando frente a estructuras de arena y hollín que eran borrones húmedos en la noche.

Conejo miró de reojo a su hermano.

– ¿Ahora viene la parte en que haces el ridículo delante de todo el mundo?

– Lamento decepcionarte, Conejo. Ahora viene la parte en que me hago un huequecito confortable en la vida de alguien y hago que manden mis pertenencias al piso de ella.

– ¿Y ella está dentro? ¿La señorita Perfecta?

– Bueno, no te amargues, sobrevivirás. -Blair se llenó los pulmones de aire helado y soltó un suspiro de aplomo-. Ahora yo hago los planes, Nejo. Y mi primera instrucción para ti es: ni te me acerques.

– Te estás enganchando a ti mismo. ¿Quién crees que va a ir a una fiesta de la Seguridad Social? Otros puñeteros lisiados como nosotros, colega.

– Estamos en una zona de pubs, Nejo, ni siquiera tenemos que ir a la fiesta. Y lo de los lisiados lo dirás por ti mismo.

Los Heath sintieron la primera bofetada de ozono y tónica desde el borde del aparcamiento. Levantaron la vista. El World amp; Oyster era un edificio Victoriano enorme en cemento liso y azul, en cuya parte superior sobresalían chimeneas y chapiteles como si alguien hubiera dejado caer una caja de ellos y lo que había pasado era algo parecido. Las luces azules pinchaban la calle de detrás del edificio, en el mismo límite de la Zona de Admisión al Centro de Londres. Los hermanos llevaban trajes negros y camisas blancas con los cuellos abotonados. Se dedicaban a entrar y salir de los reflejos de la acera, que parecían agujeros rasgados que salpicaban la calle.

– Entonces ¿te has traído el pijama? -Conejo echó un vistazo a la bolsa que Blair llevaba en la mano. La llovizna sobre sus gafas de sol convertía la escena en una telaraña de lentejuelas.

Blair agarró la bolsa con más fuerza y se la colocó sobre el codo. La frágil silueta de Donald Lamb avanzaba ondulando hacia la luz.

– ¿O lo que llevas en la bolsa es un piscolabis?

– No es nada. Basura. -Blair fue en cabeza dando zancadas-. Falta casi una semana para el día de la limpieza, he pensado que qué menos que ayudarte a empezar. -Estiró el brazo hacia una papelera que había en la acera sin aminorar la marcha y metió la bolsa dentro. Mientras Lamb permanecía absorto en el tumulto de la entrada del club, Blair aminoró el paso y le dijo entre dientes a su hermano-: Ahora escucha: déjame que hable yo, por el amor de Dios. Ese tío no nos habría mencionado lo de los viajes pagados, y no habría traído los pasaportes, si no creyera que tenemos una oportunidad.

Conejo chasqueó la lengua.

– Podríamos haberle preguntado simplemente a qué juega y habernos quedado en casa.

– Relájate, Conejo. También puedes pensar en esto como unas copas de despedida.

– Dudo que vayan a servir copas en una fiesta de la Seguridad Social, Blair, a ver si se me entiende, joder.

– Te lo he dicho, no tenemos por qué quedarnos en la fiesta, iremos probando los otros pubs. En serio, Conejo, anímate: piensa en mí para variar. Es sábado por la noche, va a haber churris por un tubo.

Conejo frunció el ceño.

– Cuidado con lo que haces. Ésta no es tu gente, chaval. Te vas a buscar una buena hostia.

A modo de signo de puntuación, una joven salió disparada del edificio vomitando una sopa amarilla. Se detuvo y se quedó suspendida con cara de dolor de la cuerda de terciopelo mientras otras tres arcadas le manchaban los zapatos de fiesta. Mientras el cordel umbilical le estaba saliendo de su boca rumbo al charco de vómitos, cuatro chicas más salieron a empujones del club con antenas de peluche de color rosa en la cabeza. Pasaron junto a la chica repartiendo codazos, vieron que los Heath estaban mirando y se sacaron los pechos entre risas histéricas antes de largarse corriendo con movimientos espasmódicos del culo.

– Fíjate en lo que te digo, coño.

– Relájate. -Blair recobró la compostura y fue con Lamb. De camino a la entrada de cristal ahumado del World adoptó un andar chulesco. Luego vio a dos porteros enormes de etiqueta que lo miraban acercarse. El andar chulesco pasó a ser un ir arrastrando los pies. Los porteros eran de esos sin pelo que encarnan la amenaza misma de la crueldad, hombres endurecidos a base del pan más blanco, que antes te meterían la cabeza en una freidora de patatas que estropearse la manicura dando un puñetazo. Los hermanos deambularon junto a una cola de gente mientras Lamb intercambiaba unas palabras con los hombres. Conejo encendió un Rothmans. Al final uno de los porteros arrugó un poco la cara en dirección a Lamb, recogió las tarjetas de identidad de los tres y las pasó por una máquina que llevaba en la mano. Cuando la máquina hizo bip tres veces, descolgó la cuerda del gancho y les hizo una señal para que pasaran a un vestíbulo largo. Una mirada glacial le dio a entender a Conejo que tenía que abandonar su Rothmans. Lo plantó en una bandeja de arenilla situada junto a la puerta, se ajustó el traje sobre los hombros y entró pesadamente detrás de Lamb y de Blair: mitad estrella del rock y mitad escolar revoltoso de compras con su abuela.

– Se me está yendo la olla -dijo mientras el atronar del sistema de sonido empezaba a recorrerle la carne-. Probablemente tendría que irme a casa.

– Bueno, por mí no te quedes -dijo Blair por encima del hombro-. Hay taxis en la acera de enfrente.

– ¿Taxis de los que se piden por teléfono? He dicho a casa, no quiero ir a Nigeria, joder.

– Bueno, ahí te has pasado de la raya, Conejo.

– ¿Qué tiene de malo lo que he dicho? -Conejo hizo carantoñas enseñando los dientes.

– Es completamente racista, para empezar. Por el amor de Dios, esto es el Londres multicultural: vas a conseguir que te encierren, o que te maten, joder.

– Blair, cariño, Nigeria no es ninguna raza.

– Venga ya. -Blair se dio la vuelta para fruncir el ceño desde un par de metros más adelante. Lamb desapareció a través de las puertas.

– A ver si se me entiende, joder. Tú dime, ¿por qué es racista decir que un tío que conduce un taxi es de Nigeria?

Blair puso los ojos en blanco.

– Bueno, por la deducción de que todos ellos conducen taxis de los que se piden por teléfono, y por extensión de que son proveedores de servicios de poca monta.

– Blair, los tres taxistas a los que he llamado hasta ahora eran tíos de puta madre, me haría de una peña quinielística con ellos. Pero ninguno de ellos llevaba el suficiente tiempo en este país como para saber adónde coño íbamos. He tardado una hora en encontrar la lavandería, y eso que estaba en la manzana siguiente. Dime por qué es eso racista. Es puto sentido común, yo también soy forastero aquí, acuérdate. A ver si se me entiende.

– Bueno, es peyorativo colocar a todos los miembros de la comunidad africana bajo el epígrafe de un sitio en particular. Y has sido de lo más insidioso.

– ¡Los cojones! Además, colega, mira quién habla: «los miembros de la comunidad africana», los acabas de mandar a una puñetera comunidad distinta a la tuya. Tú eres el puto racista.

– Ah, claro, Conejo. Pues bueno, te desafío a que me lo demuestres, ya que es así como se los denomina oficialmente en todo el mundo anglófono.

– Porque si los aceptaras sinceramente en tu cultura, dirías «miembros africanos de la comunidad». Las palabras son conceptos, Blair.

– Bueno, esto ya es absurdo.

– No, colega, es horriblemente cierto. Te dedicas a perpetuar el problema haciendo que sea un puto tabú decir nada. Y no finjas conmigo que ir por ahí con alguien como Nicki te hace ser multicultural, joder, porque ella no es más que un accesorio de moda con un culo de puta madre. Las chicas negras tienen los mejores culos, tú siempre lo has dicho.

– Bueno, yo me desmarco por completo de eso, joder.

– Bueno, y haces bien, joder. Porque con todos los aires que te das, no eres más que un capullo fascista burgués, blanco y reprimido.

– Bueno, pues lárgate a casa, coño. Coge el puto metro.

– Ah. Claro, gracias, una experiencia móvil de estar enterrado vivo.

– Si nunca lo has probado, joder.

– No hace falta probarlo, solamente hay que escuchar los chirridos que se oyen por debajo de la acera. Es la gente, Blair, seres humanos que chillan.

La cara fantasmal de Don volvió a asomar entre las puertas. A su alrededor flotaba una escalofriante versión rítmica, del hit «Deys ony be one ennifink» de Sketel One.

– Vamos, chavales, es hora de divertirse -gritó-. En el World hay todo lo que uno puede necesitar: tres áreas principales aquí abajo y una para miembros arriba. -Esperó a que la voz del tema de Sketel se apagara antes de continuar-. Podríamos haber entrado a la fiesta por detrás, que es más tranquilo, pero he pensado que querríais ver un sitio como éste. Seguidme, vamos a cruzar por aquí.

– ¿No podemos quedarnos aquí un momento? -dijo Blair.

Lamb se detuvo y examinó a la pareja.

– ¿Estáis seguros?

– ¿Por qué no? Seremos discretos.

Lamb miró a su alrededor.

– Sí, hay bastantes tías por aquí. Está bien, chavales. Diez minutos.

– Bueno, en realidad es por mí. A Conejo no le gustan las chicas.

– No tengo problemas con eso -gritó Lamb-. También hay bastantes tíos.

– Bueno, es que tampoco es gay. Es más bien… asexual.

– Un hombre sensato -gritó Lamb-. No os alejéis mucho, voy a acercarme a la barra.

Blair asintió y entre parpadeos calculó la forma más rápida de adherirse al jolgorio. En el techo unos focos afilados como sables de luz colgantes surcaban la sala, cuyas paredes estaban todas, salvo una, cubiertas de espejos de arriba abajo, produciendo la impresión de ser una tierra media infinita, un estadio de esperma halógeno donde bullía la vida. Frente a un acuario enorme instalado en la cuarta pared se veían las siluetas de varios puñados de profesionales moviendo el esqueleto. En la superficie del agua giraba agonizante un pez deslustrado y con manchas. Un banco de peces relucientes se dedicaba a picotearle el vientre. Un grupo de chavales despeinados que había al lado también flotaban y revoloteaban en manada, y uno de ellos, que llevaba un jersey de cuello de cisne, señaló a los Heath con la cabeza, no a modo de saludo, sino para informar de su aparición en forma de comentario burlón dirigido al resto de la manada. Los dos hermanos echaron vistazos furtivos y fingieron que no lo veían.

Conejo miró a su alrededor, negó con la cabeza y se fue dando tumbos a un letrero que decía «lavabos», al fondo de la sala. Blair lo vio pasar pero hizo como que no se daba cuenta. En lugar de eso, se quedó embobado con una criatura vestida de seda que iba flotando como un elfo en dirección a la barra. Cuando ella notó que él lo estaba mirando, su boca diminuta y su ceño temblaron con timidez, y levantó un poco la nariz en gesto arrogante. Fingió que no lo veía. Blair soltó una risita para sus adentros: era un jardín de células macizorras, un lecho de almejas hormigueantes. Se aproximó a las mujeres que tenía en su órbita, pero por mucho que se les acercara, una armadura de perfumes lo seguía separando de sus verdades animales. Con todo, en el núcleo de aquellas mujeres, por mucho que ellas fingieran no verlo, o no ser conscientes -y lo eran en gran medida-, él sintió cómo reverberaba el dulce vapor del abandono, la clave de la oportunidad: el alcohol. Blair vio que el alcohol disolvía y reorganizaba murallas de células alrededor de los grupos de gente, y tomó nota de que todo el mundo estaba conectado mediante una red sináptica cuyos vínculos se reforzaban con cada copa. Una conversación sobre el precio de la vivienda en un grupo atraía un comentario amistoso por parte de otro, y los grupos se fusionaban durante tanto tiempo como duraba el intercambio. Incluso acabada la fusión permanecían en estado de comunión amistosa y gesticulante.

Lamb regresó a través de una serie de bebidas de diseño. Llevaba tres pintas de cerveza, y sonrió al ver a Blair tan entusiasmado.

– Métete esto -gritó-. ¿Dónde está nuestro chaval?

– No lo sé. Gracias.

– ¿Quieres que lo encuentre?

– Déjalo. Si tenemos suerte, lo apuñalarán en los lavabos.

Blair salió pegado a Lamb del primer club, recorrieron un pasillo y entraron en lo que quedaba de un pub original, un lugar donde el tiempo permanecía detenido: el lounge. Allí los hombres prestaban atención a la bebida como era debido, y también a las cavilaciones que propiciaba la bebida, en el seno de una confortable neblina que emanaba de la alfombra empapada de cerveza. La música era antigua, y antigua de una forma poco sofisticada. Las patillas y las venas rotas flotaban sobre la barra, los ojos enrojecidos seguían a la camarera y fingían no hacerlo. El fútbol rugía en una pantalla instalada en la pared. Un hombre sentado en la barra con una joroba de galgo clavó una mirada furtiva en Blair.

– Mejor será que vaya a buscar a nuestro chaval -dijo Lamb, dejando un billete de veinte libras y la pinta de Conejo en las manos de Blair-. Quiero una Badgers.

– ¿Cómo?

– Una pinta de Badgers Lout, y tú pide lo que quieras.

La camarera estaba flirteando, limpiando vasos a cierta distancia y fingiendo que no veía a Blair junto a los surtidores de cerveza. Él le dio la espalda y contempló el escenario. Entre su tercer y su cuarto sorbo de cerveza, Conejo apareció con una ginebra grande en la zona de paso que había entre el pasillo y el bar. Se acercó con sigilo a la oreja de Blair.

– Me siento como un capullo al decírtelo, pero una tía ha preguntado por ti.

– ¿Eh? -A Blair le vino un escalofrío. Echó un vistazo a su alrededor.

– Yo tampoco me lo creía -dijo Conejo-. Así sin más, ha venido a hablar conmigo.

– Bueno, ¿y cómo sabes que se refería a mí?

– Nos ha visto entrar juntos. Me ha dicho: «¿Quién es el otro que tiene pinta de ser más importante, el que parece un hombre de Estado?». -Conejo soltó un gruñido irónico-. Yo es que no me lo creía, joder.

Blair se volvió hacia su hermano y se lo quedó mirando fijamente las gafas de sol.

– Bueno, ¿y tú qué le has dicho?

– Le he dicho que era mejor que se fuera a casa con una vela.

– Nejo, venga, ahora no. ¿Qué le has dicho?

– Bueno, ya sabes, es que…

– Bueno no, ¿qué palabras has usado exactamente? -La atención que estaba prestando hizo que a Blair se le quedara la boca abierta.

– A ver si se me entiende, ha sido muy rápido. -Conejo miró por encima del hombro y volvió a poner una pierna en la zona de paso. Una chica rubia de aspecto saludable con el brazo lleno de bebidas intentó esquivarla, pero rozó un poco a Blair al pasar.

– Perdón -dijo, haciendo una pausa para calmar el oleaje de las pintas.

Conejo se levantó las gafas y clavó una mirada en Blair. La expansión y contracción de sus ojos no dijo nada en particular, pero Blair oyó que gritaban: «¡Es ella!».

Se dio media vuelta. El ombligo de la chica se asomaba por encima de sus vaqueros, su perfume se metió en el sistema linfático de él y encontró su entrepierna. Con eso, y una repentina ingesta de cerveza -nada menos que el resto de su pinta-, una tempestad se le echó encima. Él esperó que la razón se impusiera. Pero no fue así. Se sentía forzado a desear a la chica. Y su instinto no era intercambiar fluidos a tortazos, por lo menos al principio. No quería más que acurrucarse con ella, mirarle a los dientes y decirle mentiras.

Ella siguió su camino. Él se volvió. Ella fue a una mesa. Alrededor de la misma estaban sentados su madre o tal vez su hermana mayor y un hombre corpulento, probablemente el marido de la señora aquella. A su lado había un chico desplomado con aire taciturno, demasiado joven para beber. Eran tipos de barrio, gente llamada Derek y Tracy, llegados hace poco de Málaga y empezando a ahorrar para Salou. Blair se maravilló. Hasta el momento aquella gente había existido en su mundo únicamente de forma nominal. Ahora tenía unos especímenes sentados delante de él en toda su gloria.

Vio que la boca de la chica se retorcía húmeda y rosada al hablar. Seguro que tenía una marca de nacimiento en la cadera, un defecto tan tenue que solamente se podría apreciar bajo el sol del Mediterráneo. Y sin embargo, aquel defecto habría bastado para herir de muerte su confianza en sí misma, sobre todo si se añadía a unos labios vaginales ligeramente protuberantes y a un pelo demasiado lacio en la adolescencia. Y así pues, se imaginó Blair, aunque ahora fuera físicamente perfecta, las cicatrices de la tragedia pubescente habrían comportado que no desarrollara el engreimiento de las chicas que florecían pronto, y por tanto habrían hecho que aprendiera a valorar lo mundano.

Lo mundano quería decir meterse en la boca el pene de él. Entre otras cosas. Ella le haría aquellas cosas cuando a él se le antojara, además de sorprenderlo a veces con ellas, en el curso mundano del día, en su casa perfectamente equipada en un barrio residencial. Sería una casa grande y, sin embargo, la adoración que ella sentiría por él, y las cosas que él le haría a ella, harían que sus paredes salivaran. Él temblaría y dormiría para siempre en los jugos de la entrada de sus entrañas. Ella se dedicaría a limpiar los resultados de aquellos temblores vestida solamente con la camiseta de rugby de él y unos calcetines manchados de semen reseco.

Blair estudió aquella familia sentada a la mesa impregnada de cerveza. Los sueños de él se introducían por los resquicios de las vidas de ellos, componían las confidencias incómodas que el hermano de la joven compartiría con él, ensayaban las sabidurías que él expondría mientras la madre miraba con adoración maternal vestida con un chándal acrílico de colores vivos que le venía demasiado ajustado y con las mejillas ruborizadas por achicarrar el té de todos. Blair pronunciaría mal a propósito y le soltaría piropos a la madre con sonrisa y gesto de bribón.

Planeó por los cielos de aquella vida que se avecinaba. Y aunque luchaba por encontrar argumentos en su contra, tenía que admitir que aquellas visiones de vida familiar despreocupada encarnaban todo lo bueno de Gran Bretaña. Todo lo grande que tenían la libertad y la democracia. Y solamente por aquello, era obvio que todo estaba permitido para hacerlas realidad.

Soltó una sonrisita para sí mismo. Para rematar las cosas, él, un recién llegado, había descubierto el camino más fácil. Había hordas de tíos compitiendo inútilmente en el bar principal mientras él nadaba en las profundidades silenciosas, cazaba furtivamente ninfas del arroyo y las atrapaba antes de su ducha, con la ropa del día anterior. Echó un vistazo al lounge. Era cierto. No había más que un objetivo. Ella estaba sentada esperando a que él pasara a la acción, tan confiada en ello que ya ni se lo planteaba.

– En fin -dijo Conejo.

– No importa, no importa. -Blair intentó atrapar la mirada de la chica desde la otra punta de la sala. Era la única persona aquella noche que no estaba fingiendo que no lo veía. Porque en el caso de ella era cierto que no lo veía. A Blair aquello le pareció algo raro y hermoso. El no fingir que no lo veía a él la hacía resplandecer. Seguro que se llamaba Debbie. Debs. Nuestra Debs. Blair y Debs Heath. Blair y Deborah solicitan su asistencia. Vamos a casa de Blair y Debs para echarnos una juerga. ¿Has visto últimamente a B amp; D? No, colega, se han ido a pasar el invierno a Florida. Menudo cabronazo, ya sabes cómo se pone ella cuando sale el sol. Menuda guarra está hecha. Dejó que las palabras se descolgaran por su mente y jugó a ser el profesor Higgins con sus sonidos: «menúa guaaarra 'ta heshaaa».

– Vaya, eres una fiesta, colega -dijo Conejo-. ¿Dónde está nuestro señor Lamb?

– No lo sé. -Hizo un gesto despectivo con la mano. Conejo se alejó arrastrando los pies por el pasillo. Blair miró con el rabillo del ojo para asegurarse de que se marchaba y luego estiró el brazo de vuelta a la barra, encontró la pinta de Conejo con las yemas de los dedos, la vació de un trago, dejó el vaso con un porrazo en la barra y se lanzó hacia la mesa de su nueva familia. El tipo con la joroba de galgo giró la cabeza desde la barra.

La familia no vio a Blair hasta que su sombra se cernió sobre las pintas de ellos. Entonces, uno a uno, levantaron la vista y sus miradas se engancharon en el billete que él llevaba en la mano. Blair hincó una rodilla en el suelo junto a la chica.

– Buenas tardes -dijo, sonriendo a los ocupantes de la mesa. Apretó las mandíbulas para evitar que le temblara la boca y trató de imprimirle una inclinación gallarda a su ceño.

– ¿Sí? -dijo la chica, echando un vistazo apurado al hombre mayor.

– ¿Estás bien, chaval? -dijo el hombre.

– Sí, gracias. -Blair estiró un brazo para darle un apretón al brazo de la chica-. ¿Saben?, supongo que se reirán, de forma retrospectiva, pero esta criatura espectacular…

– Pero ¿éste quién coño es? -La chica se apartó.

– No, no -dijo Blair, dándole una palmada en el hombro-. No, no, o sea, no he venido, quiero decir… -Las palabras abandonaron su mente como pelusillas que se lleva el viento. Se encontró a sí mismo mirando la alfombra con el ceño fruncido. Su mano se agitaba impotente por encima del pecho de la chica.

El hombre mayor se puso de pie y se llevó una mano al cinturón de su panza. A siete metros de distancia la camarera registró un cambio en el ritmo del lounge, percibió como si fuera un sabueso que la estructura molecular del lugar acababa de ser violada. La tensión cristalizó por la sala. Las cabezas se volvieron, fingiendo que no lo veían.

El galgo perforó un agujero en el frío gélido y se dio la vuelta en su taburete para gritar:

– Eh, colega… se supone que tienes que poner una ronda para el pequeñajo.

Blair se volvió hacia él y luego volvió a darse la vuelta para lisonjear a su amada.

– ¿Quién es el capullo este? -chilló ella.

– Mira, amigo… -gruñó el hombre mayor, acercándose.

Blair se puso de pie -ardiendo, implorando- y se alejó arrastrando los pies sin decir palabra.

El galgo esbozó una sonrisa torcida mientras él se acercaba a la barra.

– No estás molestando a esa gente, ¿verdad? -Le dirigió una sonrisa a la mesa-. Es que no sale mucho.

– Ha salido demasiado, colega -dijo el hombre mayor, todavía plantado pesadamente entre los dos trágicos amantes-. Demasiado, hostia.

– Bueno, pero esperen un minuto… -dijo Blair.

– Mira, colega -dijo el galgo-. Déjalo estar, antes de que te rompan la cara.

El padre de la rubia se sentó despacio y gritó a través de la sala:

– Mejor que vigiléis a éste. Es muy raro. Muy raro.

A Blair le caían hilillos de sudor por la espalda. El galgo se inclinó hacia él y se puso una mano ahuecada junto a la boca.

– Será mejor que mejores tu técnica -dijo.

– Bueno, pero es que no lo entiende…

– No, colega, no. Primero de todo, limítate a las que están en el mercado. ¿Ves a la chati a la que le estabas dando palique? No ha venido para eso, de ahí que esté en el lounge. El tío es su viejo. Es un rollo muy chungo, intentar ligarte a una chati delante de su padre. Así que regla número uno: nunca intentes ligar en una mesa familiar.

– Bueno, pero escuche…

– Sí, colega, ya lo sé, ya lo sé. Regla número dos: el lounge no es para eso. Aquí es donde se descansa de esa clase de jaleos, es donde traes a tus padres para decirles que te han echado del McDonald's. Además, ¿qué vas a hacer? ¿Tirártela en el asiento de atrás de la Transit de su viejo?

– Bueno, pero…

– Nadie te dará consejos mejores que yo. -El hombre echó un vistazo a un lado y a otro de la barra-. Mira, colega, aunque ella estuviera por la labor, la ibas a cagar igual: tienes que tratarlas como a anguilas, un poco de esto, un poco de aquello, luego te retiras y dejas que muerdan el cebo. No puedes ir tan directo. Lo que le tienes que mostrar a una churri es que tienes cuatro tías más buenas que ella esperando en casa con las bragas en los puñeteros tobillos.

– Se ha parado para hablar conmigo.

– Mira, colega -el galgo se inclinó hacia la sombra de Blair-, eso no es razón para ir a por ella. Nunca jamás intentes ligar en el lounge. Es territorio prohibido. En la sala de al lado hay kilómetros de pista pidiendo a gritos que aterrices.

– No, lo siento, o sea, eso es lo que hace a ésta especial…

– Y en la barra sirven más de eso que hace especiales a las chatis. Porque -el galgo le dedicó un guiño teatral- lo que hace especial a una chati es presentarle sus respetos a tu polla, ya me entiendes. Una buena mamada y tal.

– Claro, claro -dijo Blair.

– Qué problema tienes, ¿eh? ¿Qué puñetero problema tienes?

Blair se quedó mordiéndose pensativo el interior de la mejilla. A medida que el calor de la cara se le derramaba al cuello de la camisa, le vino a la cabeza una imagen de Conejo. De Conejo sonriendo con sus dientes salidos.

El incidente tenía todo el sello de Conejo.

Lamb regresó para encontrar a Blair rechinando los dientes y con los ojos soltando chispas.

– Seguridad -dijo con un suspiro, entrando desde el pasillo-. La entrada es un caos.

Conejo entró detrás de él con aire despreocupado. Echó un rápido vistazo a su hermano de la cabeza a los pies y se detuvo para sonreír con sus dientes de conejo.

– ¿Todavía estás aquí? Creí que a estas alturas ya la tendrías en la posición número veinte.

Blair se levantó de un salto y placó a su hermano contra la pared del pasillo, gruñendo, hablando entre dientes, los dos convertidos en sendas protuberancias que se agitaban en tres dimensiones. Conejo se agachó e hizo una finta mientras Blair arañaba el aire alrededor de su cabeza. Lamb interpuso un brazo entre ambos, intentando meterse en medio de aquel revuelo.

En el tiempo que tardaron los hombres en ponerse lívidos y sudorosos, una figura enorme vestida de etiqueta llegó hasta el pasillo. Un micrófono con auricular se le curvaba en torno a una mejilla cuadrada.

– Tranquilos, están de coña -dijo Lamb antes de que el hombre pudiera hablar. Cogió su cartera y sacó de ella una tarjeta metalizada-. Yo lo arreglaré con el señor Truman. Estamos con la fiesta de Vitaxis.

– Sí, señor Lamb. -El hombre examinó la tarjeta-. Me temo que no puedo autorizarle la entrada a la sala de Vitaxis, pero puedo encontrar a alguien que sí. Tal vez, mientras tanto, le gustaría a usted traer a sus amigos a la zona para miembros. Es que aquí tenemos que mantener una vigilancia estricta, los sábados pueden ser una locura. Probablemente sea lo mejor.

– Buena idea -dijo Lamb-. Dile a Truman que estoy por aquí, ¿quieres?

– Sí, señor Lamb. -El portero se quedó quieto un momento, mirando a Blair y a Conejo. El vacío de sus ojos les transmitió un mensaje. Ellos lo entendieron y guardaron un silencio compungido-. Por aquí, caballeros. -Dejó de sostener sus miradas y se alejó por el pasillo como una estatua sobre un carrito con ruedas.

El portero los acompañó hasta el extremo más alejado del pasillo, lejos de los bares principales. Cuando los dejó a solas, Lamb se dio la vuelta y fulminó a sus dos pupilos con la mirada.

– ¿Queréis parar ya? Me estoy jugando el cuello aquí, no me decepcionéis.

La pareja se detuvo bajo un foco solitario de color blanco servilleta y se encogió visiblemente. Los dos llevaban el traje torcido en dirección al otro, como si se atrajeran magnéticamente. Bajaron la vista. Conejo abrió y cerró los puños a los costados del cuerpo, intentando no hacer caso del apocalipsis amortiguado que repicaba a través de las paredes. Le puso una mano en la espalda a Blair y empezó a trazar un círculo con suavidad.

Pasaban cuatro minutos de la medianoche.

11

– ¡El abuelo dice que encontremos un gorro para la cabra! -Kiska salió disparada del dormitorio hacia la puerta de la cabaña.

– Ten la amabilidad de recuperar la mollera. -Irina se interpuso en un camino-. Tu abuelo se ha ido con los santos, y la cabra vive bastante bien sin gorro.

– No, me lo acaba de decir desde su cama, y a él también le gustaría llevar gorro.

Irina estiró el brazo, le dio una vuelta a la niña como si fuera la llave de un juguete a cuerda y le dio una palmada para mandarla de vuelta al dormitorio.

– Tu abuelo se ha ido, pajarito. No te lo vuelvas a imaginar o lo pondrás triste.

Kiska le respondió mirándola a los ojos.

– ¿Y llorará?

– Es posible que se ponga a llorar. Ahora vuelve a la cama de mamá.

Se hizo una pausa en el humo de boñiga mientras Kiska regresaba correteando al dormitorio. Irina, Olga y Maks estaban sentados con gesto abatido a la mesa, junto al fogón, esperando el chirrido del trasero de Kiska en el colchón. Luego continuaron, acurrucados como un grupo de jugadores de póquer en medio de una noche poco venturosa. La mirada de Olga relucía con cada palabra herrumbrosa a través de unos ojos alternativamente muy abiertos y entrecerrados. Maks intentaba concentrarse con todas sus fuerzas, pero lo único que podía ver en las cuencas oculares, viejas y negras, de ella eran las luces danzarinas del fogón. Las boñigas a medio secar soltaban un curioso humo chisporroteante. Kiska ya se había levantado tosiendo de la cama dos veces. Y ahora volvió a oírse su respiración sibilante a través de la puerta del dormitorio.

– En fin, que no meéis grasa en mi garganta -dijo por fin Maks-. Nada de lo que me habéis revelado por ahora me invita a contar el éxito extraordinario que he conseguido con el tractor.

– ¡Bueno, escucha otra cosa que te puedo contar sobre los sacrificios que te permiten estar sentado soplando gas en vez de verdades! -clamó Olga- ¡Él comió carne humana! ¡Tuvo que hacerlo, Maksimilian! ¡Hubo muchos hombres que comieron cadáveres, como si fueran lobos! Digo hombres porque las mujeres no tuvieron valor. Algunas mujeres sí lo hicieron, sin embargo, para sobrevivir. Algunos bebés crecieron alimentándose de las partes más blandas, no te diré cuáles. Tú tuviste la bendición de nacer cuando aquello ya había acabado. ¡Éstas son las verdades de tu pasado a las que tú no haces caso y por las que no muestras respeto alguno!

– Estás acusando a mi bisabuelo de caníbal -Maks frunció el ceño-. ¿Y dónde está el cuerpo de su hijo? ¿Qué pasó con ese examinador de muertos?

– Tu bisabuelo hizo lo que tenía que hacer, como un animal, porque te voy a decir algo que no sabes: las criaturas fuertes hacen cualquier cosa para sobrevivir. Cuando a una persona le quitas la dignidad, y sometes a su estirpe a varias generaciones de hambre, de forma que cada mañana esté a una década de cada noche, de forma que el cuerpo no pueda prescindir de sal ni para soltar unas lágrimas, entonces los fuertes de espíritu tienen que buscar la supervivencia. Lo hacen debido a una llama que les arde en las entrañas, a la esperanza de que si pueden sobrevivir un minuto más, a lo mejor Dios se aburre de consentir los caprichos de los ricos y malvados y les suelta alguna migaja.

– ¿Dónde descansa Aleks?

– Y tú escúchame, Maksimilian, con los oídos bien abiertos: él lo hizo para que un día tú pudieras nacer con mayores posibilidades. Se fue a la gloria con las células enfermas de insultar a Dios para que tú pudieras holgazanear con tus estupideces.

– Sabes muy bien, abuela, que adoro y respeto cada gota de sudor de mi bisabuelo, y de los padres que lo precedieron y lo siguieron. Y por eso hoy no tengo problemas con mi posición de heredero porque he solucionado el tema de la fortuna familiar para siempre. -Se reclinó en su asiento y dio un trago de la botella, dejando un trago de vodka para cada una de sus madres. Ellas permanecieron sentadas con el ceño fruncido, incapaces de mirarlo a la cara.

– Te puedo leer como si fueras un poema malo, Maksimilian -dijo Irina-. Cuéntanos la historia y así sabremos qué tormento afrontamos.

– ¡Bah! -Maks escupió en el suelo-. Lo único que puedo contaros es esto: que anoche, mientras ibais dando tumbos y diciendo chorradas sobre las propiedades curativas del barro, y otras inutilidades absurdas, y probablemente ya estuvierais atracándoos de pan y bebida mientras yo avanzaba con esfuerzo por la nieve, yo obtuve nuestro primer pedido de tecnología de la comunicación. Y el resultado de esa acción, por mucho que os burléis en mi cara, es que dentro de una semana, o dos como máximo, os predigo que me estaréis insultando desde el balcón de un dúplex en el mar Caspio.

La cabeza de Irina se arrugó como un globo de fiesta viejo.

– Dínoslo ya -susurró.

– Y dejadme que os anuncie -Maks levantó un dedo glorioso-, en caso de que creáis que lo que acabo de decir son trolas, que éstos son los primeros instrumentos de su clase que se ven por estas repúblicas. Son mejores que los Nokia.

– Maksimilian -dijo Irina-. Sácalos de los bolsillos.

– ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Por qué clase de ganso me tomáis? ¿Creéis que los iba a traer aquí para que cogieran moho y se rompieran?

– ¿Cuánto has sacado por el tractor?

– Digo yo, ¿esperabais que trajera aparatos electrónicos delicados y sofisticados para que vosotras los rompierais como mongoles?

– Maks -gruñó Olga-. El tractor.

– He conseguido por lo menos la mitad de precio de una caja entera de los últimos teléfonos. Probablemente casi he llegado a tres por el precio de uno, tendríais que haberme visto negociar como un profesional.

– Por favor, Dios -Irina elevó la mirada al techo-, que no tenga yo que oír ningún nombre que empiece por Pilo.

– ¿Cómo? ¿Cómo? Pilosanov conoce a la gente indicada para estos asuntos. ¡Vosotras no sabéis nada de nada!

– Santos del Paraíso. -Irina posó una mirada de ojos enrojecidos sobre su hijo-. ¿Y dónde están esos teléfonos?

– Mañana casi seguro que los voy a buscar, cuando ya no llueva tanto. Ha sido una buena decisión que he tomado, una gran decisión, esperar a que no haya tanta humedad. El hombre me los quería endilgar directamente anoche, casi se peleó conmigo, pero yo le gané la batalla. «Tú te crees que mi cerebro está durmiendo, amigo -le dije-. Tráeme los instrumentos limpios y bajo el sol, antes de que aplaste algo que se parece mucho a tu cara.» Casi se estaba cagando en los pantalones, aquel hombre, que era claramente un homosexual de Labinsk, aunque fuerte. Pero en fin -Maks dio unos golpes en la mesa-, ahora nuestra inversión está a salvo.

Irina cerró los ojos.

– O sea, que no tienes los teléfonos. ¿Y dónde está el tractor?

– Maksimilian -dijo Olga-. Tráenos de vuelta el tractor.

– ¿Cómo? ¿Cómo? ¡Tendría que haberme alistado en la marina como Georgi! ¡Tendría que haber dejado que os pudrierais como ratas!

Los tres se quedaron repentinamente paralizados y volvieron su atención hacia la puerta después de que la cabra balara. Unos pasos chapotearon fuera y pisaron con fuerza el escalón de la puerta.

– ¡Aleksandr Vasiliev! -gritó una voz-. ¡Sal afuera!


– No, no me gusta ese azul. -Ludmila le dio un Empujón a la chica. La chica permaneció imperturbable, tal vez no había entendido el tono de Ludmila. Aquello irritó a Ludmila todavía más.

– Sí, pero es limpio y sensual. -La chica levantó las dos piernas delante de ella-. El azul de la electricidad. Vamos, que te enseñaré otros que tengo en mi armario.

– Luego -dijo Ludmila.

La chica, Oksana, echó la cabeza hacia atrás como un caballo al piafar y se llevó una mano al pescuezo para recogerse el pelo, largo y rubio. Permaneció sentada parpadeando pensativamente con sus pestañas embadurnadas de maquillaje y por fin extendió las manos.

– ¡Sí, pero ahora que mi tío te ha permitido quedarte en la habitación, y ha aliviado tus problemas de alojamiento durante un par de días, tienes el lujo de no hacer nada más que mirar cosas bonitas!

Ludmila estaba sentada en una silla de madera en un apartamento de una sola habitación situado delante del café-bar Kaustik. Desde allí podía vigilar la entrada y esperar a que apareciera la figura de andares pesados de Misha. Le producía cierto alivio el haber conseguido una habitación, al menos por unos días, y se sorprendió a sí misma pensando que tenía que ser más educada con la sobrina del barman. Cambió de postura en la silla, calculando cuántas horas de buena leña se podrían conseguir con ella.

– En fin -dijo-, he pagado buena guita por la habitación.

– Oh, cielos. -La chica sonrió-. Pero si quinientos rublos no es nada. Mira, si hasta tenemos una caldera para el agua. -La chica se reclinó en su asiento un momento, jugueteando con un mechón de pelo-. Ya sabes -dijo ella-, si no llevaras puesto ese vestido, mi tío nunca te hubiera ayudado.

Ludmila le dirigió una mirada sombría.

– ¿Y por qué no?

– Bueno. -Oksana sonrió con aire pícaro-, digamos que tapa un poco el pelo de la dehesa. No lo digo en el mal sentido, creo que eres guapa para ser una montañesa, hasta diría que muy guapa. Pero si hubieras venido con un pañuelo en la cabeza y calcetines por fuera de las botas, a él no le habría parecido tan buena idea.

Ludmila se imaginó que le arreaba unas cuantas bofetadas. Pero no dijo nada. Escuchó el silencio de la calle y se preguntó si tenía que sentirse feliz o infeliz por la cantidad de luz que brillaba a través de la ventana, o por el hecho de que había un retrete cuya cadena solamente se podía tirar durante las dos horas diarias de suministro de agua.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Oksana al cabo de un momento.

– En que tendría que estar trabajando en lugar de agobiarme con todas vuestras cosas bonitas.

Oksana soltó una risa chillona y puso los ojos en blanco como si fuera una niña.

– ¡Sí, pero la fábrica de municiones solamente coge a trabajadores cualificados, y aquí, en Kuzhnisk, no hay campos que arar! ¿Qué más vas a hacer?

– No hablo de trabajar en este agujero de cucarachas que es vuestro pueblo. Quiero decir lejos de aquí, en el Oeste, con mi prometido.-Ludmila se rascó el interior de un muslo-. Además, mi trabajo está muy por encima de vuestra triste fábrica de muerte. Sería secretaria. O administrativa.

– ¡Oh, cielos! -Oksana soltó una risita-. ¿Sabes escribir? ¿A máquina?

– Claro que sé escribir.

– ¿Y a máquina?

– Escúchame, Oksana Kovalenko, hablo inglés. No soy una secretaria más. Tú te crees que salgo arrastrándome de un campo enfangado, pero no tienes en cuenta el estatus de mi familia en la región. Pregunta a cualquiera por el apellido Derev. Hablo inglés. Y piloto aviones.

– ¡Oh cielos! Pues dime algo en inglés.

– Bueno… ayam plístomityu.

– ¡Oh cielos! -Oksana soltó una risita.

– ¡Oh cielos qué!

– ¡Oh cielos! -A la chica se le congeló la sonrisa. Escrutó la cara de Ludmila-. Con esa lengua afilada no tendrías que estar buscando trabajo. Tendrías que estás intentando atrapar a un extranjero para que te mantuviera. A un hombre lo podrías hacer pedazos con esos modales rudos.

– Sí -dijo Ludmila-, y voy a pillar a uno enseguida sentada aquí y hablando de todas estas cuestiones filosóficas contigo. Dudo que pueda prescindir de estas cuestiones tan profundas que estoy explorando contigo, Oksana Kovalenko.

La sonrisa de Oksana se retiró temblando como un tentáculo recién azotado. Se enrolló un mechón de pelo más grueso alrededor del dedo y se reclinó en su silla, levantando las rodillas hasta el pecho. Ludmila se volvió para examinar una jabonera de plástico donde había una esponja y un trozo de jabón perfumado. Vio que en el apartamento había muchos perfumes: la chica misma desplazaba una nube de perfume cada vez que se movía.

– Sí, es una lástima que no quieras hacer amigos después de toda nuestra amabilidad. -Oksana tiró del mechón de pelo hasta metérselo en la boca con un suspiro.

– Nunca he dicho que no quisiera hacer amigos -dijo Ludmila-. ¿Cuándo has oído que mi boca dijera esas palabras?

– Sí, pero…

– ¡Ja! Y escúchame… tú das por sentado que yo lo tengo que hacer todo porque soy la visitante. ¡Pues no! Tú eres la que tiene el letrero de bienvenidos en tu pared, eres tú quien tendrías que encargarte de hacerte amiga mía. ¡Lo sabrías si hubieras visto algo de mundo! Si viene a tu casa una clase distinta de persona, tienes que estar dispuesta a amoldarte a su forma. ¡Así es como funciona el mundo, y así es como te enriquecen las distintas almas que te encuentras, porque te amoldas a su experiencia y sales con una nueva perspectiva del mundo!

– ¡Oh cielos!

Ludmila se hinchó de orgullo en su silla.

– ¡Por fin llegamos al tema del que yo estaba demasiado ofendida y demasiado avergonzada para hablar! Por fin sacamos ese tema que ha sido como un olor procedente de debajo de tu silla, porque, déjame que te diga algo, Oksana Kovalenko: me he pasado una hora aquí sentada llevando a cabo toda clase de invitaciones para que hagas lo que es correcto y común en honor a nuestra amistad, y lo único que tú haces es rajar y rajar con esa boca de goma que tienes sobre tus vulgares vestidos. ¡Imagínate! ¡Una visita nueva e importante y tú desperdicias la crucial primera hora, la hora de oro, graznando sobre ti misma!

– Sí, pero no era mi intención crear una situación incómoda.-Oksana se abrazó las piernas con las rodillas pegadas a la barbilla.

– ¡Y soy la mayor de los dos! ¡La mayor, y lo único que a ti se te ocurre hacer en lugar de darme la bienvenida como es debido es abrazarte las piernas y hacerme guiños a través de tus bragas rojas de payaso!

Oksana bajó las piernas de la silla, las cruzó pudorosamente y se bajó el dobladillo de la falda.

– ¿Qué puedo hacer entonces por la amistad?

– Ir a buscar vodka inmediatamente.

– Bueno, la verdad es que ya tengo vodka, pero es del tío Sergei, de cuando a veces viene con clientes. Supongo que tal vez podríamos beber un poco… ¿Tú crees que deberíamos beber un poco?

– Espera a que retroceda de puro asombro… ¿estás sugiriendo que nos lo bebamos?

– Voy a por él -Oksana se puso de pie con un suspiro.

Ludmila se reclinó en su asiento mientras la chica se deslizaba hasta un armario que tenían detrás y traía una botella etiquetada de vodka. Luego miró cómo la otra cogía dos vasitos del estante que había junto al quemador de gas de la habitación.

– Y aún deberíamos hacer más -dijo Ludmila-, si vamos a crear una verdadera amistad entre mujeres.

– ¿Qué más tenemos que hacer?

– Si vas en serio, y no me estás simplemente llevándome al huerto con tus modales inocentes de la ciudad, tendríamos que beber a pecho descubierto, para mostrar nuestro orgullo porque nuestros caminos se hayan cruzado.

– ¡Oh cielos! -Oksana dejó de servir para mirar cómo Ludmila se quitaba el vestido por la cabeza y se sentaba apuntándola con sus pechos alertas y desafiantes, con unos pezones que eran como hocicos de perro diminutos elevándose temblorosos.

– Hazlo solamente si vas en serio a por una amistad profunda y duradera. -Ludmila frunció el ceño.

– ¡Oh cielos! -Oksana soltó una risita y se abrió la blusa.

– ¡Más! -Ludmila dio un tajo en el aire con la mano-. Tienes suerte de no tener que hacerlo desnuda, que es algo que solamente se hace cuando hay que formalizar las relaciones más profundas.

Oksana se quitó la blusa tironeando para revelar un sujetador rojo que le venía holgado. Sacó pecho para colocárselo mejor.

– Y ahora -dijo Ludmila- coge un vaso, vacíalo de un solo trago y yo haré lo mismo. -Ludmila vació su vaso de un trago y se dio la vuelta para mirar cómo la chica hacía un gesto de asco al llegarle la bebida a la garganta-. Ahora -dijo Ludmila-. Pásame la botella, échate hacia atrás y cierra los ojos.

– ¿Cómo?

– Haz lo que te digo.

Mientras la chica se echaba hacia atrás en su silla con cuidado, Ludmila cogió la esponja de la jabonera, la sostuvo sobre el pecho de la chica y la estrujó con fuerza. Oksana soltó un chillido mientras medio vaso le empapaba el sujetador y le chorreaba por la barriga.

– ¡Oh cielos!

– Ahora podemos ser amigas. -Ludmila sonrió y llenó los vasos de ambas hasta arriba.

Después de vaciar el siguiente vaso de vodka, y el que vino después, Oksana ya no podía formar frases de tanto que se estaba riendo. Poco después, Ludmila se unió a sus risas.

– Ya sé adónde podemos ir -dijo Oksana, intentando recobrar el aliento-. Ya me darás las gracias más tarde, pero éste puede ser tu día de suerte.


– ¡Shhh! -Olga le plantó una mano en la cara a Maks. La familia estaba sentada y petrificada a la luz del fogón. Era raro que alguien los visitara tan tarde. Quien fuera debía de haber oído su charla. Debía de ser alguien del lugar y saber bien que toda la familia estaba dentro. Parecía la voz de Lubov Kaganovich, del almacén.

– ¡Aleksandr Vasiliev! ¡Que alguien abra esta puerta! -Era Lubov. Y se podía oír que estaba irritada por haber subido la colina-. ¿O habéis salido todos a pasar la velada fuera? ¿Os habéis ido a beber a un animado club del bulevar con música y baile?

Las mujeres contuvieron la respiración.

– Está de mala leche -dijo Irina entre dientes-. Tendremos que abrir. -Se retorció las manos hasta que le relució el blanco de los nudillos.

Olga se encogió de hombros y puso su cara de póquer. Era una cara que la había acompañado durante cuatro guerras y una lista alfabética de privaciones en la que no faltaba ninguna letra, incluyendo la «X» si uno contaba las dosis incorrectas de rayos X que había recibido después de nacer y de la cual era un milagro que no se hubiera muerto hacía años.

– ¡Aleksandr Vasiliev, voy a echar abajo esta puerta con mis propias manos! -atronó Lubov.

Como encargada del almacén del pan, el último negocio registrado que quedaba en el distrito, Lubov gozaba de un poder absoluto. El almacén era una cabina de mando mohosa desde la que ella pilotaba los destinos de los últimos habitantes del distrito. Cada semana se desenganchaba un mísero vagón de carga de un tren de la línea principal y se empujaba hasta una vía lateral en desuso que llevaba a cuatro kilómetros de Ublilsk. La vía no tenía traviesas, que habían desaparecido antes incluso de que se cerrara la línea, de manera que serpenteaba desigual e invisible por debajo de una espuma de matorrales y de nieve. Cada semana, un par de jóvenes zafios aguardaba la llegada del vagón, blandiendo barras metálicas y cadenas por razones de seguridad. Se rumoreaba que ahora también llevaban un arma de fuego. Eran el hijo y el sobrino retrasados de Lubov -porque el estigma de la sangre débil la había manchado dos veces-, que tiraban del vagón todo lo que la vía les permitía, luego metían el pan en los sacos y se lo cargaban a las espaldas hasta el almacén. Cuando hacía mejor tiempo, a veces la gente se echaba a dormir frente a la puerta del almacén, esperando. Y no tenía que hacer muy buen tiempo para eso. Otros aparecían como gnomos desde las nieves que rodeaban el vagón, seguían a los chicos de Lubov y les sugerían a gritos que dejaran caer algún pan. El pueblo tenía varias caras de tontos que se rumoreaba que habían sido el precio de un pan sucio.

Todos los días en que llegaba el pan estallaba una batalla en el almacén, cuando los últimos ciudadanos obstinados lanzaban gritos que rebotaban como cuchillas oxidadas sobre los azulejos verdes y se hacían añicos sobre la áspera barra de madera donde también se vendía cerveza a lo largo de la semana, y hasta en los días del pan. Lo cual no contribuía precisamente a mejorar las cosas. La cuenta que tenía cada cual era el único tema de discusión en el pueblo, y las riñas llenaban aquellos días, y las semanas que los seguían, sobre unas sumas que eran demasiado pequeñas hasta para alcanzar el importe de una moneda. La cuenta del almacén era un instrumento mágico, al estilo del Fondo Monetario Internacional, ya que el préstamo inicial parecía que no iba a poder pagarse nunca pues el monto aumentaba con anotaciones arbitrarias de intereses a pagar, y tampoco era inmune a relajamientos o endurecimientos draconianos cuando se le antojaba a su ama, Lubov Kaganovich.

Todo el mundo sabía que ella añadía sumas a la cuenta por puro despecho.

– Voy a abrir la puerta -susurró Irina.

Maks agarró el mango de hierro del fogón. Olga le puso una mano en el brazo y negó con la cabeza. Señaló con la mirada una palanca cuya punta sobresalía tras el armazón de un carrito que utilizaban para dejar cucharas y platos. El entendimiento inundó los ojos de Maks.

Lubov irrumpió en el humo. La familia miró cómo la nube se congelaba y se desplomaba en la nieve mientras Lubov se sacudía la nieve de los pies y soltaba bocanadas de vaho en el umbral.

– Tendríais que darme las gracias, no, rezar a mis pies, por hacer un viaje tan horroroso sin más propósito que salvar vuestros miserables pellejos.

Maks se mantuvo escondido. Sopesó la palanca en la mano. Olga se reclinó en su silla. Apeló a su veteranía como mujer, como madre de hijos y nietos de sangre fuerte, y frunció la cara en una mueca desdeñosa.

– Si hubiéramos sabido que eras tú, habríamos hecho el camino más largo y con agujeros más profundos.

– Sí, Olga Aleksandrovna -dijo Lubov en tono de burla-, puedes decir eso hasta que oigas los problemas que os he ahorrado al venir a vuestra chabola. Pero en fin, no he venido a hablar contigo sino con Aleksandr.

– Tienes moco en el labio.

– Mi moco es asunto mío, muchas gracias.-Lubov se limpió el bigote con la manga-. Ahora ve a traerme al viejo para que yo no tenga que ensuciarme más los pies en este abrevadero de animales.

– Más bien para que no nos ensucies el suelo con tus pezuñas -dijo Olga, contenta de seguir ganando tiempo.

Con el rabillo del ojo vio que Maks avanzaba con sigilo por la pared más cercana a Lubov.

Lubov frunció la cara.

– Y te lo digo ahora: no me obligues a ir yo misma a despertar a tu marido.

– No te quiere ver -dijo Olga. Vio que se acercaba la mano de Maks con la palanca.

– ¡Y no te molestes en echarte encima de mí desde detrás de la pared, muchacho! -Lubov dio un golpe en la pared que tenía detrás-. No creáis que mis ojos han estado vacíos todos estos años que he sufrido mirándoos. -Lo dijo en tono demasiado osado para ser una mujer sola en una casa llena de enemigos. Los Derev sopesaron su tono, se miraron entre ellos y luego se volvieron para echar un vistazo a través de la ventana de la cocina. Y en efecto, en el exterior se bamboleaba una sombra abultada, y otra más a su lado. Los zopencos de Lubov estaban allí.

Maks dejó con cuidado la palanca en un rincón de la sala principal. Volvió a adentrarse en las sombras y salió a la luz por otra zona de penumbra.

– ¿Y tan aburrida estás de robarnos en el almacén que ahora vienes a robar en nuestras camas?

– Ve a por tu abuelo. Hazlo antes de que mande a mis hombres a por él.

– ¡Ja! -Maks se rió-. ¡Eso si pueden parar de mearse en las botas!

– ¡Basta! -Irina se levantó para ponerse a la altura de Lubov-. ¿Para qué quieres a mi padre? ¿Qué ha hecho?

– Ha firmado un cupón antiguo, y se supone que tenéis que traerme uno de la serie nueva.

– Pero tú lo has aceptado -dijo Irina, cruzándose de brazos.

– Porque Dios me ha maldecido con la estupidez de la confianza.

– No hay nada en qué confiar, sigue siendo un cupón registrado.

– ¡Es de la serie antigua! Se lo dije el mes pasado, debe de estar perdiendo el seso. Ahora tráemelo antes de que acabe pillando todas vuestras enfermedades.

– Haré que el mes que viene firme dos -dijo Olga.

– No. -Lubov se adentró un paso más en la sala-. Voy a buscarlo ahora.

Olga levantó una mano.

– Dinos por qué no puede firmar uno a la luz del día. Es un anciano, y no necesita tu cara gorda de compota en su cama. Puede entreverla en la oscuridad y morir atragantado de bilis.

Lubov ahogó un grito furioso.

– Os diré por qué: porque hoy el inspector de la región me ha traído vuestro cupón rancio al almacén con sus propias manos heladas y me ha obligado a abrir mis libros de contabilidad empezando por los tiempos de la fábrica. Y por lo que yo sé sigue allí sentando, haciendo astutas preguntas sobre vuestra contabilidad, mientras nosotros estamos aquí como tontos. -Un matiz de miedo se coló en el fondo de la voz de Lubov. Y salió a la luz en forma de un crujido.

– ¡Ja! -trinó Olga-. Y hasta Kiska Ivanova, que ahora duerme, se moriría de risa si le dijeran que has venido a ayudarnos. ¿Qué hay en tus libros de contabilidad que te trae necesitada de nuestra ayuda? ¿No serán acaso tus treinta años de delitos, esa trama de engaños y crueldades que sufren quienes tienen el castigo de depender de ti?

– Guarda tu lengua, mis libros de contabilidad están más limpios que los platos donde coméis. Simplemente no tengo la misma cara dura que vosotros, que le estáis haciendo perder el tiempo a ese hombre con mis libros cuando lo único que ha venido a investigar es un simple cupón.

– ¡Ja! -Maks se acercó a la mujer-. ¿Y no es más bien trabajo tuyo encargarte de que se presenten los cupones correctos?

Su madre clavó en él una mirada de arpía. «Vigila el terreno que pisas, por el bien de todos nosotros», decía la mirada.

Maks señaló con el dedo a la mujer.

– ¡Estás sugiriendo que despertemos a un pobre anciano que trabaja en un día lo que tú trabajas en un año, cuando tu responsabilidad es comprobar que los cupones sean correctos!

– No lo es -dijo Lubov.

– ¡Nos estás mintiendo en nuestras narices!

– Voy a despertar al viejo.

Kiska salió gimoteando del dormitorio y corrió hasta las faldas de su madre. Maks se interpuso en el camino de Lubov, con un rizo negro agitándose sobre su ojo. Lubov puso las manos a modo de bocina y se volvió hacia la ventana de la cocina.

– ¡Gregor! ¡Karel! -gritó. Un par de patatas esculpidas con caras de perro soñolientas entraron pesadamente en la cabaña. Una de ellas llevaba un rifle. Lubov señaló la puerta del dormitorio-. Traed al viejo.

– ¡No puedes hacer eso! -dijo Irina-. ¡Pondré al distrito entero en contra de ti!

– ¡Bah! Entonces solamente me amenazas con un día más de mi vida normal. -Lubov les hizo un gesto impaciente con el dedo a los chicos.

Maks se interpuso con el ceño fruncido en su camino.

– Quietos ahí antes de que os rompa algo que se parece mucho a vuestra…

Crac. Gregor le atizó con la culata del rifle.

12

– Y ésa viene a ser toda la historia -dijo Blair-. Cosquilleó el pezón de la chica con un mechón del pelo de ella-. Un consultor de mercados globales como cualquier otro de la City.

– Oh, oh -dijo la chica-. Tú hombre grande. Hombre rico y listo.

A Conejo le salió un soplido burlón. Blair lanzó una mirada airada por encima de la mesa en dirección al banco donde su hermano estaba sentado con Donald Lamb. Le envió una breve amenaza con la mirada y luego se volvió a girar, intentando empaparse de la chica igual que el pan blanco se empapa de salsa de asado.

Ella quitó la mano de Blair de su muslo y se levantó sobre las rodillas para llevar a cabo un cautivador ajuste de su tanga. Una gradación del marrón al rosa se vio por el canalillo de su trasero.

– ¿Quiere que baile para usted ahora, señor Grande y Listo?

A Conejo se le escapó un chillidito. Se mordió los labios y miró a su alrededor en busca de alguna distracción. El bar para miembros del World amp; Oyster era una cámara neblinosa de espejos, cuero y mujeres jóvenes en ropa interior diminuta que nunca había contenido ningún olor o secreción que no saliera de un frasco. El tamaño de la sala era imposible de calcular. En el aire latía una música vigorosa y una luz almidonada caía en forma de varas hasta el infinito.

– ¿Tú no gusta bailar? -La chica hizo caminar sus dedos sobre el pecho de Blair.

Él llevó a cabo una rápida valoración espacial con la mirada y bajó el tono de su voz.

– Bueno, o sea, yo no bailo en sitios donde me pueda ver todo el mundo.

– ¿Tú solamente quieres mí para tú solo? -Ella se toqueteó un reborde de satén de la entrepierna-. ¿Con nadie, solamente tú y mí? Podemos ir a sala especial, solamente tú y mí, solos.

– Eso me encantaría, Natasha. No te imaginas cuánto me gustaría.

– Uuf, tú eres hombre especial. -Natasha puso los ojos en blanco-. En Rusia no hay hombre como tú. Hombre ruso solamente bebe hasta caer y solamente pega mujer. Si yo veo hombre como tú en Rusia ya nunca habría venido a Inglaterra.

Blair le dio un apretón cariñoso en la mano.

– Bueno, ya me has encontrado. -Se entretuvo en hacerle la raya del pelo con la punta de la nariz-. Nunca más nos separaremos.

A Conejo se le empezaron a mover los hombros de forma entrecortada. Levantó la mano para taparse la boca, pero aun así se le escaparon unos hipidos.

Blair salió disparado de su asiento.

– Mira… ¡Te voy a dar una paliza dentro de un minuto!

– Eh, tranquilos. -Lamb frunció el ceño desde el otro lado de la mesa-. Será mejor que vayamos bajando, el departamento me va a cortar la cabeza por traeros aquí arriba.

Conejo agitó las manos y le empezaron a caer lágrimas por debajo de las gafas.

– ¡A la mierda, Conejo! Vale, se acabó. Conejo está fuera.

Lamb se incorporó.

– No arméis jaleo, anda.

– ¡Bueno, o sea, mírelo, es intolerable!

La chica frunció el ceño y se apartó del barullo, recolocándose el tanga a la altura de las caderas.

Lamb se levantó de la mesa y llevó a Blair cogido del brazo a un lugar vacío y a oscuras que había cerca.

– Oye, tranquilo, no es más que una coña. He calculado mal la situación y me disculpo. Ahora vamos abajo y nos juntamos con la gente de Vitaxis.

– Bueno, lo siento, pero no es una simple coña. Estoy consiguiendo algo aquí y ese hijo de puta…

– Por el amor de Dios, intenta acordarte de dónde estás. Le he pagado cien libras a la señorita para que charle contigo, no te me sulfures, demonios.

– Pero ella… ella es…

– Es una bailarina de strip-tease, Blair. Hace diez minutos que la conoces. -Lamb agarró el brazo de Blair con más fuerza y le miró fijamente a los ojos. Y lo que vio fueron los ojos de un niñito pequeño abandonado en el infierno. Estaba claro que Donald Lamb había calculado mal la situación.

La chica se despegó del banco. La mirada de Blair se deslizó hasta su delta púbico, luego por encima de sus caderas, de su vientre y por fin pasó por dos puñados de pechos que parecían de crema. Pero nunca más volvió a verle la cara. Ella se dio la vuelta y se alejó con la indiferencia de un gato.

– ¡Natasha! -la llamó él.

– Déjalo -dijo Lamb.

– ¡Natasha!

La chica desapareció por una puerta que había junto a la barra. La cara de Blair se desmoronó. Echó un vistazo a su alrededor, perplejo. Luego se le llenaron los ojos de lágrimas. El pum-pum de la música ya no repicaba al ritmo de una vida joven en pleno ascenso. Ahora lo que hacía era clavar tablones sobre la ventana del futuro.

Lamb rodeó con un brazo a Blair, lo llevó hasta el banco de Conejo y dio un paso atrás para contemplarlos a los dos con los ojos entrecerrados. Los Heath habían quedado sentados y unidos, una cara riendo y la otra llorando: una comedia y una tragedia. Poco a poco se sincronizaron temblorosamente. Conejo trazó un círculo en la espalda de su hermano. Su sonrisa empezó a resquebrajarse. Con el quinto círculo se recompuso en forma de grito silencioso, y con el séptimo se desplomó en forma de tristeza. Luego empezó a susurrar y farfullar.

La mirada de Lamb cayó al suelo.

La colisión de los Heath con el nuevo mundo era un espectáculo tan espeluznante como un camión chocando con un cochecito de bebé.

13

– Tienes pinta de que alguien se haya cagado en tu tumba -dijo Oksana.

– ¿Y tú qué sabes? -Ludmila echó la cabeza hacia atrás-. Lo que estoy viviendo es amor, no esas gansadas tuyas. Amor de verdad, con toda una vida esperándonos en el Oeste.

– Oh cielos. Pero él no va a venir ahora, ¿verdad? Además, de nada te sirve pasarte la noche entera vigilando el Kaustik por la ventana, está cerrado. ¿No quieres tomar otra copa? Estoy segura de que el bar te invitará a una.

– Ja, bueno. ¿Cuál es ésa, la que brilla? -Ludmila señaló una copa que brillaba como una boya ártica desde el bar.

– Ginebra -dijo Oksana-. La luz violeta la hace brillar. Es cara. La tienen que traer de Ucrania.

– Ja, parece agua del grifo de Chernobil. Además, no me hace falta beber nada de Ucrania. -Ludmila escrutó la cueva alargada de terciopelo de una punta a otra-. Ni de Moscú, realmente, ahora que he probado el vodka que tenéis por aquí. No reconoceríais un buen vodka ni aunque viniera con un queso.

– No empieces a quejarte otra vez -dijo Oksana-. Mira, ahí lo tienes…

Ludmila se apoyó en la barra y siguió el dedo de Oksana con el ceño fruncido.

– ¿A quién?

– A mi primo, el dueño del Leprikonsi, y tiene también el otro negocio del que te hablé.

– ¿Leprikonsi?

– Es como se llama este bar. ¿Es que tienes pelo en las orejas?

– ¿Necesita a una administradora?

– ¡Oh cielos! ¿No te acuerdas de lo que te dije sobre este sitio?

– ¿Es un extranjero rico? -Ludmila espió a un hombre sin forma que parecía un pulgar con unos rasgos pintados en miniatura. Estaba charlando al final de la barra con dos mujeres demasiado maquilladas, acariciándose el pelo engominado con la palma de la mano y luego secándose la mano en la pernera reluciente de su pantalón negro.

– ¡No, tonta! Trabaja de tecnólogo para asociaciones internacionales: tiene cientos de socios ricos y serios de América y Suecia.

– Ja. Y eso explica por qué veo vuestras calles abarrotadas de socios ricos extranjeros. Escúchame, para hablar de cuestiones prácticas: ¿no podemos tomarnos esta copa ya y marcharnos? Mi hombre es soldado y puede llegar en cualquier momento del día o de la noche.

– Sí, podemos beber. -Oksana le hizo un gesto al barman. Éste se deslizó hacia ellas y les llenó dos vasos de vodka. Nadie dio dinero a nadie-. Mira -dijo Oksana-. En esos países ya no quedan chicas virtuosas, el tráfico de dinero es tan fácil que las mujeres se han vuelto perezosas y vulgares. Estos hombres son ricos, y están desesperados por un romance sensible. Tienen casas, y mandan regalos y dinero. Cuando Ivan te cuente los detalles, lo cubrirás de besos para agradecérselo, por muy gordo que esté. Sé que lo harás. -Le dio un apretón a la mano de Ludmila y se desprendió el taburete del trasero para ir a buscar al pulgar engominado.

– Pero, escúchame -gritó Ludmila-, ¿qué he estado diciéndote las últimas doce horas? ¡Que ya tengo un hombre!

Oksana se alejó. Revoloteó por la barra y llamó la atención del engominado con una sacudida nacida de la mano y una risita. Él bajó una oreja en dirección a ella, echó una mirada de ojos negros al dedo con que ella estaba señalando, después miró a Ludmila y por fin se volvió para dedicarle una sonrisa lasciva al barman mientras señalaba los vasos vacíos de las chicas con las que estaba. El hombre se despidió de ellas con una palabra ahogada entre risas y siguió a Oksana hasta su taburete, parándose junto a cada cliente para darle un codazo y dedicarle una risa. A través del reflejo del vodka, a Ludmila el tipo le pareció una masa de tela negra que se acercaba giroscópicamente hacia ella, como la versión ejecutiva de una planta venenosa.

– Vaya, que me salven del infierno. -Su mano rosada y gordezuela se desplegó-. Otra que viene de Osetia.

– De Ublilsk -murmuró Ludmila con el vaso en los labios.

El aliento del hombre le palpó la cara y ella notó que sus ojos le correteaban por todo el cuerpo como ratones. Él hizo una señal al barman y luego le cogió la mano y le toqueteó las yemas de los dedos.

– Soy Ivan -dijo.

– Un nombre dejado de los santos como no he oído otro.

– ¿Cómo? -vociferó él-. ¡Querrás decir perdonado por los santos!

– ¿Ves lo que te he dicho de ella? -Oksana soltó una risita.

– Una verdadera cabra de las montañas, pero tiene morbo.

– Escúchame -Ludmila le dedicó al hombre su mirada más torva-. No voy a ir nunca a ver tu casa ni la de tus amigos suizos. Mi hombre es un soldado más grande que tres de vosotros atados juntos, así que ¿por qué no vuelves con los bollos de mermelada con los que estabas hablando?

– ¡Juaaa! -rugió Ivan-. ¡Qué joya! Bueno, como veo que te gusta hablar con rudeza, déjame que te explique algo. Empezaré adivinando una cosa, que es algo que se me da muy bien. Oksana, creo que tienes que ir al baño. -Hizo una pausa mientras Oksana cogía la idea, se ponía de pie y se alejaba meciéndose junto a la barra. Luego dijo con voz ronca y tono jovial al oído de Ludmila-. Empecemos siendo amigos con la verdad por delante. Mira, adivino, adivino que, mientras tú estás ahí sentada echándote un vaso de vodka por la garganta, y mirando a todas partes en busca de provecho fácil, tu madre, y probablemente tus abuelos, están en una chabola hecha de hojalata y carbón preguntándose qué salsa ponerles a los gusanos. Se acerca una guerra que los va a matar, a ellos y al resto de las familias, y por lo que yo sé probablemente también a tus hijos, a menos que les envíes el suficiente dinero como para comprar su fuga. Tu amigo el soldado no te va a ayudar en nada, de hecho probablemente te resulte más fácil encontrar un pedazo de oro en la sopa que volver a verle la cara. Solamente has probado un plátano dos veces en la vida, te crecen pelos por todas las piernas como a un mono porque no hay ningún salón de belleza en un radio de mil kilómetros a la redonda de tu chabola, y robas bolsitas de té usadas del almacén más cercano y las usas para tu higiene íntima, algo que los miembros de tu familia se han planteado más de una vez hervir después para bebérselo.

– Solamente en el caso de que tú pasaras por casa.

Ivan no movió un músculo de la cara ni cambió un ápice de su expresión. Mantuvo la boca ligeramente entreabierta después de su última palabra.

– Así que no infles tus tetas en la gran ciudad ni finjas que tienes tantas opciones como colores hay en el arco iris. Esta ciudad ya estaba comiendo chicas montañesas antes de que la primera de tu estirpe se agachara para cagar. -Ivan se apartó de la cara de Ludmila, sin desclavar de ella una mirada ceñuda. Luego, cuando ella cogió su vaso de la barra y se bebió su vodka de un trago, el ceño de él navegó más y más arriba hasta que sus rasgos brillaron con optimismo.

– He hecho millonarias a chicas más feas que tú -susurró él-. No miento, lo juro por mi propia tumba, y no me refiero a hacerlas ricas con actos impúdicos. Te lo aseguro, he cogido a chicas con la mitad del morbo que tienes tú en lunes por la tarde y el jueves por la mañana ya les estaba llevando haciendo de chófer para que se compraran coches, casas y joyas. ¿Y sabes qué? -Le dio un codazo e inclinó la cabeza hacia la oreja de ella-. ¡No se tuvieron que casar ni hacer nada de nada!

– Sí, me lo he creído en cuanto te he visto la cara -dijo Ludmila-. Se llama atraco a mano armada. En las montañas también vemos esas cosas, ya sabes, cuando no estamos hirviendo compresas para tus visitas.

– Mírame a los ojos, mujer. -Ivan le dio otro codazo-. Coge un arma y mátame si lo que digo no es cierto al ciento por ciento. Oksana te ha hecho el mayor favor de tu vida. Porque yo soy el propietario y director del más famoso servicio de presentación por internet del distrito, probablemente del país. Hombres del mundo entero traen sus dólares y sus euros para impresionar a chicas la mitad de guapas, y la mayoría no se casan nunca. ¿Estás oyendo todo lo que digo? Y no creas que cazo lejos para encontrarlas, no creas que me rasco la cabeza preguntándome dónde están: tengo un contacto americano, un hombre con tanto poder que puede autorizar visados para cualquier chica en el plazo de una hora.

La mirada de Ludmila se endureció. Archivó el tema de los visados para contárselo a Misha. Los ojos se le pusieron vidriosos al imaginarse a sí misma desvelándole aquella información, tal vez mientras tomaban café, o tal vez café y pastel.

Ivan chasqueó los dedos.

– ¡Ja! ¿Lo ves? Ya estás soñando con ello antes de que termine de contártelo. Increíble, te dices a ti misma. Una oportunidad increíble. ¡Pero es cierta! Aquí vienen hombres generosos de países donde las mujeres se han vuelto egoístas y decadentes, y vienen para probar aunque sea una pizca del verdadero espíritu de una mujer. Y puedes estar segura de que vienen forrados de dinero: éste no es un destino barato, vengas de donde vengas, no es como los puntos interconectados de sus países blandengues, donde vuelan aviones a cada minuto por el precio de un baño caliente. Para volar a Kuzhnisk primero hay que ir a Moscú, o a Tiblisi, o a Ereván, y luego coger un avión distinto, pagando más todavía, para llegar a Mineralnyye Vody, o a Stavropol. Y lo mismo para volver. Cuesta más de mil cuatrocientos dólares americanos llegar hasta aquí, incluso viniendo de Londres. ¿Y tú crees que esos hombres se gastan eso para venir aquí y viven como pobres?

– Bueno, no se lo gastarán para mirar medias de rejilla a través de una calle oscura.

– ¡Y tampoco se lo gastan para importunar a mis chicas! Lo más que consiguen es sentarse a una mesa para cenar con un intérprete y carabina, y oír cómo les cuentas lo mucho que te gustan las virtudes de un buen servicio doméstico ¿Te imaginas las oportunidades que hay con semejante combinación de riqueza y blandenguería?

– No es para mí engañar a los ciegos.

– ¿Qué quieres decir con eso de «ciegos»?

– Si les funcionaran los ojos, verían en un mapa que hay lugares más seguros para encontrar una historia romántica.

– Bueno, en primer lugar, no creas que tus distritos de Ublilsk llegan hasta aquí, en Kuzhnisk ya casi no tenemos francotiradores. Aquí, el último cohete de artillería cayó hace un año, y ni siquiera alcanzó las afueras de la población, explotó en un campo. Y tú no conoces la principal característica de esos hombres, y en cierta forma tengo que admitir que tienes razón, están ciegos… ¡ciegos de amor! No les importa la geografía y nosotros no los agobiamos con detalles. Cuando a un americano le hablas de Rusia, solamente piensa en Moscú.

– ¡Ja! ¿Vienen a Kuzhnisk y se creen que es Moscú?

– Bueno, no, pero tampoco les damos la sensación de que sea muy difícil: los recogen de un avión y los traen a un hotel de aquí. ¿Crees que les hacemos hacer autostop por la carretera? Además, mi socio americano es propietario de negocios aquí, o sea que si manda hombres, los hombres llegan sabiendo muy bien dónde están. A menudo son directivos de industrias, peces gordos: en lugar de bonificaciones les pagan con el regalo de una vida familiar llena de amor. ¿Te puedes imaginar una maravilla así, que te hagan el regalo de una vida familiar llena de amor?

Ludmila permaneció sentada sin decir nada. Ivan era un hombre repulsivo con un embalse de sudor en el hoyuelo de su barbilla. Cualquier visado que ella intentara obtener a través de él sería un último recurso, con la total complicidad de Misha. Con el rabillo del ojo vio que Oksana regresaba junto a la barra, contoneando las caderas con un golpeteo metálico exagerado, tal era la función de aquellos tacones increíblemente altos que llevaba.

Antes de que Oksana llegara a su taburete, la respiración de Ivan volvió a lamer la oreja de Ludmila.

– He esperado día y noche para volver a inhalar tu aliento y envolverme en tu abrazo viril -dijo él en tono sensual-. Pero mi abuela ha enfermado mortalmente y tengo que llevarla a Moscú en el trineo porque no tengo dinero para el autobús. -Hizo una pausa teatral-. Mi querido fortachón, ansío estar a tu lado, pero el Estado no me permite marcharme de la fábrica de bolsas de té íntimas a menos que pague los ochenta mil rublos que dicen que van a perder si malgasto otro turno intensificando mi loco amor por ti.

– ¡Oh cielos! -Oksana se volvió a sentar detrás de ellos.

Ludmila se volvió hacia Ivan y se lo quedó mirando un momento. Luego le lanzó un golpe de barbilla.

– ¡Ja! Y en mi culo puede que crezcan remolachas.


– ¡Olga Aleksandrovna! -chilló Lubov desde las profundidades de la cabaña-. Tu marido no se despierta.

– Ya te he dicho que estaba pachucho. Te he dicho que estaba pachucho y que tiene un sueño muy profundo, así que ahora que has demostrado que eres una gánster y una rufiana ya sabes lo que te toca hacer, Lubov Kaganovich. ¡Márchate antes de que mates al viejo Aleksandr y me dejes a merced de las lombrices del suelo!

– Mamá. -Maks se agachó bajo la ventana de la cocina-. Hay luces.

Irina se apartó de la ventana y echó un vistazo a la noche a través del marco de la misma. Unos faros de coche iluminaron la niebla a doscientos metros colina abajo. Atrajo a Kiska hacia sus faldas y le acarició la cabeza para calmarla. Las luces se apagaron y fueron reemplazadas por el haz bamboleante de una linterna.

– Bueno, si alguna vez te mereciste alguna clase de marido -gritó Lubov-, te diría que éste tendría que estar de camino a la clínica.

– ¡Shhh! -dijo Olga entre dientes, vigilando por la ventana de la cocina-. Ahora viene otro de tus gánsteres, en automóvil.

– ¿Cómo? -Lubov salió del dormitorio-. Gregor, encárgate.

El muchacho más grande cruzó la sala pesadamente hasta la ventana de la cocina. Se plantó cuan alto era delante de la misma y gritó volviendo la cabeza:

– Podría ser el inspector.

– ¡Lucifer! -Lubov salió correteando del dormitorio y cerró de un portazo detrás de sí.

Irina y Maks intercambiaron miradas afiladas. Las miradas acabaron golpeando a Olga, que se estremeció por su impacto.

– Ahora tiene una linterna y la está enfocando hacia la ventana. -Gregor miró cómo las manchas de luz parpadeaban sobre su chaquetón militar.

– ¡Agáchate! -gruñó Maks. Tiró de una de las charreteras del muchacho, pero el único efecto fue hacer que Gregor volviera la cabeza un centímetro o dos, mirara a Maks con el ceño fruncido y luego se volviera de nuevo hacia la ventana y estirara el cuello para seguir los movimientos del gorro de piel de un hombre hasta el escalón de la entrada.

Una franja de luz apareció bajo la puerta.

– Ahora está en la puerta -gritó Gregor.

– Escuchadme con atención -susurró Lubov-. Tenéis que presentar los cupones de la serie nueva y despertar a ese perro viejo ahora mismo.

– No se va a despertar -dijo Olga-. Además, los dedos ya no le sirven de nada.

De la puerta vino un porrazo que hizo temblar el humo. Al cabo de un momento de pausa, Irina preguntó:

– ¿Quién hay?

– Inspector Abakumov de las regiones Treinta y Nueve y Cuarenta y Uno -gritó una voz severa en ruso.

– Voy a hacer sitio para dejarle entrar -gritó Irina, agitando una mano hacia los demás y mandando a Kiska al dormitorio con una palmada en el trasero. La pequeña figura levantó remolinos en las sombras y desapareció.

Lubov cogió la cara peluda de Olga en sus manos y le susurró con voz grave en ubli:

– Tienes que firmarle un cupón. Coge uno y fírmalo ahora.

Olga echó la cabeza hacia atrás.

– ¿Me estás pidiendo que me convierta en una criminal como tú, Lubov Kaganovich, solamente para salvarte el pellejo?

– Y tu pellejo -dijo Lubov entre dientes-. Porque es tu cupón.

– En mi casa todo está correcto, no pienso empezar una vida de delitos porque tú lo digas. -Olga se levantó de la silla.

– Voy a dejarlo entrar -susurró Irina desde la puerta-. ¡Sacad esa pistola de aquí, moveos! -Los chicos se metieron dando tumbos en el dormitorio y cerraron la puerta dejando solamente una rendija.

– Mírame, Olga. -Lubov fue con la anciana hasta la mesa-. Este Abakumov tendrá voz de blandengue, pero es un hombre duro y retorcido. Te lo digo así de claro.

– ¡Bah! -escupió Olga.

Irina se alisó el vestido y abrió la puerta. Al otro lado había un hombre pequeño, con rasgos de cerdo y la piel como la de una salchicha. El reflejo de la luz de la linterna le daba un tono fangoso a su flequillo rubio y pulcro. El tipo dirigió la linterna hacia el interior, posando el haz de luz en Olga y luego en Irina, antes de quitarse el gorro de piel, apoyar su linterna en el mismo, todavía encendida, y dejarla sobre la mesa para iluminar la sala. Sus ojos tardaron un momento en picarle por el humo de boñiga.

– ¿Subagente Kaganovich? -Su mirada de ojos entrecerrados trazó círculos alrededor de la silueta de la mujer.

– Sí, inspector. -Lubov salió con elegancia de las sombras-. No hacía falta que viajara usted hasta aquí, ya me estoy ocupando yo.

– ¿Lo tiene usted?

– Ahora mismo me estoy ocupando del asunto.

– Entonces tomemos posesión del mismo, me lo voy a llevar conmigo. He estado tomando las referencias de su libro de contabilidad y parece que la última inspección de este tal Aleksandr Vasiliev Derev fue hace cuatro años. Haré una inspección esta noche y mañana por la mañana se la mandaré por teléfono al departamento, de otra forma puedo perder una semana entera aquí.

– ¡Vaya pues! -dijo Olga en ruso-. Menudas horas son éstas para visitar a los pobres de solemnidad mientras duermen. Tendríamos que hacerlo mañana en el almacén, que es donde se tienen que guardar todos vuestros libros. Podemos ir tan temprano como les guste a los santos.

– Parece que todavía están ustedes levantados -dijo Abakumov-. Solamente tardaremos lo que tarde el camarada Aleksandr. Tráiganmelo, por favor.

– Pero es que ahí está el problema -dijo Olga-. Está de color verde en la cama y no se lo puede despertar.

– Bueno, pero seamos sinceros. -Abakumov mostró unos dientes redondos y muy separados en un gesto que imitaba la cortesía-. A cualquiera que esté en cama en su casa se lo puede molestar para que confirme unos simples datos.

– No, ahí está el problema, tendría que estar en la clínica pero no tenemos forma de ir.

– ¿Cuánto tiempo lleva así?

– Un rato, o sea, desde ayer. Ha ido cada vez a peor y a peor, solamente puede ser alguna clase de gusano enorme.

– Así pues -preguntó Abakumov-, ¿cómo ha firmado su cupón?

– No, porque sí, y por eso firmó el cupón equivocado. Ya tenía delirios, estaba llamando a gritos a su madre cuando lo firmó.

– Entonces tenemos que llevarlo de inmediato a una clínica. Subagente Kaganovich, lléveme con el anciano.


– ¡Las estás vendiendo igual que se vende el pan en un almacén! -Ludmila permaneció sentada con la boca abierta mientras por la pantalla del ordenador iban pasando cientos de caras escabrosas. Ivan apagó la luz de la buhardilla que había encima del bar, haciendo que las caras de la pantalla todavía brillaran más. En una radio colocada en el antepecho de la ventana crepitaba una canción pop, cuyas estrofas iban sonando zumbonas al compás de las imágenes que pasaban por la pantalla.

– No las estoy vendiendo en absoluto -dijo Ivan-. Ellas están vendiendo un sueño. Están vendiendo una dirección a la que escribir cartas dulces y atrevidas. Las chicas de estas fotos están ahora mismo en sus casas, esperando a que lleguen los sobres llenos de dinero contante y sonante.

– ¿Lo ves? -Oksana sonrió-. Ya te dije que era fácil. Tienes que pensar que éste es el día más afortunado de tu vida.

– Sí lo es -dijo Ludmila-. Afortunado para vosotros dos.

– Esto es lo que hacemos para obtener mejores resultados. -Ivan se acercó más a Ludmila y agitó las dos manos como un mago a punto de hacerla desaparecer-. Mañana mi ayudante te irá a buscar para ir a comprar ropa nueva. ¿Qué te parece? Luego irás a un salón de belleza donde te harán cambios asombrosos en la cara y el pelo. Luego tomaremos fotografías profesionales, y por la tarde un millar de hombres de todo el mundo se estarán apuñalando por tu amor.

Ludmila miró desde su silla las caras de la pantalla. Caras anchas, ojos como faros de tractor, ojos de beluga, huevos pintados, Svetlanas, Oksanas, Marinas, Tatyanas. Ludmilas.

– ¡Dios bendito! -Señaló la pantalla-. ¡Esa chica venía a veces de visita a mi pueblo…! ¡Su tío es el hermano del guardavías, de Zimovniki!

– Y -Ivan pasó un dedo por el pelo de Ludmila-, solamente debido a tu situación, y a tu relación con la pequeña Oksana, y porque eres casi familia, en cierto sentido, o por lo menos deberías empezar a pensar en esos términos, te puedo dar todo el paquete por tres mil míseros rublos.

– Aah, aaah. -Ludmila se reclinó hacia atrás en su asiento y sonrió, mirando hacia arriba desde la parte inferior de sus ojos-. Por fin llega el momento en que aparece la pistola.

– ¡Pero si vas a ganar por lo menos veinte veces eso!

– Entonces -dijo Ludmila-, ¿por qué no traes al hombre y coges tres mil de los veinte que te va a dar él?

– Mira mi cara. -Ivan se señaló dos ojos con dos dedos- y mira cómo te digo que hay costes que tenemos que pagar por adelantado. ¿O tú crees que la tienda de ropa, el salón de belleza y el fotógrafo van a trabajar a cambio de nada?

– ¿Y dónde están los veinte mil que ganaste con el último extranjero?

– ¡Ese dinero pertenece a la chica! -El cuerpo entero de Ivan protestó-. ¿Tú crees que puedo quedarme yo el dinero que le pertenece a ella?

– Aaah, ahora veo que esto es caridad. Veo que te han enviado los santos para cuidar de todas las chicas de las granjas.

– No, pero presta atención: mi comisión es muy pequeña, lo justo para pagar la electricidad y los costes enormes de manejar un ordenador tan grande como éste. ¿Tú crees que tantas caras cabrían en una máquina pequeña y por nada de dinero? Pues no.

– ¿Y cuál es tu comisión?

– Es muy, muy pequeña -dijo Ivan, poniendo una boquita muy pequeña y juntando mucho los dedos como para pellizcar.

– Entonces te deseo buena suerte con tus grandes obras de caridad para la comunidad de granjeras. Yo me voy abajo a esperar a mi hombre de verdad y a buscarme una copa. -Ludmila se levantó de la silla del ordenador.

– ¡Has perdido la razón! -gritó Ivan-. Estás quemando divisas fuertes, dólares, que ahora van a ir a pagar aumentos de labios o arreglos de nariz para alguna chica extranjera gorda y estúpida que no será ni de lejos tan guapa como tú.

– ¡Oh cielos! -dijo Oksana-. De verdad que es una oportunidad de oro… lo he visto funcionar una y otra vez.

– Pues yo no lo he visto funcionar -dijo Ludmila-. Tú trae al hombre y ya veremos todos juntos si funciona.

– Pero la ropa, el salón de belleza… -dijo Ivan.

– Pero ¿tú ves que esté desnuda? Y mi pelo… ¿qué tiene de malo? Me cuelga de la cabeza, que es lo que hace el pelo.

– Y el fotógrafo…

– Ya traigo yo mi fotografía. Luego, cuando venga ese blandengue, cansado de su mujer de labios pequeños, que te pague él tu comisión. Así funcionan los negocios serios. Debes de haberte creído que yo soy esa extranjera perezosa para creerme tus cuentos de hadas. -Ludmila se levantó de delante de la pantalla y se dirigió con elegancia a la puerta.

Ivan se echó hacia atrás, abrió la mandíbula dejando colgar los carrillos y soltó una risotada hacia el techo. Le dio una palmada en el pescuezo a Oksana.

– Mira que las hay cabezotas, Dios del cielo, mira que las hay. Supongo que le habrás explicado los términos de su alojamiento.

– ¡Oh cielos! Bueno, no creí que hiciera falta. Nunca he visto a una chica tan equivocada.

– ¿Y ahora qué pasa? -gritó Ludmila desde las escaleras.

– Solamente decirte… que bueno, como probablemente hayas adivinado ya -Oksana batió las pestañas con gesto pegajoso-, la habitación de mi tío está reservada solamente para las chicas que participan en la asociación.


Ludmila se levantó a la mañana siguiente con la boca sabiéndole a hojalata, a lo cual se le sumaba la luz ácida que entraba a través de la cortina. Se encontró a sí misma en la cama de Oksana, enredada con ella. Las dos iban completamente vestidas salvo por un zapato de tacón de aguja y un par de botas que estaban tiradas por los rincones del apartamento. El segundo zapato colgaba del pie de Oksana, que se encontraba tumbada boca abajo en la cama.

Ludmila se desenredó de ella con una mueca de asco en la boca, se puso de pie y se frotó la cara para espabilarse. Luego le quitó el zapato del pie a Oksana de una patada y lo mandó repiqueteando por el suelo de piedra pulimentada para despertarla.

– ¿Cómo calientas el agua para el té? -preguntó Ludmila.

Oksana gruñó y se hundió más bajo sus mantas.

Ludmila chasqueó la lengua y dejó a la chica durmiendo. Se alisó la ropa, se echó un poco de la colonia de Oksana en el cuello y salió del apartamento para comer algo y tomar una taza de té, aunque no al Kaustik ni tampoco al Leprikonsi.

Luego, después de un café y un bollo, echó a andar, arrebujándose bien en su ropa, en dirección al extremo de la calle que le parecía más bullicioso, decidida a encontrar un trabajo que no tuviera nada que ver con municiones. Estaba claro que Misha se había retrasado. Vendría, tal como había prometido, y ella estaría allí esperándolo. Mandaría a casa el dinero del tractor, decidió, aquel mismo día si le era posible, tanto para aliviar la presión de la culpa como para alegrar los corazones de los suyos y restregarles en las narices el cagarro que había sido su decisión de mandarla lejos de casa mientras su hermano, el pulidor de hélices con más talento que había visto la región en muchos años, poseedor de secretos para pulir que había inventado él mismo, se dedicaba a dar vueltas por la nieve.

Se puso a la tarea, con un fruncimiento de ceño más pronunciado que de costumbre, localizando los edificios más altos y razonando que aquéllos eran los que necesitaban más secretarias y administrativos. Aquel día preguntó en nueve edificios, y esperó tanto como hizo falta para hablar con alguien situado en un puesto más alto del que ella quería para sí misma. Cuando llegó al noveno edificio, los brazos ya le colgaban sin fuerzas.

Al pie del último edificio que visitó, cuando la luz del sol ya teñía la nieve de color rosa, una anciana oronda que empujaba un carrito lleno de cartas oyó lo que ella le estaba preguntando al portero.

Cuando Ludmila ya se estaba dando la vuelta para marcharse, la mujer se le acercó con andares de pato, resollando por culpa de su peso y de la distribución del mismo en forma de campana.

– Querida -tosió y empujó un poco más el carrito para apoyarse en el mismo-, acepta el consejo de una anciana y vuélvete a tu casa, que es donde te necesitan.

– Soy piloto de aviones -dijo Ludmila, poniendo la espalda recta. Aun mientras lo estaba diciendo se preguntó por qué lo hacía-. Solamente busco trabajo para ocupar unas cuantas horas que me quedan en tierra.

La mujer se quedó boquiabierta y recorrió la cara de Ludmila con los ojos.

– Acepta el consejo de una anciana. Mira, mira aquí. -Señaló al otro lado de la boca abierta que era el recibidor del edificio. Bordeada de luz de sol dorada, había una joven con un bebé sentada, mendigando en un portal de la acera de enfrente.

– Bueno, perdóneme por decirlo -dijo Ludmila, contemplando el chal y el pañuelo de la mendiga-, pero es una gnezvarik.

– Es una chica -dijo la anciana-. Una piloto de aviones, con unas cuantas horas que ocupar en tierra. Con sueños y con una cabaña llena de gente hambrienta lejos de aquí, gente que no tiene ni idea de dónde está ella, pero que cada minuto de sus vidas espera a que regrese triunfal en un coche grande y reluciente. Y donde va a acabar es en un coche grande y negro, tumbada cuán larga es. ¿Y sabes cómo estoy tan segura? Porque es la única mendiga de Kuzhnisk. ¿Te lo imaginas? Un alma que ha cometido el trágico error de venir a un pueblo demasiado pobre hasta para mantener a una mendiga.

– Pero yo tengo estudios -dijo Ludmila.

– Ya lo sé. -La mujer chasqueó la lengua-. Eres piloto de aviones.

– Solamente necesito mandar un poco de dinero a casa, para regalos de cumpleaños. Eso es todo, unos cuantos rublos extra.

– Bueno, pues buena suerte. Pero no mandes nada por correo, ése es mi consejo, no a Novosibirsk.

– Yo le hablo de Ublilsk.

– Ni a Novosibirsk ni a ninguna parte, ése es mi consejo, querida. Si quieres que el dinero llegue a los Distritos Administrativos tiene que enviarlo con el tren del pan, el guardia lo aceptará.

– Pero nuestro almacén es peor aún que el correo.

– No si lo mandas en el tren. Conozco ese tren, el guardia no volvería a llevar pan a un almacén que robara los envíos que lleva. Pero tienes que pagarle. Cien rublos. O mejor aún, sigue mi consejo y súbete tú al tren, mientras todavía puedas ver con claridad. Acepta el consejo de una anciana de Kuzhnisk.

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