2 DISCUSIONES EN EL NUEVO MUNDO

14

Una figura apareció al lado de Blair. Nada más salir Lamb a buscar ayuda por teléfono, un hombre refinado emergió del crepúsculo del club como un lirio rompiendo la quietud de la superficie de un lago. El hombre solamente podía ser americano. En sus andares confluían la ausencia de ruido con una sensación de fuerte personalidad, y su traje estaba más limpio y mejor planchado de lo que ninguna manufactura humana podría conseguir. Los gemelos levantaron la vista. Se secaron los ojos con el dorso de las manos. Allí resplandecía aquel pequeño oso de coloración cutánea perfecta, con la mandíbula superior prominente y una sonrisa ladeada que sugería que sabía mucho más de todo que ellos. Frunció los labios e hizo una pausa antes de hablar, como si esperara a que se le agolparan en la garganta los comentarios divertidos correctos. Luego dijo:

– ¿Se os está pasando el efecto de algo o es que os han echado de una funeraria?

Los gemelos parpadearon.

El hombre estiró un brazo por encima de la mesa y le ofreció una mano a Blair.

– Truman.

Blair levantó una mano sin mirar.

– Hola -dijo con voz ronca.

– ¿Ése con el que estabais era Danny, el pequeñajo? ¿Sois sus hombres?

Blair inhaló un suspiro.

– ¿Se refiere a Lamb?

– El mismo… el del Ministerio de Interior. -Truman se metió la mano en el bolsillo del pantalón. Hurgó en el mismo y levantó la vista. Se abrió una puerta en la pared de espejos situada junto al banco donde los gemelos estaban acurrucados. Por la misma salió un hombre enorme con esmoquin.

Truman se volvió hacia los hermanos. Su postura bastó para darles a entender que tenían que seguirlo. Blair miró a su alrededor en busca de Lamb, echó un vistazo a su hermano, que se estaba secando las lágrimas de las gafas con un faldón de la camisa y por fin se levantó de su asiento. Los gemelos siguieron al hombre sin decir palabra por un pasillo y a través de otra puerta que se abrió con un zumbido. Al otro lado de ésta, un camino con focos en el techo se fue encendiendo de forma secuencial y estos focos iban apagándose uno a uno a medida que avanzaban. Truman guió a los gemelos hasta una sala tan grande como un supermercado. Era negra, iluminada con una luz como de satén y tenía una pared de cristal tintado -que era un espejo por el otro lado-, a través de la cual se veía todo el bar principal y la multitud. Conejo se colocó las gafas sobre la cabeza. Vio que estaban en una entreplanta. Por debajo de ellos, había una planta baja cuyas paredes también eran ventanas que daban a los distintos bares.

– Venid al foso -dijo Truman.

Blair se quedó pegado al ventanal. Su mirada recorrió de arriba abajo los cuerpos que se apiñaban sin sospechar nada.

– O sea, ¿esto es legal, esta clase de voyeurismo?

– Claro que es legal. Sería ilegal en el baño de señoras. Pero esto es legal. Es igual que tener una cámara de seguridad pero en directo. -Truman llevó a los gemelos a un despacho atiborrada de fotografías de sí mismo en compañía de un surtido de lumbreras, algunas de las cuales, pensó Conejo, seguro que debieron de morir antes de que naciera el americano.

Truman acompañó a los hombres hasta un sofá y allí esperó, silbando y echando miradas al lugar, a que se sentaran. Luego se dio la vuelta, tirándose de los puños de la camisa.

– Parece que no sabéis quién soy, chicos.

– No -dijo Blair.

El hombre se inclinó sonriente hacia la pareja.

– ¿Significan algo para vosotros las palabras Gepetto Global Liberty? Porque, ¿cómo explicároslo? -Mostró los dientes-. Estáis sentados en el centro neurálgico de las operaciones de Europa y Oriente Medio. ¿Cómo os hace sentir eso?

Blair se puso rígido y prestó atención.

– Bueno, ejem…

– Lo sé. A mí me pasa también. No todo el mundo consigue subir aquí arriba. De hecho., nadie consigue subir aquí arriba. Pero algo me dice que vosotros dos estáis haciendo cosas buenas por la causa. Y a mí me gustan las cosas buenas.

A Blair le tembló el labio superior como si se avecinara un estornudo. Su mirada osciló hacia arriba y hacia abajo.

– Bueno, ejem, Conejo no trabaja. Y yo he tenido la mala fortuna de…

– Maldición, Bob, ya sabes que estoy hablando de ti. No me hace falta decírtelo.

– Bueno, lo que quiero decir es…

– ¿Dónde trabajas?

– Oh, ejem… en GE Solutions. Pero estoy a prueba, la verdad, y no he…

– ¿GL Solutions?

– En el proyecto de los aplicadores de sándwiches.

– Te lo aseguro, Bobby, es una bomba… Y es mi criatura, no me preguntes de dónde me vienen las ideas. Un día, mientras estaba comiendo, simplemente pensé: ¿por qué tengo que mancharme los dedos de mayonesa? Pumba. El manipulador de sándwiches: acceso a los bocados sin ensuciarse. Entre eso, y el negocio del espectáculo, y la franquicia petrolífera…

– Y la sanidad pública británica -dijo Conejo en tono solícito.

– Y la sanidad pública británica, y el cóctel de bebidas… -Truman hizo una pausa-. Eso sí que es una bomba: el Howitzer, la bebida que más levanta el ánimo, ya mezclada y envasada. Es el futuro, chicos, va a transformar el modo en que la gente disfruta de su ocio, probablemente sus vidas.

– Caray -dijo Conejo-. ¿Y se mezcla con alcohol?

– No, ya está todo incorporado y liofilizado. ¿Qué clase de anfitrión sería si no les sacara uno a mis chicos? -Se alejó para pulsar un botón en su escritorio. Al cabo de un momento, apareció una joven oriental caminando con afectación con un vestido de satén. Era tan flaca y tenía unos rasgos tan finos, y un cuello tan largo y delicado, que parecía un pájaro zancudo. Llevaba una bandeja con vasos, una jarra y una caja para el té llena de bolsitas de papel de aluminio. Les dirigió una sonrisa radiante a los hombres.

Blair se puso tenso y le dirigió una mirada a Conejo.

La chica se desabrochó el vestido, que cayó al suelo dejando entre sus piernas un simple triángulo íntimo de seda blanca, sin más, sin un solo pelo, ni el asomo. Con precisión ceremonial vertió un líquido de color claro en los vasos, sacó una bolsita del cuenco y la vació en las bebidas. El contenido provocó un destello violento, primero rojo y luego azul, antes de diluirse. La mujer se llevó la bebida a la boca, la retuvo sin tragarla y empujó a Blair contra el respaldo de su asiento para subirse a horcajadas encima de él. Le atenazó las caderas con las rodillas, arqueó la espalda hacia atrás y le puso la cara delante con la boca llena.

La mirada de Blair se desplazó hacia su hermano.

– Adelante. -Truman hizo un gesto con la mano-. Es bueno.

Arqueándose hacia la cara de Blair, la chica se encajó en la entrepierna de él, soltó un suspiro por la nariz que parecía el primer aliento de un pájaro y vació la boca en la de él. A Blair se le derritieron los hombros. Su mano fue temblando hasta la cabeza de ella. Tragó, escupió y se puso a toser.

La chica se apartó y se levantó con delicadeza de su regazo. Luego, durante unos momentos, tuvo la mirada de quien ha tenido un orgasmo de forma poco habitual. Por fin recompuso la cara y se dio la vuelta para dedicarle una sonrisa a Conejo.

Los dientes de conejo asomaron bajo su labio.

– Ya me bebo la mía yo solo, creo.

– Espera, Conejo -dijo Blair-. Ni siquiera sabemos qué es. Yo nunca he visto nada que suelte esos destellos dentro de un vaso, son fuegos artificiales líquidos. Todo esto es muy raro. Muy raro, lo siento.

– No te pierdes detalle, colega.

– Chicos, chicos, chicos. -Truman hizo un gesto con la mano para que le hicieran sitio en el sofá y se acomodó con un suspiro entre los hermanos. Miró a uno y después a otro-. Lleváis tiempo fuera de circulación, y lo entiendo. Quiero que sepáis que estamos aquí para ayudaros a entrar de nuevo. Es un mundo nuevo y fascinante, y está ahí para quien se lo lleve. O sea, ¿tenéis alguna idea de dónde estamos?

Cuatro ojos escrutaron el despacho. Dos cabezas negaron despacio, sincronizadas entre ellas.

– ¿Qué quiere decir exactamente?

– ¿A vosotros que os parece? ¡En el tiempo y en el espacio!

Los gemelos retrocedieron.

– Dejadme que os lo plantee en términos simples. En vuestras vidas, ¿buscáis la felicidad o la tristeza?

La pareja se lo pensó un momento. Batieron las pestañas.

– ¿Lo pregunta en un sentido aristotélico? -se aventuró a decir Conejo-. ¿Como por ejemplo, en el drama de…?

– ¡Me refiero a si queréis estar felices o tristes, joder!

Los gemelos se encogieron del susto. Al cabo de un momento largo e incómodo, Conejo levantó una ceja.

– ¿Nos está tomando el pelo?

Traman les apretujó las manos, se las colocó en el regazo y levantó la vista al techo con expresión de paciencia.

– Chicos, chicos, chicos, dejadme que os cuente algo sobre nuestra especie. Es indiscutible que el cuerpo humanoide, conocido científicamente como homo saxonis, no ha movido el culo evolutivo en diez mil años. Estamos igual que cuando salimos de los pantanos. Sin embargo, nuestros cerebros se han desarrollado más allá de toda comprensión. ¿Creéis que es un accidente de la naturaleza? ¡No! -Traman se acercó a la cara de Blair-. De ahora en adelante, la evolución es mental. El cerebro es la vía de avance. ¿Estamos de acuerdo en eso?

Los hermanos se miraron.

– Vale, de acuerdo -dijo Conejo.

– Perfecto. Ahora bien, el ritmo de nuestra evolución implica que no estamos tomándonos el tiempo necesario para desmantelar los antiguos sistemas del cerebro, sino que nos estamos limitando a añadir capas encima. Lo cual implica que ahí debajo siguen quedando circuitos redundantes, confusión emocional y conflictos interiores. Así que aunque podamos mezclar mojitos a cuarenta mil pies de altura y descargar porno entre un agujero de golf y el siguiente en Augusta, seguimos teniendo la misma instalación neuronal que en los pantanos. ¿Lo entendéis? Es como intentar hacer que un software de última generación funcione en una máquina de escribir. Es un hecho de la naturaleza. ¿Estamos de acuerdo?

Los hermanos permanecieron sentados y totalmente quietos. Truman interpretó aquello como un sí.

– Lo cual quiere decir que la manipulación de esas estructuras mentales es la clave de nuestro éxito continuado. ¿De acuerdo? Aceptar los conceptos que nos impulsan hacia delante y desembarazarnos de las rutinas que nos impiden avanzar, ésas son las herramientas del progreso humano. Porque francamente, chicos, las cualidades que todo el mundo dice que nos hacen humanos son un coñazo. A tu hijo se le cae la pelota en la línea de banda, oh, Dios mío, solamente es humano. Y una mierda. Lo que nos hace humanos es nuestra capacidad para no dejarla caer, para no llorar y no retroceder.

Blair miró fijamente al hombre.

– Ya veo, sí. Hum…

– Tengo que ir un segundito al baño -dijo Conejo. Cogió su Howitzer, se lo bebió de un trago y cruzó la sala dando tumbos. La camarera apareció antes de que llegara a la puerta. Lo cogió del brazo y se lo llevó hacia la oscuridad.

Truman trazó unos signos en el aire con la mano, como si quisiera encender un sensor. No pareció ocurrir nada. Repitió el gesto, enérgicamente. Al cabo de un momento, las luces del techo se apagaron lentamente, dejando únicamente un haz almidonado sobre el sofá. El hombre se colocó bajo el mismo, con una cara hecha de trazos de color rojo oscuro y con los ojos iluminados como espejos.

– Así que mi pregunta, Bob, es la siguiente: ¿cumplimos con los deberes sagrados del progreso mejor cuando somos felices o cuando estamos tristes? -dijo guiñando los ojos-. Ya conocéis la respuesta. Seguro, podéis ser liberales, podéis comer comida orgánica, podéis quejaros de que las cosas ya no son como antes, cuando nadie estaba colocado de azúcar ni destruido por las hamburguesas. Podéis seguir esa línea. Pero ¿sabéis qué?

Los ojos de Blair relucieron como los de un niño al que le están contando un cuento:

– ¿Qué?

– Que seríais unos capullos. Unos capullos integrales.

A Blair le tembló el ceño. Se reclinó en su asiento y empezó a asentir.

– Sí -dijo-. Unos capullos integrales.

– ¿Porque qué nos han dado los vegetarianos estrictos? Un puñado de canciones sobre el pelo. Un puñado de maneras de cocinar tofu. Van en nuestros metros, vuelan en nuestros aviones… y se quejan de lo mal que les va para sus chakras. ¿Alguna vez un vegetariano estricto ha construido un metro? No, están demasiado ocupados encendiendo velas y comiendo placenta. ¿Oyes lo que te estoy diciendo?

– Sí, sí, placenta, sí. Así pues, en términos de las interrelaciones más amplias…

– Ellos lo único que hacen es fingir que tienen relaciones profundas, Bobby. ¿Me oyes lo que te digo? Relaciones profundas, y un huevo… entran en las relaciones tan condicionados como el resto de nosotros. Una relación profunda es una relación provechosa, y así es como ha sido desde el principio de los tiempos. Fingen que renuncian a la animadversión, pero siguen guardándose su mierda contra ti. Su contrato de amistad es el mismo que el nuestro: una suspensión de las hostilidades abiertas mientras es posible. Tú mira cómo se pelean dos de ellos, fíjate en cómo hay una escalada exponencial de mierda hasta alcanzar el potencial máximo. Alucina con la cantidad de hostilidad guardada que tienen el uno contra el otro. Hijo, lo que yo diga. Tú respeta la serie de renuncias que implica una relación y empezarás a entender cómo funciona este mundo. Y lo mismo pasa con los países, las corporaciones, los hombres, las mujeres y los niños.

– Renuncias. -Blair asintió-. Hum…

– No quiero darte un sermón, Bobby. Yo soy de la opinión de que lo que a uno le pone, le pone y ya está. Pero si aparece un descubrimiento científico que elimina burocracia mental y obstáculos al progreso, yo digo que lo aceptemos. ¿Objetividad? Y un huevo. Lo único que hay es intersubjetividad consensuada, Bob, y yo digo que juguemos con esos dados, que les hagamos sacar humo.

– Y entonces ¿qué es lo que acabo de beberme?

– Hidrocloruro de solipsidrina. Creo que has tomado el sabor de cereza silvestre.

– ¿Es legal?

– Claro que es legal, ¿qué crees que es? ¿Crees que te daría algo ilegal? ¿Alguna vez has oído hablar de algo ilegal con sabor a cerezas silvestres?

Blair se miró el regazo. Se le acababa de formar un bulto. Una sonrisa se le dibujó en la cara. Levantó la vista y paseó la mirada por los rincones del techo, por los arcos y los cañones de luz y oscuridad.

– Es que, de pronto, me siento muy poco deprimido.

Truman dejó caer la mandíbula y relajó la lengua.

– Ah, ¿sí?

– Sí -dijo Blair-. A años luz de la depresión. -Intentó tragarse una risotada, pero se le escapó en forma de bufidos por la nariz.

– Así me gusta. -Truman le dio una palmada en la pierna, desplazando el miembro de Blair, de forma que crujió la tela de sus pantalones-. ¿Lo ves? El tío Truman tiene tu medicina. La vieja medicina está aquí mismo. ¿Y sabes por qué se me ha ocurrido compartirla contigo? ¿Sabes por qué me he dicho a mí mismo: «A este hombre vale la pena salvarlo»? Te diré por qué, Bob: es porque tú tienes algo. Algo que me habla de velocidad y de progreso. Que me dice que entiendes cómo funcionan realmente las cosas. Te eché un solo vistazo y dije: «Este hombre lleva con él el resplandor del futuro». Así mismo lo dije. Y no es solamente ese rollo inglés que os hace parecer a todos tan puñeteramente listos, lo digo en serio, Bobby. Sinceramente. Eres mi hombre.

Blair le dirigió una mirada llena de amor.

– Y ¡eh! -Truman le dio un codazo-. La pequeña bonificación en la zona de los chicos es un efecto secundario que tiene esto. Esta noche tu chica no te va reconocer, va a pensar que le ha caído encima un puto cohete.

Blair junto las manos sobre el regazo.

– La verdad es que ahora mismo estoy entre relaciones. Empezando a inspeccionar el panorama, de hecho.

– Has venido al sitio indicado. ¿Vas a por caza mayor, o algo más factible?

– ¿A qué se refiere?

– ¿Locales o importadas?

– No tengo manías, para ser franco.

– Así me gusta. Búscatelas agradecidas, ésa es mi filosofía.

– Entonces ¿todas sus chicas son extranjeras?

– Es la única forma. Y no tienen tanto aspecto extranjero. La mitad son rubias.

– ¿Y no lo acusan a usted de explotación?

– Bobby, Bobby, Bobby. -Truman se le acercó. Sus rasgos adquirieron un matiz dramático bajo los focos y su voz se redujo a un murmullo ronco-. Son un recurso natural más, su disposición a participar en el juego es un fenómeno natural más. Es filosóficamente imposible explotar los recursos naturales: lo único que se hace con ellos es controlar la forma en que ellos se aprovechan de ti.

– Bueno, es solamente que alguna gente podría…

Truman se llevó un dedo a los labios y bajó más la voz.

– ¿Alguna vez has oído el término «excepcionalismo»? Memorízalo para cuando algún defensor de causas perdidas te pregunte qué te da derecho a gobernar el mundo. Porque ahí está la respuesta. Quiere decir lo siguiente, Bob: nunca hemos intentado obligar al mundo a que quiera ser como nosotros. Lo que hemos hecho ha sido inventar un estilo de vida tan estupendo que ahora se rompen los cuernos para ser como nosotros. Somos la excepción a todos esos sistemas teóricos, estamos por encima de todas las demás formas de gobierno, puesto que no somos los únicos que creen que somos superiores. Con su desesperación por adquirir nuestro sueño, el resto del mundo admite que somos superiores. Y debido a que nosotros inventamos ese sueño, tienen que acudir a nosotros para obtenerlo. -Truman acercó el calor de su aliento a la cara de Blair-. Poseemos la franquicia de la felicidad, Bobby. Imagínate el potencial. Y déjame que te diga algo de esas chicas: en sus países pasan hambre. Sus casas vuelan por los aires, son campos de balas. Los culos de esas chicas se desperdician con borrachos extranjeros, probablemente árabes, que…

– Ejem, los árabes no suelen beber.

– Trabaja conmigo, Bobby. Digiere lo que te digo: viven en cráteres de bombas. Y si tienen hambre, y están en situaciones de peligro, y si el darles comodidad coincide con mis intereses, ¿acaso eso es explotarlas? No, no lo es. Se llama libertad: el derecho inalienable a buscar algo mejor que lo que tenías. -Truman se reclinó hacia atrás y lo miró, haciendo una pausa para que Blair pudiera asimilar todo aquel potencial. Luego guiñó un ojo-. Y lo mejor de estas chicas es que les puedes dar por el culo.

Blair se humedeció los labios. Sintió un cosquilleo en el pene.

– ¿Cómo las encuentra exactamente?

– ¿Cómo las encuentro? Soy su dueño, Bobby, soy dueño de los pueblos de donde ellas vienen. Ellas vienen a buscarme a mí, al excepcionalista. Mira, mira esto… -Truman fue al escritorio y sacó una hoja de papel de una bandeja de cuero de asuntos pendientes. En la misma habían impresas seis caras jóvenes y esperanzadas, bellezas de calendario-. Mi próxima remesa. La mejor de las que ha habido hasta ahora. Mira ésta. Te lo pregunto, Bobby, ¿estoy soñando? La globalización, eso es lo mío.

Blair examinó la página.

– Ahora bien, en calidad de uno de mis lugartenientes, puedes ser elegido para un poco de acción en el extranjero, en interés del avance del progreso: un poco de reconocimiento global. La verdad es que me iría bien un hombre como tú para echar un vistazo por ahí y conseguir alguna idea nueva. ¿Me oyes lo que te digo? ¿Crees que podrías prestarte, por un par de días?

Blair respiró hondo.

– Creo que podría, sí. En interés del avance del progreso, sí.

– Eres mi hombre, Bob. Eres mi hombre de verdad. Aunque tu hermano me parece un poco nerviosillo. ¿Crees que aceptará? ¿O necesitará un poco de ayuda? Lo digo porque vuestro amigo del Ministerio del Interior dice que no deberíamos separaros.

– Lo puedo arreglar. Eso lo puedo arreglar, señor, déjemelo a mí.

– Así me gusta. Te mandaré a la fuente misma, Bob. Te mandaré a la fuente caliente y húmeda de la ecuación del manipulado de sándwiches.

– Quiere decir, ¿adónde están estas chicas? ¿Y no valen mucho?

– Bobby, no encontrarás nunca a unas guarrillas que valgan más que éstas. Si vinieran con tres agujeros del culo no valdrían…

– Quiero decir si no son muy caras.

– Bobby, Bobby, Bobby. El tío Truman tiene todos los recursos. -Sacó una tarjeta del escritorio, garabateó una frase y se la metió en el bolsillo de la pechera a Blair junto con un puñado de bolsitas de Howitzer.

– Recórcholis -dijo Blair. Se quedó sentado un momento, mirando a su alrededor, olisqueando la vida que había soñado. Saboreó el momento en pleno trance, con la mirada clavada en el ventanal. Por fin una silueta en movimiento se volvió nítida. Era Donald Lamb, que estaba peinando la multitud.

Truman siguió su mirada.

– Mira, ahí está nuestro hombre. Traigámoslo con nosotros.

Los dos abandonaron el despacho y fueron siguiendo el ventanal en dirección a una puerta. Truman la abrió de golpe justo cuando Lamb estaba pasando por el otro lado.

– ¡Danny, cabronazo!

– Hostia puta. -Lamb parpadeó. Su mirada se arrastró por la oscuridad-. Veo que ya has conocido a los chavales. Los he estado buscando por todo el puñetero local.

– Son unos chavales de puta madre, Dan, ¿de dónde sacas a tíos como éstos? Ven con nosotros, íbamos a…

– La verdad es que tenemos que irnos. Es un poco raro, pero…

– Ahora no te vayas. Ahora no, Dan.

Lamb echó un vistazo a través de la puerta.

– ¿Dónde está Gordon?

– Caballeros, espero… -dijo Blair, cubriéndose la entrepierna con una mano ahuecada.

Lamb detectó cierto optimismo en el tono de Blair. Como el de los que han ido a un colegio privado. Contempló la postura de Blair.

– Veo que has probado el refresco.

Blair sonrió. Se estaba aproximando a la gloriosa cresta de una vida normal como nunca lo había sentido antes, una sensación que le daba un poder sin medida. Sabía a ciencia cierta que era así como se sentiría si llegaba a ser la persona que anhelaba ser.

Y entonces, de pronto, lo fue.

– He tomado una pizca, sí -dijo-. Y Don… siento lo que ha pasado antes. No volverá a pasar.

– Lo que me preocupa, Blair, es que cuando se te pase el efecto, te encontrarás en la misma situación en que estabas hace una hora. No nos olvidemos de cómo era la cosa entonces.

Blair intentó recordar lo que sentía una hora atrás. Fuera lo que fuese, había desaparecido.

Truman le dio una palmada en el hombro a Lamb.

– Danny, déjame que te diga algo: hemos pasado un rato muy interesante y hemos asimilado algunas dinámicas nuevas. ¿Oyes lo que te digo? Ahora soy el presidente de Vitaxis. Me dedico a la sanidad. Y a él no le va a pasar nada malo.

– Sí, en serio, estoy bien -dijo Blair-. Ha sido muy interesante.

– Creo que tendríamos que encontrar a tu hermano. -Lamb se volvió para barrer la barra con la mirada-. ¿Él también ha tomado una pizca? El único sitio al que puede haber ido es la discoteca, he mirado en el resto del edificio.

– En la discoteca no va a estar, créame -dijo Blair. Se acercó al oído de Truman y le preguntó-. ¿Conejo también se estará sintiendo así?

– Pues claro -susurró Truman-. Y tú espera: Lo mejor está por venir.

Los tres fueron hasta la discoteca que había en la parte de atrás del edificio. El último remix de Sketel One apuñalaba el aire. Blair sintió bocanadas de placer fluyendo a través de él, llamaradas de verdad y amor y poder. Diviso a Conejo en la pista de baile, apoyado en una repisa que había junto a la barra. Con él había tres jovencitas. Una se estaba riendo y la otra le daba palmadas en el brazo.

– Ahí está -dijo Lamb-. Qué suerte tiene el capullo. -Llevó a Blair hasta la zona iluminada donde Conejo se bamboleaba como un árbol joven al viento. Truman se quedó un poco atrás y los contempló con mirada de padre. Luego se desvaneció como un fantasma en la oscuridad.

Las chicas se quedaron mirando a Blair mientras éste se acercaba.

– ¿Es él? -dijo una morena con granos.

– El mismo, como decimos en el Norte -dijo Conejo-. Mi mediocre otra mitad.

– Supongo que se parece un poco a ti, sin el pelo y las gafas de sol.

Lamb se puso tenso. Examinó las caras de las chicas, miró a Conejo y vio que tenía una ginebra grande en la mano. A sus pies había una bolsa de plástico atiborrada de discos.

Blair sonrió a su hermano.

– Me extraña que no estés bailando.

– No es mi estilo, colega, ya lo sabes. No hay nada peor que no saber qué cosas te hacen parecer un capullo. -Conejo metió la mano en la bolsa-. Sin embargo -dijo, dirigiéndose a las chicas-, ahora que ha venido él, os lo demostraré más allá de toda duda. Decidle al señor músico que elija una canción de aquí. Mirad: «La Cumparsita», probad ésta.

– ¿Estás seguro, Conejo? -Blair agarró a su hermano del brazo-. Y escucha, siento lo de los discos.

– ¿Un tango? -gorjeó la chica-. Se lo puedo preguntar al DJ. -Arrastró a sus amigas hacia la pista de baile y se las llevó por entre la multitud.

– Te perdono lo de los discos -dijo Conejo-. Menos mal que no los cogieron de la basura, eso sí. Si se los hubieran llevado, ahora estaría en pie de guerra.

Blair entrecerró los ojos.

– Por Dios, Nejo. No te merezco.

Lamb levantó la mano.

– Tal vez tendríamos que ir yéndonos. ¿Cuántas de ésas te has tomado?

– No las bastantes -dijo Conejo, vaciando de un trago la ginebra antes de volverse hacia su hermano-. Déjame solamente que haga esto, anda, será como en los viejos tiempos.

El disc-jockey se asomó desde su consola para divisar a Conejo entre la multitud.

– Chicos -empezó a decir Lamb, pero los hermanos se habían perdido en sí mismos.

El tema de Sketel se fue apagando antes de tiempo. Los cuerpos de la pista se detuvieron bruscamente y se quedaron un momento de pie antes de desplazarse a los márgenes.

– Chicos y chicas -sonó la voz del disc-jockey-, tenemos a un par de tíos que se creen que nos pueden enseñar a bailar.

Blair frunció los labios.

– Nejo, ¿queremos hacer esto?

Con un susurro gélido, los altavoces mandaron una sola nota de acordeón disparada por todo lo alto, a través de un vendaval de instrumentos de cuerda y vientos de madera flotantes. Los clientes se aglutinaron en forma de células junto a la pista de baile mientras una auténtica tormenta de fuego orquestal estallaba cortando retazos de aire. Los haces de luz de los focos se hicieron nítidos a través de la oscuridad.

– Ya verás como sí. -Conejo apretó la mandíbula y se acercó a su hermano para hablarle al oído-. A ver si se me entiende, mira a las chatis. Lo tienes a huevo.

Blair echó un vistazo a la izquierda. Había tres chicas mirándolo. Y detrás de ellas había todavía más chicas, mirando y hablando en voz baja. El haz de luz de un foco recorrió la pista hasta encontrar a los Heath.

Blair miró a las chicas, parpadeando, y luego a Conejo.

– ¿Una tragedia que pide un baile?

– Una tragedia que pide a gritos un baile. -Conejo levantó la cabeza en gesto de desafío.

Los hermanos fueron dando zancadas hasta el centro de la pista. Se pusieron el uno delante del otro con ceremoniosidad afectada y luego pegaron sus abdómenes entre sí, como si estuvieran activando un sistema nervioso único. Como si fueran dos mitades de un rompecabezas, se juntaron con un «clic» para formar un solo ser formidable, cuya juntura quedó perdida en el negro de sus trajes. Sus cabezas se proyectaron mecánicamente hacia delante, con las miradas respectivas clavadas en el hombro del otro. Enlazaron los brazos, se aferraron en una presa formal y permanecieron totalmente rectos e inmóviles durante ocho breves compases. Luego, al unísono, sus cuatro piernas empezaron a entrelazarse, a intercalarse, a abrirse, a cerrarse y a cortar el aire, enredándose y desenredándose con destellos cegadores, como si se hubieran independizado de los torsos que tenían suspendidos encima.

Porque los Heath bailaban su propia variedad de tango.

Un tango seco y estricto, tan rápido como un automóvil y con los bordes tan afilados como cuchillas.

Sus pies ganaron velocidad, parpadeando y soltando destellos entre las piernas del compañero, como anguilas, hasta volverse casi invisibles, hasta convertirse en una única forma que volaba como una luz a través de la pista. La multitud formó un círculo a su alrededor y se puso a rugir, aclamando cada inclinación y cada giro hasta que llegó un momento, en la cumbre estruendosa del tango, en que la velocidad y el calor de los aplausos y las luces y los metales y la batería se fundieron en un único impulso celestial, concentrando la mirada de todos los presentes en el vórtice vertiginoso de los Heath, inundando la sala de energía.

– Joder, qué miedo -dijo entre dientes una de las chicas de Conejo desde el margen de la pista.

– Joder, qué mierda -susurró Lamb. Se abrió paso a empujones hasta la pista mientras el tango se acercaba retumbando a su clímax-. ¡Fuera de aquí! -le gritó a Blair mientras sonaba el último redoble de la batería-. ¡Agarra a tu hermano!

15

– ¡Me lo habéis matado! -chilló Olga.

Se interpuso entre el cuerpo de Aleks y el haz de la linterna del inspector, que relucía casi tan fuerte como la cara del hombre tras expulsar a los tres muchachos huraños de la oscuridad. Olga volvió a cubrir la cabeza de Aleks con la manta y acometió una representación quejumbrosa que incluía inclinaciones y retorcimientos, comidas amargas para los santos, echar los brazos al aire en gesto desesperado y la habilidosa extracción de lágrimas invisibles de los rabillos de sus ojos, para terminar con una fioritura de las yemas de los dedos.

– Este hombre lleva ya tiempo muerto -dijo el inspector con cara pensativa-. Miren su vientre, está inflado de gusanos.

– ¡Cómo va a estar lleno de gusanos! -chilló Olga-. ¡Si hace solamente diez minutos que vuestra propia agente, Lubov Kaganovich, estaba charlando con él como si acabaran de encontrarse en la cola del pan en una mañana ajetreada de martes!

– Yo no diría exactamente charlando -dijo Lubov desde la puerta.

– O tal vez -dijo Abakumov- lo mataron estos jóvenes animales con la pistola. Si no, ¿por qué iba a estar el cadáver de un hombre acostado en una habitación donde había un joven con una pistola escondido en las sombras?

– No, inspector, no puede ser así.

– Sal, el de la pistola. -Abakumov proyectó el haz de su linterna hacia Gregor-. Y dime también por qué en todos los años que llevas vivo tu madre nunca ha escrito que tiene tres hijos en lugar de uno.

– Ésos no son hijos míos -dijo Irina-. Éste de aquí, Maksimilian Ivanov, es mi único hijo.

– Entonces -dijo Abakumov, inspeccionando lentamente a cada uno de los presentes-, ¿de dónde salen estos jóvenes que hay en tu casa armados? ¿Acaso también hemos topado con unos intrusos, en el preciso momento en que encontrábamos un cadáver lleno de gusanos desde hace una semana?

Olga e Irina se volvieron hacia Lubov Kaganovich.

– Éstos son mi hijo y mi sobrino -dijo Lubov-. Han venido a buscar el cupón conmigo, conociendo como conocemos la naturaleza de estos Derev y sus malas artes. Ahora mismo estaban investigando la misteriosa cuestión del muerto y sus cupones. ¿Se lo imagina? ¡Venimos por un asunto rutinario y nos vemos empantanados en esto hasta el cuello!

– Ja -Abakumov soltó un bufido sin humor-. Todavía no me han respondido ustedes por qué están aquí, en un momento tan siniestro y metidos hasta las cejas en esta situación.

– Eso no me lo dice usted a la cara…

Abakumov levantó una mano.

– Lo que está claro es que tenemos que conversar. Y mientras conversamos, tienen que prepararse todos ustedes para los tiempos difíciles que se les avecinan. Unos tiempos muy duros.

El grupo se desplazó lentamente hasta la habitación principal, obstaculizado por los lamentos de Olga y por las sacudidas entrecortadas e impredecibles de sus brazos.

– Por favor, déjelo -dijo Abakumov cuando ella pasó agitando los brazos a su lado-. Ha tenido usted por lo menos una semana para eso.

– Mamá, ve a su lado, ve y reza por su alma -dijo Irina-. Yo trataré con estos que quieren agravar el peor momento de nuestras vidas.

Abakumov fue a sentarse en la silla de hojalata de Olga, junto al fuego.

– La policía se quedará escandalizada. -Negó con la cabeza con gesto compungido.

– Ja, es más fácil que vea a un elefante aquí arriba que a un policía -dijo Maks con un resoplido de burla.

– Entonces es una suerte para ustedes -dijo el inspector-. De hecho, los policías serían los últimos en molestarles por esta noticia. Porque esta noticia, un muerto que firma cupones para obtener dinero del Estado, y de los fondos del ejército nada menos, esta noticia, como si fuera una burbuja de hidrógeno, flotaría hasta lo más alto del mando policial, o hasta el Kremlin. Casos como éste llevan ya demasiado tiempo desvalijando a nuestro Estado agonizante, y un hombre como ése, con sus gusanos, sería un muy buen ejemplo para todos. No me extrañaría que viniera también Pravda, tratándose de un crimen tan espectacular.

– ¡Lo ha matado ella! -gritó Olga, señalando con el dedo a Lubov-. Con su cabeza de compota. Ya le he dicho que no lo molestara, con sus pistolas y su traición.

El inspector se hurgó en el bolsillo del abrigo y sacó un cuaderno y un bolígrafo.

– Así pues -dijo para sí-, el cuerpo fue hallado en una habitación con seis personas presentes, una de las cuales empuñaba un arma. -Levantó la vista hacia Gregor, que estaba junto a la puerta del dormitorio, sosteniendo la pistola contra el pecho-. ¿Está cargada esa arma?

– Sí -dijo Gregor con orgullo.

– ¿Tiene el cargador más de un proyectil?

– Tiene un cargador, sí.

– ¿Y tienen ahora el número total de balas que puede contener?

– No -Gregor frunció el ceño, mirando su arma-. Pero sigue teniendo balas suficientes.

– ¿Cuándo fue la última vez que el arma contuvo la totalidad de sus proyectiles?

– La semana pasada.

– Uno de los cuales empuñaba un arma recientemente disparada -corrigió Abakumov en su cuaderno. Mientras apuntaba, las palabras que iba eligiendo salían ardiendo con su aliento y se fundían con el humo que inundaba la habitación con su olor a frutos secos-. Cupón incorrecto -dijo-. En avanzado estado de descomposición. Gusanos. -Al cabo de un momento se detuvo, miró a la nada y luego su mirada se desplazó bruscamente hacia Irina-. ¿Ha sido ultrajada la carne del cadáver?

– ¡Dios bendito!

– Déjenme que lo diga con otras palabras… ¿han comido carne en esta casa durante la última semana?

– ¡No somos caníbales, inspector! ¡Será cerdo repugnante!

– Bueno -Abakumov se encogió de hombros-, es algo que pasa. -Volvió a mirar su informe-. Crimen posible contra la naturaleza -dijo para sí mismo-, evidencia de pan.

Y mientras hablaba, cada prueba condenatoria fue exprimiendo un suspiro de los pulmones de los reunidos, hasta que por fin Irina dijo:

– Míreme a la cara. No tenemos nada en el mundo. Se lo digo ya, para que más tarde no me acuse de hacerle perder el tiempo.

– ¡No es verdad! -dijo Lubov-. ¡Tienen un tractor!

– Ja -dijo el inspector-. Ahora intenta sobornar a un funcionario en la escena del crimen. -Apuntó furiosamente con su pluma-. Soborno. Funcionario. Tractor.

– Inspector -dijo Irina en tono fatigado-. Le he hablado a las claras, como gesto amistoso, para ahorrarle todas esas molestias. Dejémoslo claro: no tenemos nada con que negociar.

Abakumov permaneció en silencio, examinando las notas de su cuaderno. Luego, sin levantar la vista, dijo en voz baja:

– Como está siendo usted tan sincera conmigo, me siento obligado a corresponderle, y eso que puede resultar desventajoso para mí. Le puedo decir que hay gente que podría ayudar a solucionar la situación de un crimen tan horrendo como éste. Lo digo sobre todo porque, cuando miro los datos que tengo escritos en el papel, siento una pena tremenda por todos ustedes. Muchos de estos casos ni siquiera llegan a juicio. Muchos no llegan ni siquiera a ser objeto de un informe oficial, porque en casos tan impensables está demostrado que es más fácil limitarse a pegarles un tiro a los sospechosos y así ahorrar más ofensas a Dios.

Todos los presentes bajaron la vista y esperaron a que la rutina siguiera su curso.

– Sí -murmuró Abakumov en tono distante-, he decidido intentar ayudarles pese a que me supone un gran inconveniente, puesto que veo que, de lo contrario, van derechitos a la tumba. -Su mirada se retorció pensativa hasta un rincón del techo-. Por supuesto, habrá que resolver situaciones que suponen un coste…

– ¿Y qué pasa conmigo? -preguntó Lubov sin levantar la vista.

– Bueno -dijo el inspector, recogiendo su sombrero-, usted es la que puede salir peor parada, cuando este caso se tramite, ya que es usted quien ha introducido el arma en la vivienda.

– Pero no he sido yo, inspector.

– Bueno, sí, puesto que ejerce usted un dominio materno sobre el chico que lleva el arma recientemente disparada.

– ¿Y qué pasa conmigo, pues?

El inspector se pellizcó el puente de la nariz y cerró los ojos bajo el peso de aquellas nuevas responsabilidades.

– Me he fijado en que tiene usted una sala detrás del bar de su almacén. Una sala amueblada. Creo que lo más justo es convertir esa sala en el cuartel general de esta investigación en marcha. -Se volvió para mirar primero a Irina y luego a Lubov, antes de aparcar la mirada en la puerta detrás de la cual Olga estaba farfullando y gimiendo-. Ojalá pudiera decirles que éste va a ser un procedimiento limpio, con lo oscura y retorcida que es la situación. -Se levantó de la silla y fue hasta la puerta principal. Bajó hasta la nieve, se dio la vuelta e iluminó la entrada con la linterna, enfocando las miradas de las mujeres. Los ojos de ellas relucieron vacíos, como simples globos de gelatina.

– Pero no puedo -dijo.


Ludmila confiaba secretamente en perder el tren del pan. No le parecía bien darle todo su dinero a un desconocido. Pero la única alternativa que tenía era llevarlo en persona, meterse en plena guerra, afrontar escenas desagradables por su fracaso y pelearse con Pilosanov, si es que estaba vivo, y si es que ella conseguía llegar viva.

La segunda razón de que vacilara en las escaleras de la estación era el deseo de sentirse suspendida durante unos momentos más en la hamaca de la libertad, en el dulce limbo de tener más opciones que acabar en una tumba. Porque el dinero que llevaba metido en las bragas no le proporcionaba más descanso que un amante frenético con su torrente de planes de futuro. Y debido a que se encontraba en una fase lúcida de su eclosión como mujer, se daba cuenta de que las decisiones que tomara serían los primeros pasos en el camino hacia un estado llamado independencia. Un estado tras el cual ya no había que mendigarle a la vida.

Aquellas ideas y sensaciones eran habituales en Ludmila, y muy queridas. Ella lo sabía, y sabía que tenían que morir. Se recompuso los abrigos y entró en la estación. Hacía más frío dentro que fuera: una ventisca soplaba por las vías hasta el andén de cemento al aire libre, levantando del suelo polvo de hielo y basura. Encontró el letrero descolorido que anunciaba el tren a Kropotkin. En el andén permanecía detenido un convoy mugriento.

– ¿Éste es el tren a Kropotkin? -le preguntó a un mozo de carga que pasaba.

– No, este es el último tren de Kropotkin, que acaba de entrar.

– Bueno, lo que quiero decir es: ¿éste es el próximo tren que va a Kropotkin?

– Bueno, y yo le estoy diciendo que no, porque va tarde. Hoy el tren lleva por lo menos un turno de retraso, tal vez más.

Ludmila frunció el ceño y desplazó su peso de un pie al otro.

– Mire. -El hombre puso su carretilla de pie y se apoyó en la misma, preparándose para una larga conversación-. ¿Qué es lo que no entiende? Si está buscando el servicio de las catorce veintisiete a Kropotkin, éste no es.

– Entonces ¿cuál es éste?

– Éste es el de las diez quince.

– ¿Y adónde va?

– A Kropotkin. ¿Es que no ha leído el letrero?

– ¿Y qué hora es ahora?

El hombre se levantó una manga para consultar su reloj.

– Las trece cuarenta y nueve.

– Gracias. -Ludmila puso los ojos en blanco y bajó al andén.

– No se puede bajar ahí sin billete -gritó el hombre-. La van a parar y le van a poner una multa.

– Solamente necesito hablar con el guardia -gritó Ludmila sin detenerse.

– Ahí no lo va a encontrar. Al tren todavía le falta una hora para salir.

Ludmila se detuvo para pisotear el suelo.

– ¿Y a qué hora han de salir los trenes, si no es a la hora que les toca?

– Es… Dios bendito, es que no escucha… ¡Éste es el de las diez quince! Ya no importa a qué hora salga, ¿verdad?

Ludmila giró sobre sus talones para enfrentarse con el hombre. Estaba claro que acababa de encontrar el alma gemela de su hermano, así que sabía perfectamente cómo tratar al tipo. Puso su cara de póquer, cuidadosamente transmitida a través de las generaciones.

– Escúchame: pronto van a ser las catorce veintisiete. Si el tren lleva un turno de retraso, porque ha perdido el de las diez quince, lo más lógico, ya que se ha retrasado tanto que llega al turno siguiente, sería salir a la hora del turno siguiente, a las catorce veintisiete, porque todo el mundo llegará a esa hora para coger el de esa hora. ¿O es que en la escuela no te enseñaron esas cosas?

El hombre negó con la cabeza.

– Hay gente a la que no se puede ayudar. -Chasqueó la lengua-. El guardia estará en el café de la parte de atrás de la estación, que es donde se reúnen los empleados, es lo único que intentaba decirte. Las chicas de ciudad os creéis que lo sabéis todo.

Ludmila se hinchó de orgullo al oír las palabras del hombre. Chicas de ciudad. Esperó a que el mozo de carga se perdiera chirriando a lo lejos antes de ir hacia la parte trasera de la estación. En una calle trasera había un café grasiento que se pudría en lo que tal vez antaño había sido un garaje. A través del ventanal húmedo echó un vistazo al puñado de hombres acurrucados en torno a las mesas se irguió y entró. El aire estaba atiborrado de grasa quemada. Una chica se acercó a la barra, secándose unas manos rojas en un trapo.

– ¿Sabes si alguno de estos hombres es guardia ferroviario? -preguntó Ludmila.

– No. -La chica se encogió de hombros.

– Bueno, ¿conoces a alguno?

– No. ¿Quieres algo de comer o de beber?

– No -dijo Ludmila, girándose a un lado para formarse un juicio sobre los hombres a partir de sus cortes de pelo y de la mugre de sus uniformes.

– ¿Es otra que quiere ir a los servicios? -gritó una mujer enorme y sudorosa desde el fondo de la cocina.

– No, mamá, está buscando a un guardia ferroviario.

– Bueno, pues si no come ni bebe, ya sabe lo que le toca.

– Querida -le gritó a Ludmila desde una de las mesas un joven que estaba sentado con otros dos-. No te había visto con ese pelo tan tupido y tan bonito.

Ludmila se dio la vuelta. El hombre le hizo un gesto con los dedos para que se acercara, mirando más allá de ella, en dirección a la mastodonte que estaba en la cocina.

– No pasa nada -dijo, asintiendo-. La estaba esperando.

– Y yo también -tosió un anciano desde el rincón-. Toda mi vida.

El joven se puso de pie y arrastró una silla hasta la mesa. -¿Buscas hacer negocios en uno de los trenes del pan? Ven, siéntate. Vamos a hablar. -Miró de reojo la silla y gritó en dirección a la barra-. Puedes traerle un café.

– No, gracias. -Ludmila se sentó en el borde de la silla y examinó la cara del hombre. Era un rubio rubicundo con una mandíbula que se le desviaba a un lado cuando hablaba, dándole cierto aire dócil y amigable-. Cuéntame lo del tren del pan -dijo ella, reclinándose hacia atrás en su silla.

El hombre golpeteó el extremo sin emboquillar de un cigarrillo sobre la mesa para compactar el tabaco.

– Depende de qué tren del pan te interese. Pero puedes estar segura de que uno de nosotros te puede ayudar. Necesitas hacer una entrega por esta línea, ¿tengo toda la razón?

– Tal vez.

– Por favor, óyeme: no tengas miedo. Vemos a gente como tú todos los días. ¿Te crees que vivimos de la broma que nos paga la línea ferroviaria? Solamente seguimos en el puesto para nutrir la falsa esperanza de ver los salarios que nos deben desde el verano pasado. Si tú y yo podemos ayudarnos mutuamente, pues tanto mejor. Porque no te olvides, si mandas correo con nosotros hoy, llega a su destino hoy mismo.

La franqueza del hombre ablandó a Ludmila. Decidió confiar en él.

– Soy piloto de aviones. Necesito enviar un documento importante, mi licencia de aviadora, en el tren a Ublilsk.

El hombre se reclinó en su silla y la miró con ojos ágiles.

– ¿Aviones, dices? Entonces ¿por qué no vuelas hasta allí?

– Bueno, porque no piloto aviones tan pequeños. -Ludmila echó un vistazo por la sala.

– ¿Y por qué no? He oído que un Tupolev 134 puede aterrizar en la pista donde antes estaba la fábrica de componentes.

– No -dijo Ludmila-. Allí no puede aterrizar un Tupolev, de ningún modelo. Ya lo he intentado -añadió, para dejar el tema cerrado.

Un hombre bajo y con barba se acercó para entrar en la conversación.

– Bueno, los antiguos Ilyushin iban allí todo el tiempo -dijo, con la mirada perdida, recordando-. Se pasaban el día y la noche yendo a Ublilsk a buscar hélices nuevas. Y son más grandes que los Tupolev.

– Mírame a los ojos. -El rubio dio una palmada en la mesa-. El Tupolev de ella es la máquina voladora más grande del mundo. Eso no me lo discutas.

– Bueno, odio ser yo el que te diga que te equivocas. -El hombre de tez morena se encogió de hombros, mostrando que él se limitaba a decir la verdad-. Como amigo solamente puedo intentar salvarte de la humillación señalando los hechos verdaderos.

– Escuchad, no importa -dijo Ludmila-. Es demasiado caro llevar la licencia en avión hasta allí. Quiero saber cómo funciona lo del tren del pan.

– Puede que llevarla en avión no te salga tan caro como crees -dijo el rubio-, cuando te enteres de lo que cobra el servicio a Kropotkin por ese pequeño viaje. Allí están en guerra, en caso de que no te hayas enterado.

– La guerra no ha llegado al cruce -dijo Ludmila-. Para entonces ya habrán detenido el avance de los gnezvarik.

– ¡Ja! Ya me gustaría que ésas fueran las noticias que hemos oído.

– Sí -intervino un tercer hombre-, podemos decirte, aunque nosotros no estamos en el tren de Kropotkin, que están a punto de cancelar definitivamente el servicio del pan. Así que no sé para qué quieres mandar tu licencia de aviación allí, cuando ni siquiera se puede posar un Tupolev ni encontrar un trozo de pan.

– ¡Ja! -dijo Ludmila-. El tren del pan no lo pueden quitar, lo sabe todo el mundo. Mientras haya bocas esperando, tienen que mandar el pan. -Mandó un Empujón con la barbilla.

El hombre rubio se inclinó hacia la sombra de Ludmila.

– Mira, estoy cerca de las fuentes que controlan las operaciones del servicio de Kropotkin, y te aseguro que este hombre tiene razón en lo que dice. Van a dejar de mandar pan a Ublilsk. Es una cuestión de economía.

– Pero seguirá habiendo almas que alimentar…

– Bueno, no. -El hombre levantó un dedo-. Es porque no queda la bastante gente que alimentar. ¿Entiendes? Ahora el servicio es privado y tiene dueños extranjeros. No van a mandar un tren entero, ni tampoco hombres para limpiar las vías, solamente por una docena de panes.

– ¡Nuestras vías las limpiamos nosotros! ¡Y empujamos el vagón en los últimos kilómetros, así que tampoco es que vosotros tengáis que hacer nada!

– Bueno, en primer lugar, no me mires con esos ojos de hielo, porque yo no soy el que cancela el tren del pan, ni ningún otro tren. Si fuera yo el que decidiera, os llevaría huevas de beluga en mi propia mano todas las mañanas y os las colocaría sobre la lengua mientras dormís.

Los parroquianos del café soltaron risitas y Ludmila se volvió para ver que todos se habían vuelto a medias para disfrutar mejor la conversación.

– Y en segundo lugar -dijo el rubio, haciéndole un guiño a su público-, te puedes comer todo el pan que quieras en tu tremendo Tupolev, ¿o sea, que por qué hacemos malgastar el aire de nuestras bocas?

Las risas resonaron por entre la neblina.

Ludmila frunció el ceño y bajó la vista. Apenas proyectaba sombra bajo las luces fluorescentes del café. Aquello la hizo sentirse sola. Los días y las noches sin Misha le habían traído momentos compensatorios de esperanza maníaca que ahora empezaban a flaquear. Con todo, se borró su imagen de la mente y puso su mejor cara de póquer.

– Escúchame: ¿dónde está el guardia del tren a Kropotkin?

– De camino a Kropotkin. -El hombre se encogió de hombros, mirando a su alrededor para recibir una última risita ahogada de los parroquianos.

– Pero el tren está aquí, en el andén.

– Entonces ¿quién sabe? Lo que te estoy diciendo es que hay guerra en Ublilsk, y que él se quedará con el veinticinco por ciento de todas las entregas.

– ¿Cómo? ¡Con una pistola se lo quedará!

– Piensa en su posición -dijo el hombre de la barba, acercándose hacia Ludmila-. Además de sus costes y tarifas habituales, tiene que pensar las medidas de seguridad que hay que tomar en plena guerra. Y esas vías muertas que se adentran en vuestros yermos, donde una gente desconocida empuja el vagón sin ningún funcionario ferroviario… ¡imaginaos! Tiene que ir comprando lealtades por toda la línea, y comprar también a la gente del almacén. ¡Imagínatelo tú misma!

– Entonces yo puedo vivir un mes por el precio de una entrega.

– Pues entonces debes de estar enviando más de mil rublos -dijo el rubio.

– ¡Estoy mandando mi licencia de aviación!

– La tarifa por una licencia de aviación son dos mil rublos.

Mientras Ludmila permanecía sentada mirando con furia a un hombre y después al siguiente, otro individuo mugriento abrió la puerta y se coló en el café como si fuera una hiena.

El rubio se levantó de su silla.

– Sergei Leonov, estamos hablando de ti.

– Guárdate tus asquerosas mentiras en el culo -gruñó el hombre, y pasó junto a la mesa sin ni siquiera mirar.

– Tenemos una clienta. -El rubio señaló a Ludmila-. Otra ubli como tú.


– ¡Ja! ¡Bueno, no fui yo quien mató a Aleksandr, vas a ir al infierno por decir que fui yo! -Maksimilian cruzó la habitación con pasos airados.

– Ten la amabilidad de limpiarte los oídos -dijo Irina-. Lo que he dicho es que nos devuelvas el tractor.

– ¿Es que estamos viviendo en mundos distintos? ¿Es que no te dijo una voz muy parecida a la mía que he trocado el tractor? Como parte de un trato muy lucrativo que te haría recordar como agua pasada tus penurias si fueras capaz de dejar que siguiera su curso.

– ¡En el nombre de Dios, tráelo de vuelta!

– ¡O por lo menos trae diez mil rublos! -gritó Olga desde la ventana junto a la que estaba sentada-, porque eso es lo que pagaría un mendigo muerto, ya no digamos alguien que pagara los veinticinco mil que vale.

– Ese tractor no vale veinticinco mil -dijo Maks con un resoplido de burla-. Ya ha visto tres guerras.

– Ese tractor ha aguantado muchos años de penurias, Maksimilian Ganso Ingrato. ¡Tú no has visto de cerca ni un día del trabajo que ha hecho ese tractor!

– ¡Ja, ésa sí que es lógica! Eso no quiere decir que se vuelva más valioso, quiere decir que está viviendo de la fuerza de su fantasma.

Irina pisoteó el suelo con rabia.

– ¡Si no nos quitamos de encima a esa garrapata de Abakumov, se nos va a llevar a la tumba!

– ¡Bah! -escupió Maks-. Abakumov no tiene nada que hacer frente a los cretinos de Lubov.

– ¡Ja! ¡Sí! Pero tiene al Estado detrás, Maksimilian… ¡no podemos ganarle!

Maks rodeó la mesa, pasó junto al fogón y la mesa de la cocina, golpeando las cosas, tirándolas y aprovechando cada oportunidad para armar una escandalera antes de salir de la cabaña. Y su ruta a través de la luz gris del patio todavía le dio oportunidad de armar un poco más de estrépito. Ya fuera, se metió las manos en los bolsillos, encogió los hombros para avanzar contra el viento y se alejó dando zancadas y dejando un rastro de burbujas de vaho como si fuera un tren de vapor bajo el agua.

Tuvo cuidado de no acercarse lo bastante al almacén como para ser visto. Aquello comportaba cruzar el patio de la viuda del ferretero y bordear la casa de la aldea. Fue murmurando para sí mismo, arrastrando los pies y aplastando cosas a su paso, de camino a donde vivía Pilosanov. Estaba claro que Pilo era el culpable de que hubieran atraído a un chupasangres del calibre de Abakumov. Porque si Pilo hubiera cumplido su parte del trato, y le hubiera entregado los teléfonos móviles y la pistola, la familia habría sido capaz de responder a la situación con la velocidad adecuada. De hecho, decidió Maks, la situación ni siquiera se habría dado, porque Olga no habría tenido que firmar ningún cupón. Lubov se las tendría que haber visto sola con el inspector y no hubiera podido apartar a ese chupasangres tan fácilmente de los chanchullos.

Así pues, Pilosanov era el culpable. Y Lubov por su traición. Abakumov era un simple fastidio.

Maks agachó la cabeza cuando un cohete pasó silbando y explotó cerca. Inclinó una oreja para escuchar, pero el aire estaba demasiado cargado de frío para calcular a qué distancia había caído.

Al tomar la última calle del pueblo, Maks vio la puerta de Pilo abierta de par en par. Luego, mientras se acercaba entre rocas y charcos de hielo y barro, vio que la puerta había desaparecido. Entró en la casa y se detuvo. Estaba vacía. Se habían llevado hasta las vigas del techo. La mitad de su tejado de chapa de cinc se había hundido sobre la sala principal, y ahora el hielo descendía en surcos hasta un estanque de hielo que iba de pared a pared. Las escaleras habían desaparecido, igual que las ventanas, los marcos y los ladrillos alrededor de éstos.

– Se ha ido -susurró el vecino, el viejo Krestinski, desde la puerta de al lado-. Pero va acariciando tu muerte.

– ¿Que él acaricia mi muerte? Soy yo el que va acariciando su muerte, mil veces. No podría presenciar una traición más grande aunque viviera diez años con un gnez.

– Bueno, eres como un espejo de sus palabras. Y yo tengo que comentar, ahora que te veo, que él parece haberse llevado la peor parte.

– ¡Ja!

– Oh, sí. Tenía unos cortes bastante feos en la cabeza, los que yo le vi eran espantosos, ya no hablemos del daño que podía haber recibido por dentro.

– ¿Y esto te lo dijo él?

– No, con él no crucé ni una palabra. Mi humilde vida es demasiado frágil para mezclarse con semejantes granujas. Quedaría aplastado nada más cruzarme en vuestros caminos, si hay que juzgar por esos cortes que vi. Y solamente por esa razón, ahora te doy los buenos días.

– Espera -Maks siguió al hombre a su puerta-. ¿Y dónde dices que está, ese vendemierda de Pilosanov?

– No he dicho que estuviera en ninguna parte.

– No puede andar lejos, si se ha llevado su casa entera a cuestas. ¿De quién es el camión que se ha llevado lo que había en su casa?

– Él abandonó la casa, ya estaba así cuando regresó. ¿Te crees que los gnez que hay calle arriba se la iban a cuidar para cuando volviera?

– Ja. Bueno, se la han dejado limpia. -Maks mandó un trozo de chatarra de una patada al otro lado de la calle-. ¿Viajaba en tractor?

– No, venía a pie de lejos. No le quedaban fuerzas ni para soltar palabrotas. -El anciano se estremeció solamente de recordarlo y cerró la puerta sin decir una palabra más. Maks se quedó desinflado en la calle. Regresó a casa de Pilo para soltar los juramentos adecuados entre sus paredes. Luego subió el peldaño resbaladizo de la cocina para salir al patio de atrás. Examinó el suelo en busca de huellas de neumáticos. No había ninguna.


Ludmila estaba acurrucada en las sombras de la estación. Sus pupilas siguieron la luz del último vagón del tren a Kropotkin cuando éste se adentró meciéndose en la niebla. Era una niebla helada que se extendía hasta el mismo horizonte, un edredón de humo como el de Ublilsk. Las lágrimas le calentaron los labios y se puso a rezarle a la luz: para que el dinero de su familia llegara antes a su puerta, para sacar a Misha Bukinov de la guerra y llevarlo hasta a ella sano y salvo. La cuestión de la ausencia de Misha había pasado de ser un puntito oscuro a ser un cañón que gemía en la mente de ella. Ludmila lo apartó de sí, no porque le pareciera una preocupación absurda, sino porque dentro de él revoloteaba la idea de que nada bueno podía estar reteniéndolo durante tanto tiempo.

Los músculos de la cara de Ludmila hicieron que su piel pareciera arrugarse y llenarse de ampollas. Se le puso la cara reluciente y roja y el dolor de imaginarse a Misha le arrancó un silbido de la garganta. Cuando cerró los ojos, vio que los brazos de él se extendían hacia ella. Luego, mientras los claqueteos y tañidos del tren se desvanecían bajo el murmullo del viento, él también desapareció en aquel anochecer tan frío y sólido como el acero.

Ludmila se incorporó sorbiendo por la nariz. Permaneció un momento de pie, luchando por reavivar el fuego de su corazón: fuego de ubli, fuego de Olga, el mismo que convertía la desdicha en alegría. Se pasó una manga por los ojos, respiró hondo y echó a andar por la avenida para llevar a cabo su plan provisional.

La tienda de aparatos de Ulitsa Kuzhniskaya seguía abierta. Era una tienda de aparatos porque, junto con la leche de cabra, el detergente, el chocolate, el queso y el pan, también vendía pilas y mecheros. Y uno de los letreros que había pegados con cinta adhesiva en la puerta prometía dos fotografías oficiales por la mitad del dinero que le quedaba a Ludmila. Entró en la tienda, discutió con el viejo que había detrás del mostrador, regateó y suplicó hasta que los gritos ahogados y las muecas del hombre la derrotaron y acabó por darle el dinero.

Había una cortina colgando de una barra de ducha. El hombre fue cojeando hasta allí y corrió la cortina para cerrar un rincón de la sala, luego señaló un espejo mientras cargaba la cámara. Ludmila se miró en el espejo. Se la veía sofocada y fatigada. La calidez de la sala le sacaba los colores en las mejillas y en la nariz, y aquella luz brutal hacía que los rastros dejados por las lágrimas le relucieran por la cara. Se limpió con una manga, se pasó los dedos por el pelo, dejando que le colgara un mechón por encima de un ojo, y fue a sentarse en un taburete que había delante de la cámara.

– Que los ángeles me ayuden -dijo el anciano-. ¿Es que quieres asustar a la gente con tu fotografía? ¿Va a utilizarla para asustar a los pájaros de tu sembrado?

– Ya tiene usted su dinero. Limítese a hacer la foto.

– ¿Querrás sonreír para mí, al menos? ¿Es para afiliarse al Partido? ¿Para un documento de identidad?

– No, es para asustar a los pájaros. Hágala ya.

El hombre abrió los ojos como platos y soltó una carcajada. Su risa era tan sincera, y la respuesta de ella había sido tan ruda, ahora que la veía con perspectiva, que Ludmila también se echó a reír. Primero con un leve soplido entre los labios y luego con la boca abierta y húmeda. Y mientras estaba intentando recomponer sus rasgos, el hombre le hizo una foto.

– No pienso hacer ninguna más -dijo-. Es la foto más picante que te van a sacar en tu vida.

– Bueno he pagado por dos fotos.

– Tú espera a verla. -Descargó el cartucho, sacó la película, se miró el reloj y esperó con la placa en la mano, sonriente. Al cabo de unos momentos de silbar desafinado, despegó una capa de papel y contempló la fotografía con una sonrisa-. Mira esto.

Ludmila cogió la foto. Su cara relucía a más no poder, con la cabeza inclinada hacia abajo, los ojos chispeando hacia arriba a través del flequillo y el asomo de una sonrisa sucia en los labios. La imagen despedía una pátina de espíritu salvaje. Casi se podía oler.

– Pero míreme la boca -le dijo Ludmila al hombre-. Inténtelo otra vez, la próxima puede que salga mejor.

– ¡Ni hablar! Además, ¿para qué necesitas dos? Ésta dice todo lo que necesitas decir, aunque admito que se te ve demasiado rebelde para ser una foto de pasaporte.

– Quiero dos porque he pagado dos, ¿o se cree que soy una gnezvarik?

– ¡Vamos! -El hombre frunció los labios-. No te pongas así, si aquí no hay problema. Si es para un pasaporte, te hago otra. Pero -sonrió con gesto de astucia-, si es para meterla en un ordenador, te puedo hacer una copia en archivo informático. Eso hacen dos fotos, y por el mismo precio. Hasta te daré el disco en el que va.

Ludmila salió con su fotografía y el disco, y fue directa al bar Leprikonsi, consciente de que el tío de Oksana no le había dado un techo por pura bondad, y que se esperaba de ella que colaborara en el negocio de internet a cambio del alojamiento. Además, flirtear con el ordenador de Ivan la hacía sentirse extrañamente más cerca de Misha. Era una especie de investigación que estaba haciendo de cara al visado, algo que les serviría a los dos. Una investigación de un par de días, hasta que él llegara y la abrazara hasta dejarla sin resuello, besara el brillo de su pelo y la deleitara con las valientes e improbables circunstancias que tanto habían retrasado su llegada.

Cuando llegó al Leprikonsi se lo encontró bastante tranquilo. La luz del sol había abandonado su fachada tristona. En el interior, dijo que no quería comer ni beber nada y preguntó por Ivan. El barman cogió una fregona y dio en el techo con el mango.

Al cabo de un momento, la cabeza hinchada de Ivan asomó por el hueco de la escalera que había al fondo del bar.

– Dios bendito. -Miró a Ludmila de arriba abajo-. Vuelves a ser tú.

Una anciana vestida de negro apareció en el hueco de la escalera detrás de él.

– Te lo digo, al americano no le mandamos ni un alma. Hasta que nos pague la última remesa.

– ¡Shhh! -Ivan le hizo un gesto para que callara por detrás de la espalda-. Es una clienta.

– Tengo la fotografía. -Ludmila estiró la cabeza para ver a la anciana que Ivan tenía detrás-. Mira.

La mujer se dio la vuelta, murmurando. La oscuridad de la escalera se la tragó. Ivan se acercó caminando tranquilamente junto a la barra y le quitó la fotografía a Ludmila de la mano.

– ¡Bah! ¿Y esto qué es? Si parece que te acabe de atropellar un tren.

– Ja. -Ludmila le arrebató la foto.

– Además, esto no sirve para el negocio del que hablamos: si me hubieras escuchado, y hubieras prestado el debido respeto a lo que te decía, podrías haberte ahorrado este gasto. Lo que tienes ahora es una instantánea espantosa que mandarle a tu abuela, que por su propio bien espero que sea ciega.

– No menciones a mi abuela con tu bocota.

– Bueno, te costará un montón de dinero meter esa imagen en el ordenador en el formato que está ahora, más de lo que cobra el fotógrafo que yo te iba a recomendar, es decir, antes de ver que solamente querías hacerte la dura.

– No soy yo la que pone las cosas difíciles. Además, ya no me queda dinero, o sea, que vas a tener que deducir lo que cueste de los millones que les cobras a esos extranjeros románticos.

– ¿Y dónde estás todo tu dinero?

– ¿Y quién ha dicho que yo tenía dinero?

Ivan se quedó mirando la cara de Ludmila.

– Puedes ponerte mejillas de bebé, pero a mí no me engañas. Yo me doy cuenta de cuándo la gente que me habla tiene un buen fajo de dinero. Recuerda que hemos bebido juntos. No se me escapa nada, y me di cuenta de que llevabas billetes en las bragas porque todas las montañesas sois iguales. Así que si quieres mostrarme una pizca de respeto, no me digas que no tienes dinero.

– Pues no lo tengo. -Ludmila se encogió de hombros-. Lo he mandado lejos.

– En un tren de transporte de pan de mala muerte, apuesto, como una imbécil.

– ¡Ja! ¿Te crees que sería tan ignorante como todas las demás chicas granjeras, el valor de cuyas bragas pareces calcular tan bien?

Ivan soltó un suspiro teatral y negó con la cabeza.

– Pero mira que eres tonta. Asegúrate de llamar al almacén antes de que llegue ese tren al nido de ratas del que vienes, porque si no negocias su tajada antes de que llegue, te vas a quedar sin nada.

– Te digo que no lo he enviado en el tren del pan. -Ludmila le mandó un Empujón con la barbilla. Pero el ensancharse de sus pupilas, y la forma en que Ivan asintió con la cabeza, les hicieron saber a ambos que él acababa de darle un buen consejo.

Ivan llamó al barman y pidió un café. Ludmila esperó a que se lo hubiera servido antes de pedir otro para ella.

– ¡Y tú que no tienes dinero, ahora te bebes el mejor café de la casa!

– Ja, bueno. Si tú no me invitas a uno, después de haberme hecho desperdiciar mi tiempo y mi dinero con tu negocio fraudulento…

– ¡Bah! No pienso hablar contigo más. Ya no, porque eres tú la que estás haciéndonos perder el tiempo a todos. Que si tu prometido, que si el dinero, que si el aire que te rodea las tetas… Si no tienes para pagar el precio razonable de nuestro legítimo y famoso servicio, adiós.

– Coge la fotografía. -Ludmila la empujó por la barra sin mirar.

– ¡Pero si no tienes forma de pagar la digitalización! Así que aquí se acaba toda esta historia lamentable.

– Aquí está la digitalización. -Ludmila tiró el disco a la barra y dio un sorbo remilgado a su café. Tenía ganas de darle una bofetada al hombre pero no lo hizo. Contenerse era un precio muy pequeño a cambio de una cama desde la que se veía el café Kaustik.

Ivan se la quedó mirando con los labios muy cerrados.

Echó un vistazo al barman y luego volvió a mirar a Ludmila con el ceño fruncido. Por fin agarró el disco y le dio la espalda.

Ludmila dio un golpe de barbilla detrás de él.

– Estoy libre el miércoles para comprar casas y joyas.

16

La puerta se cerró en las narices de Lamb y los gemelos bajaron arrastrando los pies por las escaleras. Luego el peso y su estado de ánimo se aligeró. El momento era tan sobrecogedor y tan íntimo como cuando una mariposa de la selva emerge para disfrutar de sus dos semanas de vida.

– Antes de que demos otro paso -Conejo agarró a su hermano por los dos brazos-, tengo que decirte una cosa. -Sintió el hueso por debajo de las mangas del viejo traje de Blair. Las mangas le venían muy holgadas, y eso parecía acentuar la inocencia con que Blair se enfrentaba a la nueva vida, su vulnerabilidad en un mundo que continuaba avanzando sin él, que llegaba como un estruendo tras el horizonte. Al mirar a su hermano aquella noche, Conejo vio en él el instinto humano más puro: el impulso básico de seguir adelante, de deambular envalentonado dentro del rebaño.

Habían sido islas. Y ahora uno de ellos quería formar una península.

Blair permaneció de pie con sus finos labios entreabiertos.

Conejo se quitó las gafas. En el rabillo de los ojos le temblaban sendas lágrimas. No le cayeron, sino que se quedaron allí, temblando como muelles. Lentamente sus manos se movieron hasta los hombros de Blair y después hasta su cabeza. Se inclinó hacia él y le plantó un beso en cada sien, un besito tan ligero como el roce del ala de una libélula.

– Lo siento, colega. Por todo.

– No lo sientas, Nejo, no. Soy yo el que lo siente.

– No, colega. No. He vivido mi vida entera a través de ti, ¿es que no lo ves? Tú has sido mi mentor.

Blair desenredó una mano y la sostuvo en alto.

– No, Nejo: tú eres el que nos ha mantenido juntos todo este tiempo. Mi única contribución ha sido esta sensación de que tú eres en cierta forma un obstáculo. De que en cierta manera no eres más que un apéndice, cuando en realidad, hasta físicamente, específicamente, nacimos como un equipo. Solamente quiero decirte…

– No. -Conejo inclinó la cabeza para soltar una lágrima-. No lo digas.

– No, no, Nejo, no…

– No, no.

– No.

Los dos hermanos permanecieron cada uno al alcance de la respiración del otro, cabizbajos, con los brazos caídos a los costados. Fuera ladró un zorro. Una sirena chilló como un pavo real en la lejanía. Los gemelos permanecieron inmóviles.

– Voy a enseñarte una cosa. -Conejo alzó su mirada hasta encontrarse con la de Blair-. Es algo que la enfermera jefe me dio cuando nos fuimos. No tuve agallas de enseñártelo entonces. Por el miedo que tenía a perderte. Lo siento, colega. Lo he llevado conmigo esta noche, por si conseguías tu independencia, tal como querías. Por si eran nuestros últimos momentos juntos.

A Blair se le llenaron los ojos de lágrimas.

– No llores, colega. -La mano de Conejo se metió temblando en el bolsillo interior de su chaqueta. Sacó una hoja doblada de papel pautado.

Blair abrió la hoja y leyó:


«Capistrano»

Sunnymead Close 41

Solihull

West Midlands


Querido hijo:

Confío en que estés contento y en que todo vaya lo mejor posible. Tu madre y yo estamos bien, a nuestra manera. Puede que pase un tiempo antes de que puedas entender del todo esta carta, pero para mí es importante escribirla. Porque aunque no se mencione mucho, y tampoco quiero meter el dedo en la llaga, me gustaría hacerte saber que no eres el único que está decepcionado por cómo han salido las cosas. Se ha prestado mucha atención a la dificultad de tu situación, y me parece bien, ya que vas a tener que soportar sus consecuencias físicas más directas, pero me parece justo decirte que tu madre y yo sufrimos por lo menos tanto como tú, y muy probablemente más. Cuando nos propusimos crear una familia nunca, ni en un millar de años, nos habríamos podido imaginar la pesadilla que se nos vendría encima. Hemos perdido a nuestros amigos, nuestro prestigio en la calle, nuestra autoestima y, ésta es la base de esta carta, triste pero necesaria, el respeto y el amor que nos profesábamos. Siento mucho tener que comunicarte que tu madre se marcha de casa, aunque seguimos hablándonos de forma civilizada.

Por favor, no creas que esto es culpa tuya, al menos voluntariamente, porque no lo es. Nunca he pensado en ti como un «monstruo», que es lo que dirían algunos, ni como nada más que una «víctima inocente de fuerzas que escapan a nuestro control». Todo el mundo, incluyendo, estoy seguro, a nuestros vecinos los Nicholls (aun después de las cosas tan poco amables que Stan y Margaret nos contaron que habían dicho), opina exactamente lo mismo: que lo sucedido no es más que un enorme accidente de la naturaleza, una especie de pesadilla de la que no nos despertaremos nunca.

Pero hijo, vivimos en una época moderna e ilustrada. No voy a decir que en general sea mejor época que la mía, pero una cosa que el progreso ha traído a este país es la capacidad de airear las cosas y decir lo que pensamos. Aunque me duele, o mejor dicho, agrava todavía más mi dolor, sé que escribirte estas cosas es lo más «sano» que puedo hacer, y que tendríamos que dar gracias, supongo, por no estar viviendo hace cuarenta años, cuando habríamos evitado la verdad por una cuestión de educación.

Así que iré al grano, puesto que al irme por las ramas no estoy facilitando precisamente la lectura de esto (¡ni su escritura!). Gracias a lo mucho que ha progresado nuestra época, tengo una gran confianza en que en Albion House te van a cuidar muy bien. Nuestra época favorece especialmente a los minusválidos, y los sistemas de derechos están hechos pensando en ti, de acuerdo con las pautas más recientes. En calidad de contribuyente de toda la vida, supongo que me alegra ver que el dinero que tanto me ha costado ganar va a parar a algo tangible, porque he pagado impuestos por valor de muchas vacaciones en el extranjero, de hecho me podría haber comprado un apartamento en Andalucía, como el que tienen los Nicholls en Fuengirola, incluso uno mucho más grande que el de ellos, y situado más cerca de las tiendas. Así pues, por lo menos tu estado mental, y todas tus necesidades cotidianas, van a ser atendidas por especialistas en un montón de campos. Yo nunca podría ofrecer tanto porque no soy un especialista, y «Capistrano» no está adaptado para los minusválidos. Y pensando en términos ilustrados, en relación con todas esas «codependencias y facilitamientos», y otros descubrimientos científicos de la psicología que pueden afectar a la gente hoy en día, estoy seguro de que es mejor que yo no te complique más la vida creando una fachada de vida familiar, ni ninguna otra artimaña que después te vaya a ser difícil de racionalizar. Porque aunque voy a intentar no meter el dedo en la llaga, la verdad es que tienes minusvalías que nos van a mantener separados, y creo que será mejor dejar que te encuentres a ti mismo por tu cuenta, y que yo no te suponga ningún «exceso de equipaje». Me parece mejor que te independices ahora, y estoy seguro de que en el futuro me vas a agradecer que tome ahora esta decisión tan difícil. Por favor, asegúrate de que la enfermera jefe te lee esto, o por lo menos encárgate de que lo lee ella. Ya sabes que te deseo lo mejor del mundo en el futuro.

Ted.


PD: Marjorie, tu madre, insiste en que te diga que cuando digo «hijo» me refiero a los dos. En todo caso, en cierta manera solamente sois uno. Tu madre se muda a Surrey.


La mirada de Blair llegó a la última palabra de la carta, se detuvo y quedó inmóvil y vidriosa durante un momento. Por fin bajó la hoja de papel y abrazó a su hermano, sorbiendo por la nariz en su hombro. Conejo sorbió también y le puso una mano en la espalda a Blair.

– Iba dirigida a mí, ¿verdad? -preguntó Blair.

Conejo bajó la vista.

– Siempre has estado solamente tú. Yo no era más que un parásito. Un accidente de la naturaleza.

– No, Nejo. No digas eso. No.

– No, es verdad. No lo estoy diciendo para hacerme el sensiblero. Solamente quiero que sepas que voy a hacer todo lo que esté en mis puñeteras manos para darte el viento que necesitan tus alas. Todo, joder. Solamente siento haber tardado tanto en recobrar mi puñetero juicio, Blair. Lo siento mucho, colega.

– Y yo voy a hacer lo mismo por ti, viejo amigo. Voy a hacer lo mismo por ti.

Los dos hermanos se abrazaron hasta que sus sollozos se fueron espaciando y sus respiraciones se volvieron lentas y regulares. Los minutos eran medidos por los clics y los plafs de la gatera de la habitación del piso de arriba.

Por fin Blair echó la cabeza atrás y le susurró al oído a Conejo:

– Eh… ¿no notas que acecha un líquido reconstituyente con aromas de enebro?

Hubo un momento de silencio. Conejo se apartó un poquito.

– Pues ahora que lo mencionas, sí.

Mientras la luz del sol calentaba la neblina de Londres como el haz de una linterna, los Heath se dirigieron a la cocina americana para dejarse envolver por el calor de la ginebra. Su dosis original de hidrocloruro de solipsidrina no daba muestras de remitir. La mayor parte de una botella de Gordon's -la ginebra favorita de Conejo- pronto se sumó a sus flujos sanguíneos, para ser arrojada después en el retrete y en el suelo junto al mismo.

Para cuando empezaron a pasar coches escopeteando por Scombarton Road, los dos hombres estaban desnudos de cintura para abajo. El pene de Blair se erguía orgulloso y reluciente, el de Conejo menos. No oyeron cantar a los pájaros por culpa del estruendo del disco de Pirie Jammette, de Blair, aunque sí captaron ruido de unos pasos furiosos en el piso de arriba. Los gemelos cantaron por encima del mismo, retorciéndose, agitando dedos frenéticos en el aire, y a medida que se acercaba el clímax de la canción, tuvieron simultáneamente la idea de darse la espalda el uno al otro, doblarse por la cintura, frotarse los culos y hacerlos chocar hasta que les relució la piel. Aquello habría sido imposible hacía solamente un año. De manera que lo hicieron, y luego bailaron de aquella forma extraña, levantando mucho los pies, con las nalgas bamboleándose en la penumbra.

– Luego bailamos un tagno. -Blair puso morritos para arrastrar las palabras.

– Sí, carriño -dijo Conejo.

– Tú eres mi corriño.

– No, tú eres mi coruña.

Blair intentó recuperar el control de sus piernas. Extendió los brazos y dobló las rodillas hasta encontrar un punto de apoyo y consiguió llevarse a sí mismo hasta la silla del ordenador.

– Pero mira -dijo, dándole un golpe al botón de encendido y sentándose encorvado sobre la mesa. Un volante intentó girar en su mente, y con el primer giro fragmentos de recuerdos aparecieron. Entrecerró los ojos y se quedó boquiabierto. Luego sacó de su chaqueta la tarjeta que le había dado Truman.

Se conectó a Internet y empezó a pulsar teclas: «www. k…»

– Tetas no encontradas.-Conejo se bamboleó, señalando por encima del hombro-. 404: Culo no encontrado…

– No, non -dijo Blair-. ¡Espera! Salen chircas pod aquí.

– Pero solamentre hay chircas estrangreras. Chircas asiárticas que se llaman Pong y Wee.

– Naa, hay rusias rubias. -Se apartó el pene con la mano del borde de la mesa y dejó su glande cerca del teclado.

– ¡Rusias! Son gomo empanadas de cerdo. Son gomo buñeteras asistentes sanitrarias armadas, o argo alsí, con caras anchas y durras.

– Naa, no, toas parecen tenistas. -Blair se inclinó sobre la pantalla y obligó a sus ojos a enfocar bien. «www. kssnkz», tecleó. Su cabeza se bamboleó a derecha e izquierda por encima del teclado. Volvió atrás y borró todo hasta la primera «K».

– Se dan un sshute de grasa el día desbués de la boda -dijo Conejo-. Y llevan galcetines nregros para siempre. Se llaman cosas gomo Lumbumla y Glom. Glomx.

«www.kushnksgrils»

– Además, tú eres mi carriño.

– Tú eres mi carruño -dijo Blair.

– Ahora tennngo que dormir. -Conejo se fue dando tumbos pesadamente. Rodeó la mesa de la cocina y la usó como pivote para su trayectoria hasta el sofá más cercano. Se dejó caer en el mismo. Sus suspiros se convirtieron en ronquidos y se quedó dormido agarrándose las solapas de la chaqueta.

Los ojos de Blair se estrecharon hasta convertirse en rendijas. Echó el dedo hacia atrás y lo disparó hacia el teclado.

«www.kuzhniskgirls.com.ru»

La pantalla se llenó de mujeres. Mujeres con peinados y poses inéditos desde los días de los jeques y las chicas de los locos años veinte, retratadas sobre chabacanos fondos de estudio que representaban orillas de lagos, playas y tocadores.

Y en la esquina inferior derecha de aquel surtido de mujeres cohibidas, una cara asomaba con el brillo de ofrecer una vida de verdad.

Una cara salvaje y hermosa.

El pene de Blair dio un salto hasta su mano.

17

– ¡Es el subnormal de Gregor! -gritó Kiska desde el patio. El reproche entre dientes de Gregor le llegó desde el camino como un eco.

– ¡Shhh! -rezongó Irina a través de la puerta-. ¡Aléjate de ahí!

– Ya veo que les das a tus criaturas una buena educación -dijo Gregor, arrastrando su pistola hacia la casa como si fuera un marido que llega tarde. Abrió la puerta de golpe y entró en la cabaña como si fuera el amo.

Irina se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada desde el fogón.

– Te estás poniendo tú mismo la soga en el cuello al caminar así por la montaña con tu pistola.

– Pues no es verdad. La guerra está silbando ahí fuera y ¿Tú te crees que ésta es la única arma que hay por aquí?

Irina no contestó, sino que le ladró una palabra a Kiska, que estaba ocupada persiguiendo al gallo con un trozo de alambre.

– Maksimilian todavía no ha vuelto. -Olga dio un golpe de barbilla en dirección a Gregor desde la puerta del dormitorio.

– Entonces está haciéndonos una jugarreta, porque yo he venido aquí caminando con estos pies, mientras que él tiene un tractor. Además, tendríais que haber traído el tractor directamente al almacén en lugar de malgastar tanto combustible yendo y viniendo.

– El tractor no siempre es tan fiable -dijo Irina-. Volverá enseguida, ya lo verás.

– Mejor será -dijo Gregor, examinando la chabola-. Tengo instrucciones de llevarme los pollos y la cabra, y no pienso llevármelos a la espalda.

– Bah, pero si la cabra tiene los pies ligeros -dijo Olga-. Correría delante de ti y ya estaría esperando dormida para cuando llegaras tú al almacén. En cuanto a los pollos, bueno… -Se encogió de hombros-. Tú puedes infectarlos, puede que pierdan el seso para viajar.

– Ja, tú preocúpate de que no te dé un azote en todos los morros. Además, vieja, el inspector quiere saber lo que habéis hecho con el muerto. Dice que si no registráis la muerte correctamente, entonces le vais a dar mucho más trabajo. Y eso os costará más que el tractor. Ja. A ver qué broma haces ahora.

– Entonces la cosa es sencilla -dijo Irina, echando un vistazo a su madre-, porque ya no tenemos nada. Nos lo habéis quitado todo.

– Bueno, es una pena -dijo Gregor-, porque nos ha dicho que os recordemos que el resultado más probable de un caso así es que se lleven a la niña. Ha dicho que es posible que os declaren no aptos para cuidarla.

Kiska se quedó quieta y callada junto a la puerta. Irina miró fijamente a Gregor. Combatió el impulso de aporrearlo hasta dejarlo aplastado. Después de tres respiraciones vacilantes, estrujó dicho impulso hasta conseguir una voz dulce y confiada.

Olga captó su retintín. Miró fijamente a su hija.

– Gregor. -Irina se acercó al muchacho-. Supongo que Ludmila no se habrá puesto en contacto contigo, ¿no? Antes de irse me pidió el número del almacén, para poder llamarte en privado.

– ¡Ja! ¿Qué?

– ¡Por los santos! ¿Qué he hecho? ¡Ahora se morirá de vergüenza!

– ¡Mira lo que te pasa, Irina, cuando abres ese agujero estúpido! -Olga blandió un dedo a través del humo. Miró a Gregor con los ojos entrecerrados y esperó su reacción.

– No, contadme. -Gregor bajó el arma.

– Bueno, no es nada -dijo Irina-. Tendría que haber mantenido la bocota cerrada. Ella me va a odiar por haberlo mencionado.

– Pero Irina, hija, espera -dijo Olga en tono razonable-. La verdad es que ella nos hizo creer que el muchacho ya conocía sus sentimientos.

Irina dejó que su mirada reptara por el techo.

– Bueno, puede que tengas razón. Dios sabe cuántas veces he tenido que lavarle las bragas una y otra vez porque ella creía que se iba a encontrar con Gregor en el almacén.

Gregor se quedó un momento inmóvil, y fue obvio que en su cabeza se estaba desplegando una serie de imágenes. Luego abrió la boca:

– ¡Jaaa, ja! ¡Oh, sí, le habéis lavado las bragas por mi culpa, el mismo día en que yo me convertí en Yuri Gagarin!

Cerró la boca de golpe. Arrastró los pies para enfrentarse a las mujeres con desprecio renovado.

– Ésa es una patraña de gansos de colores. Ahora mirad con vuestros propios ojos la esfera de mi reloj, porque cuando las manecillas se hayan movido diez minutos será mejor que vea aparecer aquí a Maksimilian Ivanov con su tractor. O si no, tengo mis instrucciones.


– Este chico de usted, Gregor, me tiene muy preocupado -dijo el inspector.

– Pero si le digo que está al caer -dijo Lubov-. Oiremos acercarse por la carretera el tractor, la cabra. Lo que pasa con Gregor, que es algo bueno, si se me permite decirlo en calidad de madre, es que no va a volver con las manos vacías. Por mucho que esa familia malvada le sirva platos amargos, y trate de enredarlo con sus mentiras, lo único que él procurará será coger las cosas necesarias.

– Hasta yo ya estoy cansado de este examen exhaustivo de los libros de contabilidad. -Abakumov se apoyó en la barra del bar del almacén-. Tengo la impresión de que no rechazaría que me preparase una taza de té, ni un bocadillo.

– Bueno, el tren del pan llega hoy al cruce, inspector. Hasta que Gregor vuelva con él, no va a haber pan. Mañana sí que tendremos pan.

– Pues ya que me lo ofrece, compartiré un vodka con usted. -Abakumov se acarició la barbilla y echó un vistazo ausente al techo.

Lubov sacó el viejo botellón de debajo del mostrador y colocó dos vasos sobre la barra. El ruido de los vasos trajo la cara de un hombre desaliñado a la puerta.

– Sí… -gritó el hombre, empezando a asomar el cuerpo por la puerta como si ésta fuera la trampilla de un submarino.

– No pongas otro de tus pies en mi tienda -gritó Lubov sin levantar la vista-. O esta vez te llevarás una paliza.

– Cerda asquerosa. -El hombre salió dando tumbos a la calle-. Me cago en las tumbas de tus muertos.

– Entonces te estás cagando en tu propia tumba, papá.

El inspector se bebió su chupito de un trago y echó un vistazo con cara inexpresiva al paisaje de mosaicos y sombras.

– Pero muy, muy preocupado, me estoy poniendo. Extremadamente inquieto. ¿Y dónde está el chico de los Derev? ¿Por qué no ha entregado el tractor directamente aquí, conociendo la situación?

– ¿Maksimilian? Es un muchacho demasiado retorcido para hacer lo que le conviene a él mismo o a su familia. Escuche lo que le digo, inspector, esa gente únicamente responde si eres duro. Cualquier trato que tenga uno con ellos es como azotar a un cerdo sin patas.

– ¿Y está segura de que están todos los que son en la chabola? Ciertamente deben de tener más familia, en los pueblos más grandes. Nadie puede sobrevivir así en las montañas.

– Tienen unos primos, creo, por Labinsk. -Lubov sirvió otra copa-. Pero me da la impresión de que los primos deben de ser listos, porque nunca aparecen por aquí. ¿Para qué? O sea, que sí, yo diría que sobreviven como ratones. Si a eso le llama usted sobrevivir. Por supuesto, también tienen a la chica mayor, que es un caso todavía más difícil, puede usted creerme.

– ¿Y dónde está ahora?

– En Uvila, o no sé dónde. La vieron salir del pueblo. Dicen que Pilosanov, nuestro loco del pueblo, se la llevó, en cuyo caso le podría haber pasado cualquier cosa.

– Bueno. -Abakumov examinó el techo mohoso-. Parece que me voy a pasar aquí mucho más tiempo del que esperaba. Mucho más tiempo, tal como están las cosas, con tanto enredo.

Lubov tembló al oír la noticia y se sacó de la manga el único as que llevaba.

– Y yo lo siento por usted, Inspector. ¡Sobre todo con la guerra a nuestras puertas! Las mismas habitaciones en las que vivimos puede que no duren mucho en pie, hemos oído que hasta los americanos podrían venir. Que los santos nos ayuden en ese caso.

– ¡Ja! ¿Y para qué iban a venir? La Madre Rusia no ha sido tan ignorante como para involucrarse directamente, y tampoco ningún poder extranjero. Los gnezvarik y los ublis están librando una guerra de guerrillas circunscrita a un pedazo de tierra yerma, sin bastante vida en ella para mantener dos cabras. Unos amos invisibles les suministran armas a los gnez y se hacen a un lado como padres imparciales. Es una lección bien aprendida de nuestros amigos americanos: enseña solamente la mano que alimenta. Mira lo que pasó en Irak.

– Bueno, pero los americanos han trasladado su ejército de Arabia al Hayastán, a apenas dos fronteras de distancia. Seguramente deben de tener alguna intención en mente, inspector.

– Pues claro que la tienen, además de desocupar las zonas islámicas. Pero haría falta mucha imaginación para creer que vuestro pedazo de barro y de hielo tiene algún interés para ellos, cuando carece por completo de recursos, y no hay ninguna reconstrucción que contratar. Más bien es la frontera iraní la que los ha atraído, igual que el perfume de unos amantes atrae a una avispa. Yo dudo que hayan oído hablar alguna vez de un agujero como éste.

– Aun así -dijo Lubov, sin quitar ojo de la puerta donde acechaba su padre-, los ublis están luchando de verdad, y cada día vienen mozdokos y chechenos a ayudarlos. Tendría que saber usted que todos los pueblos entre aquí y Azkua han sido arrasados, y que a toda la gente de etnia ubli la han matado o la han expulsado. Estamos acariciando la muerte al quedarnos aquí.

Abakumov se encogió de hombros.

– Puede que acaricie la muerte usted. Yo no soy de etnia ubli.

– No, claro. -Lubov fue repentinamente consciente de su tez morena y se retiró un poco hacia las sombras.

– Y si escucha usted lo que tengo que decirle sobre el tema, la cuestión étnica no es más que una estratagema para atraer a las agencias internacionales. -Abakumov se examinó las uñas-. Los ubli han pintado una polilla para que parezca una mariposa, y para que así todos los llorones del mundo hagan propaganda de su sufrimiento. La verdad, y esto es bien sabido en los niveles del gobierno, es que hasta el hundimiento de la Unión no existía ningún problema étnico. Los ubli están luchando por dinero. Eso es todo. Y es ahí donde su gobierno podría ser más listo, desde mi punto de vista: porque si se limitaran a pagar las pensiones y los sueldos, la gente regresaría feliz a los campos. Y en lugar de eso, con la ayuda de los chechenos, se han inventado un cuento de opresión, y a partir de ahí una causa para ponerse a luchar por la independencia. Se niegan a ver que toda Transcaucasia está en la misma situación.

Lubov escuchó al inspector, pero sin mirarlo. Aquellos dogmas de libro eran música familiar a sus oídos, ya que tenía que escucharlos cada día detrás de aquella misma barra. Sabía que el silbido de las primeras balas le añadiría un matiz desesperado al punto de vista del inspector.

– Y además -Abakumov levantó un dedo-, seamos honestos: ¿qué iban a hacer con la independencia? Simplemente se han apuntado a la moda de las dos últimas décadas, que es que cada pueblo con más de dos gatos tiene que proclamarse república. Porque, y usted sabe esto muy bien, subagente Kaganovich, la etnia ubli no tiene patria originaria. Nadie les conquistó su estado. La sangre de ustedes no es más que una mezcla hecha, a lo largo de los años con sabores de la minoría kabardina, cherkesa y rusa. O sea… ¡hay ublis que son más rubios que los alemanes!

– Por supuesto, inspector. -Lubov intentó mantener un tono mínimamente ecuánime.

Abakumov dejó escapar una especie de suspiro.

– En cualquier caso, no tenemos que preocuparnos por una guerra que puede o no entrar por nuestra puerta. Lo que necesitamos es que vengan otras cosas más tangibles. Y pronto.

– Ya mismo, inspector, Gregor va a volver y las cosas tendrán otro aspecto. Ahora mismo, cuando Gregor regrese, puede estar usted seguro de que traerá hasta la última cosa que esos Derev poseen. Además, Karel también estará ya de camino, para encargarse del tren del pan. Y evitará que Gregor se retrase, ya lo verá usted.


Maks estaba sentado en la estructura oxidada de una caja de agujas del ferrocarril, junto a las vías que antaño llevaban hasta el pueblo. Ahora las vías terminaban de repente a doce metros de dónde él estaba sentado y enfrascado en sus pensamientos. Estaba más o menos a mitad de camino de su casa, aunque había tomado una ruta indirecta.

Sus primeros pensamientos fueron sobre los dos tractores que quedaban en Ublilsk, unos tractores a los que él tenía la posibilidad de poner las manos encima. No se le ocurrió pensar que podía ocurrir después de robar un tractor ajeno y hacerlo pasar por suyo, ni tampoco en qué explicaciones iba a darles a sus madres. En cambio, se dedicó a pensar en cómo podía encontrar los tractores, ponerlos en marcha y llevárselos de donde sus dueños los tenían aparcados. Hasta se imaginó cómo podría robar ambos tractores y conducirlos hasta casa. Poco después de pensar aquello, sin embargo, comprendió que aquel día no iba a ir en tractor.

Maks pasó unos minutos maldiciendo a Pilosanov, rechinando los dientes y probando en su mente el placer de las salvajes heridas con que le iba a pagar. Hasta acarició la idea de matarlo, y de cocinarlo sobre un fuego para servírselo en forma de tiras crujientes a los pobres de la región. Sería la primera vez que Pilo serviría para algo, reflexionó Maks. Tiras crujientes, con cebolla y sal. Mientras estaba así sentado con sus pensamientos, un camión se acercó por el camino que flanqueaba la vía del tren. Iba despacio y avanzaba haciendo mucho ruido, como si el conductor fuera forzando la primera. Maks levantó la vista. A medida que el camión se acercaba, vio que estaba lleno de hombres, apiñados en la cabina y abarrotando la parte de atrás.

Combatientes. Maks se puso tenso, pero cuando el camión llegó a su altura vio que transportaba a libertadores ublis. Hizo un gesto de solidaridad con la mano. El camión se detuvo con un susurro sobre el hielo.

– Hermano, ¿hay alguna forma de ir al pueblo de Ublilsk desde aquí? -gritó un hombre con barba desde la cabina.

– Vas bien. -Maks se acercó a la ventanilla-. Sigue recto hasta que el camino desaparezca y luego conduce cuatrocientos metros a la izquierda y estarás en la carretera de Uvila. ¿Venís del frente?

– No, vamos al frente. Pero esta noche no.

– ¿Y vais al frente por aquí?

– Traemos a un muerto, un chico nuevo. Sus padres nos van a maldecir, pero ¿qué podemos hacer? ¿Puedes confirmarme si hay unos tal Bukinov en la otra punta del pueblo, a unos tres kilómetros en las afueras?

– ¿Bukinov? ¿Me estás diciendo que lleváis a Michael Bukinov?

– Llevamos su cuerpo, que los santos lo acojan. -Un murmullo de amenes recorrió el camión-. ¿Puedes confirmarme dónde están las tierras de su familia?

Maks tardó un momento en responder. Permaneció con la vista clavada en la rueda delantera del camión.

– Sí -dijo por fin-, bordead todo el pueblo y después coged el último desvío a la izquierda antes del puente de la carretera de Uvila. Al cabo de un kilómetro encontraréis las tierras de su tío, y una vivienda con letreros de Lukoil en la fachada. -Maks levantó la vista hacia el conductor-. ¿Se puede saber cómo murió?

– Recibió un disparo en el pecho. Ni siquiera debió de oír cómo salía la bala.

Maks se unió a otro murmullo de amenes.

– Sois muy amables de venir hasta aquí para traerlo.

– Era un buen hombre. -El conductor se detuvo por otra salva de murmullos-. Normalmente no podemos estar llevando cadáveres por toda la montaña, pero éste se reunió con sus santos durante un incidente que tuvimos en el cruce, y no podíamos dejar allí su cuerpo para que se llevara las culpas.

– ¡Shhh! -El hombre que tenía detrás levantó el dorso de la mano.

Maks se los quedó mirando y pensó. Se puso a asentir, lentamente.

– Os habéis encontrado con el tren del pan.

– Escúchame con atención cuando te digo que no vale la pena abrir la boca. -El hombre de la barba sacó por la ventanilla un pan-. Coge esto y llénate la bocota. Nuestro Estado libre te dará las gracias y te honrará dentro de pocas semanas.

Maks cogió el pan que le ofrecían.

– Estoy con vosotros, toda mi alma está con vosotros. Estaría luchando con vosotros, con los dientes desnudos, pero estoy al cuidado de una casa de ancianas chifladas.

El hombre sacó la mano de la cabina del camión y le alborotó el pelo a Maks.

– Lo mejor que te puedo decir es que empieces a llevártelas. Los gnez tienen la vista puesta en estos parajes, con todos sus edificios vacíos. Y te lo digo también que, por cuestiones estratégicas, hemos decidido dejar que se lo queden.

Una expresión ceñuda nubló la cara de Maks. Asintió para sí y levantó la vista.

– Una sola pregunta… ¿habéis dejado el vagón del pan en el cruce?

– El vagón está volcado. Es posible que le puedas sacar algo de hierro, pero nada realmente útil: las cadenas y los manguitos los tenemos nosotros.

– ¿Y el guardia os ha visto?

– Sí -dijo sonriendo un hombre desde la parte de atrás-. Y sigue con nosotros. -Los hombres levantaron los rifles en el aire, formando un arco sobre la cabeza del guardia del tren de Kropotkin, que hizo un gesto a modo de saludo con la mano.

Maks sintió que el paso de los soldados le confería cierto poder. Mientras veía alejarse, dando tumbos, el camión, sintió una descarga de vitalidad. Armados con el conocimiento de los destinos más elevados que había alrededor, y sabiendo que el plazo se estaba acortando cada vez más, Maks y su pan pusieron rumbo a casa. Como muestra de su menor remordimiento por lo sucedido con el tractor, decidió mientras caminaba que no iba a dar ni un mordisco al pan, que sus madres tendrían la oportunidad de dar el primer bocado mientras él les contaba la triste noticia del villano Pilosanov y de su fraude. Por muy hambriento que estuviera, mantendría a salvo el honor del pan.

Aquel pacto duró doscientos metros, después de los cuales ya no pudo soportar el peso del pan. Además, ¿quién podía decir que se lo habían dado entero? Un pan era un pan. Tenía suerte de haber conseguido algo, por no mencionar el hecho de que lo había conseguido un día antes que el resto del distrito. Como marca de honor, y muestra de su anterior remordimiento, arrancaría los trozos con las manos y no con los dientes. Y eso es lo que hizo, embutiéndose pedazo tras pedazo en la boca, luchando para encontrar la saliva con que masticarlos.

Esperó hasta estar en mitad del último bocado para doblar el recodo que llevaba a la cabaña. Kiska no estaba en su lugar habitual de centinela, así que nadie lo oyó llegar. Llegó penosamente a la puerta, se limpió las botas ruidosamente en el umbral y entró.

Irina y Olga lo vieron entrar. Sus miradas se afilaron.

– Qué tractor tan silencioso. -Gregor salió de las sombras con su pistola-. Debes de haberlo empujado hasta aquí.

Maks se detuvo en el umbral. La mirada de su madre se arrastró hasta él.

– Y tienes pan. -Gregor frunció el ceño.

– Ha habido una batalla en el cruce -dijo Maks-. Los gnez han volcado todo el pan. Hasta Misha Bukanov ha muerto, intentando defender la entrega.


– ¿Qué es eso? -Abakumov giró una oreja hacia la trastienda.

– Es el teléfono, que intenta sonar -dijo Lubov-. A veces consigue hacer el bastante ruido como para que lo oigamos.

– Me sorprende que tengan ustedes teléfono.

Lubov puso los ojos en blanco mientras salía por la puerta.

– Inspector, es usted el único que cree que esto es un páramo enfangado. Ublilsk fue una población próspera durante un siglo antes de que viniera usted.

Abrió el cajón donde estaba el teléfono y levantó el auricular.

– Soy Ludmila Ivanova, te llamo por un asunto urgente relacionado con el almacén.

– Así que sigues viva -dijo Lubov-. Espero que tengas temas de conversación buenos que proponerme. Y confío en que no estés pavoneándote en los bares de Zavetnoye y viviendo como una reina mientras nosotros sufrimos todos los males del mundo.

– Escucha con atención y no me sueltes tus rebuznos de siempre: no tengo mucho tiempo para hablar, pero tienes que saber que en el tren del pan viene una carta para mi madre. Y que contiene un documento importante.

– ¿Y cuántos contiene? Porque va a hacer falta más de uno para arreglar el jaleo que has dejado atrás.

– Bueno, olvida tu bilis, porque tengo cien rublos que darte por las molestias de entregar la carta.

– Ja, ¿y te crees que voy a arrastrarme tan lejos de mi camino por cien rublos?

– Pues sí, porque sé que vas a mandar al retrasado de tu hijo a por ella.

– ¡Y te atreves a llamarlo retrasado!

– La segunda parte de mi mensaje es la siguiente: que les digas a mis madres que estoy sobreviviendo y que pronto podré ayudarlas. Y a ti he de decirte, con toda la amabilidad que me es posible, que espero que entregues esta carta, y que la entregues deprisa por el dinero que te pago, que mi madre te dará cuando la abra. Si no, mañana mismo iré allí y te montaré una zapatiesta como nunca has visto.

– Guárdate tus amenazas para los perros de la calle -se burló Lubov-. Cuando vea la cosa, ya veré qué hago.

Ludmila colgó con un soplido irritado, y Lubov regresó al bar.

– ¿Algo interesante? -preguntó Abakumov.

– La verdad es que no. -Lubov cogió el botellón de vodka-. Una prima de Zavetnoye. Que espera otro bebé, aunque los santos saben que ni siquiera puede humedecer las bocas de los que ya tiene.

Abakumov frunció los ojos.

– ¿Y va a enviarle ese bebé a usted?

– ¿Qué le hace pensar eso?

– ¿No acaba usted de decir que espera algo? ¿Algo que viene con el tren, tal vez, y que su hijo va a recoger? ¿Con unos cuantos rublos adjuntos?


Ludmila regresó caminando al apartamento de Oksana. La cuestión de los hombres extranjeros le fue entrando poco a poco en la mente, como un reguero de arena cayendo de arriba abajo. Todos los hombres extranjeros se parecerían un poco a Misha: serían tipos rubios y fornidos, pero con voces agudas y demasiado dinero. Se imaginó que llegaban regalos para sus futuros bebés, y que ella misma vendía aquellos regalos en secreto durante el día mientras el blando de su marido estaba en el trabajo hablando inglés o alemán. Ella los vendería y así ganaría todavía más dinero para mandar a casa.

Los hombres que se imaginaba despedían un olor a perfume de mujer, aunque eructaban porque eran unos glotones y estaban acostumbrados a comer demasiado y a mezclar comidas que no hay que mezclar, sobre todo carne y crema de leche. Mientras se dedicaba a imaginar su dieta, una dieta carente de sutileza o de fragancias, se dio cuenta de que podrían soltar unos pedos terribles debido a la mala digestión. Por eso tenían tantos cuartos de baño en sus casas, porque en cualquier momento les podía venir un pedo de carne podrida, un pedo demasiado grande para los espacios comunes de la casa.

Llegó a la calle del apartamento de Oksana, levantó la vista y vio que la ventana estaba a oscuras. Luego cruzó la calle y echó un vistazo al ventanal del Kaustik, confiando, como siempre, en ver la espalda ancha de Misha en la barra. En cambio, a quien vio fue a Oksana, que estaba mirando la televisión desde un taburete del rincón. Ludmila entró.

– ¿Has visto? -Oksana señaló la pantalla-. Han atacado al tren, ahí donde tú vives, en la guerra.

– ¿Qué tren? -preguntó Ludmila-. Los combates todavía no han llegado al ferrocarril.

– Bueno, pues sí, porque han asaltado el tren o algo parecido, algo le han hecho al tren. Lo han asaltado, casi seguro. El tren a Kropotkin, o por lo menos parte del mismo. Se echa la culpa a los ublis, pero nadie lo sabe en realidad porque ha desaparecido el guardia que se cuidaba del tren.

A Ludmila se le desenfocó la mirada. Arrastró un taburete hacia sí y se sentó lentamente. El tío de Oksana se dio la vuelta en el extremo de la barra donde estaba teniendo una conversación y se acercó a las chicas.

– He aquí a una chica que sabe cuándo se debe el alquiler -dijo, dando una palmada.

– Sí -dijo Ludmila sin darse la vuelta-. Y cuando se deba, lo pagaré.

– Escúchala. -El tío soltó una risotada en dirección a Oksana-. ¿Qué te dije de ésta? El alquiler se paga hoy, pero ahora va a intentar aprovecharse de un viejo que ya pasa de los cincuenta.

– El alquiler no se paga hoy, se debe el jueves -dijo Ludmila-. Así que eres tú el que intenta aprovecharse de una chica inocente de las montañas, donde un solo día es como la mitad de tu vida, de tantas penurias que trae. -Soltó un soplido despectivo y giró la cabeza.

Y mientras lo hacía, al barman se le cayó la sonrisa de las mejillas. Al cabo de un momento, se arrancó el delantal y salió dando zancadas de detrás de la barra.

– ¡Oh, cielos! -dijo Oksana.

– Pues ven, entonces -dijo el barman-. Con esa boca que tienes, no vas a tener problemas para salir adelante. Lo más seguro es que acabes siendo presidenta de tu propia república, con esa boca.

– ¿Qué? -Ludmila levantó la vista.

– Ven a buscar tu equipaje. Después de todo lo que hemos hecho, das la puñalada. Puedo encontrar a alguien que se muestre más agradecido por la cama y que no siempre se queje por todo. Ahora ven conmigo.


Ludmila estaba sentada con su bolsa en la calle. La nieve caía y le espolvoreaba los hombros y el pelo. Maldijo su orgullo: tendría que haber regateado con el tío Sergei, haberse disculpado y haber replanteado su situación de una forma más positiva. Pero no pasó mucho tiempo maldiciéndose a sí misma, sino que prefirió hacer lo que sabía que era más acertado: maldecir al tío de Oksana. Y a la misma Oksana, que no había dicho ni una palabra en contra del repentino desahucio. «¡Oh cielos!», la imitó Ludmila con amargura.

Estaba sola de verdad, con menos dinero de lo que valía un insulto. Se había comido su último bollo. Y aquello era el final. De pronto, y por primera vez desde que llegó a Kuzhnisk, tuvo ganas de volver a casa. No solamente por Misha, cuya imagen le oprimía el corazón a cada minuto, sino también por el entorno y las rutinas sencillas y familiares de su casa, y específicamente por su familia. Invocó sus imágenes en el frío de la noche. En su mente se volvieron cálidas y maleables. Hasta se le apareció la cara de su padre, ya que, pese a toda su maldad, el hombre había amado a sus hijas y las había consentido, sobre todo a Ludmila, ya que Kiska había sido una sorpresa mucho más tardía y había sido demasiado pequeña para relacionarse con él. Hasta en sus peores momentos, con la ropa acartonada por el vómito de varios días, su padre solía extender una mano temblorosa hacia ella y abrirla para revelar un regalo, tal vez una cinta, o un guijarro del mar Caspio, por donde él deambulaba en busca de trabajo.

Su memoria acabó llevándola al día en que lo habían encontrado con cuatro balas de los rebeldes en la espalda.

Pronto, a las imágenes mentales, se les superpusieron los gemidos y los gritos de Olga e Irina. A Ludmila le brotó una lágrima. Levantó la vista para mirar la calle y se imaginó al estúpido de su hermano Maksimilian acercándosele con andares orgullosos.

¡Milochka! -la llamó él, con el ceño fruncido en honor de su último plan-. Te vas a poner a darme las gracias con besos con lengua cuando oigas el nuevo plan que tengo para nosotros. Y es solamente porque eres mi hermana de sangre que corro el riesgo de hablarte tan pronto de esta gallina de los huevos de oro, porque si alguien se enterara de este plan, está claro que acabaríamos aplastados bajo los pies de mentes más simples.

La mirada de Ludmila recorrió la calle en busca de la silueta de andares chulescos de Maks.

Estaba empezando a asimilar la verdad. Por mucho que se hiciera la dura, no se había acercado mucho a su verdadera misión en Kuzhnisk, que no era otra que salvar a su familia. Misha no era un factor en aquella ecuación, ni tampoco Sergei, ni Ivan, ni Oksana, ni los bollos, el café o el vodka.

Vio el rostro radiante de su abuela al descubrir que las sopas de Kuzhnisk bullían llenas de carnes, y que venían con ensaladas al lado tan grandes como jardines y con un pan negro tan abundante como los escarabajos en el verano.

Mejor será que encuentres vendas y ungüento -diría Irina, mirando de reojo a Olga y su plato lleno de comida-. Tenemos que vendarle ese corte que parece que tiene tu abuela en la garganta.

¡Véndate tus propios cortes! -diría Olga en tono irritado-. ¡Las viejas necesitan comer! Ya no digamos una vieja en un estado de abandono tan avanzado como tú me has dejado. ¿Es que no sabes nada? Los hornos de las viejas no funcionan bien, hace falta más comida para conseguir la dosis de nutrientes de un ratón. Tienes suerte de que no te exija también tu plato, que es lo que tengo derecho a hacer después de recibir una recompensa tan miserable por traer una familia al mundo.

Y así empezarían las viejas discusiones, unas discusiones que pese a todo su veneno, resultaban tan cómodas como pañuelos empolvados, de tantas veces que las habían tenido.

¡Si tuvieras ni que fuera un ojo sano te habrías dado cuenta de que aquel hombre no valía un céntimo!-acabaría diciendo Olga del padre de Ludmila.

-escupiría Irina-, y eso es justamente lo que me dijiste el día de mi boda, ¿verdad? Son las mismas palabras que salieron de tu boca y exactamente en el mismo orden, ¿verdad?

¡En tu boda ya era demasiado tarde para decirte nada, cuando ya habías aceptado como una estúpida casarte con aquel hombre! ¡Qué podía hacer yo más que buscar un recoveco más hondo donde depositar mis lágrimas!

¡Bueno, la verdad es que las depositaste bien, en un lago de vodka!

Y así continuarían las lamentaciones y los golpes a los muebles, las comidas amargas para los santos, que a veces llevaban a los Derev a zurrarse por tonterías y a veces, en los días de mucha suerte, los convertía en una sola fuerza amarga enfrentada a terceros, habitualmente a Lubov Kaganovich, la del almacén.

Pero aquella noche Ludmila no sentía más que un fantasma de la agitación familiar. Un fantasma que se desplegó ante ella con menos fuerza que un copo de nieve al golpear el suelo y después desapareció.

Y ella supo que era un faro que la llamaba.

Iba a viajar a casa. Allí estaría Misha.


– Gregor no está. -Maks estaba asomado a la ventana de la cocina. A su lado, en el suelo, Gregor yacía muerto. Una herida infligida con una palanca brillaba hinchada en la parte de atrás de la cabeza. La palanca colgaba todavía de la mano de Maks.

– Tiene que estar ahí -gritó Karel Kaganovich desde el patio-. ¿Dónde va a estar, si no?

– Se ha ido a esperar al tren -dijo Maks-. ¿O es que crees que iba a dejar a la región entera pasando hambre?

– No creo que haya ido a esperar al tren.

– Entonces no vengas a preguntarme dónde puede estar. Es pariente tuyo, no mío. Te digo que se ha ido a esperar el tren, y si no eres capaz de aceptar eso, entonces no te puedo ayudar.

– ¿Qué habéis hecho con él? -Karel hurgó en la oscuridad del patio con su linterna.

– ¡Menudas sospechas! Te olvidas de que la pistola la tiene él, no yo. ¿Qué iba a hacer yo contra una pistola cargada?

Olga e Irina estaban sentadas en el rincón más oscuro de la habitación principal. Kiska estaba de rodillas entre ellas, jugueteando con el dobladillo de su falda. Olga le hizo un gesto a Maks para que se librara del chaval de los Kaganovich.

Maks se encogió de hombros, impotente, y volvió a inclinarse hacia la ventana.

– ¿No has oído que esta noche han asaltado el tren? Está todo volcado y Misha Bukinov ha muerto. Gregor se ha ido corriendo como un conejo hasta allí a salvar lo que pudiera. Y ha dicho que tú fueras corriendo detrás de él, deprisa, y que lo ayudaras a detener la cascada de panes.

– ¿De qué asalto hablas? -gritó Karel en tono vacilante-. Déjame entrar para hablar contigo como es debido. ¿Y por qué me estás diciendo eso ahora, cuando tendría que ser lo primero que me dijeras?

– Si tienes orejas en la cabeza, entonces escucha bien lo que te digo: no tienes nada que hacer aquí mientras mi familia duerme, lo que tienes que hacer es ir al tren, donde te espera tu primo. Luego no me echéis la culpa a mí si no te has presentado a ayudarle, o si pasa algo terrible porque llegas demasiado tarde. Pienso contar exactamente cuál ha sido tu actitud, y cómo has decidido quedarte aquí poniendo excusas perezosas para no tener que hacer el camino tú solo.

Hubo una pausa mientras Karel enfocaba una vez más a su alrededor con la linterna.

– ¿Quién te ha contado lo del asalto?

– Unos combatientes ubli que pasaban de camino al frente. Nos han dicho que nos diéramos prisa si queríamos pan esta semana, porque los gnezvarik habían volcado el tren. -Maks se volvió hacia la penumbra del interior y miró a sus madres con los ojos en blanco. Echó un vistazo al cuerpo hinchado de Gregor, que seguía tumbado en una posición extraña, encima de un charco de sangre-. Y escúchame con atención -volvió a gritar por la ventana-. Gregor es quien ha recibido la noticia en persona. Ha actuado deprisa, que era lo que tenía que hacer, y no le puedo culpar por su reacción, por mucho que me gustara hacerlo. Ha reaccionado de inmediato marchándose al cruce. Iba apuntando hacia delante con la pistola y se ha marchado directo.

– ¿Y cómo es que no has ido con él?

– ¿Y dejar la casa aquí llena de mujeres, y con una niña de teta?

– ¡Yo no soy una niña de teta! -gritó Kiska a través del humo. Su grito fue respondido por una serie de susurros por lo bajo.

– ¡Aah! ¡Aah! -gritó Karel-. ¿No me decías que toda tu familia estaba dormida? ¡No hay ni una sola palabra que salga de tu lengua que no sea una mentira!

– ¡Ah! ¡Ah! -gritó Maks-. ¿Y tú te crees que alguna familia de la clase que fuera podría dormir con todos los berridos que estás soltando junto a la ventana? ¡Si hasta los muertos se despertarían! ¡El apellido Kaganovich no ha traído nada más que preocupación y pánico a esta casa: Tendría que salir y darte una buena paliza!

Maks, Irina y Olga permanecieron inmóviles, en espera de que de la conversación saliera alguna esquirla de esperanza. Maks podía rechazar al muchacho, porque tenía la pistola de Gregor discretamente apoyada detrás de él. Pero matar al último pariente de un enemigo era abrir la puerta a una batalla a muerte. No solamente eso, sino una batalla que duraría generaciones, hasta que ambos linajes quedaran destruidos. Así que, aunque Maks se sentía tentado de acabar con la situación, se contuvo y esperó a que Karel calculara qué hacer.

Lo cual no iba a ser rápido.

Los Derev intentaron convencer mentalmente a Karel de que hiciera lo más obvio: que se marchara al cruce, un viaje de ida y vuelta que les permitiría a ellos ganar tiempo hasta el amanecer. Entonces los tres Derev intentarían cargar con el gordo cadáver de Gregor y llevárselo lejos, porque Maks había sido incapaz de hacerlo solo.

– Bueno -dijo Karel.

La familia contuvo la respiración.

– Está claro que tengo que volver al pueblo a por el inspector y su coche. Si no, me voy a pasar horas caminando, quizás para nada.

– ¿Cómo que para nada? -gritó Maks-. Ya te he dicho lo que tienes que hacer, en palabras textuales de tu primo.

– Y yo -gritó Karel-, le voy a decir al inspector que pase por aquí primero, para que pueda oír todo esto de vuestros labios. Yo no me voy a llevar las culpas si es mentira, que es lo que supongo. Sí, voy a buscar al inspector. Entonces veremos.

Maks se dio la vuelta y miró a Olga con los ojos muy abiertos. Ella frunció el ceño y dio un golpe nervioso de barbilla en dirección a la ventana.

– Sí -gritó Maks-, y entonces yo le diré al inspector que has sido tú quien ha retrasado toda la operación hasta que ha sido demasiado tarde. Si algo le pasa al pan, y a Gregor Kaganovich, ya sabes a quién le van a cortar los dedos. Así que adelante, disfruta de tu caminata sin sentido mientras piensas en todo esto que te estoy diciendo.

– Puedes estar seguro -gritó Karel.

Cuando el haz de la linterna desapareció por el recodo del camino, la familia se puso manos a la obra. La primera fue Olga, que se recogió las faldas, pasó renqueando junto al cuerpo de Gregor y salió de la cabaña rumbo al trozo de tierra nevada que usaban como aseo.

– Típico -murmuró Irina-. Cojámoslo nosotros, anda… tú cógele de la cabeza.

– No lo despertéis -susurró Kiska-. ¡Podría gritar!

– No va a gritar -dijo Maks-. Tiene un gusano.

– ¿Como el abuelo?

Maks agarró al muchacho de los hombros.

– Mucho peor que el del abuelo, que es quien seguramente va a gritar.

Irina y Maks cargaron el cadáver durante un metro antes de dejarlo caer en el suelo. Habían estado intentando evitar dejar un rastro de sangre, pero no había nada que hacer.

– Voy a tener que arrastrarlo -gruñó Maks-. Ayúdame por este lado, lo arrastramos y ya limpiaremos después.

– Date prisa, entonces -dijo Irina entre dientes-. Tenemos una hora como mucho.


– Está claro que me habéis pintado la cara como si fuera un payaso de circo. -Abakumov se miró el reloj de pulsera. El séptimo vodka lo había llevado al límite de su resistencia inquebrantable. Sospechaba que el chico de los Derev se había dado a la fuga con el tractor y, desde la misteriosa llamada telefónica de Lubov, ahora también sospechaba que ella formaba parte de alguna clase de trama para engañarlo.

Lubov notó que estaba cada vez más receloso. A la indefensión de ella se le sumaba la preocupación por el paradero de sus chicos.

– Sinceramente, no tengo más información que darle. -Se encogió de hombros-. Si supiera qué está pasando, se lo diría directamente, no soy tan ignorante como para tenerlo a usted esperando toda la noche. Además, usted ha venido aquí en persona para ver quién ha recibido instrucciones de hacer qué. Y yo no tengo más explicaciones que las que usted ya conoce.

Abakumov chasqueó la lengua.

– Eso que dice usted no es cierto. Forma usted parte de estas montañas igual que cualquiera de sus árboles o sus pájaros, conoce usted todos los hilos que se enredan aquí. Yo solamente he venido para patinar en la frágil superficie de las mentiras que me están contando.

– Nadie le está contando mentiras, inspector.

– Entonces ¿por qué sólo tengo palabras? ¡No hay hechos, sólo promesas de colores como pájaros del bosque, pájaros que usted suelta a volar a cada oportunidad que tiene!

– Inspector, le digo con el corazón abierto que…

– ¡Basta! -gruñó Abakumov-. Vamos a coger el coche e ir en persona a la chabola, ahora mismo. Venga conmigo.


– Voy a arrearle un hachazo a este aparato si no haces que se calle -dijo la vieja. Era una mujer de modales bruscos y vestida de negro. Miró con el ceño fruncido el ordenador de la buhardilla que había encima del bar Leprikonsi-. ¿Y por qué hace esos ruidos de pájaro enfermo? Yo podría conseguir un pájaro enfermo más barato, si esto es lo único que puede hacer esta máquina infernal: esto y tragarse nuestro dinero. ¿Ivan? ¡Ivan!

– Dios bendito, mamá, ¿qué pasa? -Ivan entró dando tumbos en el cuarto vestido con un batín largo y negro. Agarró la colilla raída de un puro de encima de su escritorio, pero su madre se la quitó de la boca y la tiró dentro del cubo de fregar. Ivan se frotó los ojos, parpadeando para contemplar el ordenador, que zumbaba y soltaba pitidos sobre su mesa.

Al cabo de un momento consiguió enfocar la mirada.

– Mamá, es otro que ha picado.

– ¿Qué?

– Alguien que ha picado, te lo digo… del extranjero. Alguien ha mordido el anzuelo de una chica. -Hurgó a tientas hasta activar un icono que parpadeaba en la pantalla. El icono abrió un correo electrónico recién llegado-. Mira, ahí lo tienes.

– Bueno, ¿no puedes hacer que se callen los ruidos de pájaros? La sala entera suena como una jungla. -La mujer se inclinó para mirar con los ojos fruncidos por encima de la mesa.

– Léelo. -Ivan dio unos golpecitos en la pantalla con el dedo-. Debe de estar en inglés.

– Espera que coja mis gafas. -Ella apoyó la fregona en la ventana. La luz del sol amenazó con inundar la sala, dándoles a ambos un inquietante aire de vampiros.

– No -dijo Ivan-. Dime qué dice más o menos, limítate a mirar de cerca. -Empujó a su madre hacia la pantalla.

– ¡Eh, oye, frénate!

– No, pero…

– Para y recobra la compostura, Ivan, por el amor de Dios.

La mujer estiró el cuello hasta tener la cara a dos centímetros de la pantalla, murmurando para sí misma.

– Debe estar en un inglés muy culto, porque ni siquiera me suena esta ortografía: «chirca», articuló. «Batrimmonio, mercaos ggglobales». Podría ser otro de la fábrica de Liberty, parece que el americano no para de mandarlos.

– Sí. -Ivan se acarició la barbilla-. Sí, y a éste lo tenemos que sacar del agua como si fuera una beluga de primera, sacarlo del agua para dejarlo caer en nuestra barquita y recuperar un poco de dinero. Ahora verás, mamá, que nuestra inversión en la carta, en aquellas palabras mágicas tan conmovedoramente redactadas, nos va a devolver el dinero multiplicado por mil.

– ¿Y de qué carta me hablas?

– Te hablo, por supuesto, de la carta de respuesta, la de Kherson… ¿no te acuerdas? De aquella respuesta calculada para hacer que hasta un muerto se levantara de su tumba.

– Bueno, pues te podrías haber ahorrado los gastos, cualquier idiota sabe que el que mandó la petición ahora debe de estar esperando algo más que palabras. La siguiente promesa tiene que ser concreta, tiene que salirse de la página y oler a sudor perfumado. Quien le está escribiendo ahora es la mujer de sus sueños, con timidez, con incertidumbre, con una foto sencilla de sí misma en bañador, en el bañador más pequeño que podamos convencerla de que se ponga.

– ¡Sí! -Ivan dio un golpe en la mesa-. Vamos a hacerla ahora mismo, de inmediato, y añadirla a la carta. ¡Dime qué mujer nos está pidiendo!

La madre de Ivan se volvió a inclinar sobre la pantalla y frunció los labios.

– La número dieciséis, ¿dice? La dieciséis… Ludmila.


Ivan manoseó el bikini rojo con sus manos húmedas de sudor. Le había llegado como un mensaje del más allá, a través de una cadena de parientes y de conocidos de Anya, su madre. Cómo aquella cadena había llevado hasta el cajón de las prendas íntimas de una joven esbelta era algo que Ivan no conseguía imaginar.

Oksana tardó un momento en conseguir llamar su atención cuando llegó por fin a lo alto de las escaleras.

– Aquí estoy -dijo por fin.

– ¡Ahora apareces! -Ivan miró el reloj con furia.

– Ahora mismo acaba de llegar el tío Sergei con el mensaje, he hecho la mayor parte del camino corriendo.

– Sí, por eso respiras más despacio que una morsa y tienes el maquillaje seco y en su sitio.

– ¡Oh cielos! -Oksana se retorció en la puerta.

– Bueno, entra, entra… ¡Dios bendito, me da la sensación de que tengo que ir y manipular tus brazos y piernas para que hagan algo! Siéntate aquí, siéntate. Aquí… ¡mira! -Ivan dejó caer pesadamente su trasero en forma de pera, una especie de uni-nalga, en el banco que había delante del ordenador, y se inclinó con el ceño fruncido hacia la cara inexpresiva de su sobrina-. Muy bien, lo que pasa es lo siguiente: ya sé lo difícil que es la montañesa, la mente se me entumece solamente de pensar en la amarga batalla que presentaría si yo acudiera a ella en persona, pero lo que pasa es lo siguiente. Tú ya llevas unos días viviendo con ella, y si eres una chica lista, habrás encontrado una forma de ganarte su confianza, de mujer a mujer…

– ¿De qué chica hablas, perdona?

Ivan abrió la boca y los ojos como platos.

– ¡De la fierecilla… Ludmila!

– Oh, sí.

– Bueno, vale, entonces, lo que pasa es…

– Bueno, pero no tengo puerta abierta para ganarme su confianza, de hecho, porque…

– No, bueno, escucha… Tú escúchame, ¿quieres? Da igual a qué nivel hayas conseguido tratar con ella, tengo para ti el trabajo más importante que has tenido en tu joven vida. Te lo digo porque está claro que yo le soltaría una lluvia de bofetadas en cuanto dijera la primera palabra. Así que escúchame, lo que pasa es lo siguiente: tienes que convencerla para que se ponga este bañador y pose para una fotografía. Hasta es posible que tengas que hacerle la fotografía tú misma, si termina poniéndose tan testaruda como preveo. Todo esto es muy urgente, se tiene que hacer de inmediato. Usa cualquier excusa que puedas encontrar, ¿oyes los detalles de lo que te estoy diciendo? Aquí está la cámara y aquí está el bañador. Foto. ¿Me oyes? Sacando culo, sobre todo haz que saque culo. ¡Y ahora largo, deprisa, corre! -Ivan se levantó dando tumbos del banco y azuzó a Oksana hasta la puerta.

Ella cogió el bikini, que estaba húmedo de las manos de él, recogió la cámara y echó a corretear hasta las escaleras. Allí se detuvo.

– ¿Y dónde la voy a encontrar?

– ¿Cómo?

– Bueno, después de que el tío Sergei la echara del apartamento…

Ivan se quedó boquiabierto. Su cabeza se giró a un lado y al otro. Un dedo salió disparado de su manga y le arrebató el bikini de la mano a Oksana.

– Dame la cámara. Y quítate la ropa.

18

El mundo conocido terminaba en el aeropuerto de Heathrow. Los túneles que conectaban la estación de metro con las terminales de Heathrow eran una extensión de las entrañas húmedas de Londres, los afluentes vaginales de una puta vieja y encantadora, que mimaba a sus clientes hasta el mismo fin del mundo pero evitaba imponerles el cambio demasiado deprisa para que no sufrieran un shock. Así que, el aeropuerto empezaba lentamente a mostrarse, desde el cemento desnudo, pasando por el brillo efervescente de la zona comercial, hasta llegar a la luz del sol angelical.

Y más allá, los cielos.

El armamento del ejército que rodeaba el aeropuerto no era visible desde el túnel. Aquello ya le iba bien a Blair, que estaba intentando facilitar el avance de su hermano hasta la zona de salidas. Los Heath se movían inseguros, arrastrados como esperma por un flujo de gente vestida para viajar. Delante de ellos brillaba una luz blanca que se reflejaba sobre acero pulido. Más adelante, al otro lado de la luz, había un mundo nuevo.

Ahora iban a recorrer los cielos, alejándose de aquel lugar vocinglero y tumultuoso. Iban a echar por la borda todo lo diabólico y a flotar libres por encima de la albúmina baja y gris de los cielos de Londres.

El aeropuerto era una catedral.

El paso irregular de Conejo le empezó a fallar en el túnel. Se estremeció y miró a su alrededor. Tenía los hombros encorvados, como los de un niño pequeño que acaba de quedarse a oscuras.

– A ver si se me entiende, Blair…

Blair se ajustó la entrepierna, arqueando un poco las piernas.

– Vamos, Nejo, no nos va a pasar nada. Vamos.

– Debemos de estar como cabras, colega. ¿Qué demonios estamos haciendo? -La boca de Conejo se frunció para formar un dosel sobre sus dientes sólidos. Detrás de sus gafas de sol, unos ojos muy abiertos y trémulos se encogían de miedo ante el horizonte que le esperaba. Su vieja bolsa de deporte le colgaba del hombro, toda rozada y arrugada. El asa le resbaló hasta la parte interior de su codo, pero permaneció allí, inmóvil.

– Nejo, todo va a ir bien. -Blair se le acercó furtivamente-. No nos va a pasar nada malo, te lo prometo. Y piensa en esto: vas a estar lejos de la amenaza del terrorismo. Eso es un plus, ¿verdad? Ya sabes que tú odias la amenaza del terrorismo.

– Pero a ver si se me entiende. ¿Qué coño estamos haciendo?

– Nos vamos de vacaciones, Nejo. Nuestras primeras vacaciones lejos de casa. ¡Nos lo vamos a pasar bomba!

– ¿No podríamos empezar yendo a Scarborough?

Blair sacó a su hermano de la corriente de viajeros al tiempo que lo tranquilizaba y lo puso contra la pared del túnel.

– Colega, ábrete un poco de miras. Me apuesto a que han hecho lo mismo con otros pacientes clave, mandarlos a que respiren algo de aire fresco.

– Pero… me cago en la leche.

– No, Nejo, escucha, no tiene nada de siniestro. Nos piramos de vacaciones, colega. ¡A pasarlo bomba!

– Yo creía que iba a ser un viaje de trabajo. Se supone que tienes que visitar fábricas.

– ¿Y qué coño sé yo de fábricas? Asomar la cabeza y decir hola. Es un regalo, Nejo… vamos.

– Creo que voy a vomitar. Se me ha pasado el efecto del cóctel. ¿Blair? Esto es una puta locura. No hace ni quince días que salimos del centro…

Blair agarró a Conejo de los hombros. Le hizo un masaje con las yemas de los dedos y se los enderezó. Hizo que Conejo lo mirara y le devolvió una mirada tranquila, benigna. El reflejo de su cara brillaba en las gafas de sol de Conejo.

– No somos lisiados, colega. Mírame… Conejo… somos jóvenes, sanos. Somos libres. Las únicas restricciones que nos quedan las tenemos en la mente. ¿Me oyes?

– Oh, joder. Joder, colega, por Dios. Tú todavía estás colocado con esa bazofia del yanqui.

– ¿Tú no te has tomado el tuyo? Yo me he tomado otro esta mañana. -Blair se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó una bolsita-. Ten, anda, métete esto.

– ¿Y cuando se nos acaben, Blair? ¿Cuándo nos quedemos solos, en España, y volvamos a encontrarnos como siempre?

– Lo importante es que habremos dado el salto. Que estaremos en un nuevo mundo. ¿Nejo? Eso es lo que importa, bonito. Si sabemos que es conceptualmente correcto que vayamos adelante, tenemos que usar todas las herramientas posibles para vencer nuestros miedos. ¿Es que no ves cómo están saliendo las cosas, como si fueran casualidad? -Blair enarcó las cejas y su cara se alegró de forma inverosímil, como la de una madre ante su hijo recién nacido-. ¡Y todo por unas vacaciones encantadoras! ¡No nos vamos a la horca! ¡Son unas vacaciones, Conejo!

– Pero yo todavía no estoy cansado del viejo mundo. No me importaría pasar unos días en Albion House, sinceramente. Para pensar un poquito.

Blair miró a su alrededor. La última remesa de pasajeros pasaba a su lado por el túnel, en forma de comitiva cada vez más estrecha. Ahora estaba a solas con Conejo dentro de una caverna de ecos y vagos olores a aseos públicos. Decidió que aquello no podía estar siéndoles de mucha ayuda.

– Conejo, hay un bar restaurante Legge-Deethog arriba. ¿Sabes qué quiere decir eso?

– ¿Música trance?

– Desayuno inglés.

– ¿Eh? -Conejo se estremeció.

– Desayuno inglés y una tetera llena, Nejo. No iremos a ninguna parte, simplemente nos sentaremos y veremos cómo discurren las cosas a nuestro alrededor. Mientras comemos tostadas y salchichas. Y beicon. Y nos limitamos a mirar. Y si después de una comilona como Dios manda, todavía te da todo un poco de canguelo, llamamos a un taxi que nos lleve de vuelta al piso.

– ¿Desayuno inglés, dices?

– Esto es Inglaterra, Nejo. La misma puerta de entrada. ¿Tú crees que no van a tener un desayuno de puta madre en la puerta de entrada de la Verde y Bella Tierra del mismo Dios? Es una cuestión de orgullo nacional, de seguridad nacional. Éste tiene que ser la frente originaria de la mejor fritanga, el hogar de la bandera tridimensional de Gran Bretaña, su gloria comestible. Conejo, estamos en el borde de Inglaterra, asomándonos a un mundo más pobre. Un mundo sin beicon.

– Bueno, no voy a decir que no me iría bien un poco de beicon. Ya se me está yendo la olla. Me ha parecido que esa tónica estaba un poco pasada, no he querido decir nada en el momento. La tónica es una bebida bastante inestable, de hecho, ahora que lo pienso.

Blair sonrió y cerró los ojos.

– Para eso solamente hay una cosa que vaya bien, Nejo.

– ¿Grasa?

– Grasa. -Blair tiró del asa de la bolsa de Conejo para volver a ponérsela en el hombro y lo llevó de la mano como si fuera su primer día de escuela. Los dos hermanos caminaron arrastrando los pies humildemente y vestidos con sus trajes negros, túnel arriba y hacia la luz.

– ¿Habrá lavabos? -preguntó Conejo.

– Habrá lavabos.

– ¿Y mantequilla de la buena?

– Nejo…

– Sí, ya sé. Estamos en Inglaterra…


En los cuatro minutos que pasó Conejo en los lavabos, una bolsita de cóctel fue vaciada en su jarrita para el té del bar restaurante Legge-Deethog. Blair la removió hasta que se diluyó.

Conejo regresó, caminando con torpeza, y se sentó delante de su hermano. Se quedó transfigurado al ver las volutas de grasa con vetas de huevo y el supurar fangoso de los champiñones que tenía en el plato. Cortó con cautela la punta ennegrecida de una salchicha, ensartó y enrolló alrededor de la misma una banderita de beicon, lo empujó todo con el tenedor hasta las orillas de su huevo y lo sumergió en la yema. Examinó su casco pegajoso, dio un sorbo de té, mordisqueó una tostada y se metió el resto en la boca.

Conejo no levantó la vista hasta que su plato estuvo tan limpio que tenía un brillo como de satén y su taza quedó completamente seca. Y cuando levantó la vista, y reclinó la espalda en su asiento, y se levantó las gafas… ya habitaba en un mundo cargado de cálidos significados.

– Creo que me encuentro mejor -dijo.

Blair estiró un brazo por encima de la mesa y cogió la mano de Conejo. Le dio un apretón amistoso.

– Tienes buen aspecto, Nejo.

Conejo bajó la vista, se recolocó las solapas simétricamente por encima del blanco de su camisa y desplazó la peor de sus arrugas de forma que quedara debajo.

– Ya, bueno -dijo.

Estaba sentado en el centro neurálgico de Inglaterra, más conectado al resto del mundo de lo que nunca había estado. Toda su gente le pasaba por los lados. Y en todos ellos burbujeaba cierta excitación. Por primera vez, Conejo se sintió parte de una raza.

– Entonces ¿vamos a malgastar estos billetes de avión? -Blair inclinó su jarrita del té para ver cuánto quedaba.

A Conejo se le cayeron las gafas sobre la nariz.

– ¿Son para ir muy lejos? Siempre podemos volver, ¿no?

– Claro… podemos volver en el mismo avión si el sitio nos da mala espina. Podríamos hacerlo, sinceramente… nos los pasamos bomba a costa de British Airways y volvemos directamente.

– ¿British Airways, dices?

– Sí, Nejo. Desayuno Inglés Airways. Tazas Infinitas de Té del Bueno Airways. Verde y Bella Airways.

– A ver si se me entiende. Podemos ir y volver, ya sabes… los tíos estarán hasta los huevos de nosotros y de que nos lo estemos pasando bomba, y entonces, cuando crean que ya estamos sanos y salvos en España, ¡nos tendrán sentados ahí otra vez para el trayecto de vuelta!

– Eres el mismo diablo, Nejo. ¿Qué te ha entrado? Eres el número uno. Pero nunca lo haríamos.

– ¿Qué quieres decir? ¿Vamos a renunciar a una oportunidad de chotearnos? ¿Los números uno?

– Pero tú no lo harías, ¿verdad?

Conejo respiró hondo hasta llenarse el pecho y bajó su tono una octava.

– Aparten las criaturas. Vienen los patanes de los Heath.

– Bueno…

– Venga, vamos a comernos el mundo. -Conejo se adentró tambaleándose en el remolino de gente de la terminal-. ¿Adónde dices que vamos?

– A los mostradores, creo… por ahí.

– A ver si se me entiende, ¿a qué destino?

– La facturación es general, creo, Nejo… simplemente vayamos a Gracias a Dios que Somos Británicos Airways. Además, te estoy guardando la sorpresa, no lo adivinarías nunca.

– Supongo que la gente de tu trabajo no nos estará mandando a un sitio demasiado soleado, ¿verdad? Que no haga sol a saco, mis ojos no lo aguantarían. Que haga buen tiempo simplemente, más o menos temperatura ambiente. Templado y agradable, solamente por una hora, antes de que el avión dé media vuelta. Pero no muy húmedo.

– Pues claro, Nejo. Es el extranjero, ¿no?

Los mostradores de facturación estaban instalados de forma sofisticada y tecnológica frente a una pared reluciente de plástico más allá de la cual aguardaba el futuro. La pared no llegaba al techo, sino que tenía un espacio abierto encima del cual las promesas fluían como si fueran un vapor iluminado con focos. La facturación iba a ser su última acción dentro del territorio conceptual de Gran Bretaña. Blair apretó su entrepierna abultada contra el mostrador, y se fijó en que Conejo no parecía estar sufriendo su misma exuberancia eréctil. Con todo, su paseo a través del dispositivo de seguridad coincidió con el clímax del cóctel Howitzer. Pasaron al espacio gigantesco, extrañamente soleado y divino del área de preembarque. La primera tienda resplandeciente frente a la que pasaron los absorbió. Como muestra de su nueva compenetración, Conejo tuvo la consideración de elegir una revista de porno blando para su hermano.

– Un poco peluda, ésa. -Blair carraspeó.

– ¿Ésta no es buena?

– Bueno, quiero decir… es un poco continental.

– Las churris tienen pelo ahí abajo, colega.

– Mira, Nejo, yo estoy contento con…

– No, no… Tú dime qué es lo más adecuado.

Blair recorrió con la vista el estante superior de las revistas, se colocó la bolsa sobre el regazo y se acercó a Conejo para hablarle al oído.

– Lo que pasa con estas revistas, Nejo, es lo siguiente: si la foto de la portada no te pone, lo más seguro es que dentro no haya nada mejor: de hecho, casi puedes estar seguro de que los anuncios pequeños de líneas de chat de cinco centímetros por diez que hay en las últimas páginas van a estar mejor que las chicas de las páginas centrales. Mira ésta. Los culos están bien, eso sí que es un culo.

– Creo que siento que se acerca una ginebra. ¿No podemos hacer una escapadita y pillar una ginebra?

– Desde aquí no se pueden hacer escapadas. El único líquido que hay fuera de aquí es el combustible de aviación.

– Entonces puede que me haga falta una cerveza. ¿Cuánto nos falta para llegar?

– No mucho, Nejo. No mucho.

Los hermanos deambularon por el área de preembarque como si fueran el ungido de Dios, más livianos que un perfume y más resplandecientes que el hielo al calentarse. Compraron un tubo grande de Lacasitos, por los viejos tiempos. Conejo se lo metió en el bolsillo de los pantalones y se rió porque hacía parecer pequeño el bulto de los pantalones de su hermano. Los Heath continuaron flotando, con las bolsas dándoles golpecitos suaves a cada paso que daban. Su ascenso a los cielos no estaba siendo continuo y desconcertante, se fijó Conejo, sino que venía en forma de una serie de ascensos parciales, con momentos de tranquilidad para ir acostumbrándose. Desde los túneles empapados de lejía, iban ascendiendo por una serie de plataformas, cada una de ellas más grande, limpia y luminosa que la anterior.

Ya solamente faltaba el cielo en sí.

Blair cogió del brazo a Conejo y lo guió como si fuera un ciego por una serie de tramos alfombrados, a través de la puerta de embarque y por la pasarela de su vuelo, tapándole los ojos para que no viera los indicadores del destino.

Su último túnel. Una especie de falda de caucho hacía de junta con puertas del avión, protegiéndolos de las realidades de fuera, del metal abrasador y del fluido hidráulico, de la fuerza de empuje y la distensión brutales. Las luces rojas parpadeantes eran los únicos indicios de las fuerzas que gobernaban aquel páramo de asfalto azotado por el viento.

Conejo notó un cambio sutil en los pasajeros mientras éstos embarcaban, como si algo entrara soplando por el hueco que dejaban las paredes de la pasarela y trajera consigo una efervescencia más oscura y pesada. Las miradas de los pasajeros examinaban el asfalto, echando primero un vistazo a las rotaciones lentas de las hélices y luego mirando rápidamente arriba y abajo, haciendo cálculos para confirmar su tamaño en relación con el avión y lo larga que sería su caída al suelo. Después se concentraron en el ruido de los generadores y el ambientador de la cabina, que tenía matices de queroseno y café.

Blair y Conejo permanecieron en silencio. Por toda la zona del pasaje sonaba música: no la música que se habrían podido esperar, sino una serie de canciones curiosamente vigorizantes y como de otro mundo, con unos efectos extrañamente británicos.

Cuando encontraron sus asientos estaba sonando «You Only Live Twice».

Los gemelos tenían una hilera de asientos para ellos solos, cerca de la cola. Conejo eligió el lado de ventanilla. El silencio estridente conspiraba con la banda sonora para producir en él una calma curiosa, hasta que su respiración se moduló y sus labios formaron una sonrisa. La banda sonora se volvió más novedosa, más atrevida y seductora. El personal paseaba tranquilamente y se pavoneaba. El surtido de almas que lo rodeaba -algunos con aspecto de mineros del Klondike y otros de tez morena y vestidos con trajes de negocios- iba a unirse con Dios, en el cielo, mientras debajo de ellos la sociedad tragaba hollín y fregaba mugre.

Aquélla era la definición del pasajero de unas líneas aéreas.

El avión estuvo un rato rodando por la pista de despegue, dando sacudidas cada vez que se encontraba un bache. Luego sus reguladores de aceleración se abrieron con un rugido. La lluvia giró para golpear las ventanillas de lado, los utensilios se pusieron a tintinear en la cocina, y de pronto… el estruendo se apagó. El avión tembló con gravedad sobre todos sus ejes antes de salir disparado a través de un muro de nubes oscuras rumbo a un escenario chispeante y tan grande como el mundo.

Conejo abrió los Lacasitos y se echó unas cuantas pastillas de colores en la mano. Se metió una verde en la boca y se dio la vuelta para descubrir que Blair lo estaba mirando, con una sonrisa de figura bíblica.

– El nuevo mundo, Nejo.

Conejo respiró hondo por la nariz.

– No está mal -dijo-. He visto cosas peores.

Sus manos se juntaron por encima del asiento 34E.


Al cabo de un rato, una sensación de humedad hizo que Conejo abriera los ojos de golpe y mirara frenético a su alrededor.

Un ataúd lo estaba esperando, colocado de pie junto a la puerta, visible desde su vieja cama metálica. Más allá del mismo, vio que Blair se acercaba vestido con un cárdigan viejo, un cárdigan de color beige con parches de cuero marrón en la pechera y los codos. Sus pantalones marcadamente planchados le veían un par de centímetros cortos, algo que Blair creía que le daba un aire moderno y desenfadado, y no el aire de alguien a quien se suele ver rondando con una mochila de escolar en una estación de tren.

– Conejo -dijo-. Puede que a las doce ya no esté aquí, así que solamente quería desearte… buena suerte.

Las palabras golpearon a Conejo Heath con la fuerza de la verdad: habían programado su muerte para el mediodía. El gobierno había hecho esfuerzos para asegurarse de que todo saliera bien. Las doce era una hora conveniente para todo el mundo, ya que se podía almorzar inmediatamente después y la pérdida de tiempo era mínima. Aquello concordaba con el espíritu de la nueva Gran Bretaña. Ya se había gastado demasiado a expensas del contribuyente.

– Bueno, o sea, lo que te estoy diciendo -la mirada de Blair flotó sobre la cama- es que tal vez no esté aquí a las doce. Lamento las molestias, siento no poder estar en todas partes al mismo tiempo. En fin, sea como sea, solamente quería desearte buena suerte, y…

Conejo levantó la vista para mirarlo, incapaz de hablar. Levantó la vista y esperó.

– Que Dios te bendiga -dijo Blair.

Pasó una mano sobre la placa grabada del ataúd de Conejo y le dio unos golpecitos como si el propio Conejo la hubiera fabricado en la escuela. Luego salió de la habitación, dejando la puerta abierta. El corazón de Conejo se infló por la gravedad del momento, pero en el fondo de su mente sabía que Blair tenía cosas que hacer aquel día. Podía ser un hombre muy ocupado, con aquellas ambiciones tan elevadas que tenía, con sus asuntos y sus absorbentes causas. Conejo lo sabía perfectamente. Si él hubiera ayudado a su hermano a llevar la carga del progreso, ahora éste tendría más tiempo libre. Si hubiera sido una persona como era debido, y no un parásito, habría mostrado un poco más de consideración.

– ¿Qué ha sido eso? -Conejo se despertó con un sobresalto.

– ¿El qué? -Blair se despertó a su lado e inclinó una oreja para escuchar.

El capitán se estaba dirigiendo al pasaje. Conejo enseñó sus dientes salidos en dirección a Blair.

– ¿Acaba de decir menos veintiocho putos grados?

– Oh, mierda, Nejo. Oh, Dios. Se me ha pasado el efecto. ¿Tú puedes sentir el tuyo? El mío se me ha pasado. -Blair se palpó la entrepierna.

– ¿El refresco? -Conejo frunció el ceño-. No lo he tomado. Éste soy yo en estado normal.

– Sí que lo has tomado. Lo tenías en el té.

– No, al final he bebido de tu jarrita. El mío tenía un colorcillo raro. ¿Me estás diciendo que me has puesto drogas en el té, joder?

– Bueno, o sea, ¿cómo, si no, ibas a conseguirlo? No me irás a decir que has venido por tus propias agallas. No me irás a decir eso.

– Pues resulta que sí, joder. Yo creía que íbamos a pasarlo bomba en España. ¿Adónde vamos, que está a menos veintiocho putos grados?

– Mira, Conejo…

– ¿Adónde, Blair?

– A Yerevan.

– ¿Y eso dónde coño está?

– En Armenia.

– ¡Me cago en la puta! Ahí sí que vamos a pasarlo bomba. Ooh, Blair, por favor.

– Necesito una dosis, Nejo, no lo aguanto.

– Bueno, por mí no te cortes. Por Dios bendito, Blair… hostia puta.

– Las bolsitas están con el equipaje. No puedo cogerlas, estamos en pleno aterrizaje. No me siento la polla, eso no es buena señal. Estoy asustado, Nejo.

– Te está bien empleado, joder. A ver si se me entiende. Llevamos más de cinco horas volando, vete a saber a qué hora vamos a llegar a casa. Vamos a estar hechos polvo. Chiflado de los cojones.

El avión descendió por entre las nubes hasta una niebla que flotaba como vodka congelado. Las sacudidas se detuvieron y el avión quedó quieto sobre su eje, bajando con un silbido suave y convirtiendo el aire en ectoplasma con sus faros. El morro se elevó bastante antes de que la pista de aterrizaje apareciera en forma de mancha gris difusa y excavada a lo largo de un trecho de hielo y de nieve.

Un olor nuevo y gélido invadió la zona del pasaje.


Blair estaba callado y pálido al salir del avión. Se dirigió deprisa, con pasos cortos y temblorosos, a la terminal. Conejo lo seguía arrastrando los pies. Cuando los gemelos llegaron al área de llegadas, Blair examinó aquel espacio de cemento desnudo. Había un montón de hombres con chaquetas de camuflaje y sombreros militares de piel apoyados en las paredes, o de pie, o bien paseando con sus armas automáticas por un vestíbulo de dos niveles en el centro del cual serpenteaba una cinta transportadora de equipajes. Dos tiendas pequeñas ocupadas por empleadas aburridas ofrecían un centenar de bebidas alcohólicas en botellas en apariencia idénticas. Era pasada la medianoche, hora local. Ya no salían ni llegaban más vuelos. Conejo y Blair se contaban entre la docena escasa de pasajeros de su vuelo que habían aterrizado en Yerevan. Y de éstos solamente dos -una chica pelirroja que llevaba puesto algo que parecía el cadáver de una oveja y un hombre alto y de aspecto soñoliento con un montón de cámaras colgando- parecían ser ingleses, o remotamente occidentales.

La inverosimilitud del hecho de que los gemelos se encontraran en aquel lugar congelado y parecido a un búnker de pronto endulzó el recuerdo de su viaje por los cielos. Los uniformes azules, blancos y rojos. Acentos de East Anglia, del norte y del West Country. Tazas de té. Mantequilla de la buena. Galletas de mantequilla.

Blair hurgó en su bolsa en busca de una bolsita de cóctel. No parecía haber ningún sitio donde sentarse a tomar un refresco, así que se lo vació en la boca, sin diluir. Los cristales le estallaron en la lengua y le hicieron toser.

– Bueno -farfulló, mirando a su alrededor.

– ¿Bueno qué? -dijo Conejo-. ¿Cuánto falta para que volvamos a subir al avión? Me muero por un cigarrillo, espero que por lo menos haya tiempo de salir a echar un pitillo. -Recorrió con la vista la triste escena postsoviética-. ¿Crees en que la tienda aceptarán dinero de verdad? Tenemos que llevarnos algo a casa, aunque sea para demostrar que hemos estado aquí.

– Hum. -Blair se pasó una mano por la entrepierna-. Creo que todavía falta una eternidad, Nejo.

– No podemos ser los únicos que se han bajado de nuestro avión, ¿verdad? -Conejo vio cómo los dos últimos pasajeros desaparecían en la niebla-. No será que todo el mundo se ha quedado en el avión para volver ya, ¿verdad, Blair?

Un soldado observaba a los dos hermanos. Al ver que evitaban su mirada, se acercó hacia ellos y les hizo un gesto con su arma en dirección a una ventanilla. Ellos obedecieron. La ventanilla resultó ser un puesto del servicio de inmigración. Blair intentó explicar que estaban en tránsito.

– En tránsito -le gritó a la mujer-, seguimos nuestro viaje.

– Volvemos a Inglaterra -añadió Conejo por encima de su hombro.

Blair le hizo un gesto brusco con la mano.

– Shhh, Nejo, ya me encargo yo.

– Tú dile que nos volvemos, que no nos hace falta visado.

– Bueno, pero ahí está el problema: que no nos volvemos, Nejo.

– ¿Qué quieres decir?

– Que estamos en tránsito.

Conejo se volvió para mirar a su hermano, con los brazos colgando.

– Habla por ti, colega. Yo me voy para casa.

Mientras lo decía, un gemido de turbinas resonó a través de las puertas de la terminal. Blair tensó la boca para formar una sonrisa y abrió mucho los ojos para formar lo que confiaba en que fuera una expresión alentadora. Lo que parecía, sin embargo, era una calavera suplicante.

– Bueno, pero ahí está el problema: el billete es para un lugar más adentro del Cáucaso, en el lado ruso. Son mucho más civilizados allí, Nejo, o sea, no ibas a creer que te iba a dejar aparcado en un sitio como éste, ¿verdad? ¿En un rincón cualquiera del extranjero? Y lleno de soldados. Me podría haber quedado en casa, si lo que quería era dejarte aparcado entre soldados y armas. Nos vamos a un sitio como Dios manda, y nos van a venir a recoger al avión y a cuidar de nosotros. Solamente tenemos unas cuantas horas de tránsito, para acostumbrarnos a las cosas y mirar un poco las tiendas. Ten: en ese tiempo te puedes fumar un cartón entero de pitillos y le podemos entrar a ese matarratas de licor que tienen por aquí, en las tiendas. Nos lo vamos a pasar bomba.

– Me abro a casa ahora mismo.

– Bueno, pero Conejo, es que el avión acaba de seguir su camino a Tashkent.

Conejo se levantó las gafas y posó la mirada sobre Blair. Se quedó un momento inmóvil, sin que apenas pareciera que respiraba. Luego se quedó boquiabierto.

– Dime que te estás marcando una vacilada colosal.

19

– ¿Y dónde está esta hija de usted? -Abakumov caminó en círculo por la habitación principal de la cabaña-. Después de tanto lloriquear, ahora resulta que son ustedes una familia con el suficiente dinero como para mandar a una hija de vacaciones.

– No sabemos dónde está. -Irina le echó un vistazo a Olga, que estaba sentada, respirando con dificultad, junto a la ventana-. La tragedia visita hoy su vida, ya que a su prometido lo han matado en el cruce, tal como le acabo de decir. Una bala en el corazón es el pan de cada día, así que no es precisamente una señal de respeto el que diga usted que se ha ido de vacaciones: esa noticia la va a destrozar.

Maksimilian estaba fuera, echando nieve encima del cadáver de Gregor. Sus madres rezaban para que no entrara con la pistola.

Lubov dio un golpe de barbilla.

– Es muy preocupante la muerte del joven Bukinov. Pero me lleva a hacer otra pregunta más importante: ¿dónde están mi Gregor y mi Karel, y dónde está tu jodido chaval con el tractor?

Siguió un momento de silencio, roto por los suaves susurros y los pedos del fogón y acompañado de parpadeos de su luz.

– Bueno. -Olga cambió de postura en su silla-. Si eso es todo lo que tienen decir, me llevo mis doloridos huesos a la cama.

– Ni hablar. -Abakumov se interpuso en su camino-. Porque aunque se haya esforzado usted en llenar de humo su chabola, no ha conseguido suprimir el olor a carne podrida. Lo cual me lleva a creer que sigue teniendo el cadáver del viejo en su habitación: algo que constituye otro delito. -Se dio la vuelta para contemplar tanto a Irina como a Olga, y extendió lentamente las manos hacia los lados-. He intentado ser justo con ustedes. Les he dado todas las oportunidades de responder correctamente a esta situación. Pero ustedes han demostrado ser demasiado salvajes para merecer el más básico de los respetos humanos. Y en base a eso, sin necesidad de hacer más valoraciones, les declaro incapaces de cuidar a una criatura. Y declaro sus naturalezas y forma de vida demasiado impropios para permitirles ser propietarios u ocupantes de una propiedad tan cercana a la frontera. -Hizo una pausa para dejar que sus palabras calaran-. Me veo por tanto, y lamentándolo muchísimo, obligado a llevarlos a ustedes a un lugar donde puedan ser juzgados y reasentados. A la criatura se le encontrará un hogar adecuado. -El inspector se volvió hacia Lubov-. ¿Cree usted que va a aparecer alguno de sus hijos? Puede que me haga falta algo de ayuda para llevarme a unos especímenes como éstos.

Y mientras lo decía, una ráfaga de aire trajo un ruido de voces a la puerta. Lubov fue hasta allí y miró el exterior con los ojos guiñados.

– ¡Mira por dónde! Basta que lo diga usted, inspector, y ya vienen.


– ¿Quieres tranquilizarte? -La madre de Ivan se recolocó un medallón enorme de falso estilo persa sobre las telas de su bajo cuello y se miró en el espejo del baño con una cara como de lagarto.

– ¡Estoy perfectamente tranquilo! -vociferó Ivan desde la puerta-. Tómate todo el tiempo que necesites, y deja que nuestros visitantes, nuestros clientes, que sin duda tienen amigos en casa esperando que les recomienden algún servicio como el nuestro, y que tienen al americano pendiente de si les va bien, se esperen en el aeropuerto de Stavropol, con sus miles de dólares en metálico, pasando frío.

– ¡Eres peor que una novia usada en su noche de bodas!

– O sea, no es que la gente que merodea por el aeropuerto de Stavropol sean tipos desagradables. No se puede decir para nada que sean capaces de decir cualquier cosa para que nuestros clientes se metan en sus taxis y se dejen despojar de un dinero sobrante que de otra forma se gastarían insensatamente con nosotros, encontrando el amor verdadero y una maravillosa vida familiar.

Anya salió taconeando por la puerta del baño y le arreó un tortazo a su hijo.

– Tendría que haberte puesto nombre de niña cuando naciste -gruñó-. ¿Acaso ha venido ya el coche a buscarnos?

– ¿Quieres decir si todavía nos espera para llevarnos? -Ivan puso los ojos en blanco-. ¿Acaso está todavía aquí, o bien Sergei ha muerto de viejo mientras esperaba para darme las llaves y el coche ya no es más que un montón de hierro oxidado bajo la nieve?

– ¡Bueno, no cojas hemorroides por eso…! ¡Ni siquiera sabemos dónde está la Ludmila esa, desde que el maleante de tu primo la puso de patitas en la calle!

– ¿Y solamente por eso tenemos que olvidarnos de todo el negocio? ¿Quieres que dejemos a los millonarios ingleses sentados sobre sus maletas de piel de cocodrilo hasta que salga el próximo vuelo? Oksana está registrando la ciudad y tiene instrucciones de no parar hasta encontrar a la chica. ¿Cómo puede una montañesa de ojos verdes desaparecer en Kuzhnisk? Yo la podría encontrar con los ojos vendados, siguiendo el rastro de heridas que va dejando su lengua. Además, si por alguna razón no la podemos encontrar, pues bueno, el amor es voluble, estoy seguro de que se enamorarán de otra de nuestras pequeñas joyas, hasta de la misma Oksana, que al fin y al cabo es la de la fotografía que mandamos.

– Humm. Bueno, solamente una parte de ella. Tras escucharte, solamente puedo aconsejarte que eches una cagada bien grande antes de que los hombres lleguen a Kuzhnisk. Una cagada enorme, viendo el circo de ratones que has preparado.

– ¡Bueno, el circo crece y crece mientras te espera! ¡Si no te pones un cohete y empiezas a moverte, no vamos a tener tiempo de enseñarles la fábrica!

La madre de Ivan se detuvo para ahuecarse el pelo con las yemas de los dedos.

– Pero ¿en la fábrica toca semana de sándwiches o semana de municiones? Porque el americano no manda a nadie a ver las municiones.

– Bueno, ¿cómo lo voy a saber? Si los ha mandado hoy, entonces verán lo que sea que estén haciendo hoy.


El mal tiempo empeoró mientras Ivan y su madre iban en el coche de Sergei hasta Stavropol, por unas carreteras que solamente estaban señaladas por las marcas que los neumáticos anteriores habían dejado en la nieve. El viejo Gaz Volga se pasó todo el camino gimiendo y gruñendo, igual que Ivan y que su madre. Para cuando llegaron a las primeras carreteras limpias, y el humo de Stavropol apareció elevándose delante de ellos, ya habían acordado que lo mejor sería montar una fiesta en el Leprekonsi, que era propiedad de la madre de Ivan. Harían una parada en la fábrica de Liberty en el camino de vuelta y así solventarían sus deberes con la empresa. Luego lo correcto sería una fiesta, en compañía de Oksana y sus amigas. Al fin y al cabo, los ingleses estarían cansados, y lo más seguro es que prefirieran buscar el don de una vida familiar al día siguiente. Además, la información que Anya les extrajera mediante el alcohol les daría más pistas sobre la magnitud de su necesidad y de lo que estaban dispuestos a hacer.

Ivan entró conduciendo en el aeropuerto. Llegaba tarde y no se molestó en aparcar. Aparte de dos hombres temblorosos con trajes negros -uno de los cuales llevaba gafas de sol por debajo de una mata rebelde de pelo y el otro iba peinado de forma muy esmerada-, allí solamente había los lugareños de costumbre.

– Solamente veo a esos dos tipos religiosos. -Ivan limpió el interior del parabrisas con un pañuelo.

– Bueno, ellos no pueden ser. -Anya chasqueó la lengua-. Mira el de la izquierda, qué ojos tiene. Está claro que es un evangelista fanático, o un miembro de una Iglesia Carismática. Y en cuanto al otro, tu tío Igor se fue a la tumba con mejor pinta.


Debían de haber pasado dos horas más. A Ludmila le resultaba difícil no hacer caso de la mujer sudorosa del café, que ahora rondaba murmurando y dando porrazos con sus cacharros en el mostrador. Las ollas y las cucharadas hacían un estrépito como de disparos a través del aire aceitoso.

Por fin la mujer soltó un soplido y puso los brazos en jarras.

– ¿Vas a tomar otro café, o te va a resultar más barato pedir agua, o quizás simplemente aire? ¿Quieres que te ponga una tacita de aire?

Ludmila giró sus ojos hundidos hacia la mujer.

– Pero escúcheme, señora: hoy está sirviendo usted algo más que café en su local. Porque yo le estoy sinceramente agradecida de estar sentada aquí, en un día muy difícil de mi vida. No voy a estar aquí eternamente, y no le suplico nada. Pero por favor, dese cuenta de que, con la suerte que tengo, estos cafés se pagan con dinero adelantado de mi funeral.

– ¿Pues te importa pedir otro adelanto? Porque llevas sentada aquí toda la noche por el precio de cuatro cafés, lo cual hace que éste sea el funeral más barato del mundo.

A Ludmila se le ensombreció la mirada, pero aun así refrenó su lengua.

– ¿Qué clase de sopa tiene que no consista exclusivamente de agua?

– Sopa de patata -dijo la mujer-. Pero una sopa de patata solamente te comprará cuarenta minutos. Una hora si pides pan. ¡Hay que poner unos límites!

Ludmila dio un golpe de barbilla en dirección al mostrador.

– Entonces tomaré sopa con crema y cebolla y pan, seguida de un café, y espero no oír más bilis hasta que se haya marchado el próximo tren.

– Mírame. -La mujer se señaló la cara-. ¡Anoche te dije que cuando pasara el tren tenías que marcharte y volver en otro momento! No te creas que porque has cometido la idiotez de mandar dinero en un tren del pan ya eres inquilina de mi café. ¡No! El guardia con el que trataste puede que vuelva o puede que no, yo no tengo nada que ver con eso. Lo que te digo es lo siguiente: ¡no eres la primera persona del mundo que pierde dinero en los trenes del pan, ni que viene lloriqueando a mi café por ello!

– No estoy buscando dinero, solamente quiero que alguien me lleve a Uvila, o al cruce de Ublilsk. Tengo que encontrar a mi marido, que es soldado, y que lucha por mantener la guerra lejos de su miserable café, para que pueda usted continuar despotricando e insultando a los clientes sin preocuparse de nada. Con el magnífico negocio que le he conseguido al guardia del tren, tendría que estar contento de llevarme.

– Sí, y puede que en la nieve crezcan piñas. ¿Vas a comerte la sopa y luego largarte a esperar en el callejón, o bien simplemente te vas ya a esperar al callejón?

– Traiga la sopa -dijo Ludmila.

– Pues tú saca el dinero.


Abakumov y Lubov salieron de la cabaña y examinaron la oscuridad en busca del origen de las voces. Los sonidos entrecortados no parecían tanto aproximarse como estar simplemente de paso.

– ¿Karel? ¿Gregor? -gritó Lubov.

– ¿Quién anda? -preguntó una voz de golpe.

– Sal que te veamos, quien sea que habla -ladró Abakumov-. ¡Sal a la luz!

– ¡No! ¡Sal tú a esta luz! -El haz de una linterna iluminó la nieve que había más allá de la verja-. ¡Colócate delante de la casa! -gritó la voz. Se oyó el clic y el chasquido de un arma al amartillarse.

Abakumov y Lubov salieron al patio y se detuvieron, sin tener las manos del todo en alto pero sin tenerlas tampoco bajadas.

– ¿Eres Lubov Kaganovich, la del almacén? -gritó la voz del que llevaba la linterna.

– La misma.

– Entonces tranquila. -El haz de luz osciló para iluminar a dos soldados ubli con uniformes de invierno de los más gruesos y ametralladoras-. Tenemos que advertiros encarecidamente de que os marchéis: en el frente van a aumentar las hostilidades y los gnez nos vienen detrás con la intención de ocupar todas estas casas de las montañas.

20

– Pero ¿qué cojones has hecho?

– Acéptalo, Conejo, por el amor de Dios. Piensa en ello como una aventura. Lo pasaremos bomba. -Blair se recolocó una bolsa de la tienda libre de impuestos sobre la entrepierna y ahogó un grito cuando ésta le rozó el glande. Conejo se desató y se volvió a atar los tres albornoces, que se había puesto por encima del traje para entrar en calor. Los gemelos se mecían hombro con hombro en el asiento trasero del Gaz mientras éste botaba y daba bandazos como una bola de cañón por el hielo, Ivan se peleaba con el volante y Anya chillaba palabrotas y se agarraba dramáticamente. El trayecto en coche a Kuzhnisk era un ballet tenso, y el olor a VapoRub no contribuía precisamente a mejorar las cosas.

– Pero ¿qué cojones has hecho, Blair?

– Bueno, no es el fin del mundo: Todavía te queda un cóctel aquí para tomarte, si notas que te estás rajando.

– Cada vez que me despierto de uno de esos putos cócteles me encuentro metido en líos todavía más grandes.

– Bueno, pero mira a tu alrededor, Nejo: ¡son unas vacaciones en la nieve! Unas vacaciones de esquí, una escapada alpina. ¡La mayoría de gente mataría por una escapada alpina!

– En primer lugar, colega, la palabra «alpina» implica Alpes. En segundo lugar, te voy a matar con mis propias manos ahora mismo.

Blair hundió las mejillas y se recolocó la bolsa libre de impuestos sobre el regazo, lo que le hizo dar un suspiro. La bolsa del aeropuerto de Yerevan -dentro de la cual había un coñac armenio en caja de regalo y dos vasos de cristal labrado- había llamado por fin la atención de Ivan después de dar tres vueltas al aeropuerto de Stavropol. Aun así, Ivan permaneció escéptico sobre aquellos dos hombres, pese a que Anya confirmó sus identidades en una conversación a chillidos a través de la ventanilla del coche. Debían de ser muy ricos, pensó Ivan. Increíblemente ricos, si esperaban que unas jóvenes los cortejaran con la pinta que traían.

– Pero ¿qué hostias has hecho?

– Mira, tómate un poco, después todavía nos quedarán dos bolsitas. -Blair silbó una melodía sinuosa y echó un vistazo a su alrededor como si fuera un escolar en autobús. Aunque estaba saboreando la huida de la conciencia que le causaba habitualmente el Howitzer, el efecto le resultaba más débil que antes. Frunció el ceño y silbó un poco más.

De vez en cuando Ivan le dedicaba una sonrisa lasciva por encima del hombro, hacía un gesto hacia la bolsa de la tienda libre de impuestos y se señalaba la boca con el pulgar. Los gemelos asentían con la cabeza, soltaban sendas risitas y enarcaban las cejas. Las de Blair se levantaban con expresión optimista, para mostrarle a Conejo que estaban en manos amigas. Conversando en voz baja con su hermano, llegó a decirle que los gestos de Ivan eran un buen ejemplo de cómo los extranjeros se hacían amigos a pesar de las culturas y las barreras lingüísticas: que la gente afable de todas partes hacía bromas a partir de cualquier situación que tuvieran a mano, y que las convertían en punto de referencia para toda cordialidad futura. Vendrían más codazos, guiños y libación de pulgares en siguientes horas, dijo Blair.

Conejo chasqueó la lengua.

– O sea -dijo Blair devolviendo una risita en dirección al asiento del conductor-, yo ahora me dedico a las relaciones globales. Es mi carrera, Nejo. Supongo que no querrás obstaculizar mi carrera, ¿no?

– Y una mierda pinchada de un palo. Lo que pasa es que eres un pequeño gilipollas patético que ha tenido que viajar cinco horas en avión para encontrar a alguien a quien tirarse.

– Nejo, Nejo, Nejo -suspiró Blair-. Nejo, Nejo, Nejo, Nejo. ¿Qué vamos a hacer contigo? ¿Qué vamos a hacer con el viejo Nejo?

Conejo frunció el ceño.

– ¿Dónde está la tarjeta?

– ¿Qué tarjeta?

– La tarjeta de débito. Dámela.

– ¿Por qué? -Blair se llevó una mano apresuradamente al bolsillo de los pantalones.

– Dámela. Voy a hacer que den la vuelta, me vuelvo al aeropuerto y me compro un billete a casa. Tú puedes hacer lo que te dé la gana.

– Bueno, lo siento pero no puedes llegar tan lejos y luego rajarte. ¿Qué pasa con los chavalotes? ¿Y con pasarlo bomba? ¿Colega?

– Estar tumbado en España comiendo bocatas de patatas fritas y pronunciando mal de forma deliberada las palabras locales es pasarlo bomba, Blair. Que te lleven secuestrado a estercoleros congelados del Tercer Mundo llenos de gente gordita con unas caras que parecen Citroëns viejos es una puta broma.

– Bueno, yo me desmarco de eso.

– Dame la puta tarjeta.

Anya se volvió para mirarlos con recelo.

– No es tan estercolero aquí, cuando tú acostumbra. Aquí señoritas muy guapas. Después de pocos vodkas tú acostumbra.

– ¡Lo ves! -dijo entre dientes Blair, cogiendo el coñac-. Por Dios santo, díselo con amabilidad. -Llenó los dos vasos y los pasó al asiento delantero. Ivan soltó un rugido de placer y se echó su bebida garganta abajo. Anya lo rechazó, mirando a Ivan con el ceño fruncido. Los hermanos dieron un sorbo cada uno.

– Ahora dame la puta tarjeta. -Conejo llevó la mano al bolsillo de Blair.


El sol ya se había puesto cuando el Gaz entró resoplando en Kuzhnisk. Una luz salobre caía sobre los arcenes nevados. Los penachos de vapor y de humo se elevaban hasta ese cielo salobre, mostrando que todo estaba inmóvil, aunque no bien.

En el coche se había llegado al acuerdo de que Conejo regresaba a Londres. En el asiento trasero se había hablado mucho inglés en voz baja y en el delantero mucho ruso. El Gaz se había pasado más de una hora tan lleno de murmullos como un terrario. Aquello hizo que el viaje les resultara incómodo a los ingleses, que les fuera más incómodo que los calzoncillos de lana de invierno que durante un tiempo llevaron en Albion House. Se hicieron un par de paradas para lo que Anya aprendió que se llamaba «meadita», o «meadica». Después de la última de éstas, durante una pausa en los murmullos, la mujer empezó a pastorear la atención de los Heath hacia el redil adecuado:

– Bueno pues -dijo-. Todavía tenemos que afrontar coste de dos personas, ahora tarde para cancelar.

– Por supuesto -dijo Blair.

– Cuando pague ahora, en dólar metálico, tiene descuento de veinte por el ciento.

– Sí, sí, claro.

El coche patinó por un recodo de las afueras de la población, se introdujo serpenteando en un callejón y chocó con un montón de nieve. Ivan apagó el motor y esperó un momento a que se extinguiera su escopeteo. Los gemelos miraron el exterior y vieron lo que parecía un almacén de gran tamaño. El edificio gemía, hacía ruidos metálicos y parecía temblar sobre sus cimientos. Un letrero situado encima de su puerta metálica decía: Soluciones Globales Liberty.

– Mira, Conejo. -Blair señaló allí.

Los dos hermanos permanecieron expectantes en sus asientos, pero parecía haber un problema. Anya usó un pañuelo de papel para limpiar una sección de ventanilla en forma de mirilla y se puso a echar vistazos a un lado y a otro y a murmurar en ruso.

– Bah -dijo Ivan.

A continuación se produjo entre los asientos delanteros un intercambio de reproches y de perdigones de saliva. Una sílaba particularmente explosiva terminó por propulsar a Ivan fuera del coche, después de lo cual procedió a meter a los gemelos a toda prisa en el edificio y le escupió unas palabras a una recepcionista tristona mientras entraban. La mujer acogió su tono sin un solo temblor. Ni siquiera la imagen de Conejo con sus albornoces la inmutó. Señaló una puerta de gran tamaño y se quedó apuntando en aquella dirección con el dedo hasta que los hombres entraron sin prisa por la misma. En el interior, un Apocalipsis zumbaba, martilleaba y vomitaba luz caliente.

– ¿Éste es el sitio? -gritó Conejo.

Blair metió la mano en una caja que había junto a la puerta y sacó una bala. Su marca de fábrica consistía en el dibujo diminuto de un águila o bien un demonio en posición de descender en picado. Mientras examinaba el cartucho, Anya entró de sopetón por la puerta que quedaba detrás de su espalda. Ivan soltó una palabrota con voz ronca. Los gemelos se volvieron para mirarse entre ellos. Con el rabillo del ojo vieron que Anya le soltaba un bofetón a su hijo. -Pero ¿qué cojones has hecho?

Ivan abrió la puerta de una patada y dio un golpe de barbilla para indicar a los hermanos que lo siguieran. Blair se metió la bala en el bolsillo y regresó hasta el coche, con los brazos en alto como un trapecista. La neblina fue formando un remolino detrás de él, rizándose para trazar estampados de cachemir en el haz de uno de los focos de la fábrica.

– A ver si se me entiende. Anda que no me reiría yo si te viera intentar meter una de ésas en un sándwich.

– Déjalo estar, Conejo.

El Gaz dejó una huella limpia en la nieve con el guardabarros del lado del conductor al arrancar, y apenas había alcanzado el traqueteo lento de un ferry cuando Anya giró unos dientes manchados de pintalabios hacia los gemelos.

– Cuando paguen inmediatamente, dinero metálico, habrá descuento más grande. -Y se llevó una mano al pecho que quedó calzado en el espacio que quedaba entre los asientos.

– Sí, por supuesto -dijo Blair-. Pero, o sea, tendremos que cargarlo a una tarjeta, porque no hemos pasado por ningún banco de camino.

Anya frunció el ceño. Varias ráfagas de ruso crepitaron a lo largo del salpicadero, en tono cada vez más agudo. Luego volvió a dirigirse al asiento trasero.

– ¿Qué dinero metálico tienen encima de vosotros?

– Creo que a mí me queda un billete de cinco. ¿Tú cuánto tienes, Nejo?

– Sesenta y un peniques. Pégate la gran vida.

Blair se volvió hacia la mujer con una sonrisa.

– Me temo que solamente tenemos cinco libras esterlinas.

Otro galimatías en ruso, que al principio sonaba como un ruidito de las marchas de un coche al averiarse. Luego fue ganando peso, pasando a ser borboteos oscuros y guturales que parecían el principio de una arcada y por fin se convirtió en una serie de horrísonos chillidos, como un noticiario reproducido al revés en un gramófono.

– ¿Otro coñac? -Blair dejó la botella suspendida entre los asientos.

– Niet. -Los rusos hicieron gestos negativos con la mano.

– Aquí hay problema. -Anya miró a los hombres a la cara-. No acepta tarjeta en Kuzhnisk. Ni nosotros, ni nadie. No dinero con tarjeta. Aeropuerto de Stavropol tiene tarjeta, tiene metálico, pero automóvil no hay gasolina para ir a Stavropol.

– Ya veo. -Blair se pellizcó la barbilla-. Lo que me está diciendo en la práctica, pues, es…

Anya levantó una mano y cerró los ojos. Los gemelos vieron que los párpados se le adherían entre sí como mitades de una fondue quemada.

– El señor Coniejo tiene que viajar para ir a aeropuerto de Stavropol: única solución es ir con él y coger dinero de tarjeta.

Conejo le dio unos golpecitos en el dorso de la mano.

– Eso es, monada. Nos volvemos. Yo pillo mi billete, tú pillas tu pasta y luego el señor Blah puede…

– Bueno, pero Nejo, acaba de decir que no tienen gasolina para hacer el trayecto, joder.

– Entonces déjame que diga una cosa nada más: pero ¿qué cojones has hecho, Blair, te das cuenta?

– Oh, vete a la mierda.

Conejo se levantó las gafas. Hablando en voz bien alta delante de la mujer, se dispuso a descubrir cómo iban a regresar al aeropuerto. Mientras él hacía esto, Blair se sirvió un poco de coñac en un vaso y vació una bolsita de solipsidrina en el mismo. Cerró la mano en torno al vaso y contempló cómo los destellos de colores se reflejaban en su piel.

– Es solamente tren que va de Stavropol a Kuzhnisk. -Anya chasqueó la lengua-. Para eso hay falta dinero metálico.

Blair se acercó a Conejo para hablarle al oído.

– ¿No notas que acecha un líquido a base de uva?

– Dámelo, anda. -Conejo le quitó el vaso de la mano.


La mujer se colocó sudorosa detrás de Ludmila mientras ésta se entretenía con su sopa.

– ¿Qué pasa? ¡Está muy caliente!

– Bueno, si usaras la crema en lugar de velarla como si fuera una tía moribunda, descubrirías que sirve para enfriar. ¿Quieres que te introduzca yo la crema en la sopa, sin coste adicional?

– Y escúcheme: ¿acaso no acabo de abonarle a usted el precio completo de esta comida, incluyendo el precio de una mesa donde comérmela?

– No, me vas a escuchar tú a mí: eres una holgazana, una holgazana y una vagabunda, y mi vida ya es bastante difícil sin tener que aguantarte en mi local como a una garrapata. Te diré una cosa: aunque entre el guardia del tren por esa puerta mientras estás comiendo, pienso echarte para que hables con él en otro sitio. ¡Tu situación no es responsabilidad mía!

– Déjeme identificar un problema que tiene usted en su forma de pensar. -Ludmila se secó la boca con el dorso de la mano-. Imagine usted un lapso simple de tiempo, una noche entera. Usted me ve aquí todavía y piensa: «lleva aquí toda la noche con cuatro cafés y una sopa». Ésta, si me disculpa usted, es la forma incorrecta de abordar el concepto. Porque la verdad es que usted no ha estado aquí esta noche: he visto a la otra chica adormilada a través de una rendija de la puerta de la cocina. Así que por lo que a usted respecta, es posible que yo ni siquiera haya estado aquí. Y estuviera yo aquí o no, si usted tiene abierto las veinticuatro horas, para aprovecharse de los trabajadores de la fábrica además del personal ferroviario, tiene que esperar que también vengan clientes de noche por otras razones. Y lo que es más importante para usted, he consumido cinco cosas, lo cual me convierte en su cliente más fiel del día: cinco veces he sido clienta de su café, sin importar que entrara por la puerta cada vez en el sentido físico. Y he causado mucho menos desgaste a su local y a su mobiliario, sobre todo a la puerta, que el último turno que ha venido de la fábrica de Liberty.

– ¿Quieres hacer el favor de llevarte esa sopa a la boca?

– ¡Ja! ¡Soy su mejor clienta y escúchala!

– Y solamente has consumido cuatro veces, porque la visita al baño cuenta a favor mío, no tuyo. Admítelo ante ti misma: pasarse la noche entera y la mitad del día en un café es lo que hacen los vagabundos.

– Ja, bueno. -Ludmila enarcó las cejas y se reclinó suavemente en su asiento-. De pronto veo en esta comida muchas consumiciones individuales. De hecho, como dienta que paga, ahora el mayor de mis deseos es comerme cada bocado de patata como si fuera un bocadillo diminuto, con su panecillo diminuto. Voy a empezar a cortar los trozos, para que pueda usted empezar a ver el proceso.

– ¡Sal de aquí! -El sudor del sobaco de la mujer salió volando hasta la puerta de cristal.

Ludmila levantó el pan hasta colocárselo delante de los ojos y empezó a separar el primer trozo.

– ¡Fuera! -La mujer tiró de un porrazo al suelo el panecillo que Ludmila tenía en la mano y tiró de su silla para apartarla de la mesa.

– En ese caso tengo una sugerencia. -Ludmila agarró su bolsa, se desvió para coger el panecillo del suelo y le quitó el polvo frotándolo en el abrigo mientras la mujer la arrastraba del brazo hasta la puerta-. Coja un poco de esa grasa y aplíquesela al culo para meterse por él este café, que habrá sitio de sobra, hasta para un jardín con estanque habrá sitio.


El Gaz fue haciendo surcos hasta la estación de Kuzhnisk, donde se deslizó de lado durante los últimos diez metros. Todos permanecieron un momento sentados en silencio, desentumeciendo brazos y piernas. Luego Anya suspiró y se volvió hacia su hijo.

– Bien, pues. Tú te quedas con el que tiene pinta de ansioso y yo haré el viaje con éste, el ermitaño de la cueva, hasta Stavropol.

– ¿Qué? -Ivan se quedó boquiabierto-. ¡Llévatelos tú a los dos! ¿Qué voy a hacer yo con ninguno de ellos, si no entiendo ni una palabra de lo que dicen?

– Pero escúchame, entre los dos no tienen para pagar ni un billete de tren, ya estamos gastando demasiado capital. Qué propones, ¿que les paguemos el tren a los dos? ¿O sea, que estrujas a tu madre para invertir en ese ordenador tuyo de las narices y luego, cuando llegan los clientes de pago, todavía tenemos que invertir más?

Ivan giró las palmas de las manos hacia arriba y las agitó en dirección a su madre:

– ¡Pero eso no es capital! ¡Es liquidez! ¡Y tú eres la que tiene los recursos idiomáticos, te correspondía a ti asegurarte de que estuvieran preparados antes de salir del aeropuerto! No creerás que el mundo de fuera vive con dinero en metálico, ¿no? No tendrían sitio en la ropa para llevarlo todo. Lo único que usan son las tarjetas. ¡Tendrías que saberlo, como socia a partes iguales en el negocio!

– ¡Bueno, pues te digo una sola cosa más, Ivan Illich! -Anya saltó fuera del coche, blandiendo un dedo en dirección a su hijo-. ¡Viajaré con los dos, pero será el último aliento que malgaste en ninguna de tus iniciativas empresariales de perezoso! ¡Das más trabajo que una cabra recién nacida!

– ¡Bah! -gritó Ivan.

– ¡Bah, bah, bah! -gritó su madre, manteniendo en equilibrio la mole bamboleante de su corpachón con las manos.

Blair salió como pudo del coche. El frío deshizo a tortazos un fuerte olor persistente a VapoRub. Blair puso los brazos en jarras, se inclinó hacia un lado y al otro y respiró hondo una bocanada de humo de boñiga. Después echó un vistazo por la avenida envuelta en neblina, con su ristra de farolas chisporroteantes. Visto desde Kuzhnisk, el mundo parecía desvaído, como si uno lo mirara a través de la media de una enfermera.

Conejo salió del coche, revitalizado por el coñac. Respiró hondo y soltó una vaharada de vapor hacia la oscuridad. Le vino la imagen de un cigarrillo. Se registró la ropa en busca de uno.

Las vías del tren empezaron a soltar silbidos y ruidos metálicos por detrás del andén. Anya tiró de la manga de Blair y los tres se dirigieron a las escaleras del andén.

– ¡Si viaja de izquierda a derecha, no es el tren que queréis vosotros! -gritó Ivan detrás de ellos.

– Ya sé qué tren es -gritó Anya-. ¡Yo ya cogía estos trenes antes de que tú nacieras!

Un claxon sonó ronco cerca de allí y el grupo subió las escaleras con la ropa ondeando al viento como extras de El acorazado Potemkin. Cuando llegaron arriba, se encontraron el andén vacío. Mientras cruzaban el espacio de cemento, Blair oyó gritos en el extremo a oscuras del andén. Miró en aquella dirección.


A Ludmila le resplandecían las lágrimas en los ojos. Dejó a la mujer gorda vociferando detrás de ella y echó a correr por el callejón con su bolsa abrazada contra el pecho, mordiendo con furia bocados del panecillo.

El tren se acercaba por el andén con un resoplido, y cuando ella apretó el paso en dirección al mismo, tres figuras se cruzaron de golpe en su camino. Una era obviamente un sacerdote, envuelto en túnicas. El sacerdote pasó de largo, pero otro hombre que llevaba un traje negro se detuvo, se volvió hacia ella y se la quedó mirando. Ludmila nunca había visto una mirada como la que le dedicó aquel hombre. Ella frunció los ojos, invitándolo a que diera muestras de reconocerla o a que hiciera algún gesto que delatara sus intenciones. Como el hombre no hizo nada de aquello, ella bajó la vista y caminó hacia el borde del andén. El tren se detuvo a su lado con un gemido.

– ¡Ludmila! -dijo una voz de hombre.

Ella se dio la vuelta. Tanto el sacerdote como la anciana se detuvieron y siguieron la mirada del hombre. A Ludmila le resultaba familiar aquella anciana, y salió de las sombras para verla más de cerca.

– ¿Es Ludmila Ivanova?

– ¡Ludmila! -dijo el hombre.

– ¡Espera aquí, no te muevas! -Anya se puso en acción con movimientos entrecortados y echó a andar pesadamente por el andén en dirección a las escaleras-. ¡Ivan! ¡Ivaaan!


Blair sintió un cosquilleo. Se llevó las manos a la entrepierna. La chica era como una niña sin casa del siglo xix bajo la luz marrón de la estación: más pequeña de lo que él había imaginado, más delicada, mojada y arrugada. Tenía los ojos hundidos en las cuencas, aunque seguían siendo lo bastante grandes como para resplandecer. Ella masticó y se detuvo, volvió a masticar y se volvió a detener, guardándose un bulto de comida dentro de la mejilla. El ritmo intermitente de su masticación transmitía una falta de artificio que hizo que su autenticidad lo impresionara. Porque en el frío de la realidad, donde suelen morir los sueños, Ludmila atraía las miradas de los hombres por todo su cuerpo, ansiosas por cualquier traza de mujer, ansiosas por cualquier parte de ella más pronunciada que su mata de pelo negro azotada por el viento. Y en aquella cacería, en el proceso en que los ojos se reajustaban a las sutilezas de ella, desde debajo de los abrigos emergían vislumbres de una mujer, vislumbres que eran como avisos de tormenta.

Hasta sus ojos amenazaban con morder.

Y cuando veía a hombres con ganas de morder, los labios se le volvían un poco más carnosos.


Ludmila dio otro bocado cauteloso de pan. Miró a los sacerdotes, inclinó la cabeza en gesto respetuoso y echó a andar por el andén en dirección al vagón. El hombre del traje negro echó a andar tras ella, llamándola mientras ella corría. Y, entre tanto, el sacerdote desarrapado hacía el esfuerzo de simular que iba detrás de ellos, aunque estaba claro que confiaba en que la situación se resolviera sin que tuviera que ponerse en ridículo corriendo.

Ludmila llegó al vagón del guarda y asomó la cabeza por la puerta. El guardia casi chocó con ella al salir al andén.

– Soy cliente del servicio del pan -dijo ella, jadeando-. Tengo que suplicarle que me lleve.

– ¿Qué vagón del pan? -El guardia pasó al lado de ella y contempló el andén.

– El de Ublilsk.

– ¡Bah! Ése ya ha pasado a la historia. -El guardia vio una figura de negro que dejaba atrás el último vagón de carga. Detrás del hombre, un poco más allá en el andén, había otra figura, obviamente un hombre de Dios entrado en años. Probablemente un vidente famoso, con semejante pelo y con aquellas túnicas y las gafas de sol en plena noche.

Ludmila echó un vistazo al interior del vagón.

– No voy lejos, y no seré mala compañía.

El hombre del traje negro llegó resoplando. Ludmila no se volvió, pero le dirigió una mirada suplicante al guardia. Éste saludó con la cabeza al sacerdote y se volvió hacia ella.

– ¿Viaja usted con estos religiosos?

Ludmila se dio la vuelta hacia el desconocido.

– Sí -dijo.

– Bueno, pues no llegarán lejos si se quedan fuera del tren. -El guardia les hizo un gesto para que entraran en el vagón-. Deprisa, venga, no nos pueden ver negociando en el andén. Y se lo digo con voz clara: si viene un inspector, la puedo hacer bajar del tren en cualquier momento.

Mientras el guardia desplegaba una bandera y agarraba un silbato con los dientes, el sacerdote le gritó algo a su camarada el de los pelos, que ahora se acercaba dando tumbos como un enorme pájaro sin alas.


– Nejo, ¿nos vamos o qué?

– ¿Qué cojones estás haciendo?

– Vamos. A pasarlo bomba.

– Pero…

– Tienes que coger el tren de todas maneras, ¿no?

– Pero a ver si se me entiende… ¿qué pasa con Anya, y con el tío?

– Nejo, ¡ésta es la chica! A ellos ya no los necesitamos: ¡tengo a la chica! Menuda suerte nos ha traído, Nejo, esos dos estaban a punto de sacarnos la sangre. ¡Ahora nos la llevamos con nosotros al aeropuerto, a la civilización! Tú te puedes volver a casa, yo tal vez me busque una habitación para un par de noches. Y nunca se sabe: ¡después tal vez me la lleve a casa y todo!

– Ooh, joder, Blair.

El guardia hizo sonar su silbato. El tren soltó un resoplido, repiqueteó y empezó a moverse. Blair saltó a bordo y estiró un brazo para ayudar a Conejo a subir detrás de él.

Anya regresó al andén, bamboleando la cabeza a un lado y a otro como si fuera un pavo en busca de los dos hombres a su cargo. El tren ganó velocidad y ella levantó la vista a tiempo de ver cómo los hermanos pasaban frente a ella, saludándola con la mano a través de la puerta del vagón. Ella se apartó soltando un chillido. Levantó los brazos y echó a andar detrás de ellos como un pato, agitando las manos, hasta el final del andén, donde la oscuridad se la tragó.

Conejo echó un vistazo grave a su hermano.

– Se me está yendo la olla otra vez.


Después de que el guardia se retirara a su cabina, Ludmila se apoyó contra un montón de sacas de correo en un rincón del vagón. No se le ocurría ninguna razón para hablar con los sacerdotes, aunque le producía curiosidad el que uno de ellos conociera su nombre. Los mantuvo vigilados con el rabillo del ojo y pronto se quedó adormilada gracias al suave bamboleo del tren.

21

Blair miró a Ludmila desde el suelo. De pronto no tenía nada que decir. Ella estaba en su mundo. Él no. Los inicios de todo lo que él quería de ella permanecían escondidos debajo de muchas capas de abrigos y de una cultura y un idioma desconocidos. El abismo entre ambos parecía inmenso. Con todo, sentía que la aventura del tren únicamente podía acercarlos. Ludmila parecía saber que él había venido a por ella: de ella emanaba cierta calma, como un resplandor, tal vez nacida del alivio. Una calma casi melancólica.

Tenían todo el tiempo del mundo.

Blair le dio un codazo a su hermano.

– En el aeropuerto nos pegaremos una comilona como es debido.

– Será mejor que tengan bocatas de beicon. O las próximas vacaciones me las paso en Blackpool.

– A mí tampoco me importaría zamparme una hamburguesa -murmuró Blair. Examinó el vagón, deteniéndose aquí y allí, y se mordió ligeramente el labio. Al cabo de un momento clavó una mirada perdida en el techo-. ¿Crees que nos estamos acercando, Nejo?

– No si se tarda tanto en tren como hemos tardado en coche.

– No, me refiero a nosotros.

– ¿Eh? ¿Qué te hace preguntar eso?

– Acabo de oírme diciendo que quiero una hamburguesa. No es muy habitual. Tal vez después de todo nos estemos acercando el uno al otro.

– Tienes mucho camino que recorrer después de todas las arrogantes memeces que has estado soltando últimamente. En todo caso, no soy yo el que se ha distanciado. Yo soy el mismo de siempre.

– Pero has disfrutado del vuelo, ¿no? Y del aeropuerto.

– Supongo.

– No, has dicho que habías flipado. Que era un mundo nuevo y todo eso.

– Blair, ponte manos a la obra, anda. Preséntate a la chati y deja de decir chorradas.

Blair paseó su mirada como si ésta fuera una hormiga por la cara de Conejo.

– No tendrías que estar quejándote tanto.

– ¿Por qué no?

– Porque estás colocado de solipsidrina. Te la he echado en el coñac.

– Ya lo sé, lo estoy combatiendo.

– Pues no lo combatas, por el amor de Dios: ¿qué sentido tiene eso, Conejo? Necesitamos estar juntos en esto, formar un frente unido. O sea, es algo que nos ha llegado a unir mucho en los últimos dos días.

Conejo suspiró.

– Es algo que nos ha traído al suelo de un vagón de carga helado, Blair. Fue divertido la primera vez, ahora es una mentira desesperante. Un cóctel de repeticiones vacías y sensibleras. Tú dices que elimina los condicionamientos que molestan, yo digo que elimina la puta razón.

– Shh, Nejo. No seas cenizo.

– Escucha, las cualidades que tu supuesto cóctel elimina existen por algo, Blair. Son las vocecitas que nos disuaden de violar y saquear. Puede que a tu amigo yanqui le vaya bien sin ellas, pero nosotros somos gente civilizada, de un país antiguo y civilizado. A ver si se me entiende, joder.

Blair mantuvo el ceño fruncido durante un largo momento y luego parpadeó varias veces.

– Bueno, ahora estás hablando igual que la enfermera jefe. O sea, ¿en serio crees que si esto fuera tan peligroso como tú dices estaría disponible con sabor a cerezas silvestres?

Conejo dirigió a su hermano una cara dentuda y fatigada.

– ¿Quieres ponerte manos a la obra y ligar con tu chati? Si no te das prisa, se la va a llevar el guardia.

Blair desvió la mirada a las sombras. Luego se levantó pesadamente del suelo y se deslizó por la pared hasta donde estaba Ludmila. Sus movimientos la despertaron. Ella levantó la vista mientras él se sentaba a su lado y le ofrecía la mano.

– Soy Blair -dijo.

– Bleh -repitió ella- ¿América?

– Inglés. En todo caso, deberías saberlo, después de aquel email tan bueno que me mandaste. -Se le acercó para hablarle al oído y olisqueó el frío de su pelo-. Me encanta la foto, por cierto. Supongo que te la hiciste en verano, no te imagino yendo en bikini con este tiempo.

Ella se apartó un poco, perpleja, y lo examinó un momento.

– ¿Por qué tu viene a Kuzhnisk?

– Bueno, a buscarte.

– ¿A mí? ¿A Ludmila?

Blair parpadeó. Debía de ser un juego. Estaban comportándose como los niños pequeños, aprendiendo mediante juegos inocentes.

– Sí, a ti. A Ludmila. Te llamaré Millie.

Ella lo cogió de una solapa de la chaqueta y se la zarandeó.

– ¿Tú viene de ayuda? ¿De Dios?

Él lo pensó un momento. De pronto la inclinación de su cara, la deferencia de su mirada, cobraron un sentido distinto.

– No, no, cielo santo. No soy un hombre de Dios, solamente es un traje negro.

Ludmila se quedó mirando cómo la miraba él. Blair consideró que el intercambio de miradas era un triunfo para él y se puso radiante. Ella se encogió de hombros y bajó la vista.

Blair le puso una mano en el hombro.

– Mira… solamente me gustaría conocerte. Tenemos todo el tiempo del mundo. -Hizo una pausa para ver si ella lo entendía-. Podemos hablar despacio y empezar a conocernos. No haré movimientos rápidos. ¿Lo entiendes?

Ella asintió mirándose el regazo.

– Eres preciosa.

– Gracias.

– ¿Te importa que me siente contigo? -Blair inclinó la cabeza como si estuviera razonando con un cachorrillo.

Ludmila le echó un vistazo a la cara y se apretujó más contra los sacos, pegando las rodillas al pecho. Luego apoyó la cabeza en ellas y cerró los ojos.

A Blair se le aceleró el corazón. Contempló cómo una cascada de pelo negro le descendía sobre una mejilla -que se veía más suave y carnosa desde aquel ángulo- y llegaba a las dunas perfectas que bajaban deslizándose por el canalillo. Al respirar no movía la cara. El instinto de Blair le decía que rodeara por completo el cuerpo de ella. Se sentó reclinando la espalda, con el pene duro y tenso. Le preocupaba el que ella no le diera más conversación. ¿Es que no sentía curiosidad? ¿No tenía nada que preguntar sobre Inglaterra? ¿Ni sobre el tiempo que iban a pasar juntos? Él tendría que expandir las fronteras de su mente para que asimilara aquella otra cultura tan nueva. Estaba claro que era una joven endurecida por la vida, una heroína silenciosa.

Y luego, un pensamiento repentino: era tarea de él darle conversación. Él era el hombre, se esperaba que fuera él quien llevara a cabo el acercamiento, sobre todo en una cultura tan rústica como la de ella. Estaba clarísimo. Su respiración se volvió entrecortada, sintió la punzada del pánico. Allí a los hombres se los debía juzgar por la fuerza y la velocidad de su acercamiento. Tal vez ella ya lo hubiera juzgado. El hecho de que hubiera caído dormida era una señal de aburrimiento, una retirada inconfundible del cortejo. A él le habían bastado diez minutos para desbaratar todo el juego.

Su mente se puso a trabajar, a repasar los pasos que se imaginaba que ella habría dado aquella mañana. Se habría despertado temprano, y no había dormido de la emoción. O no, mejor… no habría pegado ojo. Los ojos de él se movieron sobre el cuerpo de ella. Ella iba desaliñada de una forma muy sugerente. Lo cual quería decir que se habría pasado la noche forcejeando con la almohada, luchando con ella, y también con él, pero finalmente habría sucumbido a su fuerza, a su posmodernidad. A su pene. Ella se habría dejado caer boca abajo con un berrinche, sabiendo que era una invitación, dejándolo bien claro al extender lánguidamente las piernas, abriéndolas hasta que la seda que había entre ellas se abismó en su sexo.

Pero Blair se sorprendió a sí mismo temblando cuando la verdad apareció en su mente: ella había ido antes de tiempo a la estación, se había pasado el día entero dejando un rastro de pies por todo el andén, creyendo que él llegaría en un tren anterior. Y cuando por un milagro apareció su amado, su salvador, lo único que él había podido hacer era quedarse boquiabierto. Obligarla a quedarse mirando, a quedarse de pie con todo el frío que hacía hasta que la decepción la había hecho salir corriendo por el andén. Y cuando por fin él, con displicencia, la había seguido hasta el tren -no con la galantería decisiva del aventurero, sino por la pura conveniencia de dejar a Conejo en el aeropuerto-, había permitido que el guardia lo sentara lejos de ella sin decir ni una palabra.

Y ahora, como era comprensible, ella fingía que dormía.

O tal vez era verdad que se había quedado dormida, para acallar el dolor de su corazón. O bien, como tenía una capacidad tan profunda para el dolor, lo estaba guardando dentro para que madurara, para que la atormentara y se infectara.

– Puede que le apetezca un Lacasito. -Conejo le dio un codazo a su hermano, y se tomó su tiempo, y no pocos resoplidos y gruñidos, para sentarse a su lado-. Antes de que se te vaya la pelota del todo.

– La he cagado, Nejo. Se ha ido.

Conejo chasqueó la lengua.

– Chorradas. Mira… -Se colocó las gafas sobre la frente, le dio un golpecito a Ludmila en el hombro y se echó un montón de Lacasitos en la mano ahuecada, cobijándolos como si estuviera protegiendo un pollito-. ¿Te apetece un Lacasito?

Ludmila se incorporó. Echó un vistazo a la mano de Conejo, luego a su sonrisa desquiciada y por fin sonrió.

– Prueba uno verde. -Conejo dirigió un caramelo con la mano, lo aparcó en el borde mismo de la mano y puso una cara de actor mudo en peligro mientras la golosina se tambaleaba allí. Luego llevó la mano a la boca de ella, la apoyó entre su labio y su barbilla y echó el Lacasito dentro. A Ludmila le centellearon los ojos y luego los abrió mucho cuando él le fue poniendo el resto sobre la lengua. Se esforzó por masticar entre risitas e hizo un gesto de rendición con la mano cuando él fue a coger más.

Conejo le enseñó el tubo de Lacasitos.

– Inglaterra -dijo-. Magia.

– Maagia -Ludmila asintió.

Conejo le dio un codazo a su hermano y reclinó la espalda.

– ¿Lo ves?

– Bueno, lo siento, pero ahora sí que la has cagado por completo. Has malinterpretado totalmente las señales.

– ¿Cómo?

– Bueno, no es tan fácil como tú crees interactuar con una cultura tan frágil y compleja. Requiere una serie de delicadas maniobras psicosociales, no se puede entrar al trapo como si fueras un presentador de un programa de tertulias. Lo siento si ese pequeño detalle no encaja en tu proyecto de progre salvagatos amigo de todo el mundo.

– ¿Salvagatos? Es tu bocaza la que quiere interactuar, colega. A ver si se me entiende. Yo solamente intentaba ayudar.

– Bueno, pues en el futuro no te molestes. Sinceramente, y además lo que menos le hace falta a ella es azúcar refinado, y colorantes. Has tardado menos de un día en empezar a contaminar el lugar.

– Se te ha pasado el efecto de la bebida, ¿verdad? ¿Y la polla se te ha encogido?

– ¡Shhh! Por el amor de Dios. Éstos son unos momentos cruciales para generar impresiones. Sus sentidos están registrando cada sensación fugaz como las primeras imágenes que ve un bebé. Le estás causando un daño impensable a esas impresiones, y yo personalmente…

– Calla ya y vete a tomar por el saco. -Conejo se movió de lado para llamar la atención de Ludmila. Abrió mucho la boca y señaló a su hermano-. Es un soplapollas, ¿verdad? ¡Todo un abuelo puñetas, peor que mi puta abuela, vaya!

Ludmila se rió de la cara de Conejo, y del espíritu vigorizante que emanaba de sus gestos.

Se acercó a ella.

– ¿Puedes decir «soplapollas»?

– ¡Te lo digo en serio, Nejo, déjalo ya!

– Sopapollas -dijo Ludmila.

Conejo señaló a su hermano, con el ceño fruncido.

– ¡Soplapollas! -Luego se señaló a sí mismo y asintió con solemnidad-. El mejor.

Ludmila sonrió y pinchó a Conejo con el dedo.

– ¡Sopapollas!

Él puso cara de palo. Sacó el labio hacia fuera, lo hizo temblar y se dio media vuelta, sollozando.

– ¡No! -Ella gateó hasta arrodillarse a su lado y lo acarició como a un gatito-. ¡Noooo!

Conejo se dio la vuelta de golpe, le tocó la mejilla con el dedo y arrastró el trasero hasta sentarse al lado de Blair.

– ¿Lo ves? Ahora te toca a ti.

– Vete a la mierda.

– ¿Es hermano? -Ludmila señaló a Blair.

– Eso mismo, cariño, mi diabólico gemelo. Ni siquiera tiene ombligo.

– No escuches, Millie. Hombre malo. Hombre malo, malo.

– Mí gusta. -Ludmila miró a Conejo.

– Bueno, muchas gracias, joder, Conejo, es todo lo que puedo decirte. Muchas gracias, joder.

Conejo le guiñó un ojo a Ludmila y, curiosamente, le mandó un golpe de barbilla. Luego le pasó el brazo por la espalda a Blair.

– Escucha, colega, solamente hay una diferencia entre tú yo, mientras estamos aquí sentados. Y es que yo no he pensado en tirármela.

– No me hables, Conejo. Lo has estropeado todo.

– Mierda, soy yo el que vuela a casa. Tú vas a tener todo el tiempo que te apetezca en la pensión de mala muerte de algún aeropuerto, con un letrero de neón sórdido meciéndose al viento. Con esas letras jodidas del revés que tienen aquí. Tú y ella solos, Blair. A ver si se me entiende.

Blair consultó el reloj de pulsera y suspiró.

– ¿Cuándo llegamos a Stavropol, Millie? ¿Sta-vro-pol? -Se señaló el reloj de pulsera.

– ¿Stavropol? -Ludmila le examinó la cara, luego la de Conejo, antes de señalar hacia la parte trasera del tren-. ¿Stavropol? ¿Vosotros ir?

– Sí -dijo Blair-. Stavropol. Tren. ¿Cuánto tiempo?

Ludmila se encogió de hombros y movió los ojos un momento mientras calculaba.

– Mañana -dijo.

– ¿Mañana?

Conejo frunció el ceño.

– Un momento: ¿en qué dirección está Staverpool? -Señaló primero al frente del vagón y luego a la parte de atrás-. ¿Por ahí, o por allí?

– Ahí es Stavropol. -Ludmila señaló hacia atrás.

– ¿Y adonde va este tren, pues? -preguntó Conejo-. ¿Qué hay hacia ahí?

– Uvila -dijo Ludmila-. Ublilsk. Mi casa.

Conejo se volvió hacia Blair, se levantó las gafas y se lo quedó mirando.

– Pero por el amor de Dios, ¿qué has hecho?

– ¿Vosotros venir a mi casa?


La noche era negra, y afilada como un carámbano, cuando el tren aminoró la marcha chirriando hasta casi pararse en el Cruce de Uvila. No se detuvo del todo, sino que se limitó a reducir la velocidad mientras unos hombres tiraban unos sacos desde el andén. El guardia los recibió con un saludo de la mano y un grito. Una ola de frío entró de golpe por la puerta, trayendo consigo un olor a limpio, un aura a nieve y a su polvo.

Ludmila saltó del vagón con su bolsa y corrió unos cuantos pasos sobre la nieve para contrarrestar el impulso del tren. Al mirar de reojo, vio a los ingleses en la puerta, preparados para seguirla. Se detuvo, sacudió las botas para limpiarlas y los vio trastabillar como ancianas con sus bolsas. La presencia de aquellos hombres debía de responder a alguna razón, aunque Ludmila no se imaginaba cuál podía ser. Con todo, estaría agradecida si la acompañaban en el viaje a Ublilsk. Uvila estaba en la zona más segura de donde se libraba la guerra, pero había kilómetros enteros de llanos y estribaciones que cruzar.

Ludmila no podía saber qué situación la esperaba en casa. Confiaba en encontrar allí a Misha, protegiendo y consolando a su familia. O bien en encontrárselo por el camino, esperando, desesperado por haberla perdido.

Con todo, fuera cual fuese la situación, lo mejor sería que llegaran antes del amanecer.

Oyó un golpe y un gruñido detrás de ella. El inglés del traje negro se había desplomado sobre la nieve y ahora rodaba. El más gracioso de los dos, Koniejo, estaba en cuclillas como un gnomo al borde de la puerta del vagón, mirando el andén con los ojos muy abiertos, paralizado de miedo.

– ¡Tsalta! -gritó su hermano, haciendo unos gestos con los brazos como si estuviera apartando el aire de la trayectoria de Koniejo-. ¡Tsalta, Koniejo!

Koniejo saltó justo cuando empezaba la rampa que comunicaba el andén con el suelo. Rodó como si fuera un par de pilludos en plena pelea, con las túnicas y los cinturones volando por todas partes, y desapareció con un porrazo dentro de un montón de nieve que había al final de la rampa. Ludmila fue a buscarlo. Le tiró de la manga y le dio un manotazo para quitarle la peluca de nieve que se le había formado sobre el pelo.

Fuera cual fuese la curiosa fortuna que había llevado a los hermanos ante Ludmila, ella decidió que tenía que ser un premio. Un deseo que, curiosamente, se le había concedido.

Tenía la intuición de que aquellos dos iban a cambiar la situación en Ublilsk.


– Pero ¿qué cojones has hecho?

El tren se alejó traqueteando, y las tres almas miraron cómo sus luces se alejaban en la noche.

Blair se volvió hacia Ludmila. Intentó poner una mandíbula de hombre intrépido y profesional.

– Pues tendremos que establecer un plan. ¿Cuándo sale el próximo tren para Stavropol, Millie?

– Hum. Mañana. O el otro día.

– Ya. Bien. ¿A qué distancia está la población más cercana?

Ludmila tuvo que mirarlo con atención y con los ojos fruncidos para entenderlo. La expresión de su cara cuando hizo esto le clavó a él una puñalada en el corazón.

– Hum. -Se quedó pensativa-. A Ublilsk… ¿diez kilómetros?

– ¿Diez kilómetros? -escupió Conejo-. ¿Cuántas putas millas es eso? ¡Unas siete millas, hostia! ¿Vamos a caminar siete putas millas por toda esta mierda de nieve?

– No está tan lejos, Nejo. Casi seguro que cada milla son dos kilómetros.

– Pues no, mira por dónde. Está a una burrada de millas de aquí.

– Ya. Bueno. Lo que trato de decirte es que… no tenemos opción, vamos a tener que continuar. Ludmila, ¿hay una carretera que lleve al pueblo? ¿Es posible que veamos algún coche?

– Hum. ¿Coche? No.

– ¡Nos vamos a congelar, joder!

– Vamos, Nejo. Imagínate la sopita caliente que nos tomaremos cuando lleguemos. Una taza de té. ¡Pastel de carne!

– Dame las bolsitas, Blair.

– Eh, ahora te escucho.

– Las voy a vaciar en la puta nieve.

– Vete a la mierda. No es más que un preparado con sabor a cereza.

– Escucha lo que te digo: si veo que te llevas la mano cerca de la bocaza, te arranco las pelotas. Y a la primera oportunidad que tenga, te quito las bolsitas. Esto ya ha ido demasiado lejos.

Con toda la confianza de un cerdo trufero, Ludmila sorteó todos los montones más profundos, encontró un camino allí donde no parecía haber ninguno y guió a la pareja, que iban gruñendo y peleándose entre ellos, a través de la noche sin luna. La nieve les azotaba las caras de vez en cuando, y los hombres no tardaron mucho en perder toda noción del tiempo y el espacio. El efecto de los cócteles disminuyó hasta desaparecer, y curiosamente, en la oscuridad de aquel lugar extraño, la mera idea de los mismos resultaba absurda. El cóctel pertenecía a un mundo con otros conceptos y referencias: un viento acre de Ublilsk barrió todo aquello como si fuera pelusa.

Blair dejó de sentirse las manos y los pies. Por primera vez en su vida no tenía más remedio que seguir adelante. Si perdían de vista aquel objetivo, se enfrentaban a la muerte, y tal vez también se enfrentaran a ella aunque no lo perdieran. Lo que los mantenía en movimiento era Ludmila. Mientras el frío presionaba sobre ellos, les despojaba de sus sentidos y les desnudaba la mente de todo lo que no fueran pensamientos autónomos y esenciales, su atención permanecía fija en el faro en el que se había convertido Ludmila, que seguía caminando sin miedo.

Pasado cierto punto, los Heath dejaron de pelearse. Apenas hablaban. Los hermanos no se imaginaban lo que les esperaba al final del viaje -ciertamente pobreza, tal vez miseria, y también peligro-, pero a medida que iban dando tumbos detrás de la chica como patitos, dejaron de ser parte de su propio viaje para convertirse en parte del de ella. Quedaron reducidos a nada más que sistemas nerviosos, carentes de presunción y de sueños. Y descubrieron que, mientras que los zarcillos que formaban el ser de Ludmila estaban fuertemente entrelazados en torno al núcleo que sostenía su espíritu, el núcleo de ellos no existía. Sin preocupaciones cotidianas, sin tazas de té, sin medicaciones, ni comidas favoritas, ni música, ni noticias… ellos no eran nada.

– ¿Falta mucho? -preguntó al cabo de un rato Blair.

– Hum. Tal vez ocho más kilómetros.

Y un cohete de mortero explotó cerca de ellos.

22

Una luz parpadeó delante de ellos. Blair se echó a llorar en silencio al verla. La luz apareció, se disipó y volvió a aparecer en forma de un puñado de fragmentos resplandecientes. Él se detuvo, intentando calcular la distancia. Vio que la luz se encontraba a lo lejos, detrás de unas ramas de arbustos que había en primer plano. Cuando pasó junto a los arbustos, la luz apareció delante de él, tan grande como un sol. Pero no era más que un puntito lejano, cuya aura reverberaba, hinchada, a través de lágrimas congeladas.

Ya casi se había acostumbrado al ruido de los disparos y los morteros.

Conejo llevaba un rato sin hablar. El ruido de sus pasos en la nieve resultaba suficiente como señal de vida. Llevaba sus albornoces, mientras que Blair no llevaba nada, aunque se había puesto un jersey debajo de la americana. Ludmila se había detenido varias veces para esperarlos, y una vez para zarandear el brazo de Conejo y tirar de él cuando se quedó aletargado. La última vez que Conejo la había mirado, ella avanzaba impertérrita y con un flujo continuo de vaho saliéndole del pañuelo. Blair ya no la miraba. Estaba más que claro que era la líder en la caminata.

No podían saber que avanzaba con la imagen de Misha en mente.

Después de un centenar de metros, la luz se multiplicó hasta asumir la forma del puñado de farolas que funcionaban en el pueblo de Ublilsk. Pero en cuanto los hombres las contemplaron, sintieron que les subían los ánimos, Ludmila viró bruscamente y los hizo subir por la ladera de una colina hasta que las luces desaparecieron de su vista.

– ¡Millie! -dijo Blair-. ¡Ludmila!

Ella no respondió. Él no dijo nada más, y, gimiendo ahora ocasionalmente, echó a andar detrás de ella por las dunas de nieve. Fue como si Dios les hubiese perdonado la vida cuando, después de haberse preparado para lo peor, los hombres vieron que Ludmila aminoraba la marcha y levantaron la vista para distinguir la silueta de una cabaña enclavada a apenas treinta metros de un pliegue de la colina. Con pasos cuidadosos, ella se acercó a la pared y se puso a escuchar. Se veía luz en el interior de una ventana escarchada, y también a través de la rendija que quedaba debajo de la puerta. Ludmila se acercó y se quedó en cuclillas. Todo parecía estar en silencio. Sin hacerles ninguna señal a los hombres, giró el pomo de la puerta.

– Es Gregor -dijo una voz en el interior. Era Lubov.

Ludmila entró.

Los gemelos Heath la siguieron.


– ¡Quietos ahí, identifíquense! -Abakumov se despertó de repente en su silla.

Los gemelos no le hicieron caso y corrieron hasta el fogón.

– ¡Milochka! -Irina fue correteando hasta su hija y empezó cubrirla de besos. Olga comenzó a berrear y a servirles comidas a los santos con las manos. No comidas amargas, sino dulces. En pleno revuelo de saludos, de comidas y de poner los ojos en blanco, nadie prestó atención a los dos desconocidos durante un momento.

Abakumov se los quedó vigilando, mirando de arriba abajo el traje negro que llevaba uno y lo que parecían ser las túnicas reunidas de los tres Reyes Magos que llevaba el otro, además de su pelo apelmazado. Enarcó una ceja al mismo tiempo que Lubov, que permanecía huraña en la oscuridad. Miraron cómo los hombres se desplomaban en el suelo, intentaban sentarse y por fin caían junto al fogón, con las cabezas apoyadas en sus bolsas.

– O sea, que ésta es la hija pródiga.-Abakumov caminó lentamente, dando un rodeo al grupo de mujeres-. Está claro que ha viajado desde muy lejos para traer a estos religiosos a la chabola de ustedes. Pero no puedo decir que eso mejore su situación.

– ¿Éste quién es? -le preguntó Ludmila a sus madres en Ubli.

– Un inspector del Estado -dijo Irina.

Ludmila miró al hombre de arriba abajo y pasó por encima del torso de Blair para quitarse el abrigo y colgarlo detrás de la puerta, como si la estuvieran llamando sus tareas de costumbre.

– Sí -continuó Abakumov en ruso-. Soy el inspector del Estado. Antes de que yo evalúe la situación que tenemos aquí, en caso de se les escape a ustedes algún detalle de la misma, debo comentar algo sobre el estado de estos hombres que tienen aquí y que aparentemente son sacerdotes. ¿Cuál es su procedencia, y por qué tienen un aspecto tan maltrecho?

Ludmila bajó la vista. Los ingleses estaban tirados a los pies de ella como montones temblorosos de ropa sucia.

– Hay una guerra, por si no se ha enterado. Les han quitado los abrigos y los gorros a punta de pistola. Hemos tenido suerte de escapar vivos.

– Ya veo. -Abakumov se acarició la barbilla, examinando a los hombres-. Y yo me pregunto: ¿qué hombre robaría el gorro de un clérigo y te dejaría los dos abrigos que llevas?

– Ja, el hombre por el que pregunta es un soldado gnezvarik, tal vez una persona que no está en el círculo de conocidos de usted. ¿O es que se imagina usted que el tipo se iba a luchar al frente vestido de mujer?

Olga soltó una risita, henchida de orgullo de que su lengua tuviera una sucesora tan aventajada.

Aquella bienvenida espoleó a Ludmila a continuar.

– Tal vez tendría que haberle ofrecido al hombre mi pañuelo y mi ropa interior, en lugar de la ropa de los sacerdotes, porque después de todo…

– ¡Ya basta! -dijo Abakumov en tono cortante-. Veo que eres igual de difícil que el resto de tu familia, cuya barbarie ya me ha dejado embotado del todo.

– Pues no debe de haberse quedado lo bastante embotado, si me lo encuentro merodeando en mi casa a altas horas de la madrugada. -Ludmila se puso de pie junto a los ingleses, irradiando determinación por los ojos-. Debe de ser un hombre de grandes arrebatos para que yo me lo encuentre en semejante situación. No puedo culpar a estos hombres por esconder las caras en el suelo, después de ver una vergüenza como ésta. ¡Un inspector, acechando solo en una casa llena de mujeres indefensas!

– ¡Silencio! -La cara de Abakumov empezó a enfurecerse-. Estoy en pleno proceso de llevarme a esas que llamas tus madres, y a la niña, por crímenes contra la naturaleza, y de paso contra el Estado. A menos que me muestres razones para que yo no proceda a ello de inmediato, lo que tendrías que hacer es apartarte a un lado e irte haciéndote a la idea de ir con ellas.

Ludmila se quedó un momento pensativa y frunció el ceño.

– Entonces debería usted proceder mientras estos hombres tienen la cara escondida. En este mismo momento. Porque si ellos ven que les arrebatan el incentivo de su viaje, está claro que llamarán a los demás hombres que los siguen, con consecuencias que no se van a quedar cortas.

– ¿Y por qué razón iba a pasar eso? Tengo la sensación de que me estás pintando la cara como si fuera un payaso.

– ¡Ja! ¿Y por qué iba a necesitar que se la pintaran dos veces? -Ludmila se dedicó a hurgar en la bolsa que Conejo tenía debajo de la cabeza, mientras Olga se mecía y parloteaba jovialmente en su silla. Cuando Conejo se movió, Ludmila le metió la mano en la chaqueta, buscando el bolsillo interior, y al cabo de un momento sacó su pasaporte británico.

A Abakumov se le dilataron las pupilas. Bajó la vista y se mordió el labio.

– Vaya -dijo, mirando a las mujeres por turnos-. Vaya, vaya. Ha presentado usted dos incógnitas más en esta ecuación. Me temo que me van a matar ustedes con todo este trabajo. Apártense mientras llevo a cabo una comprobación de las identidades de estos hombres. Con un suspiro, el inspector se puso a hurgar en los bolsillos de los hombres. Encontró la cartera de Blair y sacó una tarjeta de débito-. Mira por dónde -dijo-. Subagente Kaganovich, tenemos que irnos al almacén y llamar a las autoridades pertinentes. -Abakumov sostuvo la tarjeta como si fuera un espécimen de laboratorio mientras se dirigía a la puerta. Lubov se unió a él. Se volvieron como un solo hombre para dirigirse a los ocupantes de la sala-. Que ninguno de ustedes abandone el lugar. Voy a hacer que vengan más hombres de la oficina regional para que nos ayuden a desalojarlos. Pero también les digo, para ser totalmente justos, que si después de mis comprobaciones, y de mi posterior regreso aquí esta misma mañana, se verifica que estos extranjeros han venido a ayudarlas de la forma financiera adecuada, que es la única forma posible, de hecho, y cuyo alcance voy a comprobar telefónicamente ahora mismo, entonces es posible, y solamente digo «posible», que la situación de ustedes pueda mejorar un poco. -Recorrió la penumbra llena de humo con la mirada, deteniéndose en todas las caras por turnos-. Y recemos porque sea así, por el bien de ustedes.

– Y recordad -dijo Lubov, mientras Abakumov abría la puerta- que Gregor anda por ahí fuera, y que Karel no puede andarle muy lejos. Decidles que nos esperen aquí, que no tardaremos mucho. -Y diciendo esto, se alejó maliciosamente hacia el escalón y cerró detrás de sí dando un portazo.

Olga, Irina y Ludmila permanecieron en silencio en medio del humo hasta que el crujido de los pasos se desvaneció a lo lejos. Luego Irina echó un vistazo a los ingleses, que empezaban a moverse un poco, y desvió una mirada húmeda hacia Ludmila.

– Llevamos noches y días enteros con estas sanguijuelas en casa -dijo-. Y a los diez minutos de llegar tú ya las has dispersado como a escarabajos a golpes de escoba. Tu casa te da la bienvenida, Milochka.

Ludmila desapareció debajo de otro manto de abrazos y comidas dulces para los santos. En plena erupción de murmullos y gemidos, las mujeres no oyeron cómo se abría la puerta. Solamente la oyeron cerrarse de un portazo. Todas se pusieron rígidas. Cuando se separaron, se encontraron en el umbral a un demacrado Maksimilian, con el rifle de Gregor colgando del brazo.

Él apenas les echó un vistazo, sino que marchó pesadamente entre temblores hasta el fogón, apartando de una patada las piernas de los ingleses al pasar.

– ¡Ja! ¿Y cuánto tiempo creíais que iba yo a esperar en la montaña a que vaciarais la casa de enemigos? ¡Me sorprende que no os hayáis casado con ellos y los hayáis invitado a vivir aquí, si lo que queríais era que yo me muriera de frío!

– Cierra la bocota -dijo Olga-. Tu hermana los ha hecho correr como si fuera cachorros en busca de leche. Tienes suerte de poder entrar.

Maks se acurrucó junto al fogón y echó un vistazo irritado a los cuerpos que había tumbados a su lado.

– ¿Y cómo es que la casa se ha llenado de músicos? ¿Vamos a montar una banda para celebrar nuestros problemas?

– Escúchame -dijo Irina-. No tenemos mucho tiempo, así que guárdate tu bilis de costumbre. Tenemos que llevar afuera el cuerpo de Aleks y cubrirlo por lo menos, si es que no lo vamos a enterrar como es debido. Tenemos la excusa de que el inspector cree que nuestros invitados son hombres de Dios.

Maks examinó a los hombres.

– Hombre de Dios, ¿eh? Éste de aquí, el de las gafas, es claramente un albino. O sea, ¡ja! Seamos serios, ¿acaso sabemos qué son o quiénes son?

– Viajaban con Ludmila, no es importante quiénes sean.

– Ja, bueno. -Maks le dio una patada a la pierna del de los pelos-. Por lo menos parecen bastante blandos. Bastante homosexuales, diría yo. Por lo menos me alegra ver que no habéis perdido la cabeza y que vuestra lógica femenina permanece intacta. Si llegan músicos homosexuales a la casa, debe de ser la hora de un funeral.

– ¡Maksimilian! ¡Vas a hacer lo que te mandan!

– Y -añadió Olga- vas a enterrar a Aleks como es debido, con respeto y con oraciones. Y bien lejos de donde hayas puesto al mongol de Gregor, que los santos cuiden su alma.

Blair se incorporó hasta sentarse. Osciló un poco en busca de un centro de gravedad. A su lado alguien amartilló un arma de fuego. El ruido le hizo abrir los ojos de golpe y se encontró con el cañón del arma a dos centímetros de su nariz. Usando la longitud del mismo para enfocar la mirada, vio a un joven de tez morena y mejillas hundidas que fruncía el ceño al otro lado del arma. El joven tenía el dedo sobre el gatillo. Blair levantó las manos de golpe.

Se oyó un estallido de chillidos procedente de Ludmila, que caminó hasta donde estaba el pistolero. El tipo le respondió con otro estallido desmadejado, pero por fin bajó el arma y la colocó junto a la pared de detrás del fogón. Blair le dio una palmada en la pierna a Conejo.

Conejo se incorporó hasta sentarse, parpadeando. Miró a su alrededor, se restregó los ojos y bostezó. Luego suspiró.

– Pero ¿qué cojones…?

– Cállate y dame tiempo para pensar.

Ludmila se arrodilló entre los hombres.

– Hola -dijo-. ¿Estáis bien?

Conejo levantó la vista. En su mente, la historia de la noche se volvió a ensamblar en forma de fragmentos helados.

– A ver si se me entiende. «Bien» es una forma un poco exagerada de explicarlo.

– Sí, Millie -dijo Blair-. Creo que estamos bien.

Su tono provocó un gruñido del joven, y un gesto de las manos en dirección al arma. Ludmila le dedicó un golpe de barbilla y soltó un chorro de palabras.

– ¡Ja! -dijo el joven.

– ¡Ja! -dijo Ludmila. Luego salió de sus labios un puñado de sonidos más amables que terminó con la palabra «ingleses», que salió flanqueada a ambos lados por sendos espacios delicados y entrecortados.

– ¡Ingleses! -Hubo otra descarga de susurros, que pareció terminar con «homosexual».

– ¡Ja! -dijo Ludmila.

– ¡Ja! -dijo el joven.

Maksimilian vio que Conejo se levantaba del suelo, como algo que se despliega, y que miraba a su alrededor como un ciego con sus gafas. Luego se las levantó, y se encontró a las dos señoras delante de él, observándolo con interés.

La más vieja enseñó las encías y le indicó una silla mientras escupía un bocado de palabras en su idioma en dirección a Maksimilian, que chasqueó la lengua y echó la cabeza hacia atrás.

– Caramba, me muero por una taza de té -dijo Conejo-. Ya no digamos algo de beicon.

Ludmila se lo quedó mirando con la cabeza un poco torcida.

– ¿Té? -dijo.

– Sí, y algo de comer. -Blair se puso de pie y recorrió las caras de las mujeres con la mirada-. Podemos pagaros. ¿Hay algo?

Ludmila frunció el ceño. Al cabo de un momento se volvió hacia las señoras y les hizo una petición. Que obtuvo ceños fruncidos a modo de respuesta. Luego levantó la voz, hasta que en un momento dado las mujeres se engancharon a una de sus palabras y sus ceños vacilaron. Se miraron entre ellas, hablaron un momento y señalaron con el dedo a Maksimilian, lo cual obtuvo de él una diatriba que terminaba con «¡Ja!».

Los dedos siguieron señalándolo. Maksimilian cogió el rifle, le sacó el cargador y lo vació sobre la mesa. Solamente cayó una bala. Miró a ambas mujeres con expresión grave.

Los dedos siguieron señalándolo. Las mujeres se lo quedaron mirando hasta que él volvió a cargar el arma y salió al patio con pasos furiosos. Se oyó un disparo en la oscuridad. Blair vio que arrastraba una cabra por delante de la entrada y oyó el repiqueteo de un cuchillo sobre la piedra. Al cabo de unos minutos, la piel del animal estaba colgada al otro lado de la puerta, sus entrañas guardadas en un cubo, y el resto, incluyendo la cabeza y las patas, estaba siendo descuartizado sobre la mesa de la cocina.

Antes de que Maksimilian pudiera lavarse las manos, su madre le emitió una orden en tono brusco y dio un golpe de barbilla en dirección a los Heath. El joven miró con cara escéptica a Conejo y a Blair, hasta que una erupción secundaria procedente de la anciana le hizo guiar a los gemelos hasta una puerta que había al fondo de la habitación.

Entraron a una habitación que olía muy fuerte. Maksimilian estaba de pie junto a una cama y apartó las sábanas para revelar un cuerpo.

– Hostia puta. -Conejo dio un salto hacia atrás.

Maksimilian les indicó a los hermanos que cogieran las piernas del cadáver.

Conejo tuvo varias arcadas mientras sacaban el cuerpo a cuestas de la habitación. La anciana celebró su paso con lamentaciones y echando los brazos al aire.

– Pero ¿qué cojones es esto, Blair?

– O sea, lo siento, Nejo, pero la cosa no va a mejorar por mucho que te quejes.

– Pues no, colega. Ninguno de los pasos que hemos dado en las últimas cuarenta y ocho horas, y nada de lo que se ve en el sitio adonde esas acciones nos han llevado, sugieren que vayamos a salir nunca de aquí.

– Bueno, eso es absurdo. Ahora estás siendo absurdo, Conejo, francamente. -Blair notaba que la piel del cadáver se estaba desprendiendo y empezaba a flotar en forma de una especie de limo debajo de la pernera del pantalón-. Y no ayuda lo más mínimo tomarse las cosas a la tremenda, cuando lo mejor sería que nos hiciéramos a la idea. O sea, la cosa es simplemente un poco nueva, eso es todo. Iremos ganando una comodidad relativa, ya lo verás.

Los tres bajaron el escalón de la entrada dando tumbos y avanzaron con dificultad y jadeando por treinta centímetros de nieve seca. Olga los seguía un poco más atrás y a un lado, aullando. Blair abría la boca y la cerraba con fuerza, de forma intermitente.

– Lo que te estoy diciendo es que no tenemos que desanimarnos ahora. Tenemos las herramientas que necesitamos para darle la vuelta a la situación. Creo, y te lo digo en serio, Nejo, que éste es el momento de calibrar realmente nuestras actitudes y orientar nuestras mentes en busca de mejores resultados. ¿No fue Nietzsche el que dijo: «Si tu modelo te derrota, cambia de modelo»?

– «Si tu modelo ético te derrota», me parece que dijo.

– Bueno, pero lo que quiero decir es que… nos quedan dos de las bolsitas. Creo que es crucial, en el interés de…

– Si tocas otro de esos putos cócteles, te obligaré a follarte este cadáver, Blair.

– ¡Nejo, Nejo, Nejo! ¡No estás entendiendo nada!

Maksimilian soltó un gruñido para indicar que tenían que dejar caer el cadáver allí donde estaban, en una duna de nieve que había junto a la cerca del patio.

El cuerpo se hundió con un resoplido.

Conejo se limpió los dedos en la nieve y se secó las manos restregándoselas en el calcetín. Luego se acercó con sigilo a su hermano.

– No es que no esté entendiendo nada. Cada vez que hemos bebido el cóctel nos ha metido en líos más gordos. ¿Y sabes por qué, Blair?

– Bueno, Nejo, pero mira…

– No, no. -Conejo se acercó más y le clavó un dedo a su hermano-. Tú eres el que tiene que mirar. ¿Tú sabes lo que hace esa droga? ¿Sabes cuál es su única cualidad activa? La suspensión de la conciencia, Blair. ¿Me oyes?

– Oh, por el amor de Dios. No produce nada que no tengamos ya. Es un facilitador, nada más.

– Que nos va a facilitar el camino a la tumba.

– Pero mira, lo que te estoy diciendo no es más que lo siguiente: que podemos trazar un plan sensato y organizado y estar de regreso mañana mismo. No sabíamos lo de los trenes. Tendré una charla como es debido con Ludmila: hasta le pagaré para que nos lleve al aeropuerto, y entonces continuaremos con el plan original.

– Y ella quedará totalmente abrumada por los artículos del baño del hotel y te seguirá hasta el fin del mundo.

– Bueno, yo no estoy diciendo eso en absoluto. En todo caso, o sea, fue ella quien se anunció, Nejo. Y quien me escribió aquella carta.

– No, colega. Esto es lo que pasó: se te fue la olla con uno de esos putos cócteles y me dijiste que nos íbamos a España a pasarlo bomba.

– Bueno, yo me desmarco de eso. Yo nunca dije nada de España.

– Tengo demasiado frío para discutir. En cuanto empiece a amanecer me voy a casa. Y me llevo la tarjeta. Si solamente hay dinero en ella para un billete, ese billete es mío, Blair.

– Sí, sí, sí.

Y durante toda su conversación, aquella comadreja de Maksimilian los estuvo observando, fijando sus siluetas contra el fondo de la luz tenue de la cabaña, acechando con la mirada las figuras de ambos, sopesando cada movimiento y cada empujón, cada respiración que los hermanos intercambiaban.

Ludmila salió al afuera. Se quedó un momento de pie junto a Olga, cuyas lamentaciones se habían encogido hasta convertirse en simples susurros y gemidos y cuyas comidas a los santos también se habían encogido. De haber sido reales aquellas comidas, ya estarían formando un montón alrededor de sus botas. Ludmila se arrebujó en sus abrigos y se acercó a los hombres. Maksimilian miró de reojo a los hermanos durante un momento largo y luego se alejó en busca de una pala. Se dedicó a hablar entre dientes mientras cavaba un agujero alrededor del cadáver. Ludmila no miró a Conejo ni a Blair, sino que permaneció de pie entre ambos.

Blair se inclinó hacia atrás, acercándose a ella lo bastante como para sentir la humedad de su aliento.

– ¡Inglés! -ladró Maksimilian. Sostuvo la pala en su dirección.

– Te tiene calado -dijo Conejo.

– ¿Por qué? -Blair dio un rodeo a la tumba con expresión irritada-. ¡Si no estoy haciendo nada!

– Te ha cogido la onda, está claro.

– Vete a la mierda, Nejo.

– Porque, ¿sabes qué, Blair? ¿Podemos ser sinceros por un momento? Todo esto nos ha pasado porque eres un tío virgen a quien las mujeres de Inglaterra le dan miedo. Y te has convencido de una serie de autoengaños, como por ejemplo pensar que los pobres de solemnidad se van a arrodillar a tus pies para poder oler un puñado de libras. -Conejo miró cara a cara a su hermano por encima de la nieve-. Afróntalo, el chaval es listo. Has venido a tirarte a su hermana.

23

– ¿Es que el instrumento financiero no es bueno? -discutió Abakumov por teléfono-. ¿O es que no van a cumplir ustedes con una operación perfectamente rutinaria? -Tapó el auricular con una mano, se echó otro vodka al coleto y se inclinó por encima de la mesa en dirección a Lubov para hablarle en voz baja-: Dicen que la operación no se puede completar sin una cuenta mercantil: que hay que tener un número de registro de comercio para cargar el dinero.

Lubov se cruzó de brazos y se inclinó hacia la puerta de la trastienda.

– Pues yo llevo muchos años aquí con este negocio y no tengo ningún registro de ésos. Estoy segura de que el Estado no lo exige. -Su mirada cayó bajo el peso de prioridades mayores: el paradero de Gregor y de Karel, que nunca habían tardado tanto en traer el pan. Ya empezaba a haber un puñado de gente del pueblo gritando delante de su puerta. Aquello, unido a la curiosa ausencia de soldados en las calles, a pesar de lo cerca que sonaban los disparos, la inquietaba. Y encima de todo estaba la fatiga por la ridícula historia del cupón de los Derev.

– No estoy diciendo que lo exija el Estado. -Abakumov chasqueó la lengua-. Estoy diciendo que habría sido útil tener una cuenta para cargar el dinero a la tarjeta. Es lo único que se interpone entre nosotros y una solución razonable de este berenjenal, pues el dinero agilizaría el proceso como es debido.

– Lo siento, no podemos completar su transacción -dijo una voz al otro lado del teléfono-. Va a tener que dirigirse al titular de la tarjeta.

– Ya veo, ya veo. Pero ¿puede al menos darme el estado de la cuenta, un balance de fondos disponibles, antes de que nos dirijamos al titular para resolver esto?

– No, no puedo, solamente el titular tiene acceso a esa información.

– Bueno, el titular está aquí. -Abakumov le guiñó un ojo a Lubov e hizo el encogimiento de hombros del pícaro incorregible-. No habla ruso, es un turista, lo estamos ayudando a salir de un aprieto.

La operadora se quedó un momento en silencio, y de fondo se pudo oír el parloteo de otras operaciones.

– Entonces le tendré que dar otro número, aquí no lo podemos ayudar, esto es solamente para transacciones.

Abakumov hizo un gesto con su vaso vacío y apuntó un número en su cuaderno. Se bebió otro vodka y marcó el número.

– Solamente el titular puede acceder a la información de la cuenta -le dijo la nueva operadora-. Que se ponga y así podremos procesar su petición en inglés.

– Es que acaba de salir. ¿Puede alguien sugerir cómo podríamos pagar esta cuenta sin él?

– Pueden retirar dinero de un cajero automático, o en la ventanilla de un banco.

– ¿Un cajero automático, dice? -Abakumov volvió a hacer un gesto con el vaso vacío-. ¿Dónde podemos encontrar uno de eso?

– ¿Dónde se encuentra usted?

– Ublilsk, Distrito Administrativo Cuarenta y Uno.

– ¿Dónde?

– En Uvila -dijo Abakumov, tomando otro vodka y azuzando a Lubov para que le siguiera el ritmo.

– ¿Uvila? ¿En el oeste? Entonces tal vez tengan máquinas en Stavropol o en Labinsk.

– ¿Y cómo manejamos la máquina esa?

– ¿Cómo? Escuche, ¿está ahí el titular? ¿Cómo se llama usted, por favor…?

Abakumov colgó el auricular.

– ¿Y bien? -Lubov levantó la vista.

Abakumov se reclinó en su asiento y cerró los ojos.

– Tenemos que llevar a los extranjeros a Stavropol.


Con las primeras luces frágiles del alba se instaló una sensación de buena voluntad alrededor de la mesa de la familia Derev. Un matiz azul bañó los remansos más severos de la noche, y en su fatiga y por el calorcillo del fogón, los Heath se tomaron un descanso de aquel horror. Con aquello, y la ausencia de muertos en la casa, los Derev también se animaron. Sus palabras resonaron con esperanza renovada mientras se iban colocando pedazos de cabra asada en la mesa.

Una niña llamada Kiska acababa de salir de su cama, y ahora estaba sentada como un hada reluciente, disfrutando de la atención de sus visitantes. Tiró de la manga de Blair y le mostró una tira de carne. Él la miró con una expresión de pánico teatral y ella soltó una risita sibilante a través de los huecos de los dientes de leche que se le habían caído.

Toda la cara de Conejo parecía estar empleada en la tarea de masticar. Se quitó las gafas y la penumbra le resultó aceptable.

– Ahora voy a tener una charla con la chati sobre lo de volvernos. Vamos a necesitar que nos indique el camino.

– Bueno, ya hablo yo con ella, Nejo. Tú aliméntate un poco, que lo más seguro es que todavía nos toque una buena caminata.

– Sí. Pero Blair, después de esto me largo, lo digo en serio.

– Muy bien, muy bien. -Blair sonrió con aire obsequioso desde su lado de la mesa. Olga le enseñó las encías. Maksimilian dio un golpe de barbilla carente de hostilidad.

Los comentarios en voz baja puntuaron el proceso de engullir aquel asado. Los comentarios se referían a los extranjeros, que, en cierta manera, entendían sin entender, pues los Heath fueron capaces de discernir las palabras «albino» e «ingleses». Sin vínculo cultural que los uniera, ahora los dos grupos compartían aquel oasis tranquilizador después de los días y noches espantosos que lo habían precedido. La mañana había traído tal alivio que a Conejo hasta le salió una ocurrencia, cuando se refirió a las servilletas como «sovietas».

Cuando el sol se alzó en el horizonte, en la neblina se dibujaron haces de luz. Algunos de éstos rebotaban en las cabezas y los hombros, convirtiendo partes de aquella escena de impresiones desvaídas en puntos de un hiperrealismo de lo más vivo. Y a medida que los colores entraban en la sala entraba también la vida, y a todos les levantó los ánimos.

Ludmila se relajó y se puso a arrancar tiras de carne de una pata de la cabra. Blair la vio echar la cabeza hacia atrás y apartarse mechones de pelo de la cara. Un halo reluciente la iluminó cuando se reclinó en su asiento. Sorprendió a Blair mirándola y sonrió.

– Cuando termines, Millie, ¿puedo hablar contigo fuera?

Ludmila giró la cabeza hacia la ventana.

– ¿Fuera?

– Sí, fuera. Solamente un minuto.

Ella les dijo un par de palabras a las señoras, se levantó de la mesa y fue hacia la puerta. Un ladrido afectuoso por encima de su hombro impidió que Kiska fuera con ellos. La niña se sentó pesadamente en su silla con un gemido. Irina chasqueó la lengua y dio un golpe de barbilla en dirección a la carne.

La atmósfera brillaba al otro lado de la puerta de la cabaña y le limpió los orificios nasales a Blair. Ludmila relajó los hombros y miró al cielo, donde la estela de un avión se desplegaba sobre el horizonte y absorbía su resplandor.

Blair siguió la estela hasta la verja más alejada del patio. No tenía ninguna razón en particular para ir allí, salvo exhibir unos andares firmes. Después de tropezar dos veces, aminoró la marcha hasta arrastrar los pies y por fin se detuvo, respirando hondo, tras llegar aparentemente a algún destino situado a pocos metros de la cerca. Ludmila pasó a su lado y caminó con paso ligero hasta un poste de la cerca. Los dos miraron a su alrededor: Blair como si estuviera curioseando en una tienda extranjera, y Ludmila como si atendiera a los clientes en aquella tienda, pero con poco interés. La brisa llevó el silencio, y cuando aquel silencio se volvió doloroso, los dos subieron una loma. La neblina flotaba entre las dunas de nieve.

Luego la nieve crujió cerca de ellos. Pasos. Ludmila se puso en cuclillas y tiró de Blair para que hiciera lo mismo. Los dos vieron una pareja de gorros de piel y la punta del cañón de un arma que avanzaban hacia la cabaña. Un momento más tarde, la puerta de la cabaña se abrió de golpe. Ludmila se echó al suelo.


A Irma se le cayó un hueso de las manos al oír que alguien amartillaba un Kalashnikov. El inglés desmañado se giró en su silla. A Maks se le fue la vista al rifle que tenía apoyado en la pared de la cocina.

– ¡Ja! -dijo el primer hombre que entró por la puerta-. ¡Qué ganso soy, que se me ha olvidado traer vino! -Era un hombre fornido con equipo de combate pesado. Un bigote que parecía un seto tiznado de hollín le descendía desde el labio hacia una barba mal afeitada. En las charreteras relucía una insignia gnezvarik. Se volvió hacia el soldado que tenía detrás-. Fabi, ¿te puedes creer lo que ves? ¿Acaso nos hemos muerto, o es que los santos nos han mandado un banquete de carnes asadas, en plenas montañas?

Un tipo gordezuelo y de mejillas sonrosadas entró en la cabaña, examinando la neblina con su rifle.

– Sí, Gavrel. Parece un asado.

El soldado más corpulento, Gavrel, se acercó a la mesa y clavó el cañón del arma en la cabra. Sonrió y les mandó un golpe de barbilla a los comensales.

– Dándose un festín de carne mientras a su alrededor cae su tierra. Un comportamiento genuinamente ubli.

Olga continuó masticando y arrancó otra correa de carne.

– Ja -murmuró-. Solamente son gnez. Por un momento he pensado que tenía que darle la bienvenida a alguien.

– Levantad las manos -dijo Gavrel-. Poneos en ese rincón, todos. Ahí, junto a la puerta. -Movió el arma en dirección al rincón más oscuro. Y luego lo movió de vuelta hacia Maksimilian-. Y tú, petimetre, no me extraña que no lleves insignia militar, tus ojos dicen más que unas viudas en un funeral. Si te veo mirar una vez más tu arma, aunque sea un segundo, aunque sea por un gesto reflejo accidental, los dos vamos a vaciar un cargador sobre ti y sobre tu familia, aunque sea la única munición que nos quede.

– Ja, ahórrate las palabras: el arma está vacía. -Maks caminó con sigilo hacia el rincón detrás de las mujeres, limpiándose la boca con una manga.

– Compruébalo, Fabi. -Gavrel se quitó el sombrero de piel y apartó bruscamente al extranjero desaliñado de la mesa. Hizo que la familia se apiñara en un rincón a empujones-. Ahora sentaos. Sentaos allí, y poned las manos sobre la cabeza.

Fabi confirmó que el rifle estaba vacío. Gavrel colocó su gorro al lado de la cabra, cuyas grasas centelleaban bajo un haz de luz del sol. Le hizo un gesto a su subordinado para que vigilara al grupo mientras él se ponía cómodo en una silla y escarbaba quirúrgicamente en busca de las carnes más jugosas. Los ojos del rincón relucían como si pertenecieran a criaturas nocturnas. La mirada de Gavrel deambuló sobre ellos mientras masticaba y gruñía y por fin se detuvo en el hombre de la túnica.

– Tú, el de los pelos.-Señaló-. ¿Te has escapado del circo, o eres una mujer fea que intenta disfrutar de un hombre?

Conejo se estremeció. Su mirada fue en busca de la familia. Todo el mundo la evitó. Con los ojos dolorosamente fruncidos, se llevó una mano al bolsillo de la pechera y sacó sus gafas de sol a tientas.

– ¡No te muevas! -Gavrel echó mano de su arma. Mandó a su camarada a coger las gafas y las estuvo examinando por todos los lados con expresión aprobatoria con sus manos grasientas antes de ponérselas sobre la nariz-. Contéstame, nenaza.

Olga carraspeó.

– No es de por aquí. Nadie entiende lo que dice.

El soldado se inclinó hacia delante y examinó al inglés.

– Bueno, tal como tú dices, no se parece a la gente de por aquí. Hasta una madre ubli habría ahogado a una cosa así nada más nacer. Háblame de este extranjero.

Maks se movió después de un momento de silencio, fingiendo que se desperezaba y bostezaba.

– Lo único que puedo decir es que ojalá te hubieras peinado para cuando salgan las imágenes por televisión.

Al soldado le centellearon los ojos. Paró de masticar y le dedicó una sonrisa burlona a Maks.

– Así que no es solamente tu mirada lo que te avergüenza, petimetre. Veo que tampoco tienes control sobre tu boca. ¿Acaso pensabas que yo nunca había conocido a tipos tan descerebrados como tú? ¿Te crees que soy ubli, y que me paso la vida soltando palabra rimbombantes sobre nada? -La mirada del soldado perforó a Maksimilian, que miró al suelo-. Pues ahora, mira. El precio de tener una boca tan típicamente ubli es que el petimetre ha aumentado la gravedad de lo que está pasando en esta casa. Inicialmente no habíamos venido a matar a nadie, solamente a ocupar la casa, lo cual era en cierto modo una forma de protegeros, ya que esta mañana la artillería pesada va a apuntar hacia aquí. Pero ahora este descerebrado me hace ver que entre vosotros hay testigos que no nos convienen.

El soldado arrancó otro trozo de carne y dejó su silla para ponerse a pasear, masticando, alrededor del grupo, con el arma colgando de un dedo. Su masticación se volvió más lenta cuando miró al extranjero con el ceño fruncido.

– ¿Eres inglés?

– Pues sí. De Inglaterra, sí.

– Éste es lugar mal para turistas.

Al inglés se le iluminó la cara.

– Tiene gracia que lo diga, ya empezaba a pensar que nunca más iba a oír inglés. Y ya que lo habla usted tan bien, ¿podría yo…?

– Es de pescar. Mucho tiempo en barcos. Escocia, Irlanda. ¿Ama usted al Manchester United?

– En realidad a mí me gusta más el críquet. Mire, ¿puedo pedirle…?

– Silencio. Mal día para turistas.

– Y escúcheme a mí, oficial -suplicó Irina-. No se tome a mal las palabras de mi chico. Somos gente humilde del campo, sumidos en la peor de las penurias, que no tenemos nada a favor ni en contra de ustedes ni de su guerra. En esta casa nunca ha vivido un arma.

El soldado echó la cabeza hacia atrás para soltar una risotada.

– ¡Fantasías y mentiras! Quieres decir que nunca ha vivido un arma excepto el rifle semiautomático que hay en tu cocina y que el chico no hace más que mirar como si fuera una ristra de joyas.

– Ja, pero si está vacío…

– No digas ni una palabra más que vaya a hacer que tu tumba sea más profunda. Ya tengo dos almas que eliminar, según la práctica militar, dado que uno es un periodista y el otro posee un arma de fuego. Pero primero te diré una cosa: aunque me veas en el curso de una acción militar legítima, sigo siendo un hombre de familia y no carezco de sentimientos humanos. Hasta te diré que me llamo Gavrel Gergiev, y que no combato para hacer amargas las vidas de ancianas y niños, ni para hacerles temblar de miedo en sus sillas. Nuestro interés es estratégico y puramente militar. Nos queda un solo cargador de balas, aunque podéis estar seguros de que nos bastan para mataros a todos vosotros, y a uno más. Así que afinad bien los oídos cuando os lo repito: no venimos a quitaros las vidas ni a infligir terror. Pero al mismo tiempo, no toleraremos que nos vengáis con jueguecitos. Si permanecéis sentados en silencio, y no armáis jaleo, os cubriremos mientras abandonáis la montaña después de que caiga el sol. -La boca del hombre permaneció abierta después de su última palabra, y la luz y la grasa convirtieron sus labios en una brillante fruta húmeda. Luego inclinó la cabeza a un lado y soltó una risita-. Y ved lo más divertido de todo: después de esta noche, tenéis que recordar siempre que fueron los gnezvarik los que os cubrieron del fuego de los vuestros.

– Y lo recordaremos. -Irina temblaba de alivio-. Usaremos nuestras vidas para difundir por el mundo lo bien que se portan ustedes en la guerra. Sí, oficial Gergiev, si es así como dice, entonces ha hecho usted que nuestras mentes den la bienvenida a la lucha gnezvarik. No lo olvidaremos.

– ¡Ja! Yo sí -dijo Olga.

– ¡Mamá!

Gavrel soltó un resoplido de burla.

– Esa arpía es igualita que mi suegra. Haz que se calle o me voy a poner de mala leche. -Se acercó al inglés y le clavó el cañón del arma-. Tú… sal de ahí.

– ¿Qué queréis de él? -escupió Olga.

– No es pariente vuestro, ¿verdad?

– No.

– Entonces es muy raro que haya aquí un extranjero, en el mismísimo culo de un distrito como éste. De hecho, es imposible. Si es periodista, tal como dice el petimetre, habrá que matarlo. Pero no tenéis de qué preocuparos si no es pariente vuestro.

– Bueno, pero es invitado de la casa. ¿Qué dirán de nuestra hospitalidad, si a los invitados los matan mientras están de visita? Nadie más vendrá nunca a vernos si nos ganamos la fama de provocar la muerte a las visitas.

– Pero ¿no os acabo de decir que vais a abandonar la casa? Ahora esta montaña forma parte del Gnezvarikstán libre: de hecho, mis pies, allí donde pisan, convierten el suelo en tierra gnezvarik. Vais a tener que plantar vuestra mesa en otro sitio.

– ¡Ja! Pues menuda opción les damos a nuestros invitados: o que los maten, o bien viajar a otro país para vernos. ¡Nunca más va a venir nadie a nuestra casa!

Gavrel no hizo caso a la mujer, apartó al inglés a empujones del grupo y lo hizo ir a cuatro patas hasta el dormitorio. El extranjero tenía los ojos cerrados por culpa de la luz, y las lágrimas le caían por la cara y le goteaban de la barbilla.

– A ver si se me entiende -dijo con voz entrecortada.

– Shhh, inglés.

– Es un sacerdote, no un periodista -dijo Irina.

– Te digo que vigiles tu bocota. Os estoy haciendo el favor de quitároslo de encima. No me hagáis dispararle delante de la criatura.

– Bueno, pero yo puedo dar fe de que no es ningún periodista.

– ¡Ja, igual que das fe de que la casa está vacía de armas! No va a sentir nada, confiad en mí. Tiene los ojos cerrados, ni siquiera lo va a ver. Y para ser sinceros, al mirar a semejante criatura, a quien ni siquiera le gusta el fútbol, y que suelta lágrimas como si meara, y que tal vez incluso está dejando ahora un rastro de meados por el suelo, está claro que es mejor que se vaya con los santos.


Ludmila no se resistió al abrazo de Blair. El frío lo llevó a acurrucarse en los abrigos de ella y a echarle un brazo por encima del hombro. Pasaron veinte minutos así, sobre un montículo de nieve que dominaba el mundo. También los encontró una ráfaga de humo de carne, el único hilo discordante en un tejido de brisas alimentado por las nieves de la docena de países vecinos.

La tenue calidez de Ludmila, y la humedad del vaho de su respiración, afilaron los sentimientos de Blair hasta dejarlos como la punta de una aguja. Por primera vez desde que se fue de Albion House, se sentía desesperadamente vivo. Sabía que Ludmila percibía peligro dentro de la cabaña, y creía que él también debería sentirlo en mayor medida. Pero la tronada cultura de ella, el resplandor del sol sobre la nieve, la bofetada de los cielos azules, y de aquellas brisas que eran como oxígeno medicinal, todo aquello lo llevaba bien lejos de cualquier sentimiento de condenación.

La luz del sol hacía que el peligro resultara inverosímil. Solamente Ludmila poseía la disciplina para creer en él, y por tanto la disciplina necesaria para sobrevivir.

Los dedos de Blair encontraron el camino que llevaba al cuello de ella y luego al interior de su melena. Ella no se apartó, sino que siguió observando cómo volaba el polvo de nieve. Él acercó lentamente la cabeza a la garganta de ella. La respiración de Ludmila se aceleró.

Mientras él posaba sus labios en ella y olisqueaba el fuerte olor púbico de su piel, el ruido de un motor rompió la quietud. A su lado se oyeron trozos de conversación. Ludmila se echó boca abajo y asomó la mirada por encima de la loma.

24

Gavrel y Fabi también oyeron los ruidos y se quedaron paralizados dentro de la cabaña. Esperaron hasta estar seguros de que las voces -las de un hombre y una mujer en plena riña- se estaban acercando a la vivienda.

Fabi apuntó con su Kalashnikov a la puerta. Gavrel dejó al estrafalario inglés lloriqueando en el suelo del dormitorio y, sin hacer ruido, cerró la puerta que los separaba y caminó con sigilo hasta ponerse en cuclillas debajo de la ventana de la cocina.

Al cabo de un momento, Irina carraspeó:

– No estarán armados. Es un inspector de distrito con la mujer del almacén.

– ¡Shhh! -dijo Gavrel entre dientes.

– No, es verdad -dijo Olga-. Es la puerca de Lubov Kaganovich, con su parásito del Estado pegado a ella como un cagarro al culo. Más que un arma, vais a necesitar ajo y una cruz bendecida para mantenerlos alejados.

Gavrel levantó la mirada hacia la ventana y luego se volvió en dirección a la familia acurrucada:

– Tengo que decir que me cuesta un esfuerzo enorme de imaginación entender por qué tanta gente se congrega en vuestra casa al amanecer, y en medio de una guerra. Y tengo que avisaros, con franqueza, de que obligar a un soldado a forzar la imaginación es algo que deberíais evitar.

Olga chasqueó la lengua y miró al soldado con los ojos muy abiertos.

– ¡Bueno, pero no se nos puede culpar de ser tan populares! Y en todo caso, ésos son invitados no bienvenidos, aunque un poco menos que vosotros. Os puedo decir que el inspector ya ha venido antes a ver si podía chupar algún beneficio, y que está con la peor clase de persona que hay en el mundo, una copiloto de garrapata, la gerente del almacén Lubov.

– Silencio, ahora. -El oficial Gergiev levantó su arma.

La puerta se abrió de golpe. El inspector Abakumov entró dando tumbos con una botella de vodka en la mano. Ya había disfrutado del mismo en buena medida, y se tambaleaba un poco. Lubov lo siguió afanosamente, con la cara lista para un estallido de cólera, probablemente relacionado con la desaparición de sus chicos.

Los dos se quedaron petrificados.

Dos armas amartilladas aparecieron delante de sus caras a modo de saludo.

– Decid qué os trae por aquí. -El pequeño Fabi cerró la puerta de una patada detrás de ellos.

– Soy inspector del Estado. -Abakumov puso la espalda recta-. Y os traigo una notificación oficial de que esta vivienda se halla bajo mi jurisdicción, ya que estoy a cargo de la investigación de unos crímenes cometidos aquí.

Gavrel volvió a amartillar el arma y sonrió:

– ¿En serio? ¿Y de qué Estado estás hablando?

El inspector retrocedió.

– Lo conoces tan bien como tu mismo nombre, no cometas el error de ponerte a juguetear. Deponed las armas, antes de que se haga más larga la lista de delitos.

Gavrel mantuvo la sonrisa firme mientras se acercaba al inspector.

– Parece que la botella ha alterado tus nociones de geografía, inspector. De hecho, parece que la botella te ha llevado a farfullar chorradas en un rincón perdido del Gnezvarikstán occidental. -Se volvió un par de centímetros y le gritó por encima del hombro a su compañero-. Fabi: ¿no te parece que acabamos de topar con un inmigrante ilegal?

– Sí, Gavrel. Un ilegal, a menos que tenga el pasaporte y el visado en regla.

– Os advierto una vez más… -eructó Abakumov.

– ¡Shhh! -Gavrel levantó el arma y le clavó el cañón en la garganta al inspector. Le echó una mirada sardónica a Olga-. Lo ha comparado usted con un cagarro en el culo, ¿verdad?

– Sí -dijo Olga-. Y con el culo de un ganso, y con una sanguijuela.

– El culo de un ganso y una sanguijuela -repitió Gavrel a la cara del inspector-. Ciertamente, si hay algo que tengo en común con estos desgraciados ubli es una larga historia de ver las tristes caras de los seres queridos que han tenido que tratar con los pequeños gánsteres perezosos, pomposos y autorizados por el Estado como tú. -Clavó el arma en la garganta de Abakumov hasta hacerlo sisear.

– ¡Buen chico, Gavi! -Olga soltó una risita.

Gavrel miró a los ojos del inspector.

– A ver, pues, Inspector Cagarro En El Culo: ¿quieres suplicar asilo político en el Estado libre Gnezvarik? ¿Por eso estamos viendo tu jeta aquí?

El inspector gorgoteó y recorrió la habitación con la mirada.

– ¡Ja! -Gavrel echó la cabeza hacia atrás-. Fabi, ¿no puede ser que nos esté suplicando asilo político? Y eso que nos hemos olvidado de traer nuestros sellos oficiales.

– Sí, Gavrel. Parece que lo que busca es asilo politicona.

Gavrel golpeó con el arma los brazos del inspector para obligarle a levantarlos, lo cacheó y por fin le hizo un gesto para que él y Lubov se apretujaran con el grupo del rincón. Los dos fueron allí arrastrando los pies y se sentaron, con las manos sobre la cabeza. Gavrel se los quedó mirando con el ceño fruncido.

– Tengo que decir que cada vez me siento más receloso. ¿Qué clase de fiesta es esta que se celebra a primera hora de la mañana con carne asada, y que atrae a los borrachos cuando está saliendo el sol? Esto es muy raro. -Se volvió hacia su compañero y proyectó la mirada a través de la ventana de la cocina-. Es muy raro, Fabi. ¿Quién sabe cuántos juerguistas siguen acechando ahí fuera? Sal y asegura la zona. Aquí hay algo que no es normal.


Cuando Ludmila salió por fin de la cocina, Blair casi había terminado de pintar los marcos de las ventanas del enorme invernadero de su casa en los barrios residenciales. Ella llevaba la camiseta de rugby de él por encima de las braguitas francesas, y, pese a saber el efecto que aquello tenía en él, se inclinó hacia delante para recoger los restos abandonados de su bocadillo de queso de cabra, rúcula silvestre y pesto.

Un abismo de lo más acogedor se le dibujó en la seda del trasero.

Luego alguien amartilló un arma cerca de ellos. Después una voz ladró. Blair abrió los ojos de golpe.

Delante de ellos había un soldado de pie, jadeando niebla.


– ¡No falta de nada en esta fiesta! -Gavrel estaba sentado con un vasito de vodka en la mano-. Casi espero que lleguen acróbatas y cosmonautas. Ya sólo nos falta vender entradas. -Desplazó la mirada hasta Ludmila y Blair, y luego de vuelta a su compañero-. Sienta a la chica con su familia. -Le hizo un gesto a Blair con el Kalashnikov en dirección a la mesa-. ¿Y tú? ¿Inglés?

– Sí -dijo Blair.

– ¿Periodista?

– Pues no, mire, soy consultor de mercados globales para…

– ¿Amas al Manchester United?

– ¿Que si lo amo? Bueno…

– Dime: ¿quién marcó en el último partido del Chelsea? Dímelo.

– Bueno, ejem…

– Eres periodista.

– No, no, escuche…

– Silencio.

– O sea…

– ¡Silencio! -Gavrel dio un puñetazo en la mesa, haciendo que la cabra diera un brinco sobre su plato.

El inglés se sobresaltó, lo cual pareció divertir al soldado. Soltó una risita y cogió dos vasos más de la mesa de la cocina.

– Fabi, pon al periodista en la habitación de atrás con su compañero. -Llenó los vasos y se los pasó a Blair-. Hospitalidad gnezvarik -dijo, señalando el camino con la barbilla.

– Muy considerado por su parte, gracias.

– Chin-chin.

– Perdone una pregunta. -El inspector separó los dedos de la cabeza-. ¿Esto es un secuestro al por mayor, o sea, nos vamos a pasar semanas aquí sentados?

– ¿Acaso parece un secuestro? -Gavrel clavó en el hombre una mirada de imbecilidad teatral-. ¿Este buffet tan elegante de vodka y carnes? ¿Y te crees que alguien iba a pagar por tu seguridad, con la carroña que eres? Más bien tendríamos que organizar una lotería para decidir quién se lleva el premio de matarte.

– Bueno, lo pregunto solamente porque…

– Silencio. Lo único que estamos haciendo es asegurar la propiedad. Nuestro comandante viene detrás de nosotros, y cuando estemos instalados aquí por la noche, decidiremos vuestro destino.

– Sí, pero ¿podría cierto caballero salir a usar la letrina debido a todos los líquidos que ha tomado?

El soldado se bebió su vodka de un trago, sin dejar de mirar al inspector.

– Estás corriendo el riesgo de ser tan aburrido que te dispare. -Luego gritó en dirección al dormitorio-. ¡Fabi!

– ¿Sí, Gavrel? -La cabeza del soldado se asomó a la habitación.

– Llévate al ruso a la letrina y no lo pierdas de vista ni un segundo.

– Gracias. -Abakumov se levantó del suelo con movimientos rígidos.

– ¿Y los ingleses? -Fabi se demoró en la puerta del dormitorio, sin saber muy bien qué hacer.

– Déjalos, ahí no hay ventana. Yo vigilo la puerta.

– Pero ¿juntos, y con vodka? ¿Qué protocolo aconseja darles bebida? ¿Acaso no se pondrán a conspirar en su idioma?

– Es su última copa, Fabi, es una anestesia.

25

Blair sintió el frío del suelo en las nalgas. Dejó los dos vodkas junto a la pared y se estremeció.

Conejo encontró la pierna de su hermano con la mano. -¿Eres tú?

– No, soy el puto Worzel Gummidge.

– Eh, tranquilo.

– Simplemente no me hables, Conejo.

Conejo parpadeó con expresión de dolor. En la mente le apareció llameando una escena de sus recuerdos de infancia, protagonizada por él y Blair en Albion House. Todavía eran niños. Conejo estaba ocupado pegando y despegando los dedos de una mancha de mermelada que tenía en el pulgar, cuando un incidente relacionado con el vómito reclamó la atención de la enfermera jefe. Los gemelos salieron arrastrando los pies de su órbita y enfilaron un pasillo que llevaba al salón de actividades. No tenían permitido entrar en el salón de actividades. Por eso fueron allí.

Era un sitio gigantesco. Los pájaros trinaban y las ventanas altas derramaban un resplandor moteado que parecía grasa de cordero fría. Los pequeños Heath se vieron atraídos por un espejo que cubría la pared del extremo más oscuro de la sala. Fueron allí y permanecieron pegados el uno al otro, enfrentados entre ellos entre haces de luz del sol. Mientras se observaban a sí mismos respirar de esa forma rápida y superficial en que respiran los gorriones y los niños, otros niños mayores entraron arremolinándose y parloteando en la sala, engalanando el espacio con ecos de tiza. Los niños corrieron entre risitas hasta los gemelos y se pegaron entre ellos formando parejas. Blair y Gordon quedaron encantados de ver a otros como ellos. Pero de pronto, en un instante tan luminoso como una ducha de luz del sol, aquellos niños se separaron. Se despegaron entre saltos, levantando bruscamente nubes de polvo resplandeciente, y se marcharon en tromba como mariposas gordezuelas que habitaban espaciosos universos propios.

Mientras que los Heath siguieron pegados.

Y al cabo de un momento rompieron a llorar.

Para cuando la enfermera jefe los recogió en el interior de su aura húmeda, el momento ya había infectado a los gemelos.

Por la mente de Conejo pasaron fragmentos de conversaciones que había oído de lejos. Las palabras caían desde el cielo de su infancia como paladas de tierra dentro de una tumba abierta.

– Se cuentan entre los pocos casos de monocigotos no divididos que han sobrevivido al nacimiento -dijo un hombre vestido con tweed que un día llevó a un grupo de gente con batas blancas a la habitación de ellos-. ¿Alguien puede decirme cómo se llama el espécimen?

– ¿Es un onfalópago?

– Técnicamente, sí. Un onfalópago con complicaciones torácicas. Y fíjense que el gemelo dominante no es el más fuerte físicamente: ¿ven a este muchachito de aquí?

Conejo se hinchó de orgullo cuando aquella mano lo destacó a él.

– Sí el progreso en la división del óvulo hubiera empezado solamente un día antes, este chavalín podría haberse librado de ser parasitario. Y si hubiera empezado un día más tarde, podría haber sido un apéndice redundante, un simple bulto en el cuerpo del gemelo sano. Lo podríamos haber extirpado. ¿Puede alguien decirme por qué en este ejemplo el parásito acaba siendo dominante?

– ¿Porque su instinto de supervivencia es más fuerte? -preguntó un joven muy serio.

– Exacto -dijo el hombre de tweed-. Y de dos maneras: sí, la dependencia corporal hacia su hermano más sano provoca una gran tendencia a salvaguardar recursos. Pero también tiene que ver con los medios con que asume el control. Al ser el más débil, ha desarrollado un control emocional y psicológico sobre su gemelo.

– Así pues -el joven vaciló-, ¿podemos decir que el gemelo dominante se ha convertido en una… una especie de bestia de carga para el parásito?

– En el sentido más básico, sí, aunque creo que el pleno alcance de la dinámica parásito-huésped solamente se manifestaría si los separáramos. Lo cual por supuesto es discutible, porque el parásito no sobreviviría.

Conejo suspiró y tiró de su mente para hacerla volver a su prisión en las montañas. Se dio una palmada en el bolsillo en busca de sus Rothmans y encontró el viejo paquete arrugado y humedecido por el frío. Pasó unos minutos enderezando un cigarrillo, sacó una caja de cerillas y lo encendió.

– Quédate a este lado de la verja -susurró.

– Vete a la mierda, Conejo.

– No vamos a ganar nada si te da un berrinche. ¿Por qué no sales un momento y hablas con ellos? A ver si se me entiende, nosotros no tenemos nada que ver con esto. El grandullón habla inglés: sal un momento y dile algo posmoderno, hazle sentir parte de un equipo. Esas cosas se te dan bien.

– ¿Tú crees?

– Sí. Todo tu discurso del nuevo mundo.

Blair apoyó la espalda en la pared y movió la lengua por dentro de su boca. Detrás de su ceño fruncido, los pensamientos hervían.

Y por fin estallaron:

– ¡Espera! ¡Las bolsitas, Nejo! Vamos a darles un cóctel.

Conejo no interrumpió la calada que le estaba dando al Rothmans. Soltó una bocanada temblorosa de humo y permaneció sentado en silencio hasta que el último remolino le salió de la nariz.

– Nunca conseguirás que se lo beban.

– ¿Por qué no?

– Si ven cómo centellea, sabrán que les has echado algo. Si no lo ven, se preguntarán por qué les estás devolviendo la bebida.

– Pero si se lo echo delante de ellos, como quien no quiere la cosa, y me tomo una yo, creerán que es solamente para dar sabor. Conejo, tenemos que intentarlo.

– Vigila lo que haces con esa mierda, te lo digo en serio.

– Nejo, Nejo, Nejo… ¡Sabe a cerezas silvestres! -La mirada de Blair se elevó chispeando hacia el techo-. Podemos darle la vuelta a la situación, tú mira cómo está ahora. Vamos a volver a casa, Nejo, y esta aventura descabellada nos hará más sabios. Millie se vendrá con nosotros. Será un éxito total, saldrá todo de narices. Pero caray, estamos chiflados de remate, ¿eh? Vaya par de chavalotes, nos vamos a partir de la risa en el avión, nos vamos a mear de la risa por todo esto. Nos sentarán dentro de un avión inglés a reacción de cincuenta mil toneladas, con anuncios pijos en inglés, todo limpio y reluciente como el sol de la mañana. Una tacita de té, muchas gracias, una ginebra o dos más, pues no me importaría, y voces como Dios manda alrededor, chavalas del Norte lo más seguro, más buenas que el pan, frescas como el brezo de los pantanos y con ráfagas de llovizna de Heathrow todavía enredadas en el pelo. Vamos a poner ese momento en nuestro objetivo, Nejo: visualízalo, sácalo del éter. Vamos a estar comiendo salmón ahumado, en British Airways…

– No se puede coger British Airways en Stavropol, solamente aquel avión asqueroso ruso, que parece sacado de Los guardianes del espacio, aquella serie de cartón de cuando éramos niños.

– Bueno, pero hasta Yerevan hay un trocito de nada, Nejo. Y entonces, te lo aseguro, estaremos de juerga en British Airways, y de pronto nos daremos la vuelta y nos miraremos. Y nos cagaremos de la risa. La nieve se alejará por debajo de nosotros; la guerra, la pobreza y las luchas simplemente desaparecerán a lo lejos, por debajo de nosotros, y por fin saldremos disparados hacia la luz del sol, riendo como niños de colegio. -Blair le clavó un codo a su hermano-. Y eso seremos, joder, un par de chavalotes.

A Conejo se le habían hinchado los ojos hasta no ser más que ranuras. Giró lentamente la mirada hacia Blair.

– A ver si se me entiende: vigila lo que haces, joder.


La puerta del dormitorio se abrió con un chirrido. A Gavrel se le paralizó la boca a medio mordisco. Un cachito de comida salió disparado en dirección a Blair. Le siguió de cerca un rifle.

El inglés se estremeció. Sostuvo en alto los vasos de vodka.

– Se me ha ocurrido que sería mejor preguntar…

– ¿Cómo? ¡Atrás!

– Bueno, es que me preguntaba si…

– ¡Atrás! -Gavrel masticó un par de veces enérgicamente y se colocó el bocado de comida en un carrillo. Se echó el arma al hombro.

– Bueno, pero…

– Vente, coño, Blair -dijo la voz de Conejo-. No juegues con fuego, a ver si se me entiende.

– Vale, vale. -Blair vislumbró el grupo apelotonado en las sombras junto a la pared y echó una mirada a la familia, al inspector y a Lubov antes de volver hacia la puerta-. Solamente he pensado, que ya que estaba hablando del Manchester United…

– ¡Jo! ¿Qué? -Gavrel reanudó su masticación-. ¿Manchester United, qué?

Blair se detuvo en el umbral.

– Bueno, es que tenemos una bebida…

– ¿Manchester United?

– Bueno, es un sabor y hace un destello de colores…

– Ven. -Gavrel hizo un gesto con la mano y bajó su rifle un par de centímetros-. ¡Fabi!

Fabi se acercó, apuntando con el arma al inglés. Blair miró ambas armas, luego a las caras de ambos soldados, y por fin dejó los vasos sobre la mesa.

– Tú gracioso -dijo Gavrel-. ¡Menudas chorradas dices!

– Mire, es esto. Es muy bonito. -Blair abrió una bolsita con los dientes y la vació en uno de los vasos. Soltó un destello oscuro donde los colores azul y rojo se elevaron como sangre venosa y arterial.

Gavrel frunció los ojos.

– Demasiado colores para Manchester United. Único color es rojo.

– Pero aun así… es Inglaterra. -Blair dio un sorbo-. Cereza silvestre, está buenísimo. Y en cierta forma es casi un producto local, porque mi empresa, Global Liberty, no solamente fabrica esto, sino que también fabrica vuestras balas en Konjinch.

– Kuzhnisk.

– Kujints. Y digo yo… ¡imagínate! ¡Qué casualidad!

– Blair recorrió la habitación con la mirada. El ceño fruncido de Ludmila atravesó la neblina para abrasarlo.

– Bebe. -Gavrel pinchó a Blair con el arma y se echó un poco atrás para ver cómo daba un trago. Su mirada examinó la cara de Blair, en busca de los efectos de la bebida. No apareció ninguno, salvo un asentimiento y un gesto de relamerse. Los soldados intercambiaron un par de palabras gruñidas. Fabi bajó su rifle, extendió el brazo y cogió el vaso de Blair para acercárselo a la nariz, parpadeando a un lado y al otro por culpa de los efluvios de la bebida. Luego palabras más livianas, dichas con aspereza, acompañaron a un asentimiento de la cabeza en dirección a su superior, antes de echarse la bebida al coleto.

La mirada de Gavrel se volvió hacia Blair. Luego empujó el segundo vodka hacia él como si fuera una pieza de ajedrez.

El inglés siguió con la mirada el acercamiento del vaso y levantó la vista hacia la cara del soldado. Jaque mate. Vació la última bolsita dentro del vodka.

– Es una pequeña ayuda para soldados. Leche materna militar. -Sonrió como una anfitriona primeriza y miró junto a los hombres cómo la bebida soltaba su destello y se aclaraba antes de recogerla para dar un sorbo.

– Soldado no necesita ayuda. -Gavrel le quitó la bebida, se la vació en la boca y dejó el vaso vacío de un porrazo sobre la mesa-. ¡Bah! Es para mujer. Es bebida para niña. -Le agarró la mano a Blair y se la puso sobre la palma abierta de la suya como si fuera un puñado de crías de salamanquesas-. Mano blanda como teta, ¿lo ves? Bebida solamente ayuda para niñas, para que los bebés jueguen a soldados. -Su barbilla selló la cuestión con un empujón-. Ja.

Blair sonrió de torcido.

– Bueno, obviamente, yo preferiría una pinta de cerveza. Pero a veces uno no está en situación de exigir nada. Al fin y al cabo, estamos en una zona de guerra.

– ¡Ja! ¡Niña inglesa! ¿Qué sabes tú de la guerra?

– Bueno, usted espere y ya me dirá lo que siente dentro de un minuto. -Blair cerró con fuerza la boca en gesto teatral-. Creo que descubrirá usted que está de acuerdo en que la violencia forma parte de la historia antigua, y que la verdadera batalla a ganar es la batalla por los corazones y las mentes.

– ¿Las veinte?

– Las mentes. Los cerebros, las cabezas.

– ¿Conque Historia? -El soldado soltó un soplido de burla-. Los países ingleses siempre usan violencia. Siempre ganan. Típico inglés, usar violencia todo el tiempo y llorar como niña cuando otros usan violencia. Quieren monopolio de violencia.

– Bueno, pero lo que le estoy diciendo es lo siguiente: los corazones y las mentes…

– Tú escucha mí: mente encuentra enemigo y entonces usa violencia. Perfecto.

– Bueno, no, o sea… puede usted reprimir a la gente con violencia, pero la única forma de ganárselos de verdad es con la libertad.

– ¡Exacto! -Gavrel dio un puñetazo en la mesa-. ¡Violencia gana libertad!

Blair bajó la vista para comprobar que al soldado se le estaba ruborizando la cara y que se le estaba empezando a relajar el ceño. Se estaba acercando al limbo de la solipsidrina, esos minutos de confianza creciente antes de que la conciencia de uno muriera, antes de que la música victoriosa se adueñara de la mente.

– O sea -Blair apoyó una mano en la mesa-, respóndame esto: ¿qué es lo que quiere más en la vida: la felicidad o la tristeza?

– La tristeza -dijo Gavrel-. Solamente de la tristeza viene el felicidad.

Blair se mordió el labio.

– Bueno, pero… seguramente querrá usted que los demás vivan libres de la tristeza, ¿no?

– Sí. Libres por la tristeza.

– Hum. Creo que lo que está diciendo usted es lo siguiente: que quiere que sean libres. ¿Y sabe lo más increíble de todo? Que tiene usted el poder. Usted tiene el poder para traer la libertad, porque posee usted un instrumento que es más grande que la violencia.

– Poder, sí. -El oficial se inclinó hacia delante, asintiendo-. Más grande violencia, sí.

– Puede usted hacerlo: allanar un camino para la libertad, para la democracia. Tiene el poder en las manos: aunque esté usted ahí sentado, tiene el poder.

Al soldado se le humedecieron los ojos.

– Sí, sí, sí. -Se volvió para murmurarle unas palabras a su camarada e hizo el gesto de sopesar el rifle con las manos-. Poder.

En el rincón, el inspector Abakumov carraspeó y se dirigió al oficial.

– ¿Se me permite comentar brevemente que, tal como yo lo veo, la conversación que está usted manteniendo con el extranjero da señales de una alentadora nueva dirección? Ciertamente, parece usted conmovido y animado en cierta medida. ¿Tal vez le gustaría a usted ilustrarnos sobre las revelaciones del hombre?

Gavrel se volvió lentamente. Su mirada cayó sobre Abakumov como un pañuelo de papel en un charco, absorbiendo su sonrisa tersa y expectante, y su falsa compostura. Sin pestañear, y sin desviar la mirada, se puso el Kalashnikov a ciegas sobre la rodilla y pegó la palma de una mano sobre el cañón para dirigirlo.

Y entonces apretó el gatillo.

La boca del cañón llameó. Un estallido hizo temblar la sala. Los pequeños abriguitos de Kiska explotaron en una descarga de humo. Irina soltó un grito. El grupo se echó boca abajo al suelo.

– Mierda -dijo Gavrel-. Oh, no. ¿Cómo llamamos a esto, Fabi, oficialmente?

– Ja, ejem, ¿daños amigos?

– Sí, no, no… daños colaterales.

– Colaterales, Gavrel, sí. Fuego amigo es el camarada al que matas y que también va armado. En este caso colateral, porque ha muerto la niña en lugar del gánster. Y no iba armada.

Gavrel se puso de pie, hizo un gesto con la mano en dirección al rincón y se dirigió a las caras temblorosas y salpicadas de sangre:

– Ahora veis a todo color la verdadera naturaleza de este supuesto inspector, de este gánster: mirad lo que os hace, escudándose detrás de una niña tan pequeña. Eso sí que ha sido un acto maligno. Tenemos que mantenernos unidos e imponernos sobre esa gente. -Gavrel sujetó el arma con mayor firmeza.

Lubov ahogó un grito cuando un hilillo de sangre le llegó al trasero.

– ¡Pero si estaba sentada a dos metros! ¡Estaba más cerca de ti que de él!

El soldado no hizo caso a la mujer y elevó una mano al aire en gesto glorioso.

– Y en relación a un insulto tan grave a la naturaleza, hay que decir lo siguiente: si no estáis conmigo, estáis contra mí. Y con ese asesino de niños. Ese ser maligno.-La boca de Gavrel permaneció entreabierta y su cara echó un vistazo a la izquierda con expresión de astucia-. Solamente rezo para que no sea así.

Blair estaba sentado con la cara del color de la ceniza y tapándose la entrepierna con las manos. La mirada de Gavrel recayó sobre él. El soldado hizo una pausa y lo obligó a apartar las manos con el cañón del arma. Luego abrió mucho los ojos y la boca y soltó una carcajada.

– ¡Mira, Fabi! -Señaló el regazo de Blair-. ¡Mira, el secretito del inglés!

Blair siguió con la mirada el dedo del soldado hasta su entrepierna y bajó la vista para encontrar un bulto que latía de forma ostensible.

– ¡Ja, jaaa! -Gavrel le dio un golpecito con el arma, riendo a mandíbula batiente. Tiró de su camarada para que se acercase-. ¡De pronto está muy claro! Mira, Fabi, mira esto. -Dirigió su rifle hacia la familia, abrió las piernas en busca de apoyo y pegó un disparo atronador.

Abakumov salió lanzado contra la pared y luego cayó de costado.

Los soldados se volvieron hacia Blair, lo levantaron de la silla y lo colocaron donde había más luz.

– ¡Jaaa! ¡Mira, si todavía crece más! Oh, Fabi, ¿qué especie de monstruosidad hemos descubierto?

– Una repugnante, Gavrel, sí.

– Ven aquí, Blair, joder -gimió la voz de Conejo.

El inglés no respondió, ni tampoco se resistió cuando Fabi le bajó los pantalones. En medio de la sinfonía de respiraciones estranguladas que se oía detrás de los soldados, únicamente Olga consiguió soltar un gemido.

Gavrel se dio la vuelta y se echó el arma al hombro. Pum. El gemido se detuvo. Volvió a girarse para ver cómo las partes bajas de Blair se meneaban alegremente.

– ¡Tenemos a un verdadero estadista, un gran líder! ¡Los temas de la libertad y el poder y la muerte para él son como un perfume de chica!

– Como una lengua caliente en su polla, Gavrel, sí. Mira esto, por ejemplo. -Fabi apuntó al grupo con su rifle. Sonó el estruendo de un disparo. Irina dio una sacudida y se quedó muy quieta.

Los dos se volvieron para estudiar la reacción de Blair. Tenía los ojos fuertemente cerrados y los dientes le rechinaban. Pero su entrepierna se mantenía orgullosa y feliz.

Gavrel echó un vistazo al rincón. Entre la carne destrozada, paralizada en toda su belleza, estaba acuclillada Ludmila. Al lado de ella, Maksimilian tenía la cabeza agachada. Lubov estaba encogida en una bola temblorosa junto a la pared.

– Fabi, tráeme a la chica. -Gavrel arrastró al inglés al espacio que quedaba entre la mesa y los cuerpos, y desvió con la punta de la bota un reguero de sangre que se le acercaba.

Blair casi había perdido el conocimiento cuando oyó los sollozos de Ludmila. Escuchó las órdenes que gruñían los soldados y oyó el susurro de las diferentes ropas. Y cuando abrió los ojos, allí delante, pintada en la luz, estaba Ludmila, desnuda, con sus lágrimas reluciendo. La sombra trazaba una línea desde la voluta más alta de su pubis hasta un punto situado entre la caída de sus pechos, cada uno de los cuales era como un puño turgente.

Gavrel la obligó a echarse en un montón hecho con sus prendas y le metió un pie entre las piernas para abrírselas.

– Venga, inglés -dijo-. Antes de morirte.

Fabi empujó al inglés hacia la chica, le separó las rodillas tanto como permitían sus pantalones y dirigió con cuidado su pene con la punta del cañón. Ludmila forcejeó y soltó un chillido.

– No le hagas esto a la chica -gimió Lubov-. Ya la has dejado huérfana, y su amante Michael Bukinov, que tenía un tío enfermo al que cuidar, ya se ha llevado una de vuestras balas inmundas en el corazón. ¡Todo por vuestras balas, vuestra inmundicia y vuestro amor a la muerte!

Ludmila dejó de respirar entrecortadamente al oír el nombre de Misha.

Fabi levantó el arma y disparó antes incluso de enfocar la vista. La cabeza de Lubov dio una sacudida. Maksimilian movió una pierna para hacer sitio al cuerpo de la mujer.

La sombra de Blair cayó sobre Ludmila. Ella se puso rígida y arqueó el cuerpo al sentir que él la penetraba; gruñó y movió la cabeza a un lado y al otro. Gavrel apoyó una bota en la espalda del hombre y los empujó a los dos por el suelo hasta que Ludmila buscó con las manos algo que agarrar y se puso a arañar y a dar tirones de la ropa, de la mesa y del suelo. Sus dedos encontraron el cinturón del inglés, y cuando el cinturón se soltó, encontraron su cinturilla, los pantalones y el bolsillo. Dentro del mismo, unas formas metálicas se fundían con el olor a mantequilla rancia del sudor del hombre, la imagen de cuya mueca esquelética se fruncía, asentía y jadeaba sobre la cara de ella. Ella se dedicó a palpar los objetos con los dedos, en un intento de tocar algo menos feo que aquella carne.

– ¡Ja, mira esto, Gavrel! -El pequeño soldado sonrió de oreja a oreja.

Blair notó el cañón de un arma entre las piernas. El soldado le separó las nalgas y se puso a meterle y sacarle el arma del culo, gruñendo con cada estocada.

Luego, mientras cada uno de los supervivientes de la cabaña se dedicaba a hacer su propio ruido inhumano, todos ellos reducidos a un estado inferior al animal, una radio crepitó y la puerta principal se abrió de golpe.

– ¡Dios bendito! -Un soldado de más edad entró como un vendaval en la habitación, con las charreteras soltando destellos dorados y el rifle listo para disparar. Examinó la escena con la boca cada vez más abierta.

Fabi levantó la vista.

– El edificio está seguro, comandante.

– ¡Baja el arma! -El comandante se volvió hacia Gavrel, parpadeando-. ¿Lo estoy soñando, Gergiev, o acabas de poblar una de las cavernas del infierno?

Gavrel soltó una risita suave y levantó la vista con una sonrisa dócil.

– Estamos encantados de verlo, comandante. De hecho, yo ya estaba imaginando las muchas cosas que quería comentar con usted, y por las que quería elogiarlo.

Al comandante le quedó el arma colgando a un costado. Examinó hasta el último rincón de la sala y se detuvo para mirar con el ceño fruncido los bultos de la entrepierna de ambos soldados.

– ¿Acaso mostraron resistencia los muertos? ¿Y cómo es que estáis aquí con vodka, carne y tanto muerto? ¿Y esos muertos no son mujeres? ¿Esa de ahí no es una niña muerta? ¿Gergiev? ¿Acaso no son eso tres generaciones de una familia humilde de montañeses como la tuya? ¿Muertas?

– Ya son libres, comandante. Se acabó la miseria para ellos. Se acabó la guerra. Los hemos liberado. Hemos vencido.

– Dios bendito. -El comandante negó con la cabeza. La luz ascendía por el humo tras elevarse desde los charcos de sangre-. Apartaos de la mesa y bajad las armas. ¿Quién queda vivo?

Gavrel dio varios golpes de barbilla a su alrededor.

– Estos tortolitos, el chico del rincón y otro inglés más.

– ¿Inglés?

– Sí, son periodistas. O algo parecido.

– ¿Periodistas? Mierda. Gergiev… Dios, Dios bendito. ¿Y han presenciado todo esto? -La cabeza del comandante descendió trazando un arco. Separó al inglés de la chica y miró cómo regresaba al dormitorio, hablando entre dientes y arrastrándose. La chica se quedó con los brazos caídos a los costados, la cabeza inclinada a un lado y los ojos cerrados, temblando. El comandante recogió un abrigo del suelo y se lo echó encima como si fuera una manta antes de volverse hacia los soldados con el ceño fruncido. Ellos bajaron la vista, con las bocas fruncidas, como niños pequeños conteniendo sus risitas.

– Pero ¿en qué habéis estado pensando? Por todos los santos… Realmente habéis pintado una escena del infierno. Vamos a tener que terminar el trabajo, es lo único que se puede hacer. Si esto sale a la luz, el Gnezvankstán será un nombre mancillado en todo el mundo. Tú, Gergiev, pásame las municiones.

– ¿Municiones? ¿Es que no las trae usted, comandante?

– ¿Es posible que hables en serio? ¿Y por qué iba yo a traer municiones de la retaguardia, cuando estáis aquí estableciendo un puesto avanzado?

– Bueno, pero… es que a nosotros no nos han dado municiones. Se nos deben de estar acabando.

– Ja. -El comandante dio un golpe irónico con la barbilla-. Será que os habéis pasado la mañana dando matarile a campesinos inocentes. Id pues, acabad con ellos, aunque sinceramente, contemplando el resultado impío de vuestra patrulla, no lo veo muy claro. Tendríais que dar gracias de que no os quito el arma y la insignia, y os pego un tiro a cada uno.

– Yo puedo acabar con ellos -dijo Fabi en tono esperanzado-. Además, los dos están sufriendo. Uno está ciego y no para de llorar, y al otro le sangra el culo: no está bien dejar que sufran así.

– Fabi, eres un genio: ¿cómo va a ser uno de ellos un testigo si está ciego? -El comandante suspiró y llevó a los hombres al dormitorio.

Allí dentro estaban temblando los ingleses. Sus espíritus los habían abandonado, que es lo que hacen los espíritus cuando se acerca la certeza de la muerte. Ahora estaban sentados como estatuas sobre el hielo sucio.

Un avión tronaba en las alturas, lleno de gente que bebía té y viajaba hacia el oeste, en dirección a algún sitio maravilloso. Los Heath se pusieron de pie temblando y sin hacer un solo ruido. Pareció que lo hacían de forma instintiva, independiente, y el espectáculo llevó al comandante a hacer una pausa. Vio que se ponían uno delante del otro, dando la impresión de que sentían sus posiciones como cachorros recién nacidos. Se dieron un abrazo que les hizo pegar sus cuerpos cuan largos eran, y uno de ellos empezó a frotar la espalda del otro trazando círculos. «Tontorrón», pareció que le decía.

El comandante les lanzó un golpe de barbilla a los soldados.

– Bueno, pues deprisa. Esto no es una obra que estéis viendo en el teatro.

Los soldados levantaron las armas. Apuntaron y apretaron el gatillo.

Clic.

Clic.

– Mierda -dijo Gavrel.

– Aquí no hay balas, Gavrel.

Blair se dio la vuelta y abrió los ojos. Vio que el comandante les ladraba insultos a los soldados y vio que éstos sacaban sus cargadores y los examinaban. Y entonces, detrás de ellos, completamente vestida, apareció Ludmila. Tenía la cara ruborizada y lozana, aunque ni su expresión ni su mirada -una mirada que era como un ataque con lanzas de bambú- cambiaron ni un ápice. La chica pasó junto a los soldados y se acercó a Blair, echando sobre él una ráfaga de olor al acto sexual que acababan de practicar. Sin dejar de mirarlo a los ojos, ella le puso una mano en la entrepierna y se la dejó allí, irradiando calor a través de la tela de sus pantalones.

Luego le hundió la mano en el bolsillo.

Y sacó una bala. La bala tenía un dibujo diminuto de un águila o tal vez de un demonio en pose de abatirse en picado. Se la pasó a Gavrel, salió de la habitación, silenciosa y altiva, y caminó hasta la luz que entraba por la ventana de la cocina. Luego continuó más allá, salió por la puerta y se alejó por la nieve iluminada por el sol.

Los soldados la vieron ir y venir sin decir palabra. El oficial metió la bala con un clic dentro de su cargador. Devolvió el cargador al arma. Y se echó el arma al hombro.

Y disparó.

La sangre roció la pared de detrás de los gemelos Heath.

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